Sobre todo cuando tengo lasuerte de toparme con un texto como este.
—La asamblea está casi al completo, camarada presidente.
En efecto, el escandaloso rumor que emana de la gran sala de fiestas evidencia que la gran mayoría de los delegados, puntuales, aguardan su aparición. Probablemente ansiosos. Ansiosos por verle a él, que es al fin y al cabo el rostro de todo aquello, como una especie de confirmación de que su obra, lejos de ser una quimérica ilusión o un macabro montaje, existe: viva y real. Y ansiosos porque es la ansiedad el estado imperante desde hace muchos meses. Ni alegría, ni satisfacción, ni el más leve sosiego: tan sólo una punzante ansiedad insoportable.
También Ilich está ansioso. Se ve en la sombra asentada bajo sus minúsculos y siempre taciturnos ojos que lleva varios días sin dormir, y su piel, aunque siempre blanquecina, yace acentuadamente pálida esta noche. Pero a Ilich no se le notan las emociones como a los románticos niñatos europeos —estéticos revolucionarios de pacotilla—, y concentra todas sus energías en conservar una serenidad por la que muy pocos son capaces de regirse. Su casi grosero silencio ante el anuncio del soldado que custodia el despacho es suficiente para que éste entrecierre nuevamente la puerta. Ante sí, sólo quiere a Koba y a Lyova.
— ¿Seguro que estás bien, Ilich? Te veo débil desde hace varios días...
No oculta Lyova, sentado en una de las butacas del estudio, su desprecio por la preocupación de Koba, que, cual si fuera su madre, no se despega de Ilich. No sólo no se fía de él, sino que, de hecho, no se molesta en disimularlo. Además, el sentimiento es recíproco. No en vano permanecen sentados en extremos opuestos de la estancia.
— Estoy bien, Koba. Gracias...
A modo de celebración por la respuesta de Ilich, enciende Koba su enésima pipa, densificando el humo de la misma aún más la atmósfera del recinto. Tanto él como Lyova observan cómo Ilich termina de repasar sus proyectos de decreto para aquellos asuntos tan importantes, y sobre todo tan urgentes, sobre los que les pidió consejo. Lo que no saben es que Ilich, agotado tras una ardua y larguísima jornada, ni siquiera lee el texto que él mismo ha redactado, un texto ya corregido y perfilado hasta la extenuación. No. En su enfrascada meditación, no puede sino darle vueltas a aquella idea que, desde que empezó a soñar con aquel momento, no ha dado respiro ni a su mente ni mucho menos a su corazón.
Repetidas resonancias procedentes del exterior anuncian la llegada de los últimos vehículos. La iluminación de la ciudad, sin precedentes, se extiende a través de la pálida delgadez de las cortinas hasta su guarida —la delicia de su aislamiento—, como si el día, a pesar de haber anochecido hace ya bastantes horas, hubiese decidido prolongarse indefinidamente. Nadie descansa, según les han informado. Las calles, las tabernas, los restaurantes y aun los cinematógrafos velan repletos de muchedumbres que, entre ansiosas y confusas, no saben muy bien cómo actuar.
En la profundidad de su abstracción —su abstracción en todo caso despierta y vigilante—, Ilich no deja de visualizar aquella idea. Terrible, y al mismo tiempo genial, aquella idea atormenta sin tregua a Ilich. Esta noche, con más fuerza que nunca. Por eso parece su expresión más distante y espectral que de costumbre. En tan definitiva coyuntura, su idea puede ser plena, absoluta y aterradoramente definitiva; si bien, por el momento, le apuñala interiormente, como deseando liberarse. Y, a pesar de su conseguida circunspección, sus dos hombres de confianza pueden advertir la incomodidad que le domina.
— Si no te gusta la denominación, Ilich, estamos a tiempo de cambiarla...
— No, no... Consejo de los comisarios del pueblo me gusta. Tienes talento para los nombres, Lyova.
— Gracias, Ilich.
Lyova se siente un tanto violento, pues ignora el motivo de la pesadumbre de Ilich. Aun doliéndole coincidir con Koba, éste tiene razón: Ilich lleva varios días abatido, extraordinariamente sombrío, insólitamente sigiloso. Como si tuviera —la mera posibilidad le espanta— miedo. ¿Miedo? Lyova sabe que no puede ser. Es el miedo un sentimiento burgués. Además, Ilich ha vivido demasiadas pesadillas como para dejarse asustar por ellas, consistan en lo que consistan, adopten la forma que adopten. La mera posibilidad, sin embargo, le aterra... Si él siente miedo, todos tienen fundadas razones para sentirlo.
Koba, que se deleita en la acaramelada esencia de su pipa, observa inquieto cómo el soldado de la puerta la entorna discreta e indecisamente, nervioso, advirtiendo que todos los delegados penetran en el salón de fiestas mientras Ilich permanece en su despacho. Koba le indica con señas que espere. Y que cierre la puerta.
Acaso sean los nombramientos, piensa Lyova, lo que preocupa a Ilich. También él estaría preocupado, y lo está, habida cuenta de que más de la mitad de los seleccionados no son de los suyos, aunque estén con ellos. El mediocre de Liosha, el inútil de Vitya, el lunático de Tolya... Y Koba para aquella extraña comisaría que Ilich se ha inventado, con toda probabilidad para tener ocupado, y por lo tanto controlado, al áspero y desagradable georgiano. Definitivamente, tampoco él está especialmente satisfecho con el consejo. Pero es prudente, ya que Ilich le ha confesado que no le temblará el pulso a la hora de reparar cualquier imperfección.
— Ilich, deberíamos ir accediendo al salón, si has terminado...
La impaciencia del soldado parece haberse comunicado a Koba. Pero Ilich, impasible, no se inmuta. Si está prácticamente convencido de que su idea es verdadera, de lo que no está tan seguro es de su valor para aplicarla. Sin embargo, no hay otra opción: la Historia se lo reclama. Desde su retorno, se propuso transmitírsela a Lyova; ahora también quiere que Koba la conozca. No sólo porque sepa que uno de los dos le sucederá cuando él no esté, lo cual puede ocurrir el día menos pensado; también porque, entre todo aquel recelo, entre todo aquel odio, entre toda aquella enemistad que puebla los campos y ciudades, ellos son sus amigos. Y, aunque ha postergado excesivamente el momento de compartir con ellos tan tormentosa y sobrecogedora idea... Esta noche debe hablarles seriamente.
Lyova, por su parte, no puede soportar por más tiempo aquel desconcertante silencio.
— No tengas prisa, Ilich. Yo voy presentándome, a ver si se calman, en la medida de lo posible...
Urge calmar a los camaradas. La intensidad de su vocerío y de sus pisadas es tal que hace temblar aun la superficie del pequeño despacho de Ilich.
Pero, por primera vez, Ilich se mueve, para indicar a Lyova, con un leve movimiento, que no se retire.
— Por favor, Lyova, no te vayas. Siéntate. Debo comentaros algo.
Lyova, por supuesto, obedece: abortando su desplazamiento, que queda en ademán, ante la solemnidad del ruego de Ilich. Se extraña y se intriga, e igualmente Koba. Este último se incorpora levemente, y, tras comprobar rápidamente que la puerta continúa cerrada, enfoca toda su atención sobre la abrumada expresión de su maestro.
Conscientes de la gravedad de la situación, respetan su largo silencio. Se ha levantado de su asiento y camina por la habitación, lentamente, circundándoles, escogiendo, de entre la infinidad de palabras existentes, las únicas adecuadas. Si es que las hay.
— Desde la muerte de mi hermano, he dedicado mi vida al estudio de la revolución. A comprender todo lo concerniente a la revolución: su significado, su naturaleza, sus causas, sus exigencias... Sus efectos.
Ilich sabe que, ahora que ha comenzado, no hay marcha atrás. Pero experimenta un repentino alivio... Tarde o temprano había de expulsar aquella inquietud, o, más que inquietud, intención, pues el arraigo de la idea en él es tan férreo que nada le hará retroceder.
— También nosotros, Ilich, ya lo sabes. Desde el seminario, la revolución es mi razón de ser y mi doctrina. Puedes confiarnos lo que quieras.
Es como si Koba hubiera querido imprimir un cierto afecto, una especie de ternura, a su voz, lo que Ilich agradece con una fugaz y casi imperceptible sonrisa.
— La cuestión es, Koba, que lo más esencial de la revolución, lo más interesante, ¡lo más grande!, no me lo ha enseñado ningún libro...
— En eso estoy de acuerdo, Ilich. Nada como la acción para aprender. Marx lo decía: ¡todo es dinamismo!
Para decepción de Koba, lo que Ilich pretende explicar no discurre por ese camino, con lo que lo mejor que puede hacer, y así se lo hace ver la cáustica mirada que Lyova le dirige, es callar.
— Lo más grande de la revolución lo he aprendido solo. Y os advierto que no es agradable oírlo, y mucho menos entenderlo.
Solos en el menos fastuoso rincón de aquel babilónico edificio, los sentidos han logrado finalmente abstraerse del escándalo procedente del piso inferior. Olvidados de pestañear y prácticamente de respirar, sus pupilas apuntan fija y exclusivamente a Ilich.
— ¿De qué se trata, Ilich?
Es incapaz de sentarse. Apoyado sobre el tabique de madera que separa la dependencia de la telefonista y la mecanógrafa, ambas ausentes, canaliza su tensión pellizcando la tela del ajado traje que viste. Dirige su mirada hacia las estanterías, como buscando instintivamente un libro o cualquier otro instrumento de que auxiliarse en la exposición de su convencimiento. Pero no halla nada. Sólo su persona es portadora de tan eminente inspiración.
— Lyova... ¿Qué es lo inmediatamente anterior a la Historia?
Lyova puede responder mecánicamente.
— Asia, desde luego. Inexistencia de la propiedad privada y de las clases.
— Y, Koba, ¿cuál es el fin de la Historia o su culminación?
Koba sonríe. La respuesta es breve y rotunda.
— El comunismo.
Satisfecho, asiente Ilich, reanudando su flemático paseo a lo largo y ancho de la estancia. Aunque pulcramente afeitado, su inseparable perilla tiñe de castaño su mentón. La acaricia. El cansancio de sus ojos le obliga a cerrar los párpados con fuerza.
— Los cristianos creen en un paraíso que recuperarán, por sus buenas obras, después de la muerte. Nosotros sabemos que esto no es más que el opio del pueblo: la fantasía derivada de una superestructura espiritual que facilita la explotación de una clase por otra. Nosotros sabemos que el comunismo, lo más parecido a un paraíso, no se realizará sino en la tierra. Como consecuencia de una última revolución.
— ¡Nuestra revolución!
— ¡No!
Ilich, que parece inmerso en una ímproba batalla, intensifica el tono de su voz. Aumentando, por segundos, su nerviosismo.
— ¡Pensad! Desde la aparición de la propiedad, ¿cuántas revoluciones se han producido? ¿Cuántas veces se han levantado los hombres contra la dominación, alentados por la inconsciente aspiración del comunismo?
— ¿Adónde quieres llegar, Ilich?
— ¿Acaso no han sido numerosísimas las revoluciones a lo largo de la Historia? Algunas de ellas, verdaderamente heroicas. Pensad en las sublevaciones de esclavos, en las rebeliones populares, en los norteamericanos, en los franceses... Y, sin embargo, ninguna de ellas ha devuelto a los hombres la igualdad; sino que, lejos de ello, su utilidad no fue mayor que la de la imposición de otros regímenes igualmente repugnantes.
Ilich gesticula animadamente y las palabras, por fin, emergen con soltura de sus entrañas.
— ¡Ninguna revolución ha devuelto a los hombres el comunismo! ¡Ninguna! Ninguna ha sido tan poderosa como para erradicar lo que nos envilece. Ninguna revolución ha superado la condición de anecdótica. Ninguna revolución ha sido, en resumen, definitiva. A lo sumo, han supuesto el tránsito de un tiempo a otro, de una era a otra, de una esclavitud atroz a una opresión un poco menos insufrible...
— Son eslabones, Ilich. Pero hemos alcanzado el último de ellos. He aquí la grandeza de nuestra revolución.
Ilich contempla la figura de Lyova, al cual no parece perturbar en exceso, por el momento, su disertación. Impávidamente acomodado en el mismo sillón, se ha permitido aun el lujo de cruzar las piernas.
— ¿Tú crees, Lyova? Porque yo no estoy tan seguro. Yo no estoy tan seguro de que nosotros, junto con los cientos de incompetentes que nos esperan en la sala de fiestas, seamos, en estos momentos, en esta noche, los artífices de la última era.
— No lo entiendo, Ilich...
— Te voy a ser sincero, Koba: de aquí no sale el paraíso que anhelamos. De esta revolución no florece el comunismo.
El desconcierto de sus interlocutores es cada vez mayor.
— ¿Vosotros habéis salido a la calle? ¿Os habéis mezclado con el pueblo? ¿Habéis vivido con el pueblo? ¡Este pueblo no hace la revolución definitiva! Lo entendí en Europa, donde las sociedades son, en esencia, iguales a la nuestra. No hay más que mediocridad, resignación e indiferencia. Al igual que Nietzsche, he visto un espectáculo que cansa el espíritu: el de unos hombres nivelados, unos con otros, en moral y en valentía, de entre los cuales ni uno solo se engrandece, impregnados sin excepción de la misma prudencia, atrapados en una misma naturaleza inofensiva. ¡Es patético! ¿Por qué pensáis que de ninguna de las revoluciones que operaron en el pasado emanó el comunismo, el último de los momentos históricos? ¡Porque ninguno de los pueblos que las hicieron estaba preparado! Pues bien, tampoco la humanidad de hoy se encuentra preparada para la última revolución.
De pronto, Ilich siente un malestar en el pecho. Le late el corazón a un ritmo trepidante. Mientras algunas gotas de sudor empiezan a brotar inevitablemente de su piel, la agresividad de sus palpitaciones parece contagiarse a su carácter, quebrando la serenidad de su compostura.
— ¿Qué estás diciendo Ilich? ¿Que fracasaremos? ¿Que la revolución fracasará?
— Quiero decir que fracasará si pretendemos adelantarnos al curso de la Historia, Lyova. Quiero decir que es pronto. Que no ha llegado aún la hora del comunismo.
— ¡Te equivocas, Ilich! ¡Por supuesto que ha llegado la hora del comunismo! Hemos derrocado a toda una dinastía de zares, hemos vencido a su ejército y hemos liberado al pueblo más numeroso del planeta. Tenemos el poder. Controlamos los cuarteles, las estaciones, los juzgados, las carreteras... El palacio es nuestro. ¡Qué más quieres, Ilich!
— ¡Quiero hacer las cosas bien!
Finalmente, Ilich no ha podido impedir que la furia se apodere de él. Necesita la comprensión de Lyova y Koba, pero estos no hacen más que observarle atónitos, como carentes de todo interés por aprender. Jamás han visto a su líder en semejante estado de excitación.
— Quiero hacer las cosas bien... ¿No entendéis que, si nos anticipamos, todo este sacrificio no habrá servido para nada? ¿Qué queréis? ¿Que el 25 de octubre quede en una revolución liberal más para la colección de los historiadores? ¡No, camaradas, no! ¡Hay que hacer la revolución final!
Los desfigurados ademanes de Ilich empiezan a asustarles.
— Hegel se propuso explicarlo todo, y lo hizo. Tú has dicho, Koba, evocando a Marx, que todo es dinamismo. ¡Y es verdad, todo es dinamismo! La quietud es inconcebible en la naturaleza. No obstante, Koba, ¿cuál es el motor de este dinamismo en el que creemos y al que pertenecemos? ¿Qué fuente de energía hace posible el continuo e irrefrenable proceso de transformación que rige la absoluta totalidad de lo existente, y, por lo tanto, también a nosotros?
Koba, que teme errar, se abstiene de responder.
— La contradicción, camaradas, la contradicción. El irremediable enfrentamiento de unos y otros elementos. ¡La lucha de clases! Cada revolución, cada revuelta, incluso cada protesta, son manifestaciones de oposición a una realidad asentada. Cada vez que los hombres se rebelan contra una determinada situación de abuso, están contraponiendo, a lo impuesto, lo deseado. Sin embargo, ¿qué ocurre? Que la fuerza de la contraposición no ha llegado a ser, en ningún momento, tan poderosa como para dar lugar al comunismo: la síntesis humana perfecta.
— Quieres decir que las revoluciones anteriores no han sido lo suficientemente buenas...
— ¡Exacto! Hegel habla de una constante interacción de tesis y antítesis, las cuales dan lugar a momentos de síntesis, que, a su vez, pasan a constituir soportes de nuevas transformaciones. Tal es la mecánica de la Historia. Pero la Historia no ha producido momentos tan críticos que puedan originar transformaciones definitivas. Los hombres han asistido a condiciones más o menos trágicas, más o menos complicadas, que, en función de su gravedad, han desembocado en revoluciones más o menos exitosas y más o menos fructíferas. Ninguna comunidad, empero, ha sido capaz de generar, frente a un panorama adverso, una reacción (¡una antítesis!) tan vigorosa, tan decisiva, que haya supuesto el advenimiento del comunismo.
— Todas las revoluciones se han quedado en la mediocridad...
— Correcto.
Lyova y Koba se esfuerzan en entender. Creen acompañar, al menos en parte, la entusiasmada argumentación de Ilich. E ignoran la cada vez más turbulenta agitación del edificio, así como los repetidos golpes de la guardia sobre la puerta del despacho, en todo caso sin abrirla.
— Sin embargo, Ilich, no podemos culpar a los explotados de su incapacidad para realizar el comunismo. Debemos explicarnos la conciencia por el ser, y no a la inversa. Sus reacciones se han ajustado al eslabón dialéctico que en su tiempo correspondía...
— ¡No, Lyova! ¡Ahí te equivocas! No existe una sucesión histórica obligatoria de modos de producción. Las revoluciones no se han adecuado a la correspondencia de una etapa previamente determinada. ¡Eso supondría aceptar la existencia de un Dios, o de un ser parecido, ordenador de la Historia! No, no... El esplendor de cada una de las revoluciones, camarada Lyova, ha sido proporcional al sufrimiento padecido por sus revolucionarios.
Si Koba no se inmuta, Lyova se espanta.
A diferencia de su compañero, acaba de comprender, repentina y fulminantemente, la sustancia de lo que Ilich busca demostrarles. La idea de Ilich. Empalidece. El pánico que experimenta le impide respirar.
Pero se empeña en recuperar el habla, aunque sea un habla temblorosa y aterrorizada.
— De modo que, si los pueblos no han hecho la revolución comunista, es porque...
El rostro de Ilich se ilumina.
— Porque no han sufrido lo suficiente.
Lyova, cuyas sospechas acaban de ser corroboradas, cierra los ojos y baja la cabeza. Koba, no obstante, que empieza a entenderlo todo, despliega gestos de aprobación. Realmente interesado ante el descubrimiento de Ilich, aspira sonoramente su pipa y asiente, afirmando resolutamente el acierto de sus palabras. Paralelamente preguntándose, en su fuero interno, cómo no ha recibido él semejante revelación.
— Toda revolución que no se configure como la antítesis absoluta a un mal absoluto, será un fracaso. El débil rechazo de una ligera contrariedad... De un pueblo como otro cualquiera no se puede esperar más que una revolución como otra cualquiera. La consumación de la Historia, la auténtica, culminante y plena revolución, sólo puede proceder de un pueblo insuperablemente desventurado.
Abandonada ya su inicial incertidumbre, declama Ilich provisto de una fluida e inquebrantable seguridad. Resulta escalofriante. De cuando en cuando, escapa el orador al radio de iluminación emitido de la tenue bombilla que preside la habitación, quedando entonces sumergido en una desolada penumbra cuya total opacidad sólo la refulgencia de la urbe evita. Sus pasos, en la oscilación entre la alfombra y el suelo de madera, engendran sonoridades alternativas, muy poco armónicas, que salpican la continuidad del tono de su voz. Puntualmente, tose. No se encuentra bien.
—No nos puede temblar el pulso a la hora de hacerles sufrir, en la amarga pero imperiosa responsabilidad de hacer de este pueblo la peor de las desgracias.
—¡Sí, Ilich, sí! ¡Ahora lo entiendo todo! ¡Es menester el sufrimiento de esta generación! Debemos estimular la rabia del pueblo, a fin de que sea capaz de todo.
—Y no sólo eso, Koba. Aunque suene terrible... Tan despiadada, tan inimaginablemente atroz debe ser dicha estimulación, que la liberación que de ella se derive devenga, esta vez sí, absoluta y eterna.
Desea despertar. Ilich —su camarada, su líder, y ahora también el líder del país— ha enloquecido. Tan horrible, tan monstruosa, tan inhumana idea, no parece susceptible de haber sido fabricada por la imaginación de un hombre. Ésta, sin embargo, puede alcanzar cotas de enajenación inasequibles. Lyova teme. Y más al advertir la conformidad de Koba. Incuestionablemente, han enloquecido; en la representación de la más siniestra pesadilla jamás padecida por Lyova.
— Dime, Ilich, que no crees de verdad lo que estás diciendo...
Palabras que descomponen la sonrisa que Ilich había conseguido dibujar ante la aduladora complacencia de Koba.
Es éste quien replica, dado que Ilich, entre estupefacto y ofendido, calla.
— ¿Discrepas, Lyova?
— Silencio, Iósif...
— ¿Disientes del parecer del camarada presidente?
— ¡Silencio, Iósif!
— Si disientes de la opinión del camarada presidente puedes expresarlo abiertamente...
— ¡Silencio, Iósif! ¡Silencio! ¡Calla tu detestable acento caucásico! ¡Silencio!
— ¡Quieres morir esta noche, Lyova!
— ¡Estás más desequilibrado que Ilich! ¡Cállate!
— ¡Eres un sucio traidor!
En pie de un salto, Koba apunta la cabeza de Lyova con el cañón de aquella pistola que siempre le acompaña. Ha estampado su pipa contra uno de los cuadros más valiosos y ruge colérico, expulsando cuantos improperios recuerda. Lyova, en cambio, no mueve un músculo. Le mira serio y desafiante.
— ¡Baja la pistola, Koba! ¡Baja la pistola!
A Koba le cuesta obedecer a Ilich. Quisiera matar a Lyova en ese mismo instante. Quisiera recrearse en la imagen de sus sesos artísticamente esparcidos por la acogedora extensión del compartimento. Las innumerables fragmentaciones de su piel, en un primer momento suspendidas en el aire, lloviendo seguidamente sobre sus ensangrentados y desfigurados despojos. Cansado de rugir, ahora jadea. La bravuconería de Lyova no favorece precisamente su relajación. Sin embargo, la insistencia de Ilich, manifiestamente molesto, le decide a guardar su arma para tomar asiento nuevamente.
— ¡Lyova, debemos ser valientes! Y, sobre todo, debemos ser fríos como el acero. ¿Qué crees? ¿Crees que disfruto con esta idea? ¿Que esta verdad me agrada?
Lyova bucea en su lucidez, buscando las palabras que hagan entrar en razón a Ilich, mas no las encuentra...
— Pero es la verdad, Lyova: es la verdad. Nos guste o no. Asumirlo nos resulta difícil, porque la verdad no puede ser confortable; revolucionario, pues la verdad es siempre revolucionaria. Pero a lo que no podemos sucumbir es a la hipocresía, a la indiferencia o a la mediocridad. Nos veríamos forzosamente abocados al fracaso.
— Por favor, Ilich, no...
— Nuestro pueblo, Lyova, no sabe lo que es el sufrimiento. Apenas si lo ha rozado. De otro modo, Lyova, ¡el comunismo ya habría llegado! Pero este pueblo no sabe lo que es sufrir. En alguna ocasión han pasado hambre, periódicamente han vivido la escasez, de cuando en cuando se han visto humillados; su libertad ha sido, en cierta medida, coartada; el zarismo, la Iglesia y la burguesía han explotado su potencial y les han despojado de la plusvalía. Se ha sido, sí, injusto con este pueblo. Pero este pueblo, mi buen Lyova... Este pueblo no sabe lo que es sufrir.
— ¡Con cuánta razón hablas, Ilich! ¡Con cuánta razón!
— Ilich, no...
Tras un largo rato golpeando la puerta, los numerosos guardias que ahora acompañan al soldado en la puerta osan, por fin, abrirla, lo que sobresalta a los tres ocupantes. Koba, que aun no se ha desprendido de su rabia, decide hacérsela pagar a ellos: en toda la brusquedad de su temperamento, y dejando entrever bajo el abrigo la pistola, les ordena «por última vez» que cierren la puerta.
— Independientemente, Lyova, de que lo aceptes o no, tal es nuestra misión: implantar las condiciones que hagan posible la revolución última. Hemos creído que nos correspondía a nosotros hacer la revolución, y, sin embargo, no es así; a nosotros nos ha sido encomendada su predisposición. Y no podemos vacilar en la satisfacción de nuestro cometido.
— Ilich tiene razón: ¡debemos ser implacables!
Entre los angostos huecos que deja el cortinaje, intenta Lyova vislumbrar, aunque sea sutilmente, el exterior. Identificar a alguien. A una sola persona, militar o no; del partido o, preferiblemente, no. Intuitivamente. A una sola persona caminando, en la medida de lo posible, despreocupada; mínimamente cuerda, pero en todo caso soñadora. Colmada de grandes ideales; desconfiada de las grandes ideas. Tal vez una pareja, que sin percatarse se haya desviado del camino a casa y haya ido a parar, por gravitación o por inercia, a aquel soberbio monumento a la arquitectura. Pero los exorbitantes árboles de los jardines obstaculizan toda perspectiva.
A pesar de que aparta rápidamente la mirada, Ilich ha advertido su fugaz arrobamiento. No sólo no le molesta, sino que, debilitado por la conjunción de tantas emociones, se muestra hasta enternecido. Como no ha vuelto a sentarse, no tiene problema en desplazarse hasta uno de los ventanales, para deslizar la cortina y dejar ver, sobre la portentosa vegetación de los alrededores, el interminable firmamento de Petrogrado.
La insondable oscuridad del universo invita a Lyova a tomar conciencia, súbita y sorpresivamente, de la nimiedad de su condición.
— Creen en ti, Ilich. Tu pueblo cree en ti. ¡Creen que eres la revolución, la contraposición a toda la injusticia que han tenido que soportar!
— Es precisamente lo que deseo hacer posible, Lyova: la contraposición a la injusticia. Pero ello exige un último sacrificio...
— ¡Razona, Ilich! ¡Siempre fuiste un hombre sensato!
— Si no somos fieles a las exigencias de la Historia, Lyova, nada habrá valido la pena...
— ¡Ilich! ¡Vuelve en ti, Ilich! ¡Razona, Ilich, por lo que más quieras! ¡Te convertirás en un tirano! Y peor: en un monstruo... Si no te olvidas de semejante locura, convertirás nuestra revolución en un infierno. ¿Es que no te das cuenta?
Ilich y Koba presencian impávidos su desesperación. El primero, parece que ni siquiera oye sus palabras.
— Ilich...
Golpean la puerta con fuerza, con inequívoca intención de abrir. Koba desenfunda nuevamente su pistola y, convencido de gozar de sobrados motivos para hacerlo, se dispone a disparar contra quien penetre en el despacho. Pero quien aparece no es un soldado o un asistente cualquiera, sino Kolya, que lo hace además en una furibunda excitación.
— ¡Koba! ¡Lyova! Camarada presidente... ¡Están todos esperando! ¿Se puede saber qué ocurre?
Koba guarda su pistola, que tampoco a Kolya ha podido intimidar, pero esta vez permanece en pie. Saben que deben bajar. Ilich palpa nerviosamente su incipiente barba, ostensiblemente preocupado, atormentado hasta el punto de desear la explosión de su calavera. Ahora incluso más que antes. Respira con dificultad y el cansancio, que sobreviene al enardecimiento, marchita la fuerza de sus piernas. Sus minúsculos y siempre taciturnos ojos, cuya sombra refleja que lleva varios días sin dormir, se evaden, como anteriormente los de Lyova, de la severidad de la situación, buscando la lejanía del cosmos. Si bien no ignora que no puede hacer esperar a sus camaradas, que tanto esperan de él y de quienes él espera tan poco —pues tiene muy claro que sólo espera de sí mismo y, a lo sumo, de sus más próximos compañeros—, y se dispone a abandonar su amado rincón. La apacible reclusión de su despacho... No sin antes dirigirse, concluyentemente, a Lyova.
— Lyova, espero que no tardes demasiado en aceptar mi determinación. Cuento contigo para tan magna tarea. Y, cuando yo no esté, habréis de ser Koba y tú quienes la llevéis a término.
Son tantas y tan importantes las cosas que Lyova quisiera decir que no dice, al final, ninguna. Su expresión se limita a la inexpresión; la exteriorización de su dolor, a la indolencia, su ademán, al leve encauzamiento de un más leve suspiro.
— Antes, Koba, en su arrebato, te ha injuriado, llamándote traidor. Sucio traidor, concretamente. Espero, Lyova, que la suciedad de la traición jamás contamine tu nobleza.
Koba segrega alguna que otra lágrima y toca el hombro de Ilich, aunque no llega a abrazarle.
— Cuando tú no estés, Ilich, nosotros continuaremos tu legado. Y no descansaremos hasta la plena consecución del comunismo.
Ilich le devuelve el gesto de cariño y de adhesión.
— Lo sé, Koba. Gracias...
— Los letones, los lituanos y los polacos quieren hablar contigo, camarada presidente. Y Kamenev espera a que aparezcas para dar apertura al congreso.
Mira Ilich por última vez a Lyova antes de girarse y poner rumbo a la sala de fiestas. Su pálido y agotado rostro ha logrado, al fin, recuperar su serenidad, y su porte, que se desplaza ya en dirección a las escaleras, busca desprender apariencias de entereza y moderación. Nadie diría que ha acaba de afrontar, hace pocos segundos, uno de los más difíciles trances de su densa y apasionante vida. De todas formas, la prueba que ésta le ha llamado a superar no ha hecho sino dar comienzo, y, a partir de ahora, le esperan la entrega, la voluntad, el arrojo y, sobre todo, la frialdad. Koba ni siquiera atiende a la compungida figura de Lyova, inmóvil, estática, prisionera en la derrota de su parálisis. Se va. Desconcertantemente risueño, después de todo; incorregiblemente pegado a Ilich.
Sólo queda atrás Lyova, al que nadie requiere. Permanece sentado. Sin tan siquiera combatir la nueva evasión de sus huidizos ojos, que, reincidentes, apuntan a una ventana cuyas cortinas han quedado abiertas. También la puerta del despacho está abierta, y desde ella pueden sentirse los caóticos berridos de los asistentes.
De pronto, se hace silencio. Todos han enmudecido. Ilich debe haber efectuado su entrada. Lyova respira mediante la boca, aterido pero extenuado, mortificado por la horrenda y desordenada sucesión de imágenes que va proyectando su mente, sucesión a la que ni siquiera se molesta en dar sentido. Puede advertir entonces que a Koba se le caído, sin quererlo, la pistola, sobre la esponjosidad de la butaca en que estaba sentado. Siente la repentina tentación de tomarla... Pero el impulso desaparece cuando se oye la voz de Kamenev, que preside el congreso. Ésta otorga rápidamente la palabra a Ilich. Son las ocho y veinte de la noche. Desde la solitaria frigidez de su conmoción, Lyova puede escuchar cómo su voz, tan desganada pero decidida como siempre, tan fiel a la naturaleza de quien la entona, se erige sobre el expectante silencio de los cientos de delegados, para comunicar, libre de toda fogosidad, la lacónica sencillez de su anuncio:
— Ahora procedemos a la edificación del Estado socialista.