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    "Recuerdos de Marx" - texto escrito por Paul Lafargue - publicado en 1890 - 1891 - tomado del blog Revolución Cultural en 2012

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    pedrocasca
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    Mensaje por pedrocasca Dom Jul 08, 2012 9:10 pm

    RECUERDOS DE MARX

    texto escrito por PAUL LAFARGUE

    Publicado originalmente en Die Neue Zeit, vol. I, 1890-1891.

    tomado del blog Revolución Cultural en julio de 2012

    Era un hombre, en todo y por todo,
    como no espero hallar otro semejante.
    Hamlet, acto I, escena 2.
    Comienza el texto: Conocí a Karl Marx en febrero de 1865. La Primera Internacional había sido fundada el 28 de septiembre de 1864 en una reunión celebrada en Saint Martin's Hall, Londres y rae dirigí a Londres, desde París, para informar a Marx del desarrollo de la joven organización en aquella ciudad. M. Tolain, ahora senador en la república burguesa, me dio una carta de presentación. Tenía entonces 24 años. Recordaré mientras viva la impresión que me produjo aquella primera visita.
    Marx no estaba bien de salud. Trabajaba en el primer volumen de El capital, que no se publicó sino dos años después, en 1867. Temía no poder terminar su obra y se sentía contento de recibir visitas de jóvenes. "Debo preparar a otros para que puedan continuar, a mi muerte, la propaganda comunista" —solía decir (...)

    14 páginas en formato doc que se pueden leer y descargar desde el enlace:

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    Última edición por pedrocasca el Dom Jul 08, 2012 9:14 pm, editado 1 vez
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    Mensaje por pedrocasca Dom Jul 08, 2012 9:12 pm

    Hay en el Foro un tema titulado:

    "Cómo era Carlos Marx " (visto por quienes le conocieron) - libro con una selección de textos de Paul Laforgue, Liebknecht, Engels y otros

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    Mensaje por RioLena Miér Ene 29, 2020 8:02 pm

    Recuerdos de Marx

    Paul Lafargue, Eleonor Marx y Wilhelm Liebknecht


    Publicado por El Sudamericano en enero de 2020

    en el Foro en 7 mensajes◄


    Era un hombre, en todo y por todo,
    como no espero hallar otro semejante. - Hamlet, acto I, escena 2


    Conocí a Karl Marx en febrero de 1865.[1] La Primera Internacional había sido fundada el 28 de septiembre de 1864 en una reunión celebrada en Saint Martin’s Hall, Londres y me dirigí a Londres, desde París, para informar a Marx del desarrollo de la joven organización en aquella ciudad. M. Tolain, ahora senador en la república burguesa, me dio una carta de presentación.

    Tenía entonces 24 años. Recordaré mientras viva la impresión que me produjo aquella primera visita. Marx no estaba bien de salud. Trabajaba en el primer volumen de El Capital, que no se publicó sino dos años después, en 1867. Temía no poder terminar su obra y se sentía contento de recibir visitas de jóvenes. “Debo preparar a otros para que puedan continuar, a mi muerte, la propaganda comunista”, solía decir.

    Karl Marx era uno de esos escasos hombres que pueden ser, al mismo tiempo, grandes figuras de la ciencia y de la vida pública: estos dos aspectos estaban tan estrechamente unidos en él que sólo era posible entenderlo tomando en cuenta tanto al intelectual como al luchador socialista.

    Marx sostenía la opinión de que la ciencia debe ser cultivada por sí misma, independientemente de los resultados eventuales de la investigación pero, al mismo tiempo, creía que un científico sólo se rebajaría si renunciara a la participación en la vida pública o se encerrara en su estudio o en su laboratorio como un gusano en el queso, permaneciendo alejado de la vida y de la lucha política de sus contemporáneos.

    “La ciencia no debe ser un placer egoísta –solía decir–. Los que tienen la suerte de poder dedicarse a las tareas científicas deben ser los primeros en poner sus conocimientos al servicio de la humanidad.”

    Uno de sus lemas favoritos era; “Trabajar en favor de la humanidad.”

    Aunque Marx se emocionaba profundamente ante los sufrimientos de las clases trabajadoras, no fueron las consideraciones sentimentales sino el estudio de la historia y la economía política lo que lo acercó a las ideas comunistas. Sostenía que cualquier hombre no deformado, libre de la influencia de los intereses privados y no cegado por los prejuicios de clase debía llegar necesariamente a las mismas conclusiones. No obstante, al estudiar el desarrollo económico y político de la sociedad humana sin ninguna idea preconcebida, Marx escribió sin otra intención que la de propagar los resultados de su investigación y con la decidida voluntad de aportar un fundamento científico al movimiento socialista, que hasta entonces se había perdido en las nubes de la utopía. Dio publicidad a sus opiniones sólo para favorecer el triunfo de la clase trabajadora, cuya misión histórica es establecer el comunismo, tan pronto como haya logrado la dirección política y económica de la sociedad.

    Marx no limitó sus actividades al país donde había nacido.

    “Soy ciudadano del mundo –decía–; actúo dondequiera que me encuentro.”

    Y en efecto, cualquiera que fuera el país a donde los acontecimientos y la persecución política lo llevaran –Francia, Bélgica, Inglaterra– tuvo siempre una participación prominente en los movimientos revolucionarios que allí se desarrollaban.

    Pero no fue al incansable e incomparable agitador socialista sino más bien al científico al que vi, por primera vez, en su estudio de Mailand Park Road. Ese estudio era el centro de reunión al que acudían los camaradas del Partido procedentes de todas partes del mundo civilizado para conocer las opiniones del maestro del pensamiento socialista. Hay que conocer ese recinto histórico para poder penetrar en la intimidad de la vida espiritual de Marx.

    Estaba en el primer piso, inundado de luz por una gran ventana que miraba hacia el parque. Frente a la ventana y a cada lado de la chimenea, las paredes estaban cubiertas por libreros llenos de libros y repletos hasta el techo de periódicos y manuscritos. Frente a la chimenea, a un lado de la ventana, había dos mesas cubiertas de papeles, libros y periódicos; en medio de la habitación, a plena luz, se encontraba un pequeño escritorio sencillo (de tres pies por dos) y un sillón de madera; entre el sillón y el librero, frente a la ventana, había un sofá de cuero en el que Marx solía reposar por ratos. Sobre la chimenea había más libros, puros, cerillas, cajas de tabaco, pisapapeles y fotografías de las hijas de Marx y de su esposa, de Wilhelm Wolff [2] y de Friedrich Engels.

    Marx era un gran fumador. “El Capital –me dijo una vez– no pagará siquiera los tabacos que he fumado mientras lo escribía.” Pero aún gastaba más en cerillas. Se olvidaba con tanta frecuencia de su pipa o su puro que utilizaba un número increíble de cajas de cerillas en muy poco tiempo para prenderlos de nuevo.

    No permitía a nadie que pusiera sus libros y papeles en orden o más bien en desorden. El desorden en que se encontraban era sólo aparente; en realidad todo estaba en el sitio escogido, de modo que para él resultaba fácil tomar el libro o el cuaderno de notas que necesitaba. Aun durante la conversación, hacía con frecuencia una pausa para mostrar en algún libro una cita o una cifra que acababa de mencionar. Él y su estudio eran uno: los libros y papeles que había allí estaban bajo su control en la misma medida que sus propias piernas.

    Marx no gustaba de la simetría formal en el arreglo de sus libros: volúmenes de tamaños diversos y folletos se encontraban juntos. Los arreglaba de acuerdo con el contenido, no por el tamaño. Los libros eran instrumentos de trabajo mental, no artículos de lujo. “Son mis esclavos y deben servirme según mi voluntad” –solía decir. No le importaba el tamaño ni la encuadernación, la calidad del papel ni la tipografía; doblaba las esquinas de las páginas, marcaba con lápiz los márgenes y subrayaba líneas enteras. Nunca escribía en los libros, pero algunas veces no podía abstenerse de hacer un signo de exclamación o de interrogación cuando el autor iba demasiado lejos. Su sistema de subrayar le facilitaba encontrar cualquier pasaje que necesitara en un libro.

    Tenía una memoria extraordinariamente fiel, que había cultivado desde su juventud siguiendo el consejo de Hegel y aprendiendo de memoria versos en un idioma extranjero que no conociera.

    Conocía de memoria a Heine y a Goethe y los citaba con frecuencia en sus conversaciones; era lector asiduo de los poetas en todas las lenguas europeas. Leía todos los años a Esquilo en el original griego. Lo consideraba, junto con Shakespeare, como los más grandes genios dramáticos que hubiera producido la humanidad. Su respeto por Shakespeare era ilimitado: hizo un estudio detallado de sus obras y conocía hasta el menos importante de sus personajes. Toda su familia rendía un verdadero culto al gran dramaturgo inglés; sus tres hijas sabían muchas de sus obras de memoria. Cuando, después de 1848, quiso perfeccionar su conocimiento del inglés, que ya leía, buscó y clasificó todas las expresiones originales de Shakespeare. Hizo lo mismo con parte de las obras polémicas de William Cobbett, de quien tenía una gran opinión. Dante y Robert Bums se contaban entre sus poetas favoritos y escuchaba con gran placer a sus hijas, cuando éstas recitaban o cantaban las sátiras y baladas del poeta escocés.

    Cuvier, incansable trabajador y maestro de las ciencias, tenía una serie de habitaciones arregladas para su uso personal en el Museo de París, del cual era director. Cada habitación estaba dedicada a un uso específico y contenía los libros, instrumentos, auxiliares anatómicos, etc., necesarios para esos fines. Cuando se cansaba de un tipo de trabajo se dirigía al otro cuarto y se dedicaba a algún otro; este simple cambio de ocupación mental, se dice, era un descanso para él.

    Marx era un trabajador tan incansable como Cuvier, pero no tenía los medios para arreglar varios estudios. Descansaba caminando de un lado a otro por la habitación. Había una franja gastada en el suelo, de la puerta a la ventana, tan claramente definida como un sendero a través de un prado.

    Cada cierto tiempo se recostaba sobre el sofá y leía una novela; a veces leía dos o tres a la vez, alternándolas. Como Darwin, era un gran lector de novelas y prefería las del siglo XVIII, especialmente Tom Jones de Fielding.

    Los novelistas más modernos que consideraba más interesantes eran Paul de Kock, Charles Lever, Alejandro Dumas padre y Walter Scott, cuyo libro Old Mortality consideraba una obra maestra. Tenía una clara preferencia por las historias de aventuras y de humor.

    Situaba a Cervantes y a Balzac por encima de todos los novelistas. Veía en Don Quijote la épica de la caballería en desaparición, cuyas virtudes eran ridiculizadas y escarnecidas en el mundo burgués en ascenso. Admiraba tanto a Balzac que quería escribir una crítica de su gran obra, La comedia humana, tan pronto como hubiera terminado su libro de economía. Consideraba a Balzac no sólo como el historiador de su tiempo, sino como el creador profético de personajes que todavía estaban en embrión en los días de Luis Felipe y no se desarrollaron plenamente sino después de su muerte, con Napoleón III.

    Marx leía todos los idiomas europeos y escribía tres: el alemán, el francés y el inglés, para admiración de los expertos lingüistas. Gustaba de repetir: “Una lengua extranjera es un arma en la lucha por la vida.”

    Tenía mucho talento para los idiomas, que sus hijas heredaron. Se dedicó a estudiar el ruso cuando ya tenía 50 años y, aunque ese idioma no tenía mucha afinidad con ninguna lengua moderna o antigua de las que conocía, en seis meses lo aprendió tan bien que encontraba gran placer en la lectura de los poetas y prosistas rusos, entre los que prefería a Pushkin, Gogol y Schedrin. Estudió ruso para poder leer los documentos de investigaciones oficiales acalladas por el gobierno ruso debido a las revelaciones políticas que contenían. Amigos fieles consiguieron los documentos para Marx y éste fue, sin duda alguna, el único estudioso de la economía política en Europa Occidental que pudo conocerlos.

    Además de los poetas y novelistas, Marx tenía otra manera notable de descansar intelectualmente: las matemáticas, por las que sentía un gusto especial. El álgebra le producía inclusive un consuelo moral y se refugiaba en ella en los momentos más dolorosos de su accidentada vida. Durante la última enfermedad de su mujer no podía dedicarse a su trabajo científico habitual y la única manera en que podía sacudir la depresión producida por los sufrimientos de ella era sumergirse en las matemáticas. Durante esa época de dolor moral escribió una obra de cálculo infinitesimal que, según la opinión de los expertos, es de gran valor científico y será publicada en sus obras completas. Veía en las matemáticas superiores la forma más lógica y, al mismo tiempo, la más sencilla del movimiento dialéctico. Sostenía la opinión de que una ciencia no está realmente desarrollada mientras no ha aprendido a hacer uso de las matemáticas.

    Aunque la biblioteca de Marx contenía más de mil volúmenes cuidadosamente seleccionados a lo largo de una labor de investigación de toda una vida, no le bastaba y durante años acudió al Museo Británico, cuyo catálogo apreciaba altamente.

    A pesar de que se acostaba muy tarde, Marx se levantaba siempre entre las ocho y las nueve de la mañana, tomaba un poco de café negro, leía los periódicos y se dirigía a su estudio, donde trabajaba hasta las dos o tres de la madrugada. Sólo interrumpía su trabajo para comer y, cuando lo permitía el tiempo, para dar un paseo por Hampstead Heath al atardecer. Durante el día dormía algunas veces una o dos horas en el sofá. En su juventud trabajaba con frecuencia toda la noche.

    Marx sentía pasión por el trabajo. Se absorbía tanto en él que muchas veces se olvidaba de comer. Frecuentemente había que llamarlo varias veces para que fuera al comedor y apenas había terminado con el último bocado cuando regresaba a su estudio.

    Comía muy poco y hasta sufría de falta de apetito. Trataba de vencerlo con alimentos muy condimentados: jamón, pescado ahumado, caviar, pepinillos. Su estómago tenía que resentir la enorme actividad de su cerebro. Sacrificaba todo su cuerpo al cerebro; pensar era su gran placer. Con frecuencia le oí repetir las palabras de Hegel, el maestro de filosofía de su juventud:

    “Aun las ideas criminales de un malvado tienen más grandeza y nobleza que las maravillas de los cielos.”

    Su constitución física tenía que ser buena para poder resistir este modo de vida poco común y el exhaustivo trabajo mental. Tenía, en efecto, una poderosa constitución, era más alto de lo normal, de anchos hombros, pecho profundo y piernas bien proporcionadas, aunque la columna vertebral era bastante larga en comparación con las piernas, como suele suceder con los judíos. Si hubiera practicado la gimnasia en su juventud se habría convertido en un hombre muy fuerte. El único ejercicio físico que hacía regularmente era caminar: vagaba o subía a los cerros durante horas, conversando y fumando, y no se sentía en absoluto fatigado. Puede decirse que inclusive trabajaba mientras caminaba en su estudio, sentándose sólo durante cortos periodos para escribir lo que había pensado mientras caminaba. Le gustaba caminar para arriba y para abajo mientras hablaba, deteniéndose una que otra vez cuando la explicación se hacía muy animada o la conversación muy seria.

    Durante muchos años lo acompañé en sus caminatas nocturnas por Hampstead Heath y fue caminando por los prados como adquirí mi formación económica. Sin advertirlo, me fue exponiendo todo el contenido del primer libro de El Capital mientras lo escribía.

    Al regresar a mi casa, anotaba siempre lo mejor que podía todo lo que había escuchado. Al principio me resultaba difícil seguir el profundo y complicado razonamiento de Marx. Desgraciadamente he perdido esas preciosas notas, porque después de la Comuna la policía saqueó y quemó mis papeles en París y en Burdeos.

    Lo que más lamento es la pérdida de las notas que tomé aquella noche en que Marx, con la abundancia de pruebas y consideraciones que le era típica, expuso su brillante teoría acerca del desarrollo de la sociedad humana. Fue como si se me cayeran escamas de los ojos. Por primera vez comprendí claramente la lógica de la historia universal y pude remontarme a los orígenes materiales de fenómenos aparentemente tan contradictorios como el desarrollo de la sociedad y las ideas. Me sentí deslumbrado y esa impresión perduró por muchos años.

    Los socialistas de Madrid[2] tuvieron la misma impresión cuando les desarrollé, en la medida de mis escasas posibilidades, la más magnífica de las teorías de Marx, sin duda una de las más grandes elaboradas jamás por el cerebro humano.

    El cerebro de Marx estaba armado con un acerbo increíble de datos de la historia y las ciencias naturales, así como de las teorías filosóficas. Tenía una capacidad notable para utilizar el conocimiento y las observaciones acumuladas durante años de trabajo intelectual. Podía interrogársele en cualquier momento, sobre cualquier tema, y obtenerse la respuesta más detallada que pudiera desearse, acompañada siempre de reflexiones filosóficas de aplicación general. Su cerebro era como un guerrero acampado, listo para lanzarse a cualquier esfera del pensamiento.

    No hay duda de que El Capital nos revela una mente de sorprendente vigor y saber superior. Pero para mí, como para todos los que conocieron a Marx en la intimidad, ni El Capital ni ninguna otra de sus obras refleja toda la magnitud de su genio ni la medida de su conocimiento. Era muy superior a sus propias obras.

    Yo trabajé con Marx; sólo era el escribano al que dictaba, pero esto me dio la oportunidad de observar su manera de pensar y de escribir. El trabajo era fácil para él y al mismo tiempo difícil. Fácil porque su mente no encontraba dificultades para abarcar los hechos y las consideraciones importantes en su totalidad. Pero esa misma totalidad hacía de la exposición de sus ideas una cuestión de largo y arduo trabajo.

    Vico decía: “El objeto es un cuerpo sólo para Dios, que conoce todo; para el hombre, que sólo conoce lo exterior, sólo es superficie.” Marx captaba los objetos a la manera del Dios de Vico. No sólo veía la superficie, sino lo que estaba por debajo de ésta. Examinaba todas las partes integrantes en su acción y reacción mutuas; aislaba cada una de estas partes y rastreaba la historia de su desarrollo. Luego pasaba del objeto a su ambiente y observaba la reacción de uno sobre el otro. Buscaba el origen del objeto, los cambios, evoluciones y revoluciones que había atravesado y procedía finalmente a sus efectos más remotos. No veía una cosa singularmente, en y para sí, aislada de su entorno: veía un mundo muy complejo en continuo movimiento.

    Su intención era desenvolver todo ese mundo en sus numerosas y siempre variantes acciones y reacciones. Hombres de letras de la escuela de Flaubert y los Goncourt se quejan de que es muy difícil expresar con exactitud lo que se ve; sin embargo, lo único que quieren expresar es la superficie, la impresión que les produce. Su obra literaria es un juego de niños en comparación con la de Marx: hacía falta un extraordinario vigor de pensamiento para captar la realidad y expresar lo que veía y quería hacer ver a los demás. Marx nunca se sintió satisfecho de su obra, siempre hacía correcciones y siempre consideraba que la expresión era inferior a la idea que quería manifestar…

    Marx tenía las dos cualidades del genio: un incomparable talento para dividir una cosa en cada uno de sus elementos y era un maestro para reconstituir el objeto dividido con todas sus partes, con sus diferentes formas de desarrollo y de descubrir sus relaciones internas recíprocas. Sus demostraciones no eran abstracciones, reproche que le hicieron economistas incapaces de pensar por sí mismos; su método no era el del geómetra que toma sus definiciones del mundo que lo rodea pero se abstrae por completo de la realidad al trazar sus conclusiones. El Capital no da definiciones ni fórmulas aisladas; da una serie de análisis muy penetrantes que ponen de relieve los matices más evasivos y las gradaciones más difíciles de captar.

    Marx comienza por expresar el hecho claro de que la riqueza de una sociedad dominada por el modo de producción capitalista se presenta como una enorme acumulación de mercancías; la mercancía, que es un objeto concreto, no una abstracción matemática, es pues el elemento, la célula, de la riqueza capitalista. Marx toma la mercancía, le da vueltas de arriba abajo y le extrae un secreto tras otro de que los economistas oficiales no tenían la menor idea, aunque estos secretos son más numerosos y profundos que todos los misterios de la religión católica.

    Después de examinar a la mercancía en todos sus aspectos, Marx la considera en su relación con otra mercancía, en el cambio. Después se ocupa de su producción y los presupuestos históricos de su producción. Considera las formas que asumen las mercancías y muestra cómo pasan de una a otra, cómo una forma es necesariamente engendrada por la otra. Expone el desarrollo lógico de los fenómenos con un arte tan perfecto que podría pensarse que lo ha imaginado. Y, sin embargo, es un producto de la realidad, una reproducción de la dialéctica real de la mercancía.

    Marx fue siempre extremadamente meticuloso con su trabajo: nunca dio un dato ni una cifra que no fuera respaldada por las mejores autoridades. Nunca se sintió satisfecho con una información de segunda mano, siempre fue él mismo a las fuentes, por tedioso que fuera este procedimiento. Para confirmar el menor dato iba al Museo Británico y consultaba varios libros. Sus críticos nunca lograron probarle que fuera negligente ni que basara sus argumentos en datos que no hubieran sido objeto de una estricta comprobación.

    Su costumbre de ir siempre a las fuentes lo llevó a leer a autores poco conocidos y que sólo él citaba. El Capital contiene tantas citas de autores poco conocidos que podría pensarse que Marx deseaba hacer gala de su ilustración. Pero no era esa su intención. “Administro la justicia histórica –decía–. Doy a cada uno lo suyo.” Se consideraba obligado a citar al autor que había expresado por primera vez una idea o la había formulado con la mayor corrección, por insignificante y poco conocido que fuera.

    Marx era tan meticuloso desde el punto de vista literario como desde el punto de vista científico. No sólo no se basaba jamás en un dato del que no estuviera plenamente seguro, sino que nunca se permitía hablar de algo antes de estudiarlo concienzudamente. No publicó una sola obra sin haberla revisado repetidas veces, hasta encontrar la forma más apropiada. No podía soportar la idea de manifestarse públicamente sin una cuidadosa preparación. Habría sido una tortura para él mostrar sus manuscritos antes de darles el toque definitivo. Esto le preocupaba tanto que una vez me confesó que preferiría quemar sus manuscritos antes que dejarlos inconclusos.

    Su método de trabajo le imponía con frecuencia tareas cuya magnitud difícilmente puede imaginar el lector. Así, para escribir las veinte páginas sobre legislación fabril inglesa que contiene El Capital revisó toda una biblioteca de Blue Books con informes de las comisiones y los inspectores fabriles de Inglaterra y Escocia. Los leyó de punta a cabo, como puede advertirse en las marcas de lápiz que allí aparecen. Consideraba estos informes como los documentos más importantes y autorizados para el estudio del modo de producción capitalista. Tenía una opinión tan alta de los encargados de hacerlos que dudaba de la posibilidad de encontrar en otro país de Europa “hombres tan capacitados, imparciales e intransigentes como los inspectores de fábricas de aquel país [Inglaterra]”.
    Les rindió este brillante tributo en el Prefacio de El Capital [3]

    De esos Blue Books Marx extrajo una gran riqueza de datos. Muchos miembros del Parlamento a los que se les distribuyen sólo los utilizan como blancos de tiro, juzgando la potencia del rifle por el número de páginas atravesadas. Otros los venden por libras y es lo mejor que pueden hacer, ya que esto permitió a Marx comprarlos baratos a los viejos comerciantes de papel de Long Acre, a los que solía visitar para revisar sus libros y papeles viejos. El profesor Beesley decía que Marx había sido quien más había utilizado las investigaciones oficiales inglesas y las había puesto en conocimiento de todo el mundo. No sabía que, antes de 1845, Engels tomó numerosos documentos de esos Blue Books, para escribir su libro sobre La situación de la clase Obrera en Inglaterra.



    Última edición por RioLena el Miér Ene 29, 2020 8:15 pm, editado 1 vez
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    Mensaje por RioLena Miér Ene 29, 2020 8:03 pm

    Para conocer y amar el corazón que latía en el pecho de Marx el intelectual había que verlo una vez que había cerrado sus libros y cuadernos y se encontraba rodeado de su familia, o los domingos por la tarde con el grupo de sus amigos. Entonces se mostraba como la más amable de las compañías, lleno de ingenio y de humor, con una risa que venía directamente del corazón.

    Sus ojos negros bajo los arcos de sus pobladas cejas brillaban de complacencia y de malicia siempre que escuchaba una opinión ingeniosa o una observación pertinente.

    Era un padre amoroso, bondadoso e indulgente.

    “Los hijos deben educar a sus padres”, decía. Nunca hubo la menor señal del padre autoritario en sus relaciones con sus hijas, cuyo amor hacia él era extraordinario. Nunca les daba una orden, sino que les pedía que hicieran lo que él quería como un favor o les hacía sentir que no debían hacer lo que deseaba prohibirles. Y, no obstante, difícilmente un padre habría podido tener hijos más dóciles que los suyos. Sus hijas lo consideraban un amigo y lo trataban como un compañero; no lo llamaban “padre” sino “Mohr” [moro] un apodo que debía a su tez morena y su cabello y sus barbas negros como el azabache. Los miembros de la Liga Comunista, por su parte, lo llamaban “el padre Marx” antes de 1848, cuando no tenía siquiera treinta años…

    Marx se pasaba horas jugando con sus hijas. Éstas recuerdan todavía las batallas marítimas en una gran fuente de agua y el incendio de las flotas de barcos de papel que les hacía y a los que prendían fuego después para su gran entusiasmo.

    Los domingos sus hijas no lo dejaban trabajar; les pertenecía por todo el día. Si el tiempo era bueno, toda la familia iba a dar un paseo por el campo. En el camino, se detenían en alguna posada modesta a comprar pan, queso y cerveza de gengibre. Cuando sus hijas eran pequeñas les hacía sentir más corto el camino durante un largo paseo contándoles interminables historias fantásticas que inventaba en medio de la marcha, desarrollando y haciendo más tensas las complicaciones de acuerdo con la distancia que tenían que recorrer, de modo que las pequeñas se olvidaran del cansancio al escucharlo.

    Tenía una imaginación incomparablemente fértil: sus primeras obras literarias fueron algunos poemas. La señora Marx conservaba cuidadosamente los poemas escritos por su marido en su juventud, pero nunca los mostraba a nadie. Su familia había soñado con que se convirtiera en hombre de letras o en profesor y consideraba que se estaba rebajando al entregarse a la agitación socialista y la economía política, desdeñada por entonces en Alemania.

    Marx había prometido a sus hijas que escribiría para ellas un drama sobre los Gracos. Desgraciadamente no pudo cumplir su palabra. Habría sido interesante ver cómo él, llamado el “campeón de la lucha de clases”, hubiera tratado ese episodio terrible y magnífico de la lucha de clases en el mundo antiguo. Marx elaboró muchos planes que nunca fueron realizados. Entre otras obras, proyectaba escribir una Lógica y una Historia de la Filosofía, siendo éste su tema favorito en sus días de juventud. Habría tenido que vivir cien años para realizar todos sus planes literarios y entregar al mundo una parte del tesoro que albergaba su cerebro.

    La esposa de Marx fue su colaboradora durante toda su vida, en el más verdadero y pleno sentido de la palabra. Se habían conocido de niños y habían crecido juntos. Marx sólo tenía diecisiete años cuando se comprometió. La joven pareja tuvo que esperar siete largos años antes de casarse en 1843. Desde entonces jamás se separaron.

    La señora Marx murió poco antes que su marido. Nadie tenía un mayor sentido de la igualdad que ella, aunque nació y se crió en el seno de una familia aristocrática alemana. Recibía a los trabajadores, vestidos con sus ropas de trabajo, en su casa y en su mesa con la misma cortesía y consideración que si fueran duques o príncipes. Muchos trabajadores de distintos países disfrutaron de su hospitalidad y estoy convencido de que ninguno de ellos imaginó siquiera que aquella mujer que los recibía con una cordialidad tan hogareña y sincera descendía, por la línea materna, de la familia de los Duques de Argyll y que su hermano era ministro del rey de Prusia. Esto no le importaba a la señora Marx; había renunciado a todo para seguir a su Karl y nunca, ni siquiera en las épocas de tremenda necesidad, lamentó haberlo hecho.

    Tenía un cerebro claro y brillante. Sus cartas a los amigos, escritas sin restricciones ni esfuerzo, son logros magistrales de un pensamiento vigoroso y original. Era un placer recibir una carta de la señora Marx. Johann Philipp Becker publicó varias de sus cartas. Heine, satírico despiadado, temía la ironía de Marx pero sentía gran admiración por el espíritu penetrante y sensible de su esposa; cuando los Marx estaban en París era uno de sus visitantes habituales.

    Marx tenía tanto respeto por la inteligencia y el sentido crítico de su mujer que le mostraba todos sus manuscritos y daba gran importancia a su opinión, según él mismo me dijo en 1866. La señora Marx copiaba los manuscritos de su marido antes de enviarlos a la imprenta.

    La señora Marx tuvo varios hijos. Tres de ellos murieron a una tierna edad, durante el periodo de dificultades que atravesó la familia después de la Revolución de 1848. Por entonces vivían como emigrantes en Londres, en dos pequeñas habitaciones en Dean Street, Soho Square. Yo sólo conocí a las tres hijas. Cuando fui presentado a Marx en 1865 su hija más joven, ahora la señora Aveling, era una niña encantadora con un carácter muy alegre. Marx solía decir que su mujer se había equivocado en el sexo cuando la había traído al mundo. Las otras dos hijas formaban un contraste sorprendente y armonioso. La mayor, la señora Longuet, tenía la tez morena y la complexión vigorosa del padre, los ojos oscuros y el pelo negro azabache. La segunda, [Laura] la señora Lafargue, tenía el cabello claro y la piel color de rosa, su hermoso cabello rizado tenía un resplandor dorado, como si hubiera apresado los rayos del sol poniente: era como su madre.

    Otro miembro importante del hogar de los Marx era Hélène Demuth. Nacida de una familia campesina, entró al servicio de la señora Marx mucho antes de su matrimonio, cuando apenas era más que una niña. Cuando se casó, permaneció a su lado y se dedicó a la familia Marx con un olvido total de sí misma. Acompañó a su señora y al esposo de ésta en todos sus viajes por Europa y compartió su exilio. Era el hada de la casa y siempre encontraba solución a las situaciones más difíciles. Fue gracias a su sentido del orden, a su economía y a su habilidad que la familia Marx nunca se encontró privada de lo más esencial. Sabía hacer de todo: cocinaba, limpiaba la casa, vestía a las niñas, les cortaba sus vestidos y los cosía con la señora Marx. Era ama de llaves y mayordomo al mismo tiempo: manejaba toda la casa. Las niñas la querían como a una madre y los sentimientos maternales que abrigaba hacia ellas le daban tal autoridad. La señora Marx la consideraba su amiga del alma y Marx le dispensaba una amistad especial: jugaba con ella al ajedrez y con frecuencia perdía.

    Hélène quería ciegamente a la familia Marx: todo lo que hicieran estaba bien a sus ojos y no podía ser de otra manera; quien criticara a Marx tenía que vérselas con ella. Extendía su protección maternal a todo el que fuera admitido en la intimidad de los Marx. Era como si hubiera adoptado a toda la familia Marx. Sobrevivió a Marx y a su mujer y entonces trasladó sus cuidados a la casa de Engels. Lo había conocido desde niña y le dispensaba el mismo afecto que tenía por la familia Marx.

    Engels era, por así decir, un miembro de la familia Marx. Las hijas de Marx lo llamaban su segundo padre. Era el álter ego de Marx. Durante mucho tiempo sus dos nombres nunca se separaron en Alemania y permanecerán unidos para siempre en la historia.

    Marx y Engels fueron la personificación en nuestro tiempo del ideal de amistad pintado por los poetas de la antigüedad. Desde su juventud se desarrollaron juntos y paralelamente, vivieron en una íntima camaradería de ideas y sentimientos y compartieron la misma agitación revolucionaria; mientras vivieron cerca trabajaron en común. Si los acontecimientos no los hubieran separado por más de veinte años, habrían trabajado juntos, probablemente, durante todas sus vidas. Pero después de la derrota de la Revolución de 1848, Engels tuvo que irse a Manchester, mientras que Marx se vio obligado a permanecer en Londres. Aun así, continuaron su vida intelectual en común, escribiéndose casi diariamente, dándose sus opiniones sobre los acontecimientos políticos y científicos y sobre el trabajo de ambos. En cuanto Engels pudo librarse de su trabajo se apresuró a marchar de Manchester a Londres, donde fijó su casa a sólo diez minutos de distancia de su querido Marx. Desde 1870 hasta la muerte de su amigo no pasó un solo día sin que ambos se vieran, unas veces en casa de uno y otras en la del otro.

    Fue un día de gozo para los Marx cuando Engels les anunció que venía de Manchester. Se habló mucho de su próxima visita y, el día de su llegada, Marx estaba tan impaciente que no podía trabajar. Los dos amigos se pasaron toda la noche fumando y bebiendo juntos y conversando sobre todo lo que había sucedido desde su última reunión.

    Marx apreciaba la opinión de Engels más que la de ningún otro, porque Engels era el hombre al que consideraba capaz de ser su colaborador. Engels constituía para él todo un auditorio. Ningún esfuerzo le habría parecido excesivo a Marx para convencer a Engels y ganarlo para sus ideas. Lo he visto, por ejemplo, leer una y otra vez volúmenes enteros para encontrar el dato que necesitaba para hacer variar la opinión de Engels sobre algún punto secundario que no recuerdo, acerca de las guerras políticas y religiosas de los albigenses. Fue un triunfo para Marx lograr que Engels cambiara de opinión.

    Marx estaba orgulloso de Engels. Se complacía en enumerarme todas sus cualidades morales e intelectuales. Una vez hizo el viaje especialmente a Manchester conmigo para presentármelo. Admiraba la versatilidad de sus conocimientos y se alarmaba por lo más mínimo que pudiera sucederle.

    “Tiemblo –me decía– por miedo de que pueda sufrir un accidente de caza. Es tan impetuoso; galopa por el campo con las riendas flojas, sin pararse ante ningún obstáculo.”

    Marx era tan buen amigo como esposo y padre amante. En su mujer y sus hijas, en Hélène y Engels encontró los objetos merecedores del amor de un hombre de su calidad.

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    Mensaje por RioLena Miér Ene 29, 2020 8:03 pm

    Habiendo comenzado como dirigente de la burguesía radical, Marx se vio abandonado tan pronto como su oposición se volvió demasiado resuelta y lo consideraron como un enemigo en cuanto se hizo socialista. Fue hostigado y expulsado de Alemania después de haber sido desacreditado y calumniado y después se hizo una conspiración del silencio contra él y su obra. El 18 Brumario, que demuestra que Marx fue el único historiador y político de 1848 que comprendió y reveló la verdadera naturaleza de las causas y resultados del golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, fue completamente ignorado. A pesar de la veracidad de la obra ni un solo periódico burgués la mencionó siquiera.

    Miseria de la Filosofía, respuesta a la Filosofía de la Miseria y Contribución a la Crítica de la Economía Política fueron igualmente ignorados. La Primera Internacional y el primer libro de El Capital rompieron esta conspiración del silencio que había durado quince años. Marx no podía seguir siendo ignorado: la Internacional propagó por el mundo la gloria de sus realizaciones. Aunque Marx permaneció en segundo plano y dejaba que otros actuaran pronto se descubrió quién era el hombre detrás de los bastidores.

    El Partido Socialdemócrata fue fundado en Alemania y se convirtió en una fuerza cortejada por Bismarck antes de atacarla. Schwweitzer, seguidor de Lasalle, publicó una serie de artículos, muy elogiados por Marx, para difundir El Capital entre el público trabajador. Por una moción de Johann Philipp Becker, el Congreso de la Internacional adoptó una resolución que atraía la atención de los socialistas de todos los países hacia El Capital como “la Biblia de la clase trabajadora”[5]

    Después del levantamiento del 18 de marzo de 1871, en donde muchos pretendieron ver la obra de la Internacional y después de la derrota de la Comuna, a la que el Consejo General de la Primera Internacional se dedicó a defender contra la rabia de la prensa burguesa en todos los países, el nombre de Marx se dio a conocer en todo el mundo.

    Fue reconocido como el más grande teórico del socialismo científico y el organizador del primer movimiento internacional de la clase trabajadora.

    El Capital se convirtió en el manual de los socialistas de todos los países. Todos los periódicos socialistas y de la clase trabajadora difundieron sus teorías científicas. Durante una gran huelga que estalló en Nueva York se publicaron extractos de El Capital en forma de volantes para inspirar a los trabajadores la resistencia y para demostrarles cuan justificadas eran sus demandas.

    El Capital fue traducido a las principales lenguas europeas: ruso, francés e inglés y se publicaron fragmentos en alemán, italiano, francés, español y holandés. Siempre que sus opositores hicieron intentos en Europa o en los Estados Unidos para refutar sus teorías, los economistas recibían siempre una respuesta socialista que les hacía cerrar la boca. El Capital es hoy realmente, como fue llamado por el Congreso de la Internacional, la Biblia de la clase trabajadora.

    La participación de Marx en el movimiento socialista internacional le quitaba tiempo a su actividad científica. La muerte de su mujer y de su hija mayor, la señora Longuet, también ejercieron un efecto adverso sobre aquélla.

    El amor de Marx por su mujer era profundo e íntimo. Su belleza había sido su orgullo y su alegría, su bondad y dedicación habían aligerado para él las dificultades necesariamente resultantes de su accidentada vida como socialista revolucionario. La enfermedad que llevó a la muerte a Jenny Marx acortó también la vida de su marido. Durante esa larga y dolorosa enfermedad Marx, exhausto por la falta de sueño y de ejercicio y aire fresco y por la preocupación moral, contrajo la neumonía que había de arrebatarlo a la vida.

    El 2 de diciembre de 1881, la esposa de Marx murió como había vivido, como comunista y materialista. La muerte no le producía terror. Cuando sintió que se acercaba el fin exclamó: “¡Karl, me faltan las fuerzas!” Ésas fueron sus últimas palabras inteligibles.

    Fue sepultada en el cementerio de Highgate, en terreno no consagrado, el 5 de diciembre. Conforme a los hábitos de su vida y de la de Marx, se cuidó que sus funerales no se hicieran públicos y sólo algunos amigos íntimos la acompañaron a su último lugar de descanso. El viejo amigo de Marx, Engels, pronunció la oración fúnebre sobre su tumba.

    Después de la muerte de su mujer, la vida de Marx fue una sucesión de sufrimientos físicos y morales que soportó con gran fortaleza. Éstos se agravaron con la súbita muerte de su hija mayor, la señora Longuet, un año después. Estaba destrozado y ya no habría de recuperarse.

    Murió en su mesa de trabajo, el 14 de marzo de 1883, a la edad de sesenta y cuatro años.

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    Mensaje por RioLena Miér Ene 29, 2020 8:05 pm

    Notas del texto:

    1] Publicado originalmente en Die Neue Zeit, vol. I, 1890-1891

    2] Después de la derrota de la Comuna de París, Lafargue emigró a España, encargado por Marx y el Consejo General de la Primera Internacional para que se ocupara de la lucha político-ideológica contra los bakuninistas anarquistas.

    3] El Capital, Fondo de Cultura Económica, México, 1959, p. XV.

    4] El “lobo rojo” era Ferdinand Wolf (la palabra alemana Wolf significa “lobo”), colaborador de La Nueva Gaceta Renana. El “lobo de prisión” era Wilhelm Wolf, a quien Marx dedicó El Capital.

    5] Esta resolución fue adoptada por el Congreso de Bruselas de la Primera Internacional, en septiembre de 1868. [E.]

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    Mensaje por RioLena Miér Ene 29, 2020 8:06 pm

    KARL MARX (Notas Sueltas)

    Eleanor Marx-Aveling [1]


    Mis amigos austríacos me piden que les envíe algunos recuerdos de mi padre. No podían haberme pedido nada más difícil. Pero los hombres y mujeres de Austria están realizando una lucha tan espléndida por la causa en favor de la cual vivió y trabajó Karl Marx, que no es posible negarse. Y por eso trataré de enviarles algunas notas dispersas y desorganizadas acerca de mi padre.

    Muchas historias se han contado sobre Karl Marx, sobre sus “millones” (en libras esterlinas, por supuesto, ya que no podía ser moneda de menor denominación), hasta una subvención pagada por Bismarck, al que supuestamente ¡visitaba constantemente en Berlín en los días de la Internacional!. Pero, después de todo, para los que conocieron a Karl Marx ninguna leyenda es más divertida que esa muy difundida que lo pinta como un hombre moroso, amargado, inflexible, inabordable, una especie de Júpiter Tonante, lanzando siempre truenos, incapaz de una sonrisa, aposentado indiferente y solitario en el Olimpo. Este retrato del ser más alegre y jubiloso que haya existido, de un hombre rebosante de buen humor, cuya cálida risa era contagiosa e irresistible, del más bondadoso, gentil, generoso de los compañeros es algo que no deja de sorprender –y divertir– a quienes lo conocieron.

    En su vida hogareña, lo mismo que en las relaciones con sus amigos e inclusive con los simples conocidos, creo que podría afirmarse que las principales características de Karl Marx fueron su perdurable buen humor y su generosidad sin límites. Su bondad y paciencia eran realmente sublimes. Un hombre de temperamento menos amable se hubiera desesperado ante las interrupciones constantes, las exigencias continuas que recibía de toda clase de personas. Que un refugiado de la Comuna –un viejo terriblemente monótono, por cierto– que había retenido a Marx durante tres horas mortales, cuando se le dijo por fin que el tiempo urgía y que todavía había mucho trabajo por hacer, le respondiera: “Mon cher Marx, je vous excuse” es característico de la cortesía y la gentileza de Marx.

    Lo mismo que con aquel aburrido señor, con cualquier hombre o mujer al que creyera honesto (y prestaba su precioso tiempo a muchos que abusaban lamentablemente de su generosidad), Marx fue siempre el más amistoso y bondadoso de los hombres. Su facultad para “atraer” a la gente, para hacerles sentir que estaba interesado en ellos era maravillosa.

    He oído hablar, a hombres de las más diversas ideas y posiciones, de su capacidad peculiar para comprenderlos y para comprender sus posturas. Cuando creía que alguien era realmente honesto su paciencia era ilimitada. Ninguna pregunta le parecía demasiado trivial y ningún argumento demasiado infantil para una discusión seria. Su tiempo y sus vastos conocimientos estaban siempre al servicio de cualquier hombre o mujer que se mostrara ansioso de aprender.

    Pero era en su relación con los niños donde Marx era quizás más encantador. No ha habido compañero de juegos más agradable para los niños. El recuerdo más antiguo que tengo de él data de mis tres años de edad, y “Morh” (tengo que usar el viejo apodo familiar) me llevaba cargada sobre sus hombros alrededor de nuestro pequeño jardín en Grafton Terrace poniéndome flores en mis cabellos castaños. Moro era, en opinión de todos nosotros, un espléndido caballo. Antes –yo no recuerdo aquellos días pero me lo han contado– mis hermanas y mi hermanito –cuya muerte poco después de mi nacimiento fue una pena de toda la vida para mis padres– “arreaban” al Moro, atado a unas sillas sobre las que se “montaban” y que él tenía que arrastrar… Personalmente –quizás porque no tenía hermanas de mi edad– prefería al Moro como caballo de montar. Sentada sobre sus hombros, agarrada a su gran crin de pelo, negro por aquella época, apenas con un poco de gris, me dio magníficos paseos por nuestro pequeño jardín y por los terrenos –ahora construidos– que rodeaban nuestra casa de Grafton Terrace. Debo decir algo sobre el nombre de “el Moro”. En la casa todos teníamos apodos. (Los lectores de El Capital saben lo hábil que era Marx para poner nombres.) “Mohr” era el nombre habitual, casi oficial, por el que Marx era llamado, no sólo por nosotros, sino por todos los amigos más íntimos. Pero también era nuestro “Challey” (supongo que se trataba, originalmente, de una variación de Charley) y nuestro “Old Nick”. Mi madre era siempre nuestra “Mohme”. Nuestra vieja amiga Hélène Demuth –amiga de toda la vida de mis padres– se convirtió, después de pasar por una serie de nombres, en “Nym”. Engels, después de 1870, era nuestro “General”. Una amiga muy íntima –Lina Scholer– nuestra “Old Mole”. Mi hermana Jenny era “Qui Qui, Emperador de la China” y “Di”. Mi hermana Laura (la esposa de Lafargue) era “el Hotentote” y “Kakadou”. Yo era “Tussy” –apodo que he conservado– y “Quo Quo, Sucesor del Emperador de la China” y, durante mucho tiempo, fui también “Getwerg Alberich” (de los Niebelungen Lied).

    Pero si Moro era un ‘excelente caballo’, tenía otra cualidad superior. Era un narrador único, sin rival. He oído decir a mis tías que, cuando era niño, era un terrible tirano con sus hermanas a las que “guiaba” por el Markusberg en Treveris a gran velocidad, sirviéndole de caballos y, lo que era peor, insistía en que comieran los “pasteles” que hacía con una sucia masa y con manos más sucias todavía. Pero ellas soportaban el “paseo” y comían los “pasteles” sin un murmullo, para escuchar las historias que Karl les contaba como premio por sus virtudes. Y así, muchos años después, Marx les contaba historias a sus hijas. A mis hermanas –yo era entonces demasiado pequeña– les contaba cuentos cuando iban de paseo, y aquellos cuentos se medían por millas no por capítulos.

    “Cuéntanos otra milla”, era la petición de las dos niñas. Por mi parte, de los muchos cuentos maravillosos que el Moro me contó, el más delicioso era “Hans Röckle”. Duró meses y meses; era toda una serie de cuentos. ¡Lástima que nadie pudo escribir aquellos cuentos tan llenos de poesía, de ingenio, de humor! Hans Röckle era un mago al estilo de Hoffmann, que tenía una tienda de juguetes y que siempre estaba “a la cuarta pregunta”. Su tienda estaba llena de las cosas más maravillosas –hombres y mujeres de madera, gigantes y enanos, reyes y reinas, trabajadores y señores, animales y pájaros tan numerosos como los del Arca de Noé, mesas y sillas, carruajes, cajas de todas especies y tamaños.

    Y, aunque era un mago, Hans no podía cumplir nunca con sus obligaciones ni con el diablo ni con el carnicero y por eso –muy en contra de su voluntad– se veía obligado siempre a vender sus juguetes al diablo. Éstos atravesaban entonces por maravillosas aventuras –que terminaban siempre en el regreso a la tienda de Hans Röckle. Algunas de estas aventuras eran tan tristes y terribles como cualquiera de las de Hoffmann; algunas eran cómicas; todas narradas con inagotable inspiración, ingenio y humor.

    Y el Moro también les leía a sus hijas. A mí, y a mis hermanas antes, me leyó todo Homero, todos los Niebelungen Lied, Gudrun, Don Quijote, Las mil y una noches, etcétera. Shakespeare era la Biblia de nuestra casa, siempre en boca de alguien y en manos de todos. Cuando cumplí seis años me sabía de memoria todas las escenas de Shakespeare.

    Al cumplir los seis años, Mohr me regaló mi primera novela: la inmortal Peter Simple. A ésta siguió toda una serie de Marryat y Cooper. Y mi padre leía cada uno de los cuentos al mismo tiempo que yo y los discutía seriamente con su hijita. Y cuando esa niñita, entusiasmada por los relatos marinos de Marryat, declaró que sería “Post-Captain” (fuera lo que fuera lo que esto significara) y consultó a su papá si no podría “vestirse como niño” y “marcharse para unirse a un guerrero” le aseguró que muy bien podría hacerse, sólo que no había que decir nada de ello a nadie mientras los planes no hubieran sido bien madurados. Pero antes de madurar aquellos planes surgió una nueva manía, la de Scott, y la niñita se enteró para su horror que ella misma pertenecía, en parte, al detestado clan de los Campbell. Entonces empezaron los proyectos para levantar a los Highlands y revivir a los “cuarenta y cinco”. Debo añadir que Scott era un autor al que Marx volvía una y otra vez, al que admiraba y conocía tan bien como a Balzac y a Fielding. Y mientras hablaba de éstos y otros muchos libros mostraba a su hijita, aunque ella no se daba plena cuenta de esto, cómo buscar lo mejor de cada obra, enseñándole –aunque ella nunca pensó que le estaban enseñando, porque se habría opuesto a ello– a tratar de pensar, a tratar de entender por sí misma.

    Y de la misma manera, este hombre “amargo” y “amargado” hablaba de “política” y de “religión” con su pequeña hija. Recuerdo perfectamente que, cuando tenía quizás unos cinco o seis años, al sentir ciertas inquietudes religiosas (habíamos ido a una iglesia católica a oír una bellísima música) se las confié por supuesto al Moro y entonces él me explicó todo con gran claridad y directamente, de tal modo que desde entonces hasta ahora jamás una duda volvió a cruzar mi mente. Y cómo recuerdo su relato de la historia –no creo que jamás haya sido narrada de esa manera, antes o después– del carpintero a quien mataron los ricos, diciéndome una y otra vez: “Después de todo, podemos perdonar mucho al cristianismo, porque nos enseñó el culto del niño.”

    Y el mismo Marx pudo haber dicho: “Dejad que los niños se acerquen a mí” porque, a dondequiera que iba, aparecían de alguna manera los niños. Si se sentaba en el Heath en Hampstead –un gran espacio abierto en el Norte de Londres, cerca de nuestra antigua casa–, si se sentaba en un banco en algún parque, pronto se veía rodeado de un grupo de niños, que entablaban las más amistosas e íntimas relaciones con aquel hombre corpulento, de largos cabellos y barba, con bondadosos ojos castaños. Niños totalmente desconocidos se le acercaban, lo detenían en la calle… Recuerdo que una vez un pequeño escolar de unos diez años, detuvo sin ninguna ceremonia al temido “jefe de la Internacional” en Maitland Park, pidiéndole que “hicieran cambalache de navajas”. Tras una corta y necesaria explicación de que “cambalache” era, en lenguaje escolar, “cambio”, los dos sacaron sus navajas y las compararon. La del niño sólo tenía una hoja; la del hombre tenía dos, pero no había duda de que estaban gastadas. Después de larga discusión se llegó a un acuerdo y se intercambiaron las navajas, añadiendo un penique el terrible “jefe de la Internacional”, en consideración de lo gastado de sus navajas.

    Cómo recuerdo, también, la infinita paciencia y dulzura con que, una vez que la guerra norteamericana y los Blue Books desplazaron por el momento a Marryat y a Scott, respondía a todas las preguntas y nunca se quejaba de una interrupción. Y, sin embargo, no debe haber sido pequeña molestia el tener al lado a una niña conversando mientras él trabajaba en su gran libro. Pero nunca permitió que la niña sintiera que estaba molestando. Recuerdo que, por entonces, me sentía absolutamente convencida de que Abraham Lincoln necesitaba urgentemente de mis consejos respecto de la guerra y le dirigía largas cartas que Mohr, por supuesto, tenía que leer y poner en el correo. Muchos años después me mostró aquellas cartas infantiles, que había conservado porque le habían divertido.

    Y así, en los años de mi niñez y mi adolescencia, Mohr fue el amigo ideal. En la casa todos éramos buenos camaradas y él era siempre el más bondadoso y de mejor humor. Aun durante los años de sufrimiento, cuando estaba constantemente enfermo, cuando sufría de carbunclos, aún hasta el final…

    He anotado estos recuerdos dispersos, pero estarían incompletos si no añadiera unas palabras acerca de mi madre. No es una exageración decir que Karl Marx no habría sido jamás lo que fue sin Jenny von Westphalen. Jamás las vidas de dos seres –ambos notables– se identificaron tanto, fueron tan complementarias una de otra. De extraordinaria belleza –una belleza que a él le produjo goce y orgullo hasta el final y que había despertado admiración en hombres como Heine y Herwegh y Lasalle–, de una mente y un ingenio tan brillantes como su belleza, Jenny von Wetsphalen era una mujer como sólo se encuentra una en un millón. De niños, Jenny y Karl jugaron juntos; de jóvenes –él de diecisiete años, ella de veintiuno– se comprometieron en matrimonio y, como Jacob por Raquel, él hizo méritos por ella siete años antes de casarse. Después, a través de los años de tormentas y dificultades, de exilio, tremenda pobreza, calumnias, dura lucha y esforzada batalla, los dos, con su fiel amiga Hélène Demuth[2], se enfrentaron al mundo, sin titubear, sin retroceder, siempre en el sitio del deber y del peligro. En verdad pudo decir de ella, con las palabras de Browning:

    Es, inmortalmente, mi desposada. Ni la suerte puede variar mi amor ni el tiempo deteriorarlo.

    Y pienso algunas veces que un lazo casi tan fuerte entre ellos como su devoción a la causa de los trabajadores era su inmenso sentido del humor. No hay duda de que nadie ha gozado más de un buen chiste que ellos dos. Una y otra vez –especialmente si la ocasión exigía decoro y compostura–, los he visto reír hasta que las lágrimas corrían por sus mejillas y, aun aquellos inclinados a molestarse por tan terrible ligereza, no podían hacer más que reírse con ellos. Y con cuánta frecuencia los he visto sin osar mirarse mutuamente, sabiendo los dos que si intercambiaban una mirada no podrían contener la risa.

    Ver a los dos con los ojos fijos en cualquier otra cosa, para todo el mundo como dos niños de escuela, sofocados de una risa contenida que por fin, a pesar de todos los esfuerzos, habría de estallar, es un recuerdo que no cambiaría por todos los millones que suele decirse que he heredado. Sí, a pesar de todos los sufrimientos, la lucha, las decepciones, era una alegre pareja y el amargado Júpiter Tonante no pasa de ser una ficción de la imaginación burguesa. Y, si en los años de lucha hubo muchas desilusiones, si tropezaron con una extraña ingratitud, tuvieron lo que pocos poseen: verdaderos amigos. Donde se conoce el nombre de Marx se conoce también el de Friedrich Engels. Y los que conocieron a Marx en su hogar recuerdan también el nombre de la más noble mujer que haya existido, el honrado nombre de Hélène Demuth.[2]

    Para los que estudian la naturaleza humana, no parecerá extraño que este hombre, que era tan gran luchador, fuera al mismo tiempo el más bondadoso y gentil de los hombres. Entenderán que sólo podía odiar tan ferozmente porque era capaz de amar con esa profundidad; que si su afilada pluma podía encerrar a un alma en el infierno como el propio Dante era porque se trataba de un hombre leal y tierno; que si su humor sarcástico podía atacar como un ácido corrosivo, ese mismo humor podía ser un bálsamo para los preocupados y afligidos.

    Mi madre murió en diciembre de 1881. Quince meses después, él, que nunca se había separado de ella en vida, fue a reunirse con ella en la muerte. Después de la caprichosa fiebre de la vida, los dos reposan. Si ella fue una mujer ideal, él, bueno, él “era un hombre, en todo y por todo, como no espero hallar otro semejante”.

    *

    NOTAS:

    1] Escrito originalmente en inglés.

    2] Llamada “Lenchen” por los Marx


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    Mensaje por RioLena Miér Ene 29, 2020 8:11 pm

    MARX Y LOS NIÑOS

    Wilhelm Liebknecht



    Marx, como todos los hombres de naturaleza fuerte y sana, amaba extraordinariamente a los niños. No era tan sólo el padre cariñoso, capaz de convertirse, durante horas enteras, en un niño entre sus hijos, sino que era el hombre poseído de una atracción magnética hacia los niños extraños, sobre todo hacia los niños abandonados y miserables que encontraba en su camino. Innumerables veces, cuando recorría los barrios pobres, se apartaba de nosotros, deteniéndose a acariciar la cabecita de cualquier niño, poniéndose en cuclillas, ante el umbral de una casa pobre, y hasta deslizar un penique entre las manos del chiquillo. Marx era desconfiado respecto a los mendigos, pues la mendicidad en Londres ha tomado un carácter profesional; se ha convertido en un oficio, a pesar de que los que lo ejercen no reciban oro, sino monedas de cobre. Al principio, no rehusaba nunca, siempre tenía algo que dar, pero después no fue condescendiente con mendigos ni mendigas. Guardaba cierto rencor principalmente contra aquellos que trataban de engañarlo mediante la ingeniosa exhibición de sus dolores o de sus enfermedades artificiales. Sentía una verdadera indignación, pues consideraba como una infamia particularmente vil, como una estafa de la pobreza, esta explotación de la piedad humana. A pesar de esto, si se le aproximaba un mendigo acompañado de un niño, Marx estaba perdido sin remedio. Por evidente que se hiciera la malicia en el rostro del mendigo, Marx no era capaz de resistir a los ojos suplicantes del chiquillo. Sentía la más viva simpatía, la más profunda compasión, al encontrarse con el sufrimiento o la debilidad física. Hubiera sido capaz de empeñarse en una lucha a golpes hasta la muerte, cuando un hombre pegaba a su mujer –pegar a las esposas estaba entonces de moda en Londres–. Dada su naturaleza impulsiva, no podía dominarse en tales ocasiones y muchas veces llegó a ponernos en apuros.

    Recuerdo que una tarde íbamos en un ómnibus a Hampstead Road, cuando vimos una aglomeración de gente delante de una taberna, de donde salían gritos desesperados: “¡Socorro!… ¡Al asesino!…”. Marx saltó precipitadamente del ómnibus, y yo tras él, tratando de detenerlo, pues me parecía imprudente atrapar balas perdidas.

    Pero no fue posible y en un abrir y cerrar de ojos estábamos en el centro de la multitud. ¿Qué pasaba allí? Lo que pasaba lo vimos demasiado pronto. Una mujer ebria disputaba con su marido, y éste trataba de llevársela a casa; la mujer resistía y gritaba como una endemoniada. Lo mejor era alejarse, pues no había razón para intervenir: nosotros lo vimos claramente y, mejor aún, la pareja que se golpeaba. Hicieron la paz en un segundo y avanzaron hacia nosotros, que nos hallábamos ya encerrados entre el círculo de la multitud, y nos amenazaron gritando “contra los malditos extranjeros”.

    La mujer se lanzó furiosa sobre Marx, tratando de prenderse de su magnífica barba negra. Traté de calmar la tempestad, pero en vano. Si no aparecen en este momento dos vigorosos policías, que intervinieron muy oportunamente el campo de batalla, hubiéramos pagado bien cara nuestra tentativa de mediación filantrópica. Tuvimos que agradecer la buena suerte de poder tomar un vehículo, sanos y salvos, y regresar a nuestra casa. Desde entonces, Marx fue un poco más prudente en esta clase de intervenciones.

    Sólo después de haber visto a Marx con sus hijos se puede tener una idea de la profunda dedicación y de la simplicidad de este héroe de la ciencia. En sus ratos desocupados, durante sus paseos, los llevaba consigo y tomaba parte en todos sus juegos, los más divertidos y los más extravagantes. Era un verdadero niño entre los niños. Varias veces hemos jugado a “los caballeros”, en Hampstead Heath. Marx cargaba a una de sus hijas sobre los hombros, yo hacía lo mismo con la otra y saltábamos y trotábamos a más y mejor. De vez en cuando nos enzarzábamos en incruentos combates de caballería. Como las dos chicas eran fuertes y recias como muchachos, podían soportar muy bien algunos encontronazos sin llorar.

    La sociedad de los niños era una necesidad reparadora, una distracción plena de frescura, para Marx. Cuando sus hijos crecieron unos y murieron los otros, vino el turno de los nietos. Su hija Jenny, casada con Longuet, uno de los proscritos de la Comuna, trajo a la casa de Marx, algunos años después de la insurrección parisiense, varios chicos, unos terribles pilluelos. Jean o Johnny principalmente –que en breve deberá ir como voluntario a hacer “el servicio militar obligatorio” en Francia– era el preferido del abuelo. Podía hacer de éste lo que se le antojara y él lo sabía muy bien. Un día en que me hallaba de visita en Londres, Johnny, que se encontraba también de visita –sus padres lo enviaban de París varias veces al año– tuvo la peregrina idea de transformar a “Moro” en ómnibus: se acomodó a horcajadas sobre sus hombros y nos promovió a Engels y a mí al rango de caballos del ómnibus. Cuando estuvimos bien atados a los arreos, comenzó una carrera desatenta y salvaje en el pequeño jardín de la casa, detrás de las habitaciones de Marx, en Maitland Park Road. (Tal vez esto ocurrió en casa de Engels, en Regent Park, pues las casas ordinarias de Londres se parecen y sobre todo los jardines, tanto que uno llega a confundirlos. Algunos metros cuadrados de ripio y de césped: encima una capa tan espesa de “nieve negra” londinense, es decir, de copos de hollín, revoloteando aquí y allá, que es imposible distinguir donde comienza el césped y donde termina el ripio: tal es “el jardín” de Londres.)

    Se dio la señal de la partida. ¡Arre!… ¡Huée!… Gritos internacionales: alemán, francés, inglés: “Go on!…” “Plus vite!…” “Hurra!…”. Y he aquí a “Moro” obligado a galopar hasta que el sudor lo bañaba, y Engels y yo, que apenas tratábamos de ir despacio, recibíamos los latigazos del implacable conductor, que descargaba sobre nosotros, chillando: “¡Eh, caballejo… adelante!”. Y esto continuó hasta que Marx, totalmente agotado, tuvo que parlamentar y concluir un armisticio con Johnny.

    Era curioso y a veces hasta cómico ver el cambio que sufría Marx. En las conversaciones sobre economía y sobre política no retrocedía y empleaba las expresiones y las interjecciones más agrias y hasta cínicas. Ante las mujeres y en presencia de los niños tenía una delicadeza que muchas institutrices inglesas hubieran podido envidiarle. En los momentos en que la conversación recaía sobre un asunto escabroso, era víctima de una agitación nerviosa, se agitaba en su silla, bastante molesto y llegaba a sonrojarse como una niña de seis años. Nosotros, jóvenes proscritos, éramos un poco petulantes y nos gustaba cantar algunas canciones picantes. Un día, uno de nosotros, que tenía una hermosa voz –cosa rara, pues los hombres políticos, especialmente los comunistas y los socialistas, parecen andar peleados con la musa de la música–, se puso a entonar en casa de Marx la linda canción Joven, joven compañero…, no muy casta por cierto. La señora Marx no estaba en la sala, de otro modo no habríamos osado; no estaban ni Magdalena ni las chicas, de modo que creímos estar “entre nosotros”. Marx comenzó a acompañar cantando, o mejor dicho, gritando con los otros, pero de pronto se agitó en el momento en que se oía ruido en la pieza vecina, ruido que denunciaba la presencia de varias personas. Marx, que seguramente oyó el ruido, se balanceó algunos instantes en su silla, mostrando una gran molestia y luego, levantándose bruscamente, con el rostro casi rojo, murmuró: “¡Silencio, silencio, las chicas!”.

    Sus hijas eran tan pequeñas que era imposible que la canción Joven, joven compañero… pusiera en peligro su pudor. Esto nos dio risa. Marx, confuso, balbuceó que no se tenía el derecho de entonar tales canciones delante de los niños. Desde entonces no volvimos a cantar más el Joven, joven compañero… ni otras canciones por el estilo, en casa de Marx. La señora Marx era mucho más rígida aún en lo que a esto concernía. Tenía una mirada que nos detenía la palabra a flor de labios, desde que ella sospechaba la menor falta de delicadeza.

    La señora Marx gozaba entre nosotros quizás de mayor autoridad que el propio Marx. “Esa dignidad, esa altivez…”, que no era por cierto ajena a la familiaridad, obraba mágicamente sobre nosotros, completamente salvajes e incivilizados, impidiéndonos toda manifestación grosera o inconveniente. Me acuerdo mucho del espanto que causó un día al “lobo rojo” –no hay que confundirlo con el “lobo de prisión”, Lupus–[3] Aquel lobo era demasiado miope y se había adaptado muy bien a las maneras parisienses: una tarde encontró en la calle una graciosa silueta femenina y se puso a seguirla. A pesar de sus múltiples rodeos y de sus repetidas vueltas alrededor de ella, la mujer no hizo caso; esto lo alentó tanto que llegó a aproximar su cara hasta el rostro velado… y, a pesar de su miopía, pudo distinguir las facciones:

    “el diablo me lleve –me decía muy agitado al día siguiente– era la señora Marx, en persona”.

    “¿Y qué te dijo?”

    “Ni una palabra y esta es la desgracia.”

    “¿Y qué has hecho? ¿Te has excusado?”

    “El diablo me lleve… me escapé.”

    “Pero es necesario que te excuses. La cosa no es tan grave.”

    Y este diablo de “lobo rojo”, famoso por su imperturbable cinismo, no se atrevió a poner los pies en casa de Marx cerca de seis meses, a pesar de que yo le dije que, tanteando el terreno, había conversado con la señora Marx y que ella había estallado en una carcajada, recordando la cara descompuesta y aterrada del “lobo rojo”, tan desgraciado en su papel de don Juan.

    La señora Marx fue la primera en enseñarme lo que vale el poder educativo de la mujer. Mi madre murió dejándome muy pequeño, tanto que no guardo de ella sino una idea vaga y confusa, y luego siempre viví lejos de toda sociedad femenina, excepto en los primeros años de mi infancia, lo cual indudablemente hubiera contribuido a calmar y pulir mi carácter. Antes de encontrar a la señora Marx no había comprendido el sentido de las palabras de Goethe:

    “Si quieres aprender exactamente lo que es conveniente, dirígete a las mujeres nobles”.

    Ella fue para mí, ora Ifigenia que humaniza y educa a los bárbaros, ora Eleonora que da la calma al que se hastía o duda. Fue a la vez una madre, una amiga, una consejera, una confidente. Para mí fue y sigue siendo el ideal de la mujer. Y debo repetirlo hoy: si yo no he fracasado en Londres –física y espiritualmente– es en gran parte gracias a ella. Ella se me apareció como Leucotea al náufrago Odiseo, cuando yo creía hundirme a pique en el océano embravecido de mi miseria de proscrito, dándome el valor de volver a la superficie.

    Nadie más generoso y justo que Marx en dar a los otros lo que les correspondía. Era demasiado grande para ser envidioso, celoso o vano. Pero sentía un odio mortal por la falsa grandeza y presunta fama, llena de incapacidad y vulgaridad fanfarronas, a la par que por lo falso y pretencioso.

    De todos los hombres, grandes, pequeños o medianos que he conocido, Marx es uno de los pocos libres de vanidad. Era demasiado grande y demasiado fuerte para ser vanidoso, y demasiado orgulloso también. Nunca tuvo una pose, siempre fue él mismo. Era tan incapaz como un niño de llevar una máscara o de fingir. Salvo cuando motivos sociales o políticos así lo aconsejaban, siempre hablaba con toda claridad y sin reservas y su rostro era espejo de su corazón. Y, cuando las circunstancias exigían reserva, mostraba una especie de timidez infantil que a menudo divertía a sus amigos.

    Jamás ha habido un hombre más veraz que Marx, era la verdad encarnada. Sólo con mirarle sabía uno con quien trataba. En nuestra ”civilizada” sociedad con su estado de guerra perpetuo, no siempre puede uno decir la verdad, pues sería convertirse en juguete del enemigo o exponerse a la proscripción social. Más, si a menudo no es aconsejable decir la verdad, no siempre es necesario decir una falsedad. No siempre debo decir lo que pienso o siento, pero eso no significa que deba decir lo que no siento o pienso. Lo primero es sabiduría, lo otro hipocresía. Marx jamás fue hipócrita. Era absolutamente incapaz de ello, al igual que un niño no maleado. Su mujer le llamaba a menudo ”mi niño grande”, y nadie, ni siquiera Engels, le conoció o comprendió mejor que ella. En efecto, cuando se hallaba en lo que generalmente denominamos ‘sociedad’, donde todo se juzga por las apariencias y uno debe violentar incluso sus propios sentimientos, nuestro “Moro” era como un gran muchacho y podía azorarse y sonrojarse como un niño.

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    Mensaje por RioLena Miér Ene 29, 2020 8:14 pm

    POR LOS CAMPOS Y PRADERAS

    Wilhelm Liebknecht



    ¡Oh nuestras excursiones en Hampstead Heath! Si viviese mil años no las olvidaría nunca. La pradera de Hampstead –que se extiende al otro lado de la colina de Primrose– ha sido revelada al mundo extralondinense gracias al Pickwick de Dickens. Hoy es todavía un rincón pintoresco, casi inhabitado, sembrado de retamas espinosas y de oasis de árboles, con chalets y montañas en miniatura, por donde uno puede vagar a su gusto sin el temor de ser prendido por los guardianes de la sacrosanta propiedad y de ser conducido a una prisión acusado del delito de trespassing o introducción en el dominio de otro. Todavía hoy, Hampstead Heath es el paseo favorito de los londinenses. Los domingos, si hace buen tiempo, puede verse allí una multitud de hombres vestidos de negro y de mujeres vestidas de colores claros, ir de un lado a otro. Las mujeres, principalmente, tienen una predilección particular en poner a prueba la paciencia de los asnos y de los caballos de silla, bastante sufridos en general.

    Hace cuarenta años, la pradera de Hampstead era mucho más grande de lo que es hoy, y parecía más salvaje, más “natural”. Nuestro mayor placer era ir a pasar allí el domingo; los niños hablaban del paseo toda la semana y nosotros, jóvenes y viejos, lo esperábamos con alegría. El viaje a Hampstead Heath constituía, por sí solo, una fiesta. Las chicas caminaban sin la menor fatiga, como gatos.

    Desde Deanstreet, donde vivían los Marx –esta calle se encontraba a algunos pasos de Churchstreet, donde vivía yo– hasta Hampstead Heath había unos buenos cinco cuartos de hora. Generalmente nos poníamos en marcha a las once de la mañana.

    Casi siempre nos retrasábamos, pues en Londres no se tiene la costumbre de levantarse temprano; además, los preparativos de toda clase, comenzando por el arreglo de los chicos y la preparación minuciosa del fiambre y de las provisiones, exigían algún tiempo.

    ¡Oh, aquel fiambre!… Lo veo “con los ojos del espíritu” delante de mí, o, mejor dicho, agarrado a mí mismo, tan atrayente, tan apetitoso como lo había contemplado ayer, en manos de Lenchen.

    Era todo un bazar de alimentación. Cuando se trata de estómagos sólidos y sanos y cuando los bolsillos están desprovistos de la moneda indispensable (en general no se podía hablar entonces de muy fuertes sumas) la cuestión alimenticia comienza a desempeñar un papel de la mayor importancia. La noble Lenchen lo sabía bien. Ella, tan llena de compasión por nosotros, frecuentemente agotados por las privaciones y, por consiguiente, huéspedes continuamente hambrientos.

    Un enorme pedazo de ternera constituía la comida de resistencia, destinada por la tradición para los paseos de Hampstead; una cesta de dimensiones desconocidas en Londres, que Lenchen se había traído desde Tréveris, encerraba el precioso tesoro. Llevábamos té, azúcar, a veces fruta. El pan y el queso lo comprábamos en la pradera misma. Allí, como en los café-jardines de Berlín, se podía obtener vajilla, agua caliente, leche, y también pan, queso, mantequilla, cerveza, cangrejos de río y de mar. Nuestras compras se ampliaban según las necesidades y según el capital disponible. Siempre se podía conseguir cerveza, salvo en un corto período en el que una banda de aristócratas tartufos, que amontonaban en sus casas y en sus clubs todos los licores del mundo, y haciendo de todos los días del año una fiesta perpetua, trataron, mediante la prohibición de vender cerveza, de empujar a “la plebe” por el camino de la virtud y de las buenas costumbres. Pero el pueblo londinense no entiende de bromas cuando se trata de su barriga. El primer domingo que siguió a la promulgación de la ordenanza, se trasladó por centenas de millares al Hyde Park y lanzó, sobre los piadosos aristócratas de ambos sexos que se paseaban en coche o a caballo, un Go to church! (¡vaya a la iglesia!) tan irónico y formidable, que los virtuosos caballeros y las bellas damas se fueron espantados; el domingo siguiente no fue ya un cuarto de millón, sino medio millón de voces las que lanzaban los Go to church! más temibles. Cuando llegó el tercer domingo, el bill había sido anulado.

    Nosotros, los desterrados, sostuvimos con todas nuestras fuerzas esta ”revolución eclesiástica” y Marx, que se metía con la más grande facilidad en estas cosas, se escapó de ser arrestado por un policeman: felizmente su elocuente defensa de la necesidad de la cerveza llegó a ablandar al inflexible guardia de la ley.

    El triunfo de la hipocresía, como he dicho, no duró largo tiempo, así que, después de este breve interregno, pudimos deleitarnos ante la perspectiva de una bebida refrescante, tomada en plena marcha sobre el camino casi completamente desprovisto de sombra, que conduce a Hampstead.

    El recorrido se efectuaba en el orden siguiente: yo formaba la vanguardia, con las dos chiquillas, contándoles una serie de historias o haciendo gimnasia o recogiendo flores campestres, que eran menos raras que hoy. Seguían algunos amigos y el grueso del ejército venía detrás: Marx, su mujer y algún invitado del domingo a quien había que prodigar una atención especial. Lenchen formaba la retaguardia, con el huésped más hambriento que le ayudaba a llevar la cesta. Cuando éramos muchos la compañía se dividía en dos columnas; este orden de marcha se modificaba según el humor o la necesidad. Llegados a Hampstead, buscábamos un lugar que sirviera de campamento para tomar el refrigerio, y después, ya reconfortada, la compañía buscaba un sitio apropiado para el reposo. Una vez fijada la elección, cada uno o cada una (a menos que no se prefiriese hacer la siesta) sacaba el periódico del día, comprado en el camino, y se hundía en la lectura o en la discusión de asuntos políticos; las chicas, que habían hecho amistades rápidamente, se entretenían jugando al escondite, entre las matas de retama.

    Por dichosa que sea la vida, siempre es necesaria la diversidad. La lucha, las carreras, el lanzamiento de piedras, sucedía a nuestras conversaciones y a nuestras lecturas. Un día descubrimos un castaño cubierto de frutos maduros. “Vamos a ver quién tira mayor número de castañas”, gritó uno de nosotros; todos nos pusimos al trabajo lanzando hurras; “Moro” no era el menos encarnizado, pero, por desgracia, la puntería le fallaba y las castañas no caían; sin embargo, se mostró tan infatigable como los otros. El bombardeo no cesó hasta que la última castaña cayó al suelo, en medio de gritos salvajes de triunfo. Durante ocho días Marx no pudo mover el brazo derecho; yo no había quedado en mejores condiciones.

    El paseo en burro era el placer supremo. Era una locura de risa y de alegría. ¡Cuántas escenas graciosísimas! ¡Cómo nos divertía Marx divirtiéndose él mismo! Cómo nos divertía doblemente por su talento ecuestre, completamente rudimentario, y por la testarudez que ponía en mostrarnos sus habilidades. Toda su ciencia provenía de algunas lecciones de equitación que había tomado siendo estudiante. Engels decía que no habían sido más de tres. Además, como práctica, en cada visita a Engels, a Manchester, Marx cabalgaba en un paciente Rocinante, probablemente nieto de la digna yegua, regalo del difunto Fritz al buen Hellert.

    El regreso de Hampstead era siempre alegremente escandaloso, a pesar de que la perspectiva del porvenir no tenía nada de alegre, en comparación con lo que dejábamos detrás.

    El buen humor que reinaba entre nosotros era el mejor antídoto contra la melancolía, que por mil razones debía invadirnos. La triste vida de los desterrados se olvidaba: si cualquiera entonaba una canción, se le recordaba inmediatamente el deber de un hombre de buena compañía.

    El orden de marcha del regreso era diferente del de la ida. Los niños se arrastraban penosamente a la retaguardia. Lenchen, libre ya de su pesado fardo, marchaba a su lado con la cesta vacía.

    Habitualmente se cantaba durante todo el camino; casi siempre se entonaban canciones populares, sentimentales (rara vez canciones políticas) y alguna vez también –y esto es la pura verdad– canciones patrióticas. Así, por ejemplo, ¡Oh, Estrasburgo, Estrasburgo, ciudad maravillosa!, gozaba de particular predilección.

    A veces los niños cantaban canciones negras, bailando, si es que sus piernas se lo consentían. Estaba terminantemente prohibido hablar de política durante el camino; tampoco hablábamos de nuestras vicisitudes. En cambio se conversaba sobre literatura y sobre arte: aquí Marx tenía oportunidad de mostrarnos su memoria prodigiosa: declamaba enormes tiradas de La Divina Comedia, obra que conocía casi completamente de memoria; recitaba escenas íntegras de Shakespeare, frecuentemente secundado por su mujer, quien conocía también profundamente a este autor. Y cuando se encontraba en un estado especial de exaltación, imitaba a Seidelmann en el papel de Mefistófeles. Marx admiraba mucho a este artista a quien había oído en Berlín, cuando aún era estudiante; Fausto era la obra poética que le agradaba más dentro de todas las de la literatura alemana. No diré que Marx declamara muy bien –sobreactuaba un poco–, sin embargo, acentuaba siempre con un gran gusto y tenía la virtud de hacer resaltar el sentido de la frase; en una palabra, impresionaba con gran fuerza. El efecto cómico producido por las primeras frases, emitidas con demasiada fuerza, se borraba desde el momento en que se veía que Marx había comprendido profundamente el papel del actor y entonces llegaba a la perfección.

    Jenny, la mayor de las dos chicas (Tussy, es decir, Eleonor, que fue más tarde la señora de Aveling, no había nacido todavía en aquel entonces) era el vivo retrato de su padre, los mismos ojos negros, la misma frente. La chiquilla tenía a veces éxtasis proféticos; entraba en trances como la pitonisa: a través de sus ojos pasaban resplandores ardientes y se ponía a declamar de una manera casi siempre extraordinaria y fantástica. Un día, cuando regresábamos de Hampstead, atravesó uno de sus trances e improvisó en verso algo sobre la vida de las estrellas. La señora Marx, que había perdido ya varios hijos, se conmovió profundamente, pues le pareció que la precocidad de la pequeña era indicio de una enfermedad. ”Moro” la tranquilizó; por mi parte le llamé la atención sobre el hecho de que la pitonisa, una vez terminado su éxtasis profético, saltaba en medio de una risa alegre, respirando salud por todos los poros. Sin embargo, Jenny murió joven, pero su madre no tuvo el dolor de sobrevivirla.

    Conforme las niñas crecían, cambiaba el carácter de nuestras excursiones dominicales; a pesar de esto nunca sentimos la tristeza de pasearnos sin niños: siempre se renovaban los retoños y la aparición de los nuevos calmaba nuestros cuidados.

    Marx perdió varios hijos, entre ellos dos varones; el uno, nacido en Londres, murió casi en seguida; el otro, nacido en París, falleció después de una larga enfermedad crónica: la muerte de este último fue un terrible golpe para Marx. Recuerdo aún las tristes semanas de aquella enfermedad, sin esperanza de curación. El niño se llamaba Edgard, en recuerdo de su tío, pero era más conocido por nosotros con el sobrenombre de “Mosquito”; mostraba gran inteligencia, pero desgraciadamente era muy enfermizo: el pobre pequeñito tenía dos ojos espléndidos y una cabeza que prometía mucho, pero que parecía demasiado pesada para su cuerpo raquítico. Si el pobre “mosquito” hubiera podido recibir cuidados constantes, a la orilla del mar o en el campo, tal vez se habría salvado; pero la vida errante, los viajes continuos y forzados, la existencia miserable que sobrellevó en Londres, no eran nada apropiados para preservar y proteger aquella frágil naturaleza en la lucha por la vida; el tierno amor de sus padres y los cuidados infinitos de su madre, fueron impotentes. “Mosquito” murió. Nunca olvidaré esta escena… La madre abismada en un dolor mudo, inclinada sobre el cadáver de su hijo; Lenchen, de pie, muy cerca, sacudida por los sollozos; Marx víctima de una terrible excitación, rehusando duramente, casi con hostilidad, todo consuelo; las dos chiquillas, llorando dulcemente y estrechándose contra su madre. La madre, hundida en el dolor, anudaba convulsivamente sus brazos alrededor de las dos criaturas, como si hubiera querido fundirlas con ella y protegerlas contra la muerte que acababa de arrebatarle a su hijo…

    *

    NOTAS:

    1 Escrito originalmente en inglés.
    2 Llamada “Lenchen” por los Marx
    3 El “lobo rojo” era Ferdinand Wolf (la palabra alemana Wolf significa “lobo”), colaborador de La Nueva Gaceta Renana. El “lobo de prisión” era Wilhelm Wolf, a quien Marx dedicó El Capital.
    4 “Lenchen” o “Nim” son apodos que refieren a Hélène Demuth.



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