Charles Bukowski: Veinticinco vagabundos andrajosos
Ya sabéis lo que pasa con las apuestas de las carreras de caballos, viene una racha de suerte y crees que nunca pasará. había conseguido recuperar aquella casa, tenía incluso jardín propio, con tulipanes de todas clases que crecían bella y asombrosamente. estaba de suerte. tenía dinero. ya no recuerdo qué sistema había inventado, pero el sistema trabajaba y yo no, y era una forma de vida bastante agradable; y estaba Kathy. Kathy valía. el vejete de la puerta de al lado me veía con ella y le temblaba la mandíbula. Andaba siempre llamando a la puerta. ,
—¡Kathy! ¡oh Kathy! ¡Kathy!
salía a abrir yo, vestido sólo con mis pantalones cortos.
—oh, yo creía…
—¿qué quieres, cabrón?
—creí que Kathy…
—Kathy está cagando. ¿algún recado?
—yo… compré estos huesos para su perro.
llevaba una gran bolsa con huesos secos de pollo.
—darle a un perro huesos de pollo es como echar cuchillas de afeitar en el desayuno de un niño. ¿quieres asesinar a mi perro, so cabrón?
—¡oh, no!
—entonces guárdate esos huesos y lárgate.
—no entiendo.
—¡métete esa bolsa en el culo y lárgate de aquí!
—es que yo creía que Kathy…
—ya te lo dije, ¡Kathy está CAGANDO!
y cerré de un portazo.
—no deberías ser tan duro con ese viejo asqueroso, Hank, dice que le recuerdo a su hija cuando era joven.
—vaya, así que se tiraba a su hija. pues que joda con un queso suizo. no le quiero a la puerta.
—¿acaso crees que le dejo entrar cuando tú te vas a las carreras?
—eso no me preocupa lo más mínimo.
—¿qué es lo que te preocupa entonces?
—lo único que me preocupa es quién se pone encima y quién debajo.
—¡lárgate ahora mismo, hijo de puta!
me puse la camisa y los pantalones, luego los calcetines y los zapatos.
—antes de que haya recorrido cuatro manzanas ya estaréis abrazados.
me tiró un libro. yo no estaba mirando y el canto del libro me dio en el ojo izquierdo. me hizo un corte y mientras me ataba el zapato derecho una gota de sangre me cayó en la mano.
—oh, cuánto lo siento, Hank.
—¡no te ACERQUES A MI!
salí y cogí el coche, lo lancé marcha atrás a cincuenta por hora, llevándome parte del seto y luego un poco de estuco de la fachada con la parte izquierda del parachoques trasero. me había manchado la camisa de sangre y saqué el pañuelo y me lo puse sobre el ojo. iba a ser un mal sábado en las carreras. estaba desquiciado.
aposté como si estuviese por medio la bomba atómica. quería ganar diez de los grandes. hice grandes apuestas. no conseguí nada. perdí quinientos dólares. todo lo que había sacado. sólo me quedaba un dólar en la cartera. volví a casa lentamente. iba a ser una noche de sábado terrible. aparqué el coche y entré por la puerta trasera.
—Hank…
—¿qué?
—estás pálido como la muerte. ¿qué pasó?
—se acabó. estoy hundido. perdí quinientos.
—Dios mío. lo siento —dijo—. es culpa mía.
se acercó a mí, me abrazó.
—maldita sea, no sabes cuánto lo siento —dijo—. la culpa fue mía, lo sé muy bien.
—olvídalo. tú no hiciste las apuestas.
—¿aún sigues enfadado?
—no, no, sé que no estás jodiendo con ese viejo cerdo.
—¿puedo prepararte algo de comer?
—no, no. trae una botella de whisky y el periódico.
me levanté y fui al escondite del dinero. nos quedaban ciento ochenta dólares. bueno, había sido peor muchas otras veces, pero tenía la sensación de haber emprendido el camino de vuelta a las fábricas y los almacenes si aún podía conseguir eso. cogí diez, el perro aún me quería. le tiré de las orejas, a él no le importaba el dinero que yo tuviese. era un as aquel perro, sí. salí del dormitorio. Kathy estaba pintándose los labios ante el espejo. le di un pellizco en el trasero y la besé detrás de la oreja. tráeme también un poco de cerveza y puros. necesito olvidar.
se fue y oí tintinear sus tacones en el camino. era la mejor mujer que podía haber encontrado y la había encontrado en un bar. me retrepé en el sillón y contemplé el techo. un golfo. yo era un golfo. siempre esa repugnancia hacia el trabajo, siempre intentando vivir de la suerte. cuando Kathy regresó le dije que me sirviera un buen trago. sabía hacerlo. le quitó incluso el celofán al puro y me lo encendió. parecía alegre y estaba muy guapa. hicimos el amor. hicimos el amor en medio de la tristeza. me reventaba verlo irse todo: coche, casa, perro, mujer. había sido una vida fácil y agradable.
tenía que estar muy afectado porque abrí el periódico y busqué la sección de ofertas de trabajo.
—mira, Kathy, aquí hay algo. se necesitan hombres, domingo. paga el mismo día.
—oh, Hank, descansemos mañana. ya conseguirás ganar con los caballos el martes. entonces todo parecerá mejor.
—pero mierda, niña, ¡cada billete cuenta! los domingos no hay carreras. hay en Caliente, sí, pero piensa en ese veinticinco por ciento que cobra Caliente y en la distancia. puedo divertirme y beber esta noche y luego coger esa mierda mañana. esos billetes extra pueden significar mucho.
Kathy me miró extrañada. jamás me había oído hablar así. yo siempre actuaba como si nunca fuese a faltar el dinero. aquella pérdida de quinientos dólares me había alterado por completo. me sirvió otro buen trago. lo bebí inmediatamente. alterado, señor, señor, las fábricas. los días desperdiciados, los días sin sentido, los días de jefes y memos, y el reloj, lento y brutal.
bebimos hasta las dos, lo mismo que en el bar, y luego nos fuimos a la cama, hicimos el amor, dormimos. puse el despertador para las cuatro, me levanté; cogí el coche y estaba en el centro de la ciudad a las cuatro y media. me planté en la esquina con unos veinticinco vagabundos andrajosos. allí estaban liando cigarrillos y bebiendo vino.
bueno, es dinero, pensé. volveré… algún día iré de vacaciones a París o a Roma. que se vayan a la mierda estos tipos. yo no pertenezco a esto.
entonces algo me dijo, eso es lo que están pensando TODOS: yo no pertenezco a esto. TODOS ELLOS están pensando lo mismo. y tienen razón. ¿sí?
hacia las cinco y diez apareció el camión y subimos.
Dios mío, ahora podría estar durmiendo con el culo pegado al lindo culo de Kathy. pero es dinero, dinero.
algunos contaban que acababan de salir del furgón. apestaban los pobres. pero no parecían tristes. yo era el único triste.
ahora estaría levantándome a echar una meada. tomando una cerveza en la cocina, esperando el sol, viendo cómo iba haciéndose de día. contemplando mis tulipanes. y luego volvería a la cama con Kathy.
el tipo que estaba a mi lado dijo:
—¡eh, compadre!
—sí —dije.
—soy francés —dijo.
no contesté.
—¿quieres que te la chupe?
—no —dije yo.
—vi a un tipo chupándosela a otro en la calleja esta mañana. tenía una polla blanca y larga y delgada y el otro tío aún seguía chupando mientras se le caía de la boca toda la leche. y estuve viéndolo todo y estoy de un caliente… ¡déjame chupártela, compadre!
—no —le dije—. no me apetece en este momento.
—bueno, si no me dejas hacerlo, quizás quieras chupármela tú.
—¡déjame en paz! —le dije.
el francés pasó más al fondo del camión. kilómetro y medio después cabeceaba allí. se lo estaba haciendo delante de todos a un tipo viejo que parecía indio.
—¡¡¡VAMOS, MUCHACHO, SÁCASELO TODO!!! —gritó alguien.
algunos se reían, pero la mayoría se limitaba a guardar silencio, beber su vino y liar sus cigarrillos. el viejo indio actuaba como si nada pasase. cuando llegamos a Vermont, el francés ya había acabado y nos bajamos todos, el francés, el indio, yo y los demás vagabundos. nos dieron a cada uno un trocito de papel y entramos en un café. el papel valía por un bollo y un café. la camarera alzaba la nariz. apestábamos. sucios chupapollas.
luego alguien gritó: —¡todos fuera!
yo les seguí y entramos en una habitación grande y nos sentamos en esas sillas como las que había en la escuela, más bien en la universidad, por ejemplo en la clase de Formación Musical, con un gran brazo de madera para apoyar el brazo derecho y poder poner el cuaderno y escribir. en fin, allí estuvimos sentados otros cuarenta y cinco minutos. luego, un chico listo con una lata de cerveza en la mano, dijo:
—¡bueno coged los SACOS!
todos los vagabundos se levantaron inmediatamente y CORRIERON hacia la gran habitación del fondo. qué demonios, pensé. me acerqué lentamente y miré en la otra habitación. allí estaban empujándose y disputando a ver quién se llevaba los mejores sacos. era una lucha despiadada y absurda. cuando salió el último de ellos, entré y cogí el primer saco que había en el suelo. estaba muy sucio y lleno de agujeros y desgarrones. cuando salí al otro lado, todos los vagabundos tenían los sacos a la espalda. yo me senté y esperé sentado con el mío en las rodillas. han debido tomarnos el nombre en algún momento, pensé, creo que fue antes de darnos el papel del café y el bollo cuando di mi nombre. en fin, fueron llamándonos en grupos de cinco o seis o siete. así pasó, más o menos, otra hora. cuando entré en la caja de aquel camión más pequeño con unos cuantos más, el sol ya estaba bastante alto; nos dieron a cada uno un pequeño plano de las calles en que teníamos que entregar los papeles. a mí también. miré inmediatamente las calles: ¡DIOS TODOPODEROSO, DE TODA LA CIUDAD DE LOS ÁNGELES TENÍAN QUE DARME PRECISAMENTE MI PROPIO BARRIO!
yo me había hecho una reputación de borracho, jugador, vivales, de vago, de especialista en chollos, ¿cómo podía aparecer allí con aquel saco cochambroso a la espalda, a entregar folletos publicitarios?
me dejaron en mi esquina. era una zona muy familiar, realmente, allí estaba la floristería, allí estaba el bar, la gasolinera, todo… a la vuelta de la esquina mi casita con Kathy durmiendo en la cama caliente. hasta el perro estaba durmiendo. en fin, es mañana de domingo, pensé. nadie me verá. duermen hasta tarde. haré la condenada ruta. y me dispuse a hacerla.
recorrí dos calles a toda prisa y nadie vio al gran hombre de mundo de suaves manos blancas y grandes ojos soñadores. lo conseguí.
enfilé la tercera calle. todo fue bien hasta que oí la voz de una niñita. estaba en su patio. unos cuatro años.
—¡hola, señor!
—¿sí? ¿qué pasa niña?
—¿dónde está tu perro?
—oh, jajá, aún dormido.
—oh.
siempre paseaba al perro por aquella calle. había allí un solar vacío donde cagaba siempre el perro. éste fue el final. Cogí los folletos que quedaban, los basculé en la parte trasera de un coche abandonado junto a la autopista. el coche llevaba allí meses sin ruedas. no sabía las consecuencias que podía tener, pero eché todos los papeles en la parte trasera. luego doblé la esquina y entré en mi casa. Kathy aún estaba dormida. la desperté.
—¡Kathy! ¡Kathy!
—oh, Hank… ¿todo bien?
vino el perro y le acaricié.
—¿sabes lo que HICIERON ESOS HIJOS DE PUTA?
—¿qué?
—¡me dieron mi propio barrio para repartir folletos!
—oh. bueno, no es muy agradable, pero no creo que a la gente le importe.
—¿es que no comprendes? ¡con la reputación que me he creado! ¡yo soy un vivo! ¡no pueden verme con un saco de mierda a la espalda!
—¡bah, no creo que tengas esa reputación! son cosas tuyas.
—¿pero qué demonios dices? ¡has estado con el culo caliente en esta cama mientras yo estaba por ahí fuera con un montón de soplapollas!
—no te enfades. espera un momento que voy a mear.
esperé allí mientras ella soltaba su soñoliento pis femenino. ¡Dios mío, qué lentas son! el coño es una máquina de mear muy ineficaz. es mucho mejor el pijo.
Kathy salió.
—mira Hank, no te preocupes. me pondré un vestido viejo y te ayudaré a repartir los folletos. en seguida acabamos. los domingos la gente duerme hasta tarde.
—¡pero si ya me han VISTO!
—¿que ya te han visto? ¿quién?
—esa chiquilla de la casa marrón de la calle West Moreland.
—¿te refieres a Myra?
—¡no sé cómo se llama!
—si sólo tiene tres años.
—¡no sé cuántos años tiene, pero me preguntó por el perro!
—¿qué te dijo del perro?
—¡me preguntó dónde ESTABA?
—vamos, yo te ayudaré a librarte de esos folletos.
Kathy se estaba poniendo un vestido viejo, raído y gastado.
ya me he librado de ellos. se acabó. los eché en ese coche abandonado que hay en la autopista.
—¿no lo descubrirán?
—¡JODER! ¡y qué más da!
entré en la cocina y cogí una cerveza. cuando volví Kathy estaba otra vez en la cama. me senté en un sillón.
—¿Kathy?
—¿sí?
—¿es que no comprendes con quién estás viviendo? ¡yo tengo clase, auténtica clase! con treinta y cuatro años, no he trabajado más de seis o siete meses desde los dieciocho. y no tenía dinero. ¡mira estas manos! ¡como las de un pianista!
—¿clase? ¡deberías OIRTE CUANDO ESTAS BORRACHO! ¡eres horrible, horrible!
—¿quieres que empecemos a armar follón otra vez, Kathy? te he tenido en la opulencia y con pasta abundante desde que te saqué de aquel antro de la calle Alvarado.
Kathy no contestó.
—en realidad —le dije—, soy un genio, pero sólo lo sé yo.
—aceptaré eso —dijo ella. luego hundió la cabeza en la almohada y volvió a dormirse.
terminé la cerveza, tomé otra, luego salí, anduve tres manzanas y me senté en las escaleras de una tienda de ultramarinos cerrada que según el plano sería el lugar de reunión donde tenía que recogerme el encargado, estuve sentado allí desde las diez a las dos y media. fue aburrido y seco y estúpido y tortuoso y absurdo. el maldito camión llegó a las dos y media.
—hola, amigo.
—qué hay
—¿acabó ya?
—sí.
—¡es usted rápido!
—sí.
—quiero que ayude a este tipo a terminar su ruta.
—vaya por Dios, hombre.
entré en el camión y me llevó. allí estaba aquel tipo. se ARRASTRABA. depositaba cada folleto con gran cuidado en los porches. cada porche recibía un tratamiento especial y además parecía que el trabajo le encantaba. sólo le quedaba una manzana. liquidé la cuestión en cinco minutos luego nos sentamos y esperamos el camión. durante una hora.
nos llevaron de nuevo a la oficina y nos sentamos otra vez en aquellas sillas. luego aparecieron dos tipos insolentes con latas de cerveza en la mano. uno decía los nombres y el otro daba a cada uno su dinero.
en una pizarra detrás de las cabezas de aquellos tipos estaba escrito con tiza el siguiente mensaje:
todo el que trabaje para nosotros
treinta días seguidos
sin perder un día
recibirá
gratis
un traje usado
estuve observando a mis compañeros mientras les entregaban el dinero. no podía ser cierto. PARECÍA que cada uno de ellos recibía tres billetes de dólar. por entonces, el salario base legal era un dólar por hora. yo había estado en aquella esquina a las cuatro y media de la mañana y eran entonces las cuatro y media de la tarde. para mí, eran doce horas.
fui de los últimos que llamaron. creo que el tercero empezando por la cola. ni uno solo de aquellos vagabundos protestó, cogieron sus tres dólares y se largaron.
—¡Bukowski! —aulló el muchachito impertinente de la lata de cerveza.
me acerqué. el otro contó tres billetes muy limpios y crujientes.
—escuche —dije—, ¿es que no saben que hay un salario mínimo legal? un dólar por hora.
el tipo alzó su cerveza.
—descontamos el transporte, el desayuno y demás. sólo pagamos por tiempo medio de trabajo y calculamos unas tres horas.
—he perdido doce horas de mi vida. y ahora tendré que coger el autobús para llegar hasta donde está mi coche y poder volver a casa.
—tienes suerte de tener coche.
—¡y tú de que no te meta esa lata de cerveza por el culo!
—yo no soy quien decide la política de la empresa, señor. no me eche a mí la culpa.
—¡les denunciaré a las autoridades!
—¡Robinson! —aulló el otro impertinente.
el penúltimo vagabundo se levantó de su asiento a por sus tres dólares mientras yo cruzaba la puerta camino del Bulevar Beverly. a esperar el autobús. cuando llegué a casa y me vi con un trago en la mano eran las seis o así. cogí una borrachera respetable. estaba tan furioso que le eché tres polvos a Kathy. rompí una ventana. me corté un pie con los cristales. canté canciones de Gilbert & Sullivan que me había enseñado en otros tiempos un profesor inglés chiflado que daba una clase de inglés que empezaba a las siete de la mañana. en el City College de Los Angeles. Richardson, se llamaba. y quizás no estuviese loco. pero me enseñó lo de Gilbert & Sullivan y me dio una «B» en inglés por aparecer no antes de las siete y media, con resaca, CUANDO aparecía. pero ése es otro asunto. Kathy y yo nos reímos bastante aquella noche, y aunque rompí unas cuantas cosas no estuve tan desagradable e idiota como siempre.
y ese martes, en Hollywood Park, gané ciento cuarenta dólares a las carreras e inmediatamente volví a ser amante despreocupado, vividor, jugador, chulo reformado y cultivador de tulipanes. llegué y enfilé lentamente la entrada de casa en el coche, saboreando los últimos rayos del sol crepuscular. y luego, entré por la puerta trasera. Kathy había preparado carne con muchas cebollas y chorraditas y especies, tal como me gustaba a mí. estaba inclinada sobre la cocina y la agarré por detrás.
—ooooh…
—escucha, querida…
—¿sí?
estaba allí de pie con el cucharón goteando en la mano. le metí en el cuello del vestido un billete de diez dólares.
—quiero que me traigas una botella de whisky.
—de acuerdo, ahora mismo.
—y un poco de cerveza y puros. yo me ocuparé de la comida. se quitó la bata y entró un momento al baño. la oí canturrear. un momento después me senté en mi sillón y oí repiquetear sus tacones en el camino. había una pelota de tenis. cogí la pelota de tenis y la tiré en el suelo de forma que rebotase hacia la pared y de allí al aire. el perro, que medía uno cincuenta de largo por uno de alto, y era medio lobo, saltó al aire, se oyó el chasquido de los dientes; había cogido la pelota de tenis, casi junto al techo. por un instante pareció colgar allá arriba. qué perro maravilloso, qué vida maravillosa. cuando llegó al suelo, me levanté a ver cómo iba el guiso. perfectamente. todo iba perfectamente.
Ya sabéis lo que pasa con las apuestas de las carreras de caballos, viene una racha de suerte y crees que nunca pasará. había conseguido recuperar aquella casa, tenía incluso jardín propio, con tulipanes de todas clases que crecían bella y asombrosamente. estaba de suerte. tenía dinero. ya no recuerdo qué sistema había inventado, pero el sistema trabajaba y yo no, y era una forma de vida bastante agradable; y estaba Kathy. Kathy valía. el vejete de la puerta de al lado me veía con ella y le temblaba la mandíbula. Andaba siempre llamando a la puerta. ,
—¡Kathy! ¡oh Kathy! ¡Kathy!
salía a abrir yo, vestido sólo con mis pantalones cortos.
—oh, yo creía…
—¿qué quieres, cabrón?
—creí que Kathy…
—Kathy está cagando. ¿algún recado?
—yo… compré estos huesos para su perro.
llevaba una gran bolsa con huesos secos de pollo.
—darle a un perro huesos de pollo es como echar cuchillas de afeitar en el desayuno de un niño. ¿quieres asesinar a mi perro, so cabrón?
—¡oh, no!
—entonces guárdate esos huesos y lárgate.
—no entiendo.
—¡métete esa bolsa en el culo y lárgate de aquí!
—es que yo creía que Kathy…
—ya te lo dije, ¡Kathy está CAGANDO!
y cerré de un portazo.
—no deberías ser tan duro con ese viejo asqueroso, Hank, dice que le recuerdo a su hija cuando era joven.
—vaya, así que se tiraba a su hija. pues que joda con un queso suizo. no le quiero a la puerta.
—¿acaso crees que le dejo entrar cuando tú te vas a las carreras?
—eso no me preocupa lo más mínimo.
—¿qué es lo que te preocupa entonces?
—lo único que me preocupa es quién se pone encima y quién debajo.
—¡lárgate ahora mismo, hijo de puta!
me puse la camisa y los pantalones, luego los calcetines y los zapatos.
—antes de que haya recorrido cuatro manzanas ya estaréis abrazados.
me tiró un libro. yo no estaba mirando y el canto del libro me dio en el ojo izquierdo. me hizo un corte y mientras me ataba el zapato derecho una gota de sangre me cayó en la mano.
—oh, cuánto lo siento, Hank.
—¡no te ACERQUES A MI!
salí y cogí el coche, lo lancé marcha atrás a cincuenta por hora, llevándome parte del seto y luego un poco de estuco de la fachada con la parte izquierda del parachoques trasero. me había manchado la camisa de sangre y saqué el pañuelo y me lo puse sobre el ojo. iba a ser un mal sábado en las carreras. estaba desquiciado.
aposté como si estuviese por medio la bomba atómica. quería ganar diez de los grandes. hice grandes apuestas. no conseguí nada. perdí quinientos dólares. todo lo que había sacado. sólo me quedaba un dólar en la cartera. volví a casa lentamente. iba a ser una noche de sábado terrible. aparqué el coche y entré por la puerta trasera.
—Hank…
—¿qué?
—estás pálido como la muerte. ¿qué pasó?
—se acabó. estoy hundido. perdí quinientos.
—Dios mío. lo siento —dijo—. es culpa mía.
se acercó a mí, me abrazó.
—maldita sea, no sabes cuánto lo siento —dijo—. la culpa fue mía, lo sé muy bien.
—olvídalo. tú no hiciste las apuestas.
—¿aún sigues enfadado?
—no, no, sé que no estás jodiendo con ese viejo cerdo.
—¿puedo prepararte algo de comer?
—no, no. trae una botella de whisky y el periódico.
me levanté y fui al escondite del dinero. nos quedaban ciento ochenta dólares. bueno, había sido peor muchas otras veces, pero tenía la sensación de haber emprendido el camino de vuelta a las fábricas y los almacenes si aún podía conseguir eso. cogí diez, el perro aún me quería. le tiré de las orejas, a él no le importaba el dinero que yo tuviese. era un as aquel perro, sí. salí del dormitorio. Kathy estaba pintándose los labios ante el espejo. le di un pellizco en el trasero y la besé detrás de la oreja. tráeme también un poco de cerveza y puros. necesito olvidar.
se fue y oí tintinear sus tacones en el camino. era la mejor mujer que podía haber encontrado y la había encontrado en un bar. me retrepé en el sillón y contemplé el techo. un golfo. yo era un golfo. siempre esa repugnancia hacia el trabajo, siempre intentando vivir de la suerte. cuando Kathy regresó le dije que me sirviera un buen trago. sabía hacerlo. le quitó incluso el celofán al puro y me lo encendió. parecía alegre y estaba muy guapa. hicimos el amor. hicimos el amor en medio de la tristeza. me reventaba verlo irse todo: coche, casa, perro, mujer. había sido una vida fácil y agradable.
tenía que estar muy afectado porque abrí el periódico y busqué la sección de ofertas de trabajo.
—mira, Kathy, aquí hay algo. se necesitan hombres, domingo. paga el mismo día.
—oh, Hank, descansemos mañana. ya conseguirás ganar con los caballos el martes. entonces todo parecerá mejor.
—pero mierda, niña, ¡cada billete cuenta! los domingos no hay carreras. hay en Caliente, sí, pero piensa en ese veinticinco por ciento que cobra Caliente y en la distancia. puedo divertirme y beber esta noche y luego coger esa mierda mañana. esos billetes extra pueden significar mucho.
Kathy me miró extrañada. jamás me había oído hablar así. yo siempre actuaba como si nunca fuese a faltar el dinero. aquella pérdida de quinientos dólares me había alterado por completo. me sirvió otro buen trago. lo bebí inmediatamente. alterado, señor, señor, las fábricas. los días desperdiciados, los días sin sentido, los días de jefes y memos, y el reloj, lento y brutal.
bebimos hasta las dos, lo mismo que en el bar, y luego nos fuimos a la cama, hicimos el amor, dormimos. puse el despertador para las cuatro, me levanté; cogí el coche y estaba en el centro de la ciudad a las cuatro y media. me planté en la esquina con unos veinticinco vagabundos andrajosos. allí estaban liando cigarrillos y bebiendo vino.
bueno, es dinero, pensé. volveré… algún día iré de vacaciones a París o a Roma. que se vayan a la mierda estos tipos. yo no pertenezco a esto.
entonces algo me dijo, eso es lo que están pensando TODOS: yo no pertenezco a esto. TODOS ELLOS están pensando lo mismo. y tienen razón. ¿sí?
hacia las cinco y diez apareció el camión y subimos.
Dios mío, ahora podría estar durmiendo con el culo pegado al lindo culo de Kathy. pero es dinero, dinero.
algunos contaban que acababan de salir del furgón. apestaban los pobres. pero no parecían tristes. yo era el único triste.
ahora estaría levantándome a echar una meada. tomando una cerveza en la cocina, esperando el sol, viendo cómo iba haciéndose de día. contemplando mis tulipanes. y luego volvería a la cama con Kathy.
el tipo que estaba a mi lado dijo:
—¡eh, compadre!
—sí —dije.
—soy francés —dijo.
no contesté.
—¿quieres que te la chupe?
—no —dije yo.
—vi a un tipo chupándosela a otro en la calleja esta mañana. tenía una polla blanca y larga y delgada y el otro tío aún seguía chupando mientras se le caía de la boca toda la leche. y estuve viéndolo todo y estoy de un caliente… ¡déjame chupártela, compadre!
—no —le dije—. no me apetece en este momento.
—bueno, si no me dejas hacerlo, quizás quieras chupármela tú.
—¡déjame en paz! —le dije.
el francés pasó más al fondo del camión. kilómetro y medio después cabeceaba allí. se lo estaba haciendo delante de todos a un tipo viejo que parecía indio.
—¡¡¡VAMOS, MUCHACHO, SÁCASELO TODO!!! —gritó alguien.
algunos se reían, pero la mayoría se limitaba a guardar silencio, beber su vino y liar sus cigarrillos. el viejo indio actuaba como si nada pasase. cuando llegamos a Vermont, el francés ya había acabado y nos bajamos todos, el francés, el indio, yo y los demás vagabundos. nos dieron a cada uno un trocito de papel y entramos en un café. el papel valía por un bollo y un café. la camarera alzaba la nariz. apestábamos. sucios chupapollas.
luego alguien gritó: —¡todos fuera!
yo les seguí y entramos en una habitación grande y nos sentamos en esas sillas como las que había en la escuela, más bien en la universidad, por ejemplo en la clase de Formación Musical, con un gran brazo de madera para apoyar el brazo derecho y poder poner el cuaderno y escribir. en fin, allí estuvimos sentados otros cuarenta y cinco minutos. luego, un chico listo con una lata de cerveza en la mano, dijo:
—¡bueno coged los SACOS!
todos los vagabundos se levantaron inmediatamente y CORRIERON hacia la gran habitación del fondo. qué demonios, pensé. me acerqué lentamente y miré en la otra habitación. allí estaban empujándose y disputando a ver quién se llevaba los mejores sacos. era una lucha despiadada y absurda. cuando salió el último de ellos, entré y cogí el primer saco que había en el suelo. estaba muy sucio y lleno de agujeros y desgarrones. cuando salí al otro lado, todos los vagabundos tenían los sacos a la espalda. yo me senté y esperé sentado con el mío en las rodillas. han debido tomarnos el nombre en algún momento, pensé, creo que fue antes de darnos el papel del café y el bollo cuando di mi nombre. en fin, fueron llamándonos en grupos de cinco o seis o siete. así pasó, más o menos, otra hora. cuando entré en la caja de aquel camión más pequeño con unos cuantos más, el sol ya estaba bastante alto; nos dieron a cada uno un pequeño plano de las calles en que teníamos que entregar los papeles. a mí también. miré inmediatamente las calles: ¡DIOS TODOPODEROSO, DE TODA LA CIUDAD DE LOS ÁNGELES TENÍAN QUE DARME PRECISAMENTE MI PROPIO BARRIO!
yo me había hecho una reputación de borracho, jugador, vivales, de vago, de especialista en chollos, ¿cómo podía aparecer allí con aquel saco cochambroso a la espalda, a entregar folletos publicitarios?
me dejaron en mi esquina. era una zona muy familiar, realmente, allí estaba la floristería, allí estaba el bar, la gasolinera, todo… a la vuelta de la esquina mi casita con Kathy durmiendo en la cama caliente. hasta el perro estaba durmiendo. en fin, es mañana de domingo, pensé. nadie me verá. duermen hasta tarde. haré la condenada ruta. y me dispuse a hacerla.
recorrí dos calles a toda prisa y nadie vio al gran hombre de mundo de suaves manos blancas y grandes ojos soñadores. lo conseguí.
enfilé la tercera calle. todo fue bien hasta que oí la voz de una niñita. estaba en su patio. unos cuatro años.
—¡hola, señor!
—¿sí? ¿qué pasa niña?
—¿dónde está tu perro?
—oh, jajá, aún dormido.
—oh.
siempre paseaba al perro por aquella calle. había allí un solar vacío donde cagaba siempre el perro. éste fue el final. Cogí los folletos que quedaban, los basculé en la parte trasera de un coche abandonado junto a la autopista. el coche llevaba allí meses sin ruedas. no sabía las consecuencias que podía tener, pero eché todos los papeles en la parte trasera. luego doblé la esquina y entré en mi casa. Kathy aún estaba dormida. la desperté.
—¡Kathy! ¡Kathy!
—oh, Hank… ¿todo bien?
vino el perro y le acaricié.
—¿sabes lo que HICIERON ESOS HIJOS DE PUTA?
—¿qué?
—¡me dieron mi propio barrio para repartir folletos!
—oh. bueno, no es muy agradable, pero no creo que a la gente le importe.
—¿es que no comprendes? ¡con la reputación que me he creado! ¡yo soy un vivo! ¡no pueden verme con un saco de mierda a la espalda!
—¡bah, no creo que tengas esa reputación! son cosas tuyas.
—¿pero qué demonios dices? ¡has estado con el culo caliente en esta cama mientras yo estaba por ahí fuera con un montón de soplapollas!
—no te enfades. espera un momento que voy a mear.
esperé allí mientras ella soltaba su soñoliento pis femenino. ¡Dios mío, qué lentas son! el coño es una máquina de mear muy ineficaz. es mucho mejor el pijo.
Kathy salió.
—mira Hank, no te preocupes. me pondré un vestido viejo y te ayudaré a repartir los folletos. en seguida acabamos. los domingos la gente duerme hasta tarde.
—¡pero si ya me han VISTO!
—¿que ya te han visto? ¿quién?
—esa chiquilla de la casa marrón de la calle West Moreland.
—¿te refieres a Myra?
—¡no sé cómo se llama!
—si sólo tiene tres años.
—¡no sé cuántos años tiene, pero me preguntó por el perro!
—¿qué te dijo del perro?
—¡me preguntó dónde ESTABA?
—vamos, yo te ayudaré a librarte de esos folletos.
Kathy se estaba poniendo un vestido viejo, raído y gastado.
ya me he librado de ellos. se acabó. los eché en ese coche abandonado que hay en la autopista.
—¿no lo descubrirán?
—¡JODER! ¡y qué más da!
entré en la cocina y cogí una cerveza. cuando volví Kathy estaba otra vez en la cama. me senté en un sillón.
—¿Kathy?
—¿sí?
—¿es que no comprendes con quién estás viviendo? ¡yo tengo clase, auténtica clase! con treinta y cuatro años, no he trabajado más de seis o siete meses desde los dieciocho. y no tenía dinero. ¡mira estas manos! ¡como las de un pianista!
—¿clase? ¡deberías OIRTE CUANDO ESTAS BORRACHO! ¡eres horrible, horrible!
—¿quieres que empecemos a armar follón otra vez, Kathy? te he tenido en la opulencia y con pasta abundante desde que te saqué de aquel antro de la calle Alvarado.
Kathy no contestó.
—en realidad —le dije—, soy un genio, pero sólo lo sé yo.
—aceptaré eso —dijo ella. luego hundió la cabeza en la almohada y volvió a dormirse.
terminé la cerveza, tomé otra, luego salí, anduve tres manzanas y me senté en las escaleras de una tienda de ultramarinos cerrada que según el plano sería el lugar de reunión donde tenía que recogerme el encargado, estuve sentado allí desde las diez a las dos y media. fue aburrido y seco y estúpido y tortuoso y absurdo. el maldito camión llegó a las dos y media.
—hola, amigo.
—qué hay
—¿acabó ya?
—sí.
—¡es usted rápido!
—sí.
—quiero que ayude a este tipo a terminar su ruta.
—vaya por Dios, hombre.
entré en el camión y me llevó. allí estaba aquel tipo. se ARRASTRABA. depositaba cada folleto con gran cuidado en los porches. cada porche recibía un tratamiento especial y además parecía que el trabajo le encantaba. sólo le quedaba una manzana. liquidé la cuestión en cinco minutos luego nos sentamos y esperamos el camión. durante una hora.
nos llevaron de nuevo a la oficina y nos sentamos otra vez en aquellas sillas. luego aparecieron dos tipos insolentes con latas de cerveza en la mano. uno decía los nombres y el otro daba a cada uno su dinero.
en una pizarra detrás de las cabezas de aquellos tipos estaba escrito con tiza el siguiente mensaje:
todo el que trabaje para nosotros
treinta días seguidos
sin perder un día
recibirá
gratis
un traje usado
estuve observando a mis compañeros mientras les entregaban el dinero. no podía ser cierto. PARECÍA que cada uno de ellos recibía tres billetes de dólar. por entonces, el salario base legal era un dólar por hora. yo había estado en aquella esquina a las cuatro y media de la mañana y eran entonces las cuatro y media de la tarde. para mí, eran doce horas.
fui de los últimos que llamaron. creo que el tercero empezando por la cola. ni uno solo de aquellos vagabundos protestó, cogieron sus tres dólares y se largaron.
—¡Bukowski! —aulló el muchachito impertinente de la lata de cerveza.
me acerqué. el otro contó tres billetes muy limpios y crujientes.
—escuche —dije—, ¿es que no saben que hay un salario mínimo legal? un dólar por hora.
el tipo alzó su cerveza.
—descontamos el transporte, el desayuno y demás. sólo pagamos por tiempo medio de trabajo y calculamos unas tres horas.
—he perdido doce horas de mi vida. y ahora tendré que coger el autobús para llegar hasta donde está mi coche y poder volver a casa.
—tienes suerte de tener coche.
—¡y tú de que no te meta esa lata de cerveza por el culo!
—yo no soy quien decide la política de la empresa, señor. no me eche a mí la culpa.
—¡les denunciaré a las autoridades!
—¡Robinson! —aulló el otro impertinente.
el penúltimo vagabundo se levantó de su asiento a por sus tres dólares mientras yo cruzaba la puerta camino del Bulevar Beverly. a esperar el autobús. cuando llegué a casa y me vi con un trago en la mano eran las seis o así. cogí una borrachera respetable. estaba tan furioso que le eché tres polvos a Kathy. rompí una ventana. me corté un pie con los cristales. canté canciones de Gilbert & Sullivan que me había enseñado en otros tiempos un profesor inglés chiflado que daba una clase de inglés que empezaba a las siete de la mañana. en el City College de Los Angeles. Richardson, se llamaba. y quizás no estuviese loco. pero me enseñó lo de Gilbert & Sullivan y me dio una «B» en inglés por aparecer no antes de las siete y media, con resaca, CUANDO aparecía. pero ése es otro asunto. Kathy y yo nos reímos bastante aquella noche, y aunque rompí unas cuantas cosas no estuve tan desagradable e idiota como siempre.
y ese martes, en Hollywood Park, gané ciento cuarenta dólares a las carreras e inmediatamente volví a ser amante despreocupado, vividor, jugador, chulo reformado y cultivador de tulipanes. llegué y enfilé lentamente la entrada de casa en el coche, saboreando los últimos rayos del sol crepuscular. y luego, entré por la puerta trasera. Kathy había preparado carne con muchas cebollas y chorraditas y especies, tal como me gustaba a mí. estaba inclinada sobre la cocina y la agarré por detrás.
—ooooh…
—escucha, querida…
—¿sí?
estaba allí de pie con el cucharón goteando en la mano. le metí en el cuello del vestido un billete de diez dólares.
—quiero que me traigas una botella de whisky.
—de acuerdo, ahora mismo.
—y un poco de cerveza y puros. yo me ocuparé de la comida. se quitó la bata y entró un momento al baño. la oí canturrear. un momento después me senté en mi sillón y oí repiquetear sus tacones en el camino. había una pelota de tenis. cogí la pelota de tenis y la tiré en el suelo de forma que rebotase hacia la pared y de allí al aire. el perro, que medía uno cincuenta de largo por uno de alto, y era medio lobo, saltó al aire, se oyó el chasquido de los dientes; había cogido la pelota de tenis, casi junto al techo. por un instante pareció colgar allá arriba. qué perro maravilloso, qué vida maravillosa. cuando llegó al suelo, me levanté a ver cómo iba el guiso. perfectamente. todo iba perfectamente.