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    "Idealismo ético y materialismo político en el Manifiesto Comunista" - texto de Luis Martínez de Velasco - publicado en revista Realitat

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    pedrocasca
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    "Idealismo ético y materialismo político en el Manifiesto Comunista" - texto de Luis Martínez de Velasco - publicado en revista Realitat  Empty "Idealismo ético y materialismo político en el Manifiesto Comunista" - texto de Luis Martínez de Velasco - publicado en revista Realitat

    Mensaje por pedrocasca Vie Oct 12, 2012 11:34 pm

    Idealismo ético y materialismo político en el Manifiesto Comunista

    texto de Luis Martínez de Velasco

    Pubicado en la revista “Realitat″ nº 53-54

    Al igual que la crispada superficie de un mar bajo el cual se encuentran profundas corrientes submarinas enfrentadas y en perpetua colisión, el MC aspira a ordenar y encajar en el nivel visible del texto todas las convulsiones que presiden las luchas obreras registradas a lo largo de la primera mitad del siglo XIX. El escenario histórico y social de la Europa de esta época es bien conocido. De él pueden entresacarse, siguiendo la terminología de Levi-Strauss, unas cuantas «fechas calientes».

    En 1797 fueron guillotinados los «comunistas» Babeuf y Dorthé bajo la acusación de traidores y conspiradores. Su delito no fue otro que la petición de una democracia económica que amparase una «comunidad nacional de bienes».

    Desde 1791 a 1824 los principales parlamentos europeos mantuvieron la prohibición de cualquier asociación de trabajadores bajo penas que podían llegar a la pena de muerte.

    En 1830 estallan los primeros conflictos sangrientos entre las organizaciones obreras y los gobiernos burgueses de Francia, Bélgica y Alemania. Medio siglo antes Inglaterra ya tuvo oportunidad de conocer el alcance de dichos conflictos en su propia carne.

    En 1832 el parlamento inglés introduce el denominado Reform Bill por la que se autoriza por fin la presencia de diputados elegidos por la burguesía artesanal e industrial. El proletariado permanece fuera de esta institución.

    En 1848 estallan de nuevo violentísimos combates entre obreros y gobiernos en París, Viena, Bruselas, Berlín, etc. Los historiadores calculan que en París los tres días que duraron los choques se cobraron alrededor de 10.000 víctimas. Muy poco tiempo antes, a finales de 1847, Marx y Engels habían redactado el MC.

    En 1864 se celebra en Londres la Primera Internacional Trabajadora donde se fijan las estrategias de la clase obrera de cara a la lucha de clases mantenida contra la burguesía y su expresión política, los gobiernos burgueses de los principales países capitalistas. En Francia se procede a la redacción del denominado Manifiesto de los Sesenta. en donde se solicita, por millonésima vez, una democracia económica al más puro estilo de Babeuf.

    En 1871 la célebre Comuna de París es el violento escenario de una lucha directa que se cobra entre 30.000 y 40.000 muertes, mientras que una Prusia asustada acelera un doble proceso político y social: unificación política y rígido control de los mercados interiores, quedando terminantemente prohibido todo género de asociación reivindicativa.

    Como podemos ver, el fantasma comunista que recorría la vieja Europa no podía encontrar un escenario más convulso y complicado. La situación general resultante, además, no hacía sino reflejar el viejo principio político de acción-reacción cuyas manifestaciones empíricas eran paradójicas sólo de un modo aparente. Allí donde los gobiernos establecían medidas ocasionales para el aflojamiento de la tensión social los conflictos disminuían su intensidad, mientras que allí donde los gobiernos endurecían las posturas los conflictos ganaban en radicalidad y violencia. Por eso precisamente Inglaterra logró reconducir su situación económica de un modo bastante más pragmático que Francia y Alemania. A éstas sólo les quedaba una salida: la restitución de algo parecido a una intervención estatal en todas las esferas de la economía. El carácter militar de sus instituciones les fue de gran ayuda. Bonapartización y prusianización de la economía fueron sus dos grandes resultados, a la vez que claros gérmenes de la posterior experiencia fascista en Alemania.

    El Manifiesto Comunista constituyó, como sabemos, el documento oficial de la Liga Comunista durante el congreso de noviembre-diciembre de 1847. En él aparece un breve y penetrante análisis de la historia de la lucha de clases, sigue una durísima discusión con las posiciones liberales más características y, por último, se refleja un ajuste de cuentas con la denominada «literatura socialista», así como una rápida aclaración de la posición estratégica de los comunistas ante problemas sociales y nacionales. El estilo es breve, brillante y, por encima de todo, absolutamente demoledor. Aunque sólo fuera por esto, ya merecería ser leído una y mil veces. Ahora bien, el MC posee, además, una especial fuerza magnética que aún hoy, a 150 años de distancia, logra atraer poderosamente nuestra atención. Parece que la respuesta a la pregunta de en qué consiste dicha fuerza sonaría así: reside en su profunda valentía a la hora de proponer un (por decirlo con las hermosas palabras de Blas de Otero) redoble de conciencia por parte de la clase trabajadora, cuyo único futuro (¡y esto dicho en circunstancias abiertamente desfavorables!) no es otro que la lucha de clases una vez despejadas ya todas las dudas acerca de las verdaderas intenciones de la burguesía. En efecto, constatada la naturaleza profundamente fraudulenta de la democracia burguesa, la acción política del proletariado sólo puede ser la lucha de clases, el franco enfrentamiento con la burguesía. Ya en 1843 Marx había escrito, en carta a Arnold Ruge, lo siguiente: «No es, pues, ningún problema para nosotros [los comunistas] atenernos en nuestra crítica a la crítica política, a la toma de posición política, o sea, a las luchas reales (an wirkliche Kämpfe anzuknüpfen), identificándonos con todas ellas. No abordamos, por tanto, el mundo de una manera doctrinaria… sino que desarrollamos nuevos principios del mundo partiendo de los principios ya existentes. Nosotros no le decimos al mundo que deje de luchar porque la lucha es algo inútil. Al contrario, o que nosotros queremos es proclamar bien alto la palabra «lucha» y enseñar por qué se lucha (wir zeigen ihr nur,warum sie eigentlich kämpft). La conciencia es algo que el mundo ha de conquistar aunque no quiera (das BewuBtsein ist eine Sache,die sie sich aneignen muB,wenn sie auch nicht will)» [1,345]. Conciencia y lucha: así de sencillo, así de valiente y así de abstracto. Abstracto, desde luego, no en el sentido trivial de la palabra. Marx y Engels han dejado ya para esta fecha un importante número de escritos indispensables (los célebres Manuscritos de Economía y Filosofía, por citar un solo ejemplo). Abstracto aquí equivale a desconexión entre el plano crítico de la reflexión y el plano propositivo, entre el diagnóstico y la terapia. Marx y Engels permanecieron en esta abstracción y no pudieron proceder de otra manera dado el estado vigente de la lucha de clases. No trataron de decirle al proletariado qué debía hacer o cómo podía llegar a tomar el poder, sino sólo subrayar la absoluta necesidad de estos tres elementos de combate: unidad, conciencia y lucha. Por eso precisamente nos atrae extraordinariamente el MC en la actualidad: porque tales elementos han sido cuidadosamente borrados, tachados, deformados o ignorados allí donde la ideología liberal se ha visto mínimamente amenazada por los acontecimientos sociales, y ello no pocas veces con la inestimable ayuda ocasional de socialistas, progresistas y demás «istas» posibles.

    El MC refleja una sencillez aparente y un tanto engañosa. No se trata de un tratado descriptivo o científico (aunque lo supone necesariamente en cada una de sus líneas), ni muchísimo menos un programa electoral hecho a base de palabras altisonantes y frases explosivas. Es más bien un escrito sencillo (insistimos: aparentemente sencillo) que funciona exactamente igual que el dedo del sabio del célebre refrán chino: lo que realmente importa, lo esencial de todo este asunto es hacia dónde apunta el dedo. La verdad del MC apunta hacia fuera, a un desideratum racional, a una verdad político-moral: no cómo son o pueden ser las cosas sino cómo deben ser. Un positivista estrecho diría que el MC es un escrito «metafísico». Nosotros decimos: es un escrito problemático, y ello justamente en el sentido de imbricar hechos y valores, acontecimientos e ideas, apuntándolo todo hacia el futuro. Naturalmente, el «esqueleto argumentativo» del MC refleja con bastante claridad este carácter problemático y futurible, este carácter revolucionario de su contenido. Parece que, en este sentido, pueden distinguirse hasta cuatro momentos lógicos en la constitución del MC. Lo más importante de todo esto se halla precisamente en el mundo abstracto (aparentemente abstracto) de las ideas morales así como en su especial «modo de aterrizar» en el campo de la práctica política concreta.

    I. Humanismo real, premisa esencial de la lucha política del proletariado.

    Que la victoria del proletariado significa la liberación del género humano en su conjunto no es una simple frase retórica, pero tampoco refleja una verdad absoluta de la que cupiera esperar algo así como el definitivo final de la historia en tanto que escenario de la lucha de clases. Se trata más bien de un programa ético que refleja, entre otros, el hecho de que la parte más explotada y vejada de la sociedad -el proletariado- ha de ser realmente liberada para que toda la humanidad pueda llegar a considerarse libre. En otras palabras, el humanismo capitalista es, y no puede dejar de ser, profundamente retórico (aún más: culpablemente retórico) en la medida en que presupone de un modo necesario el envilecimiento sistemático, cotidiano, de una gran parte de la población. La cosa no es nueva en absoluto. No ya sólo Sismondi, Saint-Simon, Bazard, entre otros muchos, centraban su atención en el carácter necesariamente inhumano del capitalismo. Autores liberales como Smith, Ricardo o Mill no tenían más remedio que mostrar una profunda y sincera perplejidad ante el hecho de que, paradójicamente, la parte de la población trabajadora, o sea, la que alimentaba y sostenía a la población en general, vivía en condiciones cercanas a la miseria más absoluta. Valga un solo ejemplo de esto. Con su habitual inocencia escribe Adam Smith: «Ninguna sociedad puede florecer y ser feliz si una gran parte de sus miembros son pobres y viven en la miseria (No society can surely be flourishing and happy, of which the far greater part of the members are poor and miserable). Lo menos que debería poder ocurrir, además, a aquéllos que alimentan y visten a la nación es que pudieran compartir de su propio producto (should have such a share of the produce of their own labour) la cantidad suficiente como para alimentarse, vestir y vivir razonablemente» [An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations: Penguin Classics,Middlesex,1986,2 vols.; vol 1,p.181]. Sin embargo, más allá de la denuncia de la inhumanidad del capitalismo, lo cierto es que la rígida separación empirista entre hechos y valores y la férrea limitación de la ciencia a los primeros parecía exigir la aceptación, como de una simple cuestión natural, de la existencia de beneficios y salarios y de la inevitable contraposición entre ambos. El enjuiciamiento moral podía recorrer, en efecto, todos los trayectos posibles desde la perplejidad a la indignación, pero prácticamente todos los autores liberales, aun los más honrados, compartían un planteamiento básico: la solución de los males del capitalismo viene a recaer única y exclusivamente en un férreo control de la natalidad entre las familias proletarias.

    La burguesía, sin embargo, no parece estar dispuesta a renunciar al humanismo teórico que tan buenos frutos le ofrece en el plano de la legitimación, sólo que se ve en la obligación de mantenerlo sobre la base de una profunda escisión entre el cuerpo y el espíritu, escisión que, al igual que ocurre con la duplicidad hechos/valores, funciona por compensación: la negatividad en el terreno de los hechos viene a quedar compensada en el reino del espíritu, es decir, allí donde se sitúa el plano de lo esencial humano. Tal escisión, que se desarrolla, en principio, en el campo de la experiencia religiosa en general, adopta un aire muy característico en Alemania, donde la casi absoluta preponderancia del protestantismo permite la superación de la transcendencia divina en su sentido más antropomórfico y su recuperación «abstracta» en el reino del espíritu. Como sospecharon desde un principio los jóvenes Marx y Engels (y desde luego Feuerbach), todo el desarrollo del idealismo alemán viene a quedar lastrado por una fuerte hipoteca religiosa. Planteamientos, soluciones y hasta giros lingüísticos reflejan la huella de la religión y reproducen, proyectadas en el espíritu, casi todas las fantasías transcendentes de que se nutre buena parte de la especulación poskantiana. De esta manera, el humanismo abstracto puede desentenderse de las formas sociales que revisten los hechos y mantenerse incólume al margen de las injusticias de un sistema político y social que, al decir del siempre clarividente Norbert Elias, reúne lo peor del feudalismo y lo peor del capitalismo.

    Reivindicar, pues, el humanismo real exige situar el pensamiento por detrás de la escisión cuerpo/espíritu, establecer una reflexión previa a tal escisión recuperando el complejo fáctico-normativo de las ciencias denominadas «sociales». No hay humanismo real si no se atiende a las necesidades reales del cuerpo, ni existe el espíritu al margen de la comida, el vestido, el techo, etc., que exige ineludiblemente la dimensión física del hombre. Decir que el marxismo reduce al hombre a un cuerpo no deja de ser sangrante. Lo que hace es anular la reducción «idealista» del hombre a un simple espíritu, cosa que el idealismo consigue no sólo en un plano metodológico, sino condenando al cuerpo a una efectiva miseria. No son casuales, en este sentido, las palabras con que, en 1847, Marx y Engels abren La sagrada familia: «El humanismo real no tiene un enemigo más peligroso en Alemania que el espiritualismo o idealismo especulativo (Der reale Humanismus hat in Deutschland keinen gefährlicheren Feind als den Spiritualismus oder den spekulativen Idealismus),que sustituye al hombre real, individual, por la autoconciencia o por el «espíritu», coincidiendo con los evangelios: el espíritu es la vida, la carne no es nada. Es evidente que este espíritu descarnado sólo existe en la imaginación. Lo que nosotros combatimos en la crítica a Bauer no es otra cosa que una especulación que acaba en caricatura (die als Karikatur sich reproduzierende Spekulation)» [2,7].

    Por eso no se trata aquí de ninguna sutileza semántica sino de toda una distinción esencial: no es posible seguir confundiendo realismo y materialismo ni en el plano de la reflexión ni en el de la acción humana. El realismo es perfectamente compatible con el idealismo especulativo porque su legitimidad se nutre de éste último. El materialismo, por el contrario, representa la articulación entre un realismo teórico y un idealismo ético. El realismo conserva la realidad, mientras que el materialismo la supera y transforma. El primero supone ya realizada la idea en el espíritu. El segundo aspira a realizarla en la materia. No es casualidad, pues, ni mucho menos, que tanto Marx como Engels, en el MC y otros escritos, enfilen la proa de su análisis contra los idealismos especulativos de toda índole, y sobre todo y por encima de todo, contra el más inteligente y reaccionario de todos, el idealismo absoluto de Hegel.

    II. Proletario, simple mercancía. ¿Para qué sirve la democracia?

    El modo de producción capitalista se desarrolla inevitablemente, como sabemos, a base de dividir cotidiana y sistemáticamente a la sociedad en dos grandes clases sociales, la de los burgueses y la de los proletarios. Tal desarrollo, pese a estar escoltado no pocas veces bajo la ambigua noción de «contrato», no puede dejar de reflejar el hecho de que una parte cada vez mayor de población se ve en la ineludible obligación de venderse a la otra con el fin de poder subsistir. El contrato viene a ocultar esta profunda asimetría dando por supuesto, con Locke, que cualquier actividad realizada por un hombre -en este caso vender su fuerza de trabajo- es producto de su soberana voluntad (bajo el argumento contrafáctico de que «si no hubiera querido hacer esto o lo otro simplemente no lo habría hecho»), sólo que, al margen de la relación jurídica plasmada en un supuesto contrato «entre iguales», la cuestión refleja con absoluta nitidez el carácter de simple cosa que adopta la vida del trabajador, que posee, como el resto de las cosas o mercancías, una especie de «precio natural». Y, sin embargo, esta situación -ya de suyo intolerable desde un punto de vista moral- resulta ser profundamente contradictoria con las afirmaciones realizadas dentro de un marco reflexivo liberal. Veamos en qué sentido ocurre esto.

    Como sabemos, Adam Smith recoge de sus maestros, John Locke y David Hume, una noción básica desde el punto de vista de la ciencia económica, a saber: la noción de que la fuente de valor de las mercancías no es otra que el trabajo plasmado en ellas. En este sentido, el precio del trabajo -el salario como relación aún abstracta- debería ser constante y no ir fluctuando en función de unas leyes de oferta y demanda. Así lo expresa Smith: «Puesto que nunca varía su propio valor, el trabajo constituye la verdadera medida del valor de todas las cosas [medida del valor= fuente del valor]. Sin embargo, para la persona que lo contrata el precio del trabajo parece variar tanto como el resto de las cosas (to him [the person who employs him] the price of labour seems to vary like that of all other things)» [op.cit.,1,136]. La segunda afirmación, desligada mediante un oportuno «sin embargo» de la lógica que rige la primera, posee la dudosa ventaja de situarse en el nivel de los fenómenos aparentes y comenzar el análisis dando por sentada la lógica inmediata del modo de producción capitalista ya desarrollado, renunciando así a todo el peligroso potencial reflexivo -a la vez que crítico- de la equivalencia valor-trabajo. La operación de camuflaje arroja el siguiente resultado: «En toda sociedad existe, como una cuestión de hecho, una proporción constante entre los salarios y los beneficios (there is in every society… an ordinary or average rate both of wages and profit)» [op.cit.,1,157]. No obstante, pese a constituir un punto de partida capaz de obviar todo el lastre que supone la necesidad de una doble legitimación, a saber, del salario abstracto como relación asimétrica donde unos pagan y controlan la producción de otros, y del salario concreto como cantidad de dinero que fluctúa en función de la oferta y la demanda de bienes necesarios para la supervivencia del trabajador, cantidad que, en cualquier caso, tiende a situarse por detrás de los precios vigentes en el mercado; pese a este punto de partida, decimos, Adam Smith no puede dejar de mostrarse crítico señalando, aunque un tanto elípticamente, la profunda negatividad -no sólo moral sino incluso económica- de una situación gobernada por la presencia de los beneficios: «Si en los primeros tiempos -escribe Smith- todo el producto pasaba a las manos del productor, ahora, al acumularse el capital en unas cuantas manos privadas (as soon as stock has accumulated in the hands of particular persons), se pasa a la contratación de trabajadores con el objetivo de extraer un determinado beneficio por la venta del producto, o mejor, por el incremento de valor añadido a los materiales por dichos trabajadores» [op.cit.,1,151]. Las consecuencias económicas y sociales de la situación tan certeramente descrita por Smith (donde, notémoslo de pasada, regresa de nuevo a una concepción económica crítica cuando dice «extraer un determinado beneficio por la venta del producto, o mejor, por el incremento de valor añadido…») son obvias: encarecimiento del producto (pues Smith reconoce que las críticas ejercidas contra la renta de la tierra son muy parecidas a las que podrían ejercerse contra las plusvalías), asimetría social, empobrecimiento del proletariado y, sobre todo y por encima de todo, establecimiento de una relación social profundamente alienante en la que el trabajador ve reducida su fuerza de trabajo (o sea, su cuerpo y su espíritu) al rango de cosa entre cosas en el mismo momento de ostentar un precio de coste. Smith no llega a decir todo esto totidem verbis,desde luego, pero su análisis, al rozar los barrotes de la cosmovisión burguesa, logra señalarlos bajo una luz peligrosamente crítica. Marx y Engels, por su parte, sí consiguen romper tales barrotes y extraer la consecuencia más importante desde el punto de vista del materialismo: «Los trabajadores -escriben en el MC-, obligados a venderse a trozos (die sich stückweis verkaufen müBen), son una mercancía como otra cualquiera (sind eine Ware wie jeder andere Handelsartikel) y se hallan sujetos a todos los cambios de la concurrencia, a todas las fluctuaciones del mercado» [4,468]. Magnífico retrato del humanismo burgués, que aplasta mientras reza y llora mientras deja hambrienta a gran parte de la población.

    Ahora bien, una vez hecho evidente el carácter alienante, cosificante, del capitalismo, la pregunta no es ahora cómo legitimar todo esto ante la conciencia ciudadana, sino cómo es que de hecho se hallan articulados democracia y capitalismo en el seno de lo que, de un modo genérico, suele denominarse «democracia liberal» (auténtico círculo cuadrado). La tremenda dificultad conceptual (genialmente vislumbrada por Locke) de cohonestar igualdad y libertad políticas con desigualdad y sumisión económicas parece quedar suavizada, al menos en el terreno de las apariencias, por unas instituciones políticas que consiguen albergar a todos los ciudadanos con tal de que posean suficiente riqueza (mediante el llamado «argumento de la responsabilidad»: sólo los ricos son prudentes y responsables, luego sólo ellos son los llamados a dirigir el destino de la sociedad, etc.). Ello supone, desde luego, la sistemática exclusión de una gran parte de la población y la tímida apertura a las capas más favorables a los intereses de la burguesía, sólo que todo esto tiene lugar no tanto mediante una reglamentación dogmática y arbitraria -ésta viene después- cuanto mediante el propio mecanismo desigualador del mercado. Las instituciones políticas se limitan así a reflejar la situación social objetiva provocada por dicho mercado, con lo que la democracia burguesa no hace sino devolver -pero ahora santificada- la imagen del destino social de unas capas sociales condenadas, en lo económico y en lo social, a ocupar los últimos escalones.

    No obstante, el crecimiento de la conciencia obrera permite ir viendo el carácter fraudulento de una democracia que sólo de una manera retórica puede llegar a autotitularse «universal». El denominado Manifiesto de los Sesenta escrito en la Francia de 1864, vinculando, como ya hiciera Babeuf, injusticia social y asimetría cultural y educativa, es un perfecto ejemplo de toda esta cuestión: «El sufragio universal nos ha otorgado la independencia política, pero todavía hemos de conseguir la libertad social. Se ha repetido hasta el exceso que ya no hay clases, que desde 1789 todos los franceses somos iguales ante la ley. Pero nosotros, los que no tenemos más propiedad que nuestros brazos, que cada día hemos de someternos a las legales o caprichosas condiciones del capital, que vivimos constantemente bajo leyes de excepción, no podemos creer fácilmente en ese tipo de afirmaciones[...] Quien, sin capital ni instrucción, no puede resistir, mediante la libertad y la solidaridad con sus semejantes, a la presión de las exigencias egoístas, cae necesariamente bajo la dominación del capital y ha de ver subordinados sus intereses a intereses ajenos».

    III. Redoble de conciencia. ¡Proletarios, en pie!

    Las ficciones, con el tiempo, acaban desapareciendo, y esta ficción de la democracia liberal o formal (o como quiera llamársele) desaparece definitivamente de la conciencia proletaria a mediados del siglo XIX. Por fin quedaron bien claras las intenciones de la burguesía. Por un lado, dejar que el mercado actuara libremente colocando a las personas en su sitio «natural», y por otro, mantener una especie de simulacro democrático que, por si fuera poco, reflejaba todas las limitaciones políticas que tenían que sufrir las clases trabajadoras. Éstas, sencillamente, dejaron ya de creer en la democracia liberal. La burguesía no sólo había arrumbado la cosmovisión feudal con todas sus complejidades político-sociales: también consiguió anular de raíz cualquier esperanza democrática, cualquier ilusión humanista. Por eso podemos leer en el MC lo siguiente: «Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma [¡aquí se incluye la organización democrática de la sociedad!] ,lo santo es profanado y, al fin, el hombre se ve obligado a contemplar con ojos fríos su vida y sus relaciones con los demás (die Menschen sind endlich gezwungen, ihre Lebensstellumg,ihre gegenseitigen Beziehungen mit nüchternen Augen anzusehen)» [4,465]. Bien, las cosas quedan claras por fin y empieza a extenderse por las clases proletarias de algunos países el sonido inconfundible de un redoble de conciencia. La sangrante ironía de reprochar al marxismo su falta de sensibilidad democrática no es sino una añagaza más de una burguesía que, en el terreno de la legitimación filosófica, lo tiene todo francamente perdido. La clase burguesa, ciertamente, ha logrado vencer e imponer su dominio en el ámbito de las cosas pero no en el de las conciencias, puesto que «el desarrollo de la industria no sólo nutre las filas del proletariado, sino que las aprieta y concentra. Sus fuerzas crecen y ello se nota cada día más (seine Kraft wächst,und es fühlt sie mehr)» [MC.,4,470].

    Resulta enormemente interesante la apelación a la conciencia por parte de Marx y Engels, puesto que, en este sentido, no tiene cabida en la reflexión política de ambos autores ninguna versión de filosofía de la historia, ninguna inevitabilidad automática. Las cosas pueden trabajar a favor de la justicia siempre que se erija una inequívoca conciencia de la injusticia. Por eso ya en 1843 Marx había escrito a Ruge: «La reforma de la conciencia consiste exclusivamente en esto: en que el mundo puede llegar a descubrir su propia conciencia; en que es capaz de despertar de su sueño sobre sí mismo (man sie aus dem Traum über sich selbst aufweckt); en que consigue explicar sus propias acciones (man ihre eignen Aktionen ihr erklärt). Nuestro fin sólo puede descansar,al igual que en la crítica de Feuerbach a la religión, en el hecho de que las cuestiones religiosas y políticas sean elevadas hasta la forma humana de la autoconciencia (in die selbstbewuBte menschliche Form gebracht werden)» [1,346]. Queda así definido el lado subjetivo de la revolución, el trayecto que debe recorrer la conciencia de las clases trabajadoras desde la ilusión y el sueño hasta el despertar y abrir los ojos. Razón y revolución: «Autocomprensión de la época sobre sus luchas y deseos: filosofía crítica» [1,346]. En efecto, Marx está hablando aquí, como todos sabemos, de la filosofía crítica alemana que arranca de Kant y Fichte y de la que el proletariado se siente legítima heredera, aquella filosofía capaz de desarrollar la subjetividad humana traspasando los límites de la muerta positividad del mundo objetivo. Éste es precisamente el lado subjetivo de la revolución, de cualquier revolución que aspire a merecer ese nombre: voluntad de cambio, conciencia de la necesidad subjetiva, incluso de la absoluta legitimidad moral de dicho cambio. Ahora bien, el idealismo de la subjetividad ha de cuidarse muy mucho de cualquier género de recaída en el espiritualismo estéril, en la clausura en una subjetividad impotente y ofendida que fabrica victorias a base de derrotas y claudicaciones. Y no se está hablando ahora de un espiritualismo romántico y narcisista, sino de aquella derivación histórica tendente a camuflar la inevitabilidad de la confrontación y la lucha entre clases en beneficio de ciertos experimentos sociales que, mediante una puntual realizabilidad y la siempre afirmada posibilidad de su universalización, aspiran sencillamente a realizar una revolución pacífica y sin sobresaltos. Marx y Engels enfilan sus análisis contra los experimentos sociales de naturaleza utópica por considerarlos, pese a su excelente intención, despistantes y reaccionarios. Ya en 1843 advertía Marx a Ruge: «No es posible hoy negar que hay dos tipos de hechos (religiosos y políticos) que reflejan los principales intereses de la actual Alemania. Pues bien, tal y como se están dando estos hechos, habrá que enfrentarles algo más que un vago sistema a lo Voyage en Icarie (ist anzuknüpfen,nicht irgendein System wie etwa die «Voyage en Icarie» ihnen fertig entgegenzusetzen)» [1,344]. Y en el MC el ataque muestra su lado más duro y sistemático. Pese a su longitud, vale la pena leer el siguiente texto: «[Estos experimentos] rechazan todo lo que pueda significar acción política, y muy especialmente acción política revolucionaria. Quieren realizar sus aspiraciones por la vía pacífica e intentan abrir paso al nuevo evangelio social predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos que, como es natural, siempre fallan[...] Y, sin embargo, en estas obras socialistas y comunistas hay ya un principio de crítica, puesto que atacan las bases del orden social existente (sie greifen alle Grundlagen der bestehenden Gesellschaft an), y por eso han contribuído notablemente a la ilustración de la clase trabajadora (zur Aufklärung der Arbeiter). Pero, al margen de esto, sus doctrinas de carácter positivo acerca de la sociedad futura (p.ej., las que predican que en ella se borrarán las diferencias entre la ciudad y el campo ,las que proclaman la abolición de la familia, de la propiedad privada, del trabajo asalariado, el triunfo de la armonía social, la transformación del Estado en un simple organismo administrativo de la producción, etc.); todas estas propuestas se apoyan en la desaparición de la lucha de clases (alle diese ihre Sätze drücken bloB das Wegfallen des Klassengegensatzes aus), de esa lucha que empieza a dibujarse y que ellos apenas conocen en su primera vaguedad» [4,490-491]. Ahora bien, tanto Marx como Engels añaden a renglón seguido: «Por eso, aunque algunos de estos autores socialistas fueron en muchos aspectos verdaderos revolucionarios (in vieler Beziehung revolutionär), sus discípulos forman hoy día sectas indiscutiblemente reaccionarias que no hacen otra cosa que mantener con toda firmeza las viejas visiones de sus maestros frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado (so bilden ihre Schüler jedesmal reaktionäre Sekten. Sie halten die alten Anschauungen der Meister fest gegenüber der geschichtlichen Fortentwicklung des Proletariats)» [4,491]. Parece quedar claro, por lo tanto, el doble reproche formulado aquí por Marx y Engels. Tal reproche no se dirige contra los objetivos propuestos por los socialistas (abolición de la propiedad privada, de la familia, etc.), porque ésos son precisamente también los objetivos de nuestros dos autores. El problema, por un lado, es que tales objetivos son propuestos sin recurrir en ningún momento a la acción política y, más en concreto, a una acción política dimanante de una concepción nucleada en torno a la lucha de clases. Y, por otro lado, la defensa de los «experimentos mentales» socialistas por parte de unos epígonos que ya conocen las primeras formas de lucha de clases no puede ser concebida sino como un intento de frenar lo inevitable. Las nociones básicas de objetivos, estrategia, táctica, etc., también tienen su historia, su fecha de caducidad. Y si esto ocurría en 1848, ¿qué decir de los experimentos mentales del tipo Salario Universal Garantizado o Bonos de Riqueza Interclasista defendidos hoy, y en nombre del marxismo, ciento cincuenta años después?

    IV. «Toda lucha de clases es una lucha política…»

    Como en tantas otras ocasiones, también aquí Feuerbach resulta fundamental. No sólo hay que ser materialistas en religión o filosofía. También hay que serlo en política. Materialismo político: la expresión es todo menos ingenua o transparente. Por lo pronto, no tiene nada que ver (mejor: no debería tener nada que ver) con cualquier versión maquiavélica de un realismo político puesto al servicio de hechos objetivos sin más. Desgraciadamente resultaría no sólo inmoral sino también perfectamente inútil intentar negar o camuflar la importante tradición maquiavélica que en muchas ocasiones ha gravitado sobre las acciones políticas de los comunistas. Ahora bien, si juzgamos en función de las ideas puestas en liza, el materialismo político depende del idealismo ético exactamente en la misma medida en que se aparta del realismo político, pues el materialismo político no es sino la conjunción de una táctica y una estrategia realistas puestas al servicio de unos ideales de emancipación del género humano. No se trata -adviértase bien- de una pseudodefinición escolástica hecha a base de amontonar determinaciones extrañas entre sí cuando no francamente contradictorias, sino de una definición que aspira a ser funcional. Si en nombre de ciertos ideales éticos se cometen excesos, traiciones y crueldades, sencillamente se ha de sospechar que nos las estamos habiendo con un realismo político (con toda su cohorte de intrigas y paranoias) obsesionado con la conservación del poder a cualquier precio.

    Para ello al realismo político le resulta necesario colocar entre sus acciones concretas en el mundo empírico y las ideas emancipatorias retóricamente defendidas una especie de lente curva -filosofía de la historia- encargada de establecer una artificial coincidencia entre ambas mediante una doble actividad: hacia «abajo», reduciendo a cero la negatividad presente en dichas acciones (pactos inexplicables, traiciones, asesinatos, etc.) al proyectar sobre ellas una filosofía de la historia capaz de redefinirlas con el signo cambiado (lo negativo se torna positivo) utilizando un lenguaje hermético y mesiánico plagado de una testaruda confianza en su victoria final en el marco de una «inteligente» -en el fondo resignada cuando no aterrorizada-aceptación de lo real existente como necesario, y hacia «arriba», reproduciendo en su seno, aunque en forma de caricatura, la naturaleza abstracta y aun utópica de unas ideas emancipatorias lo bastante borrosas como para aceptar cualquier traducción oportunista por parte de esta «lente» filosófico-histórica. Por eso precisamente toda filosofía de la historia es (a) una construcción conceptual idealista especulativa que (b) acaba justificando la realidad existente en nombre de un irrefutable «al final se verá cómo el Partido tenía razón, etc.» Las críticas de Gramsci a toda filosofía de la historia son un excelente ejemplo de crítica marxista a todo este galimatías, que, en el límite, puede llegar a ofrecer auténticos monstruos conceptuales del tipo «prefiero equivocarme con mi Partido a acertar contra él» (monstruos conceptuales cuyo abandono, para decirlo todo de una vez, suele ser el preludio de una violenta afirmación contraria mil veces más monstruosa, como, por ejemplo, la perla filosófica que nos regaló no hace mucho el señor Semprún, quien ni corto ni perezoso señaló que la gran culpable de la existencia de los campos de exterminio nazis no era otra que la voluntad de aplicar la razón humana a los problemas de la sociedad ¡vivir para ver!).

    Ahora bien, la fecha de publicación del MC indica claramente que el proletariado europeo aún se halla políticamente inmaduro -bastante hace con plantearse la necesidad de un materialismo político-, de tal manera que, como reflejan Marx y Engels, la ausencia de «lente» filosófico-histórica permite ver todavía con enorme claridad la radiografía de la situación. Conscientes ya de la inutilidad de las instituciones políticas burguesas y una vez constatado el muy limitado horizonte de los experimentos socialistas, las masas trabajadoras no tienen otro remedio que lanzarse al combate al calor de una vieja consigna anarquista y comunista: «si luchas puedes perder; si no luchas ya estás perdido». La situación es tan sencilla como esto: una realidad terriblemente injusta frente a unas ideas emancipatorias aún abstractas y carentes de elementos mediadores. El programa de lucha se encuentra abierto y sólo cuenta, como punto arquimédico, con la afirmación de Marx a Ruge: «Si no es asunto nuestro la construcción del futuro y el adelantarse a los tiempos, al menos es muy cierto que lo que queremos realizar en el mundo no es otra cosa que una crítica implacable a todo lo existente (die rücksichtlose Kritik alles Bestehenden),implacable sobre todo en el sentido de que esta crítica no teme sus propios resultados y menos aún los conflictos con los poderes establecidos (und ebensowenig vor dem Konflikte mit den vorhandenen Mächten [fürchtet])» [1,344]. Unas líneas más abajo Marx procura «focalizar» algo más este desideratum afirmando que la crítica debe proceder «partiendo de las formas características de la realidad existente y desarrollar la verdadera realidad como su deber y finalidad (aus den eignen Formen der existierenden Wirklichkeit die wahre Wirklichkeit als ihr Sollen und ihr Endzweck entwickeln)» [1,345]. La lucha obrera queda así definida, y ello de un modo perentoriamente necesario habida cuenta de las más que desfavorables circunstancias que la rodean, por medio de un sobrio materialismo político en donde deseabilidad y posibilidad quedan sólidamente anudadas entre sí. Desde luego que se trata de un frágil equilibrio donde la categoría de posibilidad real viene a ser la encargada de «echar agua al vino», de enfriar un tanto el entusiasmo revolucionario en beneficio de un cálculo de probabilidades tan cercano a la responsabilidad revolucionaria como alejado de una simple astucia filosófico-histórica, pues en este caso el dolor del fracaso y la derrota queda artificialmente compensado por un sentido cuasi escatológico siempre desplazado hacia adelante, mientras que en el primer caso se trata, sencillamente, de ahorrar dolor y sufrimiento en la medida de lo posible. A la astucia el número de bajas le trae sin cuidado. Con todo, la advertencia final de Marx y Engels en el MC suena diáfana y hasta amenazante para la clase burguesa, pues viene a hacer hincapié en el hecho de que los objetivos del proletariado «sólo pueden alcanzarse derrocando por la fuerza todo el orden social existente (ihre Zwecke nur erreicht werden können durch den gewaltsame Umsturz aller bisherigen Gesellschaftsordnung)» [4,493].

    Puede que la meta final sea presentada por Marx y Engels de una manera excesivamente resumida, casi precipitada, y que el hecho de que el proletariado resulte vencedor y con ello haga desaparecer las clases sociales en tanto que tales pueda sonar hoy día a, por lo menos, discutible. Puede también que Marx y Engels no tuvieran suficientemente en cuenta la correlación real de fuerzas que hizo posible la estremecedora cifra de 10.000 muertos en tres días en los sucesos de París de 1848 (Marx dedicó después un interesantísimo artículo al general-carnicero Cavaignac, responsable directo de la matanza). Puede, en fin, que el marxismo haya carecido (o que aún carezca) de una reflexión política materialista y que su inmenso hueco haya sido rellenado por realismos tan nefastos como incluso reaccionarios. Puede que todo esto sea verdad ,pero, sea lo que sea lo que nos depare el futuro del marxismo y de las clases trabajadoras, aún resuena hoy, a siglo y medio de distancia, la llamada valiente e idealista (acaso algo ingenua en ocasiones) de la emancipación obrera por parte de Marx y Engels. Sí, es muy posible que aún tengan razón los viejos anarquistas y comunistas:

    Si luchas puedes perder. Si no luchas ya estás perdido.

    1Para éste y otros escritos de Marx y Engels hemos utilizado las obras completas de ambos autores de la Dietz Verlag de Berlín (años 1956 y siguientes). Las citas se encuentran en el texto principal entre corchetes designando número de tomo y número o números de página. Así, por ejemplo, El Manifiesto Comunista (o brevemente MC) se citaría así: [4,461-493].

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