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    "12 obras de Charles Bukowski" - se descargan de internet una a una - contiene breve biografía - en los mensajes: "Cómo conseguir que te publiquen" y "Deje de mirarme las tetas, señor", del mismo autor

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    Mensaje por pedrocasca Sáb Mar 02, 2013 11:26 pm

    "12 obras de Charles Bukowski"

    por cortesía de la Biblioteca social de Olot

    Abraza la Oscuridad
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    Cartero
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    El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco
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    Lo que más me gusta es rascarme los sobacos
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    Factotum
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    La máquina de follar
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    La senda del Perdedor
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    Música de cañerías
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    Pulp
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    Se busca una mujer
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    Selección de relatos y cartas de un viejo indecente
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    Toca el Piano Borracho
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    Charles Bukowski


    Charles Bukowski, bautizado como Heinrich Karl Bukowski (1920-1994), fue un escritor y poeta estadounidense nacido en Alemania. A menudo fue erróneamente asociado con los escritores de la Generación Beat, debido a sus similitudes de estilo y actitud. La escritura de Bukowski está fuertemente influida por la atmósfera de la ciudad donde pasó la mayor parte de su vida, Los Ángeles. Fue un autor prolífico, escribió más de cincuenta libros, incontables relatos cortos y multitud de poemas. A menudo es mencionado como influencia de autores contemporáneos y su estilo es frecuentemente imitado. Murió de leucemia en 1994, a la edad de 73 años. Hoy en día es considerado uno de los escritores estadounidense más influyentes y símbolo del "realismo sucio" y la literatura independiente.



    Última edición por pedrocasca el Lun Jun 03, 2013 4:33 pm, editado 2 veces
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    Mensaje por pedrocasca Lun Jun 03, 2013 4:11 pm

    Cómo conseguir que te publiquen

    relato corto de Charles Bukowski

    Dado que he sido un escritor underground toda mi vida, he conocido a bastantes editores extraños. Pero los más extraños de todos fueron H. R. Mulloch y su mujer Honeysuckle. Mulloch, ex-presidiario y ex-ladrón de diamantes, editaba la revista Demise. Empecé a enviarle poesía e iniciamos una correspondencia. Él decía que, debido a mi poesía, ya no podía leer la de ningún otro. Le contesté diciendo que a mí también me pasaba lo mismo. H. R. empezó a hablar de las posibilidades de editarme un libro de poemas y yo dije, vale, magnífico, adelante. Él me contestó, no puedo pagar derechos, somos pobres como una rata. Yo contesté, vale, estupendo, olvidemos los royalties, yo soy tan pobre como la última teta arrugada de tu rata. Él contestó, un momento, conozco a la mayoría de los escritores y son unos completos gilipollas y unos seres humanos deleznables. Le contesté, tienes razón, soy un completo gilipollas y un ser humano deleznable. De acuerdo, contestó, Honeysuckle y yo iremos a Los Angeles a echarte una ojeada.

    Semana y media más tarde, suena el teléfono. Estaban en la ciudad, acababan de llegar de Nueva Orleans y se alojaban en un hotel de la Calle Tercera rebosante de prostitutas, borrachos, carteristas, revientapisos, friegaplatos, atracadores, estranguladores y violadores. A Mulloch le encantaba el hampa y creo que amaba incluso la pobreza. Saqué la conclusión, por sus cartas, de que creía que la pobreza entrañaba pureza. Eso es lo que los ricos siempre han querido que creamos por supuesto. Pero ésa es otra historia.

    Fui con Marie en el coche hasta allá, deteniéndonos primero a comprar tres paquetes de botellines de cerveza y un litro de whisky barato. A la entrada, había un hombrecillo de pelo canoso, que debía medir un metro cincuenta. Vestía atuendo de trabajador, pero llevaba un gran pañuelo blanco al cuello y un sombrero blanco de copa muy alta. Marie y yo nos acercamos. Fumaba un cigarrillo y sonreía.

    —¿Eres Chinaski?

    —Sí —dije—. Esta es Marie, mi mujer.

    —No, amigo —contestó—. Ningún hombre puede decir jamás que una mujer es suya. No son nuestras nunca, sólo las tenemos prestadas una temporadita.

    —Sí —dije—, creo que así está mejor.

    Seguimos a H. R. escaleras arriba y luego por un pasillo pintado de azul y rojo que olía a asesinato.

    —El único hotel de la ciudad que pudimos encontrar en que nos aceptaron con los perros y el loro.

    —Parece un buen sitio —dije.

    Abrió la puerta de su habitación y entramos. Había dos perros corriendo de acá para allá y Honeysuckle estaba en el centro de la habitación con un loro en el hombro.

    —Thomas Wolfe —dijo el loro— es el mejor escritor del mundo.

    —Wolfe está muerto —dije—. Vuestro loro delira.

    —Es un loro viejo —dijo H. R.—. Hace mucho que lo tenemos.

    —¿Cuánto tiempo llevas con Honeysuckle?

    —Treinta años.

    —¿La pediste prestada un ratito?

    —Así parece.

    Los perros corrían de allá para acá, y Honeysuckle seguía en el centro de la habitación con el loro en el hombro. Era de piel oscura, italiana o griega, muy delgada, con ojeras cargadas; tenía un aire trágico, bondadoso y peligroso; sobre todo trágico.

    Puse el whisky y las cervezas sobre la mesa, y todos se abalanzaron. H. R. comenzó a destapar botellines y yo empecé a desenvolver la botella de whisky. Aparecieron vasos polvorientos y varios ceniceros. A través de la pared de la izquierda, atronó de pronto una voz masculina:

    —¡Puta asquerosa, quiero que mastiques mi mierda!

    Nos sentamos y serví whisky para todos. H. R. me pasó un puro. Lo pelé, le arranqué la punta con los dientes y lo encendí.

    —¿Qué piensas de la literatura moderna? —me preguntó H. R.

    —No me interesa, la verdad.

    H. R. achicó los ojos y me sonrió.

    —Ja, ja, ¡estaba seguro de eso!

    —Oye —dije—, ¿por qué no te quitas ese sombrero para que vea con quién estoy en tratos? Podrías resultar un ladrón de caballos.

    —No —dijo, quitándose el sombrero con gesto teatral—. Pero fui uno de los mejores ladrones de diamantes del Estado de Ohio.

    —¿Es cierto eso?

    —Lo es.

    Las chicas bebían.

    —A mí me encantan los perros —dijo Honeysuckle—. ¿Te gustan los perros?

    —No lo sé —dije.

    —Él se gusta a sí mismo —dijo Marie.

    —Marie tiene una inteligencia muy aguda —dije yo.

    —Me gusta cómo escribes —dijo H. R.—. Puedes decir muchísimo sin extravagancias.

    —El genio quizá sea la capacidad de decir una cosa profunda de una forma sencilla.

    —¿Cómo dices? —preguntó H. R.

    Repetí la frase y serví más whisky.

    —Eso tengo que anotarlo —dijo H. R. Y sacó una pluma del bolsillo y lo anotó en el borde de una de las bolsas marrones de papel que había en la mesa.

    El loro se bajó del hombro de Honeysuckle, cruzó la mesa y se me subió en el hombro izquierdo.

    —Eso está bien —dijo Honeysuckle.

    —James Thurber —dijo el pájaro—, es el mejor escritor del mundo.

    —Cabrón estúpido —le dije al pájaro. Sentí un dolor agudo en la oreja izquierda. El bicho casi me la arranca. Todos somos criaturas sensibles, pensé. H. R. abrió más cervezas. Seguimos bebiendo.

    A la tarde siguió el anochecer y el anochecer se convirtió en noche. Desperté en plena oscuridad. Me había quedado dormido en la alfombra del centro de la habitación. H. R. y Honeysuckle dormían en la cama. Marie en el sofá. Los tres roncaban, sobre todo Marie. Me levanté y me senté a la mesa. Quedaba algo de whisky. Me lo serví y bebí una cerveza caliente. Me quedé allí sentado bebiendo. El loro se puso en el respaldo de una silla frente a mí. De pronto se bajó de allí y cruzó la mesa entre los ceniceros y las botellas vacías y se me subió en el hombro.

    —No vuelvas a decirlo —le dije—. Es muy ofensivo para mí que lo digas.

    —Puta jodida —dijo el loro.

    Le cogí por las patas y volví a posarlo en el respaldo de la silla. Luego volví a la alfombra y seguí durmiendo.

    Por la mañana, H. R. Mulloch comunicó lo siguiente:

    —He decidido publicar tu libro de poemas. Lo mejor sería irte a casa y empezar a trabajar.

    —¿Quieres decir que comprendiste que no soy un ser humano deleznable?

    —No —dijo H. R.—, nada de eso, pero he decidido ignorar mi buen criterio y, a pesar de todo, publicarlo.

    —¿De veras fuiste el mejor ladrón de diamantes del Estado de Ohio?

    —Sí, claro.

    —Sé que estuviste en la cárcel. ¿Cómo te cazaron?

    —Fue tan estúpido que prefiero no hablar de ello.

    Bajé y compré un par de paquetes de botellines de cerveza y volví, y Marie y yo ayudamos a H. R. y a Honeysuckle a hacer el equipaje. Había cajas especiales para transportar los perros y el loro. Lo bajamos todo por las escaleras, lo metimos en mi coche, luego nos sentamos y acabamos la cerveza. Todos éramos profesionales: ninguno fue tan estúpido como para proponer un desayuno.

    —Ahora eres tú el que nos debe visitar —dijo H. R.—. Vamos a preparar el libro. Eres un hijo de puta pero se puede hablar contigo. Esos otros poetas andan siempre atusándose las plumas y presumiendo.

    —Eres un buen tipo —dijo Honeysuckle—. Los perros te quieren.

    —Y el loro —dijo H. R.

    Las chicas se quedaron en el coche y volví con H. R., que tenía que devolver la llave. Nos abrió la puerta una vieja de quimono verde y pelo teñido de un rojizo claro.

    —Esta es mamá Stafford —me dijo H. R.—. Mamá Stafford, le presento al mejor poeta del mundo.

    —¿De veras? —preguntó Mamá.

    —El mejor poeta del mundo —dije yo.

    —Muchachos, ¿por qué no entráis a tomar un trago? Creo que lo necesitáis.

    Entramos y tuvimos que trasegar un vaso de vino blanco caliente. Nos despedimos y volvimos al coche…

    En la estación de ferrocarril, H. R. sacó los billetes y fue a la sección de equipajes a que se hicieran cargo del loro y de los perros. Luego volvió y se sentó con nosotros.

    —Me fastidian los aviones —dijo—. Me aterra volar.

    Fui a comprar media pinta y nos la pasamos mientras esperábamos. Luego, empezaron a cargar el tren. Y cuando estábamos allí en el andén, haciendo tiempo, Honeysuckle saltó de pronto sobre mí y me dio un largo beso. Antes de apartarse, me metió la lengua rápidamente en la boca. Me quedé allí plantado, y encendí un puro mientras Marie besaba a H. R. Luego H. R. y Honeysuckle subieron al tren.

    —Es un tipo legal —dijo Marie.

    —Querida —dije—, creo que le diste un beso demasiado apasionado.

    —¿Estás celoso?

    —Yo siempre lo estoy.

    —Mira, se han sentado en la ventanilla, nos sonríen.

    —Es embarazoso. Ojalá saliera de una vez ese maldito tren.

    Al fin el tren empezó a moverse. Dijimos adiós con la mano, claro, y ellos contestaron. H. R. tenía una sonrisa satisfecha y feliz. Honeysuckle daba la sensación de lloriquear. Parecía muy trágica. Luego, ya no pudimos verles más. Se acabó. Iban a publicarme. Poemas escogidos. Dimos la vuelta y escapamos de los andenes.

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    Charles Bukowski
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    Mensaje por pedrocasca Lun Jun 03, 2013 4:32 pm

    Deje de mirarme las tetas, señor

    relato de Charles Bukowski

    Big Bart era el tío más salvaje del Oeste. Tenía la pistola más veloz del Oeste, y se había follado mayor variedad de mujeres que cualquier otro tío en el Oeste. No era aficionado a bañarse, ni a la mierda de toro, ni a discutir, ni a ser un segundón. También era guía de una caravana de emigrantes, y no había otro hombre de su edad que hubiese matado más indios, o follado más mujeres, o matado más hombres blancos.

    Big Bart era un tío grande y él lo sabía y todo el mundo lo sabía. Incluso sus pedos eran excepcionales, más sonoros que la campana de la cena; y estaba además muy bien dotado, un gran mango siempre tieso e infernal. Su deber consistía en llevar las carretas a través de la sabana sanas y salvas, fornicar con las mujeres, matar a unos cuantos hombres, y entonces volver al Este a por otra caravana. Tenía una barba negra, unos sucios orificios en la nariz, y unos radiantes dientes amarillentos.

    Acababa de metérsela a la joven esposa de Billy Joe, le estaba sacando los infiernos a martillazos de polla mientras obligaba a Billy Joe a observarlos. Obligaba a la chica a hablarle a su marido mientras lo hacían. Le obligaba a decir:

    —¡Ah, Billy Joe, todo este palo, este cuello de pavo me atraviesa desde el coño hasta la garganta, no puedo respirar, me ahoga! ¡Sálvame, Billy Joe! ¡No, Billy Joe, no me salves! ¡Aaah!

    Luego de que Big Bart se corriera, hizo que Billy Joe le lavara las partes y entonces salieron todos juntos a disfrutar de una espléndida cena a base de tocino, judías y galletas.

    Al día siguiente se encontraron con una carreta solitaria que atravesaba la pradera por sus propios medios. Un chico delgaducho, de unos dieciséis años, con un acné cosa mala, llevaba las riendas. Big Bart se acercó cabalgando.

    —¡Eh, chico! —dijo.

    El chico no contestó.

    —Te estoy hablando, chaval…

    —Chúpame el culo —dijo el chico.

    —Soy Big Bart.

    —Chúpame el culo.

    —¿Cómo te llamas, hijo?

    —Me llaman «El Niño».

    —Mira, Niño, no hay manera de que un hombre atraviese estas praderas con una sola carreta.

    —Yo pienso hacerlo.

    —Bueno, son tus pelotas, Niño —dijo Big Bart, y se dispuso a dar la vuelta a su caballo, cuando se abrieron las cortinas de la carreta y apareció esa mujercita, con unos pechos increíbles, un culo grande y bonito, y unos ojos como el cielo después de la lluvia. Dirigió su mirada hacia Big Bart, y el cuello de pavo se puso duro y chocó contra el torno de la silla de montar.

    —Por tu propio bien, Niño, vente con nosotros.

    —Que te den por el culo, viejo —dijo el chico—. No hago caso de avisos de viejos follamadres con los calzoncillos sucios.

    —He matado a hombres sólo porque me disgustaba su mirada.

    El Niño escupió al suelo. Entonces se incorporó y se rascó los cojones.

    —Mira, viejo, me aburres. Ahora desaparece de mi vista o te voy a convertir en una plasta de queso suizo.

    —Niño —dijo la chica asomándose por encima de él, saliéndosele una teta y poniendo cachondo al sol—. Niño, creo que este hombre tiene razón. No tenemos posibilidades contra esos cabronazos de indios si vamos solos. No seas gilipollas. Dile a este hombre que nos uniremos a ellos.

    —Nos uniremos —dijo el Niño.

    —¿Cómo se llama tu chica? —preguntó Big Bart.

    —Rocío de Miel —dijo el Niño.

    —Y deje de mirarme las tetas, señor —dijo Rocío de Miel— o le voy a sacar la mierda a hostias.

    Las cosas fueron bien por un tiempo. Hubo una escaramuza con los indios en Blueball Canyon. 37 indios muertos, uno prisionero. Sin bajas americanas. Big Bart le puso una argolla en la nariz…

    Era obvio que Big Bart se ponía cachondo con Rocío de Miel. No podía apartar sus ojos de ella. Ese culo, casi todo por culpa de ese culo. Una vez mirándola se cayó de su caballo y uno de los cocineros indios se puso a reír. Quedó un sólo cocinero indio.

    Un día Big Bart mandó al Niño con una partida de caza a matar algunos búfalos. Big Bart esperó hasta que desaparecieron de la vista y entonces se fue hacia la carreta del Niño. Subió por el sillín, apartó la cortina, y entró. Rocío de Miel estaba tumbada en el centro de la carreta masturbándose.

    —Cristo, nena —dijo Big Bart—. ¡No lo malgastes!

    —Lárgate de aquí —dijo Rocío de Miel sacando el dedo de su chocho y apuntando a Big Bart—. ¡Lárgate de aquí echando leches y déjame hacer mis cosas!

    —¡Tu hombre no te cuida lo suficiente, Rocío de Miel!

    —Claro que me cuida, gilipollas, sólo que no tengo bastante. Lo único que ocurre es que después del período me pongo cachonda.

    —Escucha, nena…

    —¡Que te den por el culo!

    —Escucha, nena, contempla…

    Entonces sacó el gran martillo. Era púrpura, descapullado, infernal, y basculaba de un lado a otro como el péndulo de un gran reloj. Gotas de semen lubricante cayeron al suelo.

    Rocío de Miel no pudo apartar sus ojos de tal instrumento. Después de un rato dijo:

    —¡No me vas a meter esa condenada cosa dentro!

    —Dilo como si de verdad lo sintieras, Rocío de Miel.

    —¡NO VAS A METERME ESA CONDENADA COSA DENTRO!

    —¿Pero por qué? ¿Por qué? ¡Mírala!

    —¡La estoy mirando!

    —¿Pero por qué no la deseas?

    —Porque estoy enamorada del Niño.

    —¿Amor? —dijo Big Bart riéndose—. ¿Amor? ¡Eso es un cuento para idiotas! ¡Mira esta condenada estaca! ¡Puede matar de amor a cualquier hora!

    —Yo amo al Niño, Big Bart.

    —Y también está mi lengua —dijo Big Bart—. ¡La mejor lengua del Oeste!

    La sacó e hizo ejercicios gimnásticos con ella.

    —Yo amo al Niño —dijo Rocío de Miel.

    —Bueno, pues jódete —dijo Big Bart y de un salto se echó encima de ella. Era un trabajo de perros meter toda esa cosa, y cuando lo consiguió, Rocío de Miel gritó. Había dado unos siete caderazos entre los muslos de la chica, cuando se vio arrastrado rudamente hacia atrás.

    ERA EL NIÑO, DE VUELTA DE LA PARTIDA DE CAZA.

    —Te trajimos tus búfalos, hijoputa. Ahora, si te subes los pantalones y sales afuera, arreglaremos el resto…

    —Soy la pistola más rápida del Oeste —dijo Big Bart.

    —Te haré un agujero tan grande, que el ojo de tu culo parecerá sólo un poro de la piel —dijo el Niño—. Vamos, acabemos de una vez. Estoy hambriento y quiero cenar. Cazar búfalos abre el apetito…

    Los hombres se sentaron alrededor del campo de tiro, observando. Había una tensa vibración en el aire. Las mujeres se quedaron en las carretas, rezando, masturbándose y bebiendo ginebra. Big Bart tenía 34 muescas en su pistola, y una fama infernal. El Niño no tenía ninguna muesca en su arma, pero tenía una confianza en sí mismo que Big Bart no había visto nunca en sus otros oponentes. Big Bart parecía el más nervioso de los dos. Se tomó un trago de whisky, bebiéndose la mitad de la botella, y entonces caminó hacia el Niño.

    —Mira, Niño…

    —¿Sí, hijoputa…?

    —Mira, quiero decir, ¿por qué te cabreas?

    —¡Te voy a volar las pelotas, viejo!

    —¿Pero por qué?

    —¡Estabas jodiendo con mi mujer, viejo!

    —Escucha, Niño, ¿es que no lo ves? Las mujeres juegan con un hombre detrás de otro. Sólo somos víctimas del mismo juego.

    —No quiero escuchar tu mierda, papá. ¡Ahora aléjate y prepárate a desenfundar!

    —Niño…

    —¡Aléjate y listo para disparar!

    Los hombres en el campo de fuego se levantaron. Una ligera brisa vino del Oeste oliendo a mierda de caballo. Alguien tosió. Las mujeres se agazaparon en las carretas, bebiendo ginebra, rezando y masturbándose. El crepúsculo caía.

    Big Bart y el Niño estaban separados 30 pasos.

    —Desenfunda tú, mierda seca —dijo el Niño—, desenfunda, viejo de mierda, sucio rijoso.

    Despacio, a través de las cortinas de una carreta, apareció una mujer con un rifle. Era Rocío de Miel. Se puso el rifle al hombro y lo apoyó en un barril.

    —Vamos, violador cornudo —dijo el Niño—. ¡DESENFUNDA!

    La mano de Big Bart bajó hacia su revolver. Sonó un disparo cortando el crepúsculo. Rocío de Miel bajó su rifle humeante y volvió a meterse en la carreta. El Niño estaba muerto en el suelo, con un agujero en la nuca. Big Bart enfundó su pistola sin usar y caminó hacia la carreta. La luna estaba ya alta.

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    Mensaje por Résistancee Vie Jun 21, 2013 6:38 pm

    Bukowski... hoy ya no queda más que un escritor para adolescentes onanistas con ínfulas de rebeldía.
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    Mensaje por Chus Ditas Dom Feb 09, 2014 10:41 pm

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