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    "El proletariado romano" - texto de León Bloch (de su libro "Luchas sociales en la antigua Roma") - publicado en Web Historia en 2012 - incluye links actualizados de lectura y descarga del libro completo

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    pedrocasca
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    Mensaje por pedrocasca Jue Abr 05, 2012 11:58 pm

    El proletariado romano

    texto de León Bloch

    de su libro Luchas sociales en la antigua Roma - publicado en la revista argentina de Arte, Crítica y Letras (Tribuna del Pensamiento Izquierdista)

    el libro completo Luchas sociales en la antigua Roma se puede descargar desde el enlace:

    ---ATENCIÓN: VER MENSAJE nº 5

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    tomado de la web argentina Web Historia – abril de 2012

    La formación de esas clases privilegiadas implica la aparición de otro fenómeno contrario, es decir, la decadencia y pobreza de las masas populares, a costa de las cuales habían podido conseguir sus grandes ventajas. Sí funcionarios, senadores y caballeros no habían tenido, en su avidez de lucro, ninguna consideración para el interés colectivo; si descuidaban sus cargos y deberes, ostentando, además, una imprudente hipocresía —generales romanos, salidos de las antiguas familias nobles, no vacilaron en hacer causa común con los enemigos de la patria a cambio de dádivas, como ocurrió en las guerras contra los piratas y contra Yugurta, cabecilla de los numidas—; sí los arrendatarios, contratistas y proveedores, pertenecientes a la casta de los caballeros, buscaban defraudar al Estado o arruinaban por muchos años con sus extorsiones la existencia económica de los contribuyentes, la parte perjudicada era siempre el pueblo, que había sacrificado sangre y bienes para procurar fuentes de abundantes ganancias en provecho de toda la colectividad y no solamente de los grandes señores, y que debía aportar a menudo nuevos sacrificios para conservar lo conquistado. Dada esta desigual distribución de las cargas y ventajas económicas y políticas, la diferenciación entre las capas sociales tenía que volverse cada vez más aguda a pesar de la igualdad jurídico - constitucional.

    Más, cuando esa diferenciación hubo alcanzado cierto grado, los perjudicados readquirieron la conciencia del derecho. También en Roma se empezó entonces a decir que la situación privilegiada de los senadores y caballeros reposaba no sobre una presunta superioridad constitucional, sino sólo sobre la tolerancia de las grandes masas.

    Cuanto mayor se volvía la miseria de éstas, tanto más vivo se agitaba en la multitud el sentimiento de que ella era el verdadero pueblo soberano de Roma y que a ella sola, pues, pertenecían, por derecho, aquellos tesoros que veía desaparecer en los bolsillos de una pequeña minoría de ciudadanos ricos y distinguidos. Solamente el estado de guerra, qué se había prolongado por siglos, pudo impedir a las masas hacer valer en el momento oportuno sus reivindicaciones sobre la parte del botín que de derecho les pertenecía. La patria había estado siempre en peligro, y en tal situación los intereses particulares de la multitud ordinariamente no se hacen sentir. También en Roma las frases patrióticas, con las cuales la nobleza disfrazaba y disimulaba su política económica de clase, conmovían a las grandes masas, de manera que el problema social pasaba pacientemente a segunda o última línea frente a la política exterior.

    Pero las grandes y decisivas victorias, por las que el África del Norte y Grecia volviéronse provincias romanas (146 a. d. C), cambiaron la situación. La potencia mundial de Roma ya no estaba expuesta a agresiones reales y serias: germanos, partos y el genial Mitrídates, rey del Ponto (Asía Menor), podían todavía amenazar las fronteras más lejanas, pero no la existencia y la posición del Imperio mundial romano. Ahora se podía poner de nuevo sobre el tapete el problema social, y realmente, desde este instante, aquél se convirtió otra vez en el foco de la historia romana, como antes la política imperialista. Puesta en movimiento, la piedra no pudo detenerse más, hasta que enterró en el fondo del precipicio la vieja magnificencia senatorial y caballeresca, preparando así sobre base democrática el cesarismo con su sistema de bien ordenada administración. La República romana cayó por no haber resuelto el problema' social. Desde este punto de vista mereció tal destino. La aristocracia quiso aquí cosechar lo que la democracia había sembrado. A raíz del predominio de los intereses aristocrático - capitalistas la política imperialista se había trocado de política popular en política de clase, impidiendo así, también, el desenvolvimiento del pensamiento democrático. Cuando el poderío mundial de Roma era ya un hecho, la gran mayoría del pueblo contemplaba la obra tan acertadamente alcanzada por ella; mas se encontraba, al mismo tiempo, con las manos vacías, hambrienta y sin techo, llena de envidia hacia los pocos y felices aprovechadores, y —lo que era aún peor — también incapaz de emplear y administrar esos bienes en sentido realmente democrático.

    El pueblo romano - itálico era, por todo su pasado, un pueblo agrícola. Empero,; en qué condición se encontraba ahora su fuente principal de sustento, la agricultura? Los motivos más diversos habían contribuido nada menos que a arruinar al libre campesinado, que en los tiempos anteriores había sido la fuerza vital de Italia. En primer término ello débese atribuir a la gran contradicción interna entre el carácter agrícola de un pueblo y la política imperialista. El cultivo de la tierra requiere, más que cualquier otro trabajo, la dedicación personal del propietario, coarta a éste la mirada hacia el lejano horizonte y lo hace más bien conservador, mientras que la política conquistadora es, en cierto sentido, una idea progresista, que presupone un menor anego al Dais de origen y trae consigo una mayor movilidad en las relaciones económicas. La política de conquistas exige, además, muchas prestaciones que un pueblo agrícola no puede en ningún caso efectuar, si quiere permanecer fiel a su índole. Las conquistas precisan ante todo guerras. Mientras se trataba sólo de sujetar a Italia, la cosa podía soportarse, siendo relativamente fácil sustituir a los que habían quedado bajo las armas más tiempo de lo permitido por sus condiciones económicas. Mas, después de la sujeción de Italia, la cosa se volvió mucho peor. El estado de guerra era casi permanente y el teatro de operaciones cada vez más lejano, de manera que el agricultor tenía que permanecer a menudo durante años bajo las armas, mientras su economía quedaba confiada a la mujer y a los hijos menores de edad. Y las grandes guerras no eran a este respecto peores que las guerrillas de las poblaciones montañesas, las que, por otra parte, no arrojaban ni siquiera ganancias notables. Así, para someter a las razas celto - ibéricas en España, millares de campesinos itálicos tuvieron que quedar bajo las armas durante seis años (138 - 133, destrucción de Numancia), sólo porque su relevo hubiera costado demasiado dinero, lo que los gobernantes en Roma consideraban como un derroche. Y nótese que esto ocurrió pocos años después de la «Hierra siríaca, la que aportó a la caja del Estado ¡casi 70 millones de marcos oro sólo como contribución de guerra!

    Se comprende que las campañas bélicas ocasionaban estragos particularmente en la clase agrícola. La secunda guerra púnica había destruido, serán parece, la mitad de todos los ciudadanos romanos. Si el predio perdía su dueño, se -presentaba el difícil problema de resolver el asunto. Si había hijos varones, éstos debían entrar a los 18 años en el ejército, para marchar a uno de los lejanos teatros de la guerra. Faltando hijos, era inevitable que la familia alienase su posesión, y como compradores podían, por supuesto, presentarse sólo los que disponían de capitales. Por cierto, no habrán sido pagados precios muy elevados. Como la venta estaba impuesta por la necesidad, el comprador dictaba el precio, que la competencia no podía elevar mucho, por cuanto, dada la pequeña extensión de los predios, aspiraban a su adquisición sólo los vecinos más próximos. Esta era la época más propicia para la creación de grandes conjuntos de tierras, de latifundios.

    Aun cuando el campesino lograba regresar felizmente de la guerra, después de una ausencia de varios años, sólo raramente estaba en condición de resistir la oferta de los grandes terratenientes. La guerra había desmoralizado la índole diligente del campesino. Sentido de la propiedad, apego tenaz y sólido a la posesión, íntima obligación moral de hacer para su predio todo lo que consentían sus fuerzas: estas calidades, tan fuertemente pronunciadas en la naturaleza del campesino romano, debían aflojar seriamente, desde que como guerrero, espada en mano, había saqueado en tantas partes los cortijos, destruido las sementeras, matado a campesinos y a sus familias o arrastrado a todos ellos a la esclavitud. Cierta indiferencia por la posesión y menosprecio del trabajo pacífico y productivo iban cristalizándose cada vez más en su ánimo, desde que al victorioso hombre de guerra ya no le gustaba la labranza de sus glebas, la que, en cambio, podía ser efectuada igualmente bien por el enemigo vencido y despreciado. Para la guerra defensiva el campesino es indudablemente el elemento apropiado, el mejor soldado, no sólo el más valiente en la defensa de su predio, sino también el más disciplinado y el más animoso; en cambio, no es apto para las guerras de conquista, en las que interviene contra su voluntad o sacrificando su índole campesina. Así ocurrió con el campesinado itálico. Los campesinos se trocaron en soldados profesionales, los que, aun después del cumplimiento de sus años de servicio militar, preferían, si alguien lo requería, quedarse voluntariamente en el ejército y buscar botín, en lugar de arrancar con duro trabajo su sustento a la tierra. Si a la terminación de su carrera militar les era también proporcionado, a título de pensión, un predio, éste era siempre más extenso que el de un pequeño agricultor itálico; pero ocurría que el recibidor se mostraba bastante a menudo incapaz de conservar esa posesión con un trabajo metódico.

    Por su parte, los pudientes se sentían menos propensos al servicio militar y buscaban alejar de sí, en lo posible, ese peso. Como el Estado era administrado esencialmente según sus deseos, la exención de dicha obligación no resultaba difícil. A raíz del ofrecimiento de los pequeños agricultores, que habían perdido sus predios, los ejércitos mantenían siempre completas sus filas, y estas hordas, acostumbradas a la guerra, eran, aunque feroces, un instrumento muy manejable en manos de los generales, así que la gradual transformación del ejército no encontró seria resistencia de ninguna parte. Con la desaparición de la vieja y libre clase campesina desapareció también la vieja trinidad de campesino, ciudadano y soldado.

    Empero, ¿qué decía sobre este punto la Constitución romana? La obligación del ciudadano romano de prestar servicios de guerra permanecía inalterada; sin embargo era una situación insostenible la de que una parte de los ciudadanos ignorase simplemente esa obligación, burlándose del derecho existente, mientras que la otra parte, la cual esperaba sacar provecho, cumplía con su obligación en medida superior a lo establecido. Pero esto provenía más de un defecto de la constitución que del arbitrio de los hombres. Roma había seguido manteniendo su constitución de carácter agrario, aunque en el curso de los siglos las condiciones sociales habían cambiado mucho y la nueva situación no podía adaptarse a las viejas formas. Con la milicia ocurría lo mismo que con el gobierno. También aquí la Asamblea popular seguía siendo, como antes, el único órgano para todas las medidas más importantes, especialmente para las elecciones y la legislación. Pero esto iba bien mientras el territorio del Estado era limitado y visible, y hasta cuando era posible que todos los distritos del país pudieran estar representados en proporciones relativamente uniformes en las votaciones. Pero ahora el gobierno quedaba a la discreción de una votación popular ejercida por una multitud que acudía en masa y circunstancialmente en Roma y que, encontrándose sin trabajo, sin obligaciones y sin ligazón alguna con la metrópoli, no podía hacer más que vender su voto en favor de todos los ambiciosos e intrigantes.

    Creyóse corregir el mal confiriéndose al Senado, no según el derecho constitucional, sino por el consuetudinario, todas las decisiones, con excepción de aquellas sobre asuntos que requerían la expresa deliberación de la Asamblea popular. Así como el Senado se trocó de corporación consultiva en poder gobernante, el ejército popular se había transformado, bajo la presión de las condiciones reales, en ejército mercenario. Es sólo un resto del viejo conservadurismo romano el hecho de que las formas externas permanecen intactas, aunque las condiciones objetivas han cambiado desde hace mucho, y que se prefiere tomar en cuenta la nueva situación por caminos tortuosos o también por una abierta violación del derecho, antes que reconocerla alterando las antiguas formas sagradas.

    El estado de guerra, con sus reclutamientos siempre crecientes y abarcando siempre de nuevo a la clase agrícola, fue la causa principal de la regresión y, en fin, de la ruina de los pequeños agricultores. Pero añadióse otra circunstancia. La agricultura había dejado de ser una fuente de entradas realmente remuneradora. Los territorios recién conquistados, las así llamadas provincias, eran mucho más productivos que Roma e Italia. Especialmente la Sicilia se convirtió en granero del Estado, de manera que el abastecimiento del ejército y de las ciudades mayores era cubierto casi exclusivamente con cereales procedentes de regiones situadas fuera de Italia. Para la venta de sus productos el campesino podía contar sólo con el mercado interno, en inmediata proximidad de su predio y vivienda, y tampoco aquí podía competir con las ofertas del gran terrateniente, quien se había reservado ese mercado, habiendo tenido que dejar el más provechoso —el ejército y las grandes ciudades— para el grano extranjero. La gran hacienda rural podía producir mucho más barato que la pequeña, por cuanto el avance victorioso de Roma en el exterior y el conocimiento de las formas de cultivo más desarrolladas de los cartagineses, griegos y del antiguo Estado modelo, Egipto, habían tenido como consecuencia un cambio profundo en los factores de la producción, especialmente por la introducción de la cultura extensiva, la economía esclavista, la que nos presenta en toda su aspereza el contraste entre la gran economía privada y la popular.

    La esclavitud y su empleo en la agricultura eran conocidos en Roma ya desde los tiempos antiguos. Mas míentras Roma no poseía aún los medios para intervenir con éxito en el mercado mundial; mientras sus esclavos eran recogidos entre los prisioneros itálicos de guerra, la economía esclavista romana no tenía aquel aspecto horripilante que según la imaginación general era propio dé aquella explotación. Hasta esta época los esclavos ni siquiera eran numerosos. No se sentía aún la necesidad de muchas fuerzas extrañas para sacar del suelo la cantidad de productos necesaria para d abastecimiento de la población, porque cada romano consideraba de su deber colaborar a esa obra con toda su energía. Por eso eran pocos los reducidos a la condición de esclavos. Y esos pocos eran, por lo general, utilizados como siervos rurales o como pastores por los ciudadanos pudientes, los que habían podido pagar por ellos el precio de venta. El trato usado con ellos debió diferir poco del que se observaba hacia los siervos libres. Mas en esta relación se ocultaba el germen de una gran transformación económico - social. La ayuda que unos pocos esclavos prestaban al propietario, sin otra pretensión para sus trabajos que el más modesto sustento, aseguraba a aquél una ventaja frente a los que no poseían esclavos; esa ventaja, perseguida con el espíritu de consecuencia propio de los romanos, debía conducir a los contrastes y las antítesis más estridentes. Y la ocasión se presentaba en este sentido muy propicia, por cuanto a raíz de la creciente fortuna de las armas romanas eran arrojados en el mercado romano grandes cantidades de prisioneros de guerra de razas completamente distintas, particularmente de regiones no itálicas; además, el capital acumulado en pocas manos permitía la compra de fuerzas humanas también en los grandes mercados de esclavos del Oriente. Con la ayuda de estas nuevas fuerzas de trabajo los grandes terratenientes podían abandonar el viejo sis-tema de arriendo y cultivar todas sus posesiones por su propia cuenta. Un arrendatario pretendía vivir siempre conforme a su posición social de ciudadano romano; quería casarse, poder mantener a su mujer y sus hijos y, además, dejarles algo en herencia; por eso el arrendamiento no debía ser muy elevado. Al contrarío, los esclavos, para quienes no se tomaban en cuenta esos puntos de vista, procuraban al terrateniente utilidades mayores que el moderado importe de arrendamiento, para cuyo cobro no había, por otra parte, que proceder muy rigurosamente, sí no se quería empujar al arrendatario al campo de los adversarios políticos. En breve, los grandes terratenientes romanos tenían motivos de sobra para saludar con regocijo el nuevo sistema económico, el que les había sido enseñado principalmente desde Sicilia, y a él se adhirieron sin escrúpulo alguno.

    Pero el sistema extensivo de cultura se vengaba. El campo iba despoblándose, es decir, la libre población campesina disminuía cada vez más, y puesto que, como antes se ha dicho, los principales mercados para los cereales —las ciudades mayores y el ejército— eran abastecidos con el grano más barato de las regiones extraitálicas, la misma gran hacienda agrícola ya no ofrecía ganancias adecuadas, por lo que fue poco a poco desplazada por la ganadería, notoriamente de costo menor y que exigía de parte de los esclavos menor diligencia y capacidad. Principalmente en las regiones montañosas se verificaba que hasta una modesta cría de ganado era más provechosa que un buen cultivo agrícola. Desde el punto; de vista de la economía individual esto es justo, pero es falso desde el de la economía general. Un particular puede, seguramente, por la baratura de la hacienda, sacar dé cierta extensión de pasto más que de igual extensión de tierra cultivada. Pero de esta última extrae su sustento un número mayor de labradores. Mas los particulares no sienten nunca semejantes escrúpulos; en estos casos tendría que intervenir el factor llamado a velar por el bienestar general, el Estado. También la fruticultura, particularmente la de la vid y el olivo, daba al propietario una utilidad más abundante, contribuyendo así a una limitación cada vez mayor de la agricultura. "Los latifundios arruinaron a Italia".

    De lo expuesto resulta que toda la evolución interior, la que fue acompañando como fenómeno natural el ascenso de Roma a potencia mundial, empujaba a la eliminación del primitivo carácter rural del pueblo. No faltaron, es cierto, repetidas tentativas de contener por medios artificiales esa evolución, pero no podían dar resultados duraderos, porque tendían siempre a eliminar sólo los efectos exteriores y no la raíz del mal. Había que transformar toda la base del Estado. La agricultura unilateral puede ser conveniente para un pequeño Estado, mientras no tenga mis pretensiones que la posesión tranquila y segura de sus tierras y renuncie del todo a una cultura superior. Pero en Estados mayores se requiere en primer término la división del trabajo, y ésta fue siempre frustrada por los intentos de reformas. No se podía, por supuesto, remediar la situación, intentando obligar, como lo hicieron algunos legisladores bien intencionados, a los grandes terratenientes a ocupar, al lado de sus rebaños de esclavos, también a cierto número de trabajadores libres. Semejante ley era inaplicable. El propietario quería evitar él mayor gasto derivante de aquella disposición, y al trabajador libre no le gustaba efectuar el mismo trabajo que el de los esclavos tan profundamente despreciados por él. Hubiérase precisado aquí un contrato legal de trabajo, pero entonces nadie pensaba en eso. Disposiciones, como la susodicha, y asimismo la creación de nuevas pequeñas propiedades rurales, no constituían más que paliativos; los que atenúan momentáneamente la enfermedad, pero no producen nunca un saneamiento real.

    Empero, ¿a dónde iban a parar esas miles y miles de existencias campesinas quebradas? Si no querían acudir al llamado de algún general en busca de mercenarios, no tenían otra elección que ir a la capital, a Roma. Los demás lugares del territorio estatal ofrecían solamente a pocos asientos y alimentación. Esas ciudades de provincias, burgos, colonias, etc., no eran en el fondo más que grandes aldeas, cuyo elemento vital lo constituía la agricultura. En la capital, que iba asumiendo cada vez más la fisonomía de un gran centro cultural por la creciente aglomeración de empleados, altos burócratas y caballeros, los campesinos arruinados podían en los primeros tiempos encontrar alguna ocupación. Como suele suceder, su ejemplo tuvo imitadores en gran cantidad, hasta que al fin la capital ya no pudo ofrecer espacio y oportunidades de trabajo a esa gente, por lo demás poco productiva. Así surgió un proletariado urbano de la peor especie, pero que como factor político fue adquiriendo la máxima importancia.

    Esa multitud que iba afluyendo a Roma, no era solamente un proletariado carente de bienes y sin ocupación, un montón de seres hambrientos, helados y sin techo, sino, al mismo tiempo, el órgano de la soberanía romana mundial, el que con su voto decidía los destinos de los demás pueblos y asignaba los cargos y dignidades lucrativas, meta de los deseos de cada miembro de las capas privilegiadas. La multitud llega así a ser un factor al que los potentados deben tener prudentemente en cuenta mucho más que cuando ella, diseminada en la campaña, realizaba las cotidianas tareas rurales. La aristocracia romana comprendió pronto la gran ventaja que podía sacar de la utilización de aquel factor en la lucha para la conquista de las más altas magistraturas: el consulado y la pretura. La antigua institución de la clientela ofreció un instrumento excelente para asegurarse ese nuevo aliado. Patrono y cliente ya no precisaban estar en la recíproca relación de propietario y arrendatario, como en los tiempos remotos, lo que no excluye que también en épocas posteriores la anterior proximidad de las posesiones o la manumisión hayan sido muchas veces el fundamento de la relación de cliente. La clientela se tornó ahora más móvil. El patrono ya no proporcionaba trabajo a su protegido bajo la forma de una parcela de tierra, sino que le entregaba los medios más necesarios de vida (alimentos, ropas, también dinero), sin contraprestación de trabajo, a la sola condición de ejercer sus derechos políticos según la indicación del patrono. Estas mutuas obligaciones no tenían, por supuesto, validez legal alguna; pero ambas partes estaban entre sí demasiado íntimamente interesadas para dar lugar a desconfianzas recíprocas. Los subsidios a los clientes no eran, por cierto, elevados, pero, dada la frugalidad de los meridionales, bastaban para cubrir lo indispensable y especialmente para calmar el hambre. En lo que se refiere a la vivienda y el ropaje, las exigencias eran proporcionalmente aún más modestas.

    Según la concepción romana de la moral, todo esto no constituía corrupción alguna. La actividad política, según el concepto de aquellos tiempos, no era nada más que la consecución del interés personal, por lo cual la clientela, generalmente admitida y permitida, aparecía como una relación natural entre grandes y pequeños, entre ricos y pobres. El patrono aseguraba con sus éxitos el sustento indispensable a las numerosas pequeñas existencias que en él se confiaban, por lo que un prudente sentido político exigía favorecer en lo posible sus planes. Pero las entradas del proletariado no estaban limitadas a los subsidios patronales. Los aspirantes ambiciosos o más bien ávidos debían gastar algo más si querían obtener la banca en el Senado y los puestos, aún más provechosos, de gobernadores de provincias, reservados en épocas posteriores para los cónsules y pretores cesantes.

    Aquí era menester recurrir a otros medios que la clientela, la que se extendía en el mejor de los casos a un par de docenas de individuos. Si la carrera política de un aristócrata romano debía llegar a una conclusión honorífica y lucrativa, la corrupción era casi indispensable.
    El número de los puestos disponibles era, en relación al de los aspirantes, muy reducido. Aunque la competencia estaba restringida hasta cierto grado por las disposiciones legales sobre edad mínima, reelección e intervalos, quedaban, sin embargo, bastantes candidatos, de manera que la lucha electoral degeneraba a menudo en una competencia por el favor del proletariado, mientras entre los rivales apenas si existían diferencias de carácter político . A menudo se intentó la adopción de medidas legales contra esas corrupciones, pero nunca se mostraron eficaces, y esto porque su ejecución estaba confiada a gente que debía ella misma sus posiciones a ¡semejantes manejos.

    Grandes banquetes, repartos de granos, condonaciones de alquileres y espléndidos juegos para satisfacer el instinto de diversión, constituían la palanca casi necesaria en las elecciones políticas. Cuan vasta difusión alcanzara ese sistema, lo demuestran los numerosos procesos políticos, incoados a consecuencia de fraudes cometidos por vía oficial o a raíz de la formación de asociaciones, naturalmente prohibidas por la ley, para el acaparamiento de votos. Esos procesos se promovían, nóteselo bien, especialmente dentro del mismo partido y se intentaban por candidatos desdichados contra sus rivales más afortunados como último recurso para arrancarles la rica presa.

    De esta manera la plebe urbana podía ciertamente vivir. Pero era una vida de depravación indigna y' triste, sin esperanza alguna en un porvenir más sano. Más bien debía temerse que, aumentando la proletarización y las pretensiones impuestas a los aspirantes a los cargos públicos, la desproporción numérica entre los que daban y los que recibían, se volviera cada vez más pesada y que la aristocracia agotara al fin sus fuerzas, enterrando prematuramente en su derrumbe la magnificencia romana.


    Última edición por pedrocasca el Vie Mayo 31, 2013 1:15 pm, editado 3 veces
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    Mensaje por pedrocasca Vie Abr 06, 2012 12:00 am

    Hay en el Foro al menos otro tema con un texto de León Bloch:

    "País y pueblo; las condiciones fundamentales del desarrollo social; el origen de las clases" - texto de León Bloch

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    Mensaje por thisisparto Vie Abr 06, 2012 12:32 am

    Pero el proletariado no surgió con la industrialización?
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    Mensaje por pedrocasca Vie Abr 06, 2012 11:08 am

    En principio y desde el punto de vista lingüístico, proletario no significa otra cosa que "el que tiene prole" (entendido en sentido amplio: tener descendientes y ascendientes, tener familia, tener linaje). En Roma ya existía el término proletario para designar a aquellos que pertenecían a los proletarii: ciudadanos de la clase más baja que no tenían propiedades y que aportaban prole (hijos) para engrosar las filas del ejército romano.

    Como bien sabemos, el término fue utilizado (recuperado del Derecho romano) por Marx, para identificar a la clase baja sin más propiedades y recursos que trabajar vendiendo su fuerza de trabajo.

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    Mensaje por pedrocasca Vie Mayo 31, 2013 1:07 pm

    El libro completo de León Bloch titulado Luchas sociales en la antigua Roma se puede leer y copiar por capítulos en el link:

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    También se puede leer y descargar desde el link: (puede exigir tener cuenta en scribd)

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