La izquierda catalana y el “derecho a decidir”: ¿soberanía nacional o nuevas formas de sumisión al imperialismo?
texto de Albert Escusa - noviembre de 2012
publicado en 2 mensajes en el Foro
---mensaje nº 1---
«El nacionalismo militante de la burguesía, que embrutece, engaña y divide a los obreros para hacerles ir a remolque de los burgueses, es el hecho fundamental de nuestra época» - Lenin, Notas críticas sobre la cuestión nacional.
Introducción: cuando la izquierda abandona el internacionalismo
¿Una nación puede ser verdaderamente libre coexistiendo con el sistema imperialista que oprime a los pueblos? ¿La verdadera independencia de una nación implica necesariamente la separación y nuevas fronteras, o bien la separación representa una escenificación para someter la nación a otro poder extranjero, a cambio de algunos beneficios para las clases dominantes que promueven el movimiento nacional?
«Mudar de señor no es ser libres» escribió sarcásticamente Quevedo cuando la oligarquía catalana a través de la Generalitat dirigida por Pau Claris rompió con la corona de España en 1641 y reconoció al rey de Francia –el Borbón Luis XIII– como su señor, otorgándole el título de Conde de Barcelona y soberano del Principado, en una aventura que finalizó con la anexión francesa de una parte de Cataluña mediante el Tratado de los Pirineos. Hoy se diría a los que desde la izquierda promueven el “derecho a decidir” en Cataluña –buscando la protección de Bruselas o Berlín– que «mudar de imperialismo no es ser libres».
En Cataluña, la mejor tradición de la izquierda revolucionaria, simultáneamente nacional e internacionalista, planteaba que el derecho de autodeterminación era una solución estéril, contraria a los intereses del pueblo de Cataluña y de la nación catalana –y de cualquier otra– si no se vinculaba con el contexto de la lucha antiimperialista. El dirigente comunista Joan Comorera, uno de los fundadores del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) –muerto en las cárceles franquistas por luchar por la libertad de Cataluña y de España–, fue uno de los que mejor supo vincular la cuestión nacional catalana con el internacionalismo revolucionario y la transición al socialismo. Aplicando a Cataluña las ideas de Lenin al respecto, Comorera consideraba reaccionario y contrario a los intereses de los trabajadores desvincular el problema nacional concreto de Cataluña de la lucha general contra el imperialismo: «Cataluña es una nación. Pero Cataluña no puede aislarse. La tesis de que Cataluña puede resolver su problema nacional como un caso particular, desentendiéndose y hasta en oposición al problema general del imperialismo y de la lucha del proletariado, es reaccionaria. Por este camino se va a la exageración negativa de las peculiaridades nacionales, a un nacionalismo local obtuso. ¡Por este camino no se va hacia la liberación social y nacional, sino a una mayor opresión y vejación!» (1).
Las causas de la opresión y explotación de los trabajadores y el pueblo de Cataluña eran las mismas que afectaban a los trabajadores y el pueblo de España: la oligarquía española –incluyendo la gran burguesía catalana y vasca– y el imperialismo internacional. Por este motivo, Comorera planteaba la necesaria unidad de los pueblos y los trabajadores del Estado en torno a la reivindicación de la República Popular española como marco común donde se conseguirían las libertades para Cataluña: «Por tanto, compañeros, el camino a seguir para Cataluña no ofrece dudas. Únicamente la República Popular de España dirigida por la clase obrera permitirá a Cataluña el pleno y libre ejercicio de su derecho de autodeterminación. Únicamente la República Popular de España dirigida por la clase obrera, garantizará el respeto estricto y absoluto a la expresión de su voluntad soberana. (…) Y esta República Popular dirigida por la clase obrera, sólo la podrá conseguir Cataluña luchando en fraternal unión con los otros pueblos hispánicos» (2).
Rompiendo con este principio internacionalista y revolucionario, la mayoría de las organizaciones políticas y sindicales de la izquierda catalana consideran que ahora es el momento adecuado para plantear, como reivindicación prioritaria, la consigna del “derecho a decidir”. A partir de la democracia general y abstracta –como si las clases dominantes y las oligarquías imperialistas pudieran tolerar más democracia y “derecho a decidir” que el que les beneficia– los ciudadanos catalanes podrían escoger libremente el futuro político de Cataluña, incluyendo la eventual creación de un nuevo Estado.
Todo el debate político actual se ha desplazado a planteamientos sobre la forma que debe adoptar el Estado español y Cataluña, como si se pudiera hacer abstracción de la posición que los poderes dominantes obligan a ocupar a Cataluña y España dentro del conjunto de los países imperialistas, que se relacionan de forma estrictamente jerárquica entre los dominantes –Estados Unidos, Alemania y Japón, principalmente Estados Unidos– y los más dependientes como Italia, Portugal, Grecia, España… y Cataluña. Además, la dependencia se acentúa con la crisis dado que las decisiones más importantes se toman sobretodo en Bruselas y Berlín, donde se dictan estrictamente las políticas a seguir, de tal modo que los países dependientes se convierten en caricaturas de Estados al perder la mayor parte de su soberanía nacional: son simplemente unos Estados vasallos sometidos a la división internacional del trabajo dictada por Alemania y las otras dos potencias imperialistas dominantes. La inserción de la Unión Europea en un mercado capitalista mundial en crisis, convulsionado por las luchas entre las diferentes potencias imperialistas y por la irrupción de países más independientes como los llamados BRICS –Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica–, se realiza bajo la hegemonía política de Alemania, país que ha elaborado desde hace décadas una estrategia de fomento de los diferentes movimientos nacionalistas y étnicos para reestructurar la Unión Europea exclusivamente en provecho propio y en detrimento de otras oligarquías competidoras como la de Francia. El “derecho a decidir” para Cataluña y otras regiones de Europa, como Escocia o Flandes, independientemente de los sentimientos populares y del idealismo que despierta en una buena parte de sectores populares catalanes que sienten la necesidad de ejercer un derecho democrático, no sería más que una estrategia adoptada por la burguesía nacionalista catalana que busca mejorar su posición dentro del sistema imperialista, de común acuerdo con la estrategia elaborada por la Europa alemana.
El lugar que ocupan España y Cataluña en el mundo
La contradicción principal de nuestra era es la que enfrenta al imperialismo con los pueblos oprimidos que luchan por librarse del dominio imperialista y de un mercado capitalista mundial disputado por los tres polos imperialistas dominantes, puesto que de esta contradicción nacen los movimientos populares y las revoluciones actuales.
Las corporaciones y grandes grupos económicos -tanto financieros como industriales- que dominan la economía mundial, a excepción de algunos pocos países independientes que tratan de controlar y gestionar en su provecho la entrada de capital extranjero, se articulan en cadenas económicas transnacionales –acertada descripción cuya autoría recae en el marxista italiano Gianfranco Pala (3)– a partir de eslabones constituidos por diferentes capitales nacionales –ya sean de las industrias o las finanzas, o un híbrido de ambos– asociados de forma jerárquica dentro de las cadenas, y donde el capital se centraliza o se descentraliza y se establece en red en función de sus necesidades. Estas cadenas se estructuran como monopolios y oligopolios imperialistas mundiales que compiten entre ellos, lo que no excluye alianzas puntuales en función del contexto económico global. La relación de estas cadenas transnacionales con los Estados y naciones que atraviesan y con las instituciones supranacionales viene dada por el porcentaje de los diferentes capitales nacionales en estas cadenas, por la competencia entre éstas en cada país y grupo de países, y por la influencia que un Estado determinado tenga –en términos militares, o de “persuasión” económica sobre otros socios, por ejemplo, a través del control que Alemania tiene de la deuda externa de Grecia y España o sobre el euro– para defender los intereses de su oligarquía dentro de estas cadenas.
La soberanía nacional, en el contexto del imperialismo actual, así como el papel de los Estados nacionales, no se corresponde ya con su función clásica de defensa del mercado nacional, puesto que éste se ha internacionalizado y la soberanía se diluye en función de la posición jerárquica que los capitales y las oligarquías tengan dentro de las diversas cadenas imperialistas. El dominio final, no obstante, corresponde siempre a las tres potencias imperialistas principales -Estados Unidos, Alemania y Japón-, y las diferentes soberanías nacionales de los imperialismos dependientes se transfieren a instituciones situadas sobre los Estados y supervisadas por los “tres grandes”, ya sean instituciones públicas y formalmente “democráticas”, o privadas y cerradas a cualquier “injerencia” de los ciudadanos.
Los diferentes Estados imperialistas se transforman de esta manera en oficinas de defensa y gestión de los diferentes capitales nacionales articulados dentro de estas cadenas, por tratar de mejorar su posición dentro de la jerarquía imperialista. Las instituciones europeas y mundiales que pretenden regular el mercado capitalista mundial representando intereses diversos –como la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional, el G-8, la Cumbre Asia-Pacífico, el Foro Transatlántico, la Organización Mundial del Comercio, etc.–, son las instituciones donde los representantes políticos de las diferentes oligarquías imperialistas –a veces con la presencia de otros países independientes como China, países latinoamericanos y asiáticos, etc.– discuten “democráticamente” y a la vista del público, pero indudablemente existen otros foros y otros mecanismos, opacos y ajenos a la vista indiscreta de la opinión pública, donde se toman decisiones y se resuelven conflictos de forma poco ortodoxa entre los diferentes poderes imperialistas.
Dentro de estas cadenas imperialistas se inserta el Estado español y también Cataluña, exactamente en el lugar que les han obligado a ocupar los imperialismos dominantes: especialización en turismo, especulación urbanística y financiera, mano de obra barata, y en el caso de Cataluña y Euskadi, pequeñas y medianas industrias que son competitivas dentro de las cadenas transnacionales y complementan a las grandes corporaciones. Es importante remarcar que Cataluña o Euskadi –y en menor medida otras zonas más pobres del Estado al igual que la totalidad de España– forman parte del mundo imperialista occidental. No son naciones oprimidas sino naciones opresoras –por supuesto, no al mismo nivel que Estados Unidos, Alemania o Francia porque no tienen el mismo poder y sólo pueden contentarse con las sobras–, en la medida en que sus burguesías y sus sociedades –principalmente las más desarrolladas como la catalana o la vasca– pretenden beneficiarse o se han beneficiado de la pertenencia a una parte del mundo, el occidente capitalista, que domina y explota a los países del llamado tercer mundo a través del neocolonialismo, la deuda externa, el intercambio desigual y el chantaje político o las guerras de la OTAN. Históricamente, tanto España como Cataluña o el País Vasco se beneficiaron del imperio colonial español desarrollando su industria, su comercio y sus finanzas, recibiendo materias primas baratas o traficando con esclavos. Pero la inserción de España dentro de las cadenas imperialistas internacionales se realiza desde la dependencia a otros capitales dominantes, dependencia que se hace sentir duramente con la crisis capitalista actual.
La persistencia de la crisis capitalista y la intensificación de la competencia económica mundial genera desasosiego y pánico a las burguesías más dinámicas y prósperas del país, catalanas y vascas. Paralizadas por el estancamiento de España, ven peligrar sus intereses y buscan otras opciones dentro de las cadenas imperialistas internacionales que no pasen por la dependencia hacia una oligarquía española en retroceso: buscan mejorar sus posiciones dentro de la jerarquía global imperialista y de la nueva división internacional del trabajo que se está realizando por la crisis capitalista mundial. Y a pesar de que una gran parte de trabajadores y sectores populares y militantes de formaciones políticas tengan una idea muy diferente al respecto, sólo es en este contexto donde se puede practicar el famoso “derecho a decidir”.
¿Es posible ejercer el “derecho a decidir” en el seno del imperialismo?
Separarse no significa necesariamente independencia y libertad: muchas veces puede significar su contrario. El derecho de autodeterminación de las naciones siempre ha sido un derecho reconocido y defendido por la izquierda revolucionaria, transformadora. Y, efectivamente, sigue siendo un derecho a defender en contextos de una opresión nacional. Pero este ejercicio aparentemente democrático y justo también puede convertirse en su contrario y ser utilizado por el imperialismo para sus propios fines de opresión nacional mucho más terrible: en 1861 la Confederación del Sur de Estados Unidos apeló al “derecho a decidir” para separarse del Norte, mantener el poder de los terratenientes y someter a los negros a la esclavitud; Hitler utilizó en 1938 el derecho de autodeterminación teóricamente para «proteger» a la minoría alemana de Checoslovaquia «oprimida por la mayoría checa», pero en la práctica se apoderó de los Sudetes y después de todo el país, esclavizando a los checoslovacos; en la región de Katanga situada en el Congo, en 1960 los imperialismos belga y norteamericano promovieron la secesión de esta rica región minera tras el triunfo del dirigente revolucionario Patrice Lumumba; durante los años 90 del siglo pasado, el imperialismo norteamericano y europeo –y sus cómplices entre la izquierda occidental– esgrimieron el derecho de autodeterminación en Yugoslavia para justificar las injerencias imperialistas y las bombas de la OTAN contra aquel país multinacional: la vergüenza de Kosovo –modelo que muchos independentistas catalanes anhelan para Cataluña–, que ha pasado a ser una región autónoma de Serbia a una semi-colonia de la OTAN después de contar miles de víctimas civiles –con un presidente acusado de traficar con órganos humanos, drogas y prostitución–, es la prueba más palpable de que las libertades nacionales son incompatibles con el imperialismo.
Lenin, Comorera y el PSUC histórico sabían perfectamente que el derecho de autodeterminación es un espectáculo de fuegos artificiales o, peor aún, un vehículo de mayor opresión nacional y contra los trabajadores si no se supedita lo particular –las reivindicaciones nacionales– a lo general –la lucha contra el imperialismo en la perspectiva de avanzar al socialismo–, y por ello rechazaban apoyar indiscriminadamente a todo movimiento democrático, como el de autodeterminación, cuando podían favorecer de alguna forma al imperialismo. Lenin lo explicó de esta manera: «Las distintas reivindicaciones de la democracia, incluyendo la de la autodeterminación, no son algo absoluto, sino una partícula de todo el movimiento democrático (hoy socialista) mundial. Puede suceder que, en un caso dado, una partícula se halle en contradicción con el todo; entonces hay que desecharla. Es posible que en un país el movimiento republicano no sea más que un instrumento de las intrigas clericales o financiero-monárquicas de otros países; entonces, nosotros no debemos apoyar ese movimiento concreto. (…) No hay ni puede haber una sola reivindicación parcial de la democracia que no engendre abusos si no se supedita lo particular a lo general; nosotros no estamos obligados a apoyar ni “cualquier” lucha por la independencia, ni “cualquier” movimiento republicano o anticlerical» (4).
Desmarcándose de esta tradición, la mayoría de la izquierda catalana –hoy nacionalista– considera progresista y favorable para Cataluña situar en estos momentos el “derecho a decidir” o de autodeterminación dentro del marco del imperialismo internacional, independientemente de que el poder real esté concentrado de forma absoluta en manos de las diferentes oligarquías, las multinacionales y los grandes bancos y corporaciones –formas que adopta el capital monopolista–, las instituciones como el Fondo Monetario Internacional, Wall Street, la OTAN, el Banco Central Europeo y otras muchas instituciones, públicas o clandestinas, cerradas al control de los trabajadores y la mayoría de la ciudadanía, que impone una disciplina de hierro a los Estados vasallos y dependientes como España, Portugal, Grecia o Italia entre otros. Y se trata del imperialismo real, ejercido por los poderes dominantes dentro de la Unión Europea, Estados Unidos y sus instituciones de la mundialización capitalista y de las guerras genocidas fuera de Europa –apoyadas por parte de la izquierda mal llamada “soberanista”–, no del imperialismo de pacotilla, decadente, segundón y hasta semicolonial que es hoy el español. Frente a esta política nacionalista, Comorera había planteado muchos años antes la tesis irrefutable de la incompatibilidad de la soberanía nacional bajo el dominio de los monopolios capitalistas: «La soberanía nacional y el capitalismo monopolista son incompatibles y su consecuencia lógica, la recuperación de la soberanía por la nación, supone la liquidación previa del capitalismo monopolista, es decir, como primera medida, la nacionalización de los monopolios» (5).
Afirmar que las libertades nacionales se pueden adquirir bajo el dominio imperialista, que saquea, oprime y extermina pueblos, –los últimos: Costa de Marfil, Libia, Siria y Palestina– por defender sus libertades nacionales, es erróneo políticamente y sólo lleva a un lavado de cara al imperialismo opresor de los pueblos. Como efecto secundario, se crea la falsa ilusión de que vivimos en un sistema democrático “puro” y neutral, que puede beneficiar a toda la ciudadanía por igual, alimentando las falsas ilusiones de muchos trabajadores de que dentro de la Unión Europea se va a solucionar la crisis y los problemas que les afectan. Pero cuando las instituciones imperialistas disfrutan de un poder absoluto y convierten a los gobiernos “democráticos” –incluso en la “civilizada” Europa– en simples funcionarios que deben aplicar sus órdenes –y cuando no las cumplen se perpetran golpes de Estado blandos, como en Italia y Grecia– resulta curioso suponer que estas mismas instituciones permitan ejercer un “derecho a decidir” real y auténtico que vaya más allá del formalismo de unas nuevas fronteras y de una nueva estrella en la bandera de una Unión Europea imperialista, en la que, por otra parte, se siente tan a gusto una buena parte de la izquierda de nuestro país.
Cataluña: ¿nuevo Estado capitalista en Europa?
Partiendo de la legitimidad que tienen los pueblos a ejercer su derecho de autodeterminación y del rechazo a toda forma de opresión o discriminación nacional, es preciso recordar que no existen derechos ni deberes en abstracto, desconectados de la realidad social y económica, que no tengan un carácter de clase. Es decir, tales derechos jamás pueden beneficiar simultáneamente –excepto en momentos puntuales de la historia– a los grupos o clases sociales que tienen intereses diferentes: las elites económicas constituidas por la gran burguesía y los trabajadores; los pequeños comerciantes y los dueños de las grandes superficies comerciales, o bien a los neoliberales que defienden los intereses privados con la izquierda que defiende el sector público universal.
La izquierda mayoritaria, reformista –que hasta el momento no tenía mayores pretensiones ideológicas que la teorización de un “capitalismo humanitario” quimérico, aunque sostenible y ecológico, ni mayores pretensiones políticas que tratar de frenar, a toro pasado, las sucesivas oleadas políticas de recortes y austeridad– así como otras organizaciones de extrema izquierda –por muy buena voluntad que tengan– han visto la ocasión de oro para arañarse unos votos entre ellas sumándose a un movimiento promovido, dirigido y hegemonizado por la burguesía y la oligarquía nacionalistas y reaccionarias, organizadas en Convergència i Unió (CiU) y sus organizaciones y asociaciones satélites, que disfrutan del respaldo absoluto de muchos medios de comunicación, públicos y privados, para construir su hegemonía reaccionaria sobre el pueblo de Cataluña. Se trata de una fuerza política –como el PP y en gran medida el PSOE– radicalmente pro-imperialista, pro-sionista, neoliberal y promotora de privatizaciones, recortes sociales, reformas laborales y guerras imperialistas genocidas. No sólo eso, sino que la izquierda parlamentaria vota a favor de propuestas de CiU, y casi toda la izquierda participa en manifestaciones y actos públicos promovidos por esta misma fuerza política apoyando su concepto de “derecho a decidir”. Muy poca memoria histórica tiene esta izquierda, así que recordemos la caracterización tan exacta que hizo Comorera de esta burguesía a la que hoy se considera tan democrática y digna de apoyo total: «La burguesía catalana no intentó ponerse más caretas y se pasó abiertamente al campo de la anti-España, de la anti-Cataluña. Fue una fuerza más de las clases y castas que han oprimido a los hombres y los pueblos hispánicos, que han hecho siempre de la opresión nacional uno de sus objetivos principales, históricos. Nuestra burguesía conspiró con los militares traidores, con los fascistas y los nazis contra la República y tomó parte activa en la sublevación del 18 de julio. La burguesía catalana ha sido y continua siendo una de las principales fuerzas del régimen franco-falangista» (6).
La izquierda nacionalista entiende que ahora es el momento de plantear estrategias comunes con la gran y pequeña burguesías secesionistas, lo cual puede acarrear efectos devastadores en la lucha de clases. Quizás todas las gesticulaciones en torno al “derecho a decidir” acaben reducidas a una teatralización que le permitan a la burguesía catalana mayor margen de maniobra frente a Madrid, como ha sucedido tantas veces. Pero de momento han tenido el efecto de desviar a un discreto segundo plano las políticas de austeridad, privatizaciones, recortes sociales, reformas laborales, y graves acusaciones de corrupción contra CiU que erosionaban a esta fuerza política. El debate se ha polarizado, de esta manera, en torno a la cuestión nacional, donde las propuestas estrellas de las diferentes organizaciones políticas se centran en el aspecto formal, el modelo de Estado –autonómico, federal, confederal o la secesión de Cataluña– pero, excepto por las opciones minoritarias de izquierdas, se habla poco del contenido real de ese Estado, que implica en definitiva asumir que el poder seguirá siendo ejercido por las mismas elites de siempre.
Con la apuesta nacionalista de buena parte de la izquierda catalana, continuidad natural de otros frentes establecidos con CiU por el nuevo Estatut de Cataluña o por el llamado pacto fiscal –que significa concederle el poder a la burguesía catalana sobre la totalidad de la riqueza pública generada por los trabajadores–, se le ha dado oxígeno a esta fuerza política a costa de erosionar gravemente la independencia política de las organizaciones de izquierda, de la clase obrera y los sectores populares catalanes, una estrategia –la priorización del “derecho a decidir” al lado de la gran burguesía– denunciada hace mucho por Lenin: «No hay una sola de estas reivindicaciones que no pudiera servir, y que no haya servido en ciertas circunstancias, de instrumento de engaño de los obreros por parte de la burguesía. Destacar en este sentido una de las reivindicaciones de la democracia política, o sea, la autodeterminación de las naciones, para contraponerla a las demás, es radicalmente falso desde el punto de vista teórico. En la práctica, el proletariado sólo puede conservar su independencia subordinando su lucha por todas las reivindicaciones democráticas, sin excluir la república, a su lucha revolucionaria por el derrocamiento de la burguesía» (7).
La cuestión nacional en Cataluña y en España ha cambiado sustancialmente a lo largo de la historia. Es evidente que no es la misma hoy que había bajo el franquismo –donde Cataluña y otros pueblos, incluyendo el español, venían de sufrir terribles opresiones nacionales, culturales y sociales– ni bajo la I o la II República, donde había espacios de libertades nacionales. Y es también evidente que las fuerzas que impulsan y dirigen hoy el movimiento nacional en Cataluña –las fuerzas reales, no las subalternas que van tras ellas– no tienen nada que ver con aquellas fuerzas que lo hacían 30, 50 o 80 años atrás. No estamos en los tiempos de la década de 1840, en los que se gritaba durante las insurrecciones obreras de Barcelona las consignas de «República catalana» y «Estado catalán» [8]. Tampoco estamos en la década de 1930, cuando, en palabras del historiador Pierre Vilar «el catalanismo era político y burgués. La catalanidad era sentimental, popular, cosa de campesinos, tenderos, artesanos, empleados, sacerdotes, maestros. Sus intérpretes fueron Macià y Companys» (9). Ni tampoco nos encontramos en 1936, cuando el PSUC disputó a la pequeña y mediana burguesía de Esquerra Republicana de Catalunya la dirección del movimiento nacional catalán desde una perspectiva proletaria. Pero la izquierda nacionalista parece haber olvidado la historia y con ella otro principio fundamental que vinculaba la cuestión nacional y la de clase: «En diferentes épocas salen a la palestra diferentes clases, y cada clase entiende a su manera la “cuestión nacional”. Por consiguiente, la “cuestión nacional” sirve en las distintas épocas a distintos intereses y adopta distintos matices según la clase que la promueve y la época en que se promueve.» (10)
texto de Albert Escusa - noviembre de 2012
publicado en 2 mensajes en el Foro
---mensaje nº 1---
«El nacionalismo militante de la burguesía, que embrutece, engaña y divide a los obreros para hacerles ir a remolque de los burgueses, es el hecho fundamental de nuestra época» - Lenin, Notas críticas sobre la cuestión nacional.
Introducción: cuando la izquierda abandona el internacionalismo
¿Una nación puede ser verdaderamente libre coexistiendo con el sistema imperialista que oprime a los pueblos? ¿La verdadera independencia de una nación implica necesariamente la separación y nuevas fronteras, o bien la separación representa una escenificación para someter la nación a otro poder extranjero, a cambio de algunos beneficios para las clases dominantes que promueven el movimiento nacional?
«Mudar de señor no es ser libres» escribió sarcásticamente Quevedo cuando la oligarquía catalana a través de la Generalitat dirigida por Pau Claris rompió con la corona de España en 1641 y reconoció al rey de Francia –el Borbón Luis XIII– como su señor, otorgándole el título de Conde de Barcelona y soberano del Principado, en una aventura que finalizó con la anexión francesa de una parte de Cataluña mediante el Tratado de los Pirineos. Hoy se diría a los que desde la izquierda promueven el “derecho a decidir” en Cataluña –buscando la protección de Bruselas o Berlín– que «mudar de imperialismo no es ser libres».
En Cataluña, la mejor tradición de la izquierda revolucionaria, simultáneamente nacional e internacionalista, planteaba que el derecho de autodeterminación era una solución estéril, contraria a los intereses del pueblo de Cataluña y de la nación catalana –y de cualquier otra– si no se vinculaba con el contexto de la lucha antiimperialista. El dirigente comunista Joan Comorera, uno de los fundadores del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) –muerto en las cárceles franquistas por luchar por la libertad de Cataluña y de España–, fue uno de los que mejor supo vincular la cuestión nacional catalana con el internacionalismo revolucionario y la transición al socialismo. Aplicando a Cataluña las ideas de Lenin al respecto, Comorera consideraba reaccionario y contrario a los intereses de los trabajadores desvincular el problema nacional concreto de Cataluña de la lucha general contra el imperialismo: «Cataluña es una nación. Pero Cataluña no puede aislarse. La tesis de que Cataluña puede resolver su problema nacional como un caso particular, desentendiéndose y hasta en oposición al problema general del imperialismo y de la lucha del proletariado, es reaccionaria. Por este camino se va a la exageración negativa de las peculiaridades nacionales, a un nacionalismo local obtuso. ¡Por este camino no se va hacia la liberación social y nacional, sino a una mayor opresión y vejación!» (1).
Las causas de la opresión y explotación de los trabajadores y el pueblo de Cataluña eran las mismas que afectaban a los trabajadores y el pueblo de España: la oligarquía española –incluyendo la gran burguesía catalana y vasca– y el imperialismo internacional. Por este motivo, Comorera planteaba la necesaria unidad de los pueblos y los trabajadores del Estado en torno a la reivindicación de la República Popular española como marco común donde se conseguirían las libertades para Cataluña: «Por tanto, compañeros, el camino a seguir para Cataluña no ofrece dudas. Únicamente la República Popular de España dirigida por la clase obrera permitirá a Cataluña el pleno y libre ejercicio de su derecho de autodeterminación. Únicamente la República Popular de España dirigida por la clase obrera, garantizará el respeto estricto y absoluto a la expresión de su voluntad soberana. (…) Y esta República Popular dirigida por la clase obrera, sólo la podrá conseguir Cataluña luchando en fraternal unión con los otros pueblos hispánicos» (2).
Rompiendo con este principio internacionalista y revolucionario, la mayoría de las organizaciones políticas y sindicales de la izquierda catalana consideran que ahora es el momento adecuado para plantear, como reivindicación prioritaria, la consigna del “derecho a decidir”. A partir de la democracia general y abstracta –como si las clases dominantes y las oligarquías imperialistas pudieran tolerar más democracia y “derecho a decidir” que el que les beneficia– los ciudadanos catalanes podrían escoger libremente el futuro político de Cataluña, incluyendo la eventual creación de un nuevo Estado.
Todo el debate político actual se ha desplazado a planteamientos sobre la forma que debe adoptar el Estado español y Cataluña, como si se pudiera hacer abstracción de la posición que los poderes dominantes obligan a ocupar a Cataluña y España dentro del conjunto de los países imperialistas, que se relacionan de forma estrictamente jerárquica entre los dominantes –Estados Unidos, Alemania y Japón, principalmente Estados Unidos– y los más dependientes como Italia, Portugal, Grecia, España… y Cataluña. Además, la dependencia se acentúa con la crisis dado que las decisiones más importantes se toman sobretodo en Bruselas y Berlín, donde se dictan estrictamente las políticas a seguir, de tal modo que los países dependientes se convierten en caricaturas de Estados al perder la mayor parte de su soberanía nacional: son simplemente unos Estados vasallos sometidos a la división internacional del trabajo dictada por Alemania y las otras dos potencias imperialistas dominantes. La inserción de la Unión Europea en un mercado capitalista mundial en crisis, convulsionado por las luchas entre las diferentes potencias imperialistas y por la irrupción de países más independientes como los llamados BRICS –Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica–, se realiza bajo la hegemonía política de Alemania, país que ha elaborado desde hace décadas una estrategia de fomento de los diferentes movimientos nacionalistas y étnicos para reestructurar la Unión Europea exclusivamente en provecho propio y en detrimento de otras oligarquías competidoras como la de Francia. El “derecho a decidir” para Cataluña y otras regiones de Europa, como Escocia o Flandes, independientemente de los sentimientos populares y del idealismo que despierta en una buena parte de sectores populares catalanes que sienten la necesidad de ejercer un derecho democrático, no sería más que una estrategia adoptada por la burguesía nacionalista catalana que busca mejorar su posición dentro del sistema imperialista, de común acuerdo con la estrategia elaborada por la Europa alemana.
El lugar que ocupan España y Cataluña en el mundo
La contradicción principal de nuestra era es la que enfrenta al imperialismo con los pueblos oprimidos que luchan por librarse del dominio imperialista y de un mercado capitalista mundial disputado por los tres polos imperialistas dominantes, puesto que de esta contradicción nacen los movimientos populares y las revoluciones actuales.
Las corporaciones y grandes grupos económicos -tanto financieros como industriales- que dominan la economía mundial, a excepción de algunos pocos países independientes que tratan de controlar y gestionar en su provecho la entrada de capital extranjero, se articulan en cadenas económicas transnacionales –acertada descripción cuya autoría recae en el marxista italiano Gianfranco Pala (3)– a partir de eslabones constituidos por diferentes capitales nacionales –ya sean de las industrias o las finanzas, o un híbrido de ambos– asociados de forma jerárquica dentro de las cadenas, y donde el capital se centraliza o se descentraliza y se establece en red en función de sus necesidades. Estas cadenas se estructuran como monopolios y oligopolios imperialistas mundiales que compiten entre ellos, lo que no excluye alianzas puntuales en función del contexto económico global. La relación de estas cadenas transnacionales con los Estados y naciones que atraviesan y con las instituciones supranacionales viene dada por el porcentaje de los diferentes capitales nacionales en estas cadenas, por la competencia entre éstas en cada país y grupo de países, y por la influencia que un Estado determinado tenga –en términos militares, o de “persuasión” económica sobre otros socios, por ejemplo, a través del control que Alemania tiene de la deuda externa de Grecia y España o sobre el euro– para defender los intereses de su oligarquía dentro de estas cadenas.
La soberanía nacional, en el contexto del imperialismo actual, así como el papel de los Estados nacionales, no se corresponde ya con su función clásica de defensa del mercado nacional, puesto que éste se ha internacionalizado y la soberanía se diluye en función de la posición jerárquica que los capitales y las oligarquías tengan dentro de las diversas cadenas imperialistas. El dominio final, no obstante, corresponde siempre a las tres potencias imperialistas principales -Estados Unidos, Alemania y Japón-, y las diferentes soberanías nacionales de los imperialismos dependientes se transfieren a instituciones situadas sobre los Estados y supervisadas por los “tres grandes”, ya sean instituciones públicas y formalmente “democráticas”, o privadas y cerradas a cualquier “injerencia” de los ciudadanos.
Los diferentes Estados imperialistas se transforman de esta manera en oficinas de defensa y gestión de los diferentes capitales nacionales articulados dentro de estas cadenas, por tratar de mejorar su posición dentro de la jerarquía imperialista. Las instituciones europeas y mundiales que pretenden regular el mercado capitalista mundial representando intereses diversos –como la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional, el G-8, la Cumbre Asia-Pacífico, el Foro Transatlántico, la Organización Mundial del Comercio, etc.–, son las instituciones donde los representantes políticos de las diferentes oligarquías imperialistas –a veces con la presencia de otros países independientes como China, países latinoamericanos y asiáticos, etc.– discuten “democráticamente” y a la vista del público, pero indudablemente existen otros foros y otros mecanismos, opacos y ajenos a la vista indiscreta de la opinión pública, donde se toman decisiones y se resuelven conflictos de forma poco ortodoxa entre los diferentes poderes imperialistas.
Dentro de estas cadenas imperialistas se inserta el Estado español y también Cataluña, exactamente en el lugar que les han obligado a ocupar los imperialismos dominantes: especialización en turismo, especulación urbanística y financiera, mano de obra barata, y en el caso de Cataluña y Euskadi, pequeñas y medianas industrias que son competitivas dentro de las cadenas transnacionales y complementan a las grandes corporaciones. Es importante remarcar que Cataluña o Euskadi –y en menor medida otras zonas más pobres del Estado al igual que la totalidad de España– forman parte del mundo imperialista occidental. No son naciones oprimidas sino naciones opresoras –por supuesto, no al mismo nivel que Estados Unidos, Alemania o Francia porque no tienen el mismo poder y sólo pueden contentarse con las sobras–, en la medida en que sus burguesías y sus sociedades –principalmente las más desarrolladas como la catalana o la vasca– pretenden beneficiarse o se han beneficiado de la pertenencia a una parte del mundo, el occidente capitalista, que domina y explota a los países del llamado tercer mundo a través del neocolonialismo, la deuda externa, el intercambio desigual y el chantaje político o las guerras de la OTAN. Históricamente, tanto España como Cataluña o el País Vasco se beneficiaron del imperio colonial español desarrollando su industria, su comercio y sus finanzas, recibiendo materias primas baratas o traficando con esclavos. Pero la inserción de España dentro de las cadenas imperialistas internacionales se realiza desde la dependencia a otros capitales dominantes, dependencia que se hace sentir duramente con la crisis capitalista actual.
La persistencia de la crisis capitalista y la intensificación de la competencia económica mundial genera desasosiego y pánico a las burguesías más dinámicas y prósperas del país, catalanas y vascas. Paralizadas por el estancamiento de España, ven peligrar sus intereses y buscan otras opciones dentro de las cadenas imperialistas internacionales que no pasen por la dependencia hacia una oligarquía española en retroceso: buscan mejorar sus posiciones dentro de la jerarquía global imperialista y de la nueva división internacional del trabajo que se está realizando por la crisis capitalista mundial. Y a pesar de que una gran parte de trabajadores y sectores populares y militantes de formaciones políticas tengan una idea muy diferente al respecto, sólo es en este contexto donde se puede practicar el famoso “derecho a decidir”.
¿Es posible ejercer el “derecho a decidir” en el seno del imperialismo?
Separarse no significa necesariamente independencia y libertad: muchas veces puede significar su contrario. El derecho de autodeterminación de las naciones siempre ha sido un derecho reconocido y defendido por la izquierda revolucionaria, transformadora. Y, efectivamente, sigue siendo un derecho a defender en contextos de una opresión nacional. Pero este ejercicio aparentemente democrático y justo también puede convertirse en su contrario y ser utilizado por el imperialismo para sus propios fines de opresión nacional mucho más terrible: en 1861 la Confederación del Sur de Estados Unidos apeló al “derecho a decidir” para separarse del Norte, mantener el poder de los terratenientes y someter a los negros a la esclavitud; Hitler utilizó en 1938 el derecho de autodeterminación teóricamente para «proteger» a la minoría alemana de Checoslovaquia «oprimida por la mayoría checa», pero en la práctica se apoderó de los Sudetes y después de todo el país, esclavizando a los checoslovacos; en la región de Katanga situada en el Congo, en 1960 los imperialismos belga y norteamericano promovieron la secesión de esta rica región minera tras el triunfo del dirigente revolucionario Patrice Lumumba; durante los años 90 del siglo pasado, el imperialismo norteamericano y europeo –y sus cómplices entre la izquierda occidental– esgrimieron el derecho de autodeterminación en Yugoslavia para justificar las injerencias imperialistas y las bombas de la OTAN contra aquel país multinacional: la vergüenza de Kosovo –modelo que muchos independentistas catalanes anhelan para Cataluña–, que ha pasado a ser una región autónoma de Serbia a una semi-colonia de la OTAN después de contar miles de víctimas civiles –con un presidente acusado de traficar con órganos humanos, drogas y prostitución–, es la prueba más palpable de que las libertades nacionales son incompatibles con el imperialismo.
Lenin, Comorera y el PSUC histórico sabían perfectamente que el derecho de autodeterminación es un espectáculo de fuegos artificiales o, peor aún, un vehículo de mayor opresión nacional y contra los trabajadores si no se supedita lo particular –las reivindicaciones nacionales– a lo general –la lucha contra el imperialismo en la perspectiva de avanzar al socialismo–, y por ello rechazaban apoyar indiscriminadamente a todo movimiento democrático, como el de autodeterminación, cuando podían favorecer de alguna forma al imperialismo. Lenin lo explicó de esta manera: «Las distintas reivindicaciones de la democracia, incluyendo la de la autodeterminación, no son algo absoluto, sino una partícula de todo el movimiento democrático (hoy socialista) mundial. Puede suceder que, en un caso dado, una partícula se halle en contradicción con el todo; entonces hay que desecharla. Es posible que en un país el movimiento republicano no sea más que un instrumento de las intrigas clericales o financiero-monárquicas de otros países; entonces, nosotros no debemos apoyar ese movimiento concreto. (…) No hay ni puede haber una sola reivindicación parcial de la democracia que no engendre abusos si no se supedita lo particular a lo general; nosotros no estamos obligados a apoyar ni “cualquier” lucha por la independencia, ni “cualquier” movimiento republicano o anticlerical» (4).
Desmarcándose de esta tradición, la mayoría de la izquierda catalana –hoy nacionalista– considera progresista y favorable para Cataluña situar en estos momentos el “derecho a decidir” o de autodeterminación dentro del marco del imperialismo internacional, independientemente de que el poder real esté concentrado de forma absoluta en manos de las diferentes oligarquías, las multinacionales y los grandes bancos y corporaciones –formas que adopta el capital monopolista–, las instituciones como el Fondo Monetario Internacional, Wall Street, la OTAN, el Banco Central Europeo y otras muchas instituciones, públicas o clandestinas, cerradas al control de los trabajadores y la mayoría de la ciudadanía, que impone una disciplina de hierro a los Estados vasallos y dependientes como España, Portugal, Grecia o Italia entre otros. Y se trata del imperialismo real, ejercido por los poderes dominantes dentro de la Unión Europea, Estados Unidos y sus instituciones de la mundialización capitalista y de las guerras genocidas fuera de Europa –apoyadas por parte de la izquierda mal llamada “soberanista”–, no del imperialismo de pacotilla, decadente, segundón y hasta semicolonial que es hoy el español. Frente a esta política nacionalista, Comorera había planteado muchos años antes la tesis irrefutable de la incompatibilidad de la soberanía nacional bajo el dominio de los monopolios capitalistas: «La soberanía nacional y el capitalismo monopolista son incompatibles y su consecuencia lógica, la recuperación de la soberanía por la nación, supone la liquidación previa del capitalismo monopolista, es decir, como primera medida, la nacionalización de los monopolios» (5).
Afirmar que las libertades nacionales se pueden adquirir bajo el dominio imperialista, que saquea, oprime y extermina pueblos, –los últimos: Costa de Marfil, Libia, Siria y Palestina– por defender sus libertades nacionales, es erróneo políticamente y sólo lleva a un lavado de cara al imperialismo opresor de los pueblos. Como efecto secundario, se crea la falsa ilusión de que vivimos en un sistema democrático “puro” y neutral, que puede beneficiar a toda la ciudadanía por igual, alimentando las falsas ilusiones de muchos trabajadores de que dentro de la Unión Europea se va a solucionar la crisis y los problemas que les afectan. Pero cuando las instituciones imperialistas disfrutan de un poder absoluto y convierten a los gobiernos “democráticos” –incluso en la “civilizada” Europa– en simples funcionarios que deben aplicar sus órdenes –y cuando no las cumplen se perpetran golpes de Estado blandos, como en Italia y Grecia– resulta curioso suponer que estas mismas instituciones permitan ejercer un “derecho a decidir” real y auténtico que vaya más allá del formalismo de unas nuevas fronteras y de una nueva estrella en la bandera de una Unión Europea imperialista, en la que, por otra parte, se siente tan a gusto una buena parte de la izquierda de nuestro país.
Cataluña: ¿nuevo Estado capitalista en Europa?
Partiendo de la legitimidad que tienen los pueblos a ejercer su derecho de autodeterminación y del rechazo a toda forma de opresión o discriminación nacional, es preciso recordar que no existen derechos ni deberes en abstracto, desconectados de la realidad social y económica, que no tengan un carácter de clase. Es decir, tales derechos jamás pueden beneficiar simultáneamente –excepto en momentos puntuales de la historia– a los grupos o clases sociales que tienen intereses diferentes: las elites económicas constituidas por la gran burguesía y los trabajadores; los pequeños comerciantes y los dueños de las grandes superficies comerciales, o bien a los neoliberales que defienden los intereses privados con la izquierda que defiende el sector público universal.
La izquierda mayoritaria, reformista –que hasta el momento no tenía mayores pretensiones ideológicas que la teorización de un “capitalismo humanitario” quimérico, aunque sostenible y ecológico, ni mayores pretensiones políticas que tratar de frenar, a toro pasado, las sucesivas oleadas políticas de recortes y austeridad– así como otras organizaciones de extrema izquierda –por muy buena voluntad que tengan– han visto la ocasión de oro para arañarse unos votos entre ellas sumándose a un movimiento promovido, dirigido y hegemonizado por la burguesía y la oligarquía nacionalistas y reaccionarias, organizadas en Convergència i Unió (CiU) y sus organizaciones y asociaciones satélites, que disfrutan del respaldo absoluto de muchos medios de comunicación, públicos y privados, para construir su hegemonía reaccionaria sobre el pueblo de Cataluña. Se trata de una fuerza política –como el PP y en gran medida el PSOE– radicalmente pro-imperialista, pro-sionista, neoliberal y promotora de privatizaciones, recortes sociales, reformas laborales y guerras imperialistas genocidas. No sólo eso, sino que la izquierda parlamentaria vota a favor de propuestas de CiU, y casi toda la izquierda participa en manifestaciones y actos públicos promovidos por esta misma fuerza política apoyando su concepto de “derecho a decidir”. Muy poca memoria histórica tiene esta izquierda, así que recordemos la caracterización tan exacta que hizo Comorera de esta burguesía a la que hoy se considera tan democrática y digna de apoyo total: «La burguesía catalana no intentó ponerse más caretas y se pasó abiertamente al campo de la anti-España, de la anti-Cataluña. Fue una fuerza más de las clases y castas que han oprimido a los hombres y los pueblos hispánicos, que han hecho siempre de la opresión nacional uno de sus objetivos principales, históricos. Nuestra burguesía conspiró con los militares traidores, con los fascistas y los nazis contra la República y tomó parte activa en la sublevación del 18 de julio. La burguesía catalana ha sido y continua siendo una de las principales fuerzas del régimen franco-falangista» (6).
La izquierda nacionalista entiende que ahora es el momento de plantear estrategias comunes con la gran y pequeña burguesías secesionistas, lo cual puede acarrear efectos devastadores en la lucha de clases. Quizás todas las gesticulaciones en torno al “derecho a decidir” acaben reducidas a una teatralización que le permitan a la burguesía catalana mayor margen de maniobra frente a Madrid, como ha sucedido tantas veces. Pero de momento han tenido el efecto de desviar a un discreto segundo plano las políticas de austeridad, privatizaciones, recortes sociales, reformas laborales, y graves acusaciones de corrupción contra CiU que erosionaban a esta fuerza política. El debate se ha polarizado, de esta manera, en torno a la cuestión nacional, donde las propuestas estrellas de las diferentes organizaciones políticas se centran en el aspecto formal, el modelo de Estado –autonómico, federal, confederal o la secesión de Cataluña– pero, excepto por las opciones minoritarias de izquierdas, se habla poco del contenido real de ese Estado, que implica en definitiva asumir que el poder seguirá siendo ejercido por las mismas elites de siempre.
Con la apuesta nacionalista de buena parte de la izquierda catalana, continuidad natural de otros frentes establecidos con CiU por el nuevo Estatut de Cataluña o por el llamado pacto fiscal –que significa concederle el poder a la burguesía catalana sobre la totalidad de la riqueza pública generada por los trabajadores–, se le ha dado oxígeno a esta fuerza política a costa de erosionar gravemente la independencia política de las organizaciones de izquierda, de la clase obrera y los sectores populares catalanes, una estrategia –la priorización del “derecho a decidir” al lado de la gran burguesía– denunciada hace mucho por Lenin: «No hay una sola de estas reivindicaciones que no pudiera servir, y que no haya servido en ciertas circunstancias, de instrumento de engaño de los obreros por parte de la burguesía. Destacar en este sentido una de las reivindicaciones de la democracia política, o sea, la autodeterminación de las naciones, para contraponerla a las demás, es radicalmente falso desde el punto de vista teórico. En la práctica, el proletariado sólo puede conservar su independencia subordinando su lucha por todas las reivindicaciones democráticas, sin excluir la república, a su lucha revolucionaria por el derrocamiento de la burguesía» (7).
La cuestión nacional en Cataluña y en España ha cambiado sustancialmente a lo largo de la historia. Es evidente que no es la misma hoy que había bajo el franquismo –donde Cataluña y otros pueblos, incluyendo el español, venían de sufrir terribles opresiones nacionales, culturales y sociales– ni bajo la I o la II República, donde había espacios de libertades nacionales. Y es también evidente que las fuerzas que impulsan y dirigen hoy el movimiento nacional en Cataluña –las fuerzas reales, no las subalternas que van tras ellas– no tienen nada que ver con aquellas fuerzas que lo hacían 30, 50 o 80 años atrás. No estamos en los tiempos de la década de 1840, en los que se gritaba durante las insurrecciones obreras de Barcelona las consignas de «República catalana» y «Estado catalán» [8]. Tampoco estamos en la década de 1930, cuando, en palabras del historiador Pierre Vilar «el catalanismo era político y burgués. La catalanidad era sentimental, popular, cosa de campesinos, tenderos, artesanos, empleados, sacerdotes, maestros. Sus intérpretes fueron Macià y Companys» (9). Ni tampoco nos encontramos en 1936, cuando el PSUC disputó a la pequeña y mediana burguesía de Esquerra Republicana de Catalunya la dirección del movimiento nacional catalán desde una perspectiva proletaria. Pero la izquierda nacionalista parece haber olvidado la historia y con ella otro principio fundamental que vinculaba la cuestión nacional y la de clase: «En diferentes épocas salen a la palestra diferentes clases, y cada clase entiende a su manera la “cuestión nacional”. Por consiguiente, la “cuestión nacional” sirve en las distintas épocas a distintos intereses y adopta distintos matices según la clase que la promueve y la época en que se promueve.» (10)
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