Lengua, lenguaje y política en Gramsci
texto de Francisco Fernández Buey
publicado en Gramsci eo Brasil
Tutto il linguaggio è un continuo proceso di metafore, e la storia della semantica è un aspetto della storia della cultura: il linguaggio è insieme una cosa vivente ed un museo de fossili della vita e delle civiltà passate. - [Quaderni del carcere, 11, p. 1438, 1932-1933]
1.
La preocupación de Antonio Gramsci por el tema de la lengua y los problemas lingüísticos ha sido una constante desde los escritos juveniles hasta las últimas notas de los Quaderni, en 1935, y sus últimas cartas. Esta preocupación está suficientemente documentada tanto para la época de L´Ordine Nuovo como en el caso de los Quaderni y las Lettere de la cárcel.
Algunos intérpretes de su obra, como Franco Lo Piparo y Tullio De Mauro, han subrayado en diferentes momentos la importancia que tuvo la formación universitaria torinesa de Gramsci, en tanto que lingüísta y filólogo, en la elaboración del conjunto de su obra y en la configuración de su pensamiento filosófico y político. El propio Valentino Gerratana ha avalado la consideración de que las reflexiones histórico-filológicas gramscianas, y en particular su concepción del lenguaje como actividad conformadora de sentimientos y creencias comunes en unos casos y de fracturas sociales en otros, tuvieron una importancia decisiva no sólo para la elaboración de una teoría de la cultura basada en la idea de reforma moral e intelectual, sino también en la conformación de la teoría de la hegemonía, que es el centro de la filosofía política del Gramsci maduro.
Creo que hoy en día tiene mucho interés volver a subrayar este aspecto de la obra de Gramsci, a saber: su voluntad de construir un lenguaje teórico y político nuevo, su voluntad de comunicación más allá de las jergas del especialista y de las fórmulas establecidas en el marco de una determinada tradición liberadora compartida.
Lo pienso así por dos razones.
En primer lugar, porque me parece que si Gramsci es, de todos los clásicos del marxismo, el que mejor llega hasta nosotros en diferentes países del mundo, el que tiene más cosas que decirnos, esto se debe no sólo a lo que dijo y escribió sino también a cómo lo dijo, a la forma en que lo dijo.
Y en segundo lugar, porque la búsqueda de un lenguaje adecuado en el que poder dialogar entre generaciones y en el marco de una tradición emancipatoria común es tal vez la principal tarea prepolítica de la izquierda digna de ese nombre en este cambio de siglo. En efecto, la batalla por dar sentido a las palabras de la propia tradición, la batalla por nombrar, por dar nombre a las cosas, es probablemente el primer acto autónomo de la batalla de ideas en este fin de siglo. La tradición socialista marxista se encuentra en esto en una situación parecida a la aludida por Girolamo Savonarola cuando en otro fin de siglo, en los orígenes de la modernidad europea, y a la vista de la degeneración del cristianismo oficial, propone, sin embargo, no tirar por la borda las palabras clave de su tradición y seguir empleándolas como habitualmente lo hace la mayoría, pero recuperando el sentido preciso del concepto que sólo conservaba una minoría.
El propio Gramsci ha escrito, en esa misma línea, una sugerente reflexión a propósito del lenguaje y las metáforas en relación con los fundadores de la filosofía de la praxis. El lenguaje, ha dicho en ese contexto [QC 11, p. 1427-1428, 1932-1933], es siempre metafórico; y aunque no conviene exagerar el significado del término “metáfora” añadiendo que todo discurso es necesariamente metafórico, sí que puede decirse que el lenguaje actual es metafórico “per rispetto ai significati e al contenuto ideologico che le parole hanno avuto nei precedenti periodi di civiltà”. Esta observación vale también para determinadas palabras de la filosofía de la praxis, como “sociedad civil”, “ideología”, “hegemonía” (por no hablar de “socialismo” o de “democracia material”) que han entrado ya en el lenguaje habitual de las ciencias sociales y del ciudadano culto de nuestra época.
No hay duda de que varias de esas palabras (señaladamente “ideología”) fueron usadas por Gramsci en una acepción distinta a la que tuvieron en la obra de Marx. Y tampoco puede haber duda de que, al pasar al discurso corriente e incluso a los manuales de sociología política, algunos de esos términos han cambiado hoy de sentido. La expresión “sociedad civil”, por ejemplo, ha adquirido tantas y tan diferentes connotaciones en el lenguaje político y sociológico habitual que uno no puede evitar cierto malestar cuando la oye o la lee en equívoca atribución a Gramsci.
El problema es qué se hace a partir de tal constatación, cómo operar. Gramsci descarta dos operaciones contemporáneas que son al mismo tiempo dos opciones históricamente muy difundidas: la utopía de las lenguas fijas y universales y la tendencia paretiana y pragmatista a teorizar abstractamente sobre el lenguaje como causa de error solventando el problema concreto (esto es, la ambivalencia del lenguaje cotidiano y el diferente uso que de las palabras hacen los “simples” y los intelectuales “cultos”) con un “diccionario” propio o mediante la creación de un lenguaje puro (formal o matemático) de uso universal.
Independientemente de lo que se piense acerca de la bondad epistemológica del intento paretiano y russelliano consistente en encontrar lenguajes en los que los términos sean usados unívocamente, e independientemente también de lo que se piense sobre la extensión (más reciente) de tales intentos a la ciencia política, parece evidente que tal pretensión escapa al ámbito de la actividad política colectiva concreta y que, por tanto, en ésta hay que acostumbrarse a la imposibilidad de superar la anfibología, la equivocidad y las metáforas. Ese fue al menos el punto de vista de Gramsci. Lo que implica buscar un lenguaje no formal o formalizado, en cierto sentido metafórico también él, en el que puedan entenderse intelectuales y pueblo, de generaciones distintas, y que luchan por una nueva cultura.
Lo diré de otra manera: para poder renovar la tradición marxista y socialista en los nuevos tiempos hace falta un esfuerzo considerable en lo tocante a la comunicación y comprensión recíproca de experiencias y vivencias entre generaciones, un esfuerzo lingüístico innovador similar al que hizo el propio Gramsci primero en los años de L´ordine nuovo y luego en los años de la cárcel.
Este esfuerzo gramsciano se puede caracterizar así: es formal y metodológicamente innovador en lo que tiene de presentación de una de las tradiciones del movimiento obrero (la marxista) y, por tanto, ya en la interpretación misma de la obra de Marx; y es sustancialmente innovador en lo que tiene de pensamiento propio, es decir, de pensamiento que se quiere en continuidad con esa misma tradición pero que presta particular atención a los problemas socioeconómicos y culturales nuevos, no tocados o no previstos por los principales clásicos de la misma.
a.g (Pearls)La forma que Gramsci ha dado a su discurso, el lenguaje que Gramsci inventa para interpretar a Marx y pensar en continuidad con Marx, innovando, es, ante todo, acentuadamente dialógica. Quisiera subrayar esto aquí. No es la forma dialéctica tendencialmente “arquitectónica” buscada por Marx en la Contribución a la crítica de la economía política y en El capital; ni tampoco la forma “sistema” esbozada por Engels en el Anti-Dühring y en su reflexión sobre el paso del socialismo utópico al socialismo científico; ni la forma “tratado” propiciada por Bujárin; ni la forma casi siempre políticamente instrumental seguida por Lenin en la mayoría de sus obras; ni tampoco la forma “ensayo” que se impuso en el marxismo “teórico” posterior. La forma del discurso de Gramsci es más bien un diálogo, simultáneo o diferido, a tres bandas: con los clásicos de la tradición (para precisar en qué innovan éstos), con los contemporáneos próximos (para decidir, si es que se puede decidir, acerca de las preocupaciones y problemas del momento), y consigo mismo, pero sin ensimismamiento, a partir de la reconsideración de las experiencias vividas desde 1917.
2.
La importancia que Gramsci dio a la lengua y al lenguaje a lo largo de toda su vida se puede estudiar en distintos ámbitos. En esta comunicación me referiré principalmente a tres de esos ámbitos con especial atención a los Cuadernos de la cárcel.
El primer ámbito que hay que tener en cuenta es, naturalmente, el de las consideraciones específicas sobre las lenguas y su historia, sobre la gramática, sobre los problemas de la lingüística y sobre la cultura y la literatura italianas conectadas con estos problemas.
Es sabido que ya en el primer plan de trabajo en la cárcel, cuando Gramsci anuncia en marzo de 1927, con cierta ironía, que querría hacer algo “für ewig”, desinteresadamente, de acuerdo con una concepción de Goethe recuperada por Pascoli, estas reflexiones sobre la lengua iban a tener un lugar destacado. Y no sólo porque el segundo asunto de ese plan era “nada menos” que un estudio de lingüística comparada, sino también porque los otros temas propuestos (investigar la formación del espíritu público en la Italia del siglo XIX, la transformación del gusto teatral a partir de la obra de Pirandello y la conformación del gusto popular en literatura) tienen, todos ellos, una conexión directa con la preocupación filológica.
Aunque, por motivos diversos, este plan inicial iba a experimentar notables modificaciones en los años siguientes y aunque a partir de cierto momento Gramsci declaró que ya no tenía un plan propiamente dicho, o sea, de estudios sistemáticos, sin embargo, su voluntad de “sacar jugo a un higo seco” le permitió sin duda recuperar al menos una parte de aquel proyecto “desinteresado”. La enfermedad, la imposibilidad de contar en la cárcel con los materiales científico-académicos apropiados, los problemas políticos y sentimentales y el constante esfuerzo de introspección que llevó a cabo en los años siguientes acabaron convenciendo a Gramsci de que lo que realmente podía hacer en tal situación era una obra sustancialmente polémica. En su ejercicio de introspección Gramsci acaba juntando el socrático “conócete a tí mismo” con el hacer de la necesidad virtud, con la justificación de lo que realmente él podía hacer en aquellas condiciones:
“Toda mi formación intelectual ha sido de tipo polémico. El pensar desinteresamente me es difícil, quiero decir el estudio por el estudio. Sólo a veces, pero muy raramente, se me ha ocurrido meterme en un determinado tipo de reflexiones y encontrar, por así decirlo, en las cosas en sí el interés para dedicarme a su análisis. Ordinariamente me es necesario ponerme en un punto de vista dialógico o dialéctico, pues en otro caso no siento ningún estímulo intelectual. No me gusta tirar piedras al vacío, quiero sentir un interlocutor o un adversario concreto. Incluso en la relación familiar quiero dialogar”.
Pero la realización final del proyecto, por lo que se ve en los Cuadernos, resulta ser algo más que polémica. Y, desde luego, algo más que un mosaico de reflexiones fragmentarias, como se dice a veces demasiado apresuradamente. Algo más que polémica son, por ejemplo, las notas sobre la movilidad y estratificación de la lengua, sobre la tensión entre gramática viva y gramática normativa, sobre las relaciones existentes entre las opciones expresivas o estilísticas y las formas de la cultura y de la vida social, o sobre las posibilidades de traducibilidad de los lenguajes y formaciones culturales. En todas ellas hay un hilo rojo, la cuestión de una nueva cultura de las clases subalternas y la lucha por la hegemonía, un hilo rojo que rebasa la forma polémica y la fragmentariedad de las notas.
En cierto modo, y por lo que hace a este punto, se puede decir que el proyecto de Gramsci se va perfilando como un enlazar sus conocimientos académicos, en tanto que filólogo e historiador de la lengua, con la experiencia adquirida como dirigente político comunista para proyectar esos conocimientos al estudio de la historia de Italia y a la crítica de la cultura. Lo que resulta de ahí, viendo los Cuadernos en su conjunto, es un bosquejo de sociología política de la contemporaneidad. Eso sí: con punto de vista explícito y mucha conciencia de la historia. Sus consideraciones histórico-críticas iniciales sobre la cuestión de la lengua y las clases intelectuales o sobre los distintos tipos de gramática acaban remitiendo a consideraciones de política lingüística [Q. 29, 1935, p. 2344-45], de política cultural, de sociología de la contemporaneidad, a consideraciones, en suma, sobre la reorganización de la hegemonía cultural en el presente:
Ogni volta che affiora, in un modo o nell´altro, la quistione della lingua, significa che si sta imponendo una serie di altri problemi: la formazione e l´allargamento della classe dirigente, la necessità di stabilire rapporti piú intimi e sicuri tra i gruppi dirigenti e la massa popolare-nazionale, cioè di riorganizzare l´egemonia culturale. Oggi si sono verificati diversi fenomeni che indicano una rinascita di tali questioni…[Q. 29, p. 2346, 1935].
Además de constatar, pues, que la preocupación por la lengua, los lenguajes y la literatura en relación con la hegemonía está al principio [en el primer cuaderno iniciado el 8 de febrero de 1929] y al final [en las “note per una introduzione allo studio della grammatica” escritas en 1935] de los Cuadernos, hay que decir que este tipo de consideraciones gramscianas siguen siendo de gran actualidad, particularmente en países como los nuestros, donde la cuestión de la lengua (o, mejor, de las lenguas y sus formas dialectales y de las culturas que se encuentran y chocan entre ellas) se ha convertido desde hace algún tiempo en uno de los principales temas de debate público. La principal lección de Gramsci, también en esto, es de orden metodológico. De metodología en un sentido amplio, filosófico.
Sin hacer de este asunto prepolítico un tema instrumentalmente político (que es lo que está ocurriendo precisamente en las controversias de los últimos tiempos sobre lenguas y culturas), Gramsci supo captar muy bien la dimensión política y político-cultural que se oculta, o no siempre se declara, en todo proyecto de normalización lingüística (cuando aflora nuevamente la cuestión de la lengua) empezando por las distintas variantes de la gramática normativa. Hoy, en la época del multiculturalismo pero también de la globalización y de un nuevo ascenso de los nacionalismos y de los particularismos, podemos hacer cotidianamente la comprobación de hasta qué punto lo que está en juego en polémicas, que en su inicio parecen sólo linguísticas, filológicas, sociolingüísticas o de antropología cultural, es también la lucha por la hegemonía (cultural, económica y política) entre las distintas fracciones de las burguesías nacionales regionalmente diferenciadas, entre las distintas burguesías de los estados plurinacionales y plurilingüísticos y entre las burguesías y capas medias de estados compuestos con variantes dialectales importantes.
Y, en este sentido, me parece que aproximar las agudas notas de Gramsci sobre “americanismo” a sus consideraciones sobre el transfondo político-cultural de los proyectos históricos de normatividad lingüística, o a sus observaciones sobre lo nacional-popular, todavía puede ayudar mucho a la comprensión racional de lo que está pasando en nuestro marco geográfico. Que no es precisamente halagüeño. Podría decirse incluso que el péndulo de la historia ha cambiado de dirección: mientras que Gramsci evolucionaba desde el autonomismo de juventud hacia una fundamentación de lo nacional-popular con intención internacionalista pero respetuosa de las diferencias, hoy en día, en parte por reacción ante la globalización y la uniformización cultural que ella comporta, se camina, en cambio, hacia una identificación de lo nacional-popular con el autonomismo (en versiones políticas diversas: regionalistas, nacionalistas, independentistas, etc.).
3.
El segundo ámbito que tiene relevancia aquí es el de las consideraciones de Gramsci, en la correspondencia con Julia y Tania, sobre las lenguas como vehículos de comunicación. Desde este punto de vista se puede decir que el problema de la lengua y de las opciones expresivas llega a ser para Gramsci casi obsesivo en su comunicación con Julia Schucht.
Esa obsesión tiene dos dimensiones: una dimensión privada y sentimental, relacionada precisamente con el esfuerzo por tener una “verdadera correspondencia”, un “diálogo auténtico” entre personas que se quieren pero no siempre se entienden, y otra dimensión política.
Estamos ante una relación entre un italiano que tiene dificultades para leer y entender bien la lengua rusa y una rusa que se expresa con cierta dificultad por escrito en lengua italiana. Si la comunicación entre dos personas así, en circunstancias normales, ya tiene de por sí dificultades, éstas se hacen agudas al intervenir la distancia (él en Italia, ella en Moscú), las enfermedades (físicas y psicológicas de ambos) y la cárcel (que no permite hablar abiertamente y con franqueza de nada, ni de sentimientos ni de política).
Se comprende que, en tales condiciones, Gramsci haya insistido tantas veces a Julia en la importancia que tiene para él el que ella se exprese con claridad y precisión. Se comprende también que, a veces, la intermediación bienintencionada de Tania le irrite. Y se comprende, al menos parcialmente, aquella obsesión suya que le lleva a leer una y otra vez la misma carta para captar todos los matices de una información o de una afirmación de Julca.
Esta obsesión de Gramsci por el lenguaje de la comunicación interpersonal, tan patente en la correspondencia, se le ha convertido, en algunos momentos de su vida carcelaria, en una verdadera neurosis. No es posible mantener una relación sentimental a distancia entre personas que tienen hijos en común con el puntillismo filológico, y en ocasiones pedante, del que Gramsci da pruebas en algunas de sus cartas. Él mismo fue consciente de ello en algunos momentos. Y, en cualquier caso, ese puntillismo tiene que ser considerado como uno de los elementos explicativos de la tragedia del hombre Gramsci en la cárcel y de la tragedia de Julca en Moscú.
Como el asunto es delicado y exige delicadeza en su tratamiento lo dejaré aquí. No sin añadir, aunque sea de pasada, que la banalización de la tragedia del hombre Gramsci en su relación con Julia Schucht a la que se está asistiendo en estos últimos años, sobre todo en Italia, produce náuseas y quita las ganas de seguir escribiendo. Ante ese espectáculo, que por lo que veo ahora salta a las páginas de los periódicos, sólo cabe repetir las palabras, punzantes, un tanto melancólicas, pero verdaderas, escritas por Valentino Gerratana en 1992:
Cuando sólo existe un simulacro de cultura, como es ahora el caso, no puede haber un verdadero diálogo con Gramsci ni con ningún otro.
4.
Al superponerse a la relación sentimental la identidad o la proximidad en lo político, la comunicación entre personas que cifran la dignidad de la cultura en su función transformadora de los hombres y de las relaciones reales se complica. Efectivamente, en el debate político entre gentes que comparten unos mismos objetivos, en el marco de la III Internacional, pero que están obligadas a tomar decisiones perentorias acerca de divisiones entre amigos y conocidos que seguramente cuesta entender, la precisión lingüística, el buen uso de las palabras, resulta doblemente importante. En esas condiciones incluso la broma y la ironía se tienen que medir antes de dejarlas caer.
Una de las consecuencias negativas de la rusificación de los partidos comunistas de Europa, advertida ya por Lenin en el IV Congreso de la III Internacional y oportunamente recordada por el propio Gramsci, es que ese proceso obliga a entender con otras categorías, y con otras palabras, temas y asuntos nacionales que a veces tienen difícil traducción. La división que, en ese período, se fue creando entre un “marxismo ruso” y un marxismo llamado “occidental” tiene su origen prepolítico en los problemas de traducción de una concepción de la historia y del hombre (la marxiana) que fue pensada teniendo mayormente en mente los problemas de la lucha de clases en Alemania, Francia e Inglaterra, vertida luego al ruso para que pudiera ser entendida en un océano de campesinos y retraducida luego del ruso (leninista) al alemán, al inglés o al italiano.
Para un intelectual que conociera medianamente bien la obra de Marx, incluso para un intelectual como Gramsci que sentía gran aprecio por la obra de Lenin, este doble proceso de traducción y retraducción, al ruso y desde el ruso, de problemas socioeconómicos y culturales relativamente conocidos tenía que equipararse a una “traición”. Puesto que, en cierto modo y también en esto, il tradutore è traditore.
En efecto, al analizar las controversias políticas de la fase que va de 1924 a 1936 no se ha prestado la atención suficiente a un problema que es previo a la definición propiamente política, a saber: si realmente los interlocutores rusos, alemanes, húngaros, italianos, franceses, polacos, españoles, etc. entendían las palabras clave de la discusión en el mismo sentido, en la misma acepción. No digamos ya cuando, en ese contexto, se empieza a hablar de la revolución china con términos y conceptos del lenguaje político francés pasado por el ruso.
Gramsci, que ha dedicado algunos párrafos muy agudos de los Cuadernos al problema de la traducibilidad de los lenguajes [Q. 11, p. 1468-1473 y p. 1492-1493, 1932-1933], que ha querido dedicarse él mismo a la traducción, y que ha tenido serios problemas de comunicación incluso con los compañeros de la cárcel al discutir sobre la estrategia de la III Internacional, por fuerza tenía que ser sensible a este problema que estoy planteando. Y que se puede rotular así: Babel en el internacionalismo de la III Internacional o cómo construir un lenguaje común inteligible entre personas de tantas lenguas y nacionalidades distintas que saben a la vez dos cosas: que los obreros no deberían tener patria (según se dice en el Manifiesto comunista) pero que, de hecho, la tienen (como ha quedado probado durante la primera guerra mundial).
No hay duda de que cuando Gramsci se plantea el problema de la traducibilidad de los lenguajes científicos y filosóficos lo que tiene en la cabeza es precisamente el problema de las tradiciones nacionales en el marco de la Internacional, pues esa reflexión arranca precisamente con una mención de Lenin según la cual non abbiamo saputo “tradurre” nelle lingue europee la nostra lingua [Q. 11, p. 1468, 1932-1933].
El problema de traducir a un lenguaje común una estrategia internacionalista compartida por obreros e intelectuales que hablan diferentes lenguas y pertenecen a nacionalidades distintas se presenta ya desde los primeros años de la Primera Internacional. Y es un asunto que no se puede abordar sólo desde el punto de vista de la solidaridad (espontanea o consciente) de clase. Una parte del movimiento socialista y comunista ha actuado desde entonces como si la afirmación según la cual “los obreros no tienen patria” fuera un juicio o una proposición sociológica, resultado de alguna encuesta hecha entre segmentos representativos del proletariado industrial mundial cuando, a poco que se piense, se verá que se trata de una afirmación normativa, de un desiderata.
El propio Marx se ha dado cuenta de la importancia de este problema. En una entrevista que concedió en 1871 a la publicación neoyorquina The World, dijo:
“La AIT no impone ninguna forma fija al movimiento político. La AIT está formada por una red de sociedades afiliadas que abarca todo el mundo del trabajo. En cada una de las partes del mundo aparecen aspectos particulares del problema del trabajo; los obreros los tienen en cuenta y tratan de resolverlos a su manera. Pues las organizaciones obreras no pueden ser idénticas en Newcastle y en Barcelona, en Londres y en Berlín. La Internacional no tiene la pretensión de imponerles su voluntad, ni siquiera pretende dar consejos: ofrece a todo movimiento en curso su simpatía y su ayuda, dentro de los límites establecidos por los estatutos”.
Pero Gramsci va más lejos: traslada la reflexión del plano político-organizativo a un plano que es anterior, el de la posibilidad de traducir lenguajes y culturas distintos tratando de superar a la vez el primitivismo etnocéntrico y el relativismo absoluto. Al criticar tanto el “esperantismo filosófico” como la “utopía de las lenguas fijas y universales” o la “resistencia al desarrollo de una lengua común nacional por parte de los fanáticos de las lenguas internacionales”, ha tenido el acierto de poner en relación, y en cuestion, el pragmatismo cientificista, de raiz positivista, con la tentativa de Bujárin en el Saggio popolare, y ambas cosas con la persistencia de un etnocentrismo que no llega a captar la historicidad de los lenguajes y de las filosofías, razón por la que habitualmente se tiende a considerar que todo aquello que no es expresado en el propio lenguaje es delirio, prejuicio o superstición [Q. 11, p. 1466-1467, 1932-1933].
En ese contexto Gramsci ha señalado, además, un par de criterios teóricos de mucha utilidad para fundamentar, en el marco de la filosofía de la praxis, la posibilidad, por imperfecta que ésta sea, de una traducibilidad recíproca entre lenguas y culturas nacionales de tradiciones diversas. Estos criterios son:
1ª Dilucidar “las dosis de criticismo y escepticismo”, respecto del propio lenguaje (y de la propia concepción del mundo), que son necesarias para mantener la propia cultura alternativa sin paralizarse (o desmoralizar a los propios) ni convertirse en un sectario;
2ª Admitir no sólo como posibilidad sino como una realidad el que hay culturas superiores a otras, aunque – y esto es decisivo – casi nunca lo sean en aquello que sus defensores fanáticos, primitivos o etnocéntricos, creen que lo son, y, sobre todo, nunca tomadas en su conjunto o totalidad.
5.
El tercer ámbito que hay que estudiar es el de la repercusión de esta preocupación por la lengua y los lenguajes en la evolución del pensamiento político de Gramsci. En este ámbito hay que decir que, aunque la reflexión sobre el vínculo entre lenguaje y política no siempre es explícita, sin embargo, la originalidad de Gramsci, y en particular la originalidad de su marxismo, se debe en gran parte a la voluntad de expresar en una forma nueva una nueva forma de hacer política.
Esta es una dimensión de la obra de Gramsci que siempre ha sido reconocida por personas de otras tradiciones o de otras culturas: de Piero Gobetti a Camillo Berneri y de Joaquim Maurín a Benedetto Croce.
Gramsci ha continuado en esto el camino abierto por Marx al proponer la mundanización de la filosofía como forma de realización-superación de la filosofía misma integrando en sus consideraciones los problemas de la humanidad que sufre y los problemas de la humanidad que piensa. Y si ya en el Marx de los años cuarenta del siglo pasado, y aún más en el de los años cincuenta, encontramos un periodismo documentado, con conocimiento histórico-filosófico y punto de vista, en el Gramsci de L´Ordine nuovoencontraremos una forma periodística igualmente original: informada, culta, polémica, problemática y veraz a la vez. Esto no es casual. Se debe a una reflexión particularizada sobre la cultura alternativa de los de abajo (en diáologo con Tasca y con Bordiga) y sobre la mejor forma del lenguaje de comunicación entre intelectuales y pueblo.
Esa reflexión es algo así como un hilo rojo que recorre toda la obra de Gramsci desde 1918 hasta 1935. Y se hace teniendo en cuenta fundamentalmente dos factores: de un lado, la comparación de la nueva concepción del mundo con la historia del cristianismo institucionalizado en Iglesia y, de otro, la necesidad de la crítica a la vulgarización del socialismo marxista que tiende a tratar a los de abajo como a “simples” o “mera tropa”. Gramsci busca un vínculo entre dirigentes y dirigidos en el marco de una misma tradición (él dice “concepción del mundo explícita y activa”) que se rija por un lenguaje único compartido, no como en las iglesias por dos lenguajes, uno para los clérigos y otro para los simples.
En esa búsqueda, la forma dialógica va de la mano de la propuesta de un nuevo tipo de filósofo al que él ha llamado “filósofo democrático” cuya personalidad no se limita al cultivo de la propia individualidad física sino que apunta más bien a “una relación social activa de modificación del ambiente cultural”. Esta es la traducción gramsciana de la mundanización marxiana del filosofar. Y su adaptación a la época “del puñetazo en el ojo”, esto es, a los años malos del fascismo y del nazismo, se expresa en el reconocimiento de que hay que pasar, modestamente, de sentirse “labradores de la historia” [aratori della storia] a considerarse “estiércol de la historia” [concio della storia]. “Antes – dice Gramsci – todos querían ser labradores de la historia; nadie quería ser estiércol de la historia [...] Pero ¿se puede arar la tierra sin haber echado antes el abono? Algo ha cambiado, porque ahora hay quien se adapta filosóficamente a ser estiércol, el que sabe que tiene que serlo y se adapta” [Q. 9, p. 1128, 1932]. La política, y más en los tiempos malos, tiene que ser, pues, antes que nada pedagogía; y su lenguaje, el lenguaje de la política, pedagógico sin vulgarización ni primitivismo, apasionado y veraz.
Es esta reflexión la que conduce a Gramsci a una consideración sobre el talante y el estilo más convenientes para la nueva época, para esa fase histórica en la que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer.
Hay en los Cuadernos otros dos pasos igualmente interesantes para la consideración de la relación entre lenguaje y política que querría recordar aquí.
El primero se refiere a la cuestión de los jóvenes y tiene que ver con la importancia concedida al diálogo intergeneracional en la lucha por la hegemonía [Q. 1, p. 115-116, 1929-1930; Q. 3, p. 396-397, 1930; Q. 14, p. 1717-1718, 1932-1935]. Y el segundo [Q. 26, p. 2298-2301, 1935], que es también un diálogo en el marco de la propia tradición, se refiere al estilo, a la forma más apropiada para elaborar el “bloque histórico”, para crear un “centro de anudamiento” entre intelectuales y pueblo.
Gramsci ha llamado varias veces la atención sobre la importancia de los cortes y crisis generacionales en la lucha por la hegemonía así como sobre la responsabilidad de los mayores, de los viejos y no tan viejos, en esta batalla. La crisis generacional tiene una relación directa con el malestar cultural. Y en ella es esencial encontrar un lenguaje común en el que personas de diferentes edades, que aspiran a transformar el mundo, puedan entenderse y comunicarse vivencias distintas. Gramsci está tratando de plantear aquí, en términos positivos, un delicado asunto al que Turgueniev y Dostoiewski habían dedicado ya algunas páginas excelsas bajo el rótulo “padres e hijos: liberalismo y nihilismo”. Como ese sigue siendo uno de los temas de nuestro tiempo, no será inútil decir aquí unas palabras para prolongar hacia nuestro presente la preocupación de Gramsci.
Efectivamente: uno de los problemas a los que hemos de hacer frente ahora es que el diálogo entre generaciones está mediatizado por la trivialización y manipulación de la historia del siglo XX de que hace gala el “revisionismo” historiográfico. Éste está calando muy hondamente y aparece ya como una ideología muy funcional a los intereses de las clases dominantes en la época de la homogeneización y del uniformismo cultural. Lo que llama posmodernismo es, en el plano cultural, la etapa superior del capitalismo y, como escribió John Berger, “el papel histórico del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir”.
Así ha sido y así es. Y puesto que así es, a los jóvenes que se han formado ya en la cultura de las imágenes fragmentadas hay que hacerles una propuesta distinta de la del gran relato cronológico tradicional para que se interesen por lo que Marx y Gramsci fueron e hicieron, por la tradición socialista marxista; una propuesta, en suma, que restaure, mediante imágenes fragmentarias, la persistencia de la centralidad de la lucha de clases en nuestra época entre los claroscuros de la tragedia del siglo XX. Gramsci pensó en el teatro, en la literatura popular, en la poesía y en la narrativa. Y pensó en la importancia de la palabra (oral y escrita) en términos de concepciones del mundo y de un gran relato histórico. Esa reflexión merece ser prolongada. Es probable que en nuestros días el lenguaje más adecuado para enhebrar el diálogo entre generaciones en el marco de las tradiciones de liberación sea un uso alternativo de la técnica cinematográfica y del vídeo, combinando documentación histórica y pasión razonada.
Querría terminar con una consideración sobre el estilo en la nueva forma de hacer política. Hay una reflexión, contenida en una nota de 1935 sobre las “contradicciones del historicismo y las expresiones literarias de las mismas”, que resume bien, en mi opinión, la lección de estilo que Gramsci nos quiso dejar. Esa reflexión versa sobre la ironía y al sarcasmo como formas estilísticas. Tiene mucha enjundia y también actualidad.
“Ironia” – dice Gramsci – può essere giusto per l´attegiamento di intellectuali singoli, individuali, cioè, senza responsabilità immediata sia pure nella costruzione di un mondo culturale o per indicare il distacco dell´artista dal contenuto sentimentale della sua crezione (che puó “sentire” ma no “condividere”, o può condividere ma in forma intellettualmente più raffinata); ma nel caso dell`azione storica, l`elemento ironia serebbe solo letterario o intellettualistico e indicherebbe una forma di distacco piuttosto connessa allo scetticismo piú o meno dilettantesco dovuto a disillusione, a stanchezza, a ¨superominismo¨. Invece nel caso dell´azzione storico-politica l`elemento stilistico adeguato, l`atteggiamento caratteristico del distacco-comprensione, è il sarcasmo e ancora en una forma determinata, il sarcasmo appassionato. Nei fondatori della filosofia della prassi si trova l´espressione piú alta, eticamente e esteticamente, del sarcasmo appasionato [...] Di fronte alle credenza e illusioni popolari [...] c´è un sarcasmo appassionatamente “positivo”, creatore, progressivo: si capisce che non si vuol dileggiare il sentimento più intimo di quelle illusioni e credenze, ma la loro forma immediata, connesso a un determinato mondo “perituro”, il puzzo di cadavere che trapela attaverso il belletto umanitario dei professionisti degli “immortali principii” [Q. 26, p. 2300, 1935].
Gramsci distingue bien aquí entre el “sarcasmo apasionado” y un sarcasmo de derechas, antihumanista, que raramente es apasionado y que siempre se presenta como negativo, escéptico y, por tanto, destructivo no sólo de la forma contingente sino del mismo contenido humano de aquellos sentimientos y creencias. Y continua así: “Si cerca di dare al nucleo vivo delle aspirazioni contenute in quelle credenze una nueva forma (quindi di innovare, determinare meglio quelle aspirirazioni), non di distruggerle”. Pero, como siempre ocurre, las primeras y originales manifestaciones del sarcasmo dan lugar a imitadores: también lo que fue inicialmente estilo tiene el riesgo de convertirse en estilística y en jerga [gergo]. Y eso se tiene que evitar. Tanto más en esta época.
El historicismo no se puede concebir a sí mismo como expresable en una forma apodíctica o predicatoria y debe crear un gusto estilístico nuevo, incluso un lenguaje nuevo como medios de lucha intelectual. El sacarmo aparece, por tanto, como la componente literaria de una serie de exigencias teóricas y prácticas que superficialmente pueden presentarse como insanablemente contradictorias; su elemento esencial es la pasionalidad que deviene criterio de la potencia estilística individual (de la sinceridad, de la profunda convicción opuesta al papanatismo [pappagallismo] y al mecanicismo [Q. 26, p. 2301, 1935].
texto de Francisco Fernández Buey
publicado en Gramsci eo Brasil
Tutto il linguaggio è un continuo proceso di metafore, e la storia della semantica è un aspetto della storia della cultura: il linguaggio è insieme una cosa vivente ed un museo de fossili della vita e delle civiltà passate. - [Quaderni del carcere, 11, p. 1438, 1932-1933]
1.
La preocupación de Antonio Gramsci por el tema de la lengua y los problemas lingüísticos ha sido una constante desde los escritos juveniles hasta las últimas notas de los Quaderni, en 1935, y sus últimas cartas. Esta preocupación está suficientemente documentada tanto para la época de L´Ordine Nuovo como en el caso de los Quaderni y las Lettere de la cárcel.
Algunos intérpretes de su obra, como Franco Lo Piparo y Tullio De Mauro, han subrayado en diferentes momentos la importancia que tuvo la formación universitaria torinesa de Gramsci, en tanto que lingüísta y filólogo, en la elaboración del conjunto de su obra y en la configuración de su pensamiento filosófico y político. El propio Valentino Gerratana ha avalado la consideración de que las reflexiones histórico-filológicas gramscianas, y en particular su concepción del lenguaje como actividad conformadora de sentimientos y creencias comunes en unos casos y de fracturas sociales en otros, tuvieron una importancia decisiva no sólo para la elaboración de una teoría de la cultura basada en la idea de reforma moral e intelectual, sino también en la conformación de la teoría de la hegemonía, que es el centro de la filosofía política del Gramsci maduro.
Creo que hoy en día tiene mucho interés volver a subrayar este aspecto de la obra de Gramsci, a saber: su voluntad de construir un lenguaje teórico y político nuevo, su voluntad de comunicación más allá de las jergas del especialista y de las fórmulas establecidas en el marco de una determinada tradición liberadora compartida.
Lo pienso así por dos razones.
En primer lugar, porque me parece que si Gramsci es, de todos los clásicos del marxismo, el que mejor llega hasta nosotros en diferentes países del mundo, el que tiene más cosas que decirnos, esto se debe no sólo a lo que dijo y escribió sino también a cómo lo dijo, a la forma en que lo dijo.
Y en segundo lugar, porque la búsqueda de un lenguaje adecuado en el que poder dialogar entre generaciones y en el marco de una tradición emancipatoria común es tal vez la principal tarea prepolítica de la izquierda digna de ese nombre en este cambio de siglo. En efecto, la batalla por dar sentido a las palabras de la propia tradición, la batalla por nombrar, por dar nombre a las cosas, es probablemente el primer acto autónomo de la batalla de ideas en este fin de siglo. La tradición socialista marxista se encuentra en esto en una situación parecida a la aludida por Girolamo Savonarola cuando en otro fin de siglo, en los orígenes de la modernidad europea, y a la vista de la degeneración del cristianismo oficial, propone, sin embargo, no tirar por la borda las palabras clave de su tradición y seguir empleándolas como habitualmente lo hace la mayoría, pero recuperando el sentido preciso del concepto que sólo conservaba una minoría.
El propio Gramsci ha escrito, en esa misma línea, una sugerente reflexión a propósito del lenguaje y las metáforas en relación con los fundadores de la filosofía de la praxis. El lenguaje, ha dicho en ese contexto [QC 11, p. 1427-1428, 1932-1933], es siempre metafórico; y aunque no conviene exagerar el significado del término “metáfora” añadiendo que todo discurso es necesariamente metafórico, sí que puede decirse que el lenguaje actual es metafórico “per rispetto ai significati e al contenuto ideologico che le parole hanno avuto nei precedenti periodi di civiltà”. Esta observación vale también para determinadas palabras de la filosofía de la praxis, como “sociedad civil”, “ideología”, “hegemonía” (por no hablar de “socialismo” o de “democracia material”) que han entrado ya en el lenguaje habitual de las ciencias sociales y del ciudadano culto de nuestra época.
No hay duda de que varias de esas palabras (señaladamente “ideología”) fueron usadas por Gramsci en una acepción distinta a la que tuvieron en la obra de Marx. Y tampoco puede haber duda de que, al pasar al discurso corriente e incluso a los manuales de sociología política, algunos de esos términos han cambiado hoy de sentido. La expresión “sociedad civil”, por ejemplo, ha adquirido tantas y tan diferentes connotaciones en el lenguaje político y sociológico habitual que uno no puede evitar cierto malestar cuando la oye o la lee en equívoca atribución a Gramsci.
El problema es qué se hace a partir de tal constatación, cómo operar. Gramsci descarta dos operaciones contemporáneas que son al mismo tiempo dos opciones históricamente muy difundidas: la utopía de las lenguas fijas y universales y la tendencia paretiana y pragmatista a teorizar abstractamente sobre el lenguaje como causa de error solventando el problema concreto (esto es, la ambivalencia del lenguaje cotidiano y el diferente uso que de las palabras hacen los “simples” y los intelectuales “cultos”) con un “diccionario” propio o mediante la creación de un lenguaje puro (formal o matemático) de uso universal.
Independientemente de lo que se piense acerca de la bondad epistemológica del intento paretiano y russelliano consistente en encontrar lenguajes en los que los términos sean usados unívocamente, e independientemente también de lo que se piense sobre la extensión (más reciente) de tales intentos a la ciencia política, parece evidente que tal pretensión escapa al ámbito de la actividad política colectiva concreta y que, por tanto, en ésta hay que acostumbrarse a la imposibilidad de superar la anfibología, la equivocidad y las metáforas. Ese fue al menos el punto de vista de Gramsci. Lo que implica buscar un lenguaje no formal o formalizado, en cierto sentido metafórico también él, en el que puedan entenderse intelectuales y pueblo, de generaciones distintas, y que luchan por una nueva cultura.
Lo diré de otra manera: para poder renovar la tradición marxista y socialista en los nuevos tiempos hace falta un esfuerzo considerable en lo tocante a la comunicación y comprensión recíproca de experiencias y vivencias entre generaciones, un esfuerzo lingüístico innovador similar al que hizo el propio Gramsci primero en los años de L´ordine nuovo y luego en los años de la cárcel.
Este esfuerzo gramsciano se puede caracterizar así: es formal y metodológicamente innovador en lo que tiene de presentación de una de las tradiciones del movimiento obrero (la marxista) y, por tanto, ya en la interpretación misma de la obra de Marx; y es sustancialmente innovador en lo que tiene de pensamiento propio, es decir, de pensamiento que se quiere en continuidad con esa misma tradición pero que presta particular atención a los problemas socioeconómicos y culturales nuevos, no tocados o no previstos por los principales clásicos de la misma.
a.g (Pearls)La forma que Gramsci ha dado a su discurso, el lenguaje que Gramsci inventa para interpretar a Marx y pensar en continuidad con Marx, innovando, es, ante todo, acentuadamente dialógica. Quisiera subrayar esto aquí. No es la forma dialéctica tendencialmente “arquitectónica” buscada por Marx en la Contribución a la crítica de la economía política y en El capital; ni tampoco la forma “sistema” esbozada por Engels en el Anti-Dühring y en su reflexión sobre el paso del socialismo utópico al socialismo científico; ni la forma “tratado” propiciada por Bujárin; ni la forma casi siempre políticamente instrumental seguida por Lenin en la mayoría de sus obras; ni tampoco la forma “ensayo” que se impuso en el marxismo “teórico” posterior. La forma del discurso de Gramsci es más bien un diálogo, simultáneo o diferido, a tres bandas: con los clásicos de la tradición (para precisar en qué innovan éstos), con los contemporáneos próximos (para decidir, si es que se puede decidir, acerca de las preocupaciones y problemas del momento), y consigo mismo, pero sin ensimismamiento, a partir de la reconsideración de las experiencias vividas desde 1917.
2.
La importancia que Gramsci dio a la lengua y al lenguaje a lo largo de toda su vida se puede estudiar en distintos ámbitos. En esta comunicación me referiré principalmente a tres de esos ámbitos con especial atención a los Cuadernos de la cárcel.
El primer ámbito que hay que tener en cuenta es, naturalmente, el de las consideraciones específicas sobre las lenguas y su historia, sobre la gramática, sobre los problemas de la lingüística y sobre la cultura y la literatura italianas conectadas con estos problemas.
Es sabido que ya en el primer plan de trabajo en la cárcel, cuando Gramsci anuncia en marzo de 1927, con cierta ironía, que querría hacer algo “für ewig”, desinteresadamente, de acuerdo con una concepción de Goethe recuperada por Pascoli, estas reflexiones sobre la lengua iban a tener un lugar destacado. Y no sólo porque el segundo asunto de ese plan era “nada menos” que un estudio de lingüística comparada, sino también porque los otros temas propuestos (investigar la formación del espíritu público en la Italia del siglo XIX, la transformación del gusto teatral a partir de la obra de Pirandello y la conformación del gusto popular en literatura) tienen, todos ellos, una conexión directa con la preocupación filológica.
Aunque, por motivos diversos, este plan inicial iba a experimentar notables modificaciones en los años siguientes y aunque a partir de cierto momento Gramsci declaró que ya no tenía un plan propiamente dicho, o sea, de estudios sistemáticos, sin embargo, su voluntad de “sacar jugo a un higo seco” le permitió sin duda recuperar al menos una parte de aquel proyecto “desinteresado”. La enfermedad, la imposibilidad de contar en la cárcel con los materiales científico-académicos apropiados, los problemas políticos y sentimentales y el constante esfuerzo de introspección que llevó a cabo en los años siguientes acabaron convenciendo a Gramsci de que lo que realmente podía hacer en tal situación era una obra sustancialmente polémica. En su ejercicio de introspección Gramsci acaba juntando el socrático “conócete a tí mismo” con el hacer de la necesidad virtud, con la justificación de lo que realmente él podía hacer en aquellas condiciones:
“Toda mi formación intelectual ha sido de tipo polémico. El pensar desinteresamente me es difícil, quiero decir el estudio por el estudio. Sólo a veces, pero muy raramente, se me ha ocurrido meterme en un determinado tipo de reflexiones y encontrar, por así decirlo, en las cosas en sí el interés para dedicarme a su análisis. Ordinariamente me es necesario ponerme en un punto de vista dialógico o dialéctico, pues en otro caso no siento ningún estímulo intelectual. No me gusta tirar piedras al vacío, quiero sentir un interlocutor o un adversario concreto. Incluso en la relación familiar quiero dialogar”.
Pero la realización final del proyecto, por lo que se ve en los Cuadernos, resulta ser algo más que polémica. Y, desde luego, algo más que un mosaico de reflexiones fragmentarias, como se dice a veces demasiado apresuradamente. Algo más que polémica son, por ejemplo, las notas sobre la movilidad y estratificación de la lengua, sobre la tensión entre gramática viva y gramática normativa, sobre las relaciones existentes entre las opciones expresivas o estilísticas y las formas de la cultura y de la vida social, o sobre las posibilidades de traducibilidad de los lenguajes y formaciones culturales. En todas ellas hay un hilo rojo, la cuestión de una nueva cultura de las clases subalternas y la lucha por la hegemonía, un hilo rojo que rebasa la forma polémica y la fragmentariedad de las notas.
En cierto modo, y por lo que hace a este punto, se puede decir que el proyecto de Gramsci se va perfilando como un enlazar sus conocimientos académicos, en tanto que filólogo e historiador de la lengua, con la experiencia adquirida como dirigente político comunista para proyectar esos conocimientos al estudio de la historia de Italia y a la crítica de la cultura. Lo que resulta de ahí, viendo los Cuadernos en su conjunto, es un bosquejo de sociología política de la contemporaneidad. Eso sí: con punto de vista explícito y mucha conciencia de la historia. Sus consideraciones histórico-críticas iniciales sobre la cuestión de la lengua y las clases intelectuales o sobre los distintos tipos de gramática acaban remitiendo a consideraciones de política lingüística [Q. 29, 1935, p. 2344-45], de política cultural, de sociología de la contemporaneidad, a consideraciones, en suma, sobre la reorganización de la hegemonía cultural en el presente:
Ogni volta che affiora, in un modo o nell´altro, la quistione della lingua, significa che si sta imponendo una serie di altri problemi: la formazione e l´allargamento della classe dirigente, la necessità di stabilire rapporti piú intimi e sicuri tra i gruppi dirigenti e la massa popolare-nazionale, cioè di riorganizzare l´egemonia culturale. Oggi si sono verificati diversi fenomeni che indicano una rinascita di tali questioni…[Q. 29, p. 2346, 1935].
Además de constatar, pues, que la preocupación por la lengua, los lenguajes y la literatura en relación con la hegemonía está al principio [en el primer cuaderno iniciado el 8 de febrero de 1929] y al final [en las “note per una introduzione allo studio della grammatica” escritas en 1935] de los Cuadernos, hay que decir que este tipo de consideraciones gramscianas siguen siendo de gran actualidad, particularmente en países como los nuestros, donde la cuestión de la lengua (o, mejor, de las lenguas y sus formas dialectales y de las culturas que se encuentran y chocan entre ellas) se ha convertido desde hace algún tiempo en uno de los principales temas de debate público. La principal lección de Gramsci, también en esto, es de orden metodológico. De metodología en un sentido amplio, filosófico.
Sin hacer de este asunto prepolítico un tema instrumentalmente político (que es lo que está ocurriendo precisamente en las controversias de los últimos tiempos sobre lenguas y culturas), Gramsci supo captar muy bien la dimensión política y político-cultural que se oculta, o no siempre se declara, en todo proyecto de normalización lingüística (cuando aflora nuevamente la cuestión de la lengua) empezando por las distintas variantes de la gramática normativa. Hoy, en la época del multiculturalismo pero también de la globalización y de un nuevo ascenso de los nacionalismos y de los particularismos, podemos hacer cotidianamente la comprobación de hasta qué punto lo que está en juego en polémicas, que en su inicio parecen sólo linguísticas, filológicas, sociolingüísticas o de antropología cultural, es también la lucha por la hegemonía (cultural, económica y política) entre las distintas fracciones de las burguesías nacionales regionalmente diferenciadas, entre las distintas burguesías de los estados plurinacionales y plurilingüísticos y entre las burguesías y capas medias de estados compuestos con variantes dialectales importantes.
Y, en este sentido, me parece que aproximar las agudas notas de Gramsci sobre “americanismo” a sus consideraciones sobre el transfondo político-cultural de los proyectos históricos de normatividad lingüística, o a sus observaciones sobre lo nacional-popular, todavía puede ayudar mucho a la comprensión racional de lo que está pasando en nuestro marco geográfico. Que no es precisamente halagüeño. Podría decirse incluso que el péndulo de la historia ha cambiado de dirección: mientras que Gramsci evolucionaba desde el autonomismo de juventud hacia una fundamentación de lo nacional-popular con intención internacionalista pero respetuosa de las diferencias, hoy en día, en parte por reacción ante la globalización y la uniformización cultural que ella comporta, se camina, en cambio, hacia una identificación de lo nacional-popular con el autonomismo (en versiones políticas diversas: regionalistas, nacionalistas, independentistas, etc.).
3.
El segundo ámbito que tiene relevancia aquí es el de las consideraciones de Gramsci, en la correspondencia con Julia y Tania, sobre las lenguas como vehículos de comunicación. Desde este punto de vista se puede decir que el problema de la lengua y de las opciones expresivas llega a ser para Gramsci casi obsesivo en su comunicación con Julia Schucht.
Esa obsesión tiene dos dimensiones: una dimensión privada y sentimental, relacionada precisamente con el esfuerzo por tener una “verdadera correspondencia”, un “diálogo auténtico” entre personas que se quieren pero no siempre se entienden, y otra dimensión política.
Estamos ante una relación entre un italiano que tiene dificultades para leer y entender bien la lengua rusa y una rusa que se expresa con cierta dificultad por escrito en lengua italiana. Si la comunicación entre dos personas así, en circunstancias normales, ya tiene de por sí dificultades, éstas se hacen agudas al intervenir la distancia (él en Italia, ella en Moscú), las enfermedades (físicas y psicológicas de ambos) y la cárcel (que no permite hablar abiertamente y con franqueza de nada, ni de sentimientos ni de política).
Se comprende que, en tales condiciones, Gramsci haya insistido tantas veces a Julia en la importancia que tiene para él el que ella se exprese con claridad y precisión. Se comprende también que, a veces, la intermediación bienintencionada de Tania le irrite. Y se comprende, al menos parcialmente, aquella obsesión suya que le lleva a leer una y otra vez la misma carta para captar todos los matices de una información o de una afirmación de Julca.
Esta obsesión de Gramsci por el lenguaje de la comunicación interpersonal, tan patente en la correspondencia, se le ha convertido, en algunos momentos de su vida carcelaria, en una verdadera neurosis. No es posible mantener una relación sentimental a distancia entre personas que tienen hijos en común con el puntillismo filológico, y en ocasiones pedante, del que Gramsci da pruebas en algunas de sus cartas. Él mismo fue consciente de ello en algunos momentos. Y, en cualquier caso, ese puntillismo tiene que ser considerado como uno de los elementos explicativos de la tragedia del hombre Gramsci en la cárcel y de la tragedia de Julca en Moscú.
Como el asunto es delicado y exige delicadeza en su tratamiento lo dejaré aquí. No sin añadir, aunque sea de pasada, que la banalización de la tragedia del hombre Gramsci en su relación con Julia Schucht a la que se está asistiendo en estos últimos años, sobre todo en Italia, produce náuseas y quita las ganas de seguir escribiendo. Ante ese espectáculo, que por lo que veo ahora salta a las páginas de los periódicos, sólo cabe repetir las palabras, punzantes, un tanto melancólicas, pero verdaderas, escritas por Valentino Gerratana en 1992:
Cuando sólo existe un simulacro de cultura, como es ahora el caso, no puede haber un verdadero diálogo con Gramsci ni con ningún otro.
4.
Al superponerse a la relación sentimental la identidad o la proximidad en lo político, la comunicación entre personas que cifran la dignidad de la cultura en su función transformadora de los hombres y de las relaciones reales se complica. Efectivamente, en el debate político entre gentes que comparten unos mismos objetivos, en el marco de la III Internacional, pero que están obligadas a tomar decisiones perentorias acerca de divisiones entre amigos y conocidos que seguramente cuesta entender, la precisión lingüística, el buen uso de las palabras, resulta doblemente importante. En esas condiciones incluso la broma y la ironía se tienen que medir antes de dejarlas caer.
Una de las consecuencias negativas de la rusificación de los partidos comunistas de Europa, advertida ya por Lenin en el IV Congreso de la III Internacional y oportunamente recordada por el propio Gramsci, es que ese proceso obliga a entender con otras categorías, y con otras palabras, temas y asuntos nacionales que a veces tienen difícil traducción. La división que, en ese período, se fue creando entre un “marxismo ruso” y un marxismo llamado “occidental” tiene su origen prepolítico en los problemas de traducción de una concepción de la historia y del hombre (la marxiana) que fue pensada teniendo mayormente en mente los problemas de la lucha de clases en Alemania, Francia e Inglaterra, vertida luego al ruso para que pudiera ser entendida en un océano de campesinos y retraducida luego del ruso (leninista) al alemán, al inglés o al italiano.
Para un intelectual que conociera medianamente bien la obra de Marx, incluso para un intelectual como Gramsci que sentía gran aprecio por la obra de Lenin, este doble proceso de traducción y retraducción, al ruso y desde el ruso, de problemas socioeconómicos y culturales relativamente conocidos tenía que equipararse a una “traición”. Puesto que, en cierto modo y también en esto, il tradutore è traditore.
En efecto, al analizar las controversias políticas de la fase que va de 1924 a 1936 no se ha prestado la atención suficiente a un problema que es previo a la definición propiamente política, a saber: si realmente los interlocutores rusos, alemanes, húngaros, italianos, franceses, polacos, españoles, etc. entendían las palabras clave de la discusión en el mismo sentido, en la misma acepción. No digamos ya cuando, en ese contexto, se empieza a hablar de la revolución china con términos y conceptos del lenguaje político francés pasado por el ruso.
Gramsci, que ha dedicado algunos párrafos muy agudos de los Cuadernos al problema de la traducibilidad de los lenguajes [Q. 11, p. 1468-1473 y p. 1492-1493, 1932-1933], que ha querido dedicarse él mismo a la traducción, y que ha tenido serios problemas de comunicación incluso con los compañeros de la cárcel al discutir sobre la estrategia de la III Internacional, por fuerza tenía que ser sensible a este problema que estoy planteando. Y que se puede rotular así: Babel en el internacionalismo de la III Internacional o cómo construir un lenguaje común inteligible entre personas de tantas lenguas y nacionalidades distintas que saben a la vez dos cosas: que los obreros no deberían tener patria (según se dice en el Manifiesto comunista) pero que, de hecho, la tienen (como ha quedado probado durante la primera guerra mundial).
No hay duda de que cuando Gramsci se plantea el problema de la traducibilidad de los lenguajes científicos y filosóficos lo que tiene en la cabeza es precisamente el problema de las tradiciones nacionales en el marco de la Internacional, pues esa reflexión arranca precisamente con una mención de Lenin según la cual non abbiamo saputo “tradurre” nelle lingue europee la nostra lingua [Q. 11, p. 1468, 1932-1933].
El problema de traducir a un lenguaje común una estrategia internacionalista compartida por obreros e intelectuales que hablan diferentes lenguas y pertenecen a nacionalidades distintas se presenta ya desde los primeros años de la Primera Internacional. Y es un asunto que no se puede abordar sólo desde el punto de vista de la solidaridad (espontanea o consciente) de clase. Una parte del movimiento socialista y comunista ha actuado desde entonces como si la afirmación según la cual “los obreros no tienen patria” fuera un juicio o una proposición sociológica, resultado de alguna encuesta hecha entre segmentos representativos del proletariado industrial mundial cuando, a poco que se piense, se verá que se trata de una afirmación normativa, de un desiderata.
El propio Marx se ha dado cuenta de la importancia de este problema. En una entrevista que concedió en 1871 a la publicación neoyorquina The World, dijo:
“La AIT no impone ninguna forma fija al movimiento político. La AIT está formada por una red de sociedades afiliadas que abarca todo el mundo del trabajo. En cada una de las partes del mundo aparecen aspectos particulares del problema del trabajo; los obreros los tienen en cuenta y tratan de resolverlos a su manera. Pues las organizaciones obreras no pueden ser idénticas en Newcastle y en Barcelona, en Londres y en Berlín. La Internacional no tiene la pretensión de imponerles su voluntad, ni siquiera pretende dar consejos: ofrece a todo movimiento en curso su simpatía y su ayuda, dentro de los límites establecidos por los estatutos”.
Pero Gramsci va más lejos: traslada la reflexión del plano político-organizativo a un plano que es anterior, el de la posibilidad de traducir lenguajes y culturas distintos tratando de superar a la vez el primitivismo etnocéntrico y el relativismo absoluto. Al criticar tanto el “esperantismo filosófico” como la “utopía de las lenguas fijas y universales” o la “resistencia al desarrollo de una lengua común nacional por parte de los fanáticos de las lenguas internacionales”, ha tenido el acierto de poner en relación, y en cuestion, el pragmatismo cientificista, de raiz positivista, con la tentativa de Bujárin en el Saggio popolare, y ambas cosas con la persistencia de un etnocentrismo que no llega a captar la historicidad de los lenguajes y de las filosofías, razón por la que habitualmente se tiende a considerar que todo aquello que no es expresado en el propio lenguaje es delirio, prejuicio o superstición [Q. 11, p. 1466-1467, 1932-1933].
En ese contexto Gramsci ha señalado, además, un par de criterios teóricos de mucha utilidad para fundamentar, en el marco de la filosofía de la praxis, la posibilidad, por imperfecta que ésta sea, de una traducibilidad recíproca entre lenguas y culturas nacionales de tradiciones diversas. Estos criterios son:
1ª Dilucidar “las dosis de criticismo y escepticismo”, respecto del propio lenguaje (y de la propia concepción del mundo), que son necesarias para mantener la propia cultura alternativa sin paralizarse (o desmoralizar a los propios) ni convertirse en un sectario;
2ª Admitir no sólo como posibilidad sino como una realidad el que hay culturas superiores a otras, aunque – y esto es decisivo – casi nunca lo sean en aquello que sus defensores fanáticos, primitivos o etnocéntricos, creen que lo son, y, sobre todo, nunca tomadas en su conjunto o totalidad.
5.
El tercer ámbito que hay que estudiar es el de la repercusión de esta preocupación por la lengua y los lenguajes en la evolución del pensamiento político de Gramsci. En este ámbito hay que decir que, aunque la reflexión sobre el vínculo entre lenguaje y política no siempre es explícita, sin embargo, la originalidad de Gramsci, y en particular la originalidad de su marxismo, se debe en gran parte a la voluntad de expresar en una forma nueva una nueva forma de hacer política.
Esta es una dimensión de la obra de Gramsci que siempre ha sido reconocida por personas de otras tradiciones o de otras culturas: de Piero Gobetti a Camillo Berneri y de Joaquim Maurín a Benedetto Croce.
Gramsci ha continuado en esto el camino abierto por Marx al proponer la mundanización de la filosofía como forma de realización-superación de la filosofía misma integrando en sus consideraciones los problemas de la humanidad que sufre y los problemas de la humanidad que piensa. Y si ya en el Marx de los años cuarenta del siglo pasado, y aún más en el de los años cincuenta, encontramos un periodismo documentado, con conocimiento histórico-filosófico y punto de vista, en el Gramsci de L´Ordine nuovoencontraremos una forma periodística igualmente original: informada, culta, polémica, problemática y veraz a la vez. Esto no es casual. Se debe a una reflexión particularizada sobre la cultura alternativa de los de abajo (en diáologo con Tasca y con Bordiga) y sobre la mejor forma del lenguaje de comunicación entre intelectuales y pueblo.
Esa reflexión es algo así como un hilo rojo que recorre toda la obra de Gramsci desde 1918 hasta 1935. Y se hace teniendo en cuenta fundamentalmente dos factores: de un lado, la comparación de la nueva concepción del mundo con la historia del cristianismo institucionalizado en Iglesia y, de otro, la necesidad de la crítica a la vulgarización del socialismo marxista que tiende a tratar a los de abajo como a “simples” o “mera tropa”. Gramsci busca un vínculo entre dirigentes y dirigidos en el marco de una misma tradición (él dice “concepción del mundo explícita y activa”) que se rija por un lenguaje único compartido, no como en las iglesias por dos lenguajes, uno para los clérigos y otro para los simples.
En esa búsqueda, la forma dialógica va de la mano de la propuesta de un nuevo tipo de filósofo al que él ha llamado “filósofo democrático” cuya personalidad no se limita al cultivo de la propia individualidad física sino que apunta más bien a “una relación social activa de modificación del ambiente cultural”. Esta es la traducción gramsciana de la mundanización marxiana del filosofar. Y su adaptación a la época “del puñetazo en el ojo”, esto es, a los años malos del fascismo y del nazismo, se expresa en el reconocimiento de que hay que pasar, modestamente, de sentirse “labradores de la historia” [aratori della storia] a considerarse “estiércol de la historia” [concio della storia]. “Antes – dice Gramsci – todos querían ser labradores de la historia; nadie quería ser estiércol de la historia [...] Pero ¿se puede arar la tierra sin haber echado antes el abono? Algo ha cambiado, porque ahora hay quien se adapta filosóficamente a ser estiércol, el que sabe que tiene que serlo y se adapta” [Q. 9, p. 1128, 1932]. La política, y más en los tiempos malos, tiene que ser, pues, antes que nada pedagogía; y su lenguaje, el lenguaje de la política, pedagógico sin vulgarización ni primitivismo, apasionado y veraz.
Es esta reflexión la que conduce a Gramsci a una consideración sobre el talante y el estilo más convenientes para la nueva época, para esa fase histórica en la que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer.
Hay en los Cuadernos otros dos pasos igualmente interesantes para la consideración de la relación entre lenguaje y política que querría recordar aquí.
El primero se refiere a la cuestión de los jóvenes y tiene que ver con la importancia concedida al diálogo intergeneracional en la lucha por la hegemonía [Q. 1, p. 115-116, 1929-1930; Q. 3, p. 396-397, 1930; Q. 14, p. 1717-1718, 1932-1935]. Y el segundo [Q. 26, p. 2298-2301, 1935], que es también un diálogo en el marco de la propia tradición, se refiere al estilo, a la forma más apropiada para elaborar el “bloque histórico”, para crear un “centro de anudamiento” entre intelectuales y pueblo.
Gramsci ha llamado varias veces la atención sobre la importancia de los cortes y crisis generacionales en la lucha por la hegemonía así como sobre la responsabilidad de los mayores, de los viejos y no tan viejos, en esta batalla. La crisis generacional tiene una relación directa con el malestar cultural. Y en ella es esencial encontrar un lenguaje común en el que personas de diferentes edades, que aspiran a transformar el mundo, puedan entenderse y comunicarse vivencias distintas. Gramsci está tratando de plantear aquí, en términos positivos, un delicado asunto al que Turgueniev y Dostoiewski habían dedicado ya algunas páginas excelsas bajo el rótulo “padres e hijos: liberalismo y nihilismo”. Como ese sigue siendo uno de los temas de nuestro tiempo, no será inútil decir aquí unas palabras para prolongar hacia nuestro presente la preocupación de Gramsci.
Efectivamente: uno de los problemas a los que hemos de hacer frente ahora es que el diálogo entre generaciones está mediatizado por la trivialización y manipulación de la historia del siglo XX de que hace gala el “revisionismo” historiográfico. Éste está calando muy hondamente y aparece ya como una ideología muy funcional a los intereses de las clases dominantes en la época de la homogeneización y del uniformismo cultural. Lo que llama posmodernismo es, en el plano cultural, la etapa superior del capitalismo y, como escribió John Berger, “el papel histórico del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir”.
Así ha sido y así es. Y puesto que así es, a los jóvenes que se han formado ya en la cultura de las imágenes fragmentadas hay que hacerles una propuesta distinta de la del gran relato cronológico tradicional para que se interesen por lo que Marx y Gramsci fueron e hicieron, por la tradición socialista marxista; una propuesta, en suma, que restaure, mediante imágenes fragmentarias, la persistencia de la centralidad de la lucha de clases en nuestra época entre los claroscuros de la tragedia del siglo XX. Gramsci pensó en el teatro, en la literatura popular, en la poesía y en la narrativa. Y pensó en la importancia de la palabra (oral y escrita) en términos de concepciones del mundo y de un gran relato histórico. Esa reflexión merece ser prolongada. Es probable que en nuestros días el lenguaje más adecuado para enhebrar el diálogo entre generaciones en el marco de las tradiciones de liberación sea un uso alternativo de la técnica cinematográfica y del vídeo, combinando documentación histórica y pasión razonada.
Querría terminar con una consideración sobre el estilo en la nueva forma de hacer política. Hay una reflexión, contenida en una nota de 1935 sobre las “contradicciones del historicismo y las expresiones literarias de las mismas”, que resume bien, en mi opinión, la lección de estilo que Gramsci nos quiso dejar. Esa reflexión versa sobre la ironía y al sarcasmo como formas estilísticas. Tiene mucha enjundia y también actualidad.
“Ironia” – dice Gramsci – può essere giusto per l´attegiamento di intellectuali singoli, individuali, cioè, senza responsabilità immediata sia pure nella costruzione di un mondo culturale o per indicare il distacco dell´artista dal contenuto sentimentale della sua crezione (che puó “sentire” ma no “condividere”, o può condividere ma in forma intellettualmente più raffinata); ma nel caso dell`azione storica, l`elemento ironia serebbe solo letterario o intellettualistico e indicherebbe una forma di distacco piuttosto connessa allo scetticismo piú o meno dilettantesco dovuto a disillusione, a stanchezza, a ¨superominismo¨. Invece nel caso dell´azzione storico-politica l`elemento stilistico adeguato, l`atteggiamento caratteristico del distacco-comprensione, è il sarcasmo e ancora en una forma determinata, il sarcasmo appassionato. Nei fondatori della filosofia della prassi si trova l´espressione piú alta, eticamente e esteticamente, del sarcasmo appasionato [...] Di fronte alle credenza e illusioni popolari [...] c´è un sarcasmo appassionatamente “positivo”, creatore, progressivo: si capisce che non si vuol dileggiare il sentimento più intimo di quelle illusioni e credenze, ma la loro forma immediata, connesso a un determinato mondo “perituro”, il puzzo di cadavere che trapela attaverso il belletto umanitario dei professionisti degli “immortali principii” [Q. 26, p. 2300, 1935].
Gramsci distingue bien aquí entre el “sarcasmo apasionado” y un sarcasmo de derechas, antihumanista, que raramente es apasionado y que siempre se presenta como negativo, escéptico y, por tanto, destructivo no sólo de la forma contingente sino del mismo contenido humano de aquellos sentimientos y creencias. Y continua así: “Si cerca di dare al nucleo vivo delle aspirazioni contenute in quelle credenze una nueva forma (quindi di innovare, determinare meglio quelle aspirirazioni), non di distruggerle”. Pero, como siempre ocurre, las primeras y originales manifestaciones del sarcasmo dan lugar a imitadores: también lo que fue inicialmente estilo tiene el riesgo de convertirse en estilística y en jerga [gergo]. Y eso se tiene que evitar. Tanto más en esta época.
El historicismo no se puede concebir a sí mismo como expresable en una forma apodíctica o predicatoria y debe crear un gusto estilístico nuevo, incluso un lenguaje nuevo como medios de lucha intelectual. El sacarmo aparece, por tanto, como la componente literaria de una serie de exigencias teóricas y prácticas que superficialmente pueden presentarse como insanablemente contradictorias; su elemento esencial es la pasionalidad que deviene criterio de la potencia estilística individual (de la sinceridad, de la profunda convicción opuesta al papanatismo [pappagallismo] y al mecanicismo [Q. 26, p. 2301, 1935].