La izquierda reformista, la retórica democrática y la transición al neofascismo. Apuntes sobre el caso español
Enrique Castells Turia
Introducción
Lenin decía que cuánto más democrático era un país capitalista, más se encontraba su parlamento sometido a los intereses de la bolsa y de los banqueros. Frente a esa democracia de los banqueros, las élites y la oligarquía, Lenin creía en la posibilidad de una democracia participativa, popular y que diera poder a las mayorías, una democracia, eso sí, incompatible con el sistema capitalista y con sus instituciones democráticas, que debían ser utilizadas únicamente como tribuna de denuncia del capitalismo y para difundir las ideas revolucionarias entre los trabajadores. Las palabras de Lenin contribuyeron en su momento a profundizar una dura guerra ideológica sobre la naturaleza de la democracia, que un siglo después se ha saldado con la derrota –aparente– del revolucionario ruso y de su escuela -considerada «dictatorial»-, dejando libre el camino para el reinado absoluto de la ideología democratista que suele ir acompañada de una abundante retórica ciudadanista.
Un siglo después de las reflexiones de Lenin la legitimidad política viene determinada por la certificación de democrático, hasta el punto de que, si antes los golpes de Estado y las guerras eran contra el «peligro comunista», hoy se justifican para defender la democracia y los derechos humanos fuera de occidente: así, las embestidas fascistas recientes en Ucrania o en Venezuela pretenden legitimarse recurriendo a la retórica democrática, al igual que antes se hizo con la «primavera árabe», las «revoluciones de colores» y tantas otras.
Para los pueblos agredidos por las bombas de los humanistas otánicos, el democratismo se ha convertido por derecho propio en la ideología de la conquista imperialista del mundo y en coartada para justificar las guerras “humanitarias”: como denuncia sarcásticamente el intelectual camerunés Jean Paul Pougala, «si la democracia del sufragio universal fuera algo maravilloso, nadie duda de que occidente preferiría conservarla e incluso esconderla como un secreto militar, con el fin de utilizarla como ventaja sobre los otros pueblos del planeta» [1].
¿Existe la democracia? ¿Qué es una democracia? ¿Y una dictadura? ¿Pueden coexistir la democracia y el fascismo simultáneamente? La ideología democratista define a la democracia como lo contrario de la dictadura -de derechas o de izquierdas- así como del fascismo, y además afirma que la democracia representa nada menos que «la voluntad de la ciudadanía» o la «voluntad de la mayoría».
La rudimentaria lógica de estas grandes definiciones se desvanece en el momento en que se analizan problemas concretos: si la democracia es la «voluntad de la mayoría», aquellos que atacan a los partidos de gobierno -que han sido votados por esas mismas mayorías ciudadanas- por realizar determinadas políticas, atacan, en realidad, la «voluntad de la mayoría» y por tanto están adoptando un cariz antidemocrático y dictatorial. Si se observa la el escenario internacional, dos ejemplos recientes muestran lo inconsistente e irreal de la definición vulgar de la democracia.
En el caso de Venezuela, para los grandes medios de comunicación privados, para la oligarquía de este país y otros grupos opositores, así como para Estados Unidos y muchos gobiernos occidentales, el gobierno del presidente Nicolás Maduro es una dictadura -o un gobierno «autoritario»-, a pesar de que dirige una corriente política -el chavismo o socialismo bolivariano-–que ha vencido en 18 de las 19 convocatorias electorales de los últimos años, realizadas además con la normativa democrática considerada correcta: la occidental, pluripartidista y liberal. Pero el chavismo implantó algunas innovaciones que desagradaban a los puristas de la democracia: en primer lugar, protegió las riquezas públicas -especialmente el petróleo- de la voracidad de las multinacionales occidentales; destinó una gran cantidad de fondos públicos para amplios programas sociales que beneficiaron a las masas tradicionalmente excluidas; expropió algunas propiedades privadas; estableció estrechas relaciones de amistad con «dictaduras»: Fidel Castro de Cuba, Lukashenko de Bielorrusia, Gadafi de Libia, Al Assad de Siria; trató de facilitar el acceso a cuotas de poder a la gran masa de desposeídos y explotados de Venezuela mediante la creación de organizaciones populares y les garantizó su apoyo a través del Estado y, finalmente, cuando harta de perder todas las batallas electorales la oposición perdió la paciencia y decidió emprender acciones violentas para derribar al gobierno, éste empleó a las organizaciones populares de defensa, al ejército y a las fuerzas policiales leales -a la violencia, por emplear la palabra correcta- para defender el sistema democrático del pueblo venezolano, reprimiendo a la oposición violenta. Por ello, a pesar de todas las victorias electorales obtenidas, de forma inevitable, para los grandes grupos mediáticos que crean la opinión pública mundial, la democracia venezolana pasó a considerarse como una sangrienta dictadura que no respeta los derechos humanos y que debe ser derribada urgentemente para regresar a la democracia.
En el caso de Ucrania muchos han visto triunfar -como anteriormente hicieran con Libia y otros ejemplos- la supuesta voluntad democrática radical de los ciudadanos movilizados frente al poder gubernamental que es descrito por los medios de comunicación como antidemocrático y dictatorial, a pesar de que la elección del presidente ucraniano derribado y de su gobierno se había realizado estrictamente según la normativa de la democracia occidental. La opción europea y otanista de la junta golpista ucraniana viene a reafirmar la identidad entre democracia y Unión Europea, que para muchos ciudadanos son simples sinónimos.
Aunque muchas veces tenga intenciones muy diferentes, la izquierda reformista europea también está situada en las coordenadas ideológicas del democratismo. Considerando anacrónico y superado al pensamiento de Lenin y de Marx, o al menos el que plantea la necesidad de sustituir el capitalismo por el socialismo -a pesar de la buena voluntad de muchos de sus militantes-, no entra en las pretensiones de esta izquierda encontrar una salida al sistema capitalista e imperialista, sino simplemente respuestas a la crisis económica, defendiendo políticas que, quiméricamente, permitan volver a los «buenos tiempos» del capitalismo y a la recuperación del corporativismo social plasmado en un Estado del bienestar que la crisis inexorablemente está disolviendo. Cargando las tintas con juicios morales sobre lo injusto e inhumano de las políticas de austeridad y los recortes sociales, la izquierda reformista prioriza su actuación en las instituciones del sistema desde donde se esfuerza en encontrar soluciones técnicas a la crisis económica mientras impulsa su acción política con llamamientos a una nueva ética capitalista -redistributiva-, apelaciones a la justicia social y quejas contra la corrupción que dañan el funcionamiento democrático del sistema. Toda su ideología gira alrededor del democratismo: desde lo que se ha dado en llamar «democracia económica» como alternativa a las «políticas de derechas» hasta las propuestas de perfeccionamiento de las formas e instituciones del sistema, sin modificar su esencia, para «profundizar» o «regenerar» la democracia. Estas serían las curas de urgencia que se proponen como remedio a la crisis capitalista y en beneficio de lo que esta izquierda etiqueta como «ciudadanía» -ya no está de moda hablar de clase obrera y de capitalistas-, etiqueta que tanto podría aplicarse a un desempleado de larga duración como a la elite selecta de ejecutivos de las empresas que cotizan en la bolsa.
¿Estos primeros auxilios democratistas son eficientes? Es muy dudoso: lo que se conoce como sistema democrático internacional esconde, en realidad, un funcionamiento propio de la mafia donde Estados Unidos ejerce de padrino, de “capo” indiscutible del crimen organizado. La democracia occidental es la tapadera ideológica del capitalismo corporativo de las grandes multinacionales, de los poderes financieros desorbitados y de los organismos clandestinos de los Estados que conforman un imperialismo agresivo, bestial y salvaje, desprovisto de cualquier moralidad más que la de saquear a los pueblos y mantener bajo control a los trabajadores. Esta amalgama de las finanzas, el poder militar, poder policíaco, poder mediático y poder ideológico, hegemonizado por Estados Unidos y su corte de aliados que se pelean por las migajas del botín, no duda en exterminar a pueblos enteros al tiempo que dicta a través de sus grupos de presión clandestinos las políticas de los gobiernos así como las preferencias de los votantes en cada convocatoria electoral mediante el inmenso poder de sus medios de desinformación y sus intelectuales orgánicos. Tan sólo se permite la alternancia de partidos, es decir, de gestores con matices diferentes, y se tolera la existencia de ciertos derechos mientras no entren en conflicto con los intereses de los verdaderos poderes. ¿Es posible en estas circunstancias «profundizar la democracia» o en pensar en «otra» democracia?
En el discurso dominante de las izquierdas mayoritarias así como de muchos movimientos sociales -aceptando que en gran parte está cargado de buenas intenciones-, ya no se habla de luchar por las conquistas democráticas concretas como una palanca que impulse la salida del sistema y el avance hacia el socialismo: por el contrario, entre la izquierda reformista y democratista se sigue promocionando la idea de que existe una democracia abstracta y absoluta, una democracia políticamente neutra -desechando la “anticuada” descripción de la democracia capitalista como una institución ideada para perpetuar el dominio de la oligarquía-, una democracia dentro del sistema que permitirá hacer «políticas favorables a las mayorías». La izquierda reformista y algunos movimientos sociales interpretan que las instituciones democráticas representan el interés general de la «ciudadanía» pero están «secuestradas» por los grandes poderes económicos privados -los «mercados»-, y por ello el poder financiero es denunciado como responsable de todos los males sociales y de las políticas neoliberales y de austeridad. No se critica al sistema y en su lugar se ataca a sus «manzanas podridas»: el banquero avaricioso, especulador o corrupto que somete a los gobiernos a su voluntad debido a supuestas «insuficiencias democráticas». El tiburón de las finanzas emerge como un espectro atemorizador que personifica todos los males de la sociedad, a pesar de que esta izquierda recibe puntualmente suculentos créditos bancarios para esas megafiestas democráticas que representan las sucesivas campañas electorales. Desde algunos movimientos sociales se defiende la idea, además, de que el 1% de la población -básicamente los banqueros- ha «secuestrado» la democracia al 99% restante, los «ciudadanos». Según este razonamiento, las crisis capitalistas se podrían evitar si no fuera por individuos inmorales que se aprovechan de la «ciudadanía»: encarcelando a algunos banqueros y controlando al poder financiero, el capitalismo volverá a humanizarse y se acabará la crisis, iniciando una nueva fase de consumo.
En realidad, el democratismo de la izquierda reformista y de algunos movimientos sociales es un aspecto particular del discurso político y mediático general, sobresaturado de retórica democrática. Es un discurso que no permite percibir con claridad una realidad definida por la transformación de la democracia en neofascismo.
¿Cómo es posible esta metamorfosis, siendo aparentemente la democracia lo contrario del fascismo? Ciertamente, en épocas de crisis aumenta la represión contra los movimientos sociales y obreros, aunque esto, estrictamente hablando, por sí solo no indica la llegada del fascismo. Si la crisis avanza, la amenaza de una dictadura fascista -militar o cívico-militar- aparece en el horizonte: sus síntomas se perciben en la multiplicación de los vínculos entre la extrema derecha, el gran capital, los servicios secretos y policiales de los Estados y los grandes medios de comunicación, especialmente privados, con el fin de anular las cada vez más menguadas conquistas democráticas de los trabajadores y reprimir o exterminar a la izquierda. Pero lo interesante no es tanto recordar los esquemas clásicos de las dictaduras fascistas, sino estudiar las formas en las que el neofascismo se puede desarrollar pacíficamente a través de las democracias, contando con amplio consenso social, como resultado de las transformaciones del capitalismo en crisis.
El ataque a la política que se esconde tras el descrédito generalizado de la «clase política» o de todos los partidos indistintamente es una de las claves de esta evolución. Pero quizás la más importante es la neutralidad política de la democracia.
Efectivamente, la ideología democratista se ha convertido por derecho propio en hegemónica al presentarse como una ideología apolítica, neutra e imparcial -e, incluso, por encima de todas las ideologías-, de «sentido común», transversal a todos los grupos sociales y asumida por casi todos los actores políticos, que comparten entre ellos la adhesión a los «valores democráticos» y al «consenso constitucional». Se interpreta que la democracia no es «ni de izquierdas ni de derechas», es la expresión de la «voluntad general de la ciudadanía», como si ésta no estuviera influenciada, distorsionada o manipulada de mil maneras diferentes por los poderes dominantes. Al mismo tiempo, la mayoría de partidos políticos y los sindicatos mayoritarios ya no se presentan como portadores de ideologías y de intereses de clase, sino como instituciones que desean suministrar determinados servicios a la «ciudadanía», compitiendo en el mercado de los partidos políticos por arrancar votos a la competencia, de aquí que sea corriente escuchar en boca de muchos dirigentes políticos o sindicales: «la ciudadanía nos pide…», «hay que escuchar la voz de la ciudadanía…».
La ideología democratista pretende con este apoliticismo transformar las antiguas referencias de clases sociales en «identidades» plurales, neutras y despolitizadas para absorber y gestionar los conflictos sociales. Pero el democratismo moderno no puede comprenderse adecuadamente sin abordar el fenómeno del imperialismo, puesto que el democratismo es la ideología por excelencia de los países imperialistas: de la síntesis del democratismo y del imperialismo surge el nacionalismo imperialista, que contribuye a aglutinar alrededor de las clases dominantes a otras capas sociales como parte de la pequeña y la mediana burguesía, parte del movimiento obrero y socialista -como el reformismo socialdemócrata y la aristocracia obrera, fustigados duramente en su tiempo por Engels y por Lenin-, y otros grupos sociales que ayudan a conservar y perpetuar el sistema. Al mismo tiempo, ayudan a preparar la llegada del fascismo, que no deja de ser un fenómeno de masas con un fuerte componente racista y nacionalista reaccionario. Todos estos factores, que ejercen una influencia determinante en la política actual de los países imperialistas, forman el caldo de cultivo del neofascismo o fascismo postmoderno, que representa la fase superior de las democracias actuales y al mismo tiempo su putrefacción. Democracia y neofascismo, en muchos casos, son las dos caras de la misma moneda: el tránsito más o menos consensuado y “pacífico” de la democracia al neofascismo recuerda en algunos casos la llegada de los fascismos de los años treinta, excepto en los casos de Italia y España, donde las democracias como sistema sí presentaron resistencia activa al fascismo, especialmente intensa en el caso de España, y en ambos casos la existencia de la Unión Soviética y de fuertes partidos comunistas catalizó la resistencia al fascismo. Hoy las circunstancias son muy diferentes.
Precisamente el neofascismo se engendra en un medio en el que las relaciones sociales y las preferencias personales se convierten en necesidades irracionales al estar casi absolutamente sometidas al mercado y a las orientaciones de las marcas comerciales, de las celebridades y estrellas artísticas y deportivas, y de las grandes corporaciones. Un ejército de intelectuales y publicistas presentan esta mercantilización como una relación verdaderamente democrática, no jerárquica, horizontal y sinónimo de libertad, especialmente en el momento de elegir qué comprar: este acto supremo de la democracia define la constitución de múltiples identidades individuales y de grupos de consumidores, identidades que son apolíticas, neutras y democráticas. También se presentan como identidades apolíticas y neutras -aunque en el fondo están lejos de serlo muchas de ellas- ONG’s, asociaciones culturales, recreativas, identidades de género, movimientos ecologistas e incluso partidos políticos, todos ellos relacionados, interna y externamente, de forma democrática.
Algunos autores han descrito en los países occidentales las condiciones en las que se hacen dominantes los valores ultraindividualistas que acompañan al desmantelamiento de la llamada «infraestructura de la disidencia» y permiten una represión más intensa y variada por parte de los gobiernos. Es un fenómeno que, por una parte, ha desembocado en un declive sustancial de la militancia y del asociacionismo social, político, sindical y reivindicativo en general, pero también de la vida colectiva de barrio y de calle; por otra parte, ha permitido identificar mucho mejor a los grupos y personas que practican el activismo social y político, reforzando las campañas criminalizadoras desde los gobiernos imperialistas y sus medios de comunicación, y agudizando las medidas represivas del Estado. La fusión cada vez más acentuada entre las grandes corporaciones capitalistas y los gobiernos -lo que en el «anticuado» leninismo se conocía como «capitalismo monopolista de Estado»-, la privatización de la vida social a través del mercado, las tecnologías que permiten la atomización social -televisión, ordenadores, internet– junto con la «corporatización» del activismo social a través del capitalismo filantrópico de las grandes marcas -ligando a gigantes ONG transnacionales como Amnistía Internacional, Greenpeace, Oxfam, WWF y otras con corporaciones como Nike, IBM, McDonalds, Microsoft, Apple, etc.-, la colonización de las calles por parte de los automóviles y la aparición de urbanizaciones periféricas de mayor estatus social pero sin tejido asociativo han acabado por desintegrar muchos de los lazos militantes y de camaradería tradicionales que cohesionaban esta «infraestructura de la disidencia» [2].
Desde la perspectiva de las nuevas formas de consumo derivadas de la ideología de extrema izquierda surgida en mayo del 1968 en Francia, el filósofo comunista francés Michel Clouscard mostró la relación entre el ascenso de una joven burguesía liberal-libertaria, radicalmente democrática, y la preparación del neofascismo contra los trabajadores. Esta burguesía, promotora de un consumo parasitario, marginal, lúdico, libidinal -de la moda textil, la industria del sexo, las drogas, los audiovisuales y la alta tecnología-, impuso unos valores socialmente transgresores, antipatriarcales, irracionalistas y ultraindividualistas como base para la emergencia de un neocapitalismo caracterizado por una industria orientada a satisfacer las necesidades del consumo marginal a través de la tiranía omnipresente de la publicidad. Mediante el terrorismo intelectual -los filósofos postmodernistas y de extrema izquierda que presentaban los valores transgresores y el consumo marginal como los verdaderos mecanismos revolucionarios, democráticos y liberadores-, unido al terrorismo identitario, esta joven burguesía desarmó a los trabajadores y contribuyó a su disgregación y erosión como clase. El desenlace previsto es el ascenso del neofascismo, correspondiente a la fase de crisis del capitalismo, que reprime las necesidades de la clase obrera mediante draconianas políticas de austeridad y recortes a sus derechos, y paraliza su acción política mediante la ideología de la nueva burguesía. La represión violenta del Estado sería el último recurso a emplear contra los restos dispersos y debilitados de trabajadores que todavía mantienen algún vestigio de conciencia de clase.
El neofascismo sería la expresión ideológica y cultural -más que política, y de ahí que sea mucho más peligroso- en el cual se desarrollan las nuevas formas del capitalismo y de la explotación laboral, así como las nuevas formas de consumo apoyadas en la exaltación del componente irracional de los seres humanos -terreno que comparte con el fascismo tradicional-, y que son gestionadas a través de una democracia apolítica, neutra -cada vez más irracional, como puede comprobarse en la extrema degeneración de las campañas y precampañas electorales, y en la pérdida de ideología de los partidos-, una democracia que niega, como el fascismo clásico, la existencia de clases sociales y la legitimidad de ideologías distintas a la democrática, y de ahí todo su empeño obsesivo en demonizar a cualquier país que se desvíe de la democracia apolítica occidental. El anticomunismo, la promoción de la violencia gratuita, la caza del inmigrante -el «subhumano», el «inferior» sin derechos-, el antisindicalismo y el asalto al carácter obrero de los sindicatos -últimos refugios de la ideología de clase-, el pisoteo de las soberanías nacionales, la vulgarización de la cultura y la chabacanería o la difusión de las filosofías irracionalistas son otras plataformas sobre las que se expande el neofascismo sin necesidad de destruir la cubierta democrática.
La ideología democratista conduce inexorablemente al fin de la política, y no en el sentido marxista del fin de las clases sociales precisamente: ¿qué mejor imagen de la supresión democrática del conflicto que la de unos sindicatos y patronales que ya no representan intereses de clases sino «agentes sociales» democráticos, neutros y apolíticos? ¿Qué mejor expresión de la desaparición -imaginaria- del conflicto de clases que la imagen del 99% de ciudadanos que se oponen al 1% que «ha secuestrado la democracia»?
Las mutaciones ideológicas de la izquierda democratista
La izquierda democratista piensa que dentro del sistema pueden hallarse soluciones a la crisis económica y social, y también a las guerras. Por ello se esfuerza en demostrar que «otras» políticas son posibles dentro del capitalismo -unas políticas que vuelvan hacia atrás la rueda de la historia regresando hacia un capitalismo humanitario- y así dedica grandes energías en denunciar las «políticas de derechas» que «amenazan la democracia», y los «excesos» neoliberales y financieros del capitalismo que desmantelan las prestaciones sociales. Como contrapartida se proponen políticas keynesianas y socialdemócratas -de gestión del sistema capitalista-, las mismas políticas que salvaron al capitalismo en 1945 y después lo llevaron a la crisis que estalló en 1973, dando el poder a los neoliberales actuales y a la casta de tecnócratas europeístas. Son, por otra parte, políticas irrealizables dentro del capitalismo en crisis: mayores impuestos a las grandes fortunas -que provocan el éxodo impune de capitales hacia otros destinos, como está sucediendo en Francia-, de más gasto público -para acabar de disparar la deuda del Estado- y además se rechazan las privatizaciones y los recortes sociales, excepto cuando esta izquierda participa en gobiernos de coalición y debe apoyar tales recortes, lo que evidencia el utopismo estéril de algunas propuestas. En el caso de Europa, se defiende la posibilidad de «otra» Unión Europea, de carácter «social», que se edificará, quizás, a partir de una mayor conciencia social de los grandes monopolios económicos. Todas estas medidas, además, chocan con los tratados internacionales firmados -Maastricht y Lisboa entre muchos otros- y con una Unión Europea que impone la dictadura del euro, la libertad de capitales y las privatizaciones.
Si el democratismo constituye la fuerza propulsora de la metamorfosis ideológica y política de la izquierda reformista, el pluralismo es timón que dirige el barco. La ideología pluralista establece que todas las opciones políticas son legítimas -excepto las extremistas o las que amenazan la democracia-, y además considera propio de sectarios, estalinistas o antidemócratas esgrimir argumentos ideológicos o políticos para criticar a dirigentes o fuerzas políticas de izquierdas, por ejemplo, que han apoyado guerras y matanzas imperialistas, reformas laborales, políticas favorables a las altas finanzas y al capital internacional, etc. Para contrarrestar a los que sostienen la necesidad de recuperar la ideología y de una práctica política coherente entre la izquierda, se invoca a la «unidad de la izquierda» contra «la derecha que amenaza la democracia y desmantela los derechos sociales», corriendo un tupido velo sobre las políticas de los socialistas o de esta misma izquierda cuando gobierna o gobernó, es decir, cuando pudo gestionar algunos aspectos del sistema.
Curiosamente, pese a que se considera propio de sectarios realizar críticas -incluyendo las constructivas- en el seno de la izquierda porque «se provoca la división frente a la derecha», es la propia ideología pluralista la que segrega el cáncer de la división entre la izquierda. Asombra la gran facilidad que tiene la derecha para cohesionar sus fuerzas, unificar el discurso y depurar o silenciar a sus disidentes con el objetivo de golpear políticamente y con fuerza en una sola dirección, mientras que en la izquierda se considera antidemocrático tener un discurso unificado y una práctica política homogénea: lo que antes era visto como una muestra escandalosa de oportunismo político resulta ahora legitimado por el pluralismo, que sustenta la necesidad de confeccionar varios y contradictorios discursos y prácticas para poder llegar a toda la «ciudadanía» -o a todas las «identidades», que sustituyen a los “anticuados” referentes de clase- y de «sumar fuerzas» en cantidad pero no en calidad. Una indefinición ideológica y ambigüedad creciente, la pérdida de antiguos referentes y el recurso al pluralismo favorecen la producción de constantes escisiones, personalismos o estrellatos individuales prefabricados, además de prácticas contrarias a los programas electorales, discursos y votaciones divergentes, etc. Cualquiera que se atreva a tomar medidas recurriendo a la disciplina, o piense que algunas organizaciones de izquierda por sus prácticas políticas son idénticas a la derecha, o simplemente promueva la necesidad de recuperar la ideología clásica de la izquierda, será tachado inexorablemente de antidemócrata y estalinista recalcitrante. El culto a la «unidad de la izquierda», la cultura del pluralismo democrático y la dictadura de los derechos individuales inalienables sobre la organización colectiva -un eco del liberalismo radical- reemplazan al viejo criterio marxista que predicaba la práctica como criterio para conocer la verdad. La extinción de la ideología clásica de la izquierda se hace así inevitable.
Pero el verdadero mito fundador de la izquierda democratista reside en la convicción de que la democracia capitalista, la democracia «realmente existente», representa el menos malo de los sistemas y su alternativa sólo puede ser una dictadura: «no queremos la dictadura de la derecha ni de la izquierda» [3], afirmaba Santiago Carrillo en 1977 siendo secretario general del Partido Comunista de España. Precisamente estas concepciones democratistas fueron empleadas por Carrillo y sus ayudantes como chantaje para obligar a los militantes de su partido a defender el régimen político y económico pactado en la transición de 1978 a partir de la evolución del franquismo y las imposiciones del imperialismo.
Para la izquierda democratista hispánica -no sólo la heredera del carrillismo- la retórica democrática le impulsa a adherirse en política internacional bien a la condena de dirigentes y países que no cumplen el certificado democrático expedido por el imperialismo, bien a un humanitarismo abstracto y a un legalismo internacional controlado en gran medida por occidente, cerrando la puerta a una solidaridad política activa con gobiernos legítimos cuyos pueblos han sufrido brutales operaciones de cambios democráticos a través de la OTAN -una auténtica internacional demócrata- o de ejércitos occidentales en solitario: Yugoslavia, Irak, Costa de Marfil, Libia, Siria, etc. Se trata de gobiernos considerados todos ellos como dictaduras peores que los regímenes occidentales. Otras veces, la defensa de la unidad de la Europa «social» va acompañada de una rusofobia estridente, cuando no de un antisovietismo propio de converso. Es sorprendente comprobar con qué rapidez reaccionan los dirigentes reformistas -acompañados en este viaje por algunos grupos de extrema izquierda occidentalista– cuando se apresuran a pedir el encarcelamiento o el asesinato del presidente de turno de lejanos países -nunca a los dirigentes de Europa occidental, a pesar de sus asesinatos de masas-que ha osado oponerse a la exportación armada de la democracia otanista, mientras que dicen poco o nada de los dirigentes demócratas que envían a los ejércitos de la OTAN, unidos o por separado, como Francia, a asesinar en esos lejanos países a decenas o cientos de miles de personas indefensas: lo importante es que se ha instaurado, por fin, la anhelada democracia. Al fin y al cabo, entre aquellos que comparten los «valores democráticos» lo prioritario es entenderse y dejar de lado rencillas sin importancia.
En la política interior del Estado español, la ideología democratista es la brújula que orienta el quehacer diario de las organizaciones reformistas para elaborar sus políticas ante los desafíos que plantean los devastadores efectos de la crisis, el auge de los movimientos nacionalistas periféricos y los continuos escándalos de presunta corrupción de algunos partidos y de miembros de la Casa Real. La izquierda reformista responde a estos desafíos que trastornan la vida política reclamando una «verdadera democracia» -sin cambiar el sistema-, idea que engloba los esfuerzos de ingeniería institucional para facilitar una mayor participación política de la «ciudadanía», como las medidas económicas que permitan aliviar los “excesos” del capitalismo y retomar «la senda del crecimiento». Al mismo tiempo, muestra un deseo de debatir hasta la saciedad sobre las formas del Estado -monarquía, república, federalismo, autonomías, poder local, Europas sociales o de los pueblos, derechos a decidir nacionalistas, etc.-, sin decir casi nada del contenido de clase más allá de las constantes referencias a una «ciudadanía» cada vez más indefinida. Lógicamente, la «profundización democrática» -o sus variantes como «regeneración democrática», «revolución democrática»- se encuentran entre las principales soluciones que se proponen para enfrentar la crisis.
Otro aspecto que preocupa mucho a amplios sectores reformistas es el relacionado con la justicia y el tratamiento dado a miembros de la Casa Real, a determinados políticos sospechosos de corrupción o a banqueros que están bajo sospecha judicial: en esos momentos se encienden las alarmas democratistas y la izquierda reformista se autoerige en el ojo vigilante de la justicia, escrutando minuciosamente los avatares de los casos abiertos y exigiendo implacablemente que todo el peso de la ley recaiga sobre los sospechosos de distorsionar el sistema democrático y de violar el principio de la supuesta igualdad de los ciudadanos. No sería la propia institución de la monarquía lo que es tan cuestionable -ni sus vínculos con la oligarquía y el imperialismo-, sino algunos de sus comportamientos.
Quizás, algunos, antes que una República, preferirían tener una monarquía honesta, sin escándalos ni privilegios. Por ello no es de extrañar la timidez con la que esta izquierda, que dice tener el republicanismo como seña de identidad reivindica la República, y en las contadas ocasiones en las que se ve obligada a hacerlo -respondiendo a la presión de sus militantes más comprometidos- recurre al extraño argumento de que sería un sistema «más democrático» (¿?) que la monarquía española actual. Curiosa argumentación, puesto que sólo hay que contemplar la democracia republicana de Estados Unidos -una democracia tan radical que permite a los ciudadanos hasta la elección directa de los jefes de policía, fiscales, algunos jueces y funcionarios-, caracterizada por un sistema político millones de veces más corrupto, tramposo, mentiroso, manipulador y vendido a los grandes poderes económicos que la monarquía española. Además se permite la ejecución extrajudicial de ciudadanos norteamericanos y extranjeros, los drones asesinos, cárceles secretas de la CIA por el mundo, una prisión en Guantánamo que haría palidecer las mazmorras de la Gestapo, el espionaje mundial de todas las telecomunicaciones, guerras de agresión y genocidios de todo tipo contra países que no se someten a su voluntad, y unos índices de pobreza similares a los de naciones pobres, oprimidas por ellos mismos. Otros regímenes republicanos vecinos de la monarquía española, como Francia, Alemania, Italia o las repúblicas del Este de Europa “liberadas” por el capitalismo y la OTAN, se parecen cada vez más a la democracia republicana estadounidense. Por ello la República, en nuestro país, no debe caer en la trampa democratista y debe tener un contenido concreto de ruptura y transformación social, debe ser el inicio de un proceso de cambio en la perspectiva del socialismo y con las premisas de la plena soberanía del país. De lo contrario, se convertirá en una nueva causa de frustración para los trabajadores, o bien en un recambio para algunos sectores de la oligarquía que perciben a la monarquía como excesivamente desgastada.
Por otra parte, nuevos movimientos sociales han irrumpido con fuerza durante la crisis -donde son protagonistas los jóvenes y los veteranos militantes de izquierdas-, que han tenido al menos la virtud de romper con parte de la inercia política y del estancamiento de ideas. Pero una parte de estos movimientos está impregnado de la ideología conocida como ciudadanista, que comparte la ética reformista acerca de la democracia y las injusticias, y por ello propone una «verdadera democracia» a partir de la crítica a los partidos y las instituciones: de ahí el «no nos representan» contra los políticos en general -que lamentablemente se ha hecho popular-, y otras consignas que no son acompañadas por proyectos concretos y organizados de ruptura y transformación social, y por tanto pueden crear peligrosos vacíos. El ciudadanismo, por tanto, detecta como uno de los problemas acuciantes el llamado «déficit democrático», denunciado a través de consignas como «lo llaman democracia y no lo es», los «mercados que han secuestrado la democracia», «somos el 99%» y otros similares. Son evidencias de que la conciencia popular percibe en gran medida la cuestión de la democracia ligada directamente al deterioro acelerado de las condiciones de vida, a causa de la crisis económica que sufren los trabajadores y algunas capas de la burguesía. Estas bases ideológicas aproximan al ciudadanismo a las aguas de la izquierda reformista -o a líderes independientes mediáticos-, que se esfuerzan y compiten, por su parte, en convertirse en representantes políticos de estos movimientos. Esta convergencia se ve facilitada por la acelerada pérdida de identidad de la izquierda debido a su desmantelamiento ideológico, reemplazado por el ciudadanismo, el democratismo y el pluralismo, que borran -idealmente- las antiguas contradicciones burguesía/clase obrera y las sustituyen por la contradicción entre la falta de democracia (o amenaza de dictadura)/lucha por la democracia.
Pretendiendo responder tanto al descrédito de la política tradicional como al deseo de «renovar la democracia», una parte sustancial del ciudadanismo reclama el protagonismo de las «redes» frente a las organizaciones políticas clásicas -los «aparatos»-, y a liderazgos individuales con fuerte impacto mediático frente a los líderes políticos y sindicales tradicionales. Empleando un discurso de renovación y democratización de la política institucional, el ciudadanismo otorga una gran relevancia al uso de internet, teléfonos móviles y redes sociales virtuales -a veces de forma frenética- como herramientas primordiales o exclusivas para intervenir políticamente.
Dado que estos medios permiten realizar un intercambio de información en tiempo real, la interacción entre muchas personas y la capacidad de movilizar súbitamente grandes masas empleando unos recursos tecnológicos que se encuentran al alcance de casi todos, se idealiza su uso como herramienta de contrapoder democrático. Pero mediante esta concepción -que podría llamarse democracia digital o ciberdemocracia-, se corre el peligro de asumir acríticamente bajo un discurso democratista la nueva racionalidad capitalista que ha conseguido atrapar a decenas de millones de personas en una terrible plaga ciberadictiva y ciberalienante: por ejemplo, un estudio reciente muestra que los españoles consultan de media, nada menos, unas 150 veces al día sus teléfonos móviles [4].
Es importante remarcar que la apología y la exaltación de los medios tecnológicos como sustitutivos -y no como complementos- de la vida política y asociativa real, tiene riesgos implícitos desde el momento en que puede confundirse con dos estrategias del sistema. La primera reside en la promoción como héroes revolucionarios, especialmente entre la juventud -en sustitución de las “anticuadas” iconografías y pensamientos de los líderes obreros, marxistas, anticolonialistas, etc.-, a las estrellas del ciberespacio: los jóvenes blogueros “contestatarios” y “rebeldes” -como Yoani Sánchez en Cuba o las ciberestrellas de la “primavera árabe”-, que difunden invariablemente una ideología democratista y occidentalista que encubre tenebrosos intereses. La segunda estrategia emplea mensajes mediáticos y publicitarios de las grandes corporaciones multinacionales tecnológicas que proclaman que la auténtica libertad es sinónimo de una conectividad permanente e infinita en la red. Pero el discurso de la libertad digital y de las nuevas tecnologías como motor de progreso y democracia -espacio donde converge buena parte del ciudadanismo, las corporaciones tecnológicas y unos medios que sitúan en la conciencia social al fundador de la multinacional Apple como el prototipo de revolucionario y genio del progreso social-, facilita la erosión tanto de las viejas estructuras políticas como del mundo asociativo real, base de la creación de las solidaridades humanas y de la verdadera acción política: nunca en la historia la humanidad había tenido la posibilidad de conectarse y de relacionarse de forma masiva como hoy en día; en cambio, nunca en la historia la incomunicación y el aislamiento entre las personas de carne y hueso había adquirido las proporciones de epidemia social que tiene hoy en los países capitalistas desarrollados.
La despersonalización derivada de los nuevos patrones de relación social impuestos por el neocapitalismo, que potencian el aislamiento de los individuos, desembocan necesariamente en una lógica neocartesiana expresada como «me conecto, luego existo».
El mito de la democracia capitalista
Las democracias han parido el colonialismo moderno y el imperialismo y, además, son responsables directas de fascismos genocidas como el de Hitler, Somoza, el apartheid sudafricano, Ríos Montt, Syngman Rhee, Pinochet, Suharto y Mobutu, entre otros, e indirectamente de Mussolini y Franco. Las democracias han colaborado en provocar las dos guerras mundiales, junto con sus sucedáneos fascistas, y han perpetrado los genocidios recientes de la OTAN. Las democracias prolongaron las terribles matanzas en el mundo colonizado -más de la mitad de la humanidad- que habían caracterizado el inicio de la Edad moderna, convirtiendo en juegos de niños las torturas de la Santa Inquisición medieval y los espectáculos de circo de los romanos. Las democracias se enriquecieron gracias al trabajo de millones de esclavos y al expolio sistemático de los pueblos, la explotación laboral salvaje, el trabajo infantil en las fábricas de las metrópolis, y la fabricación de hambrunas en las colonias que mataron a millones de personas.
Pero la propaganda democratista ha tenido un gran éxito borrando de la memoria histórica los millones y millones de crímenes que las democracias llevan a sus espaldas. Efectivamente, una sistemática campaña ideológica ha grabado en los cerebros de las personas la idea de que existe una «democracia pura» -inventada por los griegos antiguos-, en la que todos los ciudadanos, independientemente de su origen social, fortuna personal, color de la piel, origen social, etc., tiene el mismo derecho a decidir y a que su opinión sea escuchada. La democracia representaría el anhelo por el que la humanidad lleva esperando desde la noche de los tiempos, una esperanza de libertad universal e ilimitada que está por encima de los partidos, las clases sociales y las ideologías. Pero al contrario de lo que pretende la propaganda, a lo largo de la historia las democracias -se excluye aquí a las democracias socialistas, que nunca fueron aceptadas como tales por la ideología democratista-, han concedido la libertad de forma muy selectiva.
En el ensayo La democracia. Historia de una ideología, el profesor Luciano Cánfora muestra cómo la mitología democratista ha sido fabricada para legitimar el régimen social y económico de las elites dominantes a lo largo de la historia manteniendo al pueblo en la opresión. En dos momentos de ruptura social, esta ideología, primero en 1917 y después en 1945, se convertía en la coartada perfecta que encubría el expansionismo imperialista, las redes terroristas y clandestinas de los Estados, el anticomunismo visceral y la represión del movimiento obrero. El propio mito fundacional de la ideología democratista, la democracia de la Grecia antigua -de la que deriva la democracia capitalista actual-, es diseccionado por el bisturí histórico de Luciano Cánfora, que nos muestra como la llamada demokratía, aparecida en la Grecia antigua, estaba lejos de ser un sistema de gobierno neutro y de las mayorías porque tenía unas connotaciones claramente partidistas, de confrontación, y de clase. Fue un término elaborado por las élites propietarias -las únicas personas legalmente ciudadanas, es decir, con derecho a ejercer la democracia, quedando excluidas las mujeres-, frente al poder amenazador de los no-propietarios -los pobres y los esclavos-, demasiado peligroso para los intereses de los demócratas [5]. En la época de Pericles (siglo V antes de nuestra era), cuando los propietarios se reunían en la llamada Asamblea Popular para decidir democráticamente los asuntos públicos, la democracia era un concepto contrario a las libertades de las mayorías, un término, señala Cánfora, «con el que los adversarios del gobierno “popular” definían dicho gobierno, con la pretensión de destacar justamente su carácter violento (krátos significa precisamente la fuerza ejercida con violencia). Para los adversarios del sistema político que giraba en torno a la Asamblea Popular, la democracia era, por tanto, un sistema liberticida» [6]. Poco ha cambiado la historia, cuando contemplamos hoy a unos gobiernos capitalistas reducidos a organismos tecnocráticos -pero elegidos y legitimados democráticamente por las mayorías-, encargados de mantener intactos los intereses de las finanzas, de la oligarquía, de los grandes accionistas e industriales y de los altos funcionarios y burócratas: una democracia de partido único que se presenta bajo una diversidad de siglas y partidos políticos -sustentados por la ideología del pluralismo, de la legitimidad de varias opciones-, que confiere a la democracia la apariencia de competencia entre proyectos políticos que cada vez son más idénticos y que se reducen a gestionar democráticamente los intereses privados que el mercado no puede absorber.
A pesar de estos hechos históricos y actuales, gracias a la retórica democrática que inunda el discurso de casi todas las organizaciones políticas y de los grandes medios de comunicación, en el último siglo se ha impuesto la idea de que existe una democracia químicamente pura, el sistema político más perfecto hasta la fecha. Esta democracia se personifica en las instituciones representativas del sistema capitalista y en el pluralismo de partidos y de identidades donde las personas se sienten representadas, en un sistema judicial supuestamente neutro e imparcial hacia todos los ciudadanos, y en las elecciones periódicas por sufragio universal (y en el caso de los nacionalistas, en la opción de decidir acerca de la separación o la reorganización del Estado). Estos serían los rasgos esenciales de la ideología democratista, pero para muchas personas no politizadas la democracia siempre va acompañada de la economía privada de mercado, aunque en realidad se trate de la economía de los grandes monopolios privados. Y, a diferencia de las imágenes de colas y escasez con las que se representaban en occidente los países socialistas del este de Europa, para muchos la democracia se encarna en las infinitas ofertas de artículos y servicios de todo tipo -a pesar de que no se disponga de recursos económicos para adquirirlos, no importa, siempre estarán allí aguardando nuestra llegada-, con cuya posesión se alcanzarán diferentes mundos felices, tal y como prometen las miles de imágenes publicitarias que constantemente invaden la mente de las personas. Finalmente, para otras muchas personas, democracia significa formar parte de la Unión Europea.
Si se parte de la hipótesis de que las fronteras entre democracia y neofascismo tienden a desvanecerse -o que el neofascismo constituye la etapa superior de las democracias- es posible explicar la aparente paradoja de que, a pesar de que el discurso político general está saturado de una retórica democratista, el neofascismo es inmune a él -a veces, incluso, el democratismo ayuda a su propagación cuando los trabajadores identifican a «los políticos corruptos» y al sistema democrático como causa de la crisis-–y se reproduce en diversas formas.
Una de las expresiones más relevantes -y también más consensuadas- del neofascismo democrático es la criminalización de las experiencias comunistas -históricas o actuales-, y su identificación con el nazismo, ambos considerados «totalitarismos» criminales. De ahí que el discurso político haya sustituido las antiguas referencias de clases sociales por las de la lucha de la democracia contra los «totalitarismos». Otra expresión relevante del neofascismo democrático es la constante e implacable criminalización de las personas y colectivos inmigrantes -normalmente de forma muy sutil-, que los convierte en personas sin derechos a todos los efectos y por tanto en colectivos marginales aptos para ser señalados como responsables de la crisis económica, el desempleo y la delincuencia. Se repite de esta manera la pauta seguida por Hitler en la utilización de los colectivos de judíos o «judeo-bolcheviques», considerados culpables de todos los males de la nación alemana, del desempleo de los obreros, y de la “decadencia” de la «raza aria». Democracia y neofascismo conforman, de esta manera, los dos aspectos de la realidad política capitalista.
Para combatir eficazmente al fascismo interesa conocer adecuadamente sus mecanismos de propagación, sin dejarse llevar por estereotipos. Por ejemplo, hay quien confunde el fascismo con la represión, especialmente la policial, cuando es evidente que, además de los fascistas, los regímenes políticos de todos los colores -liberales, conservadores, comunistas, socialistas, anarquistas- han empleado la represión en sus diversas formas, incluyendo las más violentas y el terror, contra grupos sociales o individuos considerados peligrosos sin que por ello puedan calificarse en absoluto de fascistas. Incluso se podría añadir que, a pesar de utilizar la represión y la violencia del Estado contra ciertos grupos, eso no impide a una buena parte de los dirigentes de los gobiernos democráticos, en momentos clave, situarse en el campo del antifascismo: los campesinos muertos por la violencia policial en Casas Viejas y otros episodios represivos no impidieron que el presidente Manuel Azaña fuera un referente del antifascismo democrático desde los inicios de la rebelión fascista del general Franco en julio de 1936. Churchill en Gran Bretaña, De Gaulle en Francia o el democratacristiano De Gasperi en Italia son otros representantes de la burguesía antifascista que no dudaron en utilizar la violencia -especialmente brutal en el caso de Churchill en las colonias británicas y De Gaulle contra Argelia- o las palancas secretas del Estado para mantener el poder de las clases dominantes y perpetuar el sistema democrático. Lo mismo puede decirse de amplios sectores de la policía y el ejército que a veces reprimen violentamente las protestas obreras y populares, pero no se ponen al lado del fascismo cuando éste amenaza por el horizonte. Tampoco necesariamente es un síntoma del avance hacia una dictadura fascista algunas actuaciones policiales violentas o sangrientas, ni las nuevas legislaciones represivas y restrictivas hacia las libertades individuales como la Ley de Seguridad Ciudadana o de Seguridad Pública, recientemente aprobadas por el parlamento español, o la contrarrevolución conservadora en la educación pública, la sanidad y otras prestaciones universales, ni mediante otras similares en España, Europa y Estados Unidos: en realidad esas leyes responden a la necesidad de gestionar la contradicción creciente entre un sistema económico llamado por algunos como neocapitalismo o capitalismo de la abundancia -relativa, por supuesto, porque no llega ni mucho menos a todo el mundo- y la superpoblación -también relativa, debido a las leyes del capitalismo- que genera la crisis y que puede desembocar en potenciales conflictos de clases, sin necesidad de abandonar para nada el sistema democrático.
La democracia -la democracia capitalista o liberal para casi todo el mundo-, es hegemónica y ha demostrado tener una gran capacidad de crear ilusión porque está sustentada por las elites y sus representantes, por el mensaje de los grandes medios de comunicación, por la mayoría de la intelectualidad y por los valores inculcados a los ciudadanos. Es, además, un régimen político aceptado y promovido por la mayoría de partidos, de derechas y de izquierdas, cuyo cuestionamiento implica languidecer en la marginalidad política. El hundimiento de la ideología competidora, representada por el socialismo soviético calificado como «dictatorial» o «totalitario», ayudó a su consolidación popular. La democracia, fruto de ese consenso político mayoritario, se presenta como una ideología neutra, horizontal, aséptica, una ideología incluso apolítica, que constituye el terreno apropiado para los técnicos y gestores que investigan cómo estimular la participación de unos ciudadanos supuestamente iguales ante la ley, o evitan la corrupción, que distorsiona la democracia y enfurece a la ciudadanía. Así, la ideología democratista se propaga habitualmente mezclada con otras ideologías: liberales, de extrema derecha, conservadoras, religiosas, ateas, republicanas, monárquicas, libertarias, trotskistas, socialdemócratas y algunas comunistas. Lo mismo puede decirse de la ideología pluralista, inseparable del democratismo.
El neofascismo no necesita recurrir -todavía y salvo contadas excepciones-, a diferencia del fascismo clásico, a la dictadura terrorista de grupos paramilitares de extrema derecha que buscan conquistar violentamente el poder del Estado, ni desea utilizar la violencia policial o militar salvo en casos desesperados. La oligarquía no tiene ningún interés -salvo que la crisis lo haga inevitable- en provocar más trastornos, sacudidas y convulsiones al sistema político de las necesarias, puesto que eso se traduce en mayor inestabilidad en los mercados, perturbaciones en los negocios e incertidumbres sobre el futuro de la economía. La oligarquía y el mundo de los negocios prefieren agotar los métodos democráticos para establecer nuevos consensos con la esperanza de que el aterrizaje de la crisis será suave, creando las condiciones para una nueva fase de expansión y nueva acumulación de capital a partir de una mayor explotación y fragmentación de la clase obrera. La reconversión de sindicatos y patronales en «agentes sociales» que defienden, con matices, un mismo modelo socioeconómico y político como la democracia liberal, la economía capitalista y el Estado del bienestar -matizadamente en el caso de los empresarios-, el consenso democrático e institucional entre partidos de ideología antaño incompatibles, la ilusión de un Estado que supuestamente debe velar por el bienestar general, por la creación de empleo, etc., que se creó durante el auge del capitalismo y del Estado del bienestar sustituye la realidad de un Estado que es el capitalista colectivo, el consejo de administración de la gran burguesía -que, eventualmente, permite el acceso de otros grupos burgueses competidores e incluso medidas que benefician a los trabajadores- y que organiza a la sociedad a cada momento en función de sus intereses.
Podría pensarse, tras lo expuesto anteriormente, que el surgimiento en América Latina de una izquierda y de unos gobiernos progresistas que defienden la soberanía nacional, alcanzando el poder a través de los mecanismos democráticos del sistema, invalida radicalmente la tesis de la existencia de una democracia neofascista. En realidad este caso particular sería la excepción a la regla y difícilmente generalizable a occidente: en primer lugar, estos países constituyen los «eslabones débiles» y periféricos de la cadena imperialista, y allí el sentimiento patriótico y anticolonial está muy desarrollado, a diferencia de la Europa cosmopolita que destruye las soberanías nacionales en su seno para fomentar la libertad de capitales y la «conciencia europea»; en segundo lugar, en ellos existe una amplia y rica tradición de luchas y organizaciones obreras, indígenas y sociales, con sus respectivas expresiones políticas, que alcanzaron una correlación de fuerzas favorables que les permite utilizar las instituciones democráticas y hacerse respetar por la oligarquía y el imperialismo. No obstante, no puede olvidarse que el ejemplo trágico de Chile y de Allende sigue planeando como una sombra siniestra sobre estos brotes de esperanza: el imperialismo y las oligarquías democrático-fascistas buscan incesantemente provocar la caída de estos gobiernos, utilizando a la vez la violencia fascista y la retórica democrática como armas de guerra contra lo que los medios de comunicación democráticos del sistema denominan «gobiernos autoritarios». A pesar del gran mérito que éstos han conquistado desafiando la hegemonía imperialista en su propio “patio trasero” y realizando programas favorables a los trabajadores, estos gobiernos y sus soportes políticos todavía están poco consolidados, se ven sometidos a guerras constantes que los erosionan, y están lejos de haber conquistado una estabilidad que les permita desarrollar todo su potencial. Finalmente, otro hecho diferencial importantísimo con las sociedades occidentales es que los movimientos y organizaciones de izquierdas de América Latina se sustentan a su vez en unas relaciones sociales, y unos valores y mentalidades populares opuestas al individualismo occidental, que se caracteriza por una terrible atomización y una despersonalización creciente derivada del uso alienante y casi drogodependiente de las tecnologías de las telecomunicaciones y los audiovisuales, que destruyen las relaciones sociales y la cultura.
Toda la crítica de la ideología democratista y del reformismo, no obstante, no debe llevar al error extremista que iguala la democracia capitalista y liberal con las dictaduras fascistas -y la necesidad de alianzas antifascistas puntuales- o de negar completamente su validez, a pesar de que en ausencia de una izquierda real antagonista, la evolución natural e inexorable de la democracia es el fascismo, es su fase superior. Las luchas efectivas y necesarias por conquistar unas libertades democráticas que aumenten los límites de acción de los trabajadores y de sus representantes políticos y sindicales, o para evitar perder tales conquistas es compatible con la denuncia de un sistema democrático y económico -el capitalismo imperialista- que está dando pruebas evidentes de su caducidad histórica y que, por lo tanto, ya no tiene nada progresista y creativo que ofrecer a los trabajadores y a los pueblos, porque está siendo incapaz de desarrollar la cultura, la ciencia y la economía -las fuerzas productivas- para que las mayorías trabajadoras tengan opción en el futuro a apropiarse de ellas. La gran burguesía ya no es una clase revolucionaria que desarrolla las fuerzas productivas -excepto en algunas ramas como la tecnología informática o la militar-, y se ha convertido en una clase totalmente parasitaria, que sólo quiere vivir de rentas. El capitalismo y su envoltura democrática es un sistema en putrefacción, que sólo está trayendo al mundo crisis económicas, guerras imperialistas, miseria generalizada, embrutecimiento de los individuos y descomposición social. Por ello está llamada a ser sustituida por otras formas democráticas superiores que den poder efectivo a los trabajadores y los sectores populares mediante un proceso de cambio social, económico y cultural.
Enrique Castells Turia
Introducción
Lenin decía que cuánto más democrático era un país capitalista, más se encontraba su parlamento sometido a los intereses de la bolsa y de los banqueros. Frente a esa democracia de los banqueros, las élites y la oligarquía, Lenin creía en la posibilidad de una democracia participativa, popular y que diera poder a las mayorías, una democracia, eso sí, incompatible con el sistema capitalista y con sus instituciones democráticas, que debían ser utilizadas únicamente como tribuna de denuncia del capitalismo y para difundir las ideas revolucionarias entre los trabajadores. Las palabras de Lenin contribuyeron en su momento a profundizar una dura guerra ideológica sobre la naturaleza de la democracia, que un siglo después se ha saldado con la derrota –aparente– del revolucionario ruso y de su escuela -considerada «dictatorial»-, dejando libre el camino para el reinado absoluto de la ideología democratista que suele ir acompañada de una abundante retórica ciudadanista.
Un siglo después de las reflexiones de Lenin la legitimidad política viene determinada por la certificación de democrático, hasta el punto de que, si antes los golpes de Estado y las guerras eran contra el «peligro comunista», hoy se justifican para defender la democracia y los derechos humanos fuera de occidente: así, las embestidas fascistas recientes en Ucrania o en Venezuela pretenden legitimarse recurriendo a la retórica democrática, al igual que antes se hizo con la «primavera árabe», las «revoluciones de colores» y tantas otras.
Para los pueblos agredidos por las bombas de los humanistas otánicos, el democratismo se ha convertido por derecho propio en la ideología de la conquista imperialista del mundo y en coartada para justificar las guerras “humanitarias”: como denuncia sarcásticamente el intelectual camerunés Jean Paul Pougala, «si la democracia del sufragio universal fuera algo maravilloso, nadie duda de que occidente preferiría conservarla e incluso esconderla como un secreto militar, con el fin de utilizarla como ventaja sobre los otros pueblos del planeta» [1].
¿Existe la democracia? ¿Qué es una democracia? ¿Y una dictadura? ¿Pueden coexistir la democracia y el fascismo simultáneamente? La ideología democratista define a la democracia como lo contrario de la dictadura -de derechas o de izquierdas- así como del fascismo, y además afirma que la democracia representa nada menos que «la voluntad de la ciudadanía» o la «voluntad de la mayoría».
La rudimentaria lógica de estas grandes definiciones se desvanece en el momento en que se analizan problemas concretos: si la democracia es la «voluntad de la mayoría», aquellos que atacan a los partidos de gobierno -que han sido votados por esas mismas mayorías ciudadanas- por realizar determinadas políticas, atacan, en realidad, la «voluntad de la mayoría» y por tanto están adoptando un cariz antidemocrático y dictatorial. Si se observa la el escenario internacional, dos ejemplos recientes muestran lo inconsistente e irreal de la definición vulgar de la democracia.
En el caso de Venezuela, para los grandes medios de comunicación privados, para la oligarquía de este país y otros grupos opositores, así como para Estados Unidos y muchos gobiernos occidentales, el gobierno del presidente Nicolás Maduro es una dictadura -o un gobierno «autoritario»-, a pesar de que dirige una corriente política -el chavismo o socialismo bolivariano-–que ha vencido en 18 de las 19 convocatorias electorales de los últimos años, realizadas además con la normativa democrática considerada correcta: la occidental, pluripartidista y liberal. Pero el chavismo implantó algunas innovaciones que desagradaban a los puristas de la democracia: en primer lugar, protegió las riquezas públicas -especialmente el petróleo- de la voracidad de las multinacionales occidentales; destinó una gran cantidad de fondos públicos para amplios programas sociales que beneficiaron a las masas tradicionalmente excluidas; expropió algunas propiedades privadas; estableció estrechas relaciones de amistad con «dictaduras»: Fidel Castro de Cuba, Lukashenko de Bielorrusia, Gadafi de Libia, Al Assad de Siria; trató de facilitar el acceso a cuotas de poder a la gran masa de desposeídos y explotados de Venezuela mediante la creación de organizaciones populares y les garantizó su apoyo a través del Estado y, finalmente, cuando harta de perder todas las batallas electorales la oposición perdió la paciencia y decidió emprender acciones violentas para derribar al gobierno, éste empleó a las organizaciones populares de defensa, al ejército y a las fuerzas policiales leales -a la violencia, por emplear la palabra correcta- para defender el sistema democrático del pueblo venezolano, reprimiendo a la oposición violenta. Por ello, a pesar de todas las victorias electorales obtenidas, de forma inevitable, para los grandes grupos mediáticos que crean la opinión pública mundial, la democracia venezolana pasó a considerarse como una sangrienta dictadura que no respeta los derechos humanos y que debe ser derribada urgentemente para regresar a la democracia.
En el caso de Ucrania muchos han visto triunfar -como anteriormente hicieran con Libia y otros ejemplos- la supuesta voluntad democrática radical de los ciudadanos movilizados frente al poder gubernamental que es descrito por los medios de comunicación como antidemocrático y dictatorial, a pesar de que la elección del presidente ucraniano derribado y de su gobierno se había realizado estrictamente según la normativa de la democracia occidental. La opción europea y otanista de la junta golpista ucraniana viene a reafirmar la identidad entre democracia y Unión Europea, que para muchos ciudadanos son simples sinónimos.
Aunque muchas veces tenga intenciones muy diferentes, la izquierda reformista europea también está situada en las coordenadas ideológicas del democratismo. Considerando anacrónico y superado al pensamiento de Lenin y de Marx, o al menos el que plantea la necesidad de sustituir el capitalismo por el socialismo -a pesar de la buena voluntad de muchos de sus militantes-, no entra en las pretensiones de esta izquierda encontrar una salida al sistema capitalista e imperialista, sino simplemente respuestas a la crisis económica, defendiendo políticas que, quiméricamente, permitan volver a los «buenos tiempos» del capitalismo y a la recuperación del corporativismo social plasmado en un Estado del bienestar que la crisis inexorablemente está disolviendo. Cargando las tintas con juicios morales sobre lo injusto e inhumano de las políticas de austeridad y los recortes sociales, la izquierda reformista prioriza su actuación en las instituciones del sistema desde donde se esfuerza en encontrar soluciones técnicas a la crisis económica mientras impulsa su acción política con llamamientos a una nueva ética capitalista -redistributiva-, apelaciones a la justicia social y quejas contra la corrupción que dañan el funcionamiento democrático del sistema. Toda su ideología gira alrededor del democratismo: desde lo que se ha dado en llamar «democracia económica» como alternativa a las «políticas de derechas» hasta las propuestas de perfeccionamiento de las formas e instituciones del sistema, sin modificar su esencia, para «profundizar» o «regenerar» la democracia. Estas serían las curas de urgencia que se proponen como remedio a la crisis capitalista y en beneficio de lo que esta izquierda etiqueta como «ciudadanía» -ya no está de moda hablar de clase obrera y de capitalistas-, etiqueta que tanto podría aplicarse a un desempleado de larga duración como a la elite selecta de ejecutivos de las empresas que cotizan en la bolsa.
¿Estos primeros auxilios democratistas son eficientes? Es muy dudoso: lo que se conoce como sistema democrático internacional esconde, en realidad, un funcionamiento propio de la mafia donde Estados Unidos ejerce de padrino, de “capo” indiscutible del crimen organizado. La democracia occidental es la tapadera ideológica del capitalismo corporativo de las grandes multinacionales, de los poderes financieros desorbitados y de los organismos clandestinos de los Estados que conforman un imperialismo agresivo, bestial y salvaje, desprovisto de cualquier moralidad más que la de saquear a los pueblos y mantener bajo control a los trabajadores. Esta amalgama de las finanzas, el poder militar, poder policíaco, poder mediático y poder ideológico, hegemonizado por Estados Unidos y su corte de aliados que se pelean por las migajas del botín, no duda en exterminar a pueblos enteros al tiempo que dicta a través de sus grupos de presión clandestinos las políticas de los gobiernos así como las preferencias de los votantes en cada convocatoria electoral mediante el inmenso poder de sus medios de desinformación y sus intelectuales orgánicos. Tan sólo se permite la alternancia de partidos, es decir, de gestores con matices diferentes, y se tolera la existencia de ciertos derechos mientras no entren en conflicto con los intereses de los verdaderos poderes. ¿Es posible en estas circunstancias «profundizar la democracia» o en pensar en «otra» democracia?
En el discurso dominante de las izquierdas mayoritarias así como de muchos movimientos sociales -aceptando que en gran parte está cargado de buenas intenciones-, ya no se habla de luchar por las conquistas democráticas concretas como una palanca que impulse la salida del sistema y el avance hacia el socialismo: por el contrario, entre la izquierda reformista y democratista se sigue promocionando la idea de que existe una democracia abstracta y absoluta, una democracia políticamente neutra -desechando la “anticuada” descripción de la democracia capitalista como una institución ideada para perpetuar el dominio de la oligarquía-, una democracia dentro del sistema que permitirá hacer «políticas favorables a las mayorías». La izquierda reformista y algunos movimientos sociales interpretan que las instituciones democráticas representan el interés general de la «ciudadanía» pero están «secuestradas» por los grandes poderes económicos privados -los «mercados»-, y por ello el poder financiero es denunciado como responsable de todos los males sociales y de las políticas neoliberales y de austeridad. No se critica al sistema y en su lugar se ataca a sus «manzanas podridas»: el banquero avaricioso, especulador o corrupto que somete a los gobiernos a su voluntad debido a supuestas «insuficiencias democráticas». El tiburón de las finanzas emerge como un espectro atemorizador que personifica todos los males de la sociedad, a pesar de que esta izquierda recibe puntualmente suculentos créditos bancarios para esas megafiestas democráticas que representan las sucesivas campañas electorales. Desde algunos movimientos sociales se defiende la idea, además, de que el 1% de la población -básicamente los banqueros- ha «secuestrado» la democracia al 99% restante, los «ciudadanos». Según este razonamiento, las crisis capitalistas se podrían evitar si no fuera por individuos inmorales que se aprovechan de la «ciudadanía»: encarcelando a algunos banqueros y controlando al poder financiero, el capitalismo volverá a humanizarse y se acabará la crisis, iniciando una nueva fase de consumo.
En realidad, el democratismo de la izquierda reformista y de algunos movimientos sociales es un aspecto particular del discurso político y mediático general, sobresaturado de retórica democrática. Es un discurso que no permite percibir con claridad una realidad definida por la transformación de la democracia en neofascismo.
¿Cómo es posible esta metamorfosis, siendo aparentemente la democracia lo contrario del fascismo? Ciertamente, en épocas de crisis aumenta la represión contra los movimientos sociales y obreros, aunque esto, estrictamente hablando, por sí solo no indica la llegada del fascismo. Si la crisis avanza, la amenaza de una dictadura fascista -militar o cívico-militar- aparece en el horizonte: sus síntomas se perciben en la multiplicación de los vínculos entre la extrema derecha, el gran capital, los servicios secretos y policiales de los Estados y los grandes medios de comunicación, especialmente privados, con el fin de anular las cada vez más menguadas conquistas democráticas de los trabajadores y reprimir o exterminar a la izquierda. Pero lo interesante no es tanto recordar los esquemas clásicos de las dictaduras fascistas, sino estudiar las formas en las que el neofascismo se puede desarrollar pacíficamente a través de las democracias, contando con amplio consenso social, como resultado de las transformaciones del capitalismo en crisis.
El ataque a la política que se esconde tras el descrédito generalizado de la «clase política» o de todos los partidos indistintamente es una de las claves de esta evolución. Pero quizás la más importante es la neutralidad política de la democracia.
Efectivamente, la ideología democratista se ha convertido por derecho propio en hegemónica al presentarse como una ideología apolítica, neutra e imparcial -e, incluso, por encima de todas las ideologías-, de «sentido común», transversal a todos los grupos sociales y asumida por casi todos los actores políticos, que comparten entre ellos la adhesión a los «valores democráticos» y al «consenso constitucional». Se interpreta que la democracia no es «ni de izquierdas ni de derechas», es la expresión de la «voluntad general de la ciudadanía», como si ésta no estuviera influenciada, distorsionada o manipulada de mil maneras diferentes por los poderes dominantes. Al mismo tiempo, la mayoría de partidos políticos y los sindicatos mayoritarios ya no se presentan como portadores de ideologías y de intereses de clase, sino como instituciones que desean suministrar determinados servicios a la «ciudadanía», compitiendo en el mercado de los partidos políticos por arrancar votos a la competencia, de aquí que sea corriente escuchar en boca de muchos dirigentes políticos o sindicales: «la ciudadanía nos pide…», «hay que escuchar la voz de la ciudadanía…».
La ideología democratista pretende con este apoliticismo transformar las antiguas referencias de clases sociales en «identidades» plurales, neutras y despolitizadas para absorber y gestionar los conflictos sociales. Pero el democratismo moderno no puede comprenderse adecuadamente sin abordar el fenómeno del imperialismo, puesto que el democratismo es la ideología por excelencia de los países imperialistas: de la síntesis del democratismo y del imperialismo surge el nacionalismo imperialista, que contribuye a aglutinar alrededor de las clases dominantes a otras capas sociales como parte de la pequeña y la mediana burguesía, parte del movimiento obrero y socialista -como el reformismo socialdemócrata y la aristocracia obrera, fustigados duramente en su tiempo por Engels y por Lenin-, y otros grupos sociales que ayudan a conservar y perpetuar el sistema. Al mismo tiempo, ayudan a preparar la llegada del fascismo, que no deja de ser un fenómeno de masas con un fuerte componente racista y nacionalista reaccionario. Todos estos factores, que ejercen una influencia determinante en la política actual de los países imperialistas, forman el caldo de cultivo del neofascismo o fascismo postmoderno, que representa la fase superior de las democracias actuales y al mismo tiempo su putrefacción. Democracia y neofascismo, en muchos casos, son las dos caras de la misma moneda: el tránsito más o menos consensuado y “pacífico” de la democracia al neofascismo recuerda en algunos casos la llegada de los fascismos de los años treinta, excepto en los casos de Italia y España, donde las democracias como sistema sí presentaron resistencia activa al fascismo, especialmente intensa en el caso de España, y en ambos casos la existencia de la Unión Soviética y de fuertes partidos comunistas catalizó la resistencia al fascismo. Hoy las circunstancias son muy diferentes.
Precisamente el neofascismo se engendra en un medio en el que las relaciones sociales y las preferencias personales se convierten en necesidades irracionales al estar casi absolutamente sometidas al mercado y a las orientaciones de las marcas comerciales, de las celebridades y estrellas artísticas y deportivas, y de las grandes corporaciones. Un ejército de intelectuales y publicistas presentan esta mercantilización como una relación verdaderamente democrática, no jerárquica, horizontal y sinónimo de libertad, especialmente en el momento de elegir qué comprar: este acto supremo de la democracia define la constitución de múltiples identidades individuales y de grupos de consumidores, identidades que son apolíticas, neutras y democráticas. También se presentan como identidades apolíticas y neutras -aunque en el fondo están lejos de serlo muchas de ellas- ONG’s, asociaciones culturales, recreativas, identidades de género, movimientos ecologistas e incluso partidos políticos, todos ellos relacionados, interna y externamente, de forma democrática.
Algunos autores han descrito en los países occidentales las condiciones en las que se hacen dominantes los valores ultraindividualistas que acompañan al desmantelamiento de la llamada «infraestructura de la disidencia» y permiten una represión más intensa y variada por parte de los gobiernos. Es un fenómeno que, por una parte, ha desembocado en un declive sustancial de la militancia y del asociacionismo social, político, sindical y reivindicativo en general, pero también de la vida colectiva de barrio y de calle; por otra parte, ha permitido identificar mucho mejor a los grupos y personas que practican el activismo social y político, reforzando las campañas criminalizadoras desde los gobiernos imperialistas y sus medios de comunicación, y agudizando las medidas represivas del Estado. La fusión cada vez más acentuada entre las grandes corporaciones capitalistas y los gobiernos -lo que en el «anticuado» leninismo se conocía como «capitalismo monopolista de Estado»-, la privatización de la vida social a través del mercado, las tecnologías que permiten la atomización social -televisión, ordenadores, internet– junto con la «corporatización» del activismo social a través del capitalismo filantrópico de las grandes marcas -ligando a gigantes ONG transnacionales como Amnistía Internacional, Greenpeace, Oxfam, WWF y otras con corporaciones como Nike, IBM, McDonalds, Microsoft, Apple, etc.-, la colonización de las calles por parte de los automóviles y la aparición de urbanizaciones periféricas de mayor estatus social pero sin tejido asociativo han acabado por desintegrar muchos de los lazos militantes y de camaradería tradicionales que cohesionaban esta «infraestructura de la disidencia» [2].
Desde la perspectiva de las nuevas formas de consumo derivadas de la ideología de extrema izquierda surgida en mayo del 1968 en Francia, el filósofo comunista francés Michel Clouscard mostró la relación entre el ascenso de una joven burguesía liberal-libertaria, radicalmente democrática, y la preparación del neofascismo contra los trabajadores. Esta burguesía, promotora de un consumo parasitario, marginal, lúdico, libidinal -de la moda textil, la industria del sexo, las drogas, los audiovisuales y la alta tecnología-, impuso unos valores socialmente transgresores, antipatriarcales, irracionalistas y ultraindividualistas como base para la emergencia de un neocapitalismo caracterizado por una industria orientada a satisfacer las necesidades del consumo marginal a través de la tiranía omnipresente de la publicidad. Mediante el terrorismo intelectual -los filósofos postmodernistas y de extrema izquierda que presentaban los valores transgresores y el consumo marginal como los verdaderos mecanismos revolucionarios, democráticos y liberadores-, unido al terrorismo identitario, esta joven burguesía desarmó a los trabajadores y contribuyó a su disgregación y erosión como clase. El desenlace previsto es el ascenso del neofascismo, correspondiente a la fase de crisis del capitalismo, que reprime las necesidades de la clase obrera mediante draconianas políticas de austeridad y recortes a sus derechos, y paraliza su acción política mediante la ideología de la nueva burguesía. La represión violenta del Estado sería el último recurso a emplear contra los restos dispersos y debilitados de trabajadores que todavía mantienen algún vestigio de conciencia de clase.
El neofascismo sería la expresión ideológica y cultural -más que política, y de ahí que sea mucho más peligroso- en el cual se desarrollan las nuevas formas del capitalismo y de la explotación laboral, así como las nuevas formas de consumo apoyadas en la exaltación del componente irracional de los seres humanos -terreno que comparte con el fascismo tradicional-, y que son gestionadas a través de una democracia apolítica, neutra -cada vez más irracional, como puede comprobarse en la extrema degeneración de las campañas y precampañas electorales, y en la pérdida de ideología de los partidos-, una democracia que niega, como el fascismo clásico, la existencia de clases sociales y la legitimidad de ideologías distintas a la democrática, y de ahí todo su empeño obsesivo en demonizar a cualquier país que se desvíe de la democracia apolítica occidental. El anticomunismo, la promoción de la violencia gratuita, la caza del inmigrante -el «subhumano», el «inferior» sin derechos-, el antisindicalismo y el asalto al carácter obrero de los sindicatos -últimos refugios de la ideología de clase-, el pisoteo de las soberanías nacionales, la vulgarización de la cultura y la chabacanería o la difusión de las filosofías irracionalistas son otras plataformas sobre las que se expande el neofascismo sin necesidad de destruir la cubierta democrática.
La ideología democratista conduce inexorablemente al fin de la política, y no en el sentido marxista del fin de las clases sociales precisamente: ¿qué mejor imagen de la supresión democrática del conflicto que la de unos sindicatos y patronales que ya no representan intereses de clases sino «agentes sociales» democráticos, neutros y apolíticos? ¿Qué mejor expresión de la desaparición -imaginaria- del conflicto de clases que la imagen del 99% de ciudadanos que se oponen al 1% que «ha secuestrado la democracia»?
Las mutaciones ideológicas de la izquierda democratista
La izquierda democratista piensa que dentro del sistema pueden hallarse soluciones a la crisis económica y social, y también a las guerras. Por ello se esfuerza en demostrar que «otras» políticas son posibles dentro del capitalismo -unas políticas que vuelvan hacia atrás la rueda de la historia regresando hacia un capitalismo humanitario- y así dedica grandes energías en denunciar las «políticas de derechas» que «amenazan la democracia», y los «excesos» neoliberales y financieros del capitalismo que desmantelan las prestaciones sociales. Como contrapartida se proponen políticas keynesianas y socialdemócratas -de gestión del sistema capitalista-, las mismas políticas que salvaron al capitalismo en 1945 y después lo llevaron a la crisis que estalló en 1973, dando el poder a los neoliberales actuales y a la casta de tecnócratas europeístas. Son, por otra parte, políticas irrealizables dentro del capitalismo en crisis: mayores impuestos a las grandes fortunas -que provocan el éxodo impune de capitales hacia otros destinos, como está sucediendo en Francia-, de más gasto público -para acabar de disparar la deuda del Estado- y además se rechazan las privatizaciones y los recortes sociales, excepto cuando esta izquierda participa en gobiernos de coalición y debe apoyar tales recortes, lo que evidencia el utopismo estéril de algunas propuestas. En el caso de Europa, se defiende la posibilidad de «otra» Unión Europea, de carácter «social», que se edificará, quizás, a partir de una mayor conciencia social de los grandes monopolios económicos. Todas estas medidas, además, chocan con los tratados internacionales firmados -Maastricht y Lisboa entre muchos otros- y con una Unión Europea que impone la dictadura del euro, la libertad de capitales y las privatizaciones.
Si el democratismo constituye la fuerza propulsora de la metamorfosis ideológica y política de la izquierda reformista, el pluralismo es timón que dirige el barco. La ideología pluralista establece que todas las opciones políticas son legítimas -excepto las extremistas o las que amenazan la democracia-, y además considera propio de sectarios, estalinistas o antidemócratas esgrimir argumentos ideológicos o políticos para criticar a dirigentes o fuerzas políticas de izquierdas, por ejemplo, que han apoyado guerras y matanzas imperialistas, reformas laborales, políticas favorables a las altas finanzas y al capital internacional, etc. Para contrarrestar a los que sostienen la necesidad de recuperar la ideología y de una práctica política coherente entre la izquierda, se invoca a la «unidad de la izquierda» contra «la derecha que amenaza la democracia y desmantela los derechos sociales», corriendo un tupido velo sobre las políticas de los socialistas o de esta misma izquierda cuando gobierna o gobernó, es decir, cuando pudo gestionar algunos aspectos del sistema.
Curiosamente, pese a que se considera propio de sectarios realizar críticas -incluyendo las constructivas- en el seno de la izquierda porque «se provoca la división frente a la derecha», es la propia ideología pluralista la que segrega el cáncer de la división entre la izquierda. Asombra la gran facilidad que tiene la derecha para cohesionar sus fuerzas, unificar el discurso y depurar o silenciar a sus disidentes con el objetivo de golpear políticamente y con fuerza en una sola dirección, mientras que en la izquierda se considera antidemocrático tener un discurso unificado y una práctica política homogénea: lo que antes era visto como una muestra escandalosa de oportunismo político resulta ahora legitimado por el pluralismo, que sustenta la necesidad de confeccionar varios y contradictorios discursos y prácticas para poder llegar a toda la «ciudadanía» -o a todas las «identidades», que sustituyen a los “anticuados” referentes de clase- y de «sumar fuerzas» en cantidad pero no en calidad. Una indefinición ideológica y ambigüedad creciente, la pérdida de antiguos referentes y el recurso al pluralismo favorecen la producción de constantes escisiones, personalismos o estrellatos individuales prefabricados, además de prácticas contrarias a los programas electorales, discursos y votaciones divergentes, etc. Cualquiera que se atreva a tomar medidas recurriendo a la disciplina, o piense que algunas organizaciones de izquierda por sus prácticas políticas son idénticas a la derecha, o simplemente promueva la necesidad de recuperar la ideología clásica de la izquierda, será tachado inexorablemente de antidemócrata y estalinista recalcitrante. El culto a la «unidad de la izquierda», la cultura del pluralismo democrático y la dictadura de los derechos individuales inalienables sobre la organización colectiva -un eco del liberalismo radical- reemplazan al viejo criterio marxista que predicaba la práctica como criterio para conocer la verdad. La extinción de la ideología clásica de la izquierda se hace así inevitable.
Pero el verdadero mito fundador de la izquierda democratista reside en la convicción de que la democracia capitalista, la democracia «realmente existente», representa el menos malo de los sistemas y su alternativa sólo puede ser una dictadura: «no queremos la dictadura de la derecha ni de la izquierda» [3], afirmaba Santiago Carrillo en 1977 siendo secretario general del Partido Comunista de España. Precisamente estas concepciones democratistas fueron empleadas por Carrillo y sus ayudantes como chantaje para obligar a los militantes de su partido a defender el régimen político y económico pactado en la transición de 1978 a partir de la evolución del franquismo y las imposiciones del imperialismo.
Para la izquierda democratista hispánica -no sólo la heredera del carrillismo- la retórica democrática le impulsa a adherirse en política internacional bien a la condena de dirigentes y países que no cumplen el certificado democrático expedido por el imperialismo, bien a un humanitarismo abstracto y a un legalismo internacional controlado en gran medida por occidente, cerrando la puerta a una solidaridad política activa con gobiernos legítimos cuyos pueblos han sufrido brutales operaciones de cambios democráticos a través de la OTAN -una auténtica internacional demócrata- o de ejércitos occidentales en solitario: Yugoslavia, Irak, Costa de Marfil, Libia, Siria, etc. Se trata de gobiernos considerados todos ellos como dictaduras peores que los regímenes occidentales. Otras veces, la defensa de la unidad de la Europa «social» va acompañada de una rusofobia estridente, cuando no de un antisovietismo propio de converso. Es sorprendente comprobar con qué rapidez reaccionan los dirigentes reformistas -acompañados en este viaje por algunos grupos de extrema izquierda occidentalista– cuando se apresuran a pedir el encarcelamiento o el asesinato del presidente de turno de lejanos países -nunca a los dirigentes de Europa occidental, a pesar de sus asesinatos de masas-que ha osado oponerse a la exportación armada de la democracia otanista, mientras que dicen poco o nada de los dirigentes demócratas que envían a los ejércitos de la OTAN, unidos o por separado, como Francia, a asesinar en esos lejanos países a decenas o cientos de miles de personas indefensas: lo importante es que se ha instaurado, por fin, la anhelada democracia. Al fin y al cabo, entre aquellos que comparten los «valores democráticos» lo prioritario es entenderse y dejar de lado rencillas sin importancia.
En la política interior del Estado español, la ideología democratista es la brújula que orienta el quehacer diario de las organizaciones reformistas para elaborar sus políticas ante los desafíos que plantean los devastadores efectos de la crisis, el auge de los movimientos nacionalistas periféricos y los continuos escándalos de presunta corrupción de algunos partidos y de miembros de la Casa Real. La izquierda reformista responde a estos desafíos que trastornan la vida política reclamando una «verdadera democracia» -sin cambiar el sistema-, idea que engloba los esfuerzos de ingeniería institucional para facilitar una mayor participación política de la «ciudadanía», como las medidas económicas que permitan aliviar los “excesos” del capitalismo y retomar «la senda del crecimiento». Al mismo tiempo, muestra un deseo de debatir hasta la saciedad sobre las formas del Estado -monarquía, república, federalismo, autonomías, poder local, Europas sociales o de los pueblos, derechos a decidir nacionalistas, etc.-, sin decir casi nada del contenido de clase más allá de las constantes referencias a una «ciudadanía» cada vez más indefinida. Lógicamente, la «profundización democrática» -o sus variantes como «regeneración democrática», «revolución democrática»- se encuentran entre las principales soluciones que se proponen para enfrentar la crisis.
Otro aspecto que preocupa mucho a amplios sectores reformistas es el relacionado con la justicia y el tratamiento dado a miembros de la Casa Real, a determinados políticos sospechosos de corrupción o a banqueros que están bajo sospecha judicial: en esos momentos se encienden las alarmas democratistas y la izquierda reformista se autoerige en el ojo vigilante de la justicia, escrutando minuciosamente los avatares de los casos abiertos y exigiendo implacablemente que todo el peso de la ley recaiga sobre los sospechosos de distorsionar el sistema democrático y de violar el principio de la supuesta igualdad de los ciudadanos. No sería la propia institución de la monarquía lo que es tan cuestionable -ni sus vínculos con la oligarquía y el imperialismo-, sino algunos de sus comportamientos.
Quizás, algunos, antes que una República, preferirían tener una monarquía honesta, sin escándalos ni privilegios. Por ello no es de extrañar la timidez con la que esta izquierda, que dice tener el republicanismo como seña de identidad reivindica la República, y en las contadas ocasiones en las que se ve obligada a hacerlo -respondiendo a la presión de sus militantes más comprometidos- recurre al extraño argumento de que sería un sistema «más democrático» (¿?) que la monarquía española actual. Curiosa argumentación, puesto que sólo hay que contemplar la democracia republicana de Estados Unidos -una democracia tan radical que permite a los ciudadanos hasta la elección directa de los jefes de policía, fiscales, algunos jueces y funcionarios-, caracterizada por un sistema político millones de veces más corrupto, tramposo, mentiroso, manipulador y vendido a los grandes poderes económicos que la monarquía española. Además se permite la ejecución extrajudicial de ciudadanos norteamericanos y extranjeros, los drones asesinos, cárceles secretas de la CIA por el mundo, una prisión en Guantánamo que haría palidecer las mazmorras de la Gestapo, el espionaje mundial de todas las telecomunicaciones, guerras de agresión y genocidios de todo tipo contra países que no se someten a su voluntad, y unos índices de pobreza similares a los de naciones pobres, oprimidas por ellos mismos. Otros regímenes republicanos vecinos de la monarquía española, como Francia, Alemania, Italia o las repúblicas del Este de Europa “liberadas” por el capitalismo y la OTAN, se parecen cada vez más a la democracia republicana estadounidense. Por ello la República, en nuestro país, no debe caer en la trampa democratista y debe tener un contenido concreto de ruptura y transformación social, debe ser el inicio de un proceso de cambio en la perspectiva del socialismo y con las premisas de la plena soberanía del país. De lo contrario, se convertirá en una nueva causa de frustración para los trabajadores, o bien en un recambio para algunos sectores de la oligarquía que perciben a la monarquía como excesivamente desgastada.
Por otra parte, nuevos movimientos sociales han irrumpido con fuerza durante la crisis -donde son protagonistas los jóvenes y los veteranos militantes de izquierdas-, que han tenido al menos la virtud de romper con parte de la inercia política y del estancamiento de ideas. Pero una parte de estos movimientos está impregnado de la ideología conocida como ciudadanista, que comparte la ética reformista acerca de la democracia y las injusticias, y por ello propone una «verdadera democracia» a partir de la crítica a los partidos y las instituciones: de ahí el «no nos representan» contra los políticos en general -que lamentablemente se ha hecho popular-, y otras consignas que no son acompañadas por proyectos concretos y organizados de ruptura y transformación social, y por tanto pueden crear peligrosos vacíos. El ciudadanismo, por tanto, detecta como uno de los problemas acuciantes el llamado «déficit democrático», denunciado a través de consignas como «lo llaman democracia y no lo es», los «mercados que han secuestrado la democracia», «somos el 99%» y otros similares. Son evidencias de que la conciencia popular percibe en gran medida la cuestión de la democracia ligada directamente al deterioro acelerado de las condiciones de vida, a causa de la crisis económica que sufren los trabajadores y algunas capas de la burguesía. Estas bases ideológicas aproximan al ciudadanismo a las aguas de la izquierda reformista -o a líderes independientes mediáticos-, que se esfuerzan y compiten, por su parte, en convertirse en representantes políticos de estos movimientos. Esta convergencia se ve facilitada por la acelerada pérdida de identidad de la izquierda debido a su desmantelamiento ideológico, reemplazado por el ciudadanismo, el democratismo y el pluralismo, que borran -idealmente- las antiguas contradicciones burguesía/clase obrera y las sustituyen por la contradicción entre la falta de democracia (o amenaza de dictadura)/lucha por la democracia.
Pretendiendo responder tanto al descrédito de la política tradicional como al deseo de «renovar la democracia», una parte sustancial del ciudadanismo reclama el protagonismo de las «redes» frente a las organizaciones políticas clásicas -los «aparatos»-, y a liderazgos individuales con fuerte impacto mediático frente a los líderes políticos y sindicales tradicionales. Empleando un discurso de renovación y democratización de la política institucional, el ciudadanismo otorga una gran relevancia al uso de internet, teléfonos móviles y redes sociales virtuales -a veces de forma frenética- como herramientas primordiales o exclusivas para intervenir políticamente.
Dado que estos medios permiten realizar un intercambio de información en tiempo real, la interacción entre muchas personas y la capacidad de movilizar súbitamente grandes masas empleando unos recursos tecnológicos que se encuentran al alcance de casi todos, se idealiza su uso como herramienta de contrapoder democrático. Pero mediante esta concepción -que podría llamarse democracia digital o ciberdemocracia-, se corre el peligro de asumir acríticamente bajo un discurso democratista la nueva racionalidad capitalista que ha conseguido atrapar a decenas de millones de personas en una terrible plaga ciberadictiva y ciberalienante: por ejemplo, un estudio reciente muestra que los españoles consultan de media, nada menos, unas 150 veces al día sus teléfonos móviles [4].
Es importante remarcar que la apología y la exaltación de los medios tecnológicos como sustitutivos -y no como complementos- de la vida política y asociativa real, tiene riesgos implícitos desde el momento en que puede confundirse con dos estrategias del sistema. La primera reside en la promoción como héroes revolucionarios, especialmente entre la juventud -en sustitución de las “anticuadas” iconografías y pensamientos de los líderes obreros, marxistas, anticolonialistas, etc.-, a las estrellas del ciberespacio: los jóvenes blogueros “contestatarios” y “rebeldes” -como Yoani Sánchez en Cuba o las ciberestrellas de la “primavera árabe”-, que difunden invariablemente una ideología democratista y occidentalista que encubre tenebrosos intereses. La segunda estrategia emplea mensajes mediáticos y publicitarios de las grandes corporaciones multinacionales tecnológicas que proclaman que la auténtica libertad es sinónimo de una conectividad permanente e infinita en la red. Pero el discurso de la libertad digital y de las nuevas tecnologías como motor de progreso y democracia -espacio donde converge buena parte del ciudadanismo, las corporaciones tecnológicas y unos medios que sitúan en la conciencia social al fundador de la multinacional Apple como el prototipo de revolucionario y genio del progreso social-, facilita la erosión tanto de las viejas estructuras políticas como del mundo asociativo real, base de la creación de las solidaridades humanas y de la verdadera acción política: nunca en la historia la humanidad había tenido la posibilidad de conectarse y de relacionarse de forma masiva como hoy en día; en cambio, nunca en la historia la incomunicación y el aislamiento entre las personas de carne y hueso había adquirido las proporciones de epidemia social que tiene hoy en los países capitalistas desarrollados.
La despersonalización derivada de los nuevos patrones de relación social impuestos por el neocapitalismo, que potencian el aislamiento de los individuos, desembocan necesariamente en una lógica neocartesiana expresada como «me conecto, luego existo».
El mito de la democracia capitalista
Las democracias han parido el colonialismo moderno y el imperialismo y, además, son responsables directas de fascismos genocidas como el de Hitler, Somoza, el apartheid sudafricano, Ríos Montt, Syngman Rhee, Pinochet, Suharto y Mobutu, entre otros, e indirectamente de Mussolini y Franco. Las democracias han colaborado en provocar las dos guerras mundiales, junto con sus sucedáneos fascistas, y han perpetrado los genocidios recientes de la OTAN. Las democracias prolongaron las terribles matanzas en el mundo colonizado -más de la mitad de la humanidad- que habían caracterizado el inicio de la Edad moderna, convirtiendo en juegos de niños las torturas de la Santa Inquisición medieval y los espectáculos de circo de los romanos. Las democracias se enriquecieron gracias al trabajo de millones de esclavos y al expolio sistemático de los pueblos, la explotación laboral salvaje, el trabajo infantil en las fábricas de las metrópolis, y la fabricación de hambrunas en las colonias que mataron a millones de personas.
Pero la propaganda democratista ha tenido un gran éxito borrando de la memoria histórica los millones y millones de crímenes que las democracias llevan a sus espaldas. Efectivamente, una sistemática campaña ideológica ha grabado en los cerebros de las personas la idea de que existe una «democracia pura» -inventada por los griegos antiguos-, en la que todos los ciudadanos, independientemente de su origen social, fortuna personal, color de la piel, origen social, etc., tiene el mismo derecho a decidir y a que su opinión sea escuchada. La democracia representaría el anhelo por el que la humanidad lleva esperando desde la noche de los tiempos, una esperanza de libertad universal e ilimitada que está por encima de los partidos, las clases sociales y las ideologías. Pero al contrario de lo que pretende la propaganda, a lo largo de la historia las democracias -se excluye aquí a las democracias socialistas, que nunca fueron aceptadas como tales por la ideología democratista-, han concedido la libertad de forma muy selectiva.
En el ensayo La democracia. Historia de una ideología, el profesor Luciano Cánfora muestra cómo la mitología democratista ha sido fabricada para legitimar el régimen social y económico de las elites dominantes a lo largo de la historia manteniendo al pueblo en la opresión. En dos momentos de ruptura social, esta ideología, primero en 1917 y después en 1945, se convertía en la coartada perfecta que encubría el expansionismo imperialista, las redes terroristas y clandestinas de los Estados, el anticomunismo visceral y la represión del movimiento obrero. El propio mito fundacional de la ideología democratista, la democracia de la Grecia antigua -de la que deriva la democracia capitalista actual-, es diseccionado por el bisturí histórico de Luciano Cánfora, que nos muestra como la llamada demokratía, aparecida en la Grecia antigua, estaba lejos de ser un sistema de gobierno neutro y de las mayorías porque tenía unas connotaciones claramente partidistas, de confrontación, y de clase. Fue un término elaborado por las élites propietarias -las únicas personas legalmente ciudadanas, es decir, con derecho a ejercer la democracia, quedando excluidas las mujeres-, frente al poder amenazador de los no-propietarios -los pobres y los esclavos-, demasiado peligroso para los intereses de los demócratas [5]. En la época de Pericles (siglo V antes de nuestra era), cuando los propietarios se reunían en la llamada Asamblea Popular para decidir democráticamente los asuntos públicos, la democracia era un concepto contrario a las libertades de las mayorías, un término, señala Cánfora, «con el que los adversarios del gobierno “popular” definían dicho gobierno, con la pretensión de destacar justamente su carácter violento (krátos significa precisamente la fuerza ejercida con violencia). Para los adversarios del sistema político que giraba en torno a la Asamblea Popular, la democracia era, por tanto, un sistema liberticida» [6]. Poco ha cambiado la historia, cuando contemplamos hoy a unos gobiernos capitalistas reducidos a organismos tecnocráticos -pero elegidos y legitimados democráticamente por las mayorías-, encargados de mantener intactos los intereses de las finanzas, de la oligarquía, de los grandes accionistas e industriales y de los altos funcionarios y burócratas: una democracia de partido único que se presenta bajo una diversidad de siglas y partidos políticos -sustentados por la ideología del pluralismo, de la legitimidad de varias opciones-, que confiere a la democracia la apariencia de competencia entre proyectos políticos que cada vez son más idénticos y que se reducen a gestionar democráticamente los intereses privados que el mercado no puede absorber.
A pesar de estos hechos históricos y actuales, gracias a la retórica democrática que inunda el discurso de casi todas las organizaciones políticas y de los grandes medios de comunicación, en el último siglo se ha impuesto la idea de que existe una democracia químicamente pura, el sistema político más perfecto hasta la fecha. Esta democracia se personifica en las instituciones representativas del sistema capitalista y en el pluralismo de partidos y de identidades donde las personas se sienten representadas, en un sistema judicial supuestamente neutro e imparcial hacia todos los ciudadanos, y en las elecciones periódicas por sufragio universal (y en el caso de los nacionalistas, en la opción de decidir acerca de la separación o la reorganización del Estado). Estos serían los rasgos esenciales de la ideología democratista, pero para muchas personas no politizadas la democracia siempre va acompañada de la economía privada de mercado, aunque en realidad se trate de la economía de los grandes monopolios privados. Y, a diferencia de las imágenes de colas y escasez con las que se representaban en occidente los países socialistas del este de Europa, para muchos la democracia se encarna en las infinitas ofertas de artículos y servicios de todo tipo -a pesar de que no se disponga de recursos económicos para adquirirlos, no importa, siempre estarán allí aguardando nuestra llegada-, con cuya posesión se alcanzarán diferentes mundos felices, tal y como prometen las miles de imágenes publicitarias que constantemente invaden la mente de las personas. Finalmente, para otras muchas personas, democracia significa formar parte de la Unión Europea.
Si se parte de la hipótesis de que las fronteras entre democracia y neofascismo tienden a desvanecerse -o que el neofascismo constituye la etapa superior de las democracias- es posible explicar la aparente paradoja de que, a pesar de que el discurso político general está saturado de una retórica democratista, el neofascismo es inmune a él -a veces, incluso, el democratismo ayuda a su propagación cuando los trabajadores identifican a «los políticos corruptos» y al sistema democrático como causa de la crisis-–y se reproduce en diversas formas.
Una de las expresiones más relevantes -y también más consensuadas- del neofascismo democrático es la criminalización de las experiencias comunistas -históricas o actuales-, y su identificación con el nazismo, ambos considerados «totalitarismos» criminales. De ahí que el discurso político haya sustituido las antiguas referencias de clases sociales por las de la lucha de la democracia contra los «totalitarismos». Otra expresión relevante del neofascismo democrático es la constante e implacable criminalización de las personas y colectivos inmigrantes -normalmente de forma muy sutil-, que los convierte en personas sin derechos a todos los efectos y por tanto en colectivos marginales aptos para ser señalados como responsables de la crisis económica, el desempleo y la delincuencia. Se repite de esta manera la pauta seguida por Hitler en la utilización de los colectivos de judíos o «judeo-bolcheviques», considerados culpables de todos los males de la nación alemana, del desempleo de los obreros, y de la “decadencia” de la «raza aria». Democracia y neofascismo conforman, de esta manera, los dos aspectos de la realidad política capitalista.
Para combatir eficazmente al fascismo interesa conocer adecuadamente sus mecanismos de propagación, sin dejarse llevar por estereotipos. Por ejemplo, hay quien confunde el fascismo con la represión, especialmente la policial, cuando es evidente que, además de los fascistas, los regímenes políticos de todos los colores -liberales, conservadores, comunistas, socialistas, anarquistas- han empleado la represión en sus diversas formas, incluyendo las más violentas y el terror, contra grupos sociales o individuos considerados peligrosos sin que por ello puedan calificarse en absoluto de fascistas. Incluso se podría añadir que, a pesar de utilizar la represión y la violencia del Estado contra ciertos grupos, eso no impide a una buena parte de los dirigentes de los gobiernos democráticos, en momentos clave, situarse en el campo del antifascismo: los campesinos muertos por la violencia policial en Casas Viejas y otros episodios represivos no impidieron que el presidente Manuel Azaña fuera un referente del antifascismo democrático desde los inicios de la rebelión fascista del general Franco en julio de 1936. Churchill en Gran Bretaña, De Gaulle en Francia o el democratacristiano De Gasperi en Italia son otros representantes de la burguesía antifascista que no dudaron en utilizar la violencia -especialmente brutal en el caso de Churchill en las colonias británicas y De Gaulle contra Argelia- o las palancas secretas del Estado para mantener el poder de las clases dominantes y perpetuar el sistema democrático. Lo mismo puede decirse de amplios sectores de la policía y el ejército que a veces reprimen violentamente las protestas obreras y populares, pero no se ponen al lado del fascismo cuando éste amenaza por el horizonte. Tampoco necesariamente es un síntoma del avance hacia una dictadura fascista algunas actuaciones policiales violentas o sangrientas, ni las nuevas legislaciones represivas y restrictivas hacia las libertades individuales como la Ley de Seguridad Ciudadana o de Seguridad Pública, recientemente aprobadas por el parlamento español, o la contrarrevolución conservadora en la educación pública, la sanidad y otras prestaciones universales, ni mediante otras similares en España, Europa y Estados Unidos: en realidad esas leyes responden a la necesidad de gestionar la contradicción creciente entre un sistema económico llamado por algunos como neocapitalismo o capitalismo de la abundancia -relativa, por supuesto, porque no llega ni mucho menos a todo el mundo- y la superpoblación -también relativa, debido a las leyes del capitalismo- que genera la crisis y que puede desembocar en potenciales conflictos de clases, sin necesidad de abandonar para nada el sistema democrático.
La democracia -la democracia capitalista o liberal para casi todo el mundo-, es hegemónica y ha demostrado tener una gran capacidad de crear ilusión porque está sustentada por las elites y sus representantes, por el mensaje de los grandes medios de comunicación, por la mayoría de la intelectualidad y por los valores inculcados a los ciudadanos. Es, además, un régimen político aceptado y promovido por la mayoría de partidos, de derechas y de izquierdas, cuyo cuestionamiento implica languidecer en la marginalidad política. El hundimiento de la ideología competidora, representada por el socialismo soviético calificado como «dictatorial» o «totalitario», ayudó a su consolidación popular. La democracia, fruto de ese consenso político mayoritario, se presenta como una ideología neutra, horizontal, aséptica, una ideología incluso apolítica, que constituye el terreno apropiado para los técnicos y gestores que investigan cómo estimular la participación de unos ciudadanos supuestamente iguales ante la ley, o evitan la corrupción, que distorsiona la democracia y enfurece a la ciudadanía. Así, la ideología democratista se propaga habitualmente mezclada con otras ideologías: liberales, de extrema derecha, conservadoras, religiosas, ateas, republicanas, monárquicas, libertarias, trotskistas, socialdemócratas y algunas comunistas. Lo mismo puede decirse de la ideología pluralista, inseparable del democratismo.
El neofascismo no necesita recurrir -todavía y salvo contadas excepciones-, a diferencia del fascismo clásico, a la dictadura terrorista de grupos paramilitares de extrema derecha que buscan conquistar violentamente el poder del Estado, ni desea utilizar la violencia policial o militar salvo en casos desesperados. La oligarquía no tiene ningún interés -salvo que la crisis lo haga inevitable- en provocar más trastornos, sacudidas y convulsiones al sistema político de las necesarias, puesto que eso se traduce en mayor inestabilidad en los mercados, perturbaciones en los negocios e incertidumbres sobre el futuro de la economía. La oligarquía y el mundo de los negocios prefieren agotar los métodos democráticos para establecer nuevos consensos con la esperanza de que el aterrizaje de la crisis será suave, creando las condiciones para una nueva fase de expansión y nueva acumulación de capital a partir de una mayor explotación y fragmentación de la clase obrera. La reconversión de sindicatos y patronales en «agentes sociales» que defienden, con matices, un mismo modelo socioeconómico y político como la democracia liberal, la economía capitalista y el Estado del bienestar -matizadamente en el caso de los empresarios-, el consenso democrático e institucional entre partidos de ideología antaño incompatibles, la ilusión de un Estado que supuestamente debe velar por el bienestar general, por la creación de empleo, etc., que se creó durante el auge del capitalismo y del Estado del bienestar sustituye la realidad de un Estado que es el capitalista colectivo, el consejo de administración de la gran burguesía -que, eventualmente, permite el acceso de otros grupos burgueses competidores e incluso medidas que benefician a los trabajadores- y que organiza a la sociedad a cada momento en función de sus intereses.
Podría pensarse, tras lo expuesto anteriormente, que el surgimiento en América Latina de una izquierda y de unos gobiernos progresistas que defienden la soberanía nacional, alcanzando el poder a través de los mecanismos democráticos del sistema, invalida radicalmente la tesis de la existencia de una democracia neofascista. En realidad este caso particular sería la excepción a la regla y difícilmente generalizable a occidente: en primer lugar, estos países constituyen los «eslabones débiles» y periféricos de la cadena imperialista, y allí el sentimiento patriótico y anticolonial está muy desarrollado, a diferencia de la Europa cosmopolita que destruye las soberanías nacionales en su seno para fomentar la libertad de capitales y la «conciencia europea»; en segundo lugar, en ellos existe una amplia y rica tradición de luchas y organizaciones obreras, indígenas y sociales, con sus respectivas expresiones políticas, que alcanzaron una correlación de fuerzas favorables que les permite utilizar las instituciones democráticas y hacerse respetar por la oligarquía y el imperialismo. No obstante, no puede olvidarse que el ejemplo trágico de Chile y de Allende sigue planeando como una sombra siniestra sobre estos brotes de esperanza: el imperialismo y las oligarquías democrático-fascistas buscan incesantemente provocar la caída de estos gobiernos, utilizando a la vez la violencia fascista y la retórica democrática como armas de guerra contra lo que los medios de comunicación democráticos del sistema denominan «gobiernos autoritarios». A pesar del gran mérito que éstos han conquistado desafiando la hegemonía imperialista en su propio “patio trasero” y realizando programas favorables a los trabajadores, estos gobiernos y sus soportes políticos todavía están poco consolidados, se ven sometidos a guerras constantes que los erosionan, y están lejos de haber conquistado una estabilidad que les permita desarrollar todo su potencial. Finalmente, otro hecho diferencial importantísimo con las sociedades occidentales es que los movimientos y organizaciones de izquierdas de América Latina se sustentan a su vez en unas relaciones sociales, y unos valores y mentalidades populares opuestas al individualismo occidental, que se caracteriza por una terrible atomización y una despersonalización creciente derivada del uso alienante y casi drogodependiente de las tecnologías de las telecomunicaciones y los audiovisuales, que destruyen las relaciones sociales y la cultura.
Toda la crítica de la ideología democratista y del reformismo, no obstante, no debe llevar al error extremista que iguala la democracia capitalista y liberal con las dictaduras fascistas -y la necesidad de alianzas antifascistas puntuales- o de negar completamente su validez, a pesar de que en ausencia de una izquierda real antagonista, la evolución natural e inexorable de la democracia es el fascismo, es su fase superior. Las luchas efectivas y necesarias por conquistar unas libertades democráticas que aumenten los límites de acción de los trabajadores y de sus representantes políticos y sindicales, o para evitar perder tales conquistas es compatible con la denuncia de un sistema democrático y económico -el capitalismo imperialista- que está dando pruebas evidentes de su caducidad histórica y que, por lo tanto, ya no tiene nada progresista y creativo que ofrecer a los trabajadores y a los pueblos, porque está siendo incapaz de desarrollar la cultura, la ciencia y la economía -las fuerzas productivas- para que las mayorías trabajadoras tengan opción en el futuro a apropiarse de ellas. La gran burguesía ya no es una clase revolucionaria que desarrolla las fuerzas productivas -excepto en algunas ramas como la tecnología informática o la militar-, y se ha convertido en una clase totalmente parasitaria, que sólo quiere vivir de rentas. El capitalismo y su envoltura democrática es un sistema en putrefacción, que sólo está trayendo al mundo crisis económicas, guerras imperialistas, miseria generalizada, embrutecimiento de los individuos y descomposición social. Por ello está llamada a ser sustituida por otras formas democráticas superiores que den poder efectivo a los trabajadores y los sectores populares mediante un proceso de cambio social, económico y cultural.