"Historia del movimiento obrero: lo que distingue al sindicalismo revolucionario"
publicado en 2004 en Revista Internacional, la revista de la Corriente Comunista Internacional
se publica en el Foro en dos mensajes
---mensaje nº 1---
Desde del 68 y mas precisamente desde que se hundió el bloque del Este, muchas personas con ganas de militar por la revolución han dado la espalda a la experiencia de la revolución rusa y de la Tercera internacional (IC) para ir en busca de enseñanzas para la lucha y la organización del proletariado en otra tradición, la del “sindicalismo revolucionario” (que a menudo se asimila con el anarcosindicalismo) (1).
Esta corriente, que apareció entre el siglo XIX y el XX y que desempeñó un papel importante en ciertos países hasta los años 30, tiene como característica principal la de rechazar (o por lo menos subestimar considerablemente) la necesidad para el proletariado de dotarse de un partido político, tanto en sus luchas en el capitalismo como para el derrocamiento revolucionario de éste, pues, según aquella, la forma de organización sindical sería la única posible. Y efectivamente, el proceso por el que pasan esas personas que se acercan al sindicalismo revolucionario deriva en gran parte de que la idea misma de organización política ha quedado muy desprestigiada por la experiencia contrarrevolucionaria del estalinismo: la represión brutal en la misma URSS y tras las revueltas obreras en Alemania del Este y en Hungría en los años 50, la invasión de Checoslovaquia en 1968, el sabotaje por parte del PC estalinista de las luchas obreras en Francia en 1968, la represión, una vez más, de las luchas en Polonia a principios de los 70, etc. Esta situación es todavía peor tras la caída del muro de Berlín en 1989, con las innobles campañas de la burguesía que asimilan el hundimiento del estalinismo con la quiebra del comunismo y del marxismo, dando así una cornada suplementaria a cualquier idea de agrupamiento político basado en principios marxistas.
Sacar las lecciones de la historia
Una de las fuerzas mayores del proletariado está en su capacidad de volver sin cesar sobre sus derrotas y errores pasados para entenderlos y sacar lecciones para la lucha presente y por venir.
“Las revoluciones proletarias (...) se critican a sí mismas constantemente, interrumpen a cada instante su propio curso, regresan a lo que ya parecía realizado para volver a empezar, critican sin piedad sus vacilaciones, las debilidades y las miserias de sus primeras tentativas …” (Marx, El 18 de Brumario de Louis Napoleón Bonaparte).
Esta parte de la experiencia del movimiento obrero, el sindicalismo revolucionario, no podrá ser una excepción en esa necesidad de examen crítico para sacar lecciones. Para ello, es necesario poner las ideas y la acción del sindicalismo revolucionario en su contexto histórico, único método que nos permitirá entender sus orígenes en relación con la historia del movimiento obrero.
Por todo ello, hemos decidido emprender una serie de artículos, de la que éste es la introducción, sobre la historia del sindicalismo revolucionario y del anarcosindicalismo. En esta serie intentaremos contestar a estas preguntas:
– ¿qué distingue la corriente sindicalista revolucionaria en el plano de los métodos y de los principios?
- ¿ha dejado esta corriente lecciones útiles para la lucha histórica de la clase obrera?
– ¿qué conclusiones se han de sacar de las traiciones, y en particular la de 1914 (cuando la CGT francesa se pasó a la Unión sagrada desde principios de la Primera guerra imperialista mundial) y la de 1937 (participación de la CNT española en el gobierno de la Generalidad de Cataluña durante la guerra civil, y en el gobierno central)?
– ¿puede la corriente sindicalista revolucionaria dar hoy una perspectiva a la clase obrera?
Nuestras respuestas se basarán en la experiencia concreta que ha hecho la clase obrera del sindicalismo revolucionario, analizando varios períodos importantes de la vida del proletariado:
– la historia de la Confédération générale du travail en Francia, muy influenciada sino dominada por los anarcosindicalistas, desde su formación hasta la guerra del 14;
– la historia de los Industrial Workers of the World (IWW) en Estados Unidos hasta los años 20,
– la historia del movimiento de los “shop-stewards” (delegados de taller) en Gran Bretaña, antes y durante la Primera Guerra mundial,
– la historia de la Confederación nacional del trabajo (CNT) española durante la oleada revolucionaria que siguió a la Revolución rusa hasta su descalabro durante la guerra civil en 1936-37;
– por fin, concluiremos con un examen de la realidad concreta del sindicalismo revolucionario hoy en día, así como de las posiciones defendidas por las corrientes que se reivindican de esa tradición.
No nos proponemos con esta serie hacer la cronología detallada de las diversas organizaciones sindicalistas revolucionarias, sino poner en evidencia en qué los principios del sindicalismo revolucionario no solo han demostrado que no sirven para orientar la acción del proletariado en la lucha por su emancipación, sino que han participado además en llevarlo, en determinadas circunstancias, al terreno de la burguesía. Este enfoque histórico, materialista, demostrará la profunda deferencia entre anarquismo y marxismo, que se expresa en particular en la diferencia de actitud hacia las traiciones en el movimiento socialista y en el movimiento anarquista.
A los anarquistas les gusta señalar y poner en evidencia las grandes traiciones del movimiento socialista y comunista: la participación a la guerra de los Partidos socialistas en 1914 y la contrarrevolución estalinista de los años 20-30. Pretenden con ello mostrar una filiación fatal, inevitable, entre el Marx “autoritario” y Stalin, sin olvidar a Lenin, une especie de pecado original (cantinela que no desafina con la de la propaganda burguesa sobre la “muerte del comunismo”). Con respecto a las traiciones cometidas por anarquistas, por el contrario, su actitud es muy diferente: el patriotismo antialemán de un Kropotkin o de un Guillaume en 1914, el apoyo indefectible que prestó la CGT francesa al gobierno de Unión sagrada durante la guerra del 14-18, la participación de ministros de la CNT en los gobiernos burgueses de la República española, nada de todo ello puede cuestionar desde su punto de vista los “principios eternos” del anarquismo.
En cambio, hemos de señalar que las traiciones en el movimiento marxista siempre han sido analizadas y combatidas por las corrientes de izquierda antes y después de que ocurrieran (2).
Esa lucha llevada a cabo por las corrientes de izquierda no se limitó a “recordar” meramente los principios, sino que engendró un esfuerzo teórico y práctico para entender y mostrar de dónde procedía la traición, cuáles eran las modificaciones en la situación histórica, material, del capitalismo que la explicaban, volviendo caducos los análisis y medios de lucha hasta entonces adaptados al combate de la clase obrera.
Nada de esto en los anarquistas o anarcosindicalistas. Echan la culpa de la traición a los “jefes”, lo que en nada ayuda a entender el por qué de la traición de los jefes. Siguen dando a los principios un valor eterno, meramente moral, vaciado de su contenido histórico. Ante la traición, no les queda más que reafirmar los mismos valores eternos, y es por eso por lo que los anarquistas, contrariamente al marxismo, jamás han hecho surgir fracciones de izquierda en sus filas. Por eso también es por lo que los revolucionarios auténticos en el movimiento sindicalista revolucionario francés de 1914 (Rosmer, Monate) no intentaron constituir una corriente de izquierda en el movimiento sindicalista revolucionario, sino que se orientaron hacia el bolchevismo.
El contexto histórico
Como ya hemos visto, en el mismo centro de la divergencia entre la corriente sindicalista revolucionaria y el marxismo está la cuestión de la forma de organización que adopta la clase obrera para luchar contra el capitalismo. La comprensión de esta cuestión no se hizo del día a la mañana. El proletariado, a pesar de ser la clase revolucionaria llamada a derribar el capitalismo, no apareció en la sociedad capitalista listo ya para la revolución, algo así como Atenea de la cabeza de Zeus. Muy al contrario, la clase obrera no ganó en conciencia política y en capacidad organizativa sino gracias a una serie de esfuerzos enormes y de trágicas derrotas. En ese largo proceso del proletariado hacia su emancipación, surgieron inmediatamente dos necesidades fundamentales:
– la necesidad para el conjunto de los obreros de luchar colectivamente para defender sus intereses (en la misma sociedad capitalista primero y luego para echarla abajo);
– la de tener una reflexión sobre los fines generales de la lucha y sobre los medios para alcanzarlos.
Y de hecho, toda la historia del proletariado durante el siglo XIX estuvo marcada por sus esfuerzos incansables para dotarse de formas de organización adecuadas para llevar a cabo ambas necesidades fundamentales, concretamente para darse una organización general con vistas a agrupar a todos los obreros en lucha y de una organización política cuyas tareas esenciales eran clarificar las perspectivas de aquellas luchas.
El período que parte de la formación de la clase obrera hasta la Comuna de París se señala por una serie de esfuerzos y de intentos de organización del proletariado, fuertemente marcados en general por la historia específica del movimiento obrero en cada país. Durante aquel período, una de las tareas esenciales de la clase obrera y de sus esfuerzos de organización era la necesidad de afirmarse como clase específica ante las demás clases de la sociedad (burguesía y pequeña burguesía) con las que había compartido objetivos comunes (tales como la destrucción del orden feudal).
En aquel contexto histórico marcado por la inmadurez de un proletariado en formación, y sin experiencia propia, las dos necesidades fundamentales de la clase obrera se expresaban o en formas de organización aún fuertemente marcadas por el pasado (como los gremios procedentes de la Edad Media), o en la dificultad para comprender la necesidad de una organización general de la clase para llevar a cabo la lucha contra el orden capitalista del que hacían, sin embargo, una crítica muy radical.
En las primeras organizaciones de masas de la clase obrera, se suele ver a veces la expresión de una tendencia a buscar una ilusoria vuelta hacia el pasado, como también intuiciones del porvenir de la clase que iban mucho más allá de sus capacidades del momento: por ejemplo, los esfuerzos de organización sindical clandestina en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII (conocida con el nombre de “Army of Redressors” bajo el mando del mítico general Ludd) expresaban a menudo el deseo de volver al tiempo de la producción artesana; por otro lado, la meta que se da el “Grand National Consolidated Union” a principios del siglo XIX (3), o sea reunir los diferentes movimientos corporativistas en una huelga general revolucionaria prefigura de forma utópica la organización de los soviets de un siglo más tarde.
La burguesía supo reconocer muy rápidamente el peligro que representaba la organización masiva de los obreros: en Francia, la ley “Le Chapelier” prohibió ya desde 1793, en pleno período revolucionario, cualquier forma de asociación obrera, hasta las simples asociaciones de ayuda económica frente al paro o la enfermedad.
Según se va desarrollando, el proletariado se va afirmando como clase autónoma frente a las demás clases de la sociedad. En el chartismo inglés hay ya un embrión del partido político de clase y también se expresa en él la primera separación del proletariado de la pequeña burguesía radical. La oleada de luchas que se acabó con la derrota de las revoluciones de 1848 (y también la del chartismo) nos legó los principios elaborados en el Manifiesto comunista. Sin embargo, la idea de un verdadero partido político del proletariado tardará mucho tiempo en nacer, puesto que se hubo que esperar a la Primera internacional de principios de 1860 para ver reunidas las características a la vez de un partido político y de una organización unitaria de masas.
La Comuna de París de 1871, y el Congreso de La Haya de la Primera internacional en 1872, fueron un punto de ruptura para el movimiento obrero sobre la cuestión del desarrollo de su organización. La capacidad de las masas obreras para superar en su organización las ideas y la práctica conspiradora de los blanquistas ya había sido ampliamente demostrada, tanto por los éxitos en las luchas económicas de los obreros organizados en la Primera internacional como por el primer poder histórico de la clase obrera que fue la Comuna de París. En adelante, sólo los anarquistas fieles a la idea del “acto ejemplar”, y en particular los adeptos de Bakunin (4), segurían siendo partidarios de la conspiración ultraminoritaria como medio de acción. La Comuna había demostrado además lo absurdo de la idea de que los obreros podrían desdeñar la actividad política (o sea la acción reivindicativa con respecto al Estado en lo inmediato, y la toma del poder político en una perspectiva revolucionaria).
El reflujo de la lucha y de la conciencia de clase tras la derrota de la Comuna hizo que no se pudieran sacar esas lecciones en lo inmediato. Pero en los treinta años siguientes se produjo una decantación en el proletariado sobre la forma de organizarse: por un lado, las organizaciones sindicales para la defensa de los intereses económicos de cada corporación (5) y, por otro, la organización en partidos políticos parlamentarios (lucha por imponer un límite legal al trabajo de los niños y de las mujeres así como el límite de la jornada laboral, por ejemplo), así como para la preparación y la propaganda por el “programa máximo”, o sea la destrucción del capitalismo y la transformación socialista de la sociedad.
Al estar todavía el capitalismo en su conjunto en su fase ascendente, con una expansión sin precedentes del desarrollo de las fuerzas productivas (los treinta últimos años del siglo XIX conocieron a la vez esa expansión y la extensión de las relaciones de producción capitalistas por el mundo entero), aún era posible para la clase obrera arrancarle reformas duraderas a la burguesía (6). La presión sobre los partidos burgueses en el marco parlamentario permitía que se adoptaran leyes favorables a la clase obrera y retrocedieran las “leyes inicuas” que prohibían que la clase se organizara en sindicatos y partidos políticos.
Sin embargo, aquellos éxitos de la acción de los partidos obreros dentro del propio capitalismo contenían peligros muy graves para el proletariado. La corriente reformista consideraba, por ejemplo, que ese desarrollo de la influencia de las organizaciones obreras gracias a la obtención de reformas reales a favor de la clase obrera era algo definitivo, cuando, en realidad, era algo temporal. Esa corriente, para la cual “el movimiento lo es todo y la meta no es nada”, se plasma a finales del siglo XIX principalmente, según los países, ya sea en los partidos políticos ya en los sindicatos. En Alemania, por ejemplo, el intento de la corriente en torno a Bernstein de oficializar una política oportunista de abandono de la perspectiva revolucionaria, fue fuertemente combatida en el partido socialdemócrata por la resistencia de la izquierda en torno a Rosa Luxemburg y Anton Pannekoek. En cambio, ganaron mucho más fácilmente una fuerte influencia en los grandes aparatos sindicales. En Francia, en donde el partido socialista estaba mucho más influenciado por la ideología reformista y oportunista, la situación es totalmente la contraria. Así es como el gobierno Waldeck-Rousseau de 1899 a 1901 contaba con un ministro socialista, Alexandre Millerand (7). Esta participación ministerial fue rechazada por el conjunto de la socialdemocracia en los congresos de la Segunda internacional, rechazo que los socialistas franceses aceptaron a regañadientes y muchos de ellos con gran pesar. No es pues por casualidad si en 1914, cuando se produjo la ruptura entre las organizaciones obreras pasadas al enemigo (partidos socialistas y sindicatos) y la Izquierda internacionalista, ésta procedía del partido alemán (el grupo Spartakus en torno a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht) y de los sindicatos franceses (la tendencia internacionalista representada por Rosmer, Monatte y Merheim entre otros).
De forma general, fue en las fracciones parlamentarias de los partidos socialistas y en el aparato comprometido en el trabajo parlamentario donde estuvo más presente el oportunismo. También era en el parlamento adonde salían acudir presurosos los elementos arribistas deseosos de aprovecharse de la influencia creciente del movimiento obrero, y que, claro está, no tenían la menor preocupación por la destrucción revolucionaria del orden existente. Por eso se desarrolló en la clase obrera una tendencia a identificar el trabajo político con la actividad parlamentaria, ésta con el oportunismo y el arribismo, éstos con la intelligentsia pequeño burguesa de abogados y periodistas, y en fin de cuentas, con la noción misma de partido político.
Contra el desarrollo del oportunismo, muchos obreros contestaron rechazando la actividad política en su conjunto, replegándose por así decirlo en la actividad sindical. Por eso fue por lo que el movimiento sindicalista revolucionario, corriente realmente obrera, se propuso la meta de construir sindicatos que fueran órganos unitarios de la clase obrera capaces tanto de agruparla para la defensa de sus intereses económicos como de prepararla para tomar el poder por la huelga general, y también de ser la estructura organizativa de la sociedad comunista del mañana. Estos sindicatos debían ser sindicatos de clase –librados del arribismo de una intelligentzia que intentaba aprovecharse del movimiento obrero para entrar en el Parlamento– independientes de cualquier partido político, como lo puso en evidencia el congreso de Amiens de 1906 de la CGT francesa.
Como decía Lenin,
“En muchos países de Europa del Este, el sindicalismo revolucionario ha sido el resultado directo e inevitable del oportunismo, del reformismo y del cretinismo parlamentario. También en nuestro país los primeros pasos de la “actividad en la Duma” han reforzado mucho el oportunismo, reduciendo a los mencheviques al servilismo ante los demócratas liberales. (...) El sindicalismo revolucionario se desarrollará en Rusia como reacción a esa conducta vergonzante de los “distinguidos” socialdemócratas” [8].
Las principales características de las corrientes sindicalistas revolucionarias
¿En qué consiste entonces ese sindicalismo revolucionario del que Lenin preveía que se iba a desarrollar? Sus diversos componentes comparten ya una misma visión de lo que ha de ser un sindicato. Nada mejor para resumir esta concepción que citar el preámbulo de la Constitución de International Workers of the World (IWW), adoptada en Chicago en 1908:
“La misión histórica de la clase obrera es suprimir el capitalismo (9). El ejército de los productores ha de organizarse no solo para su lucha cotidiana contra los capitalistas, sino también para hacerse cargo de la producción cuando el capitalismo haya sido derrocado. Organizándonos por industrias, formamos la estructura de la nueva sociedad en el interior mismo de la antigua” (10).
El sindicato ha de ser entonces el órgano unitario de la clase tanto para la defensa de sus intereses inmediatos como para la toma revolucionaria del poder y para la organización futura de la sociedad comunista. Esta visión considera a los partidos políticos, en el mejor de los casos, como algo inútil (Bill Haywood consideraba que IWW era “el socialismo en mono de obrero”) y en el peor un criadero de burócratas en ciernes.
Esta visión propia del sindicalismo revolucionario suscita dos críticas, sobre las que volveremos más tarde.
La primera crítica es sobre la idea según la cual se podría “formar la estructura de la nueva sociedad dentro de la antigua”. Pensar que sería posible empezar a construir la nueva sociedad en la antigua viene de una incomprensión profunda del antagonismo entre la última de las sociedades de explotación, el capitalismo, y la sociedad sin clases que se pretende instaurar. Es un error grave que lleva a subestimar la profundidad de la transformación social necesaria para operar la transición entre ambas formas sociales y, también, a subestimar la resistencia de la clase dominante contra la toma de poder por la clase obrera.
De hecho, cualquier concesión inmediatista o reformista que tienda a querer librarse artificialmente de las coacciones y leyes que rigen la transición del capitalismo hacia la sociedad sin clases, le está haciendo la cama a ideas tan reaccionarias como la autogestión (o sea la autoexplotación) o la construcción del socialismo en un solo país tan querida por Stalin. Cuando nuestros anarcosindicalistas contemporáneos hacen a los bolcheviques la crítica de no haber adoptado medidas radicales de transformación social ya desde 1917, aún cuando el capitalismo dominaba económicamente el conjunto del planeta, Rusia incluida, demuestran de hecho su visión reformista de la revolución y de la nueva sociedad a la que debe dar luz.
No puede uno extrañarse de eso, puesto que el sindicalismo revolucionario, en fin de cuentas, lo que hace es preconizar la continuidad de la propiedad privada por parte de los obreros, convirtiéndose la propiedad privada del capitalista en propiedad privada de un grupo de obreros, en la que cada taller, cada empresa guarda su autonomía respecto a las demás. La transformación social es así tan poco radical que los mismos obreros seguirán trabajando en las mismas industrias y, necesariamente, en las mismas condiciones.
La segunda crítica que se ha de hacer al sindicalismo revolucionario es la de mantenerse ajeno a la experiencia revolucionaria real de la clase. Para los marxistas, la Revolución rusa de 1905, con el surgimiento espontáneo de los consejos obreros, fue un momento crucial. Para Lenin, los soviets eran “la forma por fin encontrada de la dictadura del proletariado”. Rosa Luxemburg, Trotski, Pannekoek, toda la izquierda de la socialdemocracia que formaría más tarde la Internacional comunista examinaron y analizaron aquel acontecimiento además de otros, como las grandes huelgas de Holanda en 1903. Así fue cómo la experiencia política de 1905 se convirtió, gracias a la lucha y la propaganda de las corrientes de izquierda de la Segunda internacional, en elemento vital de la conciencia obrera, que dará sus frutos en Octubre del 17 en Rusia (en donde, por cierto, los anarquistas desempeñaron un exiguo papel) y durante toda la oleada revolucionaria que verá surgir consejos obreros en Finlandia, Alemania y Hungría. Los sindicalistas “revolucionarios”, por el contrario, quedaron petrificados en sus esquemas abstractos que, por haber sido construidos basándose en la experiencia de la lucha sindical reformista durante el período ascendente del capitalismo, se revelaron perfectamente inadecuados para la lucha revolucionaria en el período de capitalismo decadente. También es verdad que a los anarquistas les place pretender que la “revolución española” fue más profunda que la Revolución rusa en términos de cambio social, pero ya veremos que en realidad no fue así, ni por asomo.
Los sindicalistas revolucionarios actuales han continuado la misma “tradición”, dejando totalmente de lado la experiencia real de las luchas obreras desde el 68. En particular, no tienen en cuenta para nada que la forma de organización de aquellas luchas no fue la sindical sino la de las asambleas generales soberanas con delegados elegidos y revocables (11), mientras que el Estado burgués, por su parte, fue incorporando directamente a los sindicatos en su seno (12).
Hemos visto que tanto sindicalistas revolucionarios como anarcosindicalistas comparten una visión del sindicato como lugar de organización de la clase obrera. Veamos ahora tres elementos clave de esta corriente que se pueden ver en las diversas organizaciones, y que examinaremos más en detalle en los próximos artículos.
publicado en 2004 en Revista Internacional, la revista de la Corriente Comunista Internacional
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---mensaje nº 1---
Desde del 68 y mas precisamente desde que se hundió el bloque del Este, muchas personas con ganas de militar por la revolución han dado la espalda a la experiencia de la revolución rusa y de la Tercera internacional (IC) para ir en busca de enseñanzas para la lucha y la organización del proletariado en otra tradición, la del “sindicalismo revolucionario” (que a menudo se asimila con el anarcosindicalismo) (1).
Esta corriente, que apareció entre el siglo XIX y el XX y que desempeñó un papel importante en ciertos países hasta los años 30, tiene como característica principal la de rechazar (o por lo menos subestimar considerablemente) la necesidad para el proletariado de dotarse de un partido político, tanto en sus luchas en el capitalismo como para el derrocamiento revolucionario de éste, pues, según aquella, la forma de organización sindical sería la única posible. Y efectivamente, el proceso por el que pasan esas personas que se acercan al sindicalismo revolucionario deriva en gran parte de que la idea misma de organización política ha quedado muy desprestigiada por la experiencia contrarrevolucionaria del estalinismo: la represión brutal en la misma URSS y tras las revueltas obreras en Alemania del Este y en Hungría en los años 50, la invasión de Checoslovaquia en 1968, el sabotaje por parte del PC estalinista de las luchas obreras en Francia en 1968, la represión, una vez más, de las luchas en Polonia a principios de los 70, etc. Esta situación es todavía peor tras la caída del muro de Berlín en 1989, con las innobles campañas de la burguesía que asimilan el hundimiento del estalinismo con la quiebra del comunismo y del marxismo, dando así una cornada suplementaria a cualquier idea de agrupamiento político basado en principios marxistas.
Sacar las lecciones de la historia
Una de las fuerzas mayores del proletariado está en su capacidad de volver sin cesar sobre sus derrotas y errores pasados para entenderlos y sacar lecciones para la lucha presente y por venir.
“Las revoluciones proletarias (...) se critican a sí mismas constantemente, interrumpen a cada instante su propio curso, regresan a lo que ya parecía realizado para volver a empezar, critican sin piedad sus vacilaciones, las debilidades y las miserias de sus primeras tentativas …” (Marx, El 18 de Brumario de Louis Napoleón Bonaparte).
Esta parte de la experiencia del movimiento obrero, el sindicalismo revolucionario, no podrá ser una excepción en esa necesidad de examen crítico para sacar lecciones. Para ello, es necesario poner las ideas y la acción del sindicalismo revolucionario en su contexto histórico, único método que nos permitirá entender sus orígenes en relación con la historia del movimiento obrero.
Por todo ello, hemos decidido emprender una serie de artículos, de la que éste es la introducción, sobre la historia del sindicalismo revolucionario y del anarcosindicalismo. En esta serie intentaremos contestar a estas preguntas:
– ¿qué distingue la corriente sindicalista revolucionaria en el plano de los métodos y de los principios?
- ¿ha dejado esta corriente lecciones útiles para la lucha histórica de la clase obrera?
– ¿qué conclusiones se han de sacar de las traiciones, y en particular la de 1914 (cuando la CGT francesa se pasó a la Unión sagrada desde principios de la Primera guerra imperialista mundial) y la de 1937 (participación de la CNT española en el gobierno de la Generalidad de Cataluña durante la guerra civil, y en el gobierno central)?
– ¿puede la corriente sindicalista revolucionaria dar hoy una perspectiva a la clase obrera?
Nuestras respuestas se basarán en la experiencia concreta que ha hecho la clase obrera del sindicalismo revolucionario, analizando varios períodos importantes de la vida del proletariado:
– la historia de la Confédération générale du travail en Francia, muy influenciada sino dominada por los anarcosindicalistas, desde su formación hasta la guerra del 14;
– la historia de los Industrial Workers of the World (IWW) en Estados Unidos hasta los años 20,
– la historia del movimiento de los “shop-stewards” (delegados de taller) en Gran Bretaña, antes y durante la Primera Guerra mundial,
– la historia de la Confederación nacional del trabajo (CNT) española durante la oleada revolucionaria que siguió a la Revolución rusa hasta su descalabro durante la guerra civil en 1936-37;
– por fin, concluiremos con un examen de la realidad concreta del sindicalismo revolucionario hoy en día, así como de las posiciones defendidas por las corrientes que se reivindican de esa tradición.
No nos proponemos con esta serie hacer la cronología detallada de las diversas organizaciones sindicalistas revolucionarias, sino poner en evidencia en qué los principios del sindicalismo revolucionario no solo han demostrado que no sirven para orientar la acción del proletariado en la lucha por su emancipación, sino que han participado además en llevarlo, en determinadas circunstancias, al terreno de la burguesía. Este enfoque histórico, materialista, demostrará la profunda deferencia entre anarquismo y marxismo, que se expresa en particular en la diferencia de actitud hacia las traiciones en el movimiento socialista y en el movimiento anarquista.
A los anarquistas les gusta señalar y poner en evidencia las grandes traiciones del movimiento socialista y comunista: la participación a la guerra de los Partidos socialistas en 1914 y la contrarrevolución estalinista de los años 20-30. Pretenden con ello mostrar una filiación fatal, inevitable, entre el Marx “autoritario” y Stalin, sin olvidar a Lenin, une especie de pecado original (cantinela que no desafina con la de la propaganda burguesa sobre la “muerte del comunismo”). Con respecto a las traiciones cometidas por anarquistas, por el contrario, su actitud es muy diferente: el patriotismo antialemán de un Kropotkin o de un Guillaume en 1914, el apoyo indefectible que prestó la CGT francesa al gobierno de Unión sagrada durante la guerra del 14-18, la participación de ministros de la CNT en los gobiernos burgueses de la República española, nada de todo ello puede cuestionar desde su punto de vista los “principios eternos” del anarquismo.
En cambio, hemos de señalar que las traiciones en el movimiento marxista siempre han sido analizadas y combatidas por las corrientes de izquierda antes y después de que ocurrieran (2).
Esa lucha llevada a cabo por las corrientes de izquierda no se limitó a “recordar” meramente los principios, sino que engendró un esfuerzo teórico y práctico para entender y mostrar de dónde procedía la traición, cuáles eran las modificaciones en la situación histórica, material, del capitalismo que la explicaban, volviendo caducos los análisis y medios de lucha hasta entonces adaptados al combate de la clase obrera.
Nada de esto en los anarquistas o anarcosindicalistas. Echan la culpa de la traición a los “jefes”, lo que en nada ayuda a entender el por qué de la traición de los jefes. Siguen dando a los principios un valor eterno, meramente moral, vaciado de su contenido histórico. Ante la traición, no les queda más que reafirmar los mismos valores eternos, y es por eso por lo que los anarquistas, contrariamente al marxismo, jamás han hecho surgir fracciones de izquierda en sus filas. Por eso también es por lo que los revolucionarios auténticos en el movimiento sindicalista revolucionario francés de 1914 (Rosmer, Monate) no intentaron constituir una corriente de izquierda en el movimiento sindicalista revolucionario, sino que se orientaron hacia el bolchevismo.
El contexto histórico
Como ya hemos visto, en el mismo centro de la divergencia entre la corriente sindicalista revolucionaria y el marxismo está la cuestión de la forma de organización que adopta la clase obrera para luchar contra el capitalismo. La comprensión de esta cuestión no se hizo del día a la mañana. El proletariado, a pesar de ser la clase revolucionaria llamada a derribar el capitalismo, no apareció en la sociedad capitalista listo ya para la revolución, algo así como Atenea de la cabeza de Zeus. Muy al contrario, la clase obrera no ganó en conciencia política y en capacidad organizativa sino gracias a una serie de esfuerzos enormes y de trágicas derrotas. En ese largo proceso del proletariado hacia su emancipación, surgieron inmediatamente dos necesidades fundamentales:
– la necesidad para el conjunto de los obreros de luchar colectivamente para defender sus intereses (en la misma sociedad capitalista primero y luego para echarla abajo);
– la de tener una reflexión sobre los fines generales de la lucha y sobre los medios para alcanzarlos.
Y de hecho, toda la historia del proletariado durante el siglo XIX estuvo marcada por sus esfuerzos incansables para dotarse de formas de organización adecuadas para llevar a cabo ambas necesidades fundamentales, concretamente para darse una organización general con vistas a agrupar a todos los obreros en lucha y de una organización política cuyas tareas esenciales eran clarificar las perspectivas de aquellas luchas.
El período que parte de la formación de la clase obrera hasta la Comuna de París se señala por una serie de esfuerzos y de intentos de organización del proletariado, fuertemente marcados en general por la historia específica del movimiento obrero en cada país. Durante aquel período, una de las tareas esenciales de la clase obrera y de sus esfuerzos de organización era la necesidad de afirmarse como clase específica ante las demás clases de la sociedad (burguesía y pequeña burguesía) con las que había compartido objetivos comunes (tales como la destrucción del orden feudal).
En aquel contexto histórico marcado por la inmadurez de un proletariado en formación, y sin experiencia propia, las dos necesidades fundamentales de la clase obrera se expresaban o en formas de organización aún fuertemente marcadas por el pasado (como los gremios procedentes de la Edad Media), o en la dificultad para comprender la necesidad de una organización general de la clase para llevar a cabo la lucha contra el orden capitalista del que hacían, sin embargo, una crítica muy radical.
En las primeras organizaciones de masas de la clase obrera, se suele ver a veces la expresión de una tendencia a buscar una ilusoria vuelta hacia el pasado, como también intuiciones del porvenir de la clase que iban mucho más allá de sus capacidades del momento: por ejemplo, los esfuerzos de organización sindical clandestina en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII (conocida con el nombre de “Army of Redressors” bajo el mando del mítico general Ludd) expresaban a menudo el deseo de volver al tiempo de la producción artesana; por otro lado, la meta que se da el “Grand National Consolidated Union” a principios del siglo XIX (3), o sea reunir los diferentes movimientos corporativistas en una huelga general revolucionaria prefigura de forma utópica la organización de los soviets de un siglo más tarde.
La burguesía supo reconocer muy rápidamente el peligro que representaba la organización masiva de los obreros: en Francia, la ley “Le Chapelier” prohibió ya desde 1793, en pleno período revolucionario, cualquier forma de asociación obrera, hasta las simples asociaciones de ayuda económica frente al paro o la enfermedad.
Según se va desarrollando, el proletariado se va afirmando como clase autónoma frente a las demás clases de la sociedad. En el chartismo inglés hay ya un embrión del partido político de clase y también se expresa en él la primera separación del proletariado de la pequeña burguesía radical. La oleada de luchas que se acabó con la derrota de las revoluciones de 1848 (y también la del chartismo) nos legó los principios elaborados en el Manifiesto comunista. Sin embargo, la idea de un verdadero partido político del proletariado tardará mucho tiempo en nacer, puesto que se hubo que esperar a la Primera internacional de principios de 1860 para ver reunidas las características a la vez de un partido político y de una organización unitaria de masas.
La Comuna de París de 1871, y el Congreso de La Haya de la Primera internacional en 1872, fueron un punto de ruptura para el movimiento obrero sobre la cuestión del desarrollo de su organización. La capacidad de las masas obreras para superar en su organización las ideas y la práctica conspiradora de los blanquistas ya había sido ampliamente demostrada, tanto por los éxitos en las luchas económicas de los obreros organizados en la Primera internacional como por el primer poder histórico de la clase obrera que fue la Comuna de París. En adelante, sólo los anarquistas fieles a la idea del “acto ejemplar”, y en particular los adeptos de Bakunin (4), segurían siendo partidarios de la conspiración ultraminoritaria como medio de acción. La Comuna había demostrado además lo absurdo de la idea de que los obreros podrían desdeñar la actividad política (o sea la acción reivindicativa con respecto al Estado en lo inmediato, y la toma del poder político en una perspectiva revolucionaria).
El reflujo de la lucha y de la conciencia de clase tras la derrota de la Comuna hizo que no se pudieran sacar esas lecciones en lo inmediato. Pero en los treinta años siguientes se produjo una decantación en el proletariado sobre la forma de organizarse: por un lado, las organizaciones sindicales para la defensa de los intereses económicos de cada corporación (5) y, por otro, la organización en partidos políticos parlamentarios (lucha por imponer un límite legal al trabajo de los niños y de las mujeres así como el límite de la jornada laboral, por ejemplo), así como para la preparación y la propaganda por el “programa máximo”, o sea la destrucción del capitalismo y la transformación socialista de la sociedad.
Al estar todavía el capitalismo en su conjunto en su fase ascendente, con una expansión sin precedentes del desarrollo de las fuerzas productivas (los treinta últimos años del siglo XIX conocieron a la vez esa expansión y la extensión de las relaciones de producción capitalistas por el mundo entero), aún era posible para la clase obrera arrancarle reformas duraderas a la burguesía (6). La presión sobre los partidos burgueses en el marco parlamentario permitía que se adoptaran leyes favorables a la clase obrera y retrocedieran las “leyes inicuas” que prohibían que la clase se organizara en sindicatos y partidos políticos.
Sin embargo, aquellos éxitos de la acción de los partidos obreros dentro del propio capitalismo contenían peligros muy graves para el proletariado. La corriente reformista consideraba, por ejemplo, que ese desarrollo de la influencia de las organizaciones obreras gracias a la obtención de reformas reales a favor de la clase obrera era algo definitivo, cuando, en realidad, era algo temporal. Esa corriente, para la cual “el movimiento lo es todo y la meta no es nada”, se plasma a finales del siglo XIX principalmente, según los países, ya sea en los partidos políticos ya en los sindicatos. En Alemania, por ejemplo, el intento de la corriente en torno a Bernstein de oficializar una política oportunista de abandono de la perspectiva revolucionaria, fue fuertemente combatida en el partido socialdemócrata por la resistencia de la izquierda en torno a Rosa Luxemburg y Anton Pannekoek. En cambio, ganaron mucho más fácilmente una fuerte influencia en los grandes aparatos sindicales. En Francia, en donde el partido socialista estaba mucho más influenciado por la ideología reformista y oportunista, la situación es totalmente la contraria. Así es como el gobierno Waldeck-Rousseau de 1899 a 1901 contaba con un ministro socialista, Alexandre Millerand (7). Esta participación ministerial fue rechazada por el conjunto de la socialdemocracia en los congresos de la Segunda internacional, rechazo que los socialistas franceses aceptaron a regañadientes y muchos de ellos con gran pesar. No es pues por casualidad si en 1914, cuando se produjo la ruptura entre las organizaciones obreras pasadas al enemigo (partidos socialistas y sindicatos) y la Izquierda internacionalista, ésta procedía del partido alemán (el grupo Spartakus en torno a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht) y de los sindicatos franceses (la tendencia internacionalista representada por Rosmer, Monatte y Merheim entre otros).
De forma general, fue en las fracciones parlamentarias de los partidos socialistas y en el aparato comprometido en el trabajo parlamentario donde estuvo más presente el oportunismo. También era en el parlamento adonde salían acudir presurosos los elementos arribistas deseosos de aprovecharse de la influencia creciente del movimiento obrero, y que, claro está, no tenían la menor preocupación por la destrucción revolucionaria del orden existente. Por eso se desarrolló en la clase obrera una tendencia a identificar el trabajo político con la actividad parlamentaria, ésta con el oportunismo y el arribismo, éstos con la intelligentsia pequeño burguesa de abogados y periodistas, y en fin de cuentas, con la noción misma de partido político.
Contra el desarrollo del oportunismo, muchos obreros contestaron rechazando la actividad política en su conjunto, replegándose por así decirlo en la actividad sindical. Por eso fue por lo que el movimiento sindicalista revolucionario, corriente realmente obrera, se propuso la meta de construir sindicatos que fueran órganos unitarios de la clase obrera capaces tanto de agruparla para la defensa de sus intereses económicos como de prepararla para tomar el poder por la huelga general, y también de ser la estructura organizativa de la sociedad comunista del mañana. Estos sindicatos debían ser sindicatos de clase –librados del arribismo de una intelligentzia que intentaba aprovecharse del movimiento obrero para entrar en el Parlamento– independientes de cualquier partido político, como lo puso en evidencia el congreso de Amiens de 1906 de la CGT francesa.
Como decía Lenin,
“En muchos países de Europa del Este, el sindicalismo revolucionario ha sido el resultado directo e inevitable del oportunismo, del reformismo y del cretinismo parlamentario. También en nuestro país los primeros pasos de la “actividad en la Duma” han reforzado mucho el oportunismo, reduciendo a los mencheviques al servilismo ante los demócratas liberales. (...) El sindicalismo revolucionario se desarrollará en Rusia como reacción a esa conducta vergonzante de los “distinguidos” socialdemócratas” [8].
Las principales características de las corrientes sindicalistas revolucionarias
¿En qué consiste entonces ese sindicalismo revolucionario del que Lenin preveía que se iba a desarrollar? Sus diversos componentes comparten ya una misma visión de lo que ha de ser un sindicato. Nada mejor para resumir esta concepción que citar el preámbulo de la Constitución de International Workers of the World (IWW), adoptada en Chicago en 1908:
“La misión histórica de la clase obrera es suprimir el capitalismo (9). El ejército de los productores ha de organizarse no solo para su lucha cotidiana contra los capitalistas, sino también para hacerse cargo de la producción cuando el capitalismo haya sido derrocado. Organizándonos por industrias, formamos la estructura de la nueva sociedad en el interior mismo de la antigua” (10).
El sindicato ha de ser entonces el órgano unitario de la clase tanto para la defensa de sus intereses inmediatos como para la toma revolucionaria del poder y para la organización futura de la sociedad comunista. Esta visión considera a los partidos políticos, en el mejor de los casos, como algo inútil (Bill Haywood consideraba que IWW era “el socialismo en mono de obrero”) y en el peor un criadero de burócratas en ciernes.
Esta visión propia del sindicalismo revolucionario suscita dos críticas, sobre las que volveremos más tarde.
La primera crítica es sobre la idea según la cual se podría “formar la estructura de la nueva sociedad dentro de la antigua”. Pensar que sería posible empezar a construir la nueva sociedad en la antigua viene de una incomprensión profunda del antagonismo entre la última de las sociedades de explotación, el capitalismo, y la sociedad sin clases que se pretende instaurar. Es un error grave que lleva a subestimar la profundidad de la transformación social necesaria para operar la transición entre ambas formas sociales y, también, a subestimar la resistencia de la clase dominante contra la toma de poder por la clase obrera.
De hecho, cualquier concesión inmediatista o reformista que tienda a querer librarse artificialmente de las coacciones y leyes que rigen la transición del capitalismo hacia la sociedad sin clases, le está haciendo la cama a ideas tan reaccionarias como la autogestión (o sea la autoexplotación) o la construcción del socialismo en un solo país tan querida por Stalin. Cuando nuestros anarcosindicalistas contemporáneos hacen a los bolcheviques la crítica de no haber adoptado medidas radicales de transformación social ya desde 1917, aún cuando el capitalismo dominaba económicamente el conjunto del planeta, Rusia incluida, demuestran de hecho su visión reformista de la revolución y de la nueva sociedad a la que debe dar luz.
No puede uno extrañarse de eso, puesto que el sindicalismo revolucionario, en fin de cuentas, lo que hace es preconizar la continuidad de la propiedad privada por parte de los obreros, convirtiéndose la propiedad privada del capitalista en propiedad privada de un grupo de obreros, en la que cada taller, cada empresa guarda su autonomía respecto a las demás. La transformación social es así tan poco radical que los mismos obreros seguirán trabajando en las mismas industrias y, necesariamente, en las mismas condiciones.
La segunda crítica que se ha de hacer al sindicalismo revolucionario es la de mantenerse ajeno a la experiencia revolucionaria real de la clase. Para los marxistas, la Revolución rusa de 1905, con el surgimiento espontáneo de los consejos obreros, fue un momento crucial. Para Lenin, los soviets eran “la forma por fin encontrada de la dictadura del proletariado”. Rosa Luxemburg, Trotski, Pannekoek, toda la izquierda de la socialdemocracia que formaría más tarde la Internacional comunista examinaron y analizaron aquel acontecimiento además de otros, como las grandes huelgas de Holanda en 1903. Así fue cómo la experiencia política de 1905 se convirtió, gracias a la lucha y la propaganda de las corrientes de izquierda de la Segunda internacional, en elemento vital de la conciencia obrera, que dará sus frutos en Octubre del 17 en Rusia (en donde, por cierto, los anarquistas desempeñaron un exiguo papel) y durante toda la oleada revolucionaria que verá surgir consejos obreros en Finlandia, Alemania y Hungría. Los sindicalistas “revolucionarios”, por el contrario, quedaron petrificados en sus esquemas abstractos que, por haber sido construidos basándose en la experiencia de la lucha sindical reformista durante el período ascendente del capitalismo, se revelaron perfectamente inadecuados para la lucha revolucionaria en el período de capitalismo decadente. También es verdad que a los anarquistas les place pretender que la “revolución española” fue más profunda que la Revolución rusa en términos de cambio social, pero ya veremos que en realidad no fue así, ni por asomo.
Los sindicalistas revolucionarios actuales han continuado la misma “tradición”, dejando totalmente de lado la experiencia real de las luchas obreras desde el 68. En particular, no tienen en cuenta para nada que la forma de organización de aquellas luchas no fue la sindical sino la de las asambleas generales soberanas con delegados elegidos y revocables (11), mientras que el Estado burgués, por su parte, fue incorporando directamente a los sindicatos en su seno (12).
Hemos visto que tanto sindicalistas revolucionarios como anarcosindicalistas comparten una visión del sindicato como lugar de organización de la clase obrera. Veamos ahora tres elementos clave de esta corriente que se pueden ver en las diversas organizaciones, y que examinaremos más en detalle en los próximos artículos.
---fin del mensaje nº 1---
Última edición por pedrocasca el Lun Oct 15, 2012 8:37 pm, editado 1 vez