Beria fue uno de los últimos en ingresar en el círculo íntimo de Stalin, si le comparamos con sus colegas Malenkov, Vorochilov, Molotov, Kaganovich, Bulganin, Mikyokan y Kruschef. Pero tan pronto como, en aquel julio de 1938, llegó a Moscú, se propuso no perder ocasión para recuperar el tiempo perdido; consiguió congraciarse con Slava Stalin y, simultáneamente, manipular en provecho propio las sospechas que a él le asaltaban sobre los demás. Antes de la guerra fue designado Vicepresidente del Consejo de Comisarios del Pueblo y coordinador nacional de las operaciones de seguridad. Durante la invasión alemana, Stalin le destinó al comité de Defensa de Estado, junto con Vorochilov, Molotov y Malenkov, y le puso al frente de la política interior. Tuvo una importante participación en la evacuación y reinstalación de la industria ante los avances alemanes, y dos años más tarde, al producirse la retirada del invasor, fue uno de los componentes del Comité de Malenkov para la Reconstrucción de Zonas Liberadas; ambos cargos le pusieron en contacto frecuente y, según se demuestra, nada coincidente con Kruschef. Un día después de que los americanos dejaran caer la bomba atómica sobre Hiroshima, Stalin llamó a Beria para que dirigiera la versión soviética del Proyecto Soviético Manhattan americano, misión que culminó con la explosión nuclear en el desierto de Ust-Urt, entre los mares Caspio y Aral.
Beria se enfrentó a menudo con Kruschef, sobre todo en el plano de la política agrícola. Junto a Malenkov, organizó y encabezó, en 1.951, el ataque al plan agro-urbano de Kruschef. Tal vez Beria fuera un maestro en el campo de la intriga, pero hacía arrogante gala de su poder y ambiciones en presencia de sus camaradas, y esto fue lo que le perdió. En sus últimos años de vida, Stalin comenzó a temer y a desconfiar de Beria, pero fueron sus sucesores quienes cerraron filas unánimemente, a pesar de sus diferencias ante otros problemas, y quienes consiguieron acabar con él, pocos meses después del fallecimiento de Stalin, en 1.953.
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