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    "¿Cómo se socializan los futuros trabajadores asalariados?. Notas sobre la cultura obrera" - texto de Joaquim Sempere acerca de la pasividad de la juventud y los obreros de derechas - Interesante

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    pedrocasca
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    "¿Cómo se socializan los futuros trabajadores asalariados?. Notas sobre la cultura obrera" - texto de Joaquim Sempere acerca de la pasividad de la juventud y los obreros de derechas - Interesante Empty "¿Cómo se socializan los futuros trabajadores asalariados?. Notas sobre la cultura obrera" - texto de Joaquim Sempere acerca de la pasividad de la juventud y los obreros de derechas - Interesante

    Mensaje por pedrocasca Sáb Dic 29, 2012 6:31 pm

    ¿Cómo se socializan los futuros trabajadores asalariados?. Notas sobre la cultura obrera.

    texto de Joaquim Sempere publicado en el nº 93 de la revista Mientras tanto

    Tratar de saber cómo se socializan los jóvenes obreros hoy en una sociedad como la nuestra, y contrastarlo con lo que podamos saber del mismo fenómeno en otros períodos de las sociedades capitalistas desarrolladas, puede arrojar cierta luz sobre lo que pueda ocurrir en el próximo futuro.

    Una socialización bajo situaciones de clase muy diferenciadas

    En épocas de continuidad y estabilidad laborales —siempre, naturalmente, relativas—, y en las que el paro no alcanzaba las cifras tan altas de hoy, la socialización de los futuros obreros tenía lugar en unos marcos bastante definidos. Se aprendía un oficio, más a menudo como aprendiz en el propio taller o fábrica que en una escuela profesional. La perspectiva más habitual era ejercer este oficio a lo largo de toda o casi toda la vida laboral. El cambio técnico no era tan vertiginoso como ahora, de modo que la perspectiva de poder ejercer durante muchos años el oficio aprendido era realista. Este solo hecho contribuía a definir la personalidad del trabajador: el ser minero, enfermera, tornero, pescador, modista, mecánico, electricista, panadero u obrera textil marcaba la propia vida con una identidad que permitía obtener una dosis nada desdeñable de autoestima. El orgullo de dominar una especialidad, de ser capaz de desempeñar con competencia un trabajo complejo y de sentirse indispensable en el equipo de la empresa ayudaban a vivir. Ayudaban a sentirse una pieza relevante en el sistema social. Una parte de la conciencia obrera de clase hundía sus raíces en este orgullo profesional. Trabajar para ganarse la vida ocupaba una parte cuantitativamente importante del tiempo vivido, y además tenía un sentido evidente para el sostenimiento tanto de la vida individual y familiar como de la sociedad en su conjunto. La percepción de este conjunto de significados del trabajo había de servir forzosamente para atribuir un valor muy alto al papel del trabajo productivo remunerado en la formación de la identidad, tanto individual como colectiva, de clase.

    Ahora bien, es de sobras sabido que el capitalismo se mueve según ciclos de expansión y contracción que llevan a la crisis y al paro. También es sabido que el capitalismo nunca puede absorber la totalidad de la fuerza de trabajo disponible, y que siempre requiere un ejército de reserva de parados. Además, la innovación técnica —que no ha cesado de acelerarse en el último siglo y medio— introduce un factor de inestabilidad en el empleo. Y como la fuerza de trabajo es tratada como un factor de producción y no como una característica de personas humanas (que, para decirlo con Kant, merecen ser tratadas como «fines en sí mismas» y nunca sólo como medios), las discontinuidades e inestabilidades cíclicas y las mutaciones técnicas hacen que el esquema anterior no pueda considerarse como una descripción válida para la generalidad de los casos. No obstante, y pese a esta importante matización, el horizonte cultural en que se formaron muchas generaciones de obreros industriales era el de la mencionada continuidad y estabilidad.

    Las crisis y el desempleo se vivían como interrupciones traumáticas dentro de ese horizonte

    Incluso en estos casos de inestabilidad, el estilo de vida y el nivel adquisitivo de los trabajadores asalariados eran muy distintos de los de las clases privilegiadas: alta y media burguesía, restos de la aristocracia, etc. La idea de Carlyle de las «dos naciones» que coexistían en el mismo territorio británico, la nación de los ricos y la de los pobres, era una experiencia al alcance de todos, los de arriba y los de abajo. Todo, desde la dieta y la indumentaria hasta el lenguaje, separaban ambos mundos. A menudo se daba una clara segregación residencial que acentuaba la experiencia de «ser diferente» y favorecía relaciones comunitarias en el seno de la clase obrera. Hasta el logro de la escuela única, los hijos e hijas de trabajadores escolarizados acudían a escuelas segregadas. A la conciencia de clase de los trabajadores se contraponía una simétrica conciencia de clase de los de arriba. La posibilidad de un desclasamiento hacia la cumbre quedaba prácticamente fuera del alcance de cualquier obrero, de tal modo que las «preferencias adaptativas» de los trabajadores manuales asalariados los llevaban a socializarse dentro de la propia clase, reforzando así la cohesión de la misma. Sabían que su destino casi seguro era permanecer en la clase social en la cual habían nacido. Para sobrevivir espiritualmente en una situación semejante, un mecanismo eficaz era afianzarse en el orgullo de clase como medio para lograr la autoestima que se requiere en la vida.

    La autoestima de clase

    El orgullo de clase puede apelar a varios rasgos propios de la condición obrera. Uno de ellos es el hecho de ser «la base de la sociedad»: sin el concurso del trabajo manual no puede subsistir una nación. Los movimientos obreristas percibieron desde el principio una debilidad de este punto de vista: parecía subestimar la importancia del saber técnico en la producción. Por eso trataron de atraer a su terreno a los ingenieros, técnicos y profesionales. Esas tentativas, en general, tuvieron poco éxito, pero en la cultura política del movimiento obrero siempre se ha valorado el saber (y no sólo el técnico) y la promoción intelectual, empezando por la escolar. Esta tradición contrasta fuertemente con el desprecio que la «cultura de masas» exhibe hacia cualquier forma de cultivo de la inteligencia. Otro de los rasgos, reales o supuestos, de la condición obrera era su tendencia a la cooperación y la solidaridad. Si el burgués era visto como un ser esencialmente individualista que compite en el mercado para promocionar sus intereses particulares, al obrero se le atribuía la necesidad de unirse a sus compañeros de clase —en la empresa y más allá de ella— para poder hacer frente a la abrumadora superioridad socioeconómica del patrono. La unión hace la fuerza: parecería que la solidaridad de clase es un requisito estructural de la conducta obrera en sus intentos para mejorar sus condiciones de vida y de trabajo. No se puede dar por descontado que las cosas ocurran así, y es cierto que muchas veces la competencia entre los propios obreros, las divisiones inducidas por los empresarios, las diferencias y hasta la hostilidad entre trabajadores por razones de sexo o de etnia contribuyen a romper el frente unido de los asalariados en su lucha contra los empleadores. Pero también es cierto que la necesidad de unirse para luchar con éxito generó, sobre la base de experiencias reales y a veces heroicas, un sistema de valores basado en las ideas de solidaridad, cooperación e interés colectivo que pasaron a constituir el contenido moral de una cultura obrera.

    Cultura obrera

    Esta cultura obrera vino a reforzarse por varias influencias. Una era la crítica del individualismo insolidario atribuido a la burguesía (pero también a la pequeña burguesía, al campesinado y a otros sectores sociales), que conducía a percibir la lucha de clases entre burguesía y proletariado como algo más que una lucha de intereses. Se podía percibir como una auténtica contienda por la moralización de la sociedad. Esta percepción inyectó a los esfuerzos de los trabajadores unas dosis de energía moral que resultaban útiles y hasta imprescindibles en unos combates duros, a veces durísimos, en que los protagonistas se exponían a graves peligros, desde el despido o la cárcel hasta amenazas a su integridad física, incluso la muerte.

    Otra influencia que reforzó esa cultura obrera fue la de los idearios obreristas, socialismo, anarquismo, comunismo, y la del sindicalismo, que añadieron a la mencionada sensación de superioridad moral, la idea de estar luchando por un modelo superior, más justo, armonioso y pacífico, de sociedad. Lo cual, a su vez, reforzaba la sensación de superioridad moral. Sería interesante estudiar cómo funcionaron en la realidad todos estos intereses y valores entrecruzados. El sociólogo británico Paul Willis estudió en el decenio de 1970 un colectivo de alumnos (varones) de secundaria de una escuela situada en un barrio industrial.[i]

    Se trataba de un grupo no integrado en la cultura escolar ni en su dinámica. Willis observa que esos muchachos no ven con ningún interés las actividades escolares. Están en una edad en que ya podrían trabajar, y preferirían hacerlo porque tienen prisa por ganarse un salario, adquirir la independencia que dan unos ingresos y acceder a la edad adulta. Su referencia es la «cultura de fábrica» de sus padres obreros y demás adultos del entorno, y rechazan la enseñanza escolar como inútil y carente de interés. Dan más valor al trabajo manual —que asocian con la «vida real», con hacer cosas realmente útiles— que al trabajo intelectual de profesores y oficinistas. Su rechazo de la escuela se traduce en gamberrismo, absentismo de las aulas y un estilo de rebeldía generalizado en asuntos que van desde la indisciplina, un atuendo no convencional y el fumar y beber cerveza, hasta un determinado estilo machista de tratar a las muchachas. Tienen una solidaridad de grupo frente a los profesores y a los «empollones» (también hijos de obreros, pero ganados a la cultura escolar). Valoran el trabajo manual, rudo y viril. La mirada del sociólogo no es complaciente: observa en concreto como se construye en una sociedad con hegemonía burguesa una subcultura de clase con contenidos muy variados. La solidaridad vivida es una solidaridad grupal, no universal ni de clase. La condición obrera se asocia a la producción de «cosas reales y útiles», pero también a rudeza, fuerza física y desprecio del pensamiento. La búsqueda de identidad personal y autoestima recurre al machismo y al racismo.

    Desde la izquierda seguramente se ha idealizado la cultura obrera, olvidando que en la cruda realidad contiene muchos elementos indeseables, como los mencionados. Si muchos votantes del PC francés pasaron a votar Le Pen es porque su educación política comunista dejaba mucho que desear y contenía una amalgama contradictoria de valores que no les permitió resistir a las presiones xenófobas cuando aumentó el número de inmigrantes en el país. El grueso de las clases trabajadores de los países industrializados sin duda no responde a los estereotipos idealizadores de esa visión. Pero es seguro que aquella «cultura obrera» ideal, con sus dimensiones morales y políticas, tuvo un destacado efecto educativo y civilizador para millones y millones de personas, incluso para muchas que no compartieron las ideas sindicalistas, socialistas, anarquistas o comunistas.

    Un nuevo panorama

    En los últimos 20 años el panorama de la clase obrera ha cambiado mucho. La expectativa de un itinerario vital marcado por el aprendizaje de un oficio y por la continuidad en el trabajo (a veces hasta en la misma empresa, o por lo menos en el mismo ramo) se ha vuelto irreal para la inmensa mayoría de los jóvenes hijos e hijas de obreros. Las perspectivas que a éstos se ofrecen se pueden clasificar en tres grandes categorías. La primera es la de trabajos ocasionales, precarios, descalificados y mal pagados, en los que coinciden con jóvenes de otros orígenes sociales. La segunda es un itinerario escolar de bachillerato y universidad, con una probabilidad muy baja de acceder a los niveles más altos (licenciaturas, ingenierías, doctorados, etc.) y bastantes dificultades para encontrar trabajos a la altura de los títulos. La tercera es el acceso a un puesto de trabajo manual o subalterno en condiciones contractuales relativamente buenas y estables y con una perspectiva de continuidad, ya sea después de haber cursado formación profesional o directamente a la salida de la escuela obligatoria. Este tercer itinerario, que es el más parecido al tradicional, está hoy al alcance de muy poca gente debido a la crisis industrial y a la ofensiva exitosa del empresariado contra los derechos de los trabajadores, que supone una reducción de los puestos de trabajo disponibles en las empresas y un empeoramiento de las condiciones contractuales. A veces los jóvenes que siguen este itinerario se benefician de acuerdos informales entre sus padres y los patronos que los emplean: algunos puestos de trabajo «se heredan» (lo cual está ligado a veces con relaciones clientelares de las empresas con los sindicatos). La crisis industrial comporta «exteriorización» de actividades hacia empresas subsidiarias, con la correspondiente pérdida de puestos de trabajo estables. La desindustrialización se acompaña de expansión de los servicios, como el turismo y la hostelería, donde predominan de manera clara los empleos precarios y de temporada.

    El destino laboral de los hijos e hijas de obreros que van a estudios superiores es incierto y muy variado. Estos jóvenes se orientan de tal manera que su desclasamiento es casi inevitable. Los jóvenes de la tercera categoría, esto es, los que engrosan las filas de la clase obrera propiamente dicha de corte tradicional suelen alcanzar pronto unos niveles adquisitivos altos: son seducidos por una prosperidad que, pese a sus trampas (como el precio de la vivienda, por poner un solo ejemplo de peso), influye sin la menor duda en su manera de ver el mundo. Comparándose con las generaciones de sus mayores, saben que han accedido a privilegios inauditos. Su experiencia en la lucha de clases, sindical o no, suele ser escasa o nula debido a la situación de acoso en que está la clase obrera y la impotencia o deserción de los sindicatos.

    La socialización de los jóvenes obreros ya no se hace, salvo raras excepciones, en el lugar de trabajo ni a través de la práctica laboral o de lucha. Las empresas han adoptado un modelo de contratación de sus empleados basado en la diversidad de las condiciones contractuales, lo cual impide o dificulta que la gente se ponga de acuerdo para luchar por mejoras salariales u otras.

    Así no es nada fácil lograr ninguna cohesión grupal ni percibir la existencia de intereses comunes.

    Falta de referentes ideales y morales

    El hundimiento de los proyectos alternativos de signo comunista (y antes anarquista) y el empobrecimiento de los planteamientos socialistas o socialdemócratas hurtan a las jóvenes generaciones de trabajadores todo agarradero ideológico desde al cual construirse una identidad de clase. Ya no queda prácticamente nada de las culturas obreristas de otros tiempos, salvo en pequeños reductos. Tienden, pues, a perderse los valores y los signos diferenciadores de la clase obrera, de modo que adquieren un peso muy importante los elementos culturales inducidos y propagados por unos medios de difusión de masas manipulados por una mezcla de grandes empresarios de los medios y periodistas y líderes de opinión muy impregnados de la cultura hegemónica neoliberal.

    Los jóvenes de clase obrera maduran en medio de este magma sin referentes, expuestos a la influencia omnipresente de una infracultura de masas (¿o para las masas?) que ensalza la adquisición de bienes y su consumo como la más alta realización humana, que desvía la atención de lo público hacia una morbosa exhibición pública de los pormenores más triviales o más escandalosos de la vida particular de unos cuantos personajes insubstanciales. Vivimos una monumental tentativa de despolitizar la vida pública, de expropiar a la población de su ciudadanía efectiva y convertirla en una masa amorfa fácilmente manipulable.

    Si el taller, la fábrica o el lugar de trabajo en general han perdido su potencial socializador de las nuevas generaciones de obreros, ¿dónde y cómo se socializan éstos? Nos faltan estudios que respondan a esta pregunta, pero se pueden aventurar algunas hipótesis. Por de pronto, la escuela conserva su papel socializador, pero aumentado, debido al alargamiento de la escolarización. Hoy la escuela no ocupa dos ni tres ni cinco años de la vida de una persona, sino muchos más. La enseñanza obligatoria en España supone 10 años de escolarización. Muchos empiezan en preescolar y terminan en algún módulo profesional, en el bachillerato o en la universidad, y aun muchos prolongan su estancia en los niveles postobligatorios porque compaginan estudio y trabajo. El promedio de años de escolarización estará, pues, bastante por encima de los 10. Si tenemos en cuenta que a lo largo de la vida mucha gente vuelve a apuntarse a cursos de reciclaje profesional, ampliaciones de estudios, postgrados y maestrías, etc., y que la jubilación a veces se anticipa, la proporción entre años de estudio y años de trabajo está llegando a ser del orden de 1:3 o de 1:4. El cambio respecto al pasado es espectacular, y las modalidades de socialización de la juventud trabajadora tienen que estudiarse a la luz de estos datos.

    Cómo y dónde se forman los grupos de iguales

    Los grupos de iguales cumplen una función socializadora esencial. Su base es el centro de estudio, el barrio, el lugar de trabajo (aunque sea ocasional) y el lugar de entretenimiento. Seguramente es alarmista la opinión —muy difundida— de que la televisión y el ordenador aíslan a los jóvenes y refuerzan la atomización individualista de la sociedad. Más bien parece que, desde la adolescencia hasta el momento de casarse o aparearse, los jóvenes tienen una vida de relación bastante intensa, que no siempre se trunca con el apareamiento, sobre todo si no hay hijos. No se olvide, además, que la edad de casarse se retrasa mucho, así como la de tener hijos. Los teléfonos móviles están representando una especie de consolidación y potenciación de esta vida de comunidad entre los jóvenes. Los móviles permiten, en efecto, una comunicación casi ininterrumpida, que vence la distancia física y que mantiene el grupo de amigos en un intenso proceso incesante de intercambio.

    Es difícil prever los resultados de esta peculiar forma de socialización al margen de la experiencia laboral y de lucha en el lugar de trabajo. La gente se reúne y convive por afinidades electivas que, aunque se puedan haber originado en un lugar de trabajo o de estudio, tienen poco que ver con el trabajo o con actividades sociales y políticas. En estos núcleos comunitarios ¿qué valores, qué mentalidades se desarrollan? Hay síntomas de desarrollo de virtudes solidarias en el interior de esos núcleos, pero ¿qué alcance puede tener dicha solidaridad? ¿va más allá del pequeño grupo? El protagonismo juvenil en nuevos movimientos sociales, como los de resistencia a la globalización capitalista, hace pensar que la vertiente sociopolítica de esa solidaridad, que ya no puede expresarse en la esfera laboral, halla salida en estos movimientos. Pero se oye a menudo en algunos movimientos más estables —como los movimientos vecinales y los ecologistas— la queja de que los jóvenes no son constantes en las tareas cotidianas de carácter voluntario y que no se puede contar con ellos para un trabajo regular.

    La conciencia social o cultura de clase como reelaboración

    Muchos jóvenes reelaboran a su manera su propia conciencia social con los elementos de su experiencia social fragmentada. Las subculturas juveniles contienen muchos elementos simbólicos que van en esta línea. Los chicos y chicas de los barrios populares, donde abundan las personas en situación de paro de larga duración, o de marginación, o las mujeres solas con hijos, o los pensionistas con pensiones de miseria, etc. no son ciegos a este entorno. Su estética vestimentaria y sus aficiones musicales son respuestas expresivas a esa realidad. Otros sectores de jóvenes de medios menos desestructurados adoptan otras formas de aspecto menos agresivo, pero que responde también a una afirmación identitaria que es como un residuo de conciencia de clase.

    El calificativo «pijo» para designar a los niños-bien, formales, acomodados, presuntuosos, etc. alude a la contrafigura social frente a la cual se autodefinen. La práctica de los okupas tiene también un fuerte componente expresivo y comunitario: sirve para manifestar un rechazo rupturista, sin compromisos, hacia un orden establecido que perciben como injusto y peligroso por su capacidad para neutralizar la discrepancia. Estas modalidades culturales expresivas no corresponden a posiciones claras de clase obrera, pero indican la existencia de una cultura popular, al menos juvenil, en la que pueden reconocerse muy amplios sectores del proletariado en su vasta heterogeneidad, junto con hijos de la pequeña burguesía y de clases medias profesionales. Tal vez esta cultura sea un interesante germen de unidad interclasista que puede en el futuro desempeñar algún papel en la formación de una identidad colectiva nueva de personas insatisfechas con el sistema social.

    La trampa de la meritocracia

    Pero contra la consolidación de esta identidad colectiva nueva juegan poderosos factores. Uno muy importante es la ideología de la igualdad de oportunidades, con la promesa de promoción que encierra. La enseñanza obligatoria y universal, indudable conquista democrática, ha tenido un efecto perverso no deseado ni previsto: ha contribuido a difundir la promesa de que cualquiera, gracias a la escuela, puede alcanzar cualquier puesto de trabajo, cualquier estatus y cualquier dignidad o valor social que desee. Esta promesa ha resultado creíble en la medida misma en que la cultura obrera diferenciada tradicional entraba en crisis, y la juventud obrera no hallaba ante sí ningún sistema propio de valores y expectativas capaz de oponerse al sistema de los valores individualistas y adquisitivos del capitalismo. La ideología del fin de las ideologías se completa con una ideología implícita del «fin de las clases», según la cual la (supuestamente) igual oferta escolar para todos abre la puerta a un sistema meritocrático. Ya no habría clases, sino —como ha defendido cierta sociología funcionalista— sólo una asignación de puestos y funciones en la sociedad derivada de la inteligencia, esfuerzo y otros méritos de cada persona. Si lo único que vale es la riqueza, el poder y el éxito individual, los jóvenes se verán fuertemente tentados a emprender una carrera meritocrática hacia la cumbre. Adiós a la promoción colectiva. Se acabó la unión de los explotados y oprimidos encaminada a mejorar todos juntos. El orgullo de clase y la conciencia de clase desaparecen. Desaparece el ideal de igualdad.

    Muchos adolescentes y jóvenes de familia obrera declaran que no desean que desaparezcan las desigualdades: lo que quieren es que persista la posibilidad de hacerse ricos, porque ésta es su aspiración en la vida. Triunfa la ilusión de la lotería de la vida con el desclasamiento como objetivo.

    Hacia una nueva cultura de la emancipación

    La fuerza de atracción de la riqueza, el consumo, la comodidad y el simbolismo asociado a ellos no ha encontrado resistencias. O sólo las ha encontrado en sectores muy minoritarios. Y cuando las ha encontrado ha sido más a partir de un ideario ecologista que de un ideario obrerista. El fracaso del experimento soviético y otros de signo colectivista ha contribuido a la incapacidad para oponer un modelo alternativo al hoy dominante. Pero hay que decir también que el movimiento obrero no desarrolló, en sus momentos de mayor influencia, ninguna alternativa cultural real.[ii]

    Se acunó en la perspectiva de generalizar la abundancia. A principios del decenio de 1960, el dirigente soviético Jruschov anunció que en 20 años la economía soviética habría sobrepasado a la de Estados Unidos, dando por supuesto que ambas economías eran substancialmente iguales. Al perder el sistema soviético la carrera competitiva con el norteamericano, dejó tras de sí un inmenso vacío espiritual.

    En nuestro país el trabajo manual está muy desprestigiado. Los jóvenes prefieren la vía del bachillerato y el acceso a la universidad que la formación profesional. Las tareas manuales y, en general, menos calificadas, quedan así cada vez más en manos de inmigrantes extracomunitarios, mientras los autóctonos se lanzan a una carrera desesperada por títulos que, por su misma sobreabundancia, se desvalorizan en el mercado de la fuerza de trabajo. De ahí también que la escuela no sea vivida por los jóvenes como un espacio donde se juega una batalla político-ideológica, sino como un espacio donde simplemente se tejen relaciones humanas tal vez importantes para la vida de cada uno, pero meramente casuales.

    Las culturas de las comunidades humanas no son nunca espontáneas. No brotan de manera natural de las condiciones de vida y trabajo de las gentes, sino que son reelaboraciones y, como tales, pueden adoptar significados (morales, políticos…) muy distintos. Ciertas formas de conciencia obrera de clase carecen de los elementos culturales que definen una cultura como democrática, universalista y solidaria. Por esto, cuando comparamos las formas de la conciencia obrera de hace unos cuantos decenios con las de ahora, nunca debemos olvidar que lo importante no son los valores que asume. No sirve de nada lamentarse de que el «sujeto revolucionario» no es lo que era, o de que «ha desaparecido»: se trata de construir una cultura de la emancipación adecuada a las nuevas circunstancias históricas. La cultura de la emancipación del próximo futuro no podrá ser como las anteriores, pero no tendría sentido creer que debemos empezar desde cero. Habrá que recuperar de las tradiciones anteriores los elementos que sirven –que no son pocos—para integrarlos en un proyecto en el que se puedan reconocer los jóvenes de las clases populares de hoy, con sus problemas específicos y sus experiencias propias.

    NOTAS:

    [i] Paul Willis, Aprendiendo a trabajar, Akal, Madrid, 1977.

    [ii] La única que conozco procede del anarquismo, que desarrolló valores de simplicidad y austeridad y de armonía entre hombre y naturaleza. El naturismo y el vegetarianismo fueron expresiones de estos valores. En Cataluña, durante el primer tercio del siglo XX se desarrolló una interesante contracultura libertaria que preconizaba un sistema de necesidades más «naturales» y que se encarnó en un conjunto de instituciones propias (revistas, editoriales, bibliotecas, centros sociales, centros de salud, restaurantes vegetarianos, excursiones al campo, fiestas de la primavera, medicina naturista, etc...)


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    Mensaje por Ashandarei Sáb Dic 29, 2012 8:57 pm

    Muy buen aporte, muy interesante y creo que ver que, en la sociedad actual el antiguo sentimiento obrero ya no aparece en los jóvenes que se debe "elaborar" una forma de hacerles tener conciencia de clase nueva. Me gustó también cuando incluso habla de que muchos obreros quieren la desigualdad precisamente para llegar a la cima, y de cómo ha desaparecido esa cohesión entre los explotados.

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