La revolución naxalita: maoísmo y guerra en el corazón de la India.25 mayo, 2017.
Nos acercamos a la India para analizar uno de sus aspectos más desconocidos: la guerra contra los naxalitas. Un reto para el gigante asiático impuesto por los miembros más descastados de su sociedad, los indígenas adivasis, quienes, armados con las ideas de Mao y unos pocos fusiles, declararon la guerra al Estado y resisten desde hace 40 años.
La India es un subcontinente no solo en el sentido geográfico, pues bien podría tratarse de un mundo paralelo; en sus extensos territorios hay cabida para todos los aspectos de la existencia humana. Un creciente número de millonarios y más pobreza extrema que en toda África subsahariana; el más acelerado capitalismo y un sistema de jerarquización social nacido hace milenios. El desierto, la jungla, el Himalaya, las ciudades más inmensas y las aldeas más remotas. Y, en el medio de todo ello, también una insurgencia indígena que se lanzó a combatir a uno de los ejércitos más grandes del planeta armada con arcos, flechas y las ideas de Mao Zedong, y que tras más de cuarenta años sigue resistiendo. Nos adentramos en los bosques para analizar la revolución naxalita.
Los naxalitas contra el Estado indio Aunque el Partido Comunista Indio (Maoísta) se fundó formalmente en 2004 tras la confluencia de otros dos partidos comunistas del país, sus orígenes se remontan a finales de los años 60 del siglo XX, en el estado de Bengala Occidental. El levantamiento comenzaría concretamente el 25 de mayo de 1967 cuando una patrulla de policía en la aldea de Naxalbari —la que dio el nombre al movimiento— fue atacada con arcos y flechas. A la vez, los insurgentes se harían con el control de las propiedades de un terrateniente local.
La India, uno de los países más grandes del mundo por extensión, cuenta con varios frentes abiertos. Las tensiones y los territorios en disputa se acumulan en el norte frente a dos países aliados: Pakistán y China.
Teniendo en cuenta que por aquel entonces la población rural de la India superaba el 80% —hoy es cercana al 70%—, no es de extrañar que las ideas de Mao, que sustituiría al proletariado por el campesinado como la clase destinada a ser la vanguardia de la revolución, encontraran su nicho en el país de Gandhi. Lo que los gobernantes de Delhi tal vez no esperaban es que lo que comenzó como una insurrección campesina a casi 1.500 kilómetros de la capital se convertiría en la mayor amenaza para la estabilidad del país, tan solo superada por el conflicto en Cachemira. Los naxalitas declararían la guerra contra lo que consideran un Estado burgués, semifeudal y clasista con el objetivo de lanzar al campesinado al liderazgo de la nación y alcanzar la revolución democrática de tipo socialista. El objetivo fundamental de sus ataques serían los funcionarios del Gobierno y los terratenientes, de los que muchas veces extraen el dinero necesario para financiar y continuar la lucha.
De las flechas a los fusilesLos naxalitas encontraron sus principales bases de apoyo entre los alrededor de 84 millones de adivasis, la población indígena del subcontinente y posiblemente sus pobladores más antiguos. Descastados, empobrecidos, sin posibilidad de acceder a la propiedad de la tierra, con tasas de alfabetización que no llegan al 15 % en el caso de las mujeres y sobreviviendo a base de un sistema de agricultura de subsistencia, alejados de la mayor parte de los proyectos de desarrollo de la India y carentes de servicios básicos e infraestructuras, el pueblo adivasi encontraría en las ideas de Mao el combustible perfecto para poner en marcha su lucha.
A los problemas de subdesarrollo se uniría la violencia de las compañías extractivas, las cuales ansían acceder a los suculentos recursos minerales que aguardan bajo el subsuelo de las tierras de los adivasis. Con ello, como ocurre en otros tantos puntos del planeta, la riqueza mineral se torna en una amenaza para grandes extensiones de territorio virgen al poner en peligro los recursos de los que millones de personas dependen y desplazarlos de manera forzosa, carentes de protección legal. Con todos estos ingredientes sobre el terreno, las llamas de la guerra prendieron con fuerza y hasta nuestros días no se han extinguido.
Desde el incidente en Naxalbari, el levantamiento evolucionaría en un complejo movimiento que, de aldea en aldea y distrito a distrito, lograría atraer a miles de adivasis, extenderse por hasta 16 estados —prácticamente un cuarto del gigantesco país— y crear conexiones con los maoístas del país vecino —Nepal—, aprovechándose de las impenetrables selvas del centro de la India para desarrollar la lucha guerrillera y formando lo que se denominaría el Corredor Rojo. El grupo llegaría a congregar a más de 10.000 combatientes y más de 40.000 cuadros políticos y redes de apoyo locales, que recorren más de 90.000 kilómetros cuadrados de pueblo en pueblo. En las entrañas del corredor, los maoístas establecieron estructuras de gobierno paralelas e implantaron su propio sistema impositivo, de educación, sanidad y justicia. Iniciaron además programas de ayuda y formación para los campesinos destinados a mejorar sus técnicas de cultivo.
A su vez, en las entrañas de la jungla se impondría un estricto y espartano modo de vida: una manta por cada dos, una misma ración de comida, un botiquín básico. La vida comunitaria manda: todo es colectivo y está marcado por la disciplina militar y la formación ideológica. Bajo el amparo de los árboles, los luchadores de Mao aprendieron también a manejar armas de fuego y a diseñar sus propios explosivos. Con todo ello, los revolucionarios terminaron desarrollando una estructura organizativa muy compleja, con ramas militares y políticas claramente diferenciadas y divisiones territoriales. Así, al amparo del bosque y financiándose a través de donaciones, impuestos, extorsión y tráfico de madera, fue cómo los maoístas consiguieron sobrevivir hasta nuestros días.
El precio de la revolución se paga en sangreEl conflicto se ha cobrado más de 10.000 vidas desde 1980 y ha provocado el desplazamiento de millones de personas. Desgraciadamente para los adivasis, la lucha entre maoístas y el Gobierno escalaría hasta niveles insospechados y terminó convirtiéndose en un fuego cruzado sin horizonte visible donde eran precisamente ellos, los indígenas en nombre de los cuales se había iniciado la guerra, los que se llevarían la peor parte, sufriendo los abusos tanto de la guerrilla como de las fuerzas que el Estado indio enviaría para combatirla.
La estrategia fundamental del Gobierno para acabar con los revolucionarios fue la mano de hierro de los militares, lo que convirtió definitivamente el Corredor Rojo en una zona de guerra a la vez que alimentó el apoyo de la población local a los maoístas, alzando así un movimiento local en nacional. Hasta 40.000 soldados permanecen aún hoy en la zona, entre ellos varios batallones de las fuerzas especiales equipados con la mejor tecnología del ejército indio, a los que se suman las fuerzas de la policía. La cifra de muertos no ha cesado de crecer. Solo entre 2012 y 2015 se registraron 500 combates contra la guerrilla, con hasta 800 bajas entre las fuerzas de seguridad, 111 rebeldes y más de 2.000 víctimas civiles.
Asimismo, el Gobierno del estado de Chhattisgarh, uno de los territorios donde la guerrilla es más activa, inició en 2005 la creación de un cuerpo paramilitar: la denominada Salwa Judum, formada por jóvenes adivasis reclutados de entre la población local, motivados por los incentivos económicos y por la oportunidad de tomar venganza contra los abusos de los maoístas. A pesar del nombre —‘Marcha por la Paz’ en gondi—, el cuerpo se tornaría en un monstruo violento formado por más de 5.000 miembros que entró en las mismas dinámicas de abusos y amenazas de ambos bandos sometiendo a los locales acusados de colaborar con los maoístas a linchamientos, la destrucción de sus hogares y violaciones —hasta 99 en solamente dos años—. Posteriormente, a raíz de las denuncias que se les impondrían desde las organizaciones de derechos humanos, sus miembros se irían integrando progresivamente en las fuerzas de seguridad estatales. En 2011 un tribunal los consideraría ilegales y decretó su inmediato desarme y disolución. Sin embargo, simplemente se crearía un cuerpo ad hoc para absorberlos, la Fuerza Auxiliar de Policía Armada del Chhattisgarh, con lo que sus crímenes no dejan de aumentar de manera impune.
Si no era suficiente con enfrentarse a la fuerza bruta procedente de mil bandos, los adivasis se verían también atrapados en la telaraña de la legalidad india. Las autoridades comenzaron a utilizar la ley como arma de guerra para forzar a los habitantes locales a colaborar en contra de los maoístas, obligándoles a delatar a otros. La policía simplemente incluía sus nombres en listas negras de supuestos maoístas, con lo que los ponían en riesgo de detención constante. Al chocar de frente contra la corrupción y la impunidad de las fuerzas de seguridad —que hinchan las listas de manera arbitraria y con base en pistas falsas—, muchos adivasis optarían por cooperar, aunque fuera con acusaciones falsas. Los activistas que han intentado denunciar la situación se han visto silenciados, en ocasiones incluyéndolos también en las listas. Para salir de la lista negra, los acusados se rinden de manera voluntaria y pública; de esta forma, los periódicos se llenan de titulares sobre victorias policiales contra los insurgentes.
A la vez, los naxalitas también han terminado llevando a cabo abusos contra la población en su lucha contra el Gobierno indio, aferrándose a la extorsión —a empresarios, funcionarios locales y terratenientes, principalmente— y a la violencia como garantía de supervivencia. Asimismo, han creado un círculo vicioso de subdesarrollo para impedir el desarrollo de infraestructuras y dificultar así la penetración del Estado, lo que garantiza su control sobre el territorio y perpetúa unas condiciones materiales precarias que son la clave de su poder de reclutamiento. Han sido acusados además de arbitrariedad en sus objetivos, obsesionados con el espionaje y los traidores y forzando a aldeanos inocentes a actuar como informadores a cambio de salvar la vida.
Un problema de desarrollo y democraciaMás allá de a quién se quieran cargar las culpas y los crímenes de guerra, lo cierto es que sus raíces no han sido arrancadas y son los adivasis los que cargan con los muertos, el hambre y el sufrimiento. Así pues, la falta de oportunidades económicas y de desarrollo sigue siendo la causa fundamental del conflicto. Prueba de ello es que en aquellos lugares donde se han construido carreteras la violencia ha disminuido. No obstante, el 41% del territorio sigue cubierto por una impenetrable selva en cuya espesura las comunidades permanecen aisladas. Saber combinar la comunicación entre las comunidades —facilitando con ello el acceso a hospitales, escuelas, fuentes de energía eléctrica y agua corriente— y el desarrollo de la industria y redes comerciales —con el respeto al ecosistema, del cual sus vidas y sus ingresos dependen— es por ello la clave para terminar con el conflicto. Se necesita además un modelo de gobernabilidad que haga a los aldeanos partícipes de las decisiones políticas y de los proyectos de desarrollo, tanto de su gestión como de sus beneficios.
Para ello, por supuesto, será necesario que el Gobierno indio innove en sus estrategias de contrainsurgencia y disminuya el uso de la fuerza bruta en favor de la negociación con los guerrilleros y las inversiones en desarrollo a la vez que desarrolla los instrumentos legales necesarios para asegurar la rendición de cuentas, la compensación a las víctimas, la reinserción de combatientes y el fin de la corrupción. Igualmente, será necesario crear una única estrategia para resolver el conflicto, pues, al estar la seguridad en manos de los diferentes estados, no se ha desarrollado hasta ahora una verdadera y unificada hoja de ruta y, mientras unas autoridades negociaban, otras combatían sin mesura.
Los combatientes se mueven por la selva con discreción, transportando todo lo que tienen: su arma, su petate y unas pocas provisiones.
Solo con ello se conseguirá la estabilidad necesaria como para que las empresas privadas inicien también proyectos en el Corredor Rojo sin que ello vaya en perjuicio de los derechos de los adivasis. Mientras tanto, la cifra de muertos sigue aumentando y también la de desertores entre las filas naxalitas, debilitadas por el declive en su popularidad tras 40 años de guerra y los problemas de financiación y motivadas por las políticas de desarme del Gobierno, que facilita indemnizaciones e incluso ofrece pequeños trabajos a cambio de dejar las armas. Con ello se da la oportunidad de abandonar la crudeza de la vida en la selva y el sufrimiento de la guerra.