LA CÁRCEL DE MUJERES DE SATURRARÁN
artículo publicado con el nombre de Crónicas de la guerra y la represión - Cárcel de Saturrarán, prisión franquista, de Jon A. LARREATEGI
artículo publicado con el nombre de Crónicas de la guerra y la represión - Cárcel de Saturrarán, prisión franquista, de Jon A. LARREATEGI
Dos mil mujeres republicanas de entre 16 y 80 años estuvieron encerradas en la prisión de Saturrarán, en Mutriku, entre 1937 y 1944. Según los expedientes que figuran en el registro penitenciario, fueron 177 los fallecimientos contabilizados entre reclusas y niños. Las prisioneras que sobrevivieron al encierro padecieron toda suerte de penurias. Fueron también muchas las mujeres que vieron morir a sus hijos en presidio, mientras que a otras se los robaron y jamás los recuperaron.
El recinto penitenciario de Saturrarán estuvo emplazado en la playa que separa Ondarroa de Mutriku en el límite de Bizkaia y Gipuzkoa. Construido en la desembocadura del río Mijoa, en su origen fue un complejo hotelero y balneario de atracción turística. A finales del siglo XIX, en la época de máximo esplendor, contó con un edificio distinguido como el Grand Hotel. Ante la demanda de usuarios, al otro lado de la regata se abrieran otros establecimientos como el Villa Capricho, Buena Vista, Casa Barrenengoa y la Fonda Astigarraga. En 1921, los propietarios cedieron las instalaciones a la Diócesis de Gasteiz pasando a ser balneario de seminaristas. Iniciada la guerra de 1936, los edificios sirvieron como cuartel al Eusko Gudarostea, hasta que fueron ocupados por los sublevados fascistas españoles.
El 29 de diciembre de 1937, las tropas de Franco habilitaron el balneario de Saturrarán como presidio de mujeres republicanas «altamente peligrosas». Custodiado el exterior por soldados del Ejército sublevado y requetés, su interior estaba supervisado por un jefe de prisiones y tres oficiales, mientras que la vigilancia de las reclusas corría a cargo de religiosas mercedarias. Coincidiendo con la fundación del penal, durante un breve tiempo, se distinguió en la jerarquía de funcionarios Carmen Castro Cardús, monja teresiana y miembro de la Quinta Columna, que, en 1939, dirigió con mano de hierro la madrileña prisión de Ventas en su época más tenebrosa. A partir de noviembre de 1938, en los expedientes de Saturrarán figurarían como responsables, entre otros, Manuel Sanz y M. Larrondo, así como la religiosa mercedaria Sor María Uribesalgo.
La mayoría de las reclusas eran mujeres anónimas destacadas por su fidelidad republicana. Muchas de ellas penaban por el hecho de ser hijas, madres, hermanas o compañeras de republicanos. No obstante, también había mujeres comprometidas en distintas formaciones políticas y sindicales, así como milicianas que lucharon en el frente defendiendo el gobierno de la República. Entre ellas destacaba Rosario Sánchez Mora, célebre militante de la Juventud Socialista Unificada, conocida como "Rosario la dinamitera". Asimismo, cumplían condena mujeres extranjeras pertenecientes a las Brigadas Internacionales.
Las internas, en su mayoría asturianas, procedían de todos los rincones del Estado español y un buen número de ellas eran vascas. En la lista de defunciones figuran al menos una joven de Tolosa, otra de Donostia y varios niños. Testimonios de prisioneras destinadas en la enfermería, aseguraron que al penal llegaron jóvenes con signos de tortura e incluso embarazadas tras ser violadas en las jefaturas de Policía y otros centros de detención. Muchos de los niños nacidos en Saturrarán, junto a otros que acompañaron a sus madres, fueron a parar al Auxilio Social desconociéndose su destino.
El testimonio de Carmina Merodio
Poco antes de fallecer repentinamente en Mutriku, el pasado 25 de diciembre, Carmina Merodio recordaba con nitidez la apertura del penal: «No había colchones, ni mesas, ni tan siquiera donde sentarse, de modo que teníamos que comer en el suelo y dormir recostadas en los petates. Me acuerdo de la funcionaria Carmen Castro, que sólo se dejaba ver durante la comida. Un día me enfrenté con ella y con sor Ángeles, una monja de Usurbil, porque querían obligarme a comer una porquería con bichos que llamaban rancho. Pero Carmen se marchó pronto y pusieron de director a don Antonio».
La pesadilla de Carmina empezó en Panes, un pueblecito de Asturias, cuando acababa de cumplir 16 años: «Me detuvieron junto a mi madre, mi hermano Paulino y mi hermana Sagrario. Nos encerraron en un almacén con otros republicanos del pueblo. Yo era casi una cría, así que al principio no era consciente de lo que estaba pasando. Me interrogaron porque querían saber los nombres de los rojos significativos de Panes, pero por mucho que les decía que no sabía nada porque yo había estado interna en un colegio, ellos insistían. Me sacaron al cementerio diciéndome que me iban a fusilar; yo les decía que si querían matarme que lo hicieran, pero que no iban a conseguir nada porque no sabía de qué me hablaban. ¿Qué podía decirles si era una cría totalmente apolítica?». Leyendo el breve expediente de Carmina Merodio, no se manifiesta acusación alguna. Su caso, como tantos otros, explica que la simple relación familiar con republicanos podía ser objeto de denuncias y, en consecuencia, de procesos o incluso de fusilamiento.
Siguiendo el hilo de su historia, Carmina continuaba explicando que al cabo de un tiempo de permanecer encerrada en la prisión de Llanes, fue juzgada por un tribunal militar. «Me cayeron 20 años y un día por rebelión militar. Mi hermana Sagrario se quedó un tiempo en Llanes. Después la acusaron de pertenecer a las Juventudes Socialistas Unificadas y la condenaron a muerte; luego, al conmutarle la pena, me la volví a encontrar en Saturrarán».
Carmina presenció la llegada al penal de numerosas mujeres acompañadas por sus hijos: «A muchos críos los separaron de sus madres para darlos en adopción en cuanto cumplieron tres años e incluso recién nacidos». En el mejor de los casos, familias de localidades vecinas como Mutriku, Ondarroa y Deba se hicieron cargo de las criaturas. Peor suerte tuvieron la mayoría de los niños que las monjas internaron en la inclusa, porque sus madres no volvieron a verlos.
Mediante la entrega de niños al Auxilio Social, se puso en práctica la teoría del jefe del Servicio de Psiquiatría del Ejército franquista, Antonio Vallejo Nájera, quien, haciendo alarde de su delirio, contribuyó al genocidio con escritos que caracterizaron los episodios más oscuros de la dictadura sobre «las íntimas relaciones entre marxismo e inferioridad mental». Alentando la solución final, el psiquiatra que había participado en congresos en la Alemania nazi y experimentado su teoría en la prisión de mujeres de Málaga al comienzo de la guerra, llegó al extremo de proclamar que «la segregación de estos sujetos desde la infancia podría liberar a la sociedad de plaga terrible».
«Había presas que se negaban a dejar solos a sus hijos con las monjas -contaba Carmina-; tenían miedo de que se los robaran porque se dieron casos que, con el pretexto de llevar a los niños al médico, sus madres no los recuperaron nunca. Lo que pasaron aquellas pobres mujeres con sus hijos fue espantoso. Vi morir a muchas compañeras y hasta a una prima mía que se murió de tisis, pero lo que más me marcó de Saturrarán fueron las muertes continuas de niños, porque las monjas hasta les negaban la leche. Quien es capaz de quitar la comida a un niño es capaz de todo». A continuación puntualizaba que «muchas compañeras eran viudas, otras tenían sus maridos en la cárcel o en el frente y a sus familiares muy lejos, así que las pobres no tuvieron más remedio que dar a sus hijos en adopción con tal de no verlos morir».
Durante una de las peores épocas del penal se contabilizaron 32 fallecimientos de niños y niñas en poco más de una semana. En el tiempo en que funcionó el centro penitenciario de Saturrarán, según los expedientes del registro, murieron un total de 120 reclusas y 57 criaturas. La mortalidad infantil, principalmente, fue por desnutrición, mientras que la mayoría de los fallecimientos de mujeres se produjeron por tuberculosis, septicemia o tifus. Ante la elevada cifra de defunciones, se planteó la necesidad de ampliar el cementerio de Mutriku. Como afirma la investigadora María José Berenet, pese a que no se formalizaron ejecuciones sumariales en Saturrarán, hubo varias muertes sin justificar. Y a la luz del listado de fallecimientos, se tiene la certeza de que cuatro mujeres fueron fusiladas.
Hambre, castigos y humillaciones
Los malos tratos y castigos se hicieron patentes en el presidio de Saturrarán. Entre las guardianas se distinguía por su crueldad la superiora sor María Aranzazu Vélez de Mendizábal. «La llamábamos "sor Pantera Blanca" porque tenía los hábitos blancos pero el corazón muy negro», apuntaba Carmina. Salvo alguna excepción, las monjas se distinguía por su especial celo: «Casi todas las monjas eran como demonios; me acuerdo de muchas de ellas y en especial de sor Jesusa, que era de Arrasate, de sor Ángeles, de Usurbil, o de sor Ana, que a punto estuvo de encerrarme en el sótano».
Uno de los peores castigos consistía en confinar a las reclusas en celdas ubicadas en el sótano de un pabellón anegado de agua que, dependiendo de las mareas, en ocasiones llegaba a las reclusas por encima de la cintura. Los largos días de encierro en aquellas sórdidas celdas provocaron muchas muertes. A esta tortura cabía añadir, como relataba la maestra gallega Josefa García Segret en su libro «Abajo las dictaduras» y constataba la propia Merodio, el acoso y las agresiones sexuales que sufrieron las prisioneras por parte de sus monjas guardianas.
Las penurias de las presas pronto trascendieron en la zona. María José Berenet destaca el gesto de los pescadores de Ondarroa, que «salían a pescar para las reclusas, sabedores del hambre que pasaban dentro de aquellas siniestras dependencias». Pero, como denunciaron muchas sobrevivientes, las monjas llegaron al extremo de confiscar los víveres que familias solidarias de Ondarroa, Mutriku y Deba, hacían llegar a las presas para venderlos en el economato de la propia prisión e incluso fuera del recinto. Así, además de contribuir al estraperlo en beneficio del convento, las monjas incrementaban el hambre de las prisioneras y de sus criaturas hasta el punto de llevarlas a la muerte. Entre las monjas, sin embargo, hubo una que, viendo las condiciones infrahumanas en que vivían las prisioneras, decidió abandonar los hábitos mercedarios.
Rememorando las penalidades que vivieron las reclusas, Carmina Merodio enfatizaba que las duras condiciones impuestas en el penal y la crueldad extrema de las guardianas, provocaron en ella el efecto contrarío que perseguía el régimen franquista: «Me metieron en la cárcel siendo una cría, sin saber nada de política. Y en Saturrarán me hicieron roja, ¡vaya si lo consiguieron!».
El muro de silencio
Saturrarán cerró sus puertas como centro penitenciario tras intervención de la Cruz Roja, siendo las reclusas trasladadas a otras prisiones. Algunos mutrikuarras que nacieron después de la guerra hasta hace poco tiempo desconocieron la existencia de una cárcel en su municipio. Por el contrario y a pesar del muro de silencio impuesto, otros vecinos escucharon a sus mayores narrar las humillaciones padecidas por las reclusas e incluso hay quienes aseguran la existencia de abusos sufridos por parte de fascistas que tuvieron acceso al presidio.
E
n 1946 el recinto de Saturrarán volvió a recibir seminaristas hasta su cierre definitivo en 1968. Sumido a total abandono, la oportunidad del derribo llegó tras las riadas de agosto de 1983. En 1987 el Ayuntamiento de Mutriku compró el enclave a la Diócesis de Donostia y fueron demolidos todos los edificios. En la actualidad sólo queda una explanada inhóspita de cemento. Y de la parte noble que en tiempos fue el Grand Hotel, convertido después en dependencia principal del presidio y enfermería, se conserva un trozo de muro contra la quebrada que asciende a la carretera que une Mutriku con Ondarroa. Milagrosamente, delante del arroyo, sobreviven al abandono los tamarindos que se alzan entre matorrales, en un rincón donde ha sido improvisado un descuidado parquecito. Por el río Mijoa, invadido de mosquitos, a duras penas discurren sus aguas insalubres y fétidas. A las orillas, juegan los niños alimentando con trozos de pan a los patos que chapotean libres hasta alcanzar la mar.
En la playa de Saturrarán permanecen firmes los legendarios peñascos -Eskilantzarri- que, como monumentos oscuros de piedra esculpidos por la naturaleza, parecen clamar el reconocimiento de las mujeres y niños que murieron en cautiverio. A un lado de la playa se encuentra el caserío Saturranzar, edificio reconstruido con pretensiones de mansión, propiedad de la familia de José María de Areilza, conde consorte de Motrico.
«Creo que en Mutriku están escribiendo la historia de Saturrarán», concluía Carmina Merodio refiriéndose a la próxima edición de un libro fruto de las investigaciones recabadas por los mutrikoarras Arantza Ugarte y Xabier Basterretxea.
Soñando con la superación del muro de silencio, Carmina falleció a los 86 años de edad en Mutriku, el pueblo que consideraba suyo, donde creció a partir de su tragedia y donde formó una familia. A punto de cumplirse el setenta aniversario de la apertura del presidio, apenas quedan testimonios vivos, ni monolito alguno dedicado a las mujeres republicanas y a los niños que sucumbieron al horror. En su lugar destaca una inmensa lápida gris donde estacionan los automóviles de los bañistas que acuden a la playa. A la caída del sol, cuando los visitantes abandonan Saturrarán, la precaria iluminación artificial descubre un escenario lúgubre en el que reina un sepulcral silencio.
El recinto penitenciario de Saturrarán estuvo emplazado en la playa que separa Ondarroa de Mutriku en el límite de Bizkaia y Gipuzkoa. Construido en la desembocadura del río Mijoa, en su origen fue un complejo hotelero y balneario de atracción turística. A finales del siglo XIX, en la época de máximo esplendor, contó con un edificio distinguido como el Grand Hotel. Ante la demanda de usuarios, al otro lado de la regata se abrieran otros establecimientos como el Villa Capricho, Buena Vista, Casa Barrenengoa y la Fonda Astigarraga. En 1921, los propietarios cedieron las instalaciones a la Diócesis de Gasteiz pasando a ser balneario de seminaristas. Iniciada la guerra de 1936, los edificios sirvieron como cuartel al Eusko Gudarostea, hasta que fueron ocupados por los sublevados fascistas españoles.
El 29 de diciembre de 1937, las tropas de Franco habilitaron el balneario de Saturrarán como presidio de mujeres republicanas «altamente peligrosas». Custodiado el exterior por soldados del Ejército sublevado y requetés, su interior estaba supervisado por un jefe de prisiones y tres oficiales, mientras que la vigilancia de las reclusas corría a cargo de religiosas mercedarias. Coincidiendo con la fundación del penal, durante un breve tiempo, se distinguió en la jerarquía de funcionarios Carmen Castro Cardús, monja teresiana y miembro de la Quinta Columna, que, en 1939, dirigió con mano de hierro la madrileña prisión de Ventas en su época más tenebrosa. A partir de noviembre de 1938, en los expedientes de Saturrarán figurarían como responsables, entre otros, Manuel Sanz y M. Larrondo, así como la religiosa mercedaria Sor María Uribesalgo.
La mayoría de las reclusas eran mujeres anónimas destacadas por su fidelidad republicana. Muchas de ellas penaban por el hecho de ser hijas, madres, hermanas o compañeras de republicanos. No obstante, también había mujeres comprometidas en distintas formaciones políticas y sindicales, así como milicianas que lucharon en el frente defendiendo el gobierno de la República. Entre ellas destacaba Rosario Sánchez Mora, célebre militante de la Juventud Socialista Unificada, conocida como "Rosario la dinamitera". Asimismo, cumplían condena mujeres extranjeras pertenecientes a las Brigadas Internacionales.
Las internas, en su mayoría asturianas, procedían de todos los rincones del Estado español y un buen número de ellas eran vascas. En la lista de defunciones figuran al menos una joven de Tolosa, otra de Donostia y varios niños. Testimonios de prisioneras destinadas en la enfermería, aseguraron que al penal llegaron jóvenes con signos de tortura e incluso embarazadas tras ser violadas en las jefaturas de Policía y otros centros de detención. Muchos de los niños nacidos en Saturrarán, junto a otros que acompañaron a sus madres, fueron a parar al Auxilio Social desconociéndose su destino.
El testimonio de Carmina Merodio
Poco antes de fallecer repentinamente en Mutriku, el pasado 25 de diciembre, Carmina Merodio recordaba con nitidez la apertura del penal: «No había colchones, ni mesas, ni tan siquiera donde sentarse, de modo que teníamos que comer en el suelo y dormir recostadas en los petates. Me acuerdo de la funcionaria Carmen Castro, que sólo se dejaba ver durante la comida. Un día me enfrenté con ella y con sor Ángeles, una monja de Usurbil, porque querían obligarme a comer una porquería con bichos que llamaban rancho. Pero Carmen se marchó pronto y pusieron de director a don Antonio».
La pesadilla de Carmina empezó en Panes, un pueblecito de Asturias, cuando acababa de cumplir 16 años: «Me detuvieron junto a mi madre, mi hermano Paulino y mi hermana Sagrario. Nos encerraron en un almacén con otros republicanos del pueblo. Yo era casi una cría, así que al principio no era consciente de lo que estaba pasando. Me interrogaron porque querían saber los nombres de los rojos significativos de Panes, pero por mucho que les decía que no sabía nada porque yo había estado interna en un colegio, ellos insistían. Me sacaron al cementerio diciéndome que me iban a fusilar; yo les decía que si querían matarme que lo hicieran, pero que no iban a conseguir nada porque no sabía de qué me hablaban. ¿Qué podía decirles si era una cría totalmente apolítica?». Leyendo el breve expediente de Carmina Merodio, no se manifiesta acusación alguna. Su caso, como tantos otros, explica que la simple relación familiar con republicanos podía ser objeto de denuncias y, en consecuencia, de procesos o incluso de fusilamiento.
Siguiendo el hilo de su historia, Carmina continuaba explicando que al cabo de un tiempo de permanecer encerrada en la prisión de Llanes, fue juzgada por un tribunal militar. «Me cayeron 20 años y un día por rebelión militar. Mi hermana Sagrario se quedó un tiempo en Llanes. Después la acusaron de pertenecer a las Juventudes Socialistas Unificadas y la condenaron a muerte; luego, al conmutarle la pena, me la volví a encontrar en Saturrarán».
Carmina presenció la llegada al penal de numerosas mujeres acompañadas por sus hijos: «A muchos críos los separaron de sus madres para darlos en adopción en cuanto cumplieron tres años e incluso recién nacidos». En el mejor de los casos, familias de localidades vecinas como Mutriku, Ondarroa y Deba se hicieron cargo de las criaturas. Peor suerte tuvieron la mayoría de los niños que las monjas internaron en la inclusa, porque sus madres no volvieron a verlos.
Mediante la entrega de niños al Auxilio Social, se puso en práctica la teoría del jefe del Servicio de Psiquiatría del Ejército franquista, Antonio Vallejo Nájera, quien, haciendo alarde de su delirio, contribuyó al genocidio con escritos que caracterizaron los episodios más oscuros de la dictadura sobre «las íntimas relaciones entre marxismo e inferioridad mental». Alentando la solución final, el psiquiatra que había participado en congresos en la Alemania nazi y experimentado su teoría en la prisión de mujeres de Málaga al comienzo de la guerra, llegó al extremo de proclamar que «la segregación de estos sujetos desde la infancia podría liberar a la sociedad de plaga terrible».
«Había presas que se negaban a dejar solos a sus hijos con las monjas -contaba Carmina-; tenían miedo de que se los robaran porque se dieron casos que, con el pretexto de llevar a los niños al médico, sus madres no los recuperaron nunca. Lo que pasaron aquellas pobres mujeres con sus hijos fue espantoso. Vi morir a muchas compañeras y hasta a una prima mía que se murió de tisis, pero lo que más me marcó de Saturrarán fueron las muertes continuas de niños, porque las monjas hasta les negaban la leche. Quien es capaz de quitar la comida a un niño es capaz de todo». A continuación puntualizaba que «muchas compañeras eran viudas, otras tenían sus maridos en la cárcel o en el frente y a sus familiares muy lejos, así que las pobres no tuvieron más remedio que dar a sus hijos en adopción con tal de no verlos morir».
Durante una de las peores épocas del penal se contabilizaron 32 fallecimientos de niños y niñas en poco más de una semana. En el tiempo en que funcionó el centro penitenciario de Saturrarán, según los expedientes del registro, murieron un total de 120 reclusas y 57 criaturas. La mortalidad infantil, principalmente, fue por desnutrición, mientras que la mayoría de los fallecimientos de mujeres se produjeron por tuberculosis, septicemia o tifus. Ante la elevada cifra de defunciones, se planteó la necesidad de ampliar el cementerio de Mutriku. Como afirma la investigadora María José Berenet, pese a que no se formalizaron ejecuciones sumariales en Saturrarán, hubo varias muertes sin justificar. Y a la luz del listado de fallecimientos, se tiene la certeza de que cuatro mujeres fueron fusiladas.
Hambre, castigos y humillaciones
Los malos tratos y castigos se hicieron patentes en el presidio de Saturrarán. Entre las guardianas se distinguía por su crueldad la superiora sor María Aranzazu Vélez de Mendizábal. «La llamábamos "sor Pantera Blanca" porque tenía los hábitos blancos pero el corazón muy negro», apuntaba Carmina. Salvo alguna excepción, las monjas se distinguía por su especial celo: «Casi todas las monjas eran como demonios; me acuerdo de muchas de ellas y en especial de sor Jesusa, que era de Arrasate, de sor Ángeles, de Usurbil, o de sor Ana, que a punto estuvo de encerrarme en el sótano».
Uno de los peores castigos consistía en confinar a las reclusas en celdas ubicadas en el sótano de un pabellón anegado de agua que, dependiendo de las mareas, en ocasiones llegaba a las reclusas por encima de la cintura. Los largos días de encierro en aquellas sórdidas celdas provocaron muchas muertes. A esta tortura cabía añadir, como relataba la maestra gallega Josefa García Segret en su libro «Abajo las dictaduras» y constataba la propia Merodio, el acoso y las agresiones sexuales que sufrieron las prisioneras por parte de sus monjas guardianas.
Las penurias de las presas pronto trascendieron en la zona. María José Berenet destaca el gesto de los pescadores de Ondarroa, que «salían a pescar para las reclusas, sabedores del hambre que pasaban dentro de aquellas siniestras dependencias». Pero, como denunciaron muchas sobrevivientes, las monjas llegaron al extremo de confiscar los víveres que familias solidarias de Ondarroa, Mutriku y Deba, hacían llegar a las presas para venderlos en el economato de la propia prisión e incluso fuera del recinto. Así, además de contribuir al estraperlo en beneficio del convento, las monjas incrementaban el hambre de las prisioneras y de sus criaturas hasta el punto de llevarlas a la muerte. Entre las monjas, sin embargo, hubo una que, viendo las condiciones infrahumanas en que vivían las prisioneras, decidió abandonar los hábitos mercedarios.
Rememorando las penalidades que vivieron las reclusas, Carmina Merodio enfatizaba que las duras condiciones impuestas en el penal y la crueldad extrema de las guardianas, provocaron en ella el efecto contrarío que perseguía el régimen franquista: «Me metieron en la cárcel siendo una cría, sin saber nada de política. Y en Saturrarán me hicieron roja, ¡vaya si lo consiguieron!».
El muro de silencio
Saturrarán cerró sus puertas como centro penitenciario tras intervención de la Cruz Roja, siendo las reclusas trasladadas a otras prisiones. Algunos mutrikuarras que nacieron después de la guerra hasta hace poco tiempo desconocieron la existencia de una cárcel en su municipio. Por el contrario y a pesar del muro de silencio impuesto, otros vecinos escucharon a sus mayores narrar las humillaciones padecidas por las reclusas e incluso hay quienes aseguran la existencia de abusos sufridos por parte de fascistas que tuvieron acceso al presidio.
E
n 1946 el recinto de Saturrarán volvió a recibir seminaristas hasta su cierre definitivo en 1968. Sumido a total abandono, la oportunidad del derribo llegó tras las riadas de agosto de 1983. En 1987 el Ayuntamiento de Mutriku compró el enclave a la Diócesis de Donostia y fueron demolidos todos los edificios. En la actualidad sólo queda una explanada inhóspita de cemento. Y de la parte noble que en tiempos fue el Grand Hotel, convertido después en dependencia principal del presidio y enfermería, se conserva un trozo de muro contra la quebrada que asciende a la carretera que une Mutriku con Ondarroa. Milagrosamente, delante del arroyo, sobreviven al abandono los tamarindos que se alzan entre matorrales, en un rincón donde ha sido improvisado un descuidado parquecito. Por el río Mijoa, invadido de mosquitos, a duras penas discurren sus aguas insalubres y fétidas. A las orillas, juegan los niños alimentando con trozos de pan a los patos que chapotean libres hasta alcanzar la mar.
En la playa de Saturrarán permanecen firmes los legendarios peñascos -Eskilantzarri- que, como monumentos oscuros de piedra esculpidos por la naturaleza, parecen clamar el reconocimiento de las mujeres y niños que murieron en cautiverio. A un lado de la playa se encuentra el caserío Saturranzar, edificio reconstruido con pretensiones de mansión, propiedad de la familia de José María de Areilza, conde consorte de Motrico.
«Creo que en Mutriku están escribiendo la historia de Saturrarán», concluía Carmina Merodio refiriéndose a la próxima edición de un libro fruto de las investigaciones recabadas por los mutrikoarras Arantza Ugarte y Xabier Basterretxea.
Soñando con la superación del muro de silencio, Carmina falleció a los 86 años de edad en Mutriku, el pueblo que consideraba suyo, donde creció a partir de su tragedia y donde formó una familia. A punto de cumplirse el setenta aniversario de la apertura del presidio, apenas quedan testimonios vivos, ni monolito alguno dedicado a las mujeres republicanas y a los niños que sucumbieron al horror. En su lugar destaca una inmensa lápida gris donde estacionan los automóviles de los bañistas que acuden a la playa. A la caída del sol, cuando los visitantes abandonan Saturrarán, la precaria iluminación artificial descubre un escenario lúgubre en el que reina un sepulcral silencio.