"Todo Calibán"
libro de Roberto Fernández Retamar
año 2004 - publicado por CLACSO (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
Son 155 páginas de buen formato pdf que se pueden descargar desde el link:
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Fragmento del libro: Un periodista europeo, de izquierda por más señas, me ha preguntado hace unos días: “¿Existe una cultura latinoamericana?”. Conversábamos, como es natural, sobre la reciente polémica en torno a Cuba, que acabó por enfrentar, por una parte, a algunos intelectuales burgueses europeos (o aspirantes a serlo), con visible nostalgia colonialista; y por otra, a la plana mayor de los escritores y artistas latinoamericanos que rechazan las formas abiertas o veladas de coloniaje cultural y político. La pregunta me pareció revelar una de las raíces de la polémica, y podría enunciarse también de esta otra manera: “¿Existen ustedes?”. Pues poner en duda nuestra cultura es poner en duda nuestra propia existencia, nuestra realidad humana misma, y por tanto estar dispuestos a tomar partido en favor de nuestra irremediable condición colonial, ya que se sospecha que no seríamos sino eco desfigurado de lo que sucede en otra parte. Esa otra parte son, por supuesto, las metrópolis, los centros colonizadores, cuyas “derechas” nos esquilmaron, y cuyas supuestas “izquierdas ” han pretendido y pretenden orientarnos con piadosa solicitud. Ambas cosas, con el auxilio de intermediarios locales de variado pelaje.
Si bien este hecho, de alguna manera, es padecido por todos los países que emergen del colonialismo —esos países nuestros a los que esforzados intelectuales metropolitanos han llamado torpe y sucesivamente barbarie, pueblos de color, países subdesarrollados, Tercer Mundo—, creo que el fenómeno alcanza una crudeza singular al tratarse de la que Martí llamó “nuestra América mestiza”. Aunque puede fácilmente defenderse la indiscutible tesis de que todo hombre es un mestizo, e incluso toda cultura; aunque esto parece especialmente válido para el caso de las colonias, sin embargo, tanto en el aspecto étnico como en el cultural es evidente que los países capitalistas alcanzaron hace tiempo una relativa homogeneidad en este orden. Casi ante nuestros ojos se han realizado algunos reajustes: la población blanca de los Estados Unidos (diversa, pero de común origen europeo) exterminó a la población aborigen y echó a un lado a la población negra, para darse por encima de divergencias esa homogeneidad, ofreciendo así el modelo coherente que sus discípulos los nazis pretendieron aplicar incluso a otros conglomerados europeos, pecado imperdonable que llevó a algunos burgueses a estigmatizar en Hitler lo que aplaudían como sana diversión dominical en westerns y películas de Tarzán. Esos filmes proponían al mundo —incluso a quienes estamos emparentados con esas comunidades agredidas y nos regocijábamos con la evocación de nuestro exterminio— el monstruoso criterio racial que acompaña a los Estados Unidos desde su arrancada hasta el genocidio en Indochina. Menos a la vista el proceso (y quizá, en algunos casos, menos cruel), los otros países capitalistas también se han dado una relativa homogeneidad racial y cultural, por encima de divergencias internas.
Tampoco puede establecerse un acercamiento necesario entre mestizaje y mundo colonial. Este último es sumamente complejo1, a pesar de básicas afinidades estructurales, y ha incluido países de culturas definidas y milenarias, algunos de los cuales padecieron o padecen la ocupación directa —la India, Vietnam— y otros la indirecta —China—; países de ricas culturas, menos homogéneos políticamente, y que han sufrido formas muy diversas de colonialismo —el mundo árabe—; países, en fin, cuyas osamentas fueron salvajemente desarticuladas por la espantosa acción de los europeos —pueblos del África negra—, a pesar de lo cual conservan también cierta homogeneidad étnica y cultural: hecho este último, por cierto, que los colonialistas trataron de negar criminal y vanamente. Aunque en estos pueblos, en grado mayor o menor, hay mestizaje, es siempre accidental, siempre al margen de su línea central de desarrollo.
Pero existe en el mundo colonial, en el planeta, un caso especial: una vasta zona para la cual el mestizaje no es el accidente, sino la esencia, la línea central: nosotros, “nuestra América mestiza”. Martí, que tan admirablemente conocía el idioma, empleó este adjetivo preciso como una señal distintiva de nuestra cultura, una cultura de descendientes de aborígenes, de europeos, de africanos, —étnica y culturalmente hablando. En su “Carta de Jamaica” (1815), el Libertador Simón Bolívar había proclamado: “Nosotros somos un pequeño género humano: poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias”; y en su mensaje al Congreso de Angostura (1819) añadió:
Tengamos en cuenta que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte, que más bien es un compuesto de África y de América que una emancipación de Europa, pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado; el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza, trae un reato de la mayor trascendencia.
Ya en este siglo, en un libro confuso como suyo, pero lleno de intuiciones (La raza cósmica, 1925), el mexicano José Vasconcelos señaló que en la América Latina se estaba forjando una nueva raza, “hecha con el tesoro de todas las anteriores, la raza final, la raza cósmica”2.
Este hecho está en la raíz de incontables malentendidos. A un euronorteamericano podrán entusiasmarlo, dejarlo indiferente o deprimirlo las culturas china o vietnamita o coreana o árabe o africana, pero no se le ocurriría confundir a un chino con un noruego, ni a un bantú con un italiano; ni se le ocurriría preguntarles si existen. Y en cambio, a veces a algunos latinoamericanos se los toma como aprendices, como borradores o como desvaídas copias de europeos, incluyendo entre estos a los blancos de lo que Martí llamó “la América europea”, así como a nuestra cultura toda se la toma como un aprendizaje, un borrador o una copia de la cultura burguesa europea (“una emanación de Europa”, como decía Bolívar): este último error es más frecuente que el primero, ya que confundir a un cubano con un inglés o a un guatemalteco con un alemán suele estar estorbado por ciertas tenacidades étnicas; parece que los rioplatenses andan en esto menos diferenciados étnica aunque no culturalmente. Y es que en la raíz misma está la confusión, porque descendientes de numerosas comunidades indígenas, europeas, africanas, asiáticas, tenemos, para entendernos, unas pocas lenguas: las de los colonizadores.
Mientras otros coloniales o excoloniales, en medio de metropolitanos, se ponen a hablar entre sí en sus lenguas, nosotros, los latinoamericanos y caribeños, seguimos con nuestros idiomas de colonizadores. Son las linguas francas capaces de ir más allá de las fronteras que no logran atravesar las lenguas aborígenes ni los créoles. Ahora mismo, que estoy discutiendo con estos colonizadores, ¿de qué otra manera puedo hacerlo, sino en una de sus lenguas, que es ya también nuestra lengua, y con tantos de sus instrumentos conceptuales, que también son ya nuestros instrumentos conceptuales? No es otro el grito extraordinario que leímos en una obra del que acaso sea el más extraordinario escritor de ficción que haya existido. En La tempestad, la obra última (en su integridad) de William Shakespeare, el deforme Caliban, a quien Próspero robara su isla, esclavizara y enseñara el lenguaje, lo increpa: “Me enseñaron su lengua, y de ello obtuve/ El saber maldecir. ¡La roja plaga/ Caiga en ustedes, por esa enseñanza!”. (“You taught me language, and my profit on’t/ Is, I know to curse. The red plague rid you/ For learning me your language!”) (La tempestad, acto I, escena 2.)
libro de Roberto Fernández Retamar
año 2004 - publicado por CLACSO (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
Son 155 páginas de buen formato pdf que se pueden descargar desde el link:
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Fragmento del libro: Un periodista europeo, de izquierda por más señas, me ha preguntado hace unos días: “¿Existe una cultura latinoamericana?”. Conversábamos, como es natural, sobre la reciente polémica en torno a Cuba, que acabó por enfrentar, por una parte, a algunos intelectuales burgueses europeos (o aspirantes a serlo), con visible nostalgia colonialista; y por otra, a la plana mayor de los escritores y artistas latinoamericanos que rechazan las formas abiertas o veladas de coloniaje cultural y político. La pregunta me pareció revelar una de las raíces de la polémica, y podría enunciarse también de esta otra manera: “¿Existen ustedes?”. Pues poner en duda nuestra cultura es poner en duda nuestra propia existencia, nuestra realidad humana misma, y por tanto estar dispuestos a tomar partido en favor de nuestra irremediable condición colonial, ya que se sospecha que no seríamos sino eco desfigurado de lo que sucede en otra parte. Esa otra parte son, por supuesto, las metrópolis, los centros colonizadores, cuyas “derechas” nos esquilmaron, y cuyas supuestas “izquierdas ” han pretendido y pretenden orientarnos con piadosa solicitud. Ambas cosas, con el auxilio de intermediarios locales de variado pelaje.
Si bien este hecho, de alguna manera, es padecido por todos los países que emergen del colonialismo —esos países nuestros a los que esforzados intelectuales metropolitanos han llamado torpe y sucesivamente barbarie, pueblos de color, países subdesarrollados, Tercer Mundo—, creo que el fenómeno alcanza una crudeza singular al tratarse de la que Martí llamó “nuestra América mestiza”. Aunque puede fácilmente defenderse la indiscutible tesis de que todo hombre es un mestizo, e incluso toda cultura; aunque esto parece especialmente válido para el caso de las colonias, sin embargo, tanto en el aspecto étnico como en el cultural es evidente que los países capitalistas alcanzaron hace tiempo una relativa homogeneidad en este orden. Casi ante nuestros ojos se han realizado algunos reajustes: la población blanca de los Estados Unidos (diversa, pero de común origen europeo) exterminó a la población aborigen y echó a un lado a la población negra, para darse por encima de divergencias esa homogeneidad, ofreciendo así el modelo coherente que sus discípulos los nazis pretendieron aplicar incluso a otros conglomerados europeos, pecado imperdonable que llevó a algunos burgueses a estigmatizar en Hitler lo que aplaudían como sana diversión dominical en westerns y películas de Tarzán. Esos filmes proponían al mundo —incluso a quienes estamos emparentados con esas comunidades agredidas y nos regocijábamos con la evocación de nuestro exterminio— el monstruoso criterio racial que acompaña a los Estados Unidos desde su arrancada hasta el genocidio en Indochina. Menos a la vista el proceso (y quizá, en algunos casos, menos cruel), los otros países capitalistas también se han dado una relativa homogeneidad racial y cultural, por encima de divergencias internas.
Tampoco puede establecerse un acercamiento necesario entre mestizaje y mundo colonial. Este último es sumamente complejo1, a pesar de básicas afinidades estructurales, y ha incluido países de culturas definidas y milenarias, algunos de los cuales padecieron o padecen la ocupación directa —la India, Vietnam— y otros la indirecta —China—; países de ricas culturas, menos homogéneos políticamente, y que han sufrido formas muy diversas de colonialismo —el mundo árabe—; países, en fin, cuyas osamentas fueron salvajemente desarticuladas por la espantosa acción de los europeos —pueblos del África negra—, a pesar de lo cual conservan también cierta homogeneidad étnica y cultural: hecho este último, por cierto, que los colonialistas trataron de negar criminal y vanamente. Aunque en estos pueblos, en grado mayor o menor, hay mestizaje, es siempre accidental, siempre al margen de su línea central de desarrollo.
Pero existe en el mundo colonial, en el planeta, un caso especial: una vasta zona para la cual el mestizaje no es el accidente, sino la esencia, la línea central: nosotros, “nuestra América mestiza”. Martí, que tan admirablemente conocía el idioma, empleó este adjetivo preciso como una señal distintiva de nuestra cultura, una cultura de descendientes de aborígenes, de europeos, de africanos, —étnica y culturalmente hablando. En su “Carta de Jamaica” (1815), el Libertador Simón Bolívar había proclamado: “Nosotros somos un pequeño género humano: poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias”; y en su mensaje al Congreso de Angostura (1819) añadió:
Tengamos en cuenta que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte, que más bien es un compuesto de África y de América que una emancipación de Europa, pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado; el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza, trae un reato de la mayor trascendencia.
Ya en este siglo, en un libro confuso como suyo, pero lleno de intuiciones (La raza cósmica, 1925), el mexicano José Vasconcelos señaló que en la América Latina se estaba forjando una nueva raza, “hecha con el tesoro de todas las anteriores, la raza final, la raza cósmica”2.
Este hecho está en la raíz de incontables malentendidos. A un euronorteamericano podrán entusiasmarlo, dejarlo indiferente o deprimirlo las culturas china o vietnamita o coreana o árabe o africana, pero no se le ocurriría confundir a un chino con un noruego, ni a un bantú con un italiano; ni se le ocurriría preguntarles si existen. Y en cambio, a veces a algunos latinoamericanos se los toma como aprendices, como borradores o como desvaídas copias de europeos, incluyendo entre estos a los blancos de lo que Martí llamó “la América europea”, así como a nuestra cultura toda se la toma como un aprendizaje, un borrador o una copia de la cultura burguesa europea (“una emanación de Europa”, como decía Bolívar): este último error es más frecuente que el primero, ya que confundir a un cubano con un inglés o a un guatemalteco con un alemán suele estar estorbado por ciertas tenacidades étnicas; parece que los rioplatenses andan en esto menos diferenciados étnica aunque no culturalmente. Y es que en la raíz misma está la confusión, porque descendientes de numerosas comunidades indígenas, europeas, africanas, asiáticas, tenemos, para entendernos, unas pocas lenguas: las de los colonizadores.
Mientras otros coloniales o excoloniales, en medio de metropolitanos, se ponen a hablar entre sí en sus lenguas, nosotros, los latinoamericanos y caribeños, seguimos con nuestros idiomas de colonizadores. Son las linguas francas capaces de ir más allá de las fronteras que no logran atravesar las lenguas aborígenes ni los créoles. Ahora mismo, que estoy discutiendo con estos colonizadores, ¿de qué otra manera puedo hacerlo, sino en una de sus lenguas, que es ya también nuestra lengua, y con tantos de sus instrumentos conceptuales, que también son ya nuestros instrumentos conceptuales? No es otro el grito extraordinario que leímos en una obra del que acaso sea el más extraordinario escritor de ficción que haya existido. En La tempestad, la obra última (en su integridad) de William Shakespeare, el deforme Caliban, a quien Próspero robara su isla, esclavizara y enseñara el lenguaje, lo increpa: “Me enseñaron su lengua, y de ello obtuve/ El saber maldecir. ¡La roja plaga/ Caiga en ustedes, por esa enseñanza!”. (“You taught me language, and my profit on’t/ Is, I know to curse. The red plague rid you/ For learning me your language!”) (La tempestad, acto I, escena 2.)
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Última edición por pedrocasca el Lun Feb 18, 2013 8:20 pm, editado 2 veces