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8. Hitler y Pacelli
Sólo un dictador podía garantizar a Pacelli el tipo de concordato
que éste pretendía. Sólo un dictador con la astucia de Hitler podía
considerar el concordato como un instrumento para debilitar a la
Iglesia católica en Alemania. Una vez firmado -cuando Pacelli y
Hitler llegaron a su fatal acuerdo en julio de 1933-, ambos expresaron
su opinión acerca del significado del tratado. El abismo entre
sus puntos de vista era notable.
En un escrito dirigido al partido nazi del 22 de julio. Hitler declaraba:
«El hecho de que el Vaticano firme un tratado con la nueva
Alemania significa el reconocimiento del Estado nacionalsocialista
por la Iglesia católica. Este tratado muestra al mundo clara e
inequívocamente la falsedad de la afirmación de que el nacionalsocialismo
es hostil a la religión.»' El 14 de julio, durante una reunión
del gobierno tras la firma del concordato, declaró a sus ministros
que lo consideraba una aprobación moral de sus planes: «El concordato
entre el Reich y la Santa Sede concede a Alemania una
oportunidad -recogen las actas de aquella reunión-, creando un
ámbito de confianza que será especialmente significativo en la
urgente lucha contra la judería internaci~nal.»~
En cuanto tuvo noticia de la carta de Hitler del 22 de julio,
Pacelli respondió con vehemencia en un artículo dividido en dos
partes que se publicaron el 26 y el 27 de julio en L'Osservatore
Romano. En primer lugar negaba categóricamente la afirmación
de Hitler de que el concordato implicara una aprobación moral del
nacionalsocialismo. Luego proseguía declarando cuál había sido
el verdadero propósito de su política concordataria. Aquí estaba el
objetivo que rondaba tras la diplomacia de Pacelli desde las negociaciones
del concordato con Serbia en 1913 hasta la firma del concordato
con el Reich en 1933. Había que subrayar, escribía, «que el
Código de Derecho Canónico es el fundamento y el esencial supuesto
legal del concordato», lo que significaba «no sólo el reconocimiento
oficial [por parte del Reich] de la legislación eclesiástica,
sino también la adopción de muchas disposiciones de esa legislación
y la protección de toda la legislación de la Iglesiau. La victoria
histórica en ese acuerdo, decía, correspondía enteramente al
Vaticano, porque el tratado no sólo no significaba la aprobación
del Estado nazi por parte de la Santa Sede, sino por el contrario el
total reconocimiento y aceptación de la ley eclesiástica por el Estado
alemán.
Los dramáticamente divergentes propósitos de Paceili y Hider
eran el trágico contexto de las negociaciones concordatarias, iievadas
con el mayor secreto sobre las cabezas del episcopado y de los
dirigentes católicos laicos durante seis meses, desde la llegada de
Hitler al poder.
EL ASCENSO DE HITLER
El camino de Hitler hacia el poder recorrió la formación de varios
gabinetes sucesivos, que se fueron alejando cada vez más del Parlamento
y por tanto de las formas democráticas de gobierno. En la
primera reunión del Reichstag el 12 de septiembre de 1932, Franz
von Papen, el mundano aristócrata y admirador de Hitler. tuvo que
enfrentarse a un voto de censura y convocar nuevas elecciones para
el 6 de noviembre. Mientras tanto seguía como canciller, atacado
tanto por los nazis como por los comunistas, a los que unía su desprecio
a la política democrática.
Las nuevas elecciones, las quintas que tenían lugar ese año, vieron
cómo los nazis aparecían como primer partido de la cámara,
pese a haber perdido dos millones de votos y gran número de afiliados,
lo que indicaba que el partido de Hitler quizá estaba perdiendo
impulso. A finales de 1932, una mayoría absoluta nazi parecía
tan elusiva como hasta entonces, y mientras Hitler seguía
renuente a formar una mayoría parlamentaria coaligándose con
otros partidos, Von Hindenburg parecía igualmente reacio a entregarle
la Cancillería. Al mismo tiempo, ni la Reichswehr ni los industriales
estaban dispuestos a aceptar otro gobierno dominado por
los socialistas. El Partido del Centro se vio así desamparado, incapaz de hallar un socio de gobierno; dudando sobre cuál debía ser
su siguiente movimiento, pero decidido a preservar la constitucionalidad
del gobierno.
El 2 de diciembre, el presidente Von Hindenburg aceptó la
renuncia de Von Papen y el archiconspirador Schleicher se convirtió
en canciller por un breve plazo, con la declarada ambición de
escindir a los nazis en el Reichstag y crear una nueva coalición que
incluyera a una parte de los nacionalsocialistas, sin Hitler. Pese a
todas sus maquinaciones, Schleicher se demostró tan incapaz como
Von Papen de formar un gobierno viable.
Con el nuevo año, tras entablar conversaciones con Hitler, Von
Papen propuso a Von Hindenburg una fórmula que concedía a
Hitler la Cancillería mientras que él mismo pretendía actuar como
el verdadero poder en la sombra desde la Vicecancillería. Von Hindenburg
se mostraba escéptico, pero el esquema de Von Papen, al
parecer, le protegía de la amenaza de un escándalo que incluía la
apropiación indebida de ayudas concedidas a los propietarios de
tierras y evasión de impuestos. Sobre esas corrompidas bases se
aposentó Hitler en el poder.
Hitler juró su puesto de canciller el 30 de enero de 1933, junto
con Herrnann Goring, quien al mismo tiempo que el Ministerio del
Aire desempeñaba el puesto de ministro del Interior en el gobierno
prusiano, lo que le daba el control sobre la policía en Prusia y un
amplio margen de maniobra para ejercer la coerción, que aprovecharía
en las inmediatas semanas purgando de opositores el partido.
El nuevo ministro de Defensa. con una influencia clave en el
ejército, era el general Werner von Blomberg, simpatizante nazi al
que había cautivado el carisma de Hider. Alfred Hugenberg, líder
del ultraconservador Partido Popular Nacional Alemán (DNVP),
asumió las carteras de Economía y Agricultura. Hitler no quería sin
embargo verse estorbado por ningún tipo de reparto del poder y
convocó de inmediato nuevas elecciones para el 5 de marzo, utilizando
todos los resortes que le concedía la Cancillería para controlar
los medios de comunicación, para cerrar la boca a los partidos
de la oposición democrática y para iniciar la persecución de judíos
e «izquierdistas».
El 27 de febrero se produjo el célebre incendio del Reichstag, del
que Hitler inmediatamente acusó a un comunista holandés. En la
consiguiente histeria anticomunista, Von Hindenburg concedió a
Hitler autoridad para suspender los derechos civiles garantizados por
la Constitución de Weimar, que éste aprovechó para reforzar su campaña
electoral con el fin de obtener una mayoría absoluta que le proporcionara
el respaldo suficiente para establecer su propia dictadura.
En las elecciones del 5 de mano, sin embargo, los nacionalsocialistas
siguieron sin alcanzar la mayoría absoluta, pero la alianza
con los nacionalistas de extrema derecha de Hugenberg les proporcionó
una mayotía conjunta de1 52 %, con 340 de los 647 escaños
del Reichstag. Con una participación del 88,7 %, los nacionalsocialistas
obtuvieron más de diecisiete millones de votos. Los socialistas
descendieron al 18$ %, mientras que el centro católico,
que había desarroliado una valiente campaña frente a la intimidación
generalizada de los nazis, mantenía firmemente el 13,9 % de
los votos, ganando incluso tres escaños.
Hasta mano de 1933, por tanto, el catolicismo alemán, con sus
veintitrés millones de fieles, representaba todavía una fuerza democrática
independiente y vigorosa, que junto a la jerarquía católica
seguía condenando sin ambages el nacionalsocialismo. Aunque el
Partido del Centro no contaba con aliados viables para formar una
coalición, y por tanto no podía competir por el poder, Hitler temía
una reacción desde el bastión del catolicismo político como un
todo, conjunto que iba mucho más allá de los votantes del Partido
del Centro, con incontables lazos y asociaciones a muchos niveles
en todo el país. Consecuente con su decisión, tomada hacía mucho,
de no desencadenar una nueva Kulturkatnp~ evitando así el riesgo
de una oposición o resistencia pasiva por parte de los catóIicos,
Hitler no quería enfrentarse frontalmente a los obispos. Pero algo
tenía que hacer para neutralizarlos, y ahí vino en su ayuda la ambición
de Pacelii de conseguir un concordato con el Reich.
Desde el punto de vista de Hitler, la solución ideal para vencer
la amenaza católica consistía precisamente en llegar a un acuerdo
en la cumbre con el Vaticano similar en todos los aspectos al Tratado
Lateranense, que había acabado con la actividad política católica
en Italia e integrado de hecho a la Iglesia en el Estado fascista.
Tal como lo veía Hitler, un acuerdo de esa naturaleza garantizaría
las libertades de la Iglesia católica restringidas a la práctica religiosa
y a la educación, a cambio de la retirada de los católicos de la
escena política y social, exhortada por la Santa Sede y en los ténninos
que el régimen nazi se encargaría de definir.No podía haber un concordato con el Reich, empero, sin que
los obispos retiraran su denuncia del nacionalsocialismo, ni sin que el
Partido del Centro, antes de desaparecer, ofreciera su aquiescencia
a la Ley de Plenos Poderes que iba a conceder a Hitler los poderes
de un dictador. Durante el período de la República de Weimar,
ningún gobierno se había aproximado siquiera a la aceptación de
los términos que Pacelli exigía para un concordato. Sólo mediante
su poder dictatorial podía el Führer, negociando directamente con
el secretario de Estado Pacelli como representante del Papa, convertir
en reahdad ese tratado.
En su primera reunión de gobierno tras las elecciones, el 7 de
marzo, Hitler mostró su preocupación por el poder del catolicismo
cuando dijo a sus ministros que el Partido del Centro sólo podía ser
derrotado convenciendo al Vaticano de que se deshiciera de él.'
Cuando Hitler planteó la cuestión de la Ley de Plenos Poderes,
Von Papen habló de una conversación que había mantenido el día
anterior con Ludwig Kaas. Según Von Papen, Kaas (que no tomaba
iniciativas sin el consenso de Pacelli) le había ofrecido «una clara
ruptura con el pasado», y «la cooperación de su partido». Los
acontecimientos mostrarían hasta qué punto Kaas, o con más precisión
Pacelli, establecía una equivalencia entre el voto favorable a
la Ley de Plenos Poderes y el comienzo de las negociaciones para
un concordato con el Reich. También revelarían hasta qué punto
las cuerdas estaban siendo pulsadas desde la Secretaría de Estado
vaticana.
Una indicación de que Pacelli estaba extendiendo sus tentáculos
hacia Hitler llegó el 13 de marzo. una semana después de la
primera reunión del nuevo gobierno. En una nota al enviado alemán
ante el Vaticano, Pacelli llamaba la atención del Führer hacia
unas recientes palabras de elogio pronunciadas por el Papa acerca
de la cruzada antibolchevique del canciller del Reich. El representante
diplomático transmitía: «En la Secretaría de Estado me han
sugendo que esos comentarios podrían tomarse como un respaldo
indirecto a la política del canciller del Reich y su gobierno contra el
comuni~mo.»~
Pese a esas señales aduladoras desde el despacho de Pacelli, los
obispos alemanes estaban en lo fundamental tan enfrentados a
Hitler como siempre hasta entonces. El cardenal Michael von Faulhaber,
de Munich, que había estado presente en el Vaticano cuando
el Papa planteó sus consideraciones ante el consistorio de cardenales,
recordaba que todos los presentes se habían sentido sorprendidos:
«El Santo Padre interpreta todo esto desde muy lejos.
No comprende sus verdaderas implicaciones y sólo le importa el
objetivo final.»' Tan preocupado se hallaba el cardenal Faulhaber
acerca de las perspectivas que aguardaban a los católicos bajo la
dictadura de Hitler, que el 10 de marzo escribió al presidente Von
Hindenburg, contándole «el miedo que asedia a amplios círculos
de la población católica»." El 18 de marzo, además, cuando Von
Papen visitó al cardenal Bertram para preguntarle si los obispos
habían cambiado de opinión, el portavoz de la jerarquía le respondió
que nada absolutamente había cambiado; de hecho, añadió el
prelado, si algo debía cambiar no era sino la actitud del «Führer de
los nacional socialista^».^ 1.0 que sólo sirvió para confirmar la intranquilidad
de Hitler. Pero la vía propicia para Hitler no estaba ni
en sus tratos con los obispos ni en la dirección colectiva del Partido
del Centro, sino en el presidente de ese partido, Ludwig Kaas,
representante oficioso de Pacelli en Alemania.
En los días que siguieron a las elecciones de marzo, aunque era
el líder de un gran partido parlamentario (que se encaminaba a su
disolución), Kaas se mantuvo curiosamente inactivo y poco receptivo.
En un mitin del partido en Colonia, una semana después de
las elecciones, Heinrich Brüning, el anterior canciller, pidió al partido
que no colaborara con algo tan anticonstitucional como la Ley
de Plenos Poderes. Según un testigo que tomó notas del debate,
Kaas, que había declinado la posibilidad de expresar su opinión
sobre el tema, golpeó la mesa y gritó: «¿Soy yo el presidente del
partido?¿Y si no, quién lo es?» El testigo cn cuestión plantea
entonces la siguiente pregunta: «?Había hecho quiz; Kaas, en sus
negociaciones con Hitler, promesas que debía mantener?»"
Como ha comentado el historiador Owen Chadwick, «el papel
de Kaas haciendo que su partido votara la Ley de Plenos Poderes
en marzo de 1933 es todavía uno de los asuntos más controvertidos
de la historia alemana».'
Kaas había llegado de hecho bastante lejos en sus negociaciones
con Hitler, al tiempo que se mantenía en estrecha comunicación con
Pacelli en Roma, y las conversaciones parecían ir prosperando en
opinión de ambas partes. Hasta tal punto. que en la reunión del
gabinete del 15 de marzo, Hitler anunció que ya no veía dificultad
en alcanzar una mayoría de dos tercios en la votación de la Ley de
Plenos Poderes. Cinco días más tarde, Goebbels anotaba en su diario
que «el Partido del Centro va a aceptar [la Ley de Plenos Poderes]
». (En 1937, Goebbels aseguraba en su periódico Der Angriff
que Kaas había aceptado la Ley de Plenos Poderes a cambio de la
propuesta del gobierno de negociar un concordato del Reich con la
Santa Sede.)''
Cuando Kaas se reunió finalmente con los miembros del grupo
parlamentario del Partido del Centro en Berlín el 22-23 de marzo,
antes de la crítica votación de la Ley de Plenos Poderes en el
Reichstag, les pidió que votaran afirmativamente a fin de ejercer
una presión moral sobre el Führer y forzarle a cumplir sus promesas
a la Iglesia católica, promesas que esperaba que Hitler estableciera
por escrito (aunque incluso las promesas escritas quedaron
como tales, sin llegar a materializarse). Brüning declaró que nunca
podna votar a favor, ya que esa ley era «la resolución más monstruosa
que nunca se haya pedido a un parlamento». En su discurso
ante el Reichstag, Hitler se había salido de su acostumbrado guión,
anunciando su decisión de buscar un acuerdo con el Vaticano, y de
«cultivar y reforzar relaciones amistosas con la Santa Sede». Según
Brüning, Kaas consideró esta declaración como «el mayor éxito
que se ha conseguido en los últimos diez años en [las relaciones
internacionales con] cualquier país»." De hecho, esa frase de Hitler
reproducía con precisión y como un ritornello, como si estuviera
escrita en el discurso, la pronunciada catorce años antes por Pacelli
cuando presentó sus credenciales al presidente Ebert: «Dedicaré
toda mi energía a cultivar y reforzar las relaciones entre la Santa
Sede y Alemania.» La declaración de Hitler constituía una clara
indicación de un reajuste pactado de las relaciones con el catolicismo,
que iban a ser negociadas desde la cumbre por los correspondientes
dirigentes autoritarios de Berlín y Roma.
Tras el discurso, una minoría encabezada por Brüning se opuso
vigorosamente a conceder a Hitler los medios legales de establecer
su propia dictadura. Pero en una votación formularia, sólo catorce
de los setenta y cuatro diputados se manifestaron contra la Ley de
Plenos Poderes. Kaas pidió entonces a la minoría que reflexionara,
apelando a la probable amenaza a su seguridad personal, a lo que
Brüning respondió ofreciendo su renuncia al acta de diputado, y
Wirth, bañado en lágrimas, se ofreció a seguirle. Finalmente, tras
escuchar la opinión de varios sindicalistas católicos en el parcialmente
destruido Reichstag, Brüning se convenció de que una escisión
del Partido del Centro arruinaría cualquier perspectiva de una
eventual resistencia católica frente a la persecución religiosa.'' Para
conseguir una posici6n unida y disciplinada conio partido, la niinoría
se plegó a la mayoría, uniéndose a sus colegas y marchando juntos
a través de las vociferantes tropas de asalto hacia la Ópera Kroll,
donde iba a tener lugar la votación.
La aquiescencia del Partido del Centro a la Ley de Plenos Poderes
manifestaba el reconocimiento de que Kaas, que se había mantenido
en estrecho contacto con Hitler todo el tiempo, estaba en
mejores condiciones para juzgar el alcance de la cuestión.
La Ley de Plenos Poderes, aprobada aquel día por 441 votos
contra 94 (sálo se opusieron los diputados socialdemócratas), concedió
a Hitler la posibiIidad de decretar leyes sin el consentimiento
del Reichstag. y de establecer tratados con países extranjeros (el
primero de los cuales sería precisamente el concordato con la Santa
Sede). La Ley de Plenos Poderes declaraba que los del presidente
seguirían siendo inviolables, pero los términos precisos del documento
vaciaban de significado esa cláusula.
Al día siguiente, sin informar a nadie de su partido acerca de su
destino o propósito, Kaas tomó el tren que iba a Roma para discutir
secretamente con Pacelli. Dos años más tarde, Kaas confirmó en
una carta al embajador alemán ante el Vaticano la relación exacta
entre su aceptación de la Ley de Plenos Poderes y el futuro concordato
con el Reich: «Inmediatamente después de la aprobación
de la Ley de Plenos Poderes, en la que yo mismo había desempeñado
un papel positivo sobre la base de ciertas garantías que me
fueron dadas por el canciller del Reich (garantías tanto políticas
como de naturaleza cultural), el 24 de marzo viajé a Roma. l...] Con
el fin de desarrollar las opiniones que había manifestado en el
Reichstag el 23 de marzo, quería explicar la situación creada por la
declaración del canciller e investigar la posibilidad de un acuerdo
general entre la Iglesia y el Estado.»"
Mientras, la ingeniosa declaración de Hitler .al Reichstag, con su
promesa de mantener estrechos lazos con la Santa Sede, y de hecho
con la obvia insinuación de los lazos ya anudados, ponía en un
aprieto a los obispos católicos alemanes, que ya se habían visto
sumidos en un dilema semanas antes por una serie de halagos y
favores del gobierno. Dirigiéndose al país por radio, Hitler había
apelado a Dios y había asegurado a la población que el cristianismo
sería la base de la reconstrucción de la nación alemana. El 21 de
marzo había publicado una nota declarando su «gran contrariedad
» por no poder asistir a una ceremonia religiosa de reconciliación
el Día de IJotsdam al haber prohibido los obispos cat6licos a
los dirigentes nazis el acceso a los sacramentos. Los obispos se vieron
así coaccionados a dar algún tipo de respuesta al nuevo canciller;
pero aunque algunos creían oportuno revocar la condena lanzada
contra el partido nazi, muchos de los principales prelados,
incluyendo al arzobispo Schulte de Colonia y los obispos de Aquisgrán,
Limburgo, Trier, Münster y Paderborn, defendieron que esa
denuncia debía renovarse y reforzarse. Sin embargo, la afirmación
de Hitler en el Reichstag el 23 de marzo, y la aquiescencia del Partido
del Centro, junto con ciertas extravagancias del gobierno, a las
que se sumaban las señales que llegaban del despacho de Pacelli en
Roma, acabaron por minar la firmeza de los obispos.
El cardenal Faulhaber envió el 24 de marzo una carta a los obispos
de su conferencia del sur de Alemania: «Después de haber
mantenido conversaciones con las más altas instancias de Roma
(cuyo contenido no puedo revelaros por ahora), tengo que recomendar,
pese a todo, más tolerancia hacia el nuevo gobierno, que
no sólo mantiene una posición de poder -que no podrían corregir
los principios que hemos formulado- sino que ha conseguido ese
poder de forma legal.»" La referencia a la legalidad constitucional
del gobierno de Hitler había sido ya señalada, en primer lugar, por
L'Osservatore Romano. Así pues, la legalidad que Hitler se había
procurado, y que Kaas, apremiado por Pacelli, le había garantizado,
se convertía ahora en el estímulo capaz de persuadir a los obispos
católicos de que aceptaran el régimen nacionalsocialista.
Ese mismo día, el cardenal Bertram, portavoz de la jerarquía
eclesiástica, distribuyó entre los obispos el borrador de una declaración
conciliatoria para que éstos la estudiaran. La rapidez vertiginosa
con que se les pedía que respondieran sigue siendo hasta hoy
desconcertante. Ludwig Volk, historiador jesuita de ese período,
sugería en su primera exploración de los acontecimientos que la
presión «venía de otras fuentes», apuntando al Vaticano. Von
Papen, argumentaba, se había esforzado durante todo un fin de semana
en convencer a Bertram de que una declaración pública de
conciliación por parte de los obispos podía servir de ayuda en el
proceso de negociación del concordato, y que su ausencia sólo sería
un estorbo. Con el mismo propósito, Von Papen había concertado
una entrevista en Roma con Paceili, quien trabajaba entretanto con
Kaas en la perspectiva de un acuerdo con Hitler.
El 26 de marzo, las iglesias protestantes de toda Alemania reconocieron
formalmente su aceptación de Hitler y su régimen. Los
protestantes, al ver cómo el Vaticano negociaba un concordato con
Hitler, comenzaron a explorar la posibilidad de alcanzar uno similar
para sí mismos, siguiendo el modelo católico.
El 28 de marzo se hacía pública en todo el país la declaración
conciliatoria consensuada entre los obispos católicos. Aunque
expresaba ciertas reservas, manifestaba una sumisa aquiescencia
del episcopado católico:
Sin que ello signifique revocar el juicio que hemos expuesto en
anteriores declaraciones con respecto a ciertos errores religiosos
y éticos, los obispos confiamos en que nuestras prohibiciones y
admoniciones no vuelvan a ser necesarias. Los cristianos católicos,
que consideran sagrada la voz de la Iglesia, no precisan en el
momento actual ninguna recomendación especial de Iealtad
hacia un gobierno legítimo, debiendo cumplir concienzudamente
sus deberes como ciudadanos, rechazando por principio cualquier
tipo de comportamiento ilegal o subversivo."
La prensa nazi acogió esta declaración como un respaldo a la
política de Hitler, pese a la ambigüedad pretendida por los obispos.
Los políticos del Centro se sentían horrorizados, ya que parecía que
aquéllos decían que los nazis eran preferibles a su partido. La reacción
delos fieles católicos fue de profunda perplejidad y decepción.
Una respuesta típica fue la del padre Franziscus Stratman, capellán
católico de la Universidad de Berlín, quien escribió al cardenal
Faulhaber el 10 de abril: «Las almas de la gente de buena intención
se hallan trastornadas por la tiranía nacionalsocialista, y no hago
sino relatar un hecho al decir que la autoridad de los obispos se ha
iristo alterada ante muchos católicos y no católicos por la casi-aprobación
del movimiento nacionalsocialista.»'"
Tras regresar de sus consultas con Pacelli a comienzos de
abril, Kaas publicó un editorial saludando el discurso de Hitler en
el Reichstag como un lógico desarrollo de la «idea de unión» entre Iglesia y Estado. Declaraba que el país se encontraba en un
proceso evolutivo en el que las «innegablemente excesivas libertades
formales» de la República de Weimar darían paso a «una
austera, y sin duda transitoria, disciplina estatal» sobre todos los
aspectos de la vida. El Partido del Centro, proseguía, se había
visto obligado a colaborar con ese proceso como «sembradores de
futuro»."
Como si pretendiera exculpar la extraordinaria facilidad y rapidez
con que la jerarquía eclesiástica había aceptado el nuevo régimen,
y subrayar el papel desempeñado por Pacelli en el proceso,
Faulhaber escribió el 20 de abril que los obispos se habían visto en
esa trágica situación «debido a la actitud de Roma».'"oma, sin
embargo, en la persona de Eugenio Pacelli, no había completado
aún su obra de sumisión frente a la determinación de Hitler de destruir
el catolicismo político en Alemania.
8. Hitler y Pacelli
Sólo un dictador podía garantizar a Pacelli el tipo de concordato
que éste pretendía. Sólo un dictador con la astucia de Hitler podía
considerar el concordato como un instrumento para debilitar a la
Iglesia católica en Alemania. Una vez firmado -cuando Pacelli y
Hitler llegaron a su fatal acuerdo en julio de 1933-, ambos expresaron
su opinión acerca del significado del tratado. El abismo entre
sus puntos de vista era notable.
En un escrito dirigido al partido nazi del 22 de julio. Hitler declaraba:
«El hecho de que el Vaticano firme un tratado con la nueva
Alemania significa el reconocimiento del Estado nacionalsocialista
por la Iglesia católica. Este tratado muestra al mundo clara e
inequívocamente la falsedad de la afirmación de que el nacionalsocialismo
es hostil a la religión.»' El 14 de julio, durante una reunión
del gobierno tras la firma del concordato, declaró a sus ministros
que lo consideraba una aprobación moral de sus planes: «El concordato
entre el Reich y la Santa Sede concede a Alemania una
oportunidad -recogen las actas de aquella reunión-, creando un
ámbito de confianza que será especialmente significativo en la
urgente lucha contra la judería internaci~nal.»~
En cuanto tuvo noticia de la carta de Hitler del 22 de julio,
Pacelli respondió con vehemencia en un artículo dividido en dos
partes que se publicaron el 26 y el 27 de julio en L'Osservatore
Romano. En primer lugar negaba categóricamente la afirmación
de Hitler de que el concordato implicara una aprobación moral del
nacionalsocialismo. Luego proseguía declarando cuál había sido
el verdadero propósito de su política concordataria. Aquí estaba el
objetivo que rondaba tras la diplomacia de Pacelli desde las negociaciones
del concordato con Serbia en 1913 hasta la firma del concordato
con el Reich en 1933. Había que subrayar, escribía, «que el
Código de Derecho Canónico es el fundamento y el esencial supuesto
legal del concordato», lo que significaba «no sólo el reconocimiento
oficial [por parte del Reich] de la legislación eclesiástica,
sino también la adopción de muchas disposiciones de esa legislación
y la protección de toda la legislación de la Iglesiau. La victoria
histórica en ese acuerdo, decía, correspondía enteramente al
Vaticano, porque el tratado no sólo no significaba la aprobación
del Estado nazi por parte de la Santa Sede, sino por el contrario el
total reconocimiento y aceptación de la ley eclesiástica por el Estado
alemán.
Los dramáticamente divergentes propósitos de Paceili y Hider
eran el trágico contexto de las negociaciones concordatarias, iievadas
con el mayor secreto sobre las cabezas del episcopado y de los
dirigentes católicos laicos durante seis meses, desde la llegada de
Hitler al poder.
EL ASCENSO DE HITLER
El camino de Hitler hacia el poder recorrió la formación de varios
gabinetes sucesivos, que se fueron alejando cada vez más del Parlamento
y por tanto de las formas democráticas de gobierno. En la
primera reunión del Reichstag el 12 de septiembre de 1932, Franz
von Papen, el mundano aristócrata y admirador de Hitler. tuvo que
enfrentarse a un voto de censura y convocar nuevas elecciones para
el 6 de noviembre. Mientras tanto seguía como canciller, atacado
tanto por los nazis como por los comunistas, a los que unía su desprecio
a la política democrática.
Las nuevas elecciones, las quintas que tenían lugar ese año, vieron
cómo los nazis aparecían como primer partido de la cámara,
pese a haber perdido dos millones de votos y gran número de afiliados,
lo que indicaba que el partido de Hitler quizá estaba perdiendo
impulso. A finales de 1932, una mayoría absoluta nazi parecía
tan elusiva como hasta entonces, y mientras Hitler seguía
renuente a formar una mayoría parlamentaria coaligándose con
otros partidos, Von Hindenburg parecía igualmente reacio a entregarle
la Cancillería. Al mismo tiempo, ni la Reichswehr ni los industriales
estaban dispuestos a aceptar otro gobierno dominado por
los socialistas. El Partido del Centro se vio así desamparado, incapaz de hallar un socio de gobierno; dudando sobre cuál debía ser
su siguiente movimiento, pero decidido a preservar la constitucionalidad
del gobierno.
El 2 de diciembre, el presidente Von Hindenburg aceptó la
renuncia de Von Papen y el archiconspirador Schleicher se convirtió
en canciller por un breve plazo, con la declarada ambición de
escindir a los nazis en el Reichstag y crear una nueva coalición que
incluyera a una parte de los nacionalsocialistas, sin Hitler. Pese a
todas sus maquinaciones, Schleicher se demostró tan incapaz como
Von Papen de formar un gobierno viable.
Con el nuevo año, tras entablar conversaciones con Hitler, Von
Papen propuso a Von Hindenburg una fórmula que concedía a
Hitler la Cancillería mientras que él mismo pretendía actuar como
el verdadero poder en la sombra desde la Vicecancillería. Von Hindenburg
se mostraba escéptico, pero el esquema de Von Papen, al
parecer, le protegía de la amenaza de un escándalo que incluía la
apropiación indebida de ayudas concedidas a los propietarios de
tierras y evasión de impuestos. Sobre esas corrompidas bases se
aposentó Hitler en el poder.
Hitler juró su puesto de canciller el 30 de enero de 1933, junto
con Herrnann Goring, quien al mismo tiempo que el Ministerio del
Aire desempeñaba el puesto de ministro del Interior en el gobierno
prusiano, lo que le daba el control sobre la policía en Prusia y un
amplio margen de maniobra para ejercer la coerción, que aprovecharía
en las inmediatas semanas purgando de opositores el partido.
El nuevo ministro de Defensa. con una influencia clave en el
ejército, era el general Werner von Blomberg, simpatizante nazi al
que había cautivado el carisma de Hider. Alfred Hugenberg, líder
del ultraconservador Partido Popular Nacional Alemán (DNVP),
asumió las carteras de Economía y Agricultura. Hitler no quería sin
embargo verse estorbado por ningún tipo de reparto del poder y
convocó de inmediato nuevas elecciones para el 5 de marzo, utilizando
todos los resortes que le concedía la Cancillería para controlar
los medios de comunicación, para cerrar la boca a los partidos
de la oposición democrática y para iniciar la persecución de judíos
e «izquierdistas».
El 27 de febrero se produjo el célebre incendio del Reichstag, del
que Hitler inmediatamente acusó a un comunista holandés. En la
consiguiente histeria anticomunista, Von Hindenburg concedió a
Hitler autoridad para suspender los derechos civiles garantizados por
la Constitución de Weimar, que éste aprovechó para reforzar su campaña
electoral con el fin de obtener una mayoría absoluta que le proporcionara
el respaldo suficiente para establecer su propia dictadura.
En las elecciones del 5 de mano, sin embargo, los nacionalsocialistas
siguieron sin alcanzar la mayoría absoluta, pero la alianza
con los nacionalistas de extrema derecha de Hugenberg les proporcionó
una mayotía conjunta de1 52 %, con 340 de los 647 escaños
del Reichstag. Con una participación del 88,7 %, los nacionalsocialistas
obtuvieron más de diecisiete millones de votos. Los socialistas
descendieron al 18$ %, mientras que el centro católico,
que había desarroliado una valiente campaña frente a la intimidación
generalizada de los nazis, mantenía firmemente el 13,9 % de
los votos, ganando incluso tres escaños.
Hasta mano de 1933, por tanto, el catolicismo alemán, con sus
veintitrés millones de fieles, representaba todavía una fuerza democrática
independiente y vigorosa, que junto a la jerarquía católica
seguía condenando sin ambages el nacionalsocialismo. Aunque el
Partido del Centro no contaba con aliados viables para formar una
coalición, y por tanto no podía competir por el poder, Hitler temía
una reacción desde el bastión del catolicismo político como un
todo, conjunto que iba mucho más allá de los votantes del Partido
del Centro, con incontables lazos y asociaciones a muchos niveles
en todo el país. Consecuente con su decisión, tomada hacía mucho,
de no desencadenar una nueva Kulturkatnp~ evitando así el riesgo
de una oposición o resistencia pasiva por parte de los catóIicos,
Hitler no quería enfrentarse frontalmente a los obispos. Pero algo
tenía que hacer para neutralizarlos, y ahí vino en su ayuda la ambición
de Pacelii de conseguir un concordato con el Reich.
Desde el punto de vista de Hitler, la solución ideal para vencer
la amenaza católica consistía precisamente en llegar a un acuerdo
en la cumbre con el Vaticano similar en todos los aspectos al Tratado
Lateranense, que había acabado con la actividad política católica
en Italia e integrado de hecho a la Iglesia en el Estado fascista.
Tal como lo veía Hitler, un acuerdo de esa naturaleza garantizaría
las libertades de la Iglesia católica restringidas a la práctica religiosa
y a la educación, a cambio de la retirada de los católicos de la
escena política y social, exhortada por la Santa Sede y en los ténninos
que el régimen nazi se encargaría de definir.No podía haber un concordato con el Reich, empero, sin que
los obispos retiraran su denuncia del nacionalsocialismo, ni sin que el
Partido del Centro, antes de desaparecer, ofreciera su aquiescencia
a la Ley de Plenos Poderes que iba a conceder a Hitler los poderes
de un dictador. Durante el período de la República de Weimar,
ningún gobierno se había aproximado siquiera a la aceptación de
los términos que Pacelli exigía para un concordato. Sólo mediante
su poder dictatorial podía el Führer, negociando directamente con
el secretario de Estado Pacelli como representante del Papa, convertir
en reahdad ese tratado.
En su primera reunión de gobierno tras las elecciones, el 7 de
marzo, Hitler mostró su preocupación por el poder del catolicismo
cuando dijo a sus ministros que el Partido del Centro sólo podía ser
derrotado convenciendo al Vaticano de que se deshiciera de él.'
Cuando Hitler planteó la cuestión de la Ley de Plenos Poderes,
Von Papen habló de una conversación que había mantenido el día
anterior con Ludwig Kaas. Según Von Papen, Kaas (que no tomaba
iniciativas sin el consenso de Pacelli) le había ofrecido «una clara
ruptura con el pasado», y «la cooperación de su partido». Los
acontecimientos mostrarían hasta qué punto Kaas, o con más precisión
Pacelli, establecía una equivalencia entre el voto favorable a
la Ley de Plenos Poderes y el comienzo de las negociaciones para
un concordato con el Reich. También revelarían hasta qué punto
las cuerdas estaban siendo pulsadas desde la Secretaría de Estado
vaticana.
Una indicación de que Pacelli estaba extendiendo sus tentáculos
hacia Hitler llegó el 13 de marzo. una semana después de la
primera reunión del nuevo gobierno. En una nota al enviado alemán
ante el Vaticano, Pacelli llamaba la atención del Führer hacia
unas recientes palabras de elogio pronunciadas por el Papa acerca
de la cruzada antibolchevique del canciller del Reich. El representante
diplomático transmitía: «En la Secretaría de Estado me han
sugendo que esos comentarios podrían tomarse como un respaldo
indirecto a la política del canciller del Reich y su gobierno contra el
comuni~mo.»~
Pese a esas señales aduladoras desde el despacho de Pacelli, los
obispos alemanes estaban en lo fundamental tan enfrentados a
Hitler como siempre hasta entonces. El cardenal Michael von Faulhaber,
de Munich, que había estado presente en el Vaticano cuando
el Papa planteó sus consideraciones ante el consistorio de cardenales,
recordaba que todos los presentes se habían sentido sorprendidos:
«El Santo Padre interpreta todo esto desde muy lejos.
No comprende sus verdaderas implicaciones y sólo le importa el
objetivo final.»' Tan preocupado se hallaba el cardenal Faulhaber
acerca de las perspectivas que aguardaban a los católicos bajo la
dictadura de Hitler, que el 10 de marzo escribió al presidente Von
Hindenburg, contándole «el miedo que asedia a amplios círculos
de la población católica»." El 18 de marzo, además, cuando Von
Papen visitó al cardenal Bertram para preguntarle si los obispos
habían cambiado de opinión, el portavoz de la jerarquía le respondió
que nada absolutamente había cambiado; de hecho, añadió el
prelado, si algo debía cambiar no era sino la actitud del «Führer de
los nacional socialista^».^ 1.0 que sólo sirvió para confirmar la intranquilidad
de Hitler. Pero la vía propicia para Hitler no estaba ni
en sus tratos con los obispos ni en la dirección colectiva del Partido
del Centro, sino en el presidente de ese partido, Ludwig Kaas,
representante oficioso de Pacelli en Alemania.
En los días que siguieron a las elecciones de marzo, aunque era
el líder de un gran partido parlamentario (que se encaminaba a su
disolución), Kaas se mantuvo curiosamente inactivo y poco receptivo.
En un mitin del partido en Colonia, una semana después de
las elecciones, Heinrich Brüning, el anterior canciller, pidió al partido
que no colaborara con algo tan anticonstitucional como la Ley
de Plenos Poderes. Según un testigo que tomó notas del debate,
Kaas, que había declinado la posibilidad de expresar su opinión
sobre el tema, golpeó la mesa y gritó: «¿Soy yo el presidente del
partido?¿Y si no, quién lo es?» El testigo cn cuestión plantea
entonces la siguiente pregunta: «?Había hecho quiz; Kaas, en sus
negociaciones con Hitler, promesas que debía mantener?»"
Como ha comentado el historiador Owen Chadwick, «el papel
de Kaas haciendo que su partido votara la Ley de Plenos Poderes
en marzo de 1933 es todavía uno de los asuntos más controvertidos
de la historia alemana».'
Kaas había llegado de hecho bastante lejos en sus negociaciones
con Hitler, al tiempo que se mantenía en estrecha comunicación con
Pacelli en Roma, y las conversaciones parecían ir prosperando en
opinión de ambas partes. Hasta tal punto. que en la reunión del
gabinete del 15 de marzo, Hitler anunció que ya no veía dificultad
en alcanzar una mayoría de dos tercios en la votación de la Ley de
Plenos Poderes. Cinco días más tarde, Goebbels anotaba en su diario
que «el Partido del Centro va a aceptar [la Ley de Plenos Poderes]
». (En 1937, Goebbels aseguraba en su periódico Der Angriff
que Kaas había aceptado la Ley de Plenos Poderes a cambio de la
propuesta del gobierno de negociar un concordato del Reich con la
Santa Sede.)''
Cuando Kaas se reunió finalmente con los miembros del grupo
parlamentario del Partido del Centro en Berlín el 22-23 de marzo,
antes de la crítica votación de la Ley de Plenos Poderes en el
Reichstag, les pidió que votaran afirmativamente a fin de ejercer
una presión moral sobre el Führer y forzarle a cumplir sus promesas
a la Iglesia católica, promesas que esperaba que Hitler estableciera
por escrito (aunque incluso las promesas escritas quedaron
como tales, sin llegar a materializarse). Brüning declaró que nunca
podna votar a favor, ya que esa ley era «la resolución más monstruosa
que nunca se haya pedido a un parlamento». En su discurso
ante el Reichstag, Hitler se había salido de su acostumbrado guión,
anunciando su decisión de buscar un acuerdo con el Vaticano, y de
«cultivar y reforzar relaciones amistosas con la Santa Sede». Según
Brüning, Kaas consideró esta declaración como «el mayor éxito
que se ha conseguido en los últimos diez años en [las relaciones
internacionales con] cualquier país»." De hecho, esa frase de Hitler
reproducía con precisión y como un ritornello, como si estuviera
escrita en el discurso, la pronunciada catorce años antes por Pacelli
cuando presentó sus credenciales al presidente Ebert: «Dedicaré
toda mi energía a cultivar y reforzar las relaciones entre la Santa
Sede y Alemania.» La declaración de Hitler constituía una clara
indicación de un reajuste pactado de las relaciones con el catolicismo,
que iban a ser negociadas desde la cumbre por los correspondientes
dirigentes autoritarios de Berlín y Roma.
Tras el discurso, una minoría encabezada por Brüning se opuso
vigorosamente a conceder a Hitler los medios legales de establecer
su propia dictadura. Pero en una votación formularia, sólo catorce
de los setenta y cuatro diputados se manifestaron contra la Ley de
Plenos Poderes. Kaas pidió entonces a la minoría que reflexionara,
apelando a la probable amenaza a su seguridad personal, a lo que
Brüning respondió ofreciendo su renuncia al acta de diputado, y
Wirth, bañado en lágrimas, se ofreció a seguirle. Finalmente, tras
escuchar la opinión de varios sindicalistas católicos en el parcialmente
destruido Reichstag, Brüning se convenció de que una escisión
del Partido del Centro arruinaría cualquier perspectiva de una
eventual resistencia católica frente a la persecución religiosa.'' Para
conseguir una posici6n unida y disciplinada conio partido, la niinoría
se plegó a la mayoría, uniéndose a sus colegas y marchando juntos
a través de las vociferantes tropas de asalto hacia la Ópera Kroll,
donde iba a tener lugar la votación.
La aquiescencia del Partido del Centro a la Ley de Plenos Poderes
manifestaba el reconocimiento de que Kaas, que se había mantenido
en estrecho contacto con Hitler todo el tiempo, estaba en
mejores condiciones para juzgar el alcance de la cuestión.
La Ley de Plenos Poderes, aprobada aquel día por 441 votos
contra 94 (sálo se opusieron los diputados socialdemócratas), concedió
a Hitler la posibiIidad de decretar leyes sin el consentimiento
del Reichstag. y de establecer tratados con países extranjeros (el
primero de los cuales sería precisamente el concordato con la Santa
Sede). La Ley de Plenos Poderes declaraba que los del presidente
seguirían siendo inviolables, pero los términos precisos del documento
vaciaban de significado esa cláusula.
Al día siguiente, sin informar a nadie de su partido acerca de su
destino o propósito, Kaas tomó el tren que iba a Roma para discutir
secretamente con Pacelli. Dos años más tarde, Kaas confirmó en
una carta al embajador alemán ante el Vaticano la relación exacta
entre su aceptación de la Ley de Plenos Poderes y el futuro concordato
con el Reich: «Inmediatamente después de la aprobación
de la Ley de Plenos Poderes, en la que yo mismo había desempeñado
un papel positivo sobre la base de ciertas garantías que me
fueron dadas por el canciller del Reich (garantías tanto políticas
como de naturaleza cultural), el 24 de marzo viajé a Roma. l...] Con
el fin de desarrollar las opiniones que había manifestado en el
Reichstag el 23 de marzo, quería explicar la situación creada por la
declaración del canciller e investigar la posibilidad de un acuerdo
general entre la Iglesia y el Estado.»"
Mientras, la ingeniosa declaración de Hitler .al Reichstag, con su
promesa de mantener estrechos lazos con la Santa Sede, y de hecho
con la obvia insinuación de los lazos ya anudados, ponía en un
aprieto a los obispos católicos alemanes, que ya se habían visto
sumidos en un dilema semanas antes por una serie de halagos y
favores del gobierno. Dirigiéndose al país por radio, Hitler había
apelado a Dios y había asegurado a la población que el cristianismo
sería la base de la reconstrucción de la nación alemana. El 21 de
marzo había publicado una nota declarando su «gran contrariedad
» por no poder asistir a una ceremonia religiosa de reconciliación
el Día de IJotsdam al haber prohibido los obispos cat6licos a
los dirigentes nazis el acceso a los sacramentos. Los obispos se vieron
así coaccionados a dar algún tipo de respuesta al nuevo canciller;
pero aunque algunos creían oportuno revocar la condena lanzada
contra el partido nazi, muchos de los principales prelados,
incluyendo al arzobispo Schulte de Colonia y los obispos de Aquisgrán,
Limburgo, Trier, Münster y Paderborn, defendieron que esa
denuncia debía renovarse y reforzarse. Sin embargo, la afirmación
de Hitler en el Reichstag el 23 de marzo, y la aquiescencia del Partido
del Centro, junto con ciertas extravagancias del gobierno, a las
que se sumaban las señales que llegaban del despacho de Pacelli en
Roma, acabaron por minar la firmeza de los obispos.
El cardenal Faulhaber envió el 24 de marzo una carta a los obispos
de su conferencia del sur de Alemania: «Después de haber
mantenido conversaciones con las más altas instancias de Roma
(cuyo contenido no puedo revelaros por ahora), tengo que recomendar,
pese a todo, más tolerancia hacia el nuevo gobierno, que
no sólo mantiene una posición de poder -que no podrían corregir
los principios que hemos formulado- sino que ha conseguido ese
poder de forma legal.»" La referencia a la legalidad constitucional
del gobierno de Hitler había sido ya señalada, en primer lugar, por
L'Osservatore Romano. Así pues, la legalidad que Hitler se había
procurado, y que Kaas, apremiado por Pacelli, le había garantizado,
se convertía ahora en el estímulo capaz de persuadir a los obispos
católicos de que aceptaran el régimen nacionalsocialista.
Ese mismo día, el cardenal Bertram, portavoz de la jerarquía
eclesiástica, distribuyó entre los obispos el borrador de una declaración
conciliatoria para que éstos la estudiaran. La rapidez vertiginosa
con que se les pedía que respondieran sigue siendo hasta hoy
desconcertante. Ludwig Volk, historiador jesuita de ese período,
sugería en su primera exploración de los acontecimientos que la
presión «venía de otras fuentes», apuntando al Vaticano. Von
Papen, argumentaba, se había esforzado durante todo un fin de semana
en convencer a Bertram de que una declaración pública de
conciliación por parte de los obispos podía servir de ayuda en el
proceso de negociación del concordato, y que su ausencia sólo sería
un estorbo. Con el mismo propósito, Von Papen había concertado
una entrevista en Roma con Paceili, quien trabajaba entretanto con
Kaas en la perspectiva de un acuerdo con Hitler.
El 26 de marzo, las iglesias protestantes de toda Alemania reconocieron
formalmente su aceptación de Hitler y su régimen. Los
protestantes, al ver cómo el Vaticano negociaba un concordato con
Hitler, comenzaron a explorar la posibilidad de alcanzar uno similar
para sí mismos, siguiendo el modelo católico.
El 28 de marzo se hacía pública en todo el país la declaración
conciliatoria consensuada entre los obispos católicos. Aunque
expresaba ciertas reservas, manifestaba una sumisa aquiescencia
del episcopado católico:
Sin que ello signifique revocar el juicio que hemos expuesto en
anteriores declaraciones con respecto a ciertos errores religiosos
y éticos, los obispos confiamos en que nuestras prohibiciones y
admoniciones no vuelvan a ser necesarias. Los cristianos católicos,
que consideran sagrada la voz de la Iglesia, no precisan en el
momento actual ninguna recomendación especial de Iealtad
hacia un gobierno legítimo, debiendo cumplir concienzudamente
sus deberes como ciudadanos, rechazando por principio cualquier
tipo de comportamiento ilegal o subversivo."
La prensa nazi acogió esta declaración como un respaldo a la
política de Hitler, pese a la ambigüedad pretendida por los obispos.
Los políticos del Centro se sentían horrorizados, ya que parecía que
aquéllos decían que los nazis eran preferibles a su partido. La reacción
delos fieles católicos fue de profunda perplejidad y decepción.
Una respuesta típica fue la del padre Franziscus Stratman, capellán
católico de la Universidad de Berlín, quien escribió al cardenal
Faulhaber el 10 de abril: «Las almas de la gente de buena intención
se hallan trastornadas por la tiranía nacionalsocialista, y no hago
sino relatar un hecho al decir que la autoridad de los obispos se ha
iristo alterada ante muchos católicos y no católicos por la casi-aprobación
del movimiento nacionalsocialista.»'"
Tras regresar de sus consultas con Pacelli a comienzos de
abril, Kaas publicó un editorial saludando el discurso de Hitler en
el Reichstag como un lógico desarrollo de la «idea de unión» entre Iglesia y Estado. Declaraba que el país se encontraba en un
proceso evolutivo en el que las «innegablemente excesivas libertades
formales» de la República de Weimar darían paso a «una
austera, y sin duda transitoria, disciplina estatal» sobre todos los
aspectos de la vida. El Partido del Centro, proseguía, se había
visto obligado a colaborar con ese proceso como «sembradores de
futuro»."
Como si pretendiera exculpar la extraordinaria facilidad y rapidez
con que la jerarquía eclesiástica había aceptado el nuevo régimen,
y subrayar el papel desempeñado por Pacelli en el proceso,
Faulhaber escribió el 20 de abril que los obispos se habían visto en
esa trágica situación «debido a la actitud de Roma».'"oma, sin
embargo, en la persona de Eugenio Pacelli, no había completado
aún su obra de sumisión frente a la determinación de Hitler de destruir
el catolicismo político en Alemania.