El Islam político, al servicio del imperialismo
texto de Samir Amin (economista egipcio de prestigio internacional y larga trayectoria antiimperialista, es director del Foro del Tercer Mundo en Dakar, Senegal)
Traductor: Lucas Antón - publicado en 2008
tomado del blog Socialismo Actual en junio de 2012
por la longitud del texto, se publica en el Foro en dos mensajes
---mensaje nº 1---
Todas las corrientes que prestan adhesión al Islam político proclaman la “especificidad del Islam”. Según este criterio, el Islam nada sabe de la separación entre política y religión, algo supuestamente distintivo del cristianismo. Nada se lograría recordándoles, como yo he hecho, que sus observaciones reproducen, casi palabra por palabra, ¡lo que afirmaban reaccionarios europeos (como Bonald y de Maistre) a comienzos del siglo XIX con el fin de condenar la ruptura que la Ilustración y la Revolución Francesa habían ocasionado en la historia del Occidente cristiano!
Sobre la base de esta postura, todas las corrientes del Islam político eligen llevar su lucha al terreno de la cultura, pero “cultura” reducida en realidad a la afirmación convencional de pertenecer a una religión particular. En realidad, los militantes del Islam político no están verdaderamente interesados en discutir los dogmas que configuran la religión. La afirmación ritual de pertenencia a la comunidad es su única y exclusiva preocupación. Esa visión de la realidad del mundo moderno no sólo es inquietante por la inmensa vacuidad de pensamiento que esconde sino que también justifica la estrategia del imperialismo de substituir el llamado conflicto de culturas por el que existe entre los centros imperialistas y las periferias dominadas. El énfasis exclusivo sobre la cultura permite al Islam político eliminar de todas las esferas de la vida las confrontaciones sociales reales entre las clases populares y el sistema capitalista globalizado que las oprime y explota. Los militantes del Islam político no tienen presencia real en las zonas en las que tienen lugar los conflictos sociales reales y sus dirigentes repiten incesantemente que esos conflictos carecen de importancia. Los islamistas solo están presentes en estos terrenos para abrir escuelas y clínicas de salud. Pero esto no supone más que una labor caritativa y de adoctrinamiento. No son medios de apoyo de las luchas de las clases populares contra el sistema responsable de su pobreza.
En el terreno de las cuestiones sociales de verdad, el Islam político se alinea en el campo del capitalismo dependiente y el imperialismo dominante. Defiende el principio del carácter sagrado de la propiedad y legitima la desigualdad y los requisitos de la reproducción capitalista. El apoyo prestado por los Hermanos Musulmanes en el parlamento egipcio a las recientes leyes reaccionarias que refuerzan los derechos de los propietarios en detrimento de los arrendatarios rurales (la mayoría del pequeño campesinado) no es más que un caso entre cientos. No hay ejemplo siquiera de una sola ley reaccionaria promovida en cualquier Estado musulmán a la que los movimientos islamistas se hayan opuesto. Además, esas leyes se promulgan con el acuerdo del sistema imperialista. El Islam político no es antiimperialista, ¡hasta sus militantes piensan que no lo es! Es un aliado inapreciable del imperialismo y éste lo sabe. Es fácil entender, por tanto, que el Islam político haya contado siempre en sus filas con la clase dominante de Arabia Saudí y Pakistán. Por ende, estas clases estaban entre sus más activos promotores desde su mismo principio. Las burguesías compradoras locales, los nuevos ricos, beneficiarios de la actual globalización imperialista, apoyan generosamente al Islam político. Y éste ha renunciado a una perspectiva antiimperialista y la ha reemplazado por una postura “antioccidental” (casi “anticristiana”) que evidentemente sólo lleva a las sociedades afectadas a un callejón sin salida y no constituye por tanto un obstáculo al despliegue del control imperialista sobre el sistema mundial.
El Islam político no sólo es reaccionario en ciertas cuestiones (sobre todo en las referentes al estatus de la mujer) y acaso hasta responsable de los excesos del fanatismo contra ciudadanos no musulmanes (como los coptos en Egipto): es fundamentalmente reaccionario y por tanto no puede participar evidentemente en el progreso de liberación de los pueblos.
Tres argumentos principales son los que, con todo, se postulan para alentar a los movimientos sociales en conjunto a dialogar con los movimientos del Islam político. El primero es que el Islam político moviliza a nutridas masas populares, a las que no se puede ignorar o despreciar. Esta pretensión la refuerzan ciertamente numerosas imágenes. Con todo, hay que mantener la cabeza fría y valorar adecuadamente la movilización en cuestión. Los “éxitos” electorales registrados se sitúan en perspectiva tan pronto como se les somete a un análisis más riguroso. Mencionemos aquí, por ejemplo, la enorme proporción de la abstención –¡más del 75 %!- en las elecciones egipcias. El poder de la calle islamista es en buena medida tan solo el reverso de la debilidad de la izquierda organizada, ausente de las esferas en que se producen los actuales conflictos sociales. Aunque estuviéramos de acuerdo en que el Islam moviliza en realidad cifras considerables, ¿justifica eso concluir que la izquierda debe tratar de incluir a las organizaciones políticas islámicas en las alianzas para la acción política o social? Si el Islam político moviliza con éxito a gran número de personas, se trata sencillamente de un hecho y cualquier estrategia política efectiva debe incluir este hecho en sus consideraciones, propuestas y opciones. Pero buscar alianzas no es necesariamente el mejor medio de enfrentarse a este desafío. Habría que apuntar que las organizaciones del Islam político –los Hermanos Musulmanes, en particular- no buscan dicha alianza, de hecho incluso la rechazan. Si por casualidad algunas organizaciones izquierdistas llegan a creer que las organizaciones políticas islámicas los han aceptado, la primera decisión que éstas tomarían, una vez alcanzado con éxito el poder, sería liquidar a sus engorrosos aliado con extrema violencia, como sucedió en Irán con los muyaidín y los fedayín jalk. La segunda razón que postulan los partidarios del “diálogo” es que el Islam político, aunque sea reaccionario en lo que toca a sus propuestas sociales, es “antiimperialista”. He oído decir que el criterio para esto que propongo (apoyo sin reservas a las luchas favorables al progreso social) es “economicista” y descuida las dimensiones políticas del reto al que se enfrentan los pueblos del Sur. No creo que esta crítica sea válida, considerando lo que he dicho sobre las dimensiones democráticas y nacionales de las respuestas deseables para enfrentarse a este reto. Estoy también de acuerdo en que, en su respuesta al desafío al que se enfrentan los pueblos del Sur, las fuerzas en acción no se muestran necesariamente coherentes en su manera de habérselas con sus dimensiones sociales y políticas. Así pues, resulta posible imaginarse un Islam político que sea antiimperialista, aunque regresivo en el plano social. Irán, Hamás en Palestina, Hizbolá en Líbano y ciertos movimientos de resistencia en Irak son ejemplos que vienen inmediatamente a la cabeza. Discutiré estas situaciones concretas posteriormente. Lo que sostengo, muy sencillamente, es que el Islam político en su conjunto no es antiimperialista sino que se alinea tras los poderes dominantes a escala mundial.
El tercer argumento llama la atención de la izquierda sobre la necesidad de combatir la islamofobia. Ninguna izquierda digna de ese nombre puede ignorar la question des banlieues, es decir, el tratamiento de las clases populares de origen inmigrante en las metrópolis del capitalismo desarrollado contemporáneo. Los análisis de este reto y las respuestas dadas por diversos grupos (los mismos partidos interesados, la izquierda electoral europea, la izquierda radical) quedan fuera del objeto de este texto. Me contentaré con expresar mi punto de vista en principio: la respuesta progresiva no puede basarse en la institucionalización del comunitarismo*, que está siempre esencial y necesariamente asociado con la desigualdad y en última instancia se origina en una cultura racista. Producto ideológico específico de la cultura política reaccionaria de los Estados Unidos, el comunitarismo (ya triunfante en Gran Bretaña) está empezando a contaminar la vida política del continente europeo. La islamofobia, sistemáticamente promovida por importantes sectores de la élite política y los medios, forma parte de una estrategia para gestionar la diversidad comunitaria en beneficio del capital, puesto que este supuesto respeto por la diversidad es, de hecho, sólo un medio para ahondar las divisiones entre las clases populares.
La cuestión del llamado problema de las barriadas (banlieues) es concreta y confundirla con la cuestión del imperialismo (es decir, de la gestión imperialista de las relaciones entre los centros imperialistas dominantes y las periferias dominadas), como se hace a veces, en nada contribuirá a lograr progresos en cada uno de estos terrenos completamente distintos. Esta confusión forma parte del instrumental reaccionario y refuerza la islamofobia, que, a su vez, hace posible legitimar tanto la ofensiva contra las clases populares en los centros imperialistas como la ofensiva contra los pueblos de las periferias afectadas. Esta confusión, así como la islamofobia, proporcionan por su parte un valioso servicio al Islam político reaccionario, dando credibilidad a su discurso político antioccidental. Afirmo, por tanto, que las dos campañas ideológicas reaccionarias promovidas, respectivamente, por la derecha racista en Occidente y el Islam político se apoyan mutuamente, en la medida en que apoyan prácticas comunitarias.
Modernidad, democracia, secularismo e Islam
La imagen que las regiones árabes e islámicas dan de si mismas es la de sociedades en las que la religión (el Islam) está al frente en todos los terrenos de la vida social y política, hasta el punto de que parece extraño imaginar que pudiera ser diferente. La mayoría de los observadores extranjeros (dirigentes políticos y medios de comunicación) concluyen que la modernidad, acaso incluso la democracia, tendrá que adaptarse a la fuerte presencia del Islam, excluyendo de facto el secularismo. O bien esta reconciliación es posible y será necesario apoyarla, o no lo es y será necesario tratar con esta región del mundo tal cual es. Yo no comparto en absoluto esta visión considerada realista. El futuro –en la visión prolongada de un socialismo globalizado- es, para los pueblos de esta región, como para los demás, democracia y secularismo. Este futuro es posible en estas regiones como en otras partes, pero no hay nada garantizado o seguro, en ningún lado. La modernidad supone una ruptura en la historia del mundo, iniciada en Europa durante el siglo XVI. La modernidad proclama que los seres humanos son responsables de su propia historia, individual y colectivamente, y rompe por consiguiente con las ideologías premodernas dominantes. La modernidad hace, pues, posible la democracia, al igual que exige secularismo, en el sentido de separación de lo religioso y lo político. Formulado por la Ilustración del siglo XVIII, puesto en práctica por la Revolución Francesa, la compleja asociación de modernidad, democracia y secularismo, sus avances y retrocesos, ha ido configurando el mundo contemporáneo desde entonces. Pero la modernidad no supone por si misma una revolución cultural. Deriva su significado solo a través de la estrecha relación que mantiene con el nacimiento y posterior crecimiento del capitalismo. Esta relación ha condicionado los límites históricos de la modernidad “realmente existente”. Las formas concretas de la modernidad, la democracia y el secularismo que hoy encontramos deben ser, por tanto, consideradas como productos de la historia concreta del crecimiento del capitalismo. Están configuradas por las condiciones específicas en que se expresa la dominación del capitalismo, los compromisos históricos que definen los contenidos sociales de los bloques hegemónicos (lo que yo llamo el curso histórico de las culturas políticas).
Esta presentación condensada de mi comprensión del método del materialismo histórico la traigo aquí a colación simplemente para situar las diversas formas de combinar la modernidad capitalista, la democracia y el secularismo en su contexto teórico.
La Ilustración y la Revolución Francesa postularon un modelo de secularismo radical. Ateo o agnóstico, deísta o creyente (en este caso, cristiano), el individuo es libre de elegir, el Estado nada tiene que ver en ello. En el continente europeo –y en Francia al inicio de la Restauración- las retiradas y compromisos que combinaban el poder de la burguesía con el de las clases dominantes de los sistemas premodernos fueron la base de formas atenuadas de secularismo, entendido como tolerancia, sin excluir el papel social de las iglesias del sistema político. Por lo que se refiere a los Estados Unidos, su particular senda histórica tuvo como resultado la formación de una auténtica cultura política reaccionaria, en la que el auténtico secularismo es prácticamente desconocido. La religión es aquí un actor social reconocido y el secularismo se confunde con la multiplicidad de religiones oficiales (cualquier religión –o incluso secta- es oficial).
Existe un lazo evidente entre el grado de secularismo radical mantenido y el grado de apoyo para configurar la sociedad de acuerdo con el tema central de la modernidad. La izquierda, ya sea radical o moderada, que cree en la efectividad de la política para orientar la evolución social en las direcciones elegidas, defiende conceptos fuertes de secularismo. La derecha conservadora argumenta que debería dejarse que las cosas evolucionen por si mismas, ya se trate de la cuestión económica, política o social. Por lo que toca a la economía, la elección en favor del “Mercado” resulta evidentemente favorable al capital. En la política, la democracia de baja intensidad se convierte en la real, y la alternancia es reemplazada por la alternativa. Y en la sociedad, en este contexto, la política no tiene necesidad de un secularismo activo: las “comunidades” compensan las deficiencias del Estado. El mercado y la democracia representativa hacen historia y es eso lo que se les debería dejar que hicieran. En el actual momento de retroceso de la izquierda, esta versión conservadora del pensamiento social es ampliamente dominante, en formulaciones que recorren toda la gama que va de Touraine a Negri. La cultura política reaccionaria de los Estados Unidos va aún más allá al negar la responsabilidad de la acción política. La repetida afirmación de que Dios inspira a la nación “americana” y la masiva adhesión a esta “creencia” dejan en nada el concepto mismo de secularismo. Decir que Dios hace la historia es, de hecho, dejar que sea el Mercado solo el que la haga.
Desde este punto de vista, ¿dónde se sitúan los pueblos de la región de Oriente Medio? La imagen de barbudos postrados y mujeres con velo da lugar a apresuradas conclusiones sobre la intensidad de la adhesión religiosa entre los individuos. Los amigos “culturalistas” occidentales que piden respeto a la diversidad de creencias rara vez dan cuenta de los procedimientos utilizados por las autoridades para presentar una imagen que les resulte conveniente. Están desde luego los que son “locos de Dios”. ¿Son proporcionalmente más numerosos que los católicos españoles que desfilan en procesión en Semana Santa? ¿Más que las enormes multitudes que prestan oídos a los teleevangelistas en los Estados Unidos?
En cualquier caso, la región no siempre ha proyectado esta imagen de si misma. Más allá de las diferencias de país a país, puede identificarse una extensa región que discurre de Marruecos a Afganistán, y que incluye a todos los pueblos árabes (con excepción de los de la Península Arábiga), a los turcos, iraníes, afganos y otros pueblos de las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central, en las que las posibilidades de desarrollo del secularismo distan de ser despreciables. La situación es diferente entre otros pueblos vecinos, los árabes de la Península o los paquistaníes.
En esta región más extensa, las tradiciones políticas se han visto fuertemente marcadas por las corrientes radicales de la modernidad: las ideas de la Ilustración, la Revolución Francesa, la Revolución Rusa y el comunismo de la Tercera Internacional estaban presentes en la imaginación de todos y fueron mucho más importantes que el parlamentarismo de Westminster, por ejemplo. Estas corrientes dominantes inspiraron los modelos principales de transformación política aplicados por las clases dominantes, que podrían describirse, en ciertos aspectos, como formas de despotismo ilustrado. Este fue desde luego el caso del Egipto de Mohammed Ali o Jedive Ismail. El “kemalismo” en Turquía y la modernización en Irán fueron similares. El populismo nacional de estadios más recientes de la historia pertenece a la misma familia de proyectos políticos de modernidad. Fueron numerosas las variantes del modelo (el Frente de Liberación Nacional argelino, el “burguibismo” tunecino, el “nasserismo” egipcio, el “baazismo” de Siria e Irak), pero la dirección del movimiento era análoga. Experiencias aparentemente extremas – los llamados regímenes comunistas de Afganistán y Yemen del Sur- no eran realmente muy distintos. Todos estos regímenes lograron muchas cosas y por esta razón disfrutaron de amplio apoyo popular. Esta es la razón por la cual, aun cuando no fueran verdaderamente democráticos, abrían el camino a un posible desarrollo en esta dirección. En ciertas circunstancias, como las de Egipto entre 1920 y 1950, se intentó un experimento de democracia electoral, apoyado por el centro antiimperialista moderado (el partido Wafd), al que se oponía la potencia imperialista dominante (Gran Bretaña) y sus aliados locales (la monarquía). El secularismo, aplicado en versiones moderadas, no sería a buen seguro “rechazado” por el pueblo. Por el contrario, era la gente religiosa la que la opinión pública general consideraba obscurantista, y la mayoría lo era.
Los experimentos de modernización, del despotismo ilustrado al populismo nacional radical, no eran producto de la casualidad. Los crearon potentes movimientos que eran dominantes en las clases medias. De esta forma expresaban estas clases su voluntad de ser vistas como socios hechos y derechos en la globalización moderna. Estos proyectos, que pueden describirse como nacional-burgueses, eran portadores potenciales, modernizantes y secularizadores, de un desarrollo democrático. Pero precisamente porque estos proyectos entraban en conflicto con el imperialismo dominante, éste los combatió implacablemente, movilizando de forma sistemática a fuerzas obscurantistas en declive con este propósito. La historia de los Hermanos Musulmanes es bien conocida. La Hermandad la crearon los británicos y la monarquía en la década de 1920 a fin de cerrar el paso al Wafd, secular y democrático. Su regreso en masa de su refugio saudí tras la muerte de Nasser, organizado por la CIA y Sadat, es también bien conocido. Todos estamos familiarizados con la historia de los talibán, formados por la CIA en Pakistán para luchar contra los “comunistas” que habían abierto escuelas para todos, chicos y chicas. También es de sobra sabido que Israel apoyó a Hamás en un principio como forma de debilitar las corrientes seculares y democráticas de la resistencia palestina. El Islam político habría tenido muchas más dificultades para moverse fuera de las fronteras de Arabia Saudí y Paquistán sin el potente apoyo continuado y resuelto de los Estados Unidos. La sociedad de Arabia Saudí no había comenzado siquiera a moverse más allá de sus límites tradicionales cuando se descubrió petróleo bajo su suelo. Se concluyó entre las dos partes una alianza entre el imperialismo y la clase dominante tradicional, sellada de inmediato, que dio un nuevo arriendo de vida al Islam político wahabí. Por su parte, los británicos tuvieron éxito al quebrar la unidad de la India, persuadiendo a los líderes musulmanes de que creasen su propio Estado, atrapado en el Islam político desde su mismo nacimiento. Hay que hacer notar que la teoría con la que se legitimó esta curiosidad –atribuida a Mawdudi- había sido esbozada por anticipado por los orientalistas ingleses al servicio de Su Majestad.**
Resulta fácil, por tanto, comprender, la iniciativa tomada por los Estados Unidos para romper el frente unido de los estados asiáticos y africanos establecido en Bandung (1955), creando una “Conferencia Islámica” inmediatamente promovida (desde 1957) por Arabia Saudí y Pakistán. El Islam político penetró en la región por estos medios. La mínima conclusión que puede extraerse de las observaciones aquí realizadas es que el Islam político no es el resultado espontáneo de la afirmación de las auténticas convicciones religiosas por parte de los pueblos afectados. El Islam político lo erigió la acción sistemática del imperialismo, apoyada, por supuesto, por fuerzas obscurantistas reaccionarias y las clases compradoras subordinadas. Que este estado de cosas es también responsabilidad de las fuerzas de izquierda que ni vieron ni supieron cómo enfrentarse a este desafío sigue siendo algo indiscutible.
Cuestiones relativas a los países de la Línea del Frente (Afganistán, Irak, Palestina e Irán)
El proyecto de Estados Unidos, apoyado en grado diverso por sus aliados subalternos en Europa y Japón, consiste en establecer un control militar sobre todo el planeta. Con esta perspectiva en mente, se eligió Oriente Medio como región para el “primer golpe” por cuatro razones: (1) mantiene los recursos petrolíferos más abundantes del mundo y su control directo por parte de las fuerzas armadas norteamericanas otorgaría a Washington una posición privilegiada, situando a sus aliados —Europa y Japón— y posibles rivales (China) en una incómoda posición de dependencia en su suministro energético; (2) se encuentra en la encrucijada del Nuevo Mundo y facilita poner en pie una amenaza militar contra China, India y Rusia; (3) La región está experimentando un momento de debilidad y confusión que permite al agresor asegurarse una victoria fácil, al menos por el momento; y (4) la presencia de Israel en la región, aliado incondicional de Washington. Esta agresión ha colocado a los países y naciones ubicados en la línea del frente (Afganistán, Irak, Palestina e Irán) en la particular situación de ser destruidos (los tres primeros) o amenazados de destrucción (Irán).
Afganistán
Afganistán experimentó el mejor período de su historia moderna durante la llamada república comunista. Se trataba de un régimen de despotismo ilustrado que abrió el sistema educativo a los niños de ambos sexos. Tenía por enemigo al obscurantismo y por esta razón disfrutó de un apoyo decisivo en la sociedad. La reforma agraria que había llevado a cabo consistió, en su mayor parte, en un grupo de medidas destinadas a reducir los poderes tiránicos de los líderes tribales. El apoyo –al menos tácitamente- de la mayoría del campesinado garantizaba el éxito probable de este cambio que había empezado bien. La propaganda que transmitían los medios occidentales, así como el Islam político, presentaba este experimento como un totalitarismo comunista y ateo rechazado por el pueblo afgano. En realidad, el régimen distaba de ser impopular, en buena medida como Ataturk en su época.
El hecho de que los dirigentes de este experimento, ambos provenientes de las facciones principales (jalk y parcham), se describieran a si mismos como comunistas no resulta sorprendente. El modelo de progreso logrado por los vecinos pueblos de Asia Central (pese a todo lo que se ha dicho sobre el tema, no obstante las prácticas autocráticas del sistema) en comparación con los desastres sociales de la gestión imperialista británica que aún se dejan ver en los países vecinos (incluyendo India y Pakistán) tuvo el efecto, aquí como en muchos otros países de la región, de animar a los patriotas a valorar en toda su extensión el obstáculo que representa el imperialismo para cualquier intento de modernización. La invitación enviada por una facción a los soviéticos para que intervinieran con el fin de librarse de las demás tuvo desde luego un efecto negativo e hipotecó las posibilidades del proyecto modernizador nacional populista. Los Estados Unidos, en particular, y sus aliados de la Tríada, en general, han sido siempre tenaces opositores de los modernizadores afganos, comunistas o no. Son ellos los que movilizaron a las fuerzas obscurantistas del Islam político al estilo de Pakistán (los talibán) y los señores de la guerra (los líderes tribales neutralizados con éxito por el llamado régimen comunista), y quienes les entrenaron y armaron. Incluso después de la retirada soviética demostró el gobierno de Nayibulá capacidad de resistencia. Y probablemente se habría mantenido de no ser por la ofensiva militar paquistaní que vino en apoyo de los talibán y la ofensiva posterior de las fuerzas reconstituidas de los señores de la guerra, que hicieron aumentar el caos. Afganistán quedó destrozado como resultado de la intervención de los Estados Unidos y sus aliados y agentes, sobre todo de los islamistas. No se puede reconstruir Afganistán bajo su autoridad, apenas disfrazada tras un fantoche sin raíces en el país, propulsado allí por la transnacional de Texas de la que era empleado. La supuesta “democracia”, en nombre de la cual Washington, la OTAN y la ONU, llamadas al rescate, pretendieron justificar la continuación de su presencia (de hecho, ocupación), fue una mentira desde el principio y se ha convertido en una inmensa farsa. Hay una única solución al problema afgano: que todas las fuerzas extranjeras abandonen el país y todas las potencias se vean obligadas a dejar de financiar y armar a sus aliados. A los bienintencionados que expresan sus temores de que el pueblo afgano tolere entonces la dictadura de los talibán (o los señores de la guerra), yo les respondería que ¡la presencia extranjera ha sido hasta ahora y sigue siendo el mejor sostén de esta dictadura! El pueblo afgano se ha ido moviendo en otra dirección —potencialmente la mejor posible—en un momento en el que Occidente se ha visto forzado a tomar menos interés en sus asuntos. Al despotismo ilustrado de los “comunistas”, el Occidente civilizado ha preferido siempre el despotismo obscurantista, ¡infinitamente menos peligroso para sus intereses!
texto de Samir Amin (economista egipcio de prestigio internacional y larga trayectoria antiimperialista, es director del Foro del Tercer Mundo en Dakar, Senegal)
Traductor: Lucas Antón - publicado en 2008
tomado del blog Socialismo Actual en junio de 2012
por la longitud del texto, se publica en el Foro en dos mensajes
---mensaje nº 1---
Todas las corrientes que prestan adhesión al Islam político proclaman la “especificidad del Islam”. Según este criterio, el Islam nada sabe de la separación entre política y religión, algo supuestamente distintivo del cristianismo. Nada se lograría recordándoles, como yo he hecho, que sus observaciones reproducen, casi palabra por palabra, ¡lo que afirmaban reaccionarios europeos (como Bonald y de Maistre) a comienzos del siglo XIX con el fin de condenar la ruptura que la Ilustración y la Revolución Francesa habían ocasionado en la historia del Occidente cristiano!
Sobre la base de esta postura, todas las corrientes del Islam político eligen llevar su lucha al terreno de la cultura, pero “cultura” reducida en realidad a la afirmación convencional de pertenecer a una religión particular. En realidad, los militantes del Islam político no están verdaderamente interesados en discutir los dogmas que configuran la religión. La afirmación ritual de pertenencia a la comunidad es su única y exclusiva preocupación. Esa visión de la realidad del mundo moderno no sólo es inquietante por la inmensa vacuidad de pensamiento que esconde sino que también justifica la estrategia del imperialismo de substituir el llamado conflicto de culturas por el que existe entre los centros imperialistas y las periferias dominadas. El énfasis exclusivo sobre la cultura permite al Islam político eliminar de todas las esferas de la vida las confrontaciones sociales reales entre las clases populares y el sistema capitalista globalizado que las oprime y explota. Los militantes del Islam político no tienen presencia real en las zonas en las que tienen lugar los conflictos sociales reales y sus dirigentes repiten incesantemente que esos conflictos carecen de importancia. Los islamistas solo están presentes en estos terrenos para abrir escuelas y clínicas de salud. Pero esto no supone más que una labor caritativa y de adoctrinamiento. No son medios de apoyo de las luchas de las clases populares contra el sistema responsable de su pobreza.
En el terreno de las cuestiones sociales de verdad, el Islam político se alinea en el campo del capitalismo dependiente y el imperialismo dominante. Defiende el principio del carácter sagrado de la propiedad y legitima la desigualdad y los requisitos de la reproducción capitalista. El apoyo prestado por los Hermanos Musulmanes en el parlamento egipcio a las recientes leyes reaccionarias que refuerzan los derechos de los propietarios en detrimento de los arrendatarios rurales (la mayoría del pequeño campesinado) no es más que un caso entre cientos. No hay ejemplo siquiera de una sola ley reaccionaria promovida en cualquier Estado musulmán a la que los movimientos islamistas se hayan opuesto. Además, esas leyes se promulgan con el acuerdo del sistema imperialista. El Islam político no es antiimperialista, ¡hasta sus militantes piensan que no lo es! Es un aliado inapreciable del imperialismo y éste lo sabe. Es fácil entender, por tanto, que el Islam político haya contado siempre en sus filas con la clase dominante de Arabia Saudí y Pakistán. Por ende, estas clases estaban entre sus más activos promotores desde su mismo principio. Las burguesías compradoras locales, los nuevos ricos, beneficiarios de la actual globalización imperialista, apoyan generosamente al Islam político. Y éste ha renunciado a una perspectiva antiimperialista y la ha reemplazado por una postura “antioccidental” (casi “anticristiana”) que evidentemente sólo lleva a las sociedades afectadas a un callejón sin salida y no constituye por tanto un obstáculo al despliegue del control imperialista sobre el sistema mundial.
El Islam político no sólo es reaccionario en ciertas cuestiones (sobre todo en las referentes al estatus de la mujer) y acaso hasta responsable de los excesos del fanatismo contra ciudadanos no musulmanes (como los coptos en Egipto): es fundamentalmente reaccionario y por tanto no puede participar evidentemente en el progreso de liberación de los pueblos.
Tres argumentos principales son los que, con todo, se postulan para alentar a los movimientos sociales en conjunto a dialogar con los movimientos del Islam político. El primero es que el Islam político moviliza a nutridas masas populares, a las que no se puede ignorar o despreciar. Esta pretensión la refuerzan ciertamente numerosas imágenes. Con todo, hay que mantener la cabeza fría y valorar adecuadamente la movilización en cuestión. Los “éxitos” electorales registrados se sitúan en perspectiva tan pronto como se les somete a un análisis más riguroso. Mencionemos aquí, por ejemplo, la enorme proporción de la abstención –¡más del 75 %!- en las elecciones egipcias. El poder de la calle islamista es en buena medida tan solo el reverso de la debilidad de la izquierda organizada, ausente de las esferas en que se producen los actuales conflictos sociales. Aunque estuviéramos de acuerdo en que el Islam moviliza en realidad cifras considerables, ¿justifica eso concluir que la izquierda debe tratar de incluir a las organizaciones políticas islámicas en las alianzas para la acción política o social? Si el Islam político moviliza con éxito a gran número de personas, se trata sencillamente de un hecho y cualquier estrategia política efectiva debe incluir este hecho en sus consideraciones, propuestas y opciones. Pero buscar alianzas no es necesariamente el mejor medio de enfrentarse a este desafío. Habría que apuntar que las organizaciones del Islam político –los Hermanos Musulmanes, en particular- no buscan dicha alianza, de hecho incluso la rechazan. Si por casualidad algunas organizaciones izquierdistas llegan a creer que las organizaciones políticas islámicas los han aceptado, la primera decisión que éstas tomarían, una vez alcanzado con éxito el poder, sería liquidar a sus engorrosos aliado con extrema violencia, como sucedió en Irán con los muyaidín y los fedayín jalk. La segunda razón que postulan los partidarios del “diálogo” es que el Islam político, aunque sea reaccionario en lo que toca a sus propuestas sociales, es “antiimperialista”. He oído decir que el criterio para esto que propongo (apoyo sin reservas a las luchas favorables al progreso social) es “economicista” y descuida las dimensiones políticas del reto al que se enfrentan los pueblos del Sur. No creo que esta crítica sea válida, considerando lo que he dicho sobre las dimensiones democráticas y nacionales de las respuestas deseables para enfrentarse a este reto. Estoy también de acuerdo en que, en su respuesta al desafío al que se enfrentan los pueblos del Sur, las fuerzas en acción no se muestran necesariamente coherentes en su manera de habérselas con sus dimensiones sociales y políticas. Así pues, resulta posible imaginarse un Islam político que sea antiimperialista, aunque regresivo en el plano social. Irán, Hamás en Palestina, Hizbolá en Líbano y ciertos movimientos de resistencia en Irak son ejemplos que vienen inmediatamente a la cabeza. Discutiré estas situaciones concretas posteriormente. Lo que sostengo, muy sencillamente, es que el Islam político en su conjunto no es antiimperialista sino que se alinea tras los poderes dominantes a escala mundial.
El tercer argumento llama la atención de la izquierda sobre la necesidad de combatir la islamofobia. Ninguna izquierda digna de ese nombre puede ignorar la question des banlieues, es decir, el tratamiento de las clases populares de origen inmigrante en las metrópolis del capitalismo desarrollado contemporáneo. Los análisis de este reto y las respuestas dadas por diversos grupos (los mismos partidos interesados, la izquierda electoral europea, la izquierda radical) quedan fuera del objeto de este texto. Me contentaré con expresar mi punto de vista en principio: la respuesta progresiva no puede basarse en la institucionalización del comunitarismo*, que está siempre esencial y necesariamente asociado con la desigualdad y en última instancia se origina en una cultura racista. Producto ideológico específico de la cultura política reaccionaria de los Estados Unidos, el comunitarismo (ya triunfante en Gran Bretaña) está empezando a contaminar la vida política del continente europeo. La islamofobia, sistemáticamente promovida por importantes sectores de la élite política y los medios, forma parte de una estrategia para gestionar la diversidad comunitaria en beneficio del capital, puesto que este supuesto respeto por la diversidad es, de hecho, sólo un medio para ahondar las divisiones entre las clases populares.
La cuestión del llamado problema de las barriadas (banlieues) es concreta y confundirla con la cuestión del imperialismo (es decir, de la gestión imperialista de las relaciones entre los centros imperialistas dominantes y las periferias dominadas), como se hace a veces, en nada contribuirá a lograr progresos en cada uno de estos terrenos completamente distintos. Esta confusión forma parte del instrumental reaccionario y refuerza la islamofobia, que, a su vez, hace posible legitimar tanto la ofensiva contra las clases populares en los centros imperialistas como la ofensiva contra los pueblos de las periferias afectadas. Esta confusión, así como la islamofobia, proporcionan por su parte un valioso servicio al Islam político reaccionario, dando credibilidad a su discurso político antioccidental. Afirmo, por tanto, que las dos campañas ideológicas reaccionarias promovidas, respectivamente, por la derecha racista en Occidente y el Islam político se apoyan mutuamente, en la medida en que apoyan prácticas comunitarias.
Modernidad, democracia, secularismo e Islam
La imagen que las regiones árabes e islámicas dan de si mismas es la de sociedades en las que la religión (el Islam) está al frente en todos los terrenos de la vida social y política, hasta el punto de que parece extraño imaginar que pudiera ser diferente. La mayoría de los observadores extranjeros (dirigentes políticos y medios de comunicación) concluyen que la modernidad, acaso incluso la democracia, tendrá que adaptarse a la fuerte presencia del Islam, excluyendo de facto el secularismo. O bien esta reconciliación es posible y será necesario apoyarla, o no lo es y será necesario tratar con esta región del mundo tal cual es. Yo no comparto en absoluto esta visión considerada realista. El futuro –en la visión prolongada de un socialismo globalizado- es, para los pueblos de esta región, como para los demás, democracia y secularismo. Este futuro es posible en estas regiones como en otras partes, pero no hay nada garantizado o seguro, en ningún lado. La modernidad supone una ruptura en la historia del mundo, iniciada en Europa durante el siglo XVI. La modernidad proclama que los seres humanos son responsables de su propia historia, individual y colectivamente, y rompe por consiguiente con las ideologías premodernas dominantes. La modernidad hace, pues, posible la democracia, al igual que exige secularismo, en el sentido de separación de lo religioso y lo político. Formulado por la Ilustración del siglo XVIII, puesto en práctica por la Revolución Francesa, la compleja asociación de modernidad, democracia y secularismo, sus avances y retrocesos, ha ido configurando el mundo contemporáneo desde entonces. Pero la modernidad no supone por si misma una revolución cultural. Deriva su significado solo a través de la estrecha relación que mantiene con el nacimiento y posterior crecimiento del capitalismo. Esta relación ha condicionado los límites históricos de la modernidad “realmente existente”. Las formas concretas de la modernidad, la democracia y el secularismo que hoy encontramos deben ser, por tanto, consideradas como productos de la historia concreta del crecimiento del capitalismo. Están configuradas por las condiciones específicas en que se expresa la dominación del capitalismo, los compromisos históricos que definen los contenidos sociales de los bloques hegemónicos (lo que yo llamo el curso histórico de las culturas políticas).
Esta presentación condensada de mi comprensión del método del materialismo histórico la traigo aquí a colación simplemente para situar las diversas formas de combinar la modernidad capitalista, la democracia y el secularismo en su contexto teórico.
La Ilustración y la Revolución Francesa postularon un modelo de secularismo radical. Ateo o agnóstico, deísta o creyente (en este caso, cristiano), el individuo es libre de elegir, el Estado nada tiene que ver en ello. En el continente europeo –y en Francia al inicio de la Restauración- las retiradas y compromisos que combinaban el poder de la burguesía con el de las clases dominantes de los sistemas premodernos fueron la base de formas atenuadas de secularismo, entendido como tolerancia, sin excluir el papel social de las iglesias del sistema político. Por lo que se refiere a los Estados Unidos, su particular senda histórica tuvo como resultado la formación de una auténtica cultura política reaccionaria, en la que el auténtico secularismo es prácticamente desconocido. La religión es aquí un actor social reconocido y el secularismo se confunde con la multiplicidad de religiones oficiales (cualquier religión –o incluso secta- es oficial).
Existe un lazo evidente entre el grado de secularismo radical mantenido y el grado de apoyo para configurar la sociedad de acuerdo con el tema central de la modernidad. La izquierda, ya sea radical o moderada, que cree en la efectividad de la política para orientar la evolución social en las direcciones elegidas, defiende conceptos fuertes de secularismo. La derecha conservadora argumenta que debería dejarse que las cosas evolucionen por si mismas, ya se trate de la cuestión económica, política o social. Por lo que toca a la economía, la elección en favor del “Mercado” resulta evidentemente favorable al capital. En la política, la democracia de baja intensidad se convierte en la real, y la alternancia es reemplazada por la alternativa. Y en la sociedad, en este contexto, la política no tiene necesidad de un secularismo activo: las “comunidades” compensan las deficiencias del Estado. El mercado y la democracia representativa hacen historia y es eso lo que se les debería dejar que hicieran. En el actual momento de retroceso de la izquierda, esta versión conservadora del pensamiento social es ampliamente dominante, en formulaciones que recorren toda la gama que va de Touraine a Negri. La cultura política reaccionaria de los Estados Unidos va aún más allá al negar la responsabilidad de la acción política. La repetida afirmación de que Dios inspira a la nación “americana” y la masiva adhesión a esta “creencia” dejan en nada el concepto mismo de secularismo. Decir que Dios hace la historia es, de hecho, dejar que sea el Mercado solo el que la haga.
Desde este punto de vista, ¿dónde se sitúan los pueblos de la región de Oriente Medio? La imagen de barbudos postrados y mujeres con velo da lugar a apresuradas conclusiones sobre la intensidad de la adhesión religiosa entre los individuos. Los amigos “culturalistas” occidentales que piden respeto a la diversidad de creencias rara vez dan cuenta de los procedimientos utilizados por las autoridades para presentar una imagen que les resulte conveniente. Están desde luego los que son “locos de Dios”. ¿Son proporcionalmente más numerosos que los católicos españoles que desfilan en procesión en Semana Santa? ¿Más que las enormes multitudes que prestan oídos a los teleevangelistas en los Estados Unidos?
En cualquier caso, la región no siempre ha proyectado esta imagen de si misma. Más allá de las diferencias de país a país, puede identificarse una extensa región que discurre de Marruecos a Afganistán, y que incluye a todos los pueblos árabes (con excepción de los de la Península Arábiga), a los turcos, iraníes, afganos y otros pueblos de las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central, en las que las posibilidades de desarrollo del secularismo distan de ser despreciables. La situación es diferente entre otros pueblos vecinos, los árabes de la Península o los paquistaníes.
En esta región más extensa, las tradiciones políticas se han visto fuertemente marcadas por las corrientes radicales de la modernidad: las ideas de la Ilustración, la Revolución Francesa, la Revolución Rusa y el comunismo de la Tercera Internacional estaban presentes en la imaginación de todos y fueron mucho más importantes que el parlamentarismo de Westminster, por ejemplo. Estas corrientes dominantes inspiraron los modelos principales de transformación política aplicados por las clases dominantes, que podrían describirse, en ciertos aspectos, como formas de despotismo ilustrado. Este fue desde luego el caso del Egipto de Mohammed Ali o Jedive Ismail. El “kemalismo” en Turquía y la modernización en Irán fueron similares. El populismo nacional de estadios más recientes de la historia pertenece a la misma familia de proyectos políticos de modernidad. Fueron numerosas las variantes del modelo (el Frente de Liberación Nacional argelino, el “burguibismo” tunecino, el “nasserismo” egipcio, el “baazismo” de Siria e Irak), pero la dirección del movimiento era análoga. Experiencias aparentemente extremas – los llamados regímenes comunistas de Afganistán y Yemen del Sur- no eran realmente muy distintos. Todos estos regímenes lograron muchas cosas y por esta razón disfrutaron de amplio apoyo popular. Esta es la razón por la cual, aun cuando no fueran verdaderamente democráticos, abrían el camino a un posible desarrollo en esta dirección. En ciertas circunstancias, como las de Egipto entre 1920 y 1950, se intentó un experimento de democracia electoral, apoyado por el centro antiimperialista moderado (el partido Wafd), al que se oponía la potencia imperialista dominante (Gran Bretaña) y sus aliados locales (la monarquía). El secularismo, aplicado en versiones moderadas, no sería a buen seguro “rechazado” por el pueblo. Por el contrario, era la gente religiosa la que la opinión pública general consideraba obscurantista, y la mayoría lo era.
Los experimentos de modernización, del despotismo ilustrado al populismo nacional radical, no eran producto de la casualidad. Los crearon potentes movimientos que eran dominantes en las clases medias. De esta forma expresaban estas clases su voluntad de ser vistas como socios hechos y derechos en la globalización moderna. Estos proyectos, que pueden describirse como nacional-burgueses, eran portadores potenciales, modernizantes y secularizadores, de un desarrollo democrático. Pero precisamente porque estos proyectos entraban en conflicto con el imperialismo dominante, éste los combatió implacablemente, movilizando de forma sistemática a fuerzas obscurantistas en declive con este propósito. La historia de los Hermanos Musulmanes es bien conocida. La Hermandad la crearon los británicos y la monarquía en la década de 1920 a fin de cerrar el paso al Wafd, secular y democrático. Su regreso en masa de su refugio saudí tras la muerte de Nasser, organizado por la CIA y Sadat, es también bien conocido. Todos estamos familiarizados con la historia de los talibán, formados por la CIA en Pakistán para luchar contra los “comunistas” que habían abierto escuelas para todos, chicos y chicas. También es de sobra sabido que Israel apoyó a Hamás en un principio como forma de debilitar las corrientes seculares y democráticas de la resistencia palestina. El Islam político habría tenido muchas más dificultades para moverse fuera de las fronteras de Arabia Saudí y Paquistán sin el potente apoyo continuado y resuelto de los Estados Unidos. La sociedad de Arabia Saudí no había comenzado siquiera a moverse más allá de sus límites tradicionales cuando se descubrió petróleo bajo su suelo. Se concluyó entre las dos partes una alianza entre el imperialismo y la clase dominante tradicional, sellada de inmediato, que dio un nuevo arriendo de vida al Islam político wahabí. Por su parte, los británicos tuvieron éxito al quebrar la unidad de la India, persuadiendo a los líderes musulmanes de que creasen su propio Estado, atrapado en el Islam político desde su mismo nacimiento. Hay que hacer notar que la teoría con la que se legitimó esta curiosidad –atribuida a Mawdudi- había sido esbozada por anticipado por los orientalistas ingleses al servicio de Su Majestad.**
Resulta fácil, por tanto, comprender, la iniciativa tomada por los Estados Unidos para romper el frente unido de los estados asiáticos y africanos establecido en Bandung (1955), creando una “Conferencia Islámica” inmediatamente promovida (desde 1957) por Arabia Saudí y Pakistán. El Islam político penetró en la región por estos medios. La mínima conclusión que puede extraerse de las observaciones aquí realizadas es que el Islam político no es el resultado espontáneo de la afirmación de las auténticas convicciones religiosas por parte de los pueblos afectados. El Islam político lo erigió la acción sistemática del imperialismo, apoyada, por supuesto, por fuerzas obscurantistas reaccionarias y las clases compradoras subordinadas. Que este estado de cosas es también responsabilidad de las fuerzas de izquierda que ni vieron ni supieron cómo enfrentarse a este desafío sigue siendo algo indiscutible.
Cuestiones relativas a los países de la Línea del Frente (Afganistán, Irak, Palestina e Irán)
El proyecto de Estados Unidos, apoyado en grado diverso por sus aliados subalternos en Europa y Japón, consiste en establecer un control militar sobre todo el planeta. Con esta perspectiva en mente, se eligió Oriente Medio como región para el “primer golpe” por cuatro razones: (1) mantiene los recursos petrolíferos más abundantes del mundo y su control directo por parte de las fuerzas armadas norteamericanas otorgaría a Washington una posición privilegiada, situando a sus aliados —Europa y Japón— y posibles rivales (China) en una incómoda posición de dependencia en su suministro energético; (2) se encuentra en la encrucijada del Nuevo Mundo y facilita poner en pie una amenaza militar contra China, India y Rusia; (3) La región está experimentando un momento de debilidad y confusión que permite al agresor asegurarse una victoria fácil, al menos por el momento; y (4) la presencia de Israel en la región, aliado incondicional de Washington. Esta agresión ha colocado a los países y naciones ubicados en la línea del frente (Afganistán, Irak, Palestina e Irán) en la particular situación de ser destruidos (los tres primeros) o amenazados de destrucción (Irán).
Afganistán
Afganistán experimentó el mejor período de su historia moderna durante la llamada república comunista. Se trataba de un régimen de despotismo ilustrado que abrió el sistema educativo a los niños de ambos sexos. Tenía por enemigo al obscurantismo y por esta razón disfrutó de un apoyo decisivo en la sociedad. La reforma agraria que había llevado a cabo consistió, en su mayor parte, en un grupo de medidas destinadas a reducir los poderes tiránicos de los líderes tribales. El apoyo –al menos tácitamente- de la mayoría del campesinado garantizaba el éxito probable de este cambio que había empezado bien. La propaganda que transmitían los medios occidentales, así como el Islam político, presentaba este experimento como un totalitarismo comunista y ateo rechazado por el pueblo afgano. En realidad, el régimen distaba de ser impopular, en buena medida como Ataturk en su época.
El hecho de que los dirigentes de este experimento, ambos provenientes de las facciones principales (jalk y parcham), se describieran a si mismos como comunistas no resulta sorprendente. El modelo de progreso logrado por los vecinos pueblos de Asia Central (pese a todo lo que se ha dicho sobre el tema, no obstante las prácticas autocráticas del sistema) en comparación con los desastres sociales de la gestión imperialista británica que aún se dejan ver en los países vecinos (incluyendo India y Pakistán) tuvo el efecto, aquí como en muchos otros países de la región, de animar a los patriotas a valorar en toda su extensión el obstáculo que representa el imperialismo para cualquier intento de modernización. La invitación enviada por una facción a los soviéticos para que intervinieran con el fin de librarse de las demás tuvo desde luego un efecto negativo e hipotecó las posibilidades del proyecto modernizador nacional populista. Los Estados Unidos, en particular, y sus aliados de la Tríada, en general, han sido siempre tenaces opositores de los modernizadores afganos, comunistas o no. Son ellos los que movilizaron a las fuerzas obscurantistas del Islam político al estilo de Pakistán (los talibán) y los señores de la guerra (los líderes tribales neutralizados con éxito por el llamado régimen comunista), y quienes les entrenaron y armaron. Incluso después de la retirada soviética demostró el gobierno de Nayibulá capacidad de resistencia. Y probablemente se habría mantenido de no ser por la ofensiva militar paquistaní que vino en apoyo de los talibán y la ofensiva posterior de las fuerzas reconstituidas de los señores de la guerra, que hicieron aumentar el caos. Afganistán quedó destrozado como resultado de la intervención de los Estados Unidos y sus aliados y agentes, sobre todo de los islamistas. No se puede reconstruir Afganistán bajo su autoridad, apenas disfrazada tras un fantoche sin raíces en el país, propulsado allí por la transnacional de Texas de la que era empleado. La supuesta “democracia”, en nombre de la cual Washington, la OTAN y la ONU, llamadas al rescate, pretendieron justificar la continuación de su presencia (de hecho, ocupación), fue una mentira desde el principio y se ha convertido en una inmensa farsa. Hay una única solución al problema afgano: que todas las fuerzas extranjeras abandonen el país y todas las potencias se vean obligadas a dejar de financiar y armar a sus aliados. A los bienintencionados que expresan sus temores de que el pueblo afgano tolere entonces la dictadura de los talibán (o los señores de la guerra), yo les respondería que ¡la presencia extranjera ha sido hasta ahora y sigue siendo el mejor sostén de esta dictadura! El pueblo afgano se ha ido moviendo en otra dirección —potencialmente la mejor posible—en un momento en el que Occidente se ha visto forzado a tomar menos interés en sus asuntos. Al despotismo ilustrado de los “comunistas”, el Occidente civilizado ha preferido siempre el despotismo obscurantista, ¡infinitamente menos peligroso para sus intereses!
---fin del mensaje nº 1---