Recuerdos de Marx
Paul Lafargue, Eleonor Marx y Wilhelm LiebknechtPublicado por El Sudamericano en enero de 2020
en el Foro en 7 mensajes◄
Era un hombre, en todo y por todo,
como no espero hallar otro semejante. - Hamlet, acto I, escena 2
Conocí a Karl Marx en febrero de 1865.[1] La Primera Internacional había sido fundada el 28 de septiembre de 1864 en una reunión celebrada en Saint Martin’s Hall, Londres y me dirigí a Londres, desde París, para informar a Marx del desarrollo de la joven organización en aquella ciudad. M. Tolain, ahora senador en la república burguesa, me dio una carta de presentación.
Tenía entonces 24 años. Recordaré mientras viva la impresión que me produjo aquella primera visita. Marx no estaba bien de salud. Trabajaba en el primer volumen de El Capital, que no se publicó sino dos años después, en 1867. Temía no poder terminar su obra y se sentía contento de recibir visitas de jóvenes. “Debo preparar a otros para que puedan continuar, a mi muerte, la propaganda comunista”, solía decir.
Karl Marx era uno de esos escasos hombres que pueden ser, al mismo tiempo, grandes figuras de la ciencia y de la vida pública: estos dos aspectos estaban tan estrechamente unidos en él que sólo era posible entenderlo tomando en cuenta tanto al intelectual como al luchador socialista.
Marx sostenía la opinión de que la ciencia debe ser cultivada por sí misma, independientemente de los resultados eventuales de la investigación pero, al mismo tiempo, creía que un científico sólo se rebajaría si renunciara a la participación en la vida pública o se encerrara en su estudio o en su laboratorio como un gusano en el queso, permaneciendo alejado de la vida y de la lucha política de sus contemporáneos.
“La ciencia no debe ser un placer egoísta –solía decir–. Los que tienen la suerte de poder dedicarse a las tareas científicas deben ser los primeros en poner sus conocimientos al servicio de la humanidad.”
Uno de sus lemas favoritos era; “Trabajar en favor de la humanidad.”
Aunque Marx se emocionaba profundamente ante los sufrimientos de las clases trabajadoras, no fueron las consideraciones sentimentales sino el estudio de la historia y la economía política lo que lo acercó a las ideas comunistas. Sostenía que cualquier hombre no deformado, libre de la influencia de los intereses privados y no cegado por los prejuicios de clase debía llegar necesariamente a las mismas conclusiones. No obstante, al estudiar el desarrollo económico y político de la sociedad humana sin ninguna idea preconcebida, Marx escribió sin otra intención que la de propagar los resultados de su investigación y con la decidida voluntad de aportar un fundamento científico al movimiento socialista, que hasta entonces se había perdido en las nubes de la utopía. Dio publicidad a sus opiniones sólo para favorecer el triunfo de la clase trabajadora, cuya misión histórica es establecer el comunismo, tan pronto como haya logrado la dirección política y económica de la sociedad.
Marx no limitó sus actividades al país donde había nacido.
“Soy ciudadano del mundo –decía–; actúo dondequiera que me encuentro.”
Y en efecto, cualquiera que fuera el país a donde los acontecimientos y la persecución política lo llevaran –Francia, Bélgica, Inglaterra– tuvo siempre una participación prominente en los movimientos revolucionarios que allí se desarrollaban.
Pero no fue al incansable e incomparable agitador socialista sino más bien al científico al que vi, por primera vez, en su estudio de Mailand Park Road. Ese estudio era el centro de reunión al que acudían los camaradas del Partido procedentes de todas partes del mundo civilizado para conocer las opiniones del maestro del pensamiento socialista. Hay que conocer ese recinto histórico para poder penetrar en la intimidad de la vida espiritual de Marx.
Estaba en el primer piso, inundado de luz por una gran ventana que miraba hacia el parque. Frente a la ventana y a cada lado de la chimenea, las paredes estaban cubiertas por libreros llenos de libros y repletos hasta el techo de periódicos y manuscritos. Frente a la chimenea, a un lado de la ventana, había dos mesas cubiertas de papeles, libros y periódicos; en medio de la habitación, a plena luz, se encontraba un pequeño escritorio sencillo (de tres pies por dos) y un sillón de madera; entre el sillón y el librero, frente a la ventana, había un sofá de cuero en el que Marx solía reposar por ratos. Sobre la chimenea había más libros, puros, cerillas, cajas de tabaco, pisapapeles y fotografías de las hijas de Marx y de su esposa, de Wilhelm Wolff [2] y de Friedrich Engels.
Marx era un gran fumador. “El Capital –me dijo una vez– no pagará siquiera los tabacos que he fumado mientras lo escribía.” Pero aún gastaba más en cerillas. Se olvidaba con tanta frecuencia de su pipa o su puro que utilizaba un número increíble de cajas de cerillas en muy poco tiempo para prenderlos de nuevo.
No permitía a nadie que pusiera sus libros y papeles en orden o más bien en desorden. El desorden en que se encontraban era sólo aparente; en realidad todo estaba en el sitio escogido, de modo que para él resultaba fácil tomar el libro o el cuaderno de notas que necesitaba. Aun durante la conversación, hacía con frecuencia una pausa para mostrar en algún libro una cita o una cifra que acababa de mencionar. Él y su estudio eran uno: los libros y papeles que había allí estaban bajo su control en la misma medida que sus propias piernas.
Marx no gustaba de la simetría formal en el arreglo de sus libros: volúmenes de tamaños diversos y folletos se encontraban juntos. Los arreglaba de acuerdo con el contenido, no por el tamaño. Los libros eran instrumentos de trabajo mental, no artículos de lujo. “Son mis esclavos y deben servirme según mi voluntad” –solía decir. No le importaba el tamaño ni la encuadernación, la calidad del papel ni la tipografía; doblaba las esquinas de las páginas, marcaba con lápiz los márgenes y subrayaba líneas enteras. Nunca escribía en los libros, pero algunas veces no podía abstenerse de hacer un signo de exclamación o de interrogación cuando el autor iba demasiado lejos. Su sistema de subrayar le facilitaba encontrar cualquier pasaje que necesitara en un libro.
Tenía una memoria extraordinariamente fiel, que había cultivado desde su juventud siguiendo el consejo de Hegel y aprendiendo de memoria versos en un idioma extranjero que no conociera.
Conocía de memoria a Heine y a Goethe y los citaba con frecuencia en sus conversaciones; era lector asiduo de los poetas en todas las lenguas europeas. Leía todos los años a Esquilo en el original griego. Lo consideraba, junto con Shakespeare, como los más grandes genios dramáticos que hubiera producido la humanidad. Su respeto por Shakespeare era ilimitado: hizo un estudio detallado de sus obras y conocía hasta el menos importante de sus personajes. Toda su familia rendía un verdadero culto al gran dramaturgo inglés; sus tres hijas sabían muchas de sus obras de memoria. Cuando, después de 1848, quiso perfeccionar su conocimiento del inglés, que ya leía, buscó y clasificó todas las expresiones originales de Shakespeare. Hizo lo mismo con parte de las obras polémicas de William Cobbett, de quien tenía una gran opinión. Dante y Robert Bums se contaban entre sus poetas favoritos y escuchaba con gran placer a sus hijas, cuando éstas recitaban o cantaban las sátiras y baladas del poeta escocés.
Cuvier, incansable trabajador y maestro de las ciencias, tenía una serie de habitaciones arregladas para su uso personal en el Museo de París, del cual era director. Cada habitación estaba dedicada a un uso específico y contenía los libros, instrumentos, auxiliares anatómicos, etc., necesarios para esos fines. Cuando se cansaba de un tipo de trabajo se dirigía al otro cuarto y se dedicaba a algún otro; este simple cambio de ocupación mental, se dice, era un descanso para él.
Marx era un trabajador tan incansable como Cuvier, pero no tenía los medios para arreglar varios estudios. Descansaba caminando de un lado a otro por la habitación. Había una franja gastada en el suelo, de la puerta a la ventana, tan claramente definida como un sendero a través de un prado.
Cada cierto tiempo se recostaba sobre el sofá y leía una novela; a veces leía dos o tres a la vez, alternándolas. Como Darwin, era un gran lector de novelas y prefería las del siglo XVIII, especialmente Tom Jones de Fielding.
Los novelistas más modernos que consideraba más interesantes eran Paul de Kock, Charles Lever, Alejandro Dumas padre y Walter Scott, cuyo libro Old Mortality consideraba una obra maestra. Tenía una clara preferencia por las historias de aventuras y de humor.
Situaba a Cervantes y a Balzac por encima de todos los novelistas. Veía en Don Quijote la épica de la caballería en desaparición, cuyas virtudes eran ridiculizadas y escarnecidas en el mundo burgués en ascenso. Admiraba tanto a Balzac que quería escribir una crítica de su gran obra, La comedia humana, tan pronto como hubiera terminado su libro de economía. Consideraba a Balzac no sólo como el historiador de su tiempo, sino como el creador profético de personajes que todavía estaban en embrión en los días de Luis Felipe y no se desarrollaron plenamente sino después de su muerte, con Napoleón III.
Marx leía todos los idiomas europeos y escribía tres: el alemán, el francés y el inglés, para admiración de los expertos lingüistas. Gustaba de repetir: “Una lengua extranjera es un arma en la lucha por la vida.”
Tenía mucho talento para los idiomas, que sus hijas heredaron. Se dedicó a estudiar el ruso cuando ya tenía 50 años y, aunque ese idioma no tenía mucha afinidad con ninguna lengua moderna o antigua de las que conocía, en seis meses lo aprendió tan bien que encontraba gran placer en la lectura de los poetas y prosistas rusos, entre los que prefería a Pushkin, Gogol y Schedrin. Estudió ruso para poder leer los documentos de investigaciones oficiales acalladas por el gobierno ruso debido a las revelaciones políticas que contenían. Amigos fieles consiguieron los documentos para Marx y éste fue, sin duda alguna, el único estudioso de la economía política en Europa Occidental que pudo conocerlos.
Además de los poetas y novelistas, Marx tenía otra manera notable de descansar intelectualmente: las matemáticas, por las que sentía un gusto especial. El álgebra le producía inclusive un consuelo moral y se refugiaba en ella en los momentos más dolorosos de su accidentada vida. Durante la última enfermedad de su mujer no podía dedicarse a su trabajo científico habitual y la única manera en que podía sacudir la depresión producida por los sufrimientos de ella era sumergirse en las matemáticas. Durante esa época de dolor moral escribió una obra de cálculo infinitesimal que, según la opinión de los expertos, es de gran valor científico y será publicada en sus obras completas. Veía en las matemáticas superiores la forma más lógica y, al mismo tiempo, la más sencilla del movimiento dialéctico. Sostenía la opinión de que una ciencia no está realmente desarrollada mientras no ha aprendido a hacer uso de las matemáticas.
Aunque la biblioteca de Marx contenía más de mil volúmenes cuidadosamente seleccionados a lo largo de una labor de investigación de toda una vida, no le bastaba y durante años acudió al Museo Británico, cuyo catálogo apreciaba altamente.
A pesar de que se acostaba muy tarde, Marx se levantaba siempre entre las ocho y las nueve de la mañana, tomaba un poco de café negro, leía los periódicos y se dirigía a su estudio, donde trabajaba hasta las dos o tres de la madrugada. Sólo interrumpía su trabajo para comer y, cuando lo permitía el tiempo, para dar un paseo por Hampstead Heath al atardecer. Durante el día dormía algunas veces una o dos horas en el sofá. En su juventud trabajaba con frecuencia toda la noche.
Marx sentía pasión por el trabajo. Se absorbía tanto en él que muchas veces se olvidaba de comer. Frecuentemente había que llamarlo varias veces para que fuera al comedor y apenas había terminado con el último bocado cuando regresaba a su estudio.
Comía muy poco y hasta sufría de falta de apetito. Trataba de vencerlo con alimentos muy condimentados: jamón, pescado ahumado, caviar, pepinillos. Su estómago tenía que resentir la enorme actividad de su cerebro. Sacrificaba todo su cuerpo al cerebro; pensar era su gran placer. Con frecuencia le oí repetir las palabras de Hegel, el maestro de filosofía de su juventud:
“Aun las ideas criminales de un malvado tienen más grandeza y nobleza que las maravillas de los cielos.”
Su constitución física tenía que ser buena para poder resistir este modo de vida poco común y el exhaustivo trabajo mental. Tenía, en efecto, una poderosa constitución, era más alto de lo normal, de anchos hombros, pecho profundo y piernas bien proporcionadas, aunque la columna vertebral era bastante larga en comparación con las piernas, como suele suceder con los judíos. Si hubiera practicado la gimnasia en su juventud se habría convertido en un hombre muy fuerte. El único ejercicio físico que hacía regularmente era caminar: vagaba o subía a los cerros durante horas, conversando y fumando, y no se sentía en absoluto fatigado. Puede decirse que inclusive trabajaba mientras caminaba en su estudio, sentándose sólo durante cortos periodos para escribir lo que había pensado mientras caminaba. Le gustaba caminar para arriba y para abajo mientras hablaba, deteniéndose una que otra vez cuando la explicación se hacía muy animada o la conversación muy seria.
Durante muchos años lo acompañé en sus caminatas nocturnas por Hampstead Heath y fue caminando por los prados como adquirí mi formación económica. Sin advertirlo, me fue exponiendo todo el contenido del primer libro de El Capital mientras lo escribía.
Al regresar a mi casa, anotaba siempre lo mejor que podía todo lo que había escuchado. Al principio me resultaba difícil seguir el profundo y complicado razonamiento de Marx. Desgraciadamente he perdido esas preciosas notas, porque después de la Comuna la policía saqueó y quemó mis papeles en París y en Burdeos.
Lo que más lamento es la pérdida de las notas que tomé aquella noche en que Marx, con la abundancia de pruebas y consideraciones que le era típica, expuso su brillante teoría acerca del desarrollo de la sociedad humana. Fue como si se me cayeran escamas de los ojos. Por primera vez comprendí claramente la lógica de la historia universal y pude remontarme a los orígenes materiales de fenómenos aparentemente tan contradictorios como el desarrollo de la sociedad y las ideas. Me sentí deslumbrado y esa impresión perduró por muchos años.
Los socialistas de Madrid[2] tuvieron la misma impresión cuando les desarrollé, en la medida de mis escasas posibilidades, la más magnífica de las teorías de Marx, sin duda una de las más grandes elaboradas jamás por el cerebro humano.
El cerebro de Marx estaba armado con un acerbo increíble de datos de la historia y las ciencias naturales, así como de las teorías filosóficas. Tenía una capacidad notable para utilizar el conocimiento y las observaciones acumuladas durante años de trabajo intelectual. Podía interrogársele en cualquier momento, sobre cualquier tema, y obtenerse la respuesta más detallada que pudiera desearse, acompañada siempre de reflexiones filosóficas de aplicación general. Su cerebro era como un guerrero acampado, listo para lanzarse a cualquier esfera del pensamiento.
No hay duda de que El Capital nos revela una mente de sorprendente vigor y saber superior. Pero para mí, como para todos los que conocieron a Marx en la intimidad, ni El Capital ni ninguna otra de sus obras refleja toda la magnitud de su genio ni la medida de su conocimiento. Era muy superior a sus propias obras.
Yo trabajé con Marx; sólo era el escribano al que dictaba, pero esto me dio la oportunidad de observar su manera de pensar y de escribir. El trabajo era fácil para él y al mismo tiempo difícil. Fácil porque su mente no encontraba dificultades para abarcar los hechos y las consideraciones importantes en su totalidad. Pero esa misma totalidad hacía de la exposición de sus ideas una cuestión de largo y arduo trabajo.
Vico decía: “El objeto es un cuerpo sólo para Dios, que conoce todo; para el hombre, que sólo conoce lo exterior, sólo es superficie.” Marx captaba los objetos a la manera del Dios de Vico. No sólo veía la superficie, sino lo que estaba por debajo de ésta. Examinaba todas las partes integrantes en su acción y reacción mutuas; aislaba cada una de estas partes y rastreaba la historia de su desarrollo. Luego pasaba del objeto a su ambiente y observaba la reacción de uno sobre el otro. Buscaba el origen del objeto, los cambios, evoluciones y revoluciones que había atravesado y procedía finalmente a sus efectos más remotos. No veía una cosa singularmente, en y para sí, aislada de su entorno: veía un mundo muy complejo en continuo movimiento.
Su intención era desenvolver todo ese mundo en sus numerosas y siempre variantes acciones y reacciones. Hombres de letras de la escuela de Flaubert y los Goncourt se quejan de que es muy difícil expresar con exactitud lo que se ve; sin embargo, lo único que quieren expresar es la superficie, la impresión que les produce. Su obra literaria es un juego de niños en comparación con la de Marx: hacía falta un extraordinario vigor de pensamiento para captar la realidad y expresar lo que veía y quería hacer ver a los demás. Marx nunca se sintió satisfecho de su obra, siempre hacía correcciones y siempre consideraba que la expresión era inferior a la idea que quería manifestar…
Marx tenía las dos cualidades del genio: un incomparable talento para dividir una cosa en cada uno de sus elementos y era un maestro para reconstituir el objeto dividido con todas sus partes, con sus diferentes formas de desarrollo y de descubrir sus relaciones internas recíprocas. Sus demostraciones no eran abstracciones, reproche que le hicieron economistas incapaces de pensar por sí mismos; su método no era el del geómetra que toma sus definiciones del mundo que lo rodea pero se abstrae por completo de la realidad al trazar sus conclusiones. El Capital no da definiciones ni fórmulas aisladas; da una serie de análisis muy penetrantes que ponen de relieve los matices más evasivos y las gradaciones más difíciles de captar.
Marx comienza por expresar el hecho claro de que la riqueza de una sociedad dominada por el modo de producción capitalista se presenta como una enorme acumulación de mercancías; la mercancía, que es un objeto concreto, no una abstracción matemática, es pues el elemento, la célula, de la riqueza capitalista. Marx toma la mercancía, le da vueltas de arriba abajo y le extrae un secreto tras otro de que los economistas oficiales no tenían la menor idea, aunque estos secretos son más numerosos y profundos que todos los misterios de la religión católica.
Después de examinar a la mercancía en todos sus aspectos, Marx la considera en su relación con otra mercancía, en el cambio. Después se ocupa de su producción y los presupuestos históricos de su producción. Considera las formas que asumen las mercancías y muestra cómo pasan de una a otra, cómo una forma es necesariamente engendrada por la otra. Expone el desarrollo lógico de los fenómenos con un arte tan perfecto que podría pensarse que lo ha imaginado. Y, sin embargo, es un producto de la realidad, una reproducción de la dialéctica real de la mercancía.
Marx fue siempre extremadamente meticuloso con su trabajo: nunca dio un dato ni una cifra que no fuera respaldada por las mejores autoridades. Nunca se sintió satisfecho con una información de segunda mano, siempre fue él mismo a las fuentes, por tedioso que fuera este procedimiento. Para confirmar el menor dato iba al Museo Británico y consultaba varios libros. Sus críticos nunca lograron probarle que fuera negligente ni que basara sus argumentos en datos que no hubieran sido objeto de una estricta comprobación.
Su costumbre de ir siempre a las fuentes lo llevó a leer a autores poco conocidos y que sólo él citaba. El Capital contiene tantas citas de autores poco conocidos que podría pensarse que Marx deseaba hacer gala de su ilustración. Pero no era esa su intención. “Administro la justicia histórica –decía–. Doy a cada uno lo suyo.” Se consideraba obligado a citar al autor que había expresado por primera vez una idea o la había formulado con la mayor corrección, por insignificante y poco conocido que fuera.
Marx era tan meticuloso desde el punto de vista literario como desde el punto de vista científico. No sólo no se basaba jamás en un dato del que no estuviera plenamente seguro, sino que nunca se permitía hablar de algo antes de estudiarlo concienzudamente. No publicó una sola obra sin haberla revisado repetidas veces, hasta encontrar la forma más apropiada. No podía soportar la idea de manifestarse públicamente sin una cuidadosa preparación. Habría sido una tortura para él mostrar sus manuscritos antes de darles el toque definitivo. Esto le preocupaba tanto que una vez me confesó que preferiría quemar sus manuscritos antes que dejarlos inconclusos.
Su método de trabajo le imponía con frecuencia tareas cuya magnitud difícilmente puede imaginar el lector. Así, para escribir las veinte páginas sobre legislación fabril inglesa que contiene El Capital revisó toda una biblioteca de Blue Books con informes de las comisiones y los inspectores fabriles de Inglaterra y Escocia. Los leyó de punta a cabo, como puede advertirse en las marcas de lápiz que allí aparecen. Consideraba estos informes como los documentos más importantes y autorizados para el estudio del modo de producción capitalista. Tenía una opinión tan alta de los encargados de hacerlos que dudaba de la posibilidad de encontrar en otro país de Europa “hombres tan capacitados, imparciales e intransigentes como los inspectores de fábricas de aquel país [Inglaterra]”.
Les rindió este brillante tributo en el Prefacio de El Capital [3]
De esos Blue Books Marx extrajo una gran riqueza de datos. Muchos miembros del Parlamento a los que se les distribuyen sólo los utilizan como blancos de tiro, juzgando la potencia del rifle por el número de páginas atravesadas. Otros los venden por libras y es lo mejor que pueden hacer, ya que esto permitió a Marx comprarlos baratos a los viejos comerciantes de papel de Long Acre, a los que solía visitar para revisar sus libros y papeles viejos. El profesor Beesley decía que Marx había sido quien más había utilizado las investigaciones oficiales inglesas y las había puesto en conocimiento de todo el mundo. No sabía que, antes de 1845, Engels tomó numerosos documentos de esos Blue Books, para escribir su libro sobre La situación de la clase Obrera en Inglaterra.