La paz es buena y necesaria, independiente del hecho de que por este concepto a veces entendamos cosas radicalmente distintas. Pero lo fundamental, antes de hablar de paz, es hablar del conflicto. Entender el conflicto y sus dinámicas. Saber por qué al menos tres generaciones de campesinos en Colombia vienen alzándose en armas. Saber por qué en Colombia se asesina a los dirigentes populares, se destruye el tejido social de las comunidades, se desaparece a las personas molestas para algunos, por qué se hacen “limpiezas sociales”, por qué la riqueza en Colombia se acumula con fusil y machete.Hablemos del conflicto social y armado colombiano
Colombia es un país bastante curioso. Todo el mundo habla de paz en abstracto, mientras la guerra y las más variadas violencias son pan de cada día y lo único tangible para las comunidades más marginadas del país. Sin embargo, mientras todos hablan de paz en abstracto, hablar de paz en términos concretos ha sido prácticamente criminalizado. El propio presidente Santos ha dicho que nadie más que su gobierno puede inmiscuirse en temas de paz, que sólo él tiene la dichosa llave de la paz[1]. Cualquier persona que aborda de manera seria el estudio de los procesos de diálogo fallidos del pasado (La Uribe, San Vicente del Cagúan), cualquier persona que aborda de manera seria el estudio de las fuentes de la violencia en Colombia, las causas estructurales de ésta, y que más aún, propone transformaciones sociales para lograr una paz orgánica (a diferencia de, digamos, la paz de los cementerios) es inmediatamente tachada de áulico del “terrorismo”. Cualquier persona que llega a la conclusión honesta de que sin justicia social no habrá paz, que éste es el prerrequisito para una coexistencia civilizada es inmediatamente estigmatizada desde los círculos dominantes. Cualquier persona que busca el diálogo político, es inmediatamente señalada por intentar dar “oxígeno a la guerrilla”. Si, todos hablan de paz en abstracto pero cualquier movimiento efectivo para lograr algún avance hacia una paz orgánica, con justicia social, efectiva, es criminalizado.
A raíz de los comunicados del comandante de las FARC-EP Timoleón Jiménez en los cuales llama en términos bien concretos a retomar el diálogo, proponiendo como punto de partida la agenda inconclusa del Cagúan, el tema del diálogo político ha sido puesto nuevamente en la agenda política[2]. Desde luego, la mayoría de los medios han reaccionado histéricamente contra la propuesta de la insurgencia, aunque las voces críticas ya han comenzado a hacerse notar, demostrando que existen fisuras en el consenso militarista impuesto a sangre y fuego desde la larga noche uribista.
Dos voces a favor del militarismo y el establecimiento
Todavía, un sector importante del establecimiento alucina con la victoria militar[3]. Varios opinólogos han salido a oponerse abiertamente a la perspectiva del diálogo y las invitaciones de Timoleón Jiménez aduciendo, por una parte, que la victoria militar es posible y, por otra, que no hay nada que dialogar con la “guerrilla”. Humberto de la Calle, afirma en El Espectador que “En el plano militar, derrotar a las Farc equivale a desvertebrar su ejército, afectar su unidad de mando, disminuir significativamente sus ingresos, aislar sus frentes y perturbar de manera importante sus comunicaciones. Ello es posible. No habrá una batalla final, no vendrá un Waterloo de las Farc. Pero sí un proceso de desintegración que es igual a una derrota militar. Cosa distinta es que no bastan las armas. Es posible competir con la economía de la coca, arrebatarle sus bases campesinas, recuperar la población que es el oxígeno de la guerrilla.”[4]
Cito esta columna, porque De la Calle es muchísimo más claro que otros autores en la necesidad que el régimen tiene de atacar a la población civil para adelantar su guerra contrainsurgente. Lo que significa que las violaciones masivas a derechos humanos por parte de los aparatos represivos del Estado (la llamada fuerza pública), no son un aspecto incidental, responsabilidad de unas cuantas manzanas podridas, sino parte de una estrategia de Estado en la lucha contrainsurgente. ¿Podríamos leer de otra manera su llamado a arrebatar las bases campesinas de la insurgencia, en un país con cinco millones de desplazados y decenas de miles de desaparecidos olvidados en el frío de las fosas comunes? Desde luego De la Calle no se pregunta por qué un sector importante del campesinado, en vastas regiones, tiene ese vínculo histórico con la insurgencia, por qué hay población que le sirve de oxígeno. Hacerse esas preguntas debería llevar a entender que la solución al conflicto social y armado pasa por cambios de fondo, y no por la mera desmovilización unilateral. A eso es a lo que se refiere Timoleón Jiménez cuando expresa que “este conflicto no tendrá solución mientras no sean atendidas nuestras voces”[7].
También existe otra posición que se ventila desde los grandes medios que, superficialmente, puede parecer opuesta a la de De la Calle, pero en realidad es su complemento. Su más visible defensor es León Valencia, quien en Semana pone la negociación como alternativa a la política de liquidación de la guerrilla. Pero su versión de negociación no es distinta a la versión de negociación que en última instancia defiende Santos (y que defendió a su momento Uribe), es decir, sellar la derrota militar en una mesa donde no se dé ninguna discusión política de fondo, salvo los términos de la desmovilización. El llamado de Valencia a la negociación no tiene por fin democratizar al país ni mucho menos efectuar los cambios estructurales que la sociedad colombiana necesita y que son los que, en última instancia, deben eliminar los problemas que determinan la continuidad del conflicto. Su llamado a la negociación es una manera de defender al status quo, de defender los privilegios de una ínfima élite que vive a sus anchas mientras los colombianos de a pie siguen empobreciéndose y Colombia sigue firme en el tercer puesto mundial en desigualdad social. Según él, “es el mejor momento del Estado para negociar. La guerrilla afronta una derrota estratégica(…) Tiene poder de negociación, pero la disminución considerable de sus filas no le da para exigir demasiado”[8]. O sea, olvídense de reforma agraria, distribución de la riqueza, democratización de la sociedad, desmonte del paramilitarismo, educación y salud de calidad y gratuita para todos, etc. Valencia hace parte de la triste y larga lista de arrepentidos y tránsfugas que se han convertido en los mejores defensores de la última república oligárquica de América del Sur.
La suerte variable de las armas
Desde los medios se plantea que la insurgencia buscaría la negociación porque está acorralada, desesperada y debilitada. Sin embargo, la guerra arrecia en todo el país, sobretodo en el Cauca (donde no se materializaron las deserciones masivas esperadas después del asesinato de Alfonso Cano el 4 de Noviembre) y en el Catatumbo (donde se desplaza el eje central de la ofensiva militar después de que el comandante Timoleón Jiménez fuera nombrado sucesor de Cano). Las acciones militares de la insurgencia han aumentado en el mes de Enero en un 40% respecto al 2011, y en un 300% respecto al 2008[9]. La realidad del conflicto desmiente estas apreciaciones del discurso oficialista: la insurgencia ha logrado, en medio de la mayor ofensiva militar de toda la historia, la cual ha costado la vida de varios de sus dirigentes en bombardeos pavorosos, mantener sus estructuras, recuperar incluso terreno, adaptarse eficazmente a las nuevas condiciones de la guerra y golpear de manera creciente y sostenida durante los últimos años. Esto sin considerar la importancia militar de la convergencia que se está dando entre las estructuras guerrilleras -ELN, FARC-EP y en ciertas regiones como el Norte de Santander, incluso del EPL.
Si la insurgencia da un salto audaz y habla de retomar la agenda de diálogo del Caguán, lo hace porque sabe que no llegarán en condiciones de debilidad a la mesa de negociación. Pese a la propaganda oficialista, el gobierno también lo sabe: por eso se niega al diálogo y sigue pidiendo condiciones imposibles. No quepa ninguna duda, que si el llamado de Timoleón Jiménez fuera hecho desde la derrota irreversible (militar o política), el gobierno tomaría gustosamente la oferta.
Conflicto social y lucha de clases
Valencia se equivoca en su apreciación sobre la “derrota estratégica” de la insurgencia, y su error se desprende de una comprensión parcial del conflicto como si fuera solamente un conflicto armado y no un conflicto eminentemente social. Frecuentemente los análisis de la insurgencia y del conflicto, dejan de lado convenientemente el hecho de que ésta es expresión de ciertas dinámicas de resistencia, con hondas raíces en ciertas comunidades rurales. Un reciente artículo en Semana recordaba esta cuestión sobre la relación de la lucha armada y sus expresiones orgánicas, con las comunidades: “Estos grupos tienen alto poder social e influencia en las zonas donde tienen presencia. Tienen sus cunas y sus poblaciones, incluso si no nos gusta admitirlo. Cierta información del suroccidente del país señala que las FARC están trabajando más con las comunidades donde tienen presencia, tratando (con más y menos éxito según la comunidad) de (re)establecer las relaciones del pasado que por lo menos no eran tan violentas como las actuales y en que había muchas veces una convivencia importante para la población y la guerrilla.”[10].
También se equivoca Valencia al pensar que la insurgencia colombiana va a negociar una derrota y desmovilización, renunciando a las banderas políticas que le han dado razón de ser por medio siglo. Esto último fue expresado de manera meridianamente clara por Boris Salazar:
“El gobierno y los expertos aspiran a que las Farc se rindan sin muchas condiciones. Quizás la restitución de los derechos políticos perdidos, y algunas garantías de seguridad para los combatientes reinsertados constituirían la oferta del gobierno. No mucho más (…) Claro, las Farc no aspiran a la simple supervivencia. Quieren cambiar la sociedad colombiana. Al menos a transformar sus condiciones estructurales (…) Sin movilización popular, sin oposición política, con una sociedad civil silenciada, o atada a la política electoral más degradada, y con una ideología conservadora extendida, la discusión del orden político, del modelo económico o de la inclusión social, y mucho menos de las relaciones con los Estados Unidos, no es ni siquiera pensable.”[11]
Salazar da en el clavo cuando plantea que la fuerza que efectivamente pude romper el nudo gordiano en Colombia es la movilización popular. A fin de cuentas, el conflicto armado es una expresión, distorsionada si se quiere, de la dinámica de la misma lucha de clases en el país más desigual del continente. En el conflicto social y armado colombiano, lo social sigue siendo prioritario. Efectivamente, más relevante aún que la revitalizada capacidad militar de la insurgencia, es el auge de un nuevo ciclo de luchas sociales y populares en todo el país. Las demandas del pueblo que protesta cada día más por las calles de toda Colombia son en gran medida, demandas o compartidas por la insurgencia, o las cuales pueden ser articuladas en su proyecto. Por el contrario, el bloque dominante no puede absorver estas demandas sin desnaturalizarlas por completo, como lo demuestra el debate en torno a la ley de víctimas y de restitución de tierras.
Valencia, en su columna, confunde el consenso político del bloque dominante, del “país político”, con una medida de la fortaleza del gobierno de Santos. La iniciativa política la pierde el santismo en medio de las dificultades crecientes para implementar la más mínima de sus propuestas demagógicas y ante el extrañamiento de un país que despierta lentamente del embrujo autoritario: el estrepitoso fracaso de la “marcha de la guerra”, el 6 de Diciembre[12], demuestra que el bloque dominante, pese a tener un nivel importante de consenso detrás de la figura de Santos, es incapaz de movilizar al pueblo. Con el respaldo de casi todo el “país político” y con el apoyo de la propaganda incesante de los medios (todos los cuales están alineados con el régimen), sencillamente no lograron sacar gente a la calle.
La política tras el fusil
Es en el terreno político donde la insurgencia está principalmente jugándose las cartas en la actual coyuntura[13]. Los comunicados de Timoleón Jiménez (sobretodo su respuesta al académico Medófilo Medina) han logrado empezar a romper el cerco mediático en torno a las propuestas políticas y la estrategia de la insurgencia. Si Cano, como comandante máximo de las FARC-EP, jugó un rol fundamental a la hora de adaptar exitósamente la estrategia insurgente, tanto en lo militar como en lo político, a las nuevas condiciones del Plan Colombia, revirtiendo la tendencia de casi una década de avance del Ejército, Jiménez está jugando un rol fundamental como un comunicador consistente de las propuestas y apuestas del movimiento insurgente.
A las demandas históricas de la insurgencia (tierra, relación con EEUU, democracia, etc.), estos comunicados añaden demandas de las luchas actuales que comprometen a estudiantes y otros sectores movilizados, por ejemplo, contra el modelo agroindustrial y minero-extractivo santificado en el Plan de Desarrollo Nacional[14]. El mensaje es claro sobre la necesidad de un diálogo nacional abierto, en el cual el bloque de los oprimidos y de los sectores sociales subalternos, independientemente de las divergencias existentes entre sus tácticas de lucha o resistencia, formen una agenda común frente al añejo bloque en el poder. La capacidad de articular demandas actuales con su propio proyecto histórico demuestra, además, que la insurgencia no se quedó en un mundo de hace sesenta años atrás, como lo machacan los ideólogos del régimen, sino que tiene capacidad de interlocutar sobre los problemas actuales del país.
El gobierno, por su parte, también libra una ofensiva en el plano político, pero es incapaz de abordar de manera sustancial los problemas que enfrenta el pueblo. El gobierno entiende que el conflicto, al ser fundamentalmente agrario, requiere de políticas que sirvan para quitar piso a la insurgencia entre el campesinado. La demagogia santista en torno a la “revolución agraria” que significaría la ley de restitución de tierras[15] sería apenas un chiste de mal gusto si no fuera por los 53 líderes desplazados reclamantes de tierras asesinados por los testaferros del régimen en el marco de sus demandas. Aparte de que sólo pretende la restitución de 2 millones de hectáreas de los más de 6,5 millones robados en las últimas dos décadas por el paramilitarismo; como ya empezó el asesinato de reclamantes, no es de esperar que mucha gente dé el paso adelante, sobretodo si se considera que esos territorios siguen en guerra y muchos continúan bajo el dominio de estructuras paramilitares que operan en connivencia con el ejército y policía. Si el reclamante no quiere correr el riesgo de volver a su tierra, entonces podrá ser indemnizado por los contribuyentes y no por los que lo desplazaron. Peor aún, si se demuestra que los ocupantes son de “buena fe” y tienen inversiones agroindustriales, el reclamante tendrá que pactar con ellos. Como la demagogia da para todo, Santos ha mentido descaradamente diciendo que se han restituido 852.000 hectáres a 33.000 familias, cuando en realidad lo que se ha hecho es titular tierras baldías, formalizar tierras comunitarias, regularizar posesiones en parques y humedales. A los desplazados apenas se les han restituido alrededor de 10.000 hectáreas[16]. Esto, sin mencionar que la restitución no afecta el principal problema del campo colombiano, identificado por el último informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)[17], que es la obscena concentración de tierras la cual solamente puede ser enfrentada mediante una demanda histórica de la insurgencia, como es la reforma agraria. Esta ley será un fiasco peor que la ley de Justicia y Paz: en el “mejor” de los casos, servirá para “modernizar” el agro según los requerimientos de la agroindustria; en el peor, servirá para legalizar el despojo.
Por otra parte, junto a las medidas cosméticas y demagógicas de derechos humanos, el régimen ha logrado avanzar bastante en la cooptación de aquellas organizaciones sociales más oenegizadas y burocratizadas (ciertas organizaciones sindicales e indígenas), a la par que desarrolla una campaña de revisionismo histórico y de confusionismo sin precedentes: se comenzó con el cuestionamiento desvergonzado de la Masacre de Mapiripán (y por extensión de abogados defensores de derechos humanos)[18], siguió con los ataques a los desplazados de Las Pavas a los cuales sin ninguna base llamaron “falsos desplazados”[19], han hablado sin ningún fundamento sobre supuestas alianzas entre la insurgencia y sus tradicionales enemigos paramilitares[20], y ahora les dio con que supuestamente Tirofijo, líder histórico de las FARC-EP, era un “terrateniente”[21]… Esta obsesión con la amnesia, el revisionismo y el confucionismo histórico tienen por único objetivo el ataque a los movimientos sociales y de derechos humanos, así como la satanización de la insurgencia. En ello el gobierno ha demostrado ser bastante eficaz, a la vez que se ha demostrado completamente incompetente para dar respuestas reales a las necesidades de un pueblo que se empobrece día a día.
Cagúan, el no-retorno…
La sola mención de la insurgencia de retomar diálogo político donde se interrumpió la Agenda del Cagúan, hizo que Santos inmediatamente saliera al paso a decir que se olvidaran de un segundo Caguán[22], dejando en claro que la estrategia planificada desde el 2011 de profundización de la estrategia militar sigue en pie y sigue siendo el elemento dominante de la política de Santos. Esto, aún cuando está conciente de que existe una necesidad de comenzar a explorar marcos para una eventual negociación, en un futuro distante y siga hablando demagógicamente de la “llave de la paz y otras vainas”. Mientras tanto, habrá que dejar que la sangre siga corriendo y buscar debilitar a la insurgencia lo más posible antes de sentarse a dialogar para evitar cualquier cambio de fondo a la política colombiana. Eso lo buscan con el militarismo, pero también con iniciativas como el Marco Jurídico para la Paz que busca estimular la desmovilización, la fragmentación territorial y el quiebre de la unidad en las filas insurgentes (creando escenarios para negociaciones regionales), amen de la impunidad para los paramilitares.
Pero la insurgencia no está sola en su demanda de una negociación política que ataque las causas de fondo del conflicto. El encuentro “El Diálogo es la Ruta” de Barrancabermeja en Agosto pasado, fue un importante y significativo escenario que articuló importantes expresiones del movimiento campesino, indígena y popular, con la idea de un diálogo nacional abierto para solucionar el conflicto no sólo armado, sino social[23]. Aún más, se oyen voces disidentes en los medios. Con mucho mayor sentido que el de Santos y su gobierno, una columna decembrina en Semana, escrita por Rafael Antonio Ballén, insistía que:
“el Estado y la insurgencia armada debían ordenar el cese inmediato al fuego y comenzar una negociación de paz. Sin embargo, antes de iniciar conversaciones con la insurgencia, quienes representan los distintos intereses del establecimiento deben ponerse de acuerdo en qué van a negociar con la guerrilla. En relación con los temas de negociación, debe partirse de la ‘Agenda común’ acordada entre Pastrana-Farc, porque los puntos contenidos en ese acuerdo, son los que se debatieron durante veinte años de procesos de paz (1982-2002). En cuanto al procedimiento de la negociación debe haber cese bilateral del fuego, participación del Ejército en los diálogos, acompañamiento de la comunidad internacional y concluir con una asamblea constituyente que protocolice los acuerdos alcanzados en la mesa de negociación.”[24]
Lo más relevante en estos momentos es que ciertos sectores del establecimiento parecen estar también concientes de la necesidad de retomar la Agenda Común del Caguán, aún cuando de fondo no crean en ella y solamente la vean como una manera de superar el impás militar, ojalá con el menor impacto político posible. Una entrevista al ex presidente Andrés Pastrana, quien impulsó la frustrada negociación del Caguán con las FARC-EP publicada hace unas semanas es bastante reveladora de la erosión de la confianza militarista que se impuso con el uribismo. En ella recuerda que los compromisos asumidos en ese proceso de negociación no son compromisos asumidos por la “administración Pastrana” sino por el Estado colombiano[25].
Se habla mucho del “Síndrome Caguán” en los medios colombianos. Ello lo que busca es justificar el guerrerismo, militarismo y la violencia del régimen en un supuesto “consenso” social contra el diálogo con las fuerzas guerrilleras. Digamos que tal consenso es una fabricación mediática, martillada día y noche, por la prensa más servil al poder que se conozca en el hemisferio occidental, mientras se criminaliza toda iniciativa de búsqueda de diálogo. El supuesto “consenso” es manufacturado en función de una estrategia militarista preconcebida (el Plan Colombia se negoció desde 1998), y luego el efecto se busca convertir, convenientemente, en la causa.
No es este el espacio para entrar en demasiados detalles sobre el fallido proceso del Caguán. Basta con señalar que un diálogo de paz, sin cese de hostilidades y negociando con las fuerzas guerrilleras por separado[26], estaba probablemente destinado al fracaso, como lo ha reconocido el mismo Pastrana. Lo que sí vale la pena mencionar, es que frecuentemente se menciona que la insurgencia fariana utilizó el proceso para fortalecerse militarmente, como una treta para ganar tiempo para la paz, que no negoció de buena fe. Aún cuando desde el lado de la insurgencia se hayan indudablemente cometido varios errores y actos irresponsables que los medios se encargan de señalar como si fueran los únicos responsables del fracaso del diálogo, es indudable que negociaron de buena fe, al menos con mucha mejor fe que el gobierno. Incluso, hasta podría decirse que negociaron con demasiada inocencia y que hasta perdieron, de la manera más candida, el sentido histórico, olvidándose que negociaban con la oligarquía más brutal del continente. Nuestro amigo Javier Orozco, ex dirigente sindical que participó como representante de la sociedad civil en los diálogos del Caguán, recuerda que “se conversó sobre las posiblidades de paz negociada, y la actitud de Iván Ríos y Raúl Reyes era que se abría una puerta a la esperanza, ellos estaban convencidos, me impresionó mucho, Raúl estaba eufórico, tenía muchas esperanza de que podían hablar (…) Joaquín Gómez estaba muy contento también, con todo lo parco que es. Fue un escenario en el que uno pensó que la cosa iba en serio, no sólo por el calibre de las personalidades que fueron, sino porque hubo disposición de la guerrilla a escuchar al país, pasó mucha gente que dijo lo que quiso, articularon diferentes propuestas… no es que se fueron para el monte y no querían esuchar a nadie (…) Fueron muy flexibles”[27].
Pero los medios que satanizan a la insurgencia y que la responsabilizan del fracaso de los diálogos del Caguán, olvidan la enorme parte de responsabilidad que tuvo el Estado en el fracaso de esa negociación. Es más, olvidan de que fue el Estado, más que la insurgencia, el que utilizó la negociación como una estrategia para recuperar el aliento y ganar fuerza. Recordemos que en paralelo a la negociación de paz con la insurgencia, se negociaba el Plan Colombia con los Estados Unidos, que profundizó la presencia norteamericana en el país, que modernizó al ejército contrainsurgente y que amplió el pie de fuerza de 200.000 efectivos militares a 450.000 –todo ello, en medio de una campaña coordinada para desprestigiar a la insurgencia como un mero cartel de narcotraficantes, confundiendo la lucha contrainsurgente con lucha antinarcóticos. Por otra parte, mientras el Estado colombiano hablaba de paz con la insurgencia y llamaba a la participación “de la sociedad civil”, por la noche, en medio de una estrategia de noche y niebla, armaba, entrenaba y coordinaba la peor maquinaria de muerte de todo el conflicto colombiano, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que daba a los diversos ejércitos privados paramilitares del país un mando único nacional, con el pleno respaldo del ejército y policía. Utilizando la infraestructura del ejército, realizaron una masacre cada tres días en el período 1998-2002, dejando un reguero de 175.000 víctimas declaradas y desplazando a millones de campesinos. Así, mientras se llamaba a participar a la “sociedad civil” se asesinaba, desaparecía, desplazaba, amenazaba y torturaba a dirigentes sociales y populares, a activistas políticos (de izquierda o comprometidos con los derechos humanos). La política de exterminio que siguió a los llamados a la participación cívica se volvió a repetir de manera no muy diferente a los genocidios de la UP, A Luchar y del Frente Popular algunos años antes, una guerra sucia mucho más grave que cualquiera de los errores que haya podido cometer la insurgencia.
Eso por no mencionar como el gobierno de Pastrana desconoció sistemáticamente los acuerdos alcanzados en las mesas de diálogo (acuerdos que no eran sólo gobierno-insurgencia, sino que involucraron a miles de representantes de la llamada “sociedad civil”) impulsando medidas neoliberales como una reforma laboral y al sistema pensional regresiva, junto a múltiples ataques a los derechos a la salud y la educación. Javier Orozco, dijo que “muchos fuimos engañados, pensando que el Estado sería serio para negociar. Apenas se pasó de la fase de cómo vamos a hablar a qué vamos a discutir, ahí se quebraron las negociaciones porque la guerrilla planteó problema sobre la propiedad, y eso no se toca para el gobierno, ese es el coco”. En palabras de la senadora Gloria Inés Ramírez: “Un examen objetivo de diversos hechos demuestra que, contrario a lo que se cree, hubo un permanente saboteo por parte del gobierno y la ultraderecha para impedir que el proceso avanzara”[28].
El conflicto profundo y las falsas ilusiones en torno a la paz
No hay ninguna razón para creer que el Estado y el bloque dominante colombiano hoy negociarán de mejor fe que en el Caguán. De hecho, hoy su arrogancia se ve fortalecida, en plena época de “Guerra contra el Terrorismo” por la creciente criminalización, en el contexto internacional, del derecho de los pueblos a la rebelión (a menos, lógicamente, que se trate de “rebeldes” amigos de los EEUU a los cuales sí se les puede ayudar con armas y hasta con bombardeos). Estructuralmente, hoy la clase dominante colombiana es aún más dependiente del imperialismo norteamericano que en épocas del Caguán: el Plan Colombia ha aumentado la intervención norteamericana (y europea e israelí) en el conflicto colombiano, y tanto el ejército como la élite local año tras año realizan toda clase de contorsiones indignas para mendigar algunos dólares más. Además, el modelo económico colombiano, santificado en el Plan de Desarrollo Nacional, depende de actividades extractivistas que en un contexto como el colombiano se traducen necesariamente en militarización y despojo violento de comunidades, lo cual alimenta al conflicto social y armado.
No hay que hacerse falsas ilusiones: ni el gobierno, ni ningún sector del bloque en el poder, tienen ninguna intención de conversar en realidad de la solución política al conflicto, pues eso pondría en cuestión el modelo político-económico consolidado a sangre y fuego en casi quince años. Eso se desprende aún de las palabras del mismo Pastrana (sin lugar a dudas el político más propicio al diálogo en el establecimiento) cuando dice en la citada entrevista que “Lo único que nos falta a los colombianos es la paz. Aquí podremos tener crecimiento económico, inversión extranjera, recursos naturales, bajo desempleo, mejor educación...” Es decir, lo único que hay que conversar es la paz, sin cuestionar las razones de por qué existe el conflicto. Todos los problemas de Colombia se desprenden del conflicto –esta no es sino una versión blanda de la máxima uribista que desde siempre culpó de todos los males del país a la insurgencia. Por el contrario, la guerra, a lo sumo, agrava problemas pre-existentes de la sociedad colombiana que son los que están en la raíz del conflicto social y armado: la respuesta represiva como respuesta refleja y natural a las demandas sociales más tibias; el aniquilamiento de formas de oposición que amenacen intereses estratégicos de una élite autoritaria y mafiosa; un modelo económico fundamentado en el despojo violento de los campesinos y las comunidades, y en el control paramilitar de la población.
La paz es buena y necesaria, independiente del hecho de que por este concepto a veces entendamos cosas radicalmente distintas[29]. Pero lo fundamental, antes de hablar de paz, es hablar del conflicto. Entender el conflicto y sus dinámicas. Saber por qué al menos tres generaciones de campesinos en Colombia vienen alzándose en armas. Saber por qué en Colombia se asesina a los dirigentes populares, se destruye el tejido social de las comunidades, se desaparece a las personas molestas para algunos, por qué se hacen “limpiezas sociales”, por qué la riqueza en Colombia se acumula con fusil y machete. Se ha convertido en un lugar común decir que la guerra en Colombia es una guerra “absurda”. Y en realidad no hay nada absurdo en la guerra colombiana. Hay una lógica fría y profunda que emana de un determinado modelo político económico, hay resistencias por otra parte, hay dinámicas comunitarias que se han nutrido a la sombra de la violencia. Hay toda una historia que no tiene nada de absurda, que será macabra y trágica si se quiere, pero no absurda. La violencia en Colombia solamente aparece como algo absurdo cuando se ocultan los mecanismos sociales que la activan y cuando la amnesia histórica se ha impuesto y borrado de la memoria la larga cadena de infamias que se han concatenado desde el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, pasando por Marquetalia, hasta llegar a las 3.000 fosas comunes que horadan la conciencia del país. Tenemos que comprender primero por qué la gente muere y mata, antes de hablar de paz.
Cuando en 1962 Fals Borda, Guzmán Campos y Umaña Luna escribieron su monumental libro “La Violencia en Colombia”, las heridas abiertas por el primer ciclo de violencia en los ’40 y ’50 todavía derramaban sangre a borbotones –mientras tanto, se incubaban los síntomas del segundo ciclo abierto con las agresiones a las comunidades campesinas de Guayabero, El Pato, Marquetalia, etc. Este no fue un tratado con altisonantes llamados a la paz, sino que fue una radiografía desoladora de la violencia, en la cual comprendieron las fuerzas sociales que la alimentan, los intereses que sirve y las dinámicas sociales que genera. Demostraron que hasta la más irracional de las violencias tiene una racionalidad subyacente. Hoy en día faltan esfuerzos de esta magnitud para comprender la realidad colombiana. En cambio, el servilismo al poder reina entre los opinólogos, la repetición de lugares comunes es la norma y los violentólogos y pazólogos copan el espacio político de debate en torno al conflicto con ideas dogmáticas y preconcebidas sobre “resolución de conflictos y construcción de paz”.
Faltan esfuerzos intelectuales en torno al conflicto desde la intelectualidad, la cual está mayoritariamente cooptada y domesticada (salvo muy notables excepciones, que escriben a sabiendas del riesgo que corren por su defensa de visiones alternativas a las oficiales). Pero por lo mismo, la tarea de pensar y hablar del conflicto debe ser una tarea asumida por el conjunto del movimiento popular, de la misma manera que varias expresiones populares no han esperado la arrogante autorización del gobierno para asumir la discusión de la agenda de paz. Es el pueblo, que vive el conflicto en carne y hueso, que pone los muertos y los desaparecidos, los presos políticos, el que debe discutir del conflicto para disputar el espacio a ese discurso descontextualizado sobre la paz, como si fuera un asunto de mera voluntad de una de las partes. Tal discurso de paz en abstracto se convierte en un argumento más de la guerra, en una manera de naturalizar la violencia de clase de más de medio siglo con que los poderosos han sofocado toda forma de protesta.
Si la oligarquía no tiene voluntad de discutir y solucionar los temas de fondo, que subyacen al conflicto, el pueblo debe movilizarse y constituirse en un poder alternativo capaz de imponer su agenda política. Acá no hay espacio para falsas ilusiones. No existe una oligarquía racional, que piensa en los intereses superiores del país; hay una oligarquía de lo más venal, entreguista y mezquina, capaz de asesinar a la mitad del país con tal de conservar los privilegios absolutos que cuatro linajes de sangre azul gozan desde la fundación de la República. Como hemos dicho, aún Pastrana no está dispuesto a cuestionar los pilares del actual sistema colombiano, como cuando habla de retomar la Agenda del Caguán, pero recomienda no tocar “los temas económicos y el tema social, donde hay posturas ideológicas, como su firme rechazo [ie. de las guerrillas] a los TLC”[30]. Es decir, esperan una “solución política” que no sea más que lo mismo que hemos tenido en el pasado: desmovilización y reformas cosméticas que no van a lo medular de los problemas que afectan a Colombia. Con todas sus limitaciones, la Agenda del Caguán tiene como ventaja para ser un punto de partida (no de llegada) a la solución política el plantear soluciones estructurales a las raíces del conflicto, a la vez que fue una propuesta política amplia, participativa y con un decidido respaldo popular, particularmente de las expresiones históricas tradicionales del pueblo organizado.
La solución política no será una amena charla de amigos al calor de un tintico. Será la confrontación de dos visiones de país radicalmente diferentes, una construida desde abajo, la otra defendida por los de arriba. Será la expresión máxima de una aguda lucha política, popular, de masas, librada en la calle y los campos, un ejercicio en el cual se vuelva a pensar un país diferente. El cáncer no se cura con aspirina y los problemas de Colombia requieren de cambios estructurales inaceptables para la oligarquía. Solamente una amplia y enconada movilización popular, por parte de masas que se conciban como poder alternativo, como proyecto de futuro radicalmente diferente al presente, podrá torcer el brazo a los dueños de Colombia. Y para ello, es necesario que empecemos a hablar del conflicto, de la resistencia, de la rebelión para entender cómo superarlo.
José Antonio Gutiérrez D.
10 de Febrero, 2012
[1] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[2] Los comunicados centrales son tres: “Carta a Medófilo Medina” [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] “Sin mentiras Santos, sin mentiras” [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] y “Así no es Santos, así no es” [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] . Hay dos cartas más que ha escrito, una al general Valencia Tovar [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] y otra a los Marchantes del 6 “y a los que no salieron” [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[3] El mismo Alvaro Uribe Vélez ha hecho declaraciones a ese efecto en más de una ocasión [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[4] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[5] Este no es el espacio para desarrollar el caso de Sri Lanka, pero en la revista CEPA se encuentran dos artículos de autoría del doctor Jude Lal Fernando sobre el particular, los cuales son particularmente esclarecedores: “Los Tamiles en Sri Lanka, las más recientes víctimas del imperialismo” (CEPA, Año V, Vol. I, No. 10, Marzo-Mayo 2010) y “La resistencia tamil, las ‘víctimas indefenesas y las potencias globales’” (CEPA, Cuadernillo Internacionalista, Agosto 2011).
[6] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[7] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[8] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[9] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[10] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[11] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[12] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[13] No estoy entendiendo, de manera maniquea, lo político como un polo opuesto a lo militar. La insurgencia siempre se ha definido como un movimiento de carácter político-militar. La confrontación militar Estado-insurgencia es una confrontación de carácter fundamentalmente político (por ello no puede hablarse de una “guerra absurda”, aunque volveré a ese punto más adelante). Si hago una distinción de lo “político”, la cual asumo puede ser un tanto artificial, es para referirme a los aspectos que tienen que ver con la movilización social y no con aspectos de la movilización militar.
[14] Ver sobretodo [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[15] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[16] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] Ver también la intervención del senador Jorge Robledo sobre el tema de tierras [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[17] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[18] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
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[20] Según el investigador Mauricio Romero, de la Universidad Javeriana, esas fabricaciones tienen por objetivo “criminalizar a las FARC y torpedear cualquier negociación con la guerrilla”. [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[21] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
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[26] En esa época, se hablaba de dar una zona desmilitarizada el ELN en la Serranía de San Lucas, en el Sur de Bolívar. Finalmente la iniciativa no prosperó. Por su parte, tanto el ELN como las FARC-EP negociaban por separado. Hoy la coordinación entre ambas organizaciones les da una mayor fortaleza política y simplificaría el proceso.
[27] Comunicación personal.
[28] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[29] Para un debate sobre este tema ver [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
[30] [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] Esto es notable, porque el reconocimiento de las diferencias y posiciones ideológicas ante temas tan sensibles como son la economía, plantean la falacia del discurso oficialista sobre las guerrillas sin propuestas de país, como meros narcotraficantes que buscan justificar políticamente sus actividades delictivas.
Hablemos del conflicto social y armado colombiano
polo- Camarada
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