"Marxismo en España"
texto de Francisco Fernández Buey
publicado en enero de 2012 en la web Marx desde cero
publicado en el Foro en dos mensajes
---mensaje nº 1---
se presenta el texto: Con los mercados dictando el ritmo a seguir, las agencias calificadoras vapuleando a Europa y sus gobiernos, erre que erre en una política que lejos de ayudar a paliar la crisis la profundiza, España no es diferente. Todo lo contrario, más papista que el papa, el gobierno del PP continúa lo que el PSOE inició con anterioridad, la liquidación del ya paupérrimo estado del bienestar patrio. Nada importan los cinco millones largos de paradas y parados. Los empleados públicos especialmente ya han probado las tijeras liberales peperas, y los trabajadores por cuenta ajena no tardarán en probarlas en forma de contrarreforma laboral. Aumentos de impuestos, tasas y precios públicos; empeoramiento y degradación de los pocos servicios públicos que van quedando en pie son otras caras del mal gobierno que estamos sufriendo. Y frente a esto, ¿qué?. Pues suponemos que existirá malestar, pero ni se visualiza ni es capaz de organizar una respuesta o estrategias de resistencia. Y así nos va. De esa peculiaridad española, de los primeros andares del marxismo por esta piel de toro, de Jaime Vera, de Julian Besteiro, de Manuel Sacristán y cosas por el estilo trata la entrada de hoy titulada “Marxismo en España” del profesor Francisco Fernández Buey, otro conocido y estimado por estos lares. No solo por el contenido, sino por la forma, por ese lenguaje rico y culto vale la pena su lectura.
Marxismo en España, de Francisco Fernández Buey
Se ha aludido con frecuencia a la debilidad del marxismo en España desde el punto de vista teórico[i]. Dicha frecuencia fue conviniendo el reconocimiento de la debilidad comparativa respecto de otros países europeos en un tópico. Y en este caso, el tópico resulta ser cierto en lo esencial. Pues en los cien años transcurridos desde la muerte de Karl Marx no se ha producido en España nada parecido a lo que sude conocerse con expresiones como «marxismo austriaco», «marxismo alemán», «marxismo francés», «marxismo italiano» o «marxismo ruso»[ii]. Durante mucho tiempo la tradición marxista en España ha vivido de traducciones indirectas, ha conocido mejor las polémicas fraguadas en París que la propia obra de Marx y ha renunciado de antemano a la aportación original, a la reconsideración y a la crítica ilustradas.
La difusión misma de la obra de Marx tropezó aquí con más obstáculos de los que fueron habituales en otros países europeos, por lo que resultó tardía, intermitente y en cierto modo paradójica. Tiene interés observar en tal que hasta los años treinta de este siglo ningún marxista hispánico mostró preocupación alguna por conocer y discutir los ensayos que Marx escribiera sobre España en New York Daily Tribune. Por lo demás, todavía en 1984 no existe una versión española aproximadamente completa de la obra de Marx, ya que la edición iniciada ahora hace diez años bajo la dirección de Manuel Sacristán quedó interrumpida por dificultades de la casa editora en 1981[iii]. Pero el carácter tardío de la recepción y difusión del marxismo en España era ya apreciable en el siglo pasado. Así, por ejemplo, la primera traducción castellana del Manifiesto Comunista (en lo sustancial una versión de la traducción francesa) se publicó en 1872, con cierto retraso, por tanto, respecto de las traducciones hechas a otras lenguas europeas. A ello hay que añadir que la iniciativa de traducir el Manifiesto (y la Miseria de la filosofía) se debió, como los primeros artículos de orientación marxista publicados en España, a Paul Lafargue. Por otra parte, las primeras versiones españolas (parciales o resumidas) de El Capital tampoco parecen haber encontrado lectores atentos[iv].
Ahora bien, si existe un acuerdo unánime acerca de la debilidad teórica comparativa que ha pesado sobre nuestro marxismo hasta las últimas décadas, en cambio se ha discutido mucho en torno a los motivos del retraso y de la escasa difusión de la obra de Marx en la España del último tercio del siglo XIX. Por lo general, la aportación historiográfica ha sido mejor que la creación sustantiva. Algunos protagonistas del movimiento obrero de la época concedieron bastante importancia a razones de tipo personal y de talante, al hecho, esto es, de que las ideas internacionales llegaran a España a través de uno de los seguidores de Bakunin, Giuseppe Fanelli (con la consiguiente deformación del pensamiento del adversario político que suele ser habitual en toda polémica en curso), o bien al “autoritario” modo de ser y de actuar de Marx y de sus amigos en el Consejo General de la AIT. Ni qué decir tiene que justificaciones así explican poco. Pero la dimensión moralizadora e incluso personalista de la cultura del movimiento obrero hispánico ha sido tal que no es posible descartar del todo la influencia en esta historia de entendimientos simpatéticos. Los relatos de época sobre el tipo de comunicación que se habría establecido entre Fanelli y los primeros internacionalistas españoles, relatos en los que se acentúa tanto la importancia del gesto que éste parece suplir a la comprensión verbal, son significativos al respecto. Basta con recordar, por otra parte, los sentimientos contradictorios de Anselmo Lorenzo en ocasión de su visita a la casa de los Marx en Londres para darse cuenta de hasta qué punto los protagonistas españoles en el debate que tuvo lugar en el seno de la Primera Internacional valoraban más la amistosa fidelidad a los ausentes (en aquel caso Bakunin) que la capacidad teórica o la solidez cultural, por lo demás reconocida[v]. Todo habría ocurrido, pues, como si el «anonadamiento» de Lorenzo ante la figura de Karl Marx hubiera acabado impregnando la actitud del movimiento obrero hispánico ante el marxismo.
Pero tampoco el atraso industrial de la España del último tercio del siglo XIX explica sin más consideraciones la debilidad de nuestro socialismo de origen marxista; ni siquiera explica el hecho notorio de la mayor implantación del anarquismo de origen bakuninista en aquella época y del comunismo libertario hasta los años treinta de este siglo. Pues ocurre que el anarquismo halló su implantación principal precisamente en el movimiento industrial de Cataluña para hacerse luego hegemónico, durante algún tiempo, en el movimiento campesino de Andalucía. Situación que parece chocar con los modelos explicativos establecidos a partir del estudio de las otras naciones europeas. En efecto, a diferencia de lo sucedido en la mayor, parte de las regiones industrializadas de Europa el marxismo tuvo escaso arraigo hasta la época de la Segunda República en la más industrializada de las nacionalidades hispánicas; y en el Sur campesino no se produjo tampoco ningún proyecto serio que recuerde ni de lejos la otra excepcionalidad, la excepcionalidad rusa, aquel originalísimo injerto del marxismo en el populismo revolucionario que el propio Marx propiciara en la última década de su vida.
Una y otra cosa hacen de España en esta historia un caso atípico. Y como siempre que las cosas no encajan en los esquemas o modelos establecidos y dominantes, este carácter atípico se ha querido explicar a veces mediante el recurso a las especulaciones metafísicas acerca de las esencias patrias o a través de la sustantivización de la diferencia. Más de un notorio representante de la intelectualidad hispánica liberal ha creído ver en cae atípico desarrollo de la relación entre marxismo y movimiento obrero a lo largo de muchas décadas la confirmación de nuestra idiosincrasia: espontaneismo, talante contrario al espíritu científico, susceptibilidad frente a todo tipo de organización, individualismo, orientación profundamente antimaterialista, etc. Rasgos todos ellos, más en consonancia, con el «libertarismo» que con el «autoritarismo». Sólo que por su escasísimo conocimiento directo de la vida real del movimiento obrero en España esta visión especulativa de las cosas pierde de vista, entre otras muchas evidencias, las múltiples manifestaciones «autoritarias» del «antiautoritarismo» hispánico, rasgo por lo menos tan idiosiocrático como los otros.
No es posible intentar aquí una explicación argumentada de la atipicidad aludida (por lo demás sólo relativa: a finales de la primera década de este siglo Antonio Gramsci denunciaba una situación bastante parecida para el caso de Italia). Se puede sugerir, no obstante, que una mayor atención a lo que fue el socialismo premarxista en España (algunos de cuyos rasgos pasarán sin más al anarquismo posterior), a los orígenes del movimiento obrero en Cataluña, al fenómeno migratorio en la segunda mitad del siglo XIX, a las fechas en que se produce la introducción de las ideas internacionalistas, a la decepción de los trabajadores industriales ante la democracia liberal ya al final de la década de los sesenta del siglo pasado, al impacto que tuvo entre los obreros la trágica conclusión de la Comuna de París, a la discusión parlamentaria acerca de la inconstitucionalidad de la AIT[vi], etc., permite librarse del ímprobo e inútil esfuerzo que supone intentar detectar las esencias ahistóricas de lo español.
La atención prestada por los historiadores en estos últimos años a algunos de los factores aludidos ha arrojado nueva luz sobre la relación entre liberalismo y libertarismo permitiendo entender mejor las razones reales de la creciente desconfianza frente al Estado -frente a todo tipo de Estado- que motivaron primero a la mayoría de los internacionalistas españoles y luego, a los trabajadores que constituyeron la CNT. La tópica contraposición entre acracia y reformismo aparece así como un asunto problemático. Por esa vía se hace más accesible a la comprensión la precariedad y las dificultades de las primeras publicaciones marxistas hispánicas, de La Emancipación en 1873 y de El Socialista en su fase inicial (a partir de 1886). Además del alto índice de analfabetismo existente en la España de esa época hay motivos internos a la tradición socialista de origen marxista que permiten comprender el escaso eco alcanzado por esas y otras publicaciones entre las clases trabajadoras. De ellos me limitaré a indicar aquí tres. En primer lugar, la acentuación unilateral de la versión estatalista del marxismo recibido; pues las corrientes marxistas más difundidas en España durante esos años, el llamado «marxismo francés» y el lassallismo –con su glorificación del centralismo frente al federalismo en el primer caso y con su estatalismo en el segundo- eran seguramente las menos adecuadas para el acercamiento a la mayoría de los trabajadores. En segundo lugar, el desprecio de que ese marxismo hizo gala respectó de la importancia de la cuestión agraria para un país como España. Y en tercer lugar, el completo descuido del análisis de las formas de la consciencia de clase en los principales centros industriales. Todo eso hizo particularmente difícil en nuestro país la buscada vinculación marxista entre ciencia y proletariado.
2
La consideración de la obra de Jaime Vera como «el pensamiento del socialismo español» o como «el marxismo teórico» de la Segunda Internacional durante su primera etapa en nuestro país -consideración muy corriente en la España finisecular- tiene que parecernos en la actualidad exagerada. Pero tal exageración se justifica en el marco de un socialismo que se caracterizó por el exiguo conocimiento de la obra de Marx, por la atribución a éste de ideas muchas veces ajenas y por la falta de elaboración teórica propia sobre todo en los aspectos económico y sociológico. Razones varias contribuyeron a que durante muchas décadas la intelectualidad del país se mantuviera alejada del movimiento obrero (tanto en su vertiente socialista como en su versión anarquista), o a que incluso cuando algunos intelectuales notorios se acercaron a dicho movimiento con simpatía (y por motivos fundamentalmente morales) aportaron poco a la autoconsciencia y al desarrollo teórico del mismo. En relación con ello se ha señalado que entre las personas que contribuyeron al nacimiento de lo que sería el partido socialista en España hubo varios profesionales relacionados con la medicina; hecho éste, desde luego, interesante. Pero no parece que, salvo precisamente en el caso de Vera, el conocimiento de la obra de Karl Marx fuera el fuerte de aquéllos. De ahí la positiva valoración que aún puede hacerse del célebre Informe que el doctor Vera presentó a la Comisión de Reformas Sociales, en 1884, en nombre de la agrupación socialista madrileña. Sin ser un teórico particularmente original en el marco de los marxismos europeos del fin de siglo, Jaime Vera destaca como un excelente publicista y divulgador del marxismo: culto, expresivo, acuñador de fórmulas de apreciable mérito, nada dado a concesiones retóricas y con un verbo a la vez claro y riguroso. Es más, la vocación investigadora de Vera y su experiencia como científico hizo muy plausible la insistencia que puso en diferenciar de forma muy radical el socialismo de Marx de las «utopías» anteriores. Así, incluso para la sensibilidad marxista actual -curada en gran parte de los excesos positivistas del marxismo de la Segunda Internacional y del voluntarismo idealista de algunas de las principales figuras de la Tercera- sigue resultando apreciable la veracidad con que el doctor Vera subrayó una y otra vez tanto su aproximación por motivos científicos a la obra de Marx como la vocación científica del socialismo que tiene su origen en éste; apreciable sobre todo en un ámbito cuyas tendencias reactivas frente a la ciencia ha sido aireadas suficientemente como para que valga la pena insistir en ello.
Una muestra de esta apreciable autenticidad la encontramos en el discurso que Vera pronunció en el Liceo Rius, en ocasión de las elecciones de 1901, ante un auditorio mayoritariamente constituido por obreros. La nota autobiográfica de aquel discurso, según la cual él no llegó al socialismo «por odio a la sociedad» ni por romanticismo o sentimentalismo, nada tiene que ver con recursos efectistas o con cierta pedantería al uso; al contrario, es expresión de lo que Vera entendía con razón que fue también el punto de vista de Marx. Pues tanto en aquella oportunidad como en otras intervenciones públicas ante trabajadores (intervenciones que fueron disminuyendo con el tiempo por motivos de salud, entre otros tal vez menos estudiados) Vera insiste en que la racionalidad de la decisión por la cual se opta en favor del socialismo debería ser igualmente patrimonio de la clase obrera. Al subrayar el valor de la disciplina intelectual y afirmar que el odio, la pasión y el sentimiento por si solos no son fundamentos de doctrina el doctor Vera sabe que va contra la corriente, que está rompiendo de hecho con actitudes mayoritarias en el movimiento obrero hispánico, y no exclusivamente en su versión anarquista.
Cierto es que esa misma punta polémica, unida a la aceptación del positivismo que se impuso en buena parte del movimiento socialista a la muerte de Marx, conduce a Vera a decir y escribir a veces con fórmulas que hoy suenan excesivas. Fórmulas así pueden descubrirse fácilmente en el Informe de 1884, donde la cientificidad del marxismo es proclamada en ocasiones con escasa precaución epistemológica en un hombre interesado en las ciencias naturales. La convicción de que existe una ley natural de la evolución económico-social era en Vera tan fuerte como para considerar estériles las discusiones entre clases sociales acerca del debe ser y la rotundidad con que presenta la implicación principal de la contradicción entre producción colectiva y apropiación privada en la sociedad capitalista, tan excesiva que deja fuera de consideración la mayor parte de los problemas relacionados con la subjetividad de los agentes revolucionarios. «La desaparición del modo capitalista de producir» es sencillamente -según la versión que Vera da del marxismo – «una consecuencia de la ley evolutiva del mismo». Tanto es así que el Informe llega a postular incluso la inutilidad teórica de la discusión acerca de los límites del proceso de acumulación y concentración del capital, pues tiene «por suficientemente demostrado» que el proceso evolutivo del sistema «no cuenta con mecanismo alguno de compensación».
Algunas de esas fórmulas, en las que se combina el automatismo mecánico de una supuesta ley natural evolutiva con la confianza ilimitada en el hacer de la clase ascendente, son literalmente autocontradictorias y prueban cómo, incluso en sus mejores exposiciones, el socialismo hispánico de origen marxista apenas prestó atención a las mediaciones conscientes entre la afirmación del ideal y la decisión de alcanzarlo. La concreción de la lucha marxiana contra la obnubilación de las consciencias, la crítica de las ideologías y el sentido revolucionario de la teoría queda de esta forma reducida en varios pasajes significativos del Informe a otro automatismo instintivamente finalista, como si «el instinto de conservación de los condenados sin recurso por el capitalismo a la opresión y a la muerte» fuera causa suficiente y necesaria del ocaso de este sistema social. La combinación mecanicista de ambos automatismos está en el origen de expresiones como la siguiente: «Está decretada la desaparición de la clase capitalista, una vez terminada la misión histórica de la misma que era llevar hasta cierto grado de desarrollo la acumulación y concentración de los medios productivos», razón por la cual «se hace imposible la permanencia de su privilegio».
Otras afirmaciones contenidas en el Informe no son, frente a lo que Vera creía, pensamiento de Karl Marx, sino de discípulos suyos o de seguidores a los que en algún caso el propio Marx había criticado más o menos abiertamente. Eso ocurre, por ejemplo, con el recurrente tema lassalleano de la «ley de hierro del salario» y su alternativa en la distribución íntegra de los productos del trabajo entre «la única clase verdaderamente productora»; o con la idea –varias veces repetida- de que el trabajo es la fuente de toda riqueza. Tiene escaso interés aquí detenerse en algunos lugares comunes como el de la identificación -de origen proudhoniana- del excedente con el robo, o el de la comparación del capitalista individual con el «bandido generoso» que deja a sus víctimas algunos reales par4 que continúen su camino. Pues pasos así son pocos y de poco peso en el Informe. Más interesante es, en cambio, llamar la atención acerca de un punto que ocupó considerable espacio en el conjunto de la obra de Vera: su preocupado tratamiento del estatuto y de la función social del trabajo intelectual y de la ciencia en el marco de un equilibrado concepto del nexo entre teoría y práctica.
Por lo que a este punto respecta, si bien el arranque del Informe viene a ser una diatriba tan radical como justificada contra los intelectuales y científicos que se venden consciente o inconscientemente al capital, su apartado noveno (y otros artículos de Vera) introduce como prognosis una aspiración muy sentida en el socialismo hispánico: «La ilusión mentida de que los hombres de ciencia tienen intereses armónicos con los del capital no puede durar; el puesto de éstos está en las filas de los trabajadores.» Vera conocía bien los párrafos del Manifiesto comunista acerca de las vacilaciones de la intelectualidad en el conflicto entre las clases principales de la sociedad capitalista; pero tampoco ignora la aproximación del Marx maduro al análisis de la ciencia como fuerza productiva y de sus potenciales implicaciones sociales. Entre ambas cosas su argumentación oscila desde la creencia en una futura identificación de ciencia y proletariado a la afirmación de que «sólo aquellos hombres amantes de la verdad y animados del espíritu de justicia podrán despreciar los halagos, protestar contra la esclavización humillante de la ciencia y, pasándose al campo obrero, desatar las iras de la clase explotadora».
El escaso desarrollo del capitalismo hispánico en la época, la estrechez de miras de ciertos capitalistas individuales y seguramente también una apreciación ingenua, aprendida de algunos pasajes aislados de Marx, conducen a Vera a la consideración de que existía ya una oposición radical entre investigación científica e intereses económicos de la clase dominante. La consecuencia de ello es una tergiversación nada plausible de los orígenes y evolución de la ciencia moderna en la cultura burguesa, como si la superior remuneración de los hombres de ciencia, la institucionalización de la ciencia misma y la creación de privilegios oficiales al respecto fueran simplemente manifestaciones del carácter depredatorio de una clase social, meras maniobras abiertamente en contradicción con la incapacidad de esa misma clase para comprender lo que la ciencia es. La evidencia empírica disponible ya entonces obligó a Vera a corregir dicho juicio y a matizarlo en otros pasos por lo menos en un sentido, a saber, que la burguesía toleraría la libre investigación en el campo de las ciencias físico-químicas por sus consecuencias tecnológicas, esto es, porque el perfeccionamiento de los medios técnicos a que aquella investigación da lugar permite aumentar la hegemonía, por el contrario, se vería obligada a poner obstáculos a la investigación positiva de la sociedad porque de este conocimiento puede brotar la crítica de su poder.
De manera, pues, que la creencia en la segura aproximación de ciencia y proletariado tal como aparece en la obra de Vera acaba apoyándose en muletas no demasiado sólidas: de un lado, en una subvaloración evidente de la importancia de la ciencia para la cultura burguesa y, de otro, en el ya mencionado automatismo de las leyes económicas o -como él mismo dice- en «la fatalidad de las relaciones económicas». Esta fatalidad fundamenta el optimismo histórico hasta el punto de corregir lo que no puede lograr la generalización del espíritu de independencia entre los científicos:
«La producción científica sigue, aunque de lejos, una marcha paralela a la de las demás formas de producción; cada vez excede en mayor grado a las necesidades de la clase capitalista; el número de los obreros intelectuales aumenta sin cesar; la posibilidad de trabajar se hace cada vez más infrecuente; la intolerable ley de la necesidad ha de arrojar, por lo tanto, a la masa de hombres dedicados al trabajo intelectual al campo revolucionario en busca de una producción científica más amplia, segura y siempre creciente en el régimen colectivista».
Formulación ésta en la que, de todas formas, sigue siendo notable el esfuerzo de Vera por encontrar la mediación entre ciencia y proletariado no en el intelectual tradicional sino en el intelectual de formación científica inserto directamente en el proceso productivo.
3
La excepcionalidad de la reflexión teórica del doctor Vera resalta aún más al comprobar que sus previsiones acerca de las actitudes futuras de la fuerza de trabajo intelectual no se cumplieron en España. Es posible que la crudeza de las condiciones político-sociales en que tuvieron que desenvolverse el movimiento y las publicaciones marxistas en este «Extremo Occidente»-por emplear una aguda expresión del historiador Pierre Viar- haya sido el motivo principal del distanciamiento, entre aristocratizante y angustiado, del grueso de la intelectualidad hispánica respecto del socialismo marxista. Sobre esta crudeza basta con recordar en esta síntesis que en los medios gubernamentales españoles hasta la Segunda Internacional predominó, cuando no la represión pura y simple de las iniciativas de los trabajadores organizados, el espíritu de Bravo Murillo en la respuesta que se le atribuye a uno de los proyectos culturales de los primeros «utópicos»: «Aquí no necesitamos gente que piense, sino bueyes que trabajen.» En todo caso, por lo que hace al distanciamiento de los intelectuales tradicionales y a la preocupación con que éste fue vivido por los dirigentes obreros pocos documentos habrá tan significativos como aquel en el cual Valentín Hernández, a la sazón director de La lucha de clases, expresa su sorprendida alegría al recibir, en octubre de 1894, la propuesta de colaboración de Miguel de Unamuno:
«No puede usted suponerse, ni yo acertaré a expresar cuán grata fue para mí la impresión que su carta me produjo. Inmediatamente reuní el consejo de redacción [de La lucha de clases] compuesto todo, como usted debe suponer, de obreros manuales. Pintar e1 entusiasmo que la lectura [de su carta] a todos comunicó sería tarea inútil. […] Adquisición tan valiosa como la suya ha de parecernos un sueño».
Y casi un sueño fue. Aunque más por la brevedad del tiempo en que Unamuno vio en el socialismo iniciado por Marx «la religión de la Humanidad, el único ideal hoy vivo de veras» que por los motivos en que estaba pensando Hernandez. Seguramente es injustificado considerar al joven Unamuno de aquellos años, pocos, en que colaboró en La lucha de clases, Der Socialistiche Akademiker y en Socialistiche Monatshefte, como un filósofo marxista.
Pues independientemente de su escaso conocimiento de la obra de Marx, lo cierto es que las preocupaciones y desarrollos de los artículos unamunianos de esa época resultan más bien excéntricos respecto de las corrientes principales del socialismo marxista finisecular (y no sólo del hispánico). Ya entonces Verdes Montenegro supo calibrar muy bien la dimensión esencial del «socialismo» unamuniano: espíritu revolucionario y criterio reaccionario; un talante, en suma, que -por su antirracionalismo y por su revalorización de la experiencia religiosa en la conflictividad social- conecta más con el comunitarismo de origen cristológico de Dostoievski o con el sindicalismo anticapitalista que con la tradición marxista. Sin embargo, esta excentricidad no quita -o tal vez es la misma excentricidad la que pone – el que haya que conceder al joven Unamuno intuiciones de mucho valor y sugerencias interesantísimas como indicara ya hace algún tiempo Rafael Pérez de la Dehesa. Entre ellas, por lo menos tres. En primer lugar, la estimación de las razones por las cuales el patriotismo nacionalista rebrota en el marco de una concepción inicialmente internacionalista de las relaciones sociales, y su denuncia. En segundo lugar, la acentuación de la dimensión moral del socialismo marxista y su comparación con el cristianismo, símil que encontraremos luego en no pocas páginas de Sorel y de Gramsci (aunque en este último con una percepción muy clara –inexistente en el joven Unamuno- de la diferencia entre fe y creencia). En tercer lugar, la crítica a la falta de atención por parte del socialismo marxista en España a la problemática rural, crítica ésta que fue seguida por la propuesta de enlazar el programa agrario socialista con las tradiciones comunitarias del agro hispánico. Tal vez este antiprogresismo unamuniano hubiera hecho por una vez buena la broma ácrata de la década anterior cuando los anarquistas llamaban a los marxistas carlistas. Pero ése fue un cabo suelto sin desarrollo ya, ni en el agrarismo posterior.
Así pues, reducido a organización minoritaria entre los trabajadores, sin lograr crear un núcleo consistente en la principal de las zonas industriales del país, utilizando el francés para la lectura de Marx; y para sus contactos europeos, inhibidos en su relación con los intelectuales notables de orientación krausista en la mayoría de los casos y tratando de solventar las constantes dificultades económicas de sus publicaciones, el socialismo marxista hispánico de la época de la Segunda Internacional fue, desde el punto de vista teórico, poco productivo. Esta situación empieza a cambiar en los años veinte como consecuencia de la repercusión que tuvo en España la revolución rusa de octubre de 1917 y la creación luego de la Tercera Internacional. Pero la modificación más notable habrá de esperar al término de la dictadura de Primo de Rivera y a la proclamación de la Segunda República. Aumenta entonces muy sensiblemente la publicación y difusión de las obras de Karl Marx; se traducen escritos de Kautsky, de Lenin, de Trotsky, de Bujarin, de Rosa Luxemburg; se edita la primera traducción rigurosa de El Capital; se establecen contactos, a través de Wenceslao Roces, con el Instituto editor en Moscú de las Werke de Marx y de Engels; se presta atención a los grandes debates político-sociales del momento. Ya en 1929 Andreu Nin había vertido por primera vez al castellano una selección de los artículos de Marx sobre España, publicados bajo el rótulo de La revolución española, lo que propiciaba una consideración documentada del punto de vista de Marx al respecto.
El marxismo de esos años logra incluso entrar en la Academia: en 1935 Julián Besteiro lee, en efecto, su discurso de recepción en la Academia de Ciencias Morales y Políticas sobre el tema «marxismo y antimarxismo», hecho y texto que sentaron las urgencias de la discusión política y la consiguiente necesidad de adoptar la fórmula del ensayo o del artículo corto como forma obligada de intervención. Se podría añadir que esta forma de intervención obligada –ensayos publicados en revistas comunistas que hasta hace diez años circularon clandestinamente, presentaciones de clásicos de las varias generaciones marxistas, textos de conferencias y seminarios directamente vinculados a la lucha de ideas bajo el franquismo -tampoco ha favorecido un conocimiento amplio de una obra que a estas alturas es ya considerable. Creo, por tanto, que ésta es una ocasión propicia para contribuir a paliar tal desconocimiento, aunque –todo sea dicho- en Italia, y concretamente en la revista Critica marxista, han sido traducidos un par de artículos suyos hace ya unos años.
texto de Francisco Fernández Buey
publicado en enero de 2012 en la web Marx desde cero
publicado en el Foro en dos mensajes
---mensaje nº 1---
se presenta el texto: Con los mercados dictando el ritmo a seguir, las agencias calificadoras vapuleando a Europa y sus gobiernos, erre que erre en una política que lejos de ayudar a paliar la crisis la profundiza, España no es diferente. Todo lo contrario, más papista que el papa, el gobierno del PP continúa lo que el PSOE inició con anterioridad, la liquidación del ya paupérrimo estado del bienestar patrio. Nada importan los cinco millones largos de paradas y parados. Los empleados públicos especialmente ya han probado las tijeras liberales peperas, y los trabajadores por cuenta ajena no tardarán en probarlas en forma de contrarreforma laboral. Aumentos de impuestos, tasas y precios públicos; empeoramiento y degradación de los pocos servicios públicos que van quedando en pie son otras caras del mal gobierno que estamos sufriendo. Y frente a esto, ¿qué?. Pues suponemos que existirá malestar, pero ni se visualiza ni es capaz de organizar una respuesta o estrategias de resistencia. Y así nos va. De esa peculiaridad española, de los primeros andares del marxismo por esta piel de toro, de Jaime Vera, de Julian Besteiro, de Manuel Sacristán y cosas por el estilo trata la entrada de hoy titulada “Marxismo en España” del profesor Francisco Fernández Buey, otro conocido y estimado por estos lares. No solo por el contenido, sino por la forma, por ese lenguaje rico y culto vale la pena su lectura.
Marxismo en España, de Francisco Fernández Buey
Se ha aludido con frecuencia a la debilidad del marxismo en España desde el punto de vista teórico[i]. Dicha frecuencia fue conviniendo el reconocimiento de la debilidad comparativa respecto de otros países europeos en un tópico. Y en este caso, el tópico resulta ser cierto en lo esencial. Pues en los cien años transcurridos desde la muerte de Karl Marx no se ha producido en España nada parecido a lo que sude conocerse con expresiones como «marxismo austriaco», «marxismo alemán», «marxismo francés», «marxismo italiano» o «marxismo ruso»[ii]. Durante mucho tiempo la tradición marxista en España ha vivido de traducciones indirectas, ha conocido mejor las polémicas fraguadas en París que la propia obra de Marx y ha renunciado de antemano a la aportación original, a la reconsideración y a la crítica ilustradas.
La difusión misma de la obra de Marx tropezó aquí con más obstáculos de los que fueron habituales en otros países europeos, por lo que resultó tardía, intermitente y en cierto modo paradójica. Tiene interés observar en tal que hasta los años treinta de este siglo ningún marxista hispánico mostró preocupación alguna por conocer y discutir los ensayos que Marx escribiera sobre España en New York Daily Tribune. Por lo demás, todavía en 1984 no existe una versión española aproximadamente completa de la obra de Marx, ya que la edición iniciada ahora hace diez años bajo la dirección de Manuel Sacristán quedó interrumpida por dificultades de la casa editora en 1981[iii]. Pero el carácter tardío de la recepción y difusión del marxismo en España era ya apreciable en el siglo pasado. Así, por ejemplo, la primera traducción castellana del Manifiesto Comunista (en lo sustancial una versión de la traducción francesa) se publicó en 1872, con cierto retraso, por tanto, respecto de las traducciones hechas a otras lenguas europeas. A ello hay que añadir que la iniciativa de traducir el Manifiesto (y la Miseria de la filosofía) se debió, como los primeros artículos de orientación marxista publicados en España, a Paul Lafargue. Por otra parte, las primeras versiones españolas (parciales o resumidas) de El Capital tampoco parecen haber encontrado lectores atentos[iv].
Ahora bien, si existe un acuerdo unánime acerca de la debilidad teórica comparativa que ha pesado sobre nuestro marxismo hasta las últimas décadas, en cambio se ha discutido mucho en torno a los motivos del retraso y de la escasa difusión de la obra de Marx en la España del último tercio del siglo XIX. Por lo general, la aportación historiográfica ha sido mejor que la creación sustantiva. Algunos protagonistas del movimiento obrero de la época concedieron bastante importancia a razones de tipo personal y de talante, al hecho, esto es, de que las ideas internacionales llegaran a España a través de uno de los seguidores de Bakunin, Giuseppe Fanelli (con la consiguiente deformación del pensamiento del adversario político que suele ser habitual en toda polémica en curso), o bien al “autoritario” modo de ser y de actuar de Marx y de sus amigos en el Consejo General de la AIT. Ni qué decir tiene que justificaciones así explican poco. Pero la dimensión moralizadora e incluso personalista de la cultura del movimiento obrero hispánico ha sido tal que no es posible descartar del todo la influencia en esta historia de entendimientos simpatéticos. Los relatos de época sobre el tipo de comunicación que se habría establecido entre Fanelli y los primeros internacionalistas españoles, relatos en los que se acentúa tanto la importancia del gesto que éste parece suplir a la comprensión verbal, son significativos al respecto. Basta con recordar, por otra parte, los sentimientos contradictorios de Anselmo Lorenzo en ocasión de su visita a la casa de los Marx en Londres para darse cuenta de hasta qué punto los protagonistas españoles en el debate que tuvo lugar en el seno de la Primera Internacional valoraban más la amistosa fidelidad a los ausentes (en aquel caso Bakunin) que la capacidad teórica o la solidez cultural, por lo demás reconocida[v]. Todo habría ocurrido, pues, como si el «anonadamiento» de Lorenzo ante la figura de Karl Marx hubiera acabado impregnando la actitud del movimiento obrero hispánico ante el marxismo.
Pero tampoco el atraso industrial de la España del último tercio del siglo XIX explica sin más consideraciones la debilidad de nuestro socialismo de origen marxista; ni siquiera explica el hecho notorio de la mayor implantación del anarquismo de origen bakuninista en aquella época y del comunismo libertario hasta los años treinta de este siglo. Pues ocurre que el anarquismo halló su implantación principal precisamente en el movimiento industrial de Cataluña para hacerse luego hegemónico, durante algún tiempo, en el movimiento campesino de Andalucía. Situación que parece chocar con los modelos explicativos establecidos a partir del estudio de las otras naciones europeas. En efecto, a diferencia de lo sucedido en la mayor, parte de las regiones industrializadas de Europa el marxismo tuvo escaso arraigo hasta la época de la Segunda República en la más industrializada de las nacionalidades hispánicas; y en el Sur campesino no se produjo tampoco ningún proyecto serio que recuerde ni de lejos la otra excepcionalidad, la excepcionalidad rusa, aquel originalísimo injerto del marxismo en el populismo revolucionario que el propio Marx propiciara en la última década de su vida.
Una y otra cosa hacen de España en esta historia un caso atípico. Y como siempre que las cosas no encajan en los esquemas o modelos establecidos y dominantes, este carácter atípico se ha querido explicar a veces mediante el recurso a las especulaciones metafísicas acerca de las esencias patrias o a través de la sustantivización de la diferencia. Más de un notorio representante de la intelectualidad hispánica liberal ha creído ver en cae atípico desarrollo de la relación entre marxismo y movimiento obrero a lo largo de muchas décadas la confirmación de nuestra idiosincrasia: espontaneismo, talante contrario al espíritu científico, susceptibilidad frente a todo tipo de organización, individualismo, orientación profundamente antimaterialista, etc. Rasgos todos ellos, más en consonancia, con el «libertarismo» que con el «autoritarismo». Sólo que por su escasísimo conocimiento directo de la vida real del movimiento obrero en España esta visión especulativa de las cosas pierde de vista, entre otras muchas evidencias, las múltiples manifestaciones «autoritarias» del «antiautoritarismo» hispánico, rasgo por lo menos tan idiosiocrático como los otros.
No es posible intentar aquí una explicación argumentada de la atipicidad aludida (por lo demás sólo relativa: a finales de la primera década de este siglo Antonio Gramsci denunciaba una situación bastante parecida para el caso de Italia). Se puede sugerir, no obstante, que una mayor atención a lo que fue el socialismo premarxista en España (algunos de cuyos rasgos pasarán sin más al anarquismo posterior), a los orígenes del movimiento obrero en Cataluña, al fenómeno migratorio en la segunda mitad del siglo XIX, a las fechas en que se produce la introducción de las ideas internacionalistas, a la decepción de los trabajadores industriales ante la democracia liberal ya al final de la década de los sesenta del siglo pasado, al impacto que tuvo entre los obreros la trágica conclusión de la Comuna de París, a la discusión parlamentaria acerca de la inconstitucionalidad de la AIT[vi], etc., permite librarse del ímprobo e inútil esfuerzo que supone intentar detectar las esencias ahistóricas de lo español.
La atención prestada por los historiadores en estos últimos años a algunos de los factores aludidos ha arrojado nueva luz sobre la relación entre liberalismo y libertarismo permitiendo entender mejor las razones reales de la creciente desconfianza frente al Estado -frente a todo tipo de Estado- que motivaron primero a la mayoría de los internacionalistas españoles y luego, a los trabajadores que constituyeron la CNT. La tópica contraposición entre acracia y reformismo aparece así como un asunto problemático. Por esa vía se hace más accesible a la comprensión la precariedad y las dificultades de las primeras publicaciones marxistas hispánicas, de La Emancipación en 1873 y de El Socialista en su fase inicial (a partir de 1886). Además del alto índice de analfabetismo existente en la España de esa época hay motivos internos a la tradición socialista de origen marxista que permiten comprender el escaso eco alcanzado por esas y otras publicaciones entre las clases trabajadoras. De ellos me limitaré a indicar aquí tres. En primer lugar, la acentuación unilateral de la versión estatalista del marxismo recibido; pues las corrientes marxistas más difundidas en España durante esos años, el llamado «marxismo francés» y el lassallismo –con su glorificación del centralismo frente al federalismo en el primer caso y con su estatalismo en el segundo- eran seguramente las menos adecuadas para el acercamiento a la mayoría de los trabajadores. En segundo lugar, el desprecio de que ese marxismo hizo gala respectó de la importancia de la cuestión agraria para un país como España. Y en tercer lugar, el completo descuido del análisis de las formas de la consciencia de clase en los principales centros industriales. Todo eso hizo particularmente difícil en nuestro país la buscada vinculación marxista entre ciencia y proletariado.
2
La consideración de la obra de Jaime Vera como «el pensamiento del socialismo español» o como «el marxismo teórico» de la Segunda Internacional durante su primera etapa en nuestro país -consideración muy corriente en la España finisecular- tiene que parecernos en la actualidad exagerada. Pero tal exageración se justifica en el marco de un socialismo que se caracterizó por el exiguo conocimiento de la obra de Marx, por la atribución a éste de ideas muchas veces ajenas y por la falta de elaboración teórica propia sobre todo en los aspectos económico y sociológico. Razones varias contribuyeron a que durante muchas décadas la intelectualidad del país se mantuviera alejada del movimiento obrero (tanto en su vertiente socialista como en su versión anarquista), o a que incluso cuando algunos intelectuales notorios se acercaron a dicho movimiento con simpatía (y por motivos fundamentalmente morales) aportaron poco a la autoconsciencia y al desarrollo teórico del mismo. En relación con ello se ha señalado que entre las personas que contribuyeron al nacimiento de lo que sería el partido socialista en España hubo varios profesionales relacionados con la medicina; hecho éste, desde luego, interesante. Pero no parece que, salvo precisamente en el caso de Vera, el conocimiento de la obra de Karl Marx fuera el fuerte de aquéllos. De ahí la positiva valoración que aún puede hacerse del célebre Informe que el doctor Vera presentó a la Comisión de Reformas Sociales, en 1884, en nombre de la agrupación socialista madrileña. Sin ser un teórico particularmente original en el marco de los marxismos europeos del fin de siglo, Jaime Vera destaca como un excelente publicista y divulgador del marxismo: culto, expresivo, acuñador de fórmulas de apreciable mérito, nada dado a concesiones retóricas y con un verbo a la vez claro y riguroso. Es más, la vocación investigadora de Vera y su experiencia como científico hizo muy plausible la insistencia que puso en diferenciar de forma muy radical el socialismo de Marx de las «utopías» anteriores. Así, incluso para la sensibilidad marxista actual -curada en gran parte de los excesos positivistas del marxismo de la Segunda Internacional y del voluntarismo idealista de algunas de las principales figuras de la Tercera- sigue resultando apreciable la veracidad con que el doctor Vera subrayó una y otra vez tanto su aproximación por motivos científicos a la obra de Marx como la vocación científica del socialismo que tiene su origen en éste; apreciable sobre todo en un ámbito cuyas tendencias reactivas frente a la ciencia ha sido aireadas suficientemente como para que valga la pena insistir en ello.
Una muestra de esta apreciable autenticidad la encontramos en el discurso que Vera pronunció en el Liceo Rius, en ocasión de las elecciones de 1901, ante un auditorio mayoritariamente constituido por obreros. La nota autobiográfica de aquel discurso, según la cual él no llegó al socialismo «por odio a la sociedad» ni por romanticismo o sentimentalismo, nada tiene que ver con recursos efectistas o con cierta pedantería al uso; al contrario, es expresión de lo que Vera entendía con razón que fue también el punto de vista de Marx. Pues tanto en aquella oportunidad como en otras intervenciones públicas ante trabajadores (intervenciones que fueron disminuyendo con el tiempo por motivos de salud, entre otros tal vez menos estudiados) Vera insiste en que la racionalidad de la decisión por la cual se opta en favor del socialismo debería ser igualmente patrimonio de la clase obrera. Al subrayar el valor de la disciplina intelectual y afirmar que el odio, la pasión y el sentimiento por si solos no son fundamentos de doctrina el doctor Vera sabe que va contra la corriente, que está rompiendo de hecho con actitudes mayoritarias en el movimiento obrero hispánico, y no exclusivamente en su versión anarquista.
Cierto es que esa misma punta polémica, unida a la aceptación del positivismo que se impuso en buena parte del movimiento socialista a la muerte de Marx, conduce a Vera a decir y escribir a veces con fórmulas que hoy suenan excesivas. Fórmulas así pueden descubrirse fácilmente en el Informe de 1884, donde la cientificidad del marxismo es proclamada en ocasiones con escasa precaución epistemológica en un hombre interesado en las ciencias naturales. La convicción de que existe una ley natural de la evolución económico-social era en Vera tan fuerte como para considerar estériles las discusiones entre clases sociales acerca del debe ser y la rotundidad con que presenta la implicación principal de la contradicción entre producción colectiva y apropiación privada en la sociedad capitalista, tan excesiva que deja fuera de consideración la mayor parte de los problemas relacionados con la subjetividad de los agentes revolucionarios. «La desaparición del modo capitalista de producir» es sencillamente -según la versión que Vera da del marxismo – «una consecuencia de la ley evolutiva del mismo». Tanto es así que el Informe llega a postular incluso la inutilidad teórica de la discusión acerca de los límites del proceso de acumulación y concentración del capital, pues tiene «por suficientemente demostrado» que el proceso evolutivo del sistema «no cuenta con mecanismo alguno de compensación».
Algunas de esas fórmulas, en las que se combina el automatismo mecánico de una supuesta ley natural evolutiva con la confianza ilimitada en el hacer de la clase ascendente, son literalmente autocontradictorias y prueban cómo, incluso en sus mejores exposiciones, el socialismo hispánico de origen marxista apenas prestó atención a las mediaciones conscientes entre la afirmación del ideal y la decisión de alcanzarlo. La concreción de la lucha marxiana contra la obnubilación de las consciencias, la crítica de las ideologías y el sentido revolucionario de la teoría queda de esta forma reducida en varios pasajes significativos del Informe a otro automatismo instintivamente finalista, como si «el instinto de conservación de los condenados sin recurso por el capitalismo a la opresión y a la muerte» fuera causa suficiente y necesaria del ocaso de este sistema social. La combinación mecanicista de ambos automatismos está en el origen de expresiones como la siguiente: «Está decretada la desaparición de la clase capitalista, una vez terminada la misión histórica de la misma que era llevar hasta cierto grado de desarrollo la acumulación y concentración de los medios productivos», razón por la cual «se hace imposible la permanencia de su privilegio».
Otras afirmaciones contenidas en el Informe no son, frente a lo que Vera creía, pensamiento de Karl Marx, sino de discípulos suyos o de seguidores a los que en algún caso el propio Marx había criticado más o menos abiertamente. Eso ocurre, por ejemplo, con el recurrente tema lassalleano de la «ley de hierro del salario» y su alternativa en la distribución íntegra de los productos del trabajo entre «la única clase verdaderamente productora»; o con la idea –varias veces repetida- de que el trabajo es la fuente de toda riqueza. Tiene escaso interés aquí detenerse en algunos lugares comunes como el de la identificación -de origen proudhoniana- del excedente con el robo, o el de la comparación del capitalista individual con el «bandido generoso» que deja a sus víctimas algunos reales par4 que continúen su camino. Pues pasos así son pocos y de poco peso en el Informe. Más interesante es, en cambio, llamar la atención acerca de un punto que ocupó considerable espacio en el conjunto de la obra de Vera: su preocupado tratamiento del estatuto y de la función social del trabajo intelectual y de la ciencia en el marco de un equilibrado concepto del nexo entre teoría y práctica.
Por lo que a este punto respecta, si bien el arranque del Informe viene a ser una diatriba tan radical como justificada contra los intelectuales y científicos que se venden consciente o inconscientemente al capital, su apartado noveno (y otros artículos de Vera) introduce como prognosis una aspiración muy sentida en el socialismo hispánico: «La ilusión mentida de que los hombres de ciencia tienen intereses armónicos con los del capital no puede durar; el puesto de éstos está en las filas de los trabajadores.» Vera conocía bien los párrafos del Manifiesto comunista acerca de las vacilaciones de la intelectualidad en el conflicto entre las clases principales de la sociedad capitalista; pero tampoco ignora la aproximación del Marx maduro al análisis de la ciencia como fuerza productiva y de sus potenciales implicaciones sociales. Entre ambas cosas su argumentación oscila desde la creencia en una futura identificación de ciencia y proletariado a la afirmación de que «sólo aquellos hombres amantes de la verdad y animados del espíritu de justicia podrán despreciar los halagos, protestar contra la esclavización humillante de la ciencia y, pasándose al campo obrero, desatar las iras de la clase explotadora».
El escaso desarrollo del capitalismo hispánico en la época, la estrechez de miras de ciertos capitalistas individuales y seguramente también una apreciación ingenua, aprendida de algunos pasajes aislados de Marx, conducen a Vera a la consideración de que existía ya una oposición radical entre investigación científica e intereses económicos de la clase dominante. La consecuencia de ello es una tergiversación nada plausible de los orígenes y evolución de la ciencia moderna en la cultura burguesa, como si la superior remuneración de los hombres de ciencia, la institucionalización de la ciencia misma y la creación de privilegios oficiales al respecto fueran simplemente manifestaciones del carácter depredatorio de una clase social, meras maniobras abiertamente en contradicción con la incapacidad de esa misma clase para comprender lo que la ciencia es. La evidencia empírica disponible ya entonces obligó a Vera a corregir dicho juicio y a matizarlo en otros pasos por lo menos en un sentido, a saber, que la burguesía toleraría la libre investigación en el campo de las ciencias físico-químicas por sus consecuencias tecnológicas, esto es, porque el perfeccionamiento de los medios técnicos a que aquella investigación da lugar permite aumentar la hegemonía, por el contrario, se vería obligada a poner obstáculos a la investigación positiva de la sociedad porque de este conocimiento puede brotar la crítica de su poder.
De manera, pues, que la creencia en la segura aproximación de ciencia y proletariado tal como aparece en la obra de Vera acaba apoyándose en muletas no demasiado sólidas: de un lado, en una subvaloración evidente de la importancia de la ciencia para la cultura burguesa y, de otro, en el ya mencionado automatismo de las leyes económicas o -como él mismo dice- en «la fatalidad de las relaciones económicas». Esta fatalidad fundamenta el optimismo histórico hasta el punto de corregir lo que no puede lograr la generalización del espíritu de independencia entre los científicos:
«La producción científica sigue, aunque de lejos, una marcha paralela a la de las demás formas de producción; cada vez excede en mayor grado a las necesidades de la clase capitalista; el número de los obreros intelectuales aumenta sin cesar; la posibilidad de trabajar se hace cada vez más infrecuente; la intolerable ley de la necesidad ha de arrojar, por lo tanto, a la masa de hombres dedicados al trabajo intelectual al campo revolucionario en busca de una producción científica más amplia, segura y siempre creciente en el régimen colectivista».
Formulación ésta en la que, de todas formas, sigue siendo notable el esfuerzo de Vera por encontrar la mediación entre ciencia y proletariado no en el intelectual tradicional sino en el intelectual de formación científica inserto directamente en el proceso productivo.
3
La excepcionalidad de la reflexión teórica del doctor Vera resalta aún más al comprobar que sus previsiones acerca de las actitudes futuras de la fuerza de trabajo intelectual no se cumplieron en España. Es posible que la crudeza de las condiciones político-sociales en que tuvieron que desenvolverse el movimiento y las publicaciones marxistas en este «Extremo Occidente»-por emplear una aguda expresión del historiador Pierre Viar- haya sido el motivo principal del distanciamiento, entre aristocratizante y angustiado, del grueso de la intelectualidad hispánica respecto del socialismo marxista. Sobre esta crudeza basta con recordar en esta síntesis que en los medios gubernamentales españoles hasta la Segunda Internacional predominó, cuando no la represión pura y simple de las iniciativas de los trabajadores organizados, el espíritu de Bravo Murillo en la respuesta que se le atribuye a uno de los proyectos culturales de los primeros «utópicos»: «Aquí no necesitamos gente que piense, sino bueyes que trabajen.» En todo caso, por lo que hace al distanciamiento de los intelectuales tradicionales y a la preocupación con que éste fue vivido por los dirigentes obreros pocos documentos habrá tan significativos como aquel en el cual Valentín Hernández, a la sazón director de La lucha de clases, expresa su sorprendida alegría al recibir, en octubre de 1894, la propuesta de colaboración de Miguel de Unamuno:
«No puede usted suponerse, ni yo acertaré a expresar cuán grata fue para mí la impresión que su carta me produjo. Inmediatamente reuní el consejo de redacción [de La lucha de clases] compuesto todo, como usted debe suponer, de obreros manuales. Pintar e1 entusiasmo que la lectura [de su carta] a todos comunicó sería tarea inútil. […] Adquisición tan valiosa como la suya ha de parecernos un sueño».
Y casi un sueño fue. Aunque más por la brevedad del tiempo en que Unamuno vio en el socialismo iniciado por Marx «la religión de la Humanidad, el único ideal hoy vivo de veras» que por los motivos en que estaba pensando Hernandez. Seguramente es injustificado considerar al joven Unamuno de aquellos años, pocos, en que colaboró en La lucha de clases, Der Socialistiche Akademiker y en Socialistiche Monatshefte, como un filósofo marxista.
Pues independientemente de su escaso conocimiento de la obra de Marx, lo cierto es que las preocupaciones y desarrollos de los artículos unamunianos de esa época resultan más bien excéntricos respecto de las corrientes principales del socialismo marxista finisecular (y no sólo del hispánico). Ya entonces Verdes Montenegro supo calibrar muy bien la dimensión esencial del «socialismo» unamuniano: espíritu revolucionario y criterio reaccionario; un talante, en suma, que -por su antirracionalismo y por su revalorización de la experiencia religiosa en la conflictividad social- conecta más con el comunitarismo de origen cristológico de Dostoievski o con el sindicalismo anticapitalista que con la tradición marxista. Sin embargo, esta excentricidad no quita -o tal vez es la misma excentricidad la que pone – el que haya que conceder al joven Unamuno intuiciones de mucho valor y sugerencias interesantísimas como indicara ya hace algún tiempo Rafael Pérez de la Dehesa. Entre ellas, por lo menos tres. En primer lugar, la estimación de las razones por las cuales el patriotismo nacionalista rebrota en el marco de una concepción inicialmente internacionalista de las relaciones sociales, y su denuncia. En segundo lugar, la acentuación de la dimensión moral del socialismo marxista y su comparación con el cristianismo, símil que encontraremos luego en no pocas páginas de Sorel y de Gramsci (aunque en este último con una percepción muy clara –inexistente en el joven Unamuno- de la diferencia entre fe y creencia). En tercer lugar, la crítica a la falta de atención por parte del socialismo marxista en España a la problemática rural, crítica ésta que fue seguida por la propuesta de enlazar el programa agrario socialista con las tradiciones comunitarias del agro hispánico. Tal vez este antiprogresismo unamuniano hubiera hecho por una vez buena la broma ácrata de la década anterior cuando los anarquistas llamaban a los marxistas carlistas. Pero ése fue un cabo suelto sin desarrollo ya, ni en el agrarismo posterior.
Así pues, reducido a organización minoritaria entre los trabajadores, sin lograr crear un núcleo consistente en la principal de las zonas industriales del país, utilizando el francés para la lectura de Marx; y para sus contactos europeos, inhibidos en su relación con los intelectuales notables de orientación krausista en la mayoría de los casos y tratando de solventar las constantes dificultades económicas de sus publicaciones, el socialismo marxista hispánico de la época de la Segunda Internacional fue, desde el punto de vista teórico, poco productivo. Esta situación empieza a cambiar en los años veinte como consecuencia de la repercusión que tuvo en España la revolución rusa de octubre de 1917 y la creación luego de la Tercera Internacional. Pero la modificación más notable habrá de esperar al término de la dictadura de Primo de Rivera y a la proclamación de la Segunda República. Aumenta entonces muy sensiblemente la publicación y difusión de las obras de Karl Marx; se traducen escritos de Kautsky, de Lenin, de Trotsky, de Bujarin, de Rosa Luxemburg; se edita la primera traducción rigurosa de El Capital; se establecen contactos, a través de Wenceslao Roces, con el Instituto editor en Moscú de las Werke de Marx y de Engels; se presta atención a los grandes debates político-sociales del momento. Ya en 1929 Andreu Nin había vertido por primera vez al castellano una selección de los artículos de Marx sobre España, publicados bajo el rótulo de La revolución española, lo que propiciaba una consideración documentada del punto de vista de Marx al respecto.
El marxismo de esos años logra incluso entrar en la Academia: en 1935 Julián Besteiro lee, en efecto, su discurso de recepción en la Academia de Ciencias Morales y Políticas sobre el tema «marxismo y antimarxismo», hecho y texto que sentaron las urgencias de la discusión política y la consiguiente necesidad de adoptar la fórmula del ensayo o del artículo corto como forma obligada de intervención. Se podría añadir que esta forma de intervención obligada –ensayos publicados en revistas comunistas que hasta hace diez años circularon clandestinamente, presentaciones de clásicos de las varias generaciones marxistas, textos de conferencias y seminarios directamente vinculados a la lucha de ideas bajo el franquismo -tampoco ha favorecido un conocimiento amplio de una obra que a estas alturas es ya considerable. Creo, por tanto, que ésta es una ocasión propicia para contribuir a paliar tal desconocimiento, aunque –todo sea dicho- en Italia, y concretamente en la revista Critica marxista, han sido traducidos un par de artículos suyos hace ya unos años.
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