Literatura femenina y feminista del Africa negra
texto de Verónica Pereyra y Luis Mora - publicado en junio de 2002 en EuroSur-Rebelion
Se publica en el Foro en dos mensajes
---mensajenº 1---
Las voces del arco iris. Textos femeninos y feministas al sur del Sahara, libro que acaba de ser presentado en México (editorial Tanya), es la tercera obra conjunta de Verónica Pereyra y Luis María Mora. Tras varios años de paciente recopilación, selección y traducción de textos pertenecientes a más de 30 autoras que representan diferentes tradiciones, culturas, razas, expresiones literarias y experiencias de vida del continente negro, sus autores rescatan las palabras, tantas veces silenciadas o ignoradas, de miles de mujeres acerca de su vivencia de la discriminación y violencia de género; los avatares de su participación política; su presencia en las luchas de liberación nacional; el desgarro del exilio político o de la migración por razones económicas; sus percepciones ante la maternidad, el matrimonio, la poligamia y la mutilación genital; la búsqueda de nuevas formas de relación entre hombres y mujeres basadas en la igualdad y el respeto mutuo; la reivindicación transgresora del derecho a su sexualidad.
Durante largos siglos, las africanas han creado literatura, han compuesto textos, los han narrado al anochecer alrededor del fuego en las reuniones del poblado, los han entonado en grupo en los campos de cultivo, los han recitado solemnemente en palacios de reyes. Desde la noche de los tiempos, las africanas han sido, en gran parte, la memoria de sus pueblos, las encargadas de transmitir a los niños las viejas historias de los ancestros o las legendarias cosmogonías. Desde hace incontables estaciones de mango, Madre Africa se ha expresado por boca de sus hijas. Desde hace incontables estaciones de lluvia, las hijas de Africa han escrito sobre amores, revoluciones, destierros y sueños.
"Las voces del arco iris - textos femeninos y feministas al sur del Sáhara" es una antología que pretende rescatar algunos de los textos creados por las hijas de Africa, rescatarlos del fondo del olvido, pero sobre todo del fondo del silencio que se les ha impuesto por demasiado tiempo. Somos concientes de que son numerosas las obras que no han podido ser incluidas por razones de extensión. Y lo más doloroso: somos concientes de que, a causa de la marginación que sufren la mayoría de las escritoras africanas, son también innumerables las obras que no podrán ser rescatadas del fondo de muchos cajones. Sin embargo, vayan estas páginas para comenzar a abrir los ojos a los asombros, las pasiones, los ideales, los desgarros, las luchas y la obstinada esperanza de estas Madres Africa.
Aproximarse a la literatura femenina africana significa ineludiblemente desmitificar algunos preconceptos generalizados sobre el subcontinente negro y, por ende, respecto también de su expresión literaria. En primer lugar, debe tenerse en cuenta que las Africas y su patrimonio literario no conforman un conjunto homogéneo sino que constituyen una amalgama de tierras con una riqueza en extremo variada y múltiple en lo que concierne a climas, pueblos y culturas, y que poseen, en consecuencia, una creación literaria acorde a esta diversidad, lo cual también se aplica a las obras de sus escritoras. Así, el discurso de la maliana Aoua Keita, de tradición musulmana y desérticos paisajes sahelianos, difiere sobremanera de la producción de Ananda Devi, mauriciana de ancestros y sensibilidad indias. Del mismo modo, la expresión de la caboverdiana Orlanda Amarilis, surgida de la cultura criolla atlántica, tiene poco en común con el quehacer literario de la autora sudafricana de raíces afrikaner Ingrid Scholtz, con largas décadas de apartheid a sus espaldas, o con la malgache Michèle Rakotoson, impregnada de la insularidad de un tan singular cruce de caminos entre Asia, Africa y Europa. En realidad, la diversidad de estas Africas, regiones de sustrato negro con aportes de otras culturas, resulta en matices casi infinitos.
Asimismo, habría que clarificar la idea de la producción literaria femenina como un bloque homogéneo contrapuesto a la masculina, tomada igualmente como un todo sin variación. Es tan falso hablar de una diferencia taxativa entre ambas expresiones como negar toda disparidad. Sería de una simpleza casi criminal tanto atribuir cada característica de un texto o de un autor a su sexo como intentar hacer tabla rasa y pretender que este factor no tiene influencia alguna.
Existe también el preconcepto de que la creación literaria de las africanas es escasa en comparación con la de otros continentes u otras lenguas. En este sentido, debiera recordarse que los estudios realizados sobre la riquísima literatura oral africana (de la que se han rescatado algunos nombres masculinos) han dejado de lado el aporte de muchas mujeres, creadoras anónimas en ámbitos tan variados como el hogar, la corte o los campos. En realidad, son las africanas las principales protagonistas de este patrimonio oral colectivo y, por ende, en su mayoría, anónimo. Y aún dejando de lado esta poco explorada vertiente literaria oral, basta abrir un poco los ojos para descubrir la impresionante contribución realizada por las mujeres a la literatura escrita ya desde los tiempos de un Egipto de faraones negros hasta la actualidad.
Es evidente la existencia de una marginalización activa o por omisión respecto a la producción literaria de las escritoras africanas. Resulta significativo que la única autora traducida al castellano antes de 1992 fuera la sudafricana Nadine Gordimer, premio Nobel de literatura 1991, mientras que muchos de sus colegas masculinos no necesitaron ganar tan relevante galardón para ser editados. Pareciera que los méritos exigidos a las escritoras son desmesuradamente mayores; de hecho, gran parte de la expresión de estas mujeres permanece inédita y, a menudo, la publicación de sus trabajos debe correr a cuenta de los medios (casi siempre limitados) de la propia autora. De manera que si bien es cierto que la publicación de obras femeninas es mucho menos abundante que la masculina (ya de por sí exigua), esto no es reflejo del volumen ni de la calidad creativa de estas mujeres.
Es igualmente errónea la idea que sugiere que la producción femenina tiene sus orígenes a finales de los 60, siendo por tanto posterior a la masculina, que, según algunos estudiosos, la habría precedido en una década. Aún escritoras e investigadoras africanas, como la senegalesa Annette M'Baye d'Erneville, sostienen que "desde los años 60, jóvenes mujeres del Africa occidental empiezan a escribir poemas, cuentos para niños y relatos". De hecho, esta corriente sitúa el verdadero punto de partida de la literatura femenina africana en el año 1975, consagrado año internacional de la Mujer por las Naciones Unidas, momento en el que curiosamente aparecen tres importantes obras de referencia para las nuevas generaciones: La vie d'Aoua Keita racontée par elle-même, de la maliana Aoua Keita; De Tilène au Plateau, de la senegalesa Nafissatou Diallo, y Dernière genèse, de la zaireña Christine Kalondji.
En realidad, la concepción de una literatura masculina y femenina tardías constituye una imperdonable e intencionada falacia. Podríamos nombrar a una reina Hatshepsut o a las innumerables y anónimas griottes o las cantadeiras encargadas de perpetuar una riquísima producción literaria oral cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Ya en el siglo XIX, la sudafricana Olive Schreiner publica en 1883 su novela A story of an African farm, protegida bajo el seudónimo masculino de Ralph Iron. Décadas más tarde, en 1930, los escritos de la ghaneana Gladys Casely-Hayford aparecen en publicaciones norteamericanas como Opportunity, Atlantic Monthly y el Philadelphia Tribune, y su madre, la también escritora Adelaide Casely-Hayford, que muere sin haber tenido esa suerte, tendrá que esperar a la antología de Langston Hughes, An African Treasury, para que una parte de su obra vea la luz tras medio siglo de anonimato. Resulta igualmente sorprendente que la reputada colección de la editorial Heinemann, African writers series, incluyera la obra de una sola mujer: Efuru (1966), de la nigeriana Flora Nwapa, tras una larga lista de cerca de veinte escritores. Estos y otros muchos ejemplos demuestran los obstáculos que deben enfrentar las africanas. Una prueba desgarrada de este tortuoso camino es el seudónimo que adoptó la senegalesa Marietou Mbaye, Ken Bugul, que significa "aquélla que nadie nombra".
Otra manifestación de este sabotaje consciente o inconsciente a la literatura femenina son las furias desatadas por el lenguaje transgresor y el éxito en los medios occidentales de autoras como la camerunesa Calixthe Beyala. No constituye novedad alguna que la transgresión masculina está cargada de connotaciones positivas mientras que se aplica un criterio contrario cuando es protagonizada por mujeres. Así, no es extraño que, al hablar de las heroínas de esta narradora, a un crítico literario se le deslice el siguiente comentario: "todas ellas tienen la ambición de ROBAR [énfasis añadido] la palabra". Porque, como es sabido, la palabra pareciera ser coto privado de caza de los escritores masculinos. Lo que más sorprende es que las peores críticas y las mayores limitaciones a la creación de las africanas provengan justamente de ciertos intelectuales africanos. A pesar de todas estas dificultades, lo importante es, como dice la propia Calixthe Beyala, que se comience a "matar el vacío del silencio".
Otro de los mitos que se han creado en torno a esta expresión es el que enfatiza que las escritoras africanas sólo hablan y escriben sobre el hombre o, en el mejor de los casos, sobre la reacción femenina ante el hombre. Es cierto que, así como en la expresión masculina uno de los temas recurrentes es la mujer, la relación con el hombre ocupa un papel relevante en el discurso femenino aunque no representa el interés principal de estas autoras. En realidad, sus obras denuncian, con increíble lucidez, el discurso falócrata tradicional o moderno así como la complicidad de algunas corrientes antropológicas occidentales. Así, en su célebre ensayo La Parole aux négresses (1978), la maliana Awa Thiam se rebela ante estas escuelas que, con propósitos antiimperialistas, legitiman la falocracia en nombre del respeto a las diferencias culturales. De Manifest de l'homme primitif, de Fodé Diawara, Thiam afirma lo siguiente: "¿Qué puede reinvindicar al falócrata negro-africano respecto a la negro africana? ¿Una igualdad de qué? ¿entre quiénes? ¿Una igualdad ante la opresión? <[Hombre y mujer]Asumen su diferencia y su complementariedad en una participación colectiva en la economía del cosmos>. ¡Es delirante! ¿En qué consiste su complementariedad? ¿sus roles respectivos?".
Los posicionamientos de las autoras africanas ofrecen un amplio espectro de perspectivas sobre este tema. El feminismo acérrimo de la ghaneana Ama Ata Aidoo le hace decir: "El más tonto de los hombres vale siempre más que una mujer. En todo caso, es lo que él piensa" y fustiga el machismo africano, por ejemplo, cuando su heroína trata de traducir la expresión violación conyugal al akan, igbo o yoruba y su conclusión es, como siempre, dolorosamente sarcástica: "Nuestras sociedades no pueden tener una voz vernácula para la 'violación conyugal'. Hacer el amor es un derecho que el hombre puede exigir de su mujer. Sin importar ni cuándo ni dónde". Este sentimiento de repudio aparece también en Sous la cendre le feu (1990), de la camerunesa Evelyne Mpoundi Ngolle: "Cuando hablo 'del hombre que he desposado', sé que cometo un grave delito contra nuestras costumbres... Debiera decir 'el hombre que me ha desposado'. En efecto, si en francés, una y otra expresión son válidas y significan lo mismo, esta idea de reciprocidad no se refleja en la mayoría de las lenguas de mi país: es el hombre quien desposa a la mujer y lo contrario es una aberración".
Esta exigencia de sumisión y obediencia para las mujeres queda claramente descrita en las palabras que la senegalesa Aminata Maïga Ka pone en boca del padre de una joven novia en vísperas de su matrimonio: "Sé sorda, ciega y muda, es el secreto de la felicidad. Aprende a medir tus palabras cuando te dirijas a él. Toda tu voluntad debe tender a darle toda satisfacción. Solamente así los hijos que nazcan de vuestra unión accederán a la capa más elevada de la sociedad". Por su parte, Mariama Bâ retrata en Une si longue lettre (1979) la vida cotidiana de la mujer africana, en la que la poligamia es vivida como una situación especialmente dolorosa: "Mawdo, los príncipes dominan sus sentimientos para cumplir sus deberes. Los 'otros' inclinan la nuca y aceptan en silencio una suerte que los agobia. He aquí esquemáticamente, el ordenamiento interior de nuestra sociedad con sus separaciones absurdas. Yo no me someteré a ellas en absoluto... Mawdo, el hombre es uno: grandeza y miseria confundidas. Ningún gesto de su parte es puro ideal. Ninguno pura bestialidad. Me despojo de tu amor, de tu nombre. Vestida sólo con dignidad, prosigo mi ruta. Adiós".
La actitud de denuncia de otras autoras se combina con un rechazo al feminismo de orientación occidental, al considerarse que éste no responde a las necesidades de la mujer africana. Así, la camerunesa Werewere Liking inventa la palabra misovire, término que se refiere a la mujer que no puede encontrar un hombre admirable: los hombres han perdido la dignidad y las mujeres construyen un mundo propio como alternativa a la bajeza en la que el hombre se encuentra inmerso. En esta línea se inscriben, por ejemplo, su compatriota Calixthe Beyala, la senegalesa Aminata Sow Fall o la marfileña Véronique Tadjo. Estas autoras, hartas de ser "inventadas", "reflejadas", "descritas" por el hombre, se remontan a mitos antiguos e inventan otros nuevos donde las mujeres lideran un cambio necesario. Beyala, por ejemplo, aborda el tema de la reinvindicación femenina en Tu t'appelleras Tanga (1988), donde su mirada irónica hace quejarse a uno de los amantes de Tanga de que "la mujer-pluma de vestidos fáciles de levantar (haya) robado la gloria a la Mujer". Incluso la literatura de las escritoras malgaches, a pesar de la tradición matriarcal de la isla, describe la explotación de la mujer en su nueva forma: en el campo o en las capas populares urbanas, donde ella trabaja hasta el agotamiento para apoyar a un marido a veces incapaz y alcohólico. Una temática similar se encuentra en la fascinante novela Ekomo (1985) de la ecuato-guineana María Nsué Angüe, donde se denuncian las distintas formas de opresión del hombre sobre la mujer, tanto desde los tabúes de la tradición como desde los patrones de la modernidad importada. Sobre el desgarro del destino femenino, Nsué exclama: "Que lloren todas las mujeres juntas. Por cualquier motivo. ¿Por qué no han de llorar las mujeres, si sus vidas no son sino muertes?". Sin embargo, inmediatamente después, pregunta y exige: "¿Quién dará el grito de esta rebelión?"
En cuanto a la temática sexual, tan mitificada en la producción literaria masculina, es abordada por las mujeres de forma valiente y transgesora, asumiendo el deseo y el placer femenino y ofreciendo una visión bastante menos idílica de la presentada por los hombres. Michèle Cazanove, nacida en La Reunión pero radicada en Haití, presenta en Présumée Solitude (1988) la pasividad de su protagonista ante el ultraje y la negación del placer sexual: "Cuando Josaphat se acerca a ella, Présumée no se mueve. El la toca y ella no dice nada. Entonces, él le sube la falda y ella, en un movimiento natural, se desliza un poco de costado para facilitar la tarea al pobre inválido. Como dos insectos, se acoplan y se separan. Présumée permanece en la misma posición; quizá ya dormía antes que él hubiera terminado".
texto de Verónica Pereyra y Luis Mora - publicado en junio de 2002 en EuroSur-Rebelion
Se publica en el Foro en dos mensajes
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Las voces del arco iris. Textos femeninos y feministas al sur del Sahara, libro que acaba de ser presentado en México (editorial Tanya), es la tercera obra conjunta de Verónica Pereyra y Luis María Mora. Tras varios años de paciente recopilación, selección y traducción de textos pertenecientes a más de 30 autoras que representan diferentes tradiciones, culturas, razas, expresiones literarias y experiencias de vida del continente negro, sus autores rescatan las palabras, tantas veces silenciadas o ignoradas, de miles de mujeres acerca de su vivencia de la discriminación y violencia de género; los avatares de su participación política; su presencia en las luchas de liberación nacional; el desgarro del exilio político o de la migración por razones económicas; sus percepciones ante la maternidad, el matrimonio, la poligamia y la mutilación genital; la búsqueda de nuevas formas de relación entre hombres y mujeres basadas en la igualdad y el respeto mutuo; la reivindicación transgresora del derecho a su sexualidad.
Durante largos siglos, las africanas han creado literatura, han compuesto textos, los han narrado al anochecer alrededor del fuego en las reuniones del poblado, los han entonado en grupo en los campos de cultivo, los han recitado solemnemente en palacios de reyes. Desde la noche de los tiempos, las africanas han sido, en gran parte, la memoria de sus pueblos, las encargadas de transmitir a los niños las viejas historias de los ancestros o las legendarias cosmogonías. Desde hace incontables estaciones de mango, Madre Africa se ha expresado por boca de sus hijas. Desde hace incontables estaciones de lluvia, las hijas de Africa han escrito sobre amores, revoluciones, destierros y sueños.
"Las voces del arco iris - textos femeninos y feministas al sur del Sáhara" es una antología que pretende rescatar algunos de los textos creados por las hijas de Africa, rescatarlos del fondo del olvido, pero sobre todo del fondo del silencio que se les ha impuesto por demasiado tiempo. Somos concientes de que son numerosas las obras que no han podido ser incluidas por razones de extensión. Y lo más doloroso: somos concientes de que, a causa de la marginación que sufren la mayoría de las escritoras africanas, son también innumerables las obras que no podrán ser rescatadas del fondo de muchos cajones. Sin embargo, vayan estas páginas para comenzar a abrir los ojos a los asombros, las pasiones, los ideales, los desgarros, las luchas y la obstinada esperanza de estas Madres Africa.
Aproximarse a la literatura femenina africana significa ineludiblemente desmitificar algunos preconceptos generalizados sobre el subcontinente negro y, por ende, respecto también de su expresión literaria. En primer lugar, debe tenerse en cuenta que las Africas y su patrimonio literario no conforman un conjunto homogéneo sino que constituyen una amalgama de tierras con una riqueza en extremo variada y múltiple en lo que concierne a climas, pueblos y culturas, y que poseen, en consecuencia, una creación literaria acorde a esta diversidad, lo cual también se aplica a las obras de sus escritoras. Así, el discurso de la maliana Aoua Keita, de tradición musulmana y desérticos paisajes sahelianos, difiere sobremanera de la producción de Ananda Devi, mauriciana de ancestros y sensibilidad indias. Del mismo modo, la expresión de la caboverdiana Orlanda Amarilis, surgida de la cultura criolla atlántica, tiene poco en común con el quehacer literario de la autora sudafricana de raíces afrikaner Ingrid Scholtz, con largas décadas de apartheid a sus espaldas, o con la malgache Michèle Rakotoson, impregnada de la insularidad de un tan singular cruce de caminos entre Asia, Africa y Europa. En realidad, la diversidad de estas Africas, regiones de sustrato negro con aportes de otras culturas, resulta en matices casi infinitos.
Asimismo, habría que clarificar la idea de la producción literaria femenina como un bloque homogéneo contrapuesto a la masculina, tomada igualmente como un todo sin variación. Es tan falso hablar de una diferencia taxativa entre ambas expresiones como negar toda disparidad. Sería de una simpleza casi criminal tanto atribuir cada característica de un texto o de un autor a su sexo como intentar hacer tabla rasa y pretender que este factor no tiene influencia alguna.
Existe también el preconcepto de que la creación literaria de las africanas es escasa en comparación con la de otros continentes u otras lenguas. En este sentido, debiera recordarse que los estudios realizados sobre la riquísima literatura oral africana (de la que se han rescatado algunos nombres masculinos) han dejado de lado el aporte de muchas mujeres, creadoras anónimas en ámbitos tan variados como el hogar, la corte o los campos. En realidad, son las africanas las principales protagonistas de este patrimonio oral colectivo y, por ende, en su mayoría, anónimo. Y aún dejando de lado esta poco explorada vertiente literaria oral, basta abrir un poco los ojos para descubrir la impresionante contribución realizada por las mujeres a la literatura escrita ya desde los tiempos de un Egipto de faraones negros hasta la actualidad.
Es evidente la existencia de una marginalización activa o por omisión respecto a la producción literaria de las escritoras africanas. Resulta significativo que la única autora traducida al castellano antes de 1992 fuera la sudafricana Nadine Gordimer, premio Nobel de literatura 1991, mientras que muchos de sus colegas masculinos no necesitaron ganar tan relevante galardón para ser editados. Pareciera que los méritos exigidos a las escritoras son desmesuradamente mayores; de hecho, gran parte de la expresión de estas mujeres permanece inédita y, a menudo, la publicación de sus trabajos debe correr a cuenta de los medios (casi siempre limitados) de la propia autora. De manera que si bien es cierto que la publicación de obras femeninas es mucho menos abundante que la masculina (ya de por sí exigua), esto no es reflejo del volumen ni de la calidad creativa de estas mujeres.
Es igualmente errónea la idea que sugiere que la producción femenina tiene sus orígenes a finales de los 60, siendo por tanto posterior a la masculina, que, según algunos estudiosos, la habría precedido en una década. Aún escritoras e investigadoras africanas, como la senegalesa Annette M'Baye d'Erneville, sostienen que "desde los años 60, jóvenes mujeres del Africa occidental empiezan a escribir poemas, cuentos para niños y relatos". De hecho, esta corriente sitúa el verdadero punto de partida de la literatura femenina africana en el año 1975, consagrado año internacional de la Mujer por las Naciones Unidas, momento en el que curiosamente aparecen tres importantes obras de referencia para las nuevas generaciones: La vie d'Aoua Keita racontée par elle-même, de la maliana Aoua Keita; De Tilène au Plateau, de la senegalesa Nafissatou Diallo, y Dernière genèse, de la zaireña Christine Kalondji.
En realidad, la concepción de una literatura masculina y femenina tardías constituye una imperdonable e intencionada falacia. Podríamos nombrar a una reina Hatshepsut o a las innumerables y anónimas griottes o las cantadeiras encargadas de perpetuar una riquísima producción literaria oral cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Ya en el siglo XIX, la sudafricana Olive Schreiner publica en 1883 su novela A story of an African farm, protegida bajo el seudónimo masculino de Ralph Iron. Décadas más tarde, en 1930, los escritos de la ghaneana Gladys Casely-Hayford aparecen en publicaciones norteamericanas como Opportunity, Atlantic Monthly y el Philadelphia Tribune, y su madre, la también escritora Adelaide Casely-Hayford, que muere sin haber tenido esa suerte, tendrá que esperar a la antología de Langston Hughes, An African Treasury, para que una parte de su obra vea la luz tras medio siglo de anonimato. Resulta igualmente sorprendente que la reputada colección de la editorial Heinemann, African writers series, incluyera la obra de una sola mujer: Efuru (1966), de la nigeriana Flora Nwapa, tras una larga lista de cerca de veinte escritores. Estos y otros muchos ejemplos demuestran los obstáculos que deben enfrentar las africanas. Una prueba desgarrada de este tortuoso camino es el seudónimo que adoptó la senegalesa Marietou Mbaye, Ken Bugul, que significa "aquélla que nadie nombra".
Otra manifestación de este sabotaje consciente o inconsciente a la literatura femenina son las furias desatadas por el lenguaje transgresor y el éxito en los medios occidentales de autoras como la camerunesa Calixthe Beyala. No constituye novedad alguna que la transgresión masculina está cargada de connotaciones positivas mientras que se aplica un criterio contrario cuando es protagonizada por mujeres. Así, no es extraño que, al hablar de las heroínas de esta narradora, a un crítico literario se le deslice el siguiente comentario: "todas ellas tienen la ambición de ROBAR [énfasis añadido] la palabra". Porque, como es sabido, la palabra pareciera ser coto privado de caza de los escritores masculinos. Lo que más sorprende es que las peores críticas y las mayores limitaciones a la creación de las africanas provengan justamente de ciertos intelectuales africanos. A pesar de todas estas dificultades, lo importante es, como dice la propia Calixthe Beyala, que se comience a "matar el vacío del silencio".
Otro de los mitos que se han creado en torno a esta expresión es el que enfatiza que las escritoras africanas sólo hablan y escriben sobre el hombre o, en el mejor de los casos, sobre la reacción femenina ante el hombre. Es cierto que, así como en la expresión masculina uno de los temas recurrentes es la mujer, la relación con el hombre ocupa un papel relevante en el discurso femenino aunque no representa el interés principal de estas autoras. En realidad, sus obras denuncian, con increíble lucidez, el discurso falócrata tradicional o moderno así como la complicidad de algunas corrientes antropológicas occidentales. Así, en su célebre ensayo La Parole aux négresses (1978), la maliana Awa Thiam se rebela ante estas escuelas que, con propósitos antiimperialistas, legitiman la falocracia en nombre del respeto a las diferencias culturales. De Manifest de l'homme primitif, de Fodé Diawara, Thiam afirma lo siguiente: "¿Qué puede reinvindicar al falócrata negro-africano respecto a la negro africana? ¿Una igualdad de qué? ¿entre quiénes? ¿Una igualdad ante la opresión? <[Hombre y mujer]Asumen su diferencia y su complementariedad en una participación colectiva en la economía del cosmos>. ¡Es delirante! ¿En qué consiste su complementariedad? ¿sus roles respectivos?".
Los posicionamientos de las autoras africanas ofrecen un amplio espectro de perspectivas sobre este tema. El feminismo acérrimo de la ghaneana Ama Ata Aidoo le hace decir: "El más tonto de los hombres vale siempre más que una mujer. En todo caso, es lo que él piensa" y fustiga el machismo africano, por ejemplo, cuando su heroína trata de traducir la expresión violación conyugal al akan, igbo o yoruba y su conclusión es, como siempre, dolorosamente sarcástica: "Nuestras sociedades no pueden tener una voz vernácula para la 'violación conyugal'. Hacer el amor es un derecho que el hombre puede exigir de su mujer. Sin importar ni cuándo ni dónde". Este sentimiento de repudio aparece también en Sous la cendre le feu (1990), de la camerunesa Evelyne Mpoundi Ngolle: "Cuando hablo 'del hombre que he desposado', sé que cometo un grave delito contra nuestras costumbres... Debiera decir 'el hombre que me ha desposado'. En efecto, si en francés, una y otra expresión son válidas y significan lo mismo, esta idea de reciprocidad no se refleja en la mayoría de las lenguas de mi país: es el hombre quien desposa a la mujer y lo contrario es una aberración".
Esta exigencia de sumisión y obediencia para las mujeres queda claramente descrita en las palabras que la senegalesa Aminata Maïga Ka pone en boca del padre de una joven novia en vísperas de su matrimonio: "Sé sorda, ciega y muda, es el secreto de la felicidad. Aprende a medir tus palabras cuando te dirijas a él. Toda tu voluntad debe tender a darle toda satisfacción. Solamente así los hijos que nazcan de vuestra unión accederán a la capa más elevada de la sociedad". Por su parte, Mariama Bâ retrata en Une si longue lettre (1979) la vida cotidiana de la mujer africana, en la que la poligamia es vivida como una situación especialmente dolorosa: "Mawdo, los príncipes dominan sus sentimientos para cumplir sus deberes. Los 'otros' inclinan la nuca y aceptan en silencio una suerte que los agobia. He aquí esquemáticamente, el ordenamiento interior de nuestra sociedad con sus separaciones absurdas. Yo no me someteré a ellas en absoluto... Mawdo, el hombre es uno: grandeza y miseria confundidas. Ningún gesto de su parte es puro ideal. Ninguno pura bestialidad. Me despojo de tu amor, de tu nombre. Vestida sólo con dignidad, prosigo mi ruta. Adiós".
La actitud de denuncia de otras autoras se combina con un rechazo al feminismo de orientación occidental, al considerarse que éste no responde a las necesidades de la mujer africana. Así, la camerunesa Werewere Liking inventa la palabra misovire, término que se refiere a la mujer que no puede encontrar un hombre admirable: los hombres han perdido la dignidad y las mujeres construyen un mundo propio como alternativa a la bajeza en la que el hombre se encuentra inmerso. En esta línea se inscriben, por ejemplo, su compatriota Calixthe Beyala, la senegalesa Aminata Sow Fall o la marfileña Véronique Tadjo. Estas autoras, hartas de ser "inventadas", "reflejadas", "descritas" por el hombre, se remontan a mitos antiguos e inventan otros nuevos donde las mujeres lideran un cambio necesario. Beyala, por ejemplo, aborda el tema de la reinvindicación femenina en Tu t'appelleras Tanga (1988), donde su mirada irónica hace quejarse a uno de los amantes de Tanga de que "la mujer-pluma de vestidos fáciles de levantar (haya) robado la gloria a la Mujer". Incluso la literatura de las escritoras malgaches, a pesar de la tradición matriarcal de la isla, describe la explotación de la mujer en su nueva forma: en el campo o en las capas populares urbanas, donde ella trabaja hasta el agotamiento para apoyar a un marido a veces incapaz y alcohólico. Una temática similar se encuentra en la fascinante novela Ekomo (1985) de la ecuato-guineana María Nsué Angüe, donde se denuncian las distintas formas de opresión del hombre sobre la mujer, tanto desde los tabúes de la tradición como desde los patrones de la modernidad importada. Sobre el desgarro del destino femenino, Nsué exclama: "Que lloren todas las mujeres juntas. Por cualquier motivo. ¿Por qué no han de llorar las mujeres, si sus vidas no son sino muertes?". Sin embargo, inmediatamente después, pregunta y exige: "¿Quién dará el grito de esta rebelión?"
En cuanto a la temática sexual, tan mitificada en la producción literaria masculina, es abordada por las mujeres de forma valiente y transgesora, asumiendo el deseo y el placer femenino y ofreciendo una visión bastante menos idílica de la presentada por los hombres. Michèle Cazanove, nacida en La Reunión pero radicada en Haití, presenta en Présumée Solitude (1988) la pasividad de su protagonista ante el ultraje y la negación del placer sexual: "Cuando Josaphat se acerca a ella, Présumée no se mueve. El la toca y ella no dice nada. Entonces, él le sube la falda y ella, en un movimiento natural, se desliza un poco de costado para facilitar la tarea al pobre inválido. Como dos insectos, se acoplan y se separan. Présumée permanece en la misma posición; quizá ya dormía antes que él hubiera terminado".
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