Aquí tenéis un ejemplo de supuesta reseña sobre una biografía de W.Laqueur sobre Stalin.
STALIN. LA ESTRATEGIA DEL TERROR – Walter Laqueur
Publicado por Rodrigo | Visto 1965 veces
En el convulso escenario de la Rusia de 1917, multitud de circunstancias hacían improbable que un partido moderado se impusiese a los demás en la lucha por el poder. Con un partido bolchevique decidido a hacerse con el control total del país y a suprimir todo signo de oposición, las expectativas para el establecimiento de un régimen que no fuese otro que una férrea dictadura eran prácticamente nulas. Que este régimen adquiriese la forma extrema que tuvo con Stalin al mando era quizás menos inevitable, algo más cercano al accidente histórico. ¿Qué hubo detrás del estalinismo, de un régimen que simboliza buena parte de los horrores del siglo XX? Este es, en líneas generales, el tema del libro que reseño.
Stalin, la estrategia del terror fue publicado originalmente en 1990, fecha que sugiere bastante sobre su naturaleza y alcances. Hace apenas dos décadas, los estudios sobre la Unión Soviética y el estalinismo aún tenían mucho que dar de sí, y esto se refleja en el carácter focalizado y compartimentado del análisis llevado a cabo por el autor; una rápida mirada al índice revela que no se trata de una biografía de Stalin ni de un estudio global sobre su régimen. Por otra parte, el libro fue escrito a la luz de la apertura de archivos y de los debates sobre el pasado nacional impulsados por la glásnost, entre 1987 y 1989: cosa de la que no dejan de dar cuenta sus páginas, pues en ellas Laqueur deja constancia del impacto que provocaron en la sociedad soviética las revelaciones –por limitadas que fueran- sobre los crímenes del estalinismo. Un impacto tremendo, sin lugar a dudas. Podemos imaginar lo que sería aquella atmósfera de liberalización, de relajación de la censura, para un país sujeto por décadas a un régimen opresivo como pocos.
Los cines proyectaban películas otrora censuradas; los teatros montaban piezas en que se describía la vida en tiempos de Stalin; las orquestas interpretaban obras de compositores silenciados; artistas plásticos exhibían obras que traslucían un total desprecio de los dictados del realismo socialista. La imprenta, a su vez, daba al conocimiento del público ediciones íntegras de literatura anteriormente prohibida. Cedían también algunas de las ataduras que habían impedido no ya investigar el ominoso pasado (esto por descontado), sino reconocer el carácter ominoso de ese pasado. Se abrían, pues, las compuertas a la desmitificación y la reescritura de la historia. Dilucidar la verdad sobre lo sucedido conllevaba la oportunidad de proveer justicia histórica a las víctimas del estalinismo. Múltiples problemas se plantearon entonces, desde el alcance real que tendrían los homenajes a las víctimas del terror (construcción de monumentos conmemorativos y medidas de rehabilitación póstuma) hasta la posibilidad de aclarar responsabilidades y distribuir culpas (¿sólo Stalin y sus más próximos secuaces?; ¿que había de los verdugos de rango intermedio o menor?; ¿qué de los delatores?). Se trataba, pues, de la experiencia a medias traumática y a medias catártica que padecen las sociedades que rinden cuentas consigo mismas tras un pasado de sistemática represión.
¿Por qué Stalin? ¿Que relación tuvo su régimen con el legado de Lenin? ¿Era el terror un elemento consubstancial al régimen bolchevique, una fatalidad histórica, o sólo el resultado del despotismo practicado por una personalidad paranoica? ¿Cómo se explica la facilidad con que se llevaron a cabo los procesos y purgas del Gran Terror? ¿Fue el Gran Terror un fenómeno específicamente ruso? ¿Qué grado de responsabilidad recae en el pueblo que apoyó a Stalin? Estas son algunas de las cuestiones que se ventilaron a fines de los 80, cuando al régimen soviético -hoy lo sabemos- no le restaba sino muy poco tiempo de vida. Lo que puede llamarse «psicología del estalinismo» fue uno de los aspectos que concitaron mayor atención en la masa de publicaciones aparecida en aquellos días: resulta claro que la eventual complicidad del común de las gentes era uno de los elementos que más afectaban a la conciencia nacional de los rusos, que no podían sentirse indiferentes ante la acusación de «llevar en la sangre el amor a las prohibiciones y la confianza en su omnipotencia». ¿Fue al culto a Stalin, en lo que concierne al pueblo ruso, un caso de mera veneración servil, una manifestación patológica del «culto al padre» y de su corolario, el «síndrome del huérfano»? ¿Fue el estalinismo una anomalía histórica o presentaba signos de congruencia y continuidad en el marco de la historia rusa? Como sea que se responda a estas preguntas, parece haber consenso en torno a la idea de que el predominio de una mentalidad de fortaleza sitiada y una cultura carente de tradición democrática no podían ser sino factores propicios para la consolidación de la dictadura estalinista.
Es a tenor de estas cuestiones que Laqueur examina algunos de los aspectos cruciales y más sórdidos del estalinismo, enfocándose en temas como los siguientes: el origen y la naturaleza del Gran Terror; la destrucción del mando del Ejército Rojo; los brutales mecanismos que operaron durante los bullados procesos de 1937-1938; la amplitud de las purgas; el papel de los «camaradas de armas» de Stalin (Molótov, Voroshílov, Kaganóvich, Beria y otros); el culto a la personalidad, asunto en que el autor traza un contraste con fenómenos equivalentes (Hitler, Mussolini, Mao); Stalin como conductor de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto, el trauma del estalinismo conducía en la URSS de Gorbachov a la cuestión de las alternativas bujarinista y trotzkista: ¿qué hubiese sucedido si Trotzki o Bujarin hubiesen asumido el mando del país? Hubo, durante la glásnost, quienes postulaban la necesidad de rehabilitarlos, levantando la condena que pesaba sobre ambos. Laqueur concede poca relevancia a las posibilidades de un «comunismo de rostro humano» como el atribuido a Bujarin; en su opinión, la dirección de Bujarin habría generado un sistema político distinto del estalinista, sin los horrores del gran terror, pero es una probabilidad insignificante puesto que Bujarin carecía de suficiente ambición como para disputar el poder a Stalin o cualquiera de los líderes menores del régimen, y es dudoso que hubiese prevalecido en una lucha por el poder; tampoco representaban sus ideas (supuestamente, el fuerte de Bujarin, que se tenía a sí mismo por ideólogo consumado) una alternativa real a las brutales políticas agrarias y de industrialización implementadas por Stalin. Trotski, por su parte, resultaba una personalidad más conflictiva (acaso en proporción a su arrogancia y bullante temperamento, tan distinto del apacible Bujarin): en paralelo a las solicitudes de rehabilitación, abundaban las acusaciones y recriminaciones de variado calibre, no faltando las de una derecha nacionalista que hacía del «judío Trotzki» el gran chivo expiatorio. Laqueur deja en claro que las tendencias despóticas de Trotzki carecían del componente patológico que había en Stalin; tampoco era la suya una mentalidad de «déspota oriental». Imputarle la mayor de las responsabilidades en la dirección tomada por el estalinismo, como hicieron muchos de sus críticos durante la glásnost, roza el absurdo. Lo cierto, sostiene nuestro autor, es que no hay pruebas de que Trotzki ejerciese la más mínima influencia sobre la ideología o la política práctica después de su exclusión del partido; «por el contrario –afirma-, que Trotzki sugiriese cierto curso de acción probablemente bastaba para inducir a Stalin a rechazarlo».
Queden, para el balance final, las siguientes palabras de Laqueur:
«El carácter paranoico específico del dominio soviético entre fines de la década de los veinte y 1953 –es decir, el estalinismo- puede haber sido un accidente histórico. Pero la tendencia general del desarrollo armonizaba con el modo en que el comunismo ruso había asumido el poder. Suponer que podría haberse desarrollado de otro modo, que podía haberse alejado de la represión para acercarse a la libertad política y la democracia en pocos años o en pocas décadas, significa desdeñar la experiencia histórica.»
Walter Laqueur (n. 1921, Breslau) es un historiador especializado en Historia Contemporánea, autor de numerosas publicaciones y con una amplia trayectoria académica en los EE.UU., el Reino Unido e Israel. Entre sus objetivos de interés intelectual destacan los totalitarismos, el antisemitismo y el terrorismo. Fue fundador y primer director de la revista Survey, orientada a los estudios soviéticos.
- Walter Laqueur, Stalin. La estrategia del terror. Ediciones B/Vergara, Buenos Aires, Argentina. 2003. 426 pp.