Conversación entre B y A sobre la Revolución Cultural en China
B: Así pues, ¿has estado en China?
A: Sí, he estado en China
B: ¿Qué es lo que mayor impresión te ha causado de China?
A: La pobreza.
B: ¿La pobreza?
A: Sí, la pobreza.
B: ¿Son pobres los chinos?
A: Según la idea occidental del bienestar, muy pobres.
B: ¿Qué impresión te ha hecho su pobreza?
A: De consuelo.
B: ¡Diablo! La pobreza, que yo sepa, significa degradación y frustración. Y tú, en cambio, has experimentado un consuelo. ¿Cómo se explica?
A: Lo he experimentado, de eso estoy seguro: sobre los sentimientos no podemos equivocarnos. Lo he experimentado durante todo el tiempo que he permanecido en China. Pero tú me preguntas por qué lo he experimentado. No lo había pensado. Trataré ahora de pensarlo y de darte una respuesta.
B: En Occidente, la pobreza no inspira consuelo, al contrario. Inspira un sentimiento de opresión y voluntad de rebeldía. Mira, por ejemplo, los negros de América que incendian sus ghettos.
A: En los Estados Unidos hay pobres y hay ricos. Los pobres son pobres porque hay ricos; y los ricos son ricos porque hay pobres. En China no hay más que pobres.
B: Comprendo. En China todos son pobres. Tenía que haberlo pensado.
A: Sí, todos. Pero llamarlos pobres es una impropiedad. Se necesitaría llamarlos de otra manera.
B: ¿Por ejemplo?
A: No lo sé. No existe aún la palabra que sirva para designar a un pobre en sí y por sí sin el parangón del rico.
B: Pero, en suma ¿qué es entonces la pobreza China?
A: Diría que es una pobreza sin riqueza. O sea, si bien se mira, la condición normal del hombre.
B: Explícate mejor.
A: Sin embargo es sencillo. El hombre nace desprovisto de todo, desnudo como las fieras del bosque. Al nacer, el hombre no es todavía hombre. Para llegar a serlo ha de proveerse de las cosas que hacen que un hombre sea de verdad un hombre. En otras palabras, de aquello que se necesita para que el hombre se distinga del animal. Y esto porque el hombre es casi enteramente un animal como todos los otros, hasta el punto de que muchas veces uno se pregunta si valía la pena de hacerse hombre. Pero tanto da: el hombre ha querido hacerse hombre. Ahora bien, lo necesario para hacerse hombre se halla dentro de los límites de la pobreza; mejor, es la pobreza misma, ni más ni menos. Más allá de este límite empieza la riqueza, es decir, la superfluidad. Pero la pobreza es la condición normal del hombre, porque la riqueza, que es superfluidad, no lo hace más hombre de lo que haya hecho precisamente la pobreza.
B: ¿Ser rico sería entonces, según tú, una condición anormal para el hombre?
A: Anormal, por tanto inhumana.
B: ¿En qué consiste esta inhumanidad?
A: Consiste en atribuir una función expresiva a todo lo que es superfluo.
B: ¿Lo superfluo no es expresivo?
A: Claro está que no. De otro modo no sería superfluo.
B: Dime cuándo el hombre sobre pasa lo necesario, esto es, lo humano, y llega a lo superfluo, o sea a lo inhumano.
A: Recurramos de nuevo a China. Los chinos, a juzgar por lo que se ve por las calles, tienen lo necesario, pero no lo superfluo, al menos por ahora. Son pobres, ya lo he dicho; pero ninguno de ellos podría poner en duda que su humanidad sea completa, es decir, que le falte alguna cosa que podría obtener por medio de la riqueza, esto es, lo superfluo. Estuve en China hace treinta años. Entonces había chinos pobres que disponían apenas de lo necesario y chinos ricos que vivían de lo superfluo. Los primeros eran gente degradada, y los segundos, inhumanos. Apenas desaparecieron los ricos y lo superfluo, los pobres se han hecho súbitamente humanos, aun disponiendo siempre solamente de lo necesario.
B: Sin embargo, la abundancia tiene algo de festivo, de alegre, de vital. Tu necesario será humano, no digo que no, pero es triste.
A: En el mundo moderno no existe la abundancia; existe la producción, que no es festiva, ni alegre, ni vital.
B: ¿Qué diferencia hay entre la abundancia y la producción?
A: La abundancia es un don de la naturaleza que no cuesta ni fatiga, ni dinero, ni tiempo. No está destinada al consumo, sino a la imaginación. En cambio, la producción cuesta fatiga, tiempo y dinero, y por eso no es nunca abundante. Es simplemente iterativa, esto es, consiste en la multiplicación de un producto único con el fin de un mayor consumo.
B: Será así. Pero admitirás que los chinos, si fueras a decirle que su pobreza es la condición normal del hombre, podrían también protestar. Probablemente la mayor parte de los chinos desearían ser menos pobres, siempre, claro está, dentro de los límites y con los medios del comunismo, francamente ricos.
A: Tal vez tengas razón, pero yo hablo de China tal como es ahora, formulando la hipótesis, ciertamente arriesgada, de que no cambie. En otras palabras: China, hoy, es para mi una utopía que se ha hecho realidad, quizás involuntariamente, quizás por casualidad, no importa. Está realizada y yo la tomo como ejemplo para mi razonamiento. Luego, tal vez, China llegará a ser un país como los demás, incluidos los países de observancia soviética, en los cuales hay pobres porque hay ricos, y viceversa. Pero, hoy por hoy, China es un país pobre sin ricos, es decir, un país en el cual la pobreza es sinónimo de normalidad.
B: Comprendo. Así pues, la producción y el consumo más allá de lo necesario son inhumanos. ¿Pero quién decidirá qué es necesario al hombre y qué no lo es?
A: El hombre mismo, o sea el sentido común.
B: Ha habido periodos históricos en los cuales para ser hombre era preciso sobre todo poseer, ostentar lo superfluo. Por ejemplo, el Renacimiento. ¿Qué dices a esto?
A: Digo que los periodos históricos no me interesan demasiado, como no me interesa la historia en general. Lo que me interesa es el presente.
B: Hablemos, pues, del presente. Repito: ¿quién decidirá dónde cesa lo necesario, o sea lo humano y lo normal, y empieza lo superfluo, o sea lo inhumano y lo anormal.
A: Ya te lo he dicho: el sentido común.
B: Tienes una gran confianza en el sentido común.
A: Sí, creo en el sentido común de la gente común. El cual, por lo mismo que afecta las cosas del mundo, no está hecho tanto de inteligencia como de..., ¿cómo lo diría?, de apetito y de inapetencia, de diversión y de aburrimiento, de deso y de satisfacción, y así sucesivamente. La gente común, dotada de sentido común, un día se aburrirá de ser inhumana, o, mejor dicho, de ser continuamente deshumanizada por la riqueza. Entonces se librará de ella, incluso aunque los filósofos y los productores de lo superfluo le juren que está equivocada.
B: ¿Cómo funcionará el sentido común frente a la riqueza? Es decir: ¿qué hará el sentido común para librarse de la riqueza?
A: El sentido común frente a la riqueza funcionará, en cierto modo, automáticamente: llegada al máximo de la inhumanidad, la humanidad deseará y conseguirá volverse pobre.
B: ¿Automáticamente? Los automatismos de la humanidad son, en realidad, procesos largos, tortuosos, difíciles, dispendiosos.
A: Será un proceso humano. El hombre es lento.
B: ¿Y qué hará la humanidad para volver a ser pobre, después de haber sido rica?
A: No hará nada
B: ¿Esto, qué quiere decir?
A: Quiere decir que no consumirá y, por tanto, no producirá más que lo necesario.
B: Pero al hombre le gusta producir y le gusta consumir.
A: ¿Qué hombre?
B: El hombre, así, en general.
A: Del hombre, así, en general, no sé nada. Al hombre de hoy, a éste sí, a éste le gusta, como tú dices, producir y consumir. Pero el hombre de mañana puede ser completamente distinto.
B: Vayamos a lo concreto. Hablamos de riqueza y de pobreza reales, como pueden verse hoy en el mundo. ¿Dónde está hoy las pobreza más humana?
A: Yo creo que en China. Pero en China ahora, en este preciso momento, entendámonos. No es seguro que China quiera o pueda transformarse en realidad duradera la utopía que hoy, provisionalmente, encarna y representa. Es decir, no es completamente seguro que la condición China sea mañana semejante a la de hoy. Las utopías, para dejar de ser utopías y transformarse en realidad, es necesario que duren.
B: Y ahora, dime, ¿dónde se hallan hoy la riqueza más inhumana?
A: Hoy, creo que en Occidente.
B: Vayamos por orden. Ante todo hablemos de China. Admitamos que la utopía, como tú la llamas, de la pobreza, se vuelva permanente, esto es, que se transforme, según tus mismas palabras, en realidad duradera. ¿Cómo lo harán los chinos para obtener este resultado
A: Sencillamente, deberán continuar haciendo lo que hacen hoy.
B: Pero tú sabes muy bien que los chinos deben transformar China de país agrícola en país industrial. Su pobreza, por tanto, no es más que el efecto normal de la inversión del capital necesario para llevar a cabo la revolución industrial.
A: Los sé. Los chinos hacen hoy lo que los rusos han hecho hace cuarenta años y el Occidente hace un siglo.
B: Ahora supongamos que la revolución industrial haya sido llevada a efecto, que se acumulen unos márgenes de provecho cada vez más amplios, que las inversiones se hagan cada vez menos necesarias. ¿Qué harán los chinos de ese capital que continuará, a pesar de todo, acumulándose? Deberán también elevar los salarios y crear una industria ligera, de consumo, para permitir que se gaste el dinero de los salarios. Y de esta manera, he aquí a China que se convierte en un país como todos los demás, es decir, rico.
A: Sí, es verdad, pero olvidas que hemos hablado de utopía. En China existe una utopía, o, mejor dicho, existe un intento de transformar la utopía en historia. La utopía lleva, naturalmente, a soluciones utópicas.
B: Sería realmente curioso saber qué soluciones utópicas adoptaría China para seguir siendo pobre, a pesar de ser rica.
A: La utopía debe hacerse ante todo conciencia. Una vez creada esta conciencia, la solución será hacer que se sienta la riqueza como pecado, como culpa, como delito.
B: Ya lo ha intentado el cristianismo, sin obtener, diría, resultados demasiado confortantes.
A: Con todo, el cristianismo había logrado elevar “por algunos siglos” la pobreza a condición ideal. Esto sería, también hoy, un resultado apreciable. Porque debes recordar que no hablo de estas cosas en absoluto, sino relativamente, no fuera del tiempo y del espacio, sino en relación con el tiempo y con el mundo en que vivimos. Sin embargo, debo reconocer que la marca del fallo está inscrita por anticipado en el adjetivo “ideal” que define la condición propuesta por el cristianismo. No, esta vez no deberán limitarse a exaltar la pobreza como “condición ideal”. Deberá ser, en cambio, la sola, la real, la normal condición del hombre.
B: ¿Y todo esto, de qué manera?
A: Por primera vez en su historia, en el fondo demasiado breve, la humanidad tendrá la posibilidad de ser rica por entero, de gozar totalmente de lo superfluo. Ya no una parte de ella, sino toda entera, la humanidad esta vez sabrá qué quiere decir ser rico. Y así, cuando la humanidad entera haya experimentado la inhumanidad de la riqueza, con idéntica unanimidad deseará ser pobre.
B: Admitámoslo de momento. Por más que, al menos por ahora, dos tercios de la humanidad no solamente están lejos de la riqueza, sino que son tan pobres que no tienen ni lo suficiente para alimentarse. Admitámoslo. Así pues, la riqueza será considerada un pecado, una culpa, un delito. Pero la riqueza, no obstante, existirá, aunque sea sólo en las cajas fuertes de los Estados. ¿Qué se hará entonces con ella?
A: Lo he pensado. ¿Has oído hablar de los faraones?
B: ¿Qué pintan ahora los faraones?
A: Te has preguntado alguna vez por qué las pirámides son tan grandes y han costado tanto tiempo, tanto trabajo, tanto dinero?
B: Sepámoslo. ¿Por qué?
A: Porque, según pienso, era preciso conseguir que el hombre no poseyera más que lo necesario. Lo demás tenía que ser despilfarrado. La pirámide, en tiempo de paz, y lo que es la guerra en tiempo de guerra. Algo que sirva para el despilfarrar la riqueza y mantener al hombre en la pobreza.
B: ¿Pero dónde están nuestras pirámides?
A: Nuestras pirámides son los proyectos científicos para conquistar Marte, o Venus, o la Luna; para viajar a través del espacio cósmico. Estos proyectos científicos, a causa de su coste desmesurado, de la cantidad inmensa de hombres que emplean, del enorme trabajo que se requieren, son el equivalente exacto de las pirámides. Por lo demás, la pirámide no era el capricho absurdo de una teocracia despótica. Era el quicio, el centro de una civilización completa. Del mismo modo que lo son hoy nuestros vuelos interplanetarios.
B: Pero los Estados Unidos, por dar un solo ejemplo, hacen la guerra, tienen al propio tiempo sus pirámides, esto es, los proyectos de conquista interplanetaria, y, ello no obstante, son ricos.
A: Los Estados Unidos son “provisionalmente” ricos; como China es “provisionalmente” pobre. Y como China me ha servido, hoy por hoy, para dar un ejemplo de humanidad pobre, o sea normal y humana, así me serviré ahora de los Estados Unidos para dar un ejemplo de Humanidad rica, esto es, anormal e inhumana.
B: ¿Los Estados Unidos o, en general, Occidente?
A: Los Estados Unidos como país típico de Occidente. En realidad, Occidente.
B: ¿Crees que Occidente no será siempre rico?
A: Ciertamente, no. más bien está haciendo todo lo necesario para volverse pobre. Pero dejemos estar al futuro. Limitémonos al presente. Veamos por qué la riqueza es inhumana y anormal.
B: Veámoslo, pues.
A: Tomemos un individuo cualquiera que quiera hacerse rico por medio del invento de un objeto nuevo y absolutamente superfluo. Por ejemplo, un zapato que emite una música a cada paso mientras se anda. ¿Qué hará el inventor de un zapato así, para fabricar en serie y poner a la venta para el comprador masivo su producto?
B: No lo sé. Probablemente, publicidad.
A: Ya, publicidad. Es decir, creará la necesidad del zapato musical; una necesidad que, notémoslo, no existía de verdad antes de que el susodicho zapato fuese puesto en venta. Pero ni un solo productor dirá jamás: “Os vendo algo que no necesitáis.” Dirá siempre: “Os vendo algo sin lo cual no podéis pasar.” Así pues esta transformación de lo superfluo es necesario es lo que propiamente crea el llamado consumidor.
B: Hay consumidores en todas partes. También el chino, cuando adquiere un par de pantalones, es un consumidor.
A: No, no es un consumidor; es un hombre que adquiere un vestido necesario, según una determinada idea que se hace él del hombre. Un vestido para cubrirse las piernas, el vientre, el trasero, etc. En cambio el consumidor es una tripa.
B: ¿Cómo? ¿Qué dices?
A: Digo que el consumidor es una tripa. Es decir, un individuo semejante a esos organismo simplicísimos que únicamente tienen la boca, el intestino y el ano. Esos organismos no hacen más que ingerir, digerir y expeler.
B: Pero también el chino comprador de unos pantalones es una tripa, al menos por lo atañe a la producción de pantalones.
A: Hay una diferencia. El consumidor es una tripa no tanto porque consuma como porque está convencido como aquellos organismos simplicísimos, que su función es consumir. El chino, pobrecillo, compra en cambio los pantalones para no andar desnudo. El consumidor, en suma, está dispuesto a cualquier consumo, como está dispuesta, ni más ni menos, la lombriz frente a cualquier calidad de tierra para hacerla pasar por el tubo de su intestino.
B: ¿Esto sería el consumidor? ¿Un gusano?
A: Si las palabras tripa y lombriz te molestan, por lo mucho o poco de moralista que puedan contener, digamos entonces que el consumidor no es más que el eslabón que une la producción y el consumo. Productor y consumidor, en fin, vienen a representar, el uno la extremidad anterior, el otro la extremidad posterior de la ya citada lombriz.
B: ¿Productor y consumidor y nadie más? ¿No médico, artista, obrero, campesino? ¿Nadie más que productor y consumidor?
A: Bajo la palabra producción y bajo la palabra consumo van incluidos todos los productores y sus salidas incluso la más refinadas y extravagantes.
B: ¿De modo que al hombre occidental no piensa más que en producir y consumir?
A: Exacto.
B: ¿Y no piensa en sí mismo?
A: Este sí mismo de que hablas no existe. O, mejor dicho, existe solamente en dos momentos alternos de la producción y del consumo. Pero como, en el fondo, el consumo es lo que caracteriza de verdad el consumidor (el productor que no consume no existe; de otro modo, se moriría de hambre; pero el consumidor que no produce existe, en todos los países, sean capitalista, sean comunistas), digamos entonces que el fin de la civilización moderna es el consumo, es decir, el excremento.
B: ¿El excremento?
A: Es decir, la expulsión del cuerpo de todo lo que queda después de la digestión. Se consume más de lo que se puede y la mayor variedad de cosas posibles: el consumidor tiene por ideal el consumo y se esfuerza por andar a la par con su ideal. Pero el último resultado es el excremento. La civilización del consumo es excrementicia. La cantidad de excremento expulsado por el consumidor es, efectivamente, la mejor prueba de que el consumidor ha consumido.
B: De acuerdo, es una metáfora, y, por añadidura, de dudoso gusto. Queda por demostrar que pueda ser llevada más allá de su sentido literal. No existen sólo los alimentos en este mundo.
A: La metáfora es válida incluso para lo que no es propiamente alimento pero que asimismo se consume. De un modo destacado, para la producción industrial en general.
B: ¿O sea?
A: En las ciudades modernas, la producción y el consumo, esto es, el alimento industrial y el excremento que es su residuo, están siempre juntos, como en las casas modernas la cocina está, a menudo, junto al retrete. Vete a los suburbios, fuera del centro; verás las fábricas con sus tinglados y sus altos hornos donde se produce; y no lejos de las fábricas, los terrenos míseros donde de descargan las inmundicias, los detritos, los escombros. La ciudad ha consumido el producto, lo ha digerido y ha defecado los residuos.
B: No es solamente la producción industrial lo que hay en una gran ciudad moderna. Hay muchas cosas por ejemplo la cultura.
A: Cierto que existe la cultura. Librerías, vendedores de periódicos, cine, televisores, radio. Libros condensados, revistas ilustradas, libros de bolsillo, enciclopedias, antologías, divulgaciones, traducciones. Pero esta cultura es consumida del mismo modo que se consumen los productos industriales. Es ingerida, digerida y expulsada en forma de una inmensa cantidad excrementicia de lugares comunes. Los omnívoros consumidores de la cultura no se nutre de cultura, sino que la consumen, quedando, por así decirlo, en sentido cultural, perpetuamente desnutridos. El consumidor cultural no produce más que excremento cultural, nada más.
B: ¿Pero no te parece que todo esto es un poco, digamos, esquemático?
A: Lo es, ciertamente. Pero así es también el mundo moderno de la producción y del consumo. Tras una aparente variedad de aspectos, se esconde una sola idea, o, mejor dicho, un solo móvil.
B: ¿Cuál? ¿La idea del provecho?
A: No, no es la idea del provecho. Es algo distinto. Una idea, o, mejor, un móvil, que, en otro tiempo, no existía.
B: Me despiertas la curiosidad. ¿Qué es?
A: En una rapidísima circulación de dinero como es la que acompaña al ciclo producción-consumo, el provecho pasa a segundo plano, ya no es un fin, sino solamente un medio para asegurar la continuidad del ciclo. No, no es el provecho lo que se halla en el origen de la máquina excrementicia de la industria de consumo.
B: ¿Qué otra cosa?
A: Es difícil de definir. Podríamos llamarla voluntad de poder; en realidad, se está más cerca de la verdad definiéndola como miedo de la impotencia. ¿Qué es el poder en la civilización industrial? Es la facultad productiva; o sea, en el fondo, un remedio de la naturaleza. La naturaleza es poderosa, en cuanto produce sin tregua y sin medida; el hombre natural es potente en cuanto es prolífico. Así pues, el poder, en la civilización de la producción y del consumo, consistirá, exactamente, en producir más de lo que sea posible. En este sentido, el proceso productivo se adelanta al del consumo. Pero es evidente que sin el consumo no existiría la producción.
B: ¿Qué quiere decir esto? ¿Que la civilización industrial compite con la naturaleza?
A: Sí, esto es justamente lo que quiero decir. El miedo a la impotencia, la complacencia en el poder que empujan a un fabricante de automóviles a producir un número de coches cada vez mayor, tienen, en su origen, el mismo ciego impulso creador que hace que todos los años una sardina ponga millones de huevos, es decir eche al mundo millones de posibles sardinas. Felizmente los huevos van siendo consumidos por los otros peces los cuales, a su vez, ponen otros tantos millones para el consumo de otros peces todavía, y así sucesivamente. La civilización industrial es una copia exacta de este incesante proceso productor de la naturaleza. E igual que la naturaleza, intenta ponerse fuera del tiempo, o sea de la medida de duración de la vida humana, con una perpetua alternancia de producción y de consumo que es, en el fondo, el equivalente de la eternidad natural. Pero hay una diferencia entre la eternidad industrial y la natural.
B: ¿Cuál es?
A: La naturaleza no sabe lo que hace y tal vez, precisamente por esto, lo hace bien. La civilización industrial, en cambio, tiene un momento, un momento sólo, de conocimiento y esto basta para hacerle perder su competición con la naturaleza.
B: ¿Cuál es este momento de conocimiento?
A: Es el momento en que el hombre, eslabón indispensable entre la producción y el consumo, se ve a sí mismo. Es decir, se contempla. Entonces rechaza la eternidad que le propone la industria.
B: ¿El consumidor es capaz de esto?
A: El consumidor es también un hombre, al fin y al cabo. Del hombre tiene, en cierta manera, la capacidad contemplativa. Se ve... y entonces se da cuenta de que, siendo justo que la naturaleza produzca y consuma por la eternidad, la humanidad en cambio no tiene por qué producir ni consumir ilimitadamente, antes bien, ha de manifestarse dentro de unos límites, establecidos por ella misma, de tiempo y de espacio.
B: ¿Esta sería la diferencia entre la naturaleza y la humanidad? ¿Aquélla produce y consume y ésta se manifiesta?
A: Sí, creo que así es.
B: ¿Pero no nos podemos manifestar precisamente produciendo y consumiendo y basta?
A: Ya hemos dicho que la civilización industrial es excrementicia, es decir, que su fin no puede dejar de ser el excremento. Ahora bien, ¿qué hace el hombre defecando? ¿se manifiesta, tal vez?
B: No, no diría eso. Se aligera, si acaso.
A: Justo, se aligera. Es decir, se pone en condiciones de consumir de nuevo. Este aligeramiento es, justamente, el acto de la defecación. Pero se da el caso de que el hombre produce y consume demasiado, o sea que tiene una indigestión. Entonces, tenemos la purga. Esto es, la guerra. En el ciclo producción consumo, la guerra parece indispensable e inevitable para aliviar las diarreas periódicas de la sociedad productora y consumidora. Durante la guerra, en realidad, el consumidor normal del tiempo de paz es sustituido por el soldado, es decir, por un consumidor excepcional por su intensidad, cantidad, rapidez y variedad. En guerra se consume en un día más de lo que se consume en un año en tiempo de paz. Por último, el soldado, no contento con el consumo de bienes y riquezas, consume vidas humanas, ante todo las de sus enemigos, luego la suya propia. Sí, porque no hay que olvidar que para que el productor-consumidor sea verdaderamente tal, tiene que ser también y sobre todo prolífico y por tanto homicida. Sin superpoblación no hay producción en serie, y sin producción en serie no hay superproducción, y sin superproducción no hay guerra. El homicidio no es más que la otra cara de la facultad de ser prolífico.
B: La güera sería entonces un consumo de hombres, antes aún que de bienes.
A: Exacto. También la han llamado infanticidio retardado. Pero, en realidad, la guerra es sobre todo consumo de hombres, llevada a efecto por diversos medios, desde la bayoneta a la bomba atómica. Naturalmente, la bayoneta es inadecuada para la superpoblación del mundo moderno, y entonces tenemos la bomba atómica. Pero no hay diferencia substancial entre las dos armas, solamente su capacidad de consumo. La bomba, por lo demás, está ligada a la superpoblación como la superpoblación está unida a la bomba. Quiero decir que si no existiera la superpoblación, no existiría la bomba, o sea no habría sido inventada, en cuanto no habría habido necesidad de ella. La bomba nace en el momento en que hay metrópolis de cinco, de diez millones de habitantes, no antes. Entre la superpoblación y la bomba hay, en suma, ¿cómo decirlo?, una simpatía, como una recíproca atracción. Las grandes metrópolis del mundo están ofreciendo la mayor producción de hombres que haya existido jamás en la historia. Y la bomba ahí está, también ella, sola consumidora posible para una producción tan gigantesca. Parece inevitable que, en un momento determinado, producción y consumo se encuentren y resuelvan juntos, con amor y de acuerdo, sus problemas. La bomba, en el fondo, es malthusiana. Malthus había previsto la carestía como correctivo de la superpoblación. En su lugar ha venido la bomba. Pero Malthus razonaba en términos de civilización preindustrial; no preveía que muy pronto el hombre cesaría de ser el centro del mundo y se convertiría, como ya hemos dicho, en un mero eslabón de unión entre el proceso productivo y el del consumo. Hoy reconocería, creo, de buena gana, que la bomba, como consumidora, es con mucho preferible al hambre.
B: Perdona, pero en este punto hay algo que no comprendo. El hombre, diría, es, sea como sea, prolífico. Lo es en la civilización humanista basada sobre el hombre como lo es en la civilización moderna basada en la producción y el consumo. Tú dices justamente que si no existiera la capacidad de ser prolífico no existiría la industria de los productos en serie y, por consiguiente, el ciclo incesante y obsesivo de la producción y el consumo. Pero el hombre siempre ha sido un productor y, consecuentemente, un consumidor de hombres. Incluso cuando no era aún un productor y un consumidor de mercaderías fabricadas en serie.
A: La presión demográfica del mundo antiguo no era igual que la del mundo moderno. Aquella, en realidad, se desenvolvía completamente a nivel natural, como la de los animales. A una producción excepcional de hombres era la naturaleza, no el hombre, quien ponía remedio con consumos igualmente excepcionales, o sea con la carestía y las epidemias. También las guerras eran una consecuencia, por así decirlo, natural de las carestías y de las epidemias. En el mundo moderno, en cambio, todo se da a nivel industrial, incluso la capacidad prolífica del hombre. Hoy, me parece, hay una relación muy estrecha entre la presión demográfica, o sea el hecho de que el hombre es un productor de hombres, además de serlo de mercancías, y la industria de los productos médicos y la organización de los hospitales. Ya que la producción de los hombres no se da tanto en la intimidad oscura y ciega del lecho conyugal como más tarde, entre las batas blancas de los médicos y de los enfermeros, en las estancias de las clínicas, en las salas operatorias. Y en estos lugares, tan parecidos por su perfección mecánica a unas fábricas eficientes, es donde el hombre se hace productor de hombres; no en su casa, en el propio lecho. Es en realidad en estos lugares donde se salvan de la muerte, a la cual la naturaleza injusta y próvida los había tal vez predestinado, los futuros productores. Las clínicas sacan del horno hombres como las fábricas sacan del horno botes de conservas o automóviles.
B: ¿Así tú opinas que el hombre moderno es hoy día, fatalmente, nada más que un productor y un consumidor de bienes y de hombres?
A: Sí.
B: Me parece comprender, por la manera como te expresas, que esto no te gusta, ¿no es así?
A: Sí.
B: Entonces, ¿qué solución propones?
A: No veo más que una solución. La única que depende directamente del hombre.
B: ¿Cuál es?
A: La castidad.
B: ¿La castidad? Una solución un poco drástica, ¿no te parece?
A: Sí, la castidad. La pobreza y la castidad, si bien se mira, son llas dos condiciones normales del hombre o, por lo menos, deberían serlo, hoy y en este mundo. En cuanto hoy y en este mundo no veo como el hombre pueda dejar de ser un productor-consumidor si no es a través de la pobreza y la castidad.
B: Si he comprendido bien, el hombre pobre no consume y por tanto no tiene necesidad de producir. El hombre casto, por su parte, no pone hijos en el mundo, y así, en último análisis, vacía la civilización del consumo de su contenido específico, o sea de la necesidad de satisfacer las necesidades de las masas. Si no hay hijos, no hay masas; si no hay masas, no hay producción ni consumo. Justo. Incluso demasiado justo.
A: Me has comprendido maravillosamente. Advierte, además, la semejanza entre el proceso que lleva a la superproducción y el que lleva a la superpoblación. Sustituye la máquina paridora de máquina por el abrazo también mecánico de la pareja humana en el fondo de su lecho y tendrás el producto en serie fabricado del mismísimo modo. ¿Dónde está la diferencia? En la oscuridad, en un estado de semiinconsciencia, entre la vela y el sueño, es concebido un hombre; en el mismo momento, en mil fábricas, entre un estruendo ensordecedor, se disponen a fabricar, siempre en serie, para aquel hombre acabado de concebir, los mil productos que se le harán consumir apenas habrá nacido, apenas será un muchacho, apenas será adulto. Este hombre de más allá, pronto, muy pronto, además de consumidor, se hará productor. El círculo se cierra. Pero ocurre de tal manera, que la producción de hombres es menor que la producción de bienes, y tienes la superproducción. Si por el contrario la proporción es inversa, tienes la superpoblación. Solamente la castidad puede quebrar este ciclo, abolir superpoblación y superproducción, con todo su enojoso cortejo de guerras, de escaseces, de miseria. Solamente la castidad y, naturalmente, la pobreza.
B: Olvidas que aquella pareja que has descrito con tanta y tan injustificadas antipatía, concibiendo aquel hombre predestinado a producir y a consumir, hace, asimismo, aquella cosa sublime y oscura que es el acto de amor.
A: ¿Por qué hablar de amor cuando se trata en realidad de una relación mecánica? ¿Qué tiene que ver todo esto con el amor?
B: Aquellos dos se amaban. Podían amarse. ¿Qué sabemos de ellos?
A: El amor no lleva a la relación sexual, lleva a la castidad.
B: No lo sabía, y es la primera vez que lo oigo decir.
A: Hoy y aquí, en este mundo, entendámonos. Del pasado y del futuro, nada me importa ni me interesa.
B: Explícate, no te entiendo.
A: Hoy y aquí, en este mundo, el amor y la relación sexual son extraños el uno a la otra, más aún, opuestos y enemigos. El acto sexual se ha vuelto nada más que producción. El amor, en cambio..., es el amor. Es decir, invención, búsqueda, iluminación, divinización, identificación, contemplación. Todo, en suma, menos producción.
B: El acto sexual no es solamente producción como tú crees y vas repitiendo hasta el aburrimiento. Más a menudo es realizado por el hombre y la mujer para procurarse un placer recíproco. Entonces, el erotismo es improductivo; y en algunos casos puede ser también, sin más, un acto de conocimiento.
A: Ojalá lo fuera. Lo ha sido, cierto, en nuestro pasado arcaico, primitivo, mágico. Pero hoy no es más que una operación productiva, aunque amputada del producto. Quiero decir que hoy el placer que se procuran el hombre y la mujer no tiene ningún fin cognoscitivo. Tan verdades esto, que en el fondo no se distingue más que en apariencia de la prostitución, la cual es, claramente, una forma de consumo.
B: Lástima. Hubiese querido verte hacer una excepción en favor de un erotismo con ambiciones cognoscitivas. Sea como fuere, este hombre pobre y casto que tú preconizas está amenazado de una rápida extinción. No producir, no consumir, no procrear... La humanidad desaparecerá muy pronto.
A: Yo no digo que la humanidad no deba desaparecer; hoy, desde luego, no se ven demasiado bien las razones por las cuales deba continuar existiendo. Digo que debería, ¿cómo decir?, deshincharse, reducirse, pasar de la actual condición pletórica a una dimensión esencial. Por lo demás, arribada al borde de la extinción, la humanidad encontraría fácilmente, precisamente gracias a ese mismo amor que la habría casi abolido, otros nuevos motivos válidos para multiplicarse de nuevo. Las cosas humanas, como las de la naturaleza, no proceden por progresión continua de causa a efecto, sino por saltos cualitativos. A la civilización de la superpoblación y de la superproducción no veo inconveniente que la suceda otra con caracteres opuestos.
B: Diría que aquí caes en lo que ya hemos dicho. Tantos antes que tú han propuesto una nueva Edad Media... Luego se ha visto que era solamente el grito estetizante y decadente de la civilización industrial.
A: ¿Por qué referirse al pasado? Nada de Edad Media. Simplemente un mundo hecho para los hombres y no para los fetiches.
B: Pero la tecnología, hoy tan importante, no parece conducir a ese mundo nuevo. Al contrario.
A: La tecnología hoy se va hacia las necesidades de la masa productora y consumidora. Pero mañana podría cambiar de dirección, ir hacia las necesidades de losa grupos humanos pequeños, pobres y poco prolíficos.
B: ¿Cómo ¿La isla de Próspero en la Tempestad, con el sabio mago técnico y pocos hombres y mujeres, bellos, jóvenes y sin prole, que se pasean por playas desiertas, entre músicas celestiales, voces arcanas, espíritus maliciosos e invisibles?
A: No lo sé. Y es cosa sabida: de lo que no se puede hablar, mejor es callarse.
B: Me parece que estamos muy lejos de China, que ha sido el punto de partida de nuestra discusión. La cual, al fin y al cabo, no es más que la introducción a un pequeño libro sobre la Revolución Cultural. ¿Entonces, qué hace China entre todo esto? Los chinos son pobres, eso sí, pero sólo provisional e involuntariamente, como, por lo demás, tú has reconocido. Sin embargo, en cuanto a la castidad, no son ciertamente castos, al menos en el sentido en que tú entiendes esta palabra, aunque ya no son completamente eróticos, como dicen que fueron en otro tiempo. Antes bien, tienden a multiplicarse, de tal manera que el Estado les aconseja que no se casen antes de los treinta años. ¿Qué hacemos en suma con China, que ha sido el pretexto para esta discusión nuestra?
A: No hacemos nada. Me limito a repetir que he querido explicarte y explicarme a mí mismo el motivo de la sensación de consuelo que me había procurado el espectáculo de la pobreza china. Esto es todo. Que luego la utopía de China dure siempre o sea provisional y pasajera, esto es otra cuestión. A mí me ha bastado con sacar de ella el pretexto para un determinado razonamiento.
Tomado del libro :
-MORAVIA, Alberto. La Revolución Cultural en China. Llibres de SINERA: Barcelona, 1969
B: Así pues, ¿has estado en China?
A: Sí, he estado en China
B: ¿Qué es lo que mayor impresión te ha causado de China?
A: La pobreza.
B: ¿La pobreza?
A: Sí, la pobreza.
B: ¿Son pobres los chinos?
A: Según la idea occidental del bienestar, muy pobres.
B: ¿Qué impresión te ha hecho su pobreza?
A: De consuelo.
B: ¡Diablo! La pobreza, que yo sepa, significa degradación y frustración. Y tú, en cambio, has experimentado un consuelo. ¿Cómo se explica?
A: Lo he experimentado, de eso estoy seguro: sobre los sentimientos no podemos equivocarnos. Lo he experimentado durante todo el tiempo que he permanecido en China. Pero tú me preguntas por qué lo he experimentado. No lo había pensado. Trataré ahora de pensarlo y de darte una respuesta.
B: En Occidente, la pobreza no inspira consuelo, al contrario. Inspira un sentimiento de opresión y voluntad de rebeldía. Mira, por ejemplo, los negros de América que incendian sus ghettos.
A: En los Estados Unidos hay pobres y hay ricos. Los pobres son pobres porque hay ricos; y los ricos son ricos porque hay pobres. En China no hay más que pobres.
B: Comprendo. En China todos son pobres. Tenía que haberlo pensado.
A: Sí, todos. Pero llamarlos pobres es una impropiedad. Se necesitaría llamarlos de otra manera.
B: ¿Por ejemplo?
A: No lo sé. No existe aún la palabra que sirva para designar a un pobre en sí y por sí sin el parangón del rico.
B: Pero, en suma ¿qué es entonces la pobreza China?
A: Diría que es una pobreza sin riqueza. O sea, si bien se mira, la condición normal del hombre.
B: Explícate mejor.
A: Sin embargo es sencillo. El hombre nace desprovisto de todo, desnudo como las fieras del bosque. Al nacer, el hombre no es todavía hombre. Para llegar a serlo ha de proveerse de las cosas que hacen que un hombre sea de verdad un hombre. En otras palabras, de aquello que se necesita para que el hombre se distinga del animal. Y esto porque el hombre es casi enteramente un animal como todos los otros, hasta el punto de que muchas veces uno se pregunta si valía la pena de hacerse hombre. Pero tanto da: el hombre ha querido hacerse hombre. Ahora bien, lo necesario para hacerse hombre se halla dentro de los límites de la pobreza; mejor, es la pobreza misma, ni más ni menos. Más allá de este límite empieza la riqueza, es decir, la superfluidad. Pero la pobreza es la condición normal del hombre, porque la riqueza, que es superfluidad, no lo hace más hombre de lo que haya hecho precisamente la pobreza.
B: ¿Ser rico sería entonces, según tú, una condición anormal para el hombre?
A: Anormal, por tanto inhumana.
B: ¿En qué consiste esta inhumanidad?
A: Consiste en atribuir una función expresiva a todo lo que es superfluo.
B: ¿Lo superfluo no es expresivo?
A: Claro está que no. De otro modo no sería superfluo.
B: Dime cuándo el hombre sobre pasa lo necesario, esto es, lo humano, y llega a lo superfluo, o sea a lo inhumano.
A: Recurramos de nuevo a China. Los chinos, a juzgar por lo que se ve por las calles, tienen lo necesario, pero no lo superfluo, al menos por ahora. Son pobres, ya lo he dicho; pero ninguno de ellos podría poner en duda que su humanidad sea completa, es decir, que le falte alguna cosa que podría obtener por medio de la riqueza, esto es, lo superfluo. Estuve en China hace treinta años. Entonces había chinos pobres que disponían apenas de lo necesario y chinos ricos que vivían de lo superfluo. Los primeros eran gente degradada, y los segundos, inhumanos. Apenas desaparecieron los ricos y lo superfluo, los pobres se han hecho súbitamente humanos, aun disponiendo siempre solamente de lo necesario.
B: Sin embargo, la abundancia tiene algo de festivo, de alegre, de vital. Tu necesario será humano, no digo que no, pero es triste.
A: En el mundo moderno no existe la abundancia; existe la producción, que no es festiva, ni alegre, ni vital.
B: ¿Qué diferencia hay entre la abundancia y la producción?
A: La abundancia es un don de la naturaleza que no cuesta ni fatiga, ni dinero, ni tiempo. No está destinada al consumo, sino a la imaginación. En cambio, la producción cuesta fatiga, tiempo y dinero, y por eso no es nunca abundante. Es simplemente iterativa, esto es, consiste en la multiplicación de un producto único con el fin de un mayor consumo.
B: Será así. Pero admitirás que los chinos, si fueras a decirle que su pobreza es la condición normal del hombre, podrían también protestar. Probablemente la mayor parte de los chinos desearían ser menos pobres, siempre, claro está, dentro de los límites y con los medios del comunismo, francamente ricos.
A: Tal vez tengas razón, pero yo hablo de China tal como es ahora, formulando la hipótesis, ciertamente arriesgada, de que no cambie. En otras palabras: China, hoy, es para mi una utopía que se ha hecho realidad, quizás involuntariamente, quizás por casualidad, no importa. Está realizada y yo la tomo como ejemplo para mi razonamiento. Luego, tal vez, China llegará a ser un país como los demás, incluidos los países de observancia soviética, en los cuales hay pobres porque hay ricos, y viceversa. Pero, hoy por hoy, China es un país pobre sin ricos, es decir, un país en el cual la pobreza es sinónimo de normalidad.
B: Comprendo. Así pues, la producción y el consumo más allá de lo necesario son inhumanos. ¿Pero quién decidirá qué es necesario al hombre y qué no lo es?
A: El hombre mismo, o sea el sentido común.
B: Ha habido periodos históricos en los cuales para ser hombre era preciso sobre todo poseer, ostentar lo superfluo. Por ejemplo, el Renacimiento. ¿Qué dices a esto?
A: Digo que los periodos históricos no me interesan demasiado, como no me interesa la historia en general. Lo que me interesa es el presente.
B: Hablemos, pues, del presente. Repito: ¿quién decidirá dónde cesa lo necesario, o sea lo humano y lo normal, y empieza lo superfluo, o sea lo inhumano y lo anormal.
A: Ya te lo he dicho: el sentido común.
B: Tienes una gran confianza en el sentido común.
A: Sí, creo en el sentido común de la gente común. El cual, por lo mismo que afecta las cosas del mundo, no está hecho tanto de inteligencia como de..., ¿cómo lo diría?, de apetito y de inapetencia, de diversión y de aburrimiento, de deso y de satisfacción, y así sucesivamente. La gente común, dotada de sentido común, un día se aburrirá de ser inhumana, o, mejor dicho, de ser continuamente deshumanizada por la riqueza. Entonces se librará de ella, incluso aunque los filósofos y los productores de lo superfluo le juren que está equivocada.
B: ¿Cómo funcionará el sentido común frente a la riqueza? Es decir: ¿qué hará el sentido común para librarse de la riqueza?
A: El sentido común frente a la riqueza funcionará, en cierto modo, automáticamente: llegada al máximo de la inhumanidad, la humanidad deseará y conseguirá volverse pobre.
B: ¿Automáticamente? Los automatismos de la humanidad son, en realidad, procesos largos, tortuosos, difíciles, dispendiosos.
A: Será un proceso humano. El hombre es lento.
B: ¿Y qué hará la humanidad para volver a ser pobre, después de haber sido rica?
A: No hará nada
B: ¿Esto, qué quiere decir?
A: Quiere decir que no consumirá y, por tanto, no producirá más que lo necesario.
B: Pero al hombre le gusta producir y le gusta consumir.
A: ¿Qué hombre?
B: El hombre, así, en general.
A: Del hombre, así, en general, no sé nada. Al hombre de hoy, a éste sí, a éste le gusta, como tú dices, producir y consumir. Pero el hombre de mañana puede ser completamente distinto.
B: Vayamos a lo concreto. Hablamos de riqueza y de pobreza reales, como pueden verse hoy en el mundo. ¿Dónde está hoy las pobreza más humana?
A: Yo creo que en China. Pero en China ahora, en este preciso momento, entendámonos. No es seguro que China quiera o pueda transformarse en realidad duradera la utopía que hoy, provisionalmente, encarna y representa. Es decir, no es completamente seguro que la condición China sea mañana semejante a la de hoy. Las utopías, para dejar de ser utopías y transformarse en realidad, es necesario que duren.
B: Y ahora, dime, ¿dónde se hallan hoy la riqueza más inhumana?
A: Hoy, creo que en Occidente.
B: Vayamos por orden. Ante todo hablemos de China. Admitamos que la utopía, como tú la llamas, de la pobreza, se vuelva permanente, esto es, que se transforme, según tus mismas palabras, en realidad duradera. ¿Cómo lo harán los chinos para obtener este resultado
A: Sencillamente, deberán continuar haciendo lo que hacen hoy.
B: Pero tú sabes muy bien que los chinos deben transformar China de país agrícola en país industrial. Su pobreza, por tanto, no es más que el efecto normal de la inversión del capital necesario para llevar a cabo la revolución industrial.
A: Los sé. Los chinos hacen hoy lo que los rusos han hecho hace cuarenta años y el Occidente hace un siglo.
B: Ahora supongamos que la revolución industrial haya sido llevada a efecto, que se acumulen unos márgenes de provecho cada vez más amplios, que las inversiones se hagan cada vez menos necesarias. ¿Qué harán los chinos de ese capital que continuará, a pesar de todo, acumulándose? Deberán también elevar los salarios y crear una industria ligera, de consumo, para permitir que se gaste el dinero de los salarios. Y de esta manera, he aquí a China que se convierte en un país como todos los demás, es decir, rico.
A: Sí, es verdad, pero olvidas que hemos hablado de utopía. En China existe una utopía, o, mejor dicho, existe un intento de transformar la utopía en historia. La utopía lleva, naturalmente, a soluciones utópicas.
B: Sería realmente curioso saber qué soluciones utópicas adoptaría China para seguir siendo pobre, a pesar de ser rica.
A: La utopía debe hacerse ante todo conciencia. Una vez creada esta conciencia, la solución será hacer que se sienta la riqueza como pecado, como culpa, como delito.
B: Ya lo ha intentado el cristianismo, sin obtener, diría, resultados demasiado confortantes.
A: Con todo, el cristianismo había logrado elevar “por algunos siglos” la pobreza a condición ideal. Esto sería, también hoy, un resultado apreciable. Porque debes recordar que no hablo de estas cosas en absoluto, sino relativamente, no fuera del tiempo y del espacio, sino en relación con el tiempo y con el mundo en que vivimos. Sin embargo, debo reconocer que la marca del fallo está inscrita por anticipado en el adjetivo “ideal” que define la condición propuesta por el cristianismo. No, esta vez no deberán limitarse a exaltar la pobreza como “condición ideal”. Deberá ser, en cambio, la sola, la real, la normal condición del hombre.
B: ¿Y todo esto, de qué manera?
A: Por primera vez en su historia, en el fondo demasiado breve, la humanidad tendrá la posibilidad de ser rica por entero, de gozar totalmente de lo superfluo. Ya no una parte de ella, sino toda entera, la humanidad esta vez sabrá qué quiere decir ser rico. Y así, cuando la humanidad entera haya experimentado la inhumanidad de la riqueza, con idéntica unanimidad deseará ser pobre.
B: Admitámoslo de momento. Por más que, al menos por ahora, dos tercios de la humanidad no solamente están lejos de la riqueza, sino que son tan pobres que no tienen ni lo suficiente para alimentarse. Admitámoslo. Así pues, la riqueza será considerada un pecado, una culpa, un delito. Pero la riqueza, no obstante, existirá, aunque sea sólo en las cajas fuertes de los Estados. ¿Qué se hará entonces con ella?
A: Lo he pensado. ¿Has oído hablar de los faraones?
B: ¿Qué pintan ahora los faraones?
A: Te has preguntado alguna vez por qué las pirámides son tan grandes y han costado tanto tiempo, tanto trabajo, tanto dinero?
B: Sepámoslo. ¿Por qué?
A: Porque, según pienso, era preciso conseguir que el hombre no poseyera más que lo necesario. Lo demás tenía que ser despilfarrado. La pirámide, en tiempo de paz, y lo que es la guerra en tiempo de guerra. Algo que sirva para el despilfarrar la riqueza y mantener al hombre en la pobreza.
B: ¿Pero dónde están nuestras pirámides?
A: Nuestras pirámides son los proyectos científicos para conquistar Marte, o Venus, o la Luna; para viajar a través del espacio cósmico. Estos proyectos científicos, a causa de su coste desmesurado, de la cantidad inmensa de hombres que emplean, del enorme trabajo que se requieren, son el equivalente exacto de las pirámides. Por lo demás, la pirámide no era el capricho absurdo de una teocracia despótica. Era el quicio, el centro de una civilización completa. Del mismo modo que lo son hoy nuestros vuelos interplanetarios.
B: Pero los Estados Unidos, por dar un solo ejemplo, hacen la guerra, tienen al propio tiempo sus pirámides, esto es, los proyectos de conquista interplanetaria, y, ello no obstante, son ricos.
A: Los Estados Unidos son “provisionalmente” ricos; como China es “provisionalmente” pobre. Y como China me ha servido, hoy por hoy, para dar un ejemplo de humanidad pobre, o sea normal y humana, así me serviré ahora de los Estados Unidos para dar un ejemplo de Humanidad rica, esto es, anormal e inhumana.
B: ¿Los Estados Unidos o, en general, Occidente?
A: Los Estados Unidos como país típico de Occidente. En realidad, Occidente.
B: ¿Crees que Occidente no será siempre rico?
A: Ciertamente, no. más bien está haciendo todo lo necesario para volverse pobre. Pero dejemos estar al futuro. Limitémonos al presente. Veamos por qué la riqueza es inhumana y anormal.
B: Veámoslo, pues.
A: Tomemos un individuo cualquiera que quiera hacerse rico por medio del invento de un objeto nuevo y absolutamente superfluo. Por ejemplo, un zapato que emite una música a cada paso mientras se anda. ¿Qué hará el inventor de un zapato así, para fabricar en serie y poner a la venta para el comprador masivo su producto?
B: No lo sé. Probablemente, publicidad.
A: Ya, publicidad. Es decir, creará la necesidad del zapato musical; una necesidad que, notémoslo, no existía de verdad antes de que el susodicho zapato fuese puesto en venta. Pero ni un solo productor dirá jamás: “Os vendo algo que no necesitáis.” Dirá siempre: “Os vendo algo sin lo cual no podéis pasar.” Así pues esta transformación de lo superfluo es necesario es lo que propiamente crea el llamado consumidor.
B: Hay consumidores en todas partes. También el chino, cuando adquiere un par de pantalones, es un consumidor.
A: No, no es un consumidor; es un hombre que adquiere un vestido necesario, según una determinada idea que se hace él del hombre. Un vestido para cubrirse las piernas, el vientre, el trasero, etc. En cambio el consumidor es una tripa.
B: ¿Cómo? ¿Qué dices?
A: Digo que el consumidor es una tripa. Es decir, un individuo semejante a esos organismo simplicísimos que únicamente tienen la boca, el intestino y el ano. Esos organismos no hacen más que ingerir, digerir y expeler.
B: Pero también el chino comprador de unos pantalones es una tripa, al menos por lo atañe a la producción de pantalones.
A: Hay una diferencia. El consumidor es una tripa no tanto porque consuma como porque está convencido como aquellos organismos simplicísimos, que su función es consumir. El chino, pobrecillo, compra en cambio los pantalones para no andar desnudo. El consumidor, en suma, está dispuesto a cualquier consumo, como está dispuesta, ni más ni menos, la lombriz frente a cualquier calidad de tierra para hacerla pasar por el tubo de su intestino.
B: ¿Esto sería el consumidor? ¿Un gusano?
A: Si las palabras tripa y lombriz te molestan, por lo mucho o poco de moralista que puedan contener, digamos entonces que el consumidor no es más que el eslabón que une la producción y el consumo. Productor y consumidor, en fin, vienen a representar, el uno la extremidad anterior, el otro la extremidad posterior de la ya citada lombriz.
B: ¿Productor y consumidor y nadie más? ¿No médico, artista, obrero, campesino? ¿Nadie más que productor y consumidor?
A: Bajo la palabra producción y bajo la palabra consumo van incluidos todos los productores y sus salidas incluso la más refinadas y extravagantes.
B: ¿De modo que al hombre occidental no piensa más que en producir y consumir?
A: Exacto.
B: ¿Y no piensa en sí mismo?
A: Este sí mismo de que hablas no existe. O, mejor dicho, existe solamente en dos momentos alternos de la producción y del consumo. Pero como, en el fondo, el consumo es lo que caracteriza de verdad el consumidor (el productor que no consume no existe; de otro modo, se moriría de hambre; pero el consumidor que no produce existe, en todos los países, sean capitalista, sean comunistas), digamos entonces que el fin de la civilización moderna es el consumo, es decir, el excremento.
B: ¿El excremento?
A: Es decir, la expulsión del cuerpo de todo lo que queda después de la digestión. Se consume más de lo que se puede y la mayor variedad de cosas posibles: el consumidor tiene por ideal el consumo y se esfuerza por andar a la par con su ideal. Pero el último resultado es el excremento. La civilización del consumo es excrementicia. La cantidad de excremento expulsado por el consumidor es, efectivamente, la mejor prueba de que el consumidor ha consumido.
B: De acuerdo, es una metáfora, y, por añadidura, de dudoso gusto. Queda por demostrar que pueda ser llevada más allá de su sentido literal. No existen sólo los alimentos en este mundo.
A: La metáfora es válida incluso para lo que no es propiamente alimento pero que asimismo se consume. De un modo destacado, para la producción industrial en general.
B: ¿O sea?
A: En las ciudades modernas, la producción y el consumo, esto es, el alimento industrial y el excremento que es su residuo, están siempre juntos, como en las casas modernas la cocina está, a menudo, junto al retrete. Vete a los suburbios, fuera del centro; verás las fábricas con sus tinglados y sus altos hornos donde se produce; y no lejos de las fábricas, los terrenos míseros donde de descargan las inmundicias, los detritos, los escombros. La ciudad ha consumido el producto, lo ha digerido y ha defecado los residuos.
B: No es solamente la producción industrial lo que hay en una gran ciudad moderna. Hay muchas cosas por ejemplo la cultura.
A: Cierto que existe la cultura. Librerías, vendedores de periódicos, cine, televisores, radio. Libros condensados, revistas ilustradas, libros de bolsillo, enciclopedias, antologías, divulgaciones, traducciones. Pero esta cultura es consumida del mismo modo que se consumen los productos industriales. Es ingerida, digerida y expulsada en forma de una inmensa cantidad excrementicia de lugares comunes. Los omnívoros consumidores de la cultura no se nutre de cultura, sino que la consumen, quedando, por así decirlo, en sentido cultural, perpetuamente desnutridos. El consumidor cultural no produce más que excremento cultural, nada más.
B: ¿Pero no te parece que todo esto es un poco, digamos, esquemático?
A: Lo es, ciertamente. Pero así es también el mundo moderno de la producción y del consumo. Tras una aparente variedad de aspectos, se esconde una sola idea, o, mejor dicho, un solo móvil.
B: ¿Cuál? ¿La idea del provecho?
A: No, no es la idea del provecho. Es algo distinto. Una idea, o, mejor, un móvil, que, en otro tiempo, no existía.
B: Me despiertas la curiosidad. ¿Qué es?
A: En una rapidísima circulación de dinero como es la que acompaña al ciclo producción-consumo, el provecho pasa a segundo plano, ya no es un fin, sino solamente un medio para asegurar la continuidad del ciclo. No, no es el provecho lo que se halla en el origen de la máquina excrementicia de la industria de consumo.
B: ¿Qué otra cosa?
A: Es difícil de definir. Podríamos llamarla voluntad de poder; en realidad, se está más cerca de la verdad definiéndola como miedo de la impotencia. ¿Qué es el poder en la civilización industrial? Es la facultad productiva; o sea, en el fondo, un remedio de la naturaleza. La naturaleza es poderosa, en cuanto produce sin tregua y sin medida; el hombre natural es potente en cuanto es prolífico. Así pues, el poder, en la civilización de la producción y del consumo, consistirá, exactamente, en producir más de lo que sea posible. En este sentido, el proceso productivo se adelanta al del consumo. Pero es evidente que sin el consumo no existiría la producción.
B: ¿Qué quiere decir esto? ¿Que la civilización industrial compite con la naturaleza?
A: Sí, esto es justamente lo que quiero decir. El miedo a la impotencia, la complacencia en el poder que empujan a un fabricante de automóviles a producir un número de coches cada vez mayor, tienen, en su origen, el mismo ciego impulso creador que hace que todos los años una sardina ponga millones de huevos, es decir eche al mundo millones de posibles sardinas. Felizmente los huevos van siendo consumidos por los otros peces los cuales, a su vez, ponen otros tantos millones para el consumo de otros peces todavía, y así sucesivamente. La civilización industrial es una copia exacta de este incesante proceso productor de la naturaleza. E igual que la naturaleza, intenta ponerse fuera del tiempo, o sea de la medida de duración de la vida humana, con una perpetua alternancia de producción y de consumo que es, en el fondo, el equivalente de la eternidad natural. Pero hay una diferencia entre la eternidad industrial y la natural.
B: ¿Cuál es?
A: La naturaleza no sabe lo que hace y tal vez, precisamente por esto, lo hace bien. La civilización industrial, en cambio, tiene un momento, un momento sólo, de conocimiento y esto basta para hacerle perder su competición con la naturaleza.
B: ¿Cuál es este momento de conocimiento?
A: Es el momento en que el hombre, eslabón indispensable entre la producción y el consumo, se ve a sí mismo. Es decir, se contempla. Entonces rechaza la eternidad que le propone la industria.
B: ¿El consumidor es capaz de esto?
A: El consumidor es también un hombre, al fin y al cabo. Del hombre tiene, en cierta manera, la capacidad contemplativa. Se ve... y entonces se da cuenta de que, siendo justo que la naturaleza produzca y consuma por la eternidad, la humanidad en cambio no tiene por qué producir ni consumir ilimitadamente, antes bien, ha de manifestarse dentro de unos límites, establecidos por ella misma, de tiempo y de espacio.
B: ¿Esta sería la diferencia entre la naturaleza y la humanidad? ¿Aquélla produce y consume y ésta se manifiesta?
A: Sí, creo que así es.
B: ¿Pero no nos podemos manifestar precisamente produciendo y consumiendo y basta?
A: Ya hemos dicho que la civilización industrial es excrementicia, es decir, que su fin no puede dejar de ser el excremento. Ahora bien, ¿qué hace el hombre defecando? ¿se manifiesta, tal vez?
B: No, no diría eso. Se aligera, si acaso.
A: Justo, se aligera. Es decir, se pone en condiciones de consumir de nuevo. Este aligeramiento es, justamente, el acto de la defecación. Pero se da el caso de que el hombre produce y consume demasiado, o sea que tiene una indigestión. Entonces, tenemos la purga. Esto es, la guerra. En el ciclo producción consumo, la guerra parece indispensable e inevitable para aliviar las diarreas periódicas de la sociedad productora y consumidora. Durante la guerra, en realidad, el consumidor normal del tiempo de paz es sustituido por el soldado, es decir, por un consumidor excepcional por su intensidad, cantidad, rapidez y variedad. En guerra se consume en un día más de lo que se consume en un año en tiempo de paz. Por último, el soldado, no contento con el consumo de bienes y riquezas, consume vidas humanas, ante todo las de sus enemigos, luego la suya propia. Sí, porque no hay que olvidar que para que el productor-consumidor sea verdaderamente tal, tiene que ser también y sobre todo prolífico y por tanto homicida. Sin superpoblación no hay producción en serie, y sin producción en serie no hay superproducción, y sin superproducción no hay guerra. El homicidio no es más que la otra cara de la facultad de ser prolífico.
B: La güera sería entonces un consumo de hombres, antes aún que de bienes.
A: Exacto. También la han llamado infanticidio retardado. Pero, en realidad, la guerra es sobre todo consumo de hombres, llevada a efecto por diversos medios, desde la bayoneta a la bomba atómica. Naturalmente, la bayoneta es inadecuada para la superpoblación del mundo moderno, y entonces tenemos la bomba atómica. Pero no hay diferencia substancial entre las dos armas, solamente su capacidad de consumo. La bomba, por lo demás, está ligada a la superpoblación como la superpoblación está unida a la bomba. Quiero decir que si no existiera la superpoblación, no existiría la bomba, o sea no habría sido inventada, en cuanto no habría habido necesidad de ella. La bomba nace en el momento en que hay metrópolis de cinco, de diez millones de habitantes, no antes. Entre la superpoblación y la bomba hay, en suma, ¿cómo decirlo?, una simpatía, como una recíproca atracción. Las grandes metrópolis del mundo están ofreciendo la mayor producción de hombres que haya existido jamás en la historia. Y la bomba ahí está, también ella, sola consumidora posible para una producción tan gigantesca. Parece inevitable que, en un momento determinado, producción y consumo se encuentren y resuelvan juntos, con amor y de acuerdo, sus problemas. La bomba, en el fondo, es malthusiana. Malthus había previsto la carestía como correctivo de la superpoblación. En su lugar ha venido la bomba. Pero Malthus razonaba en términos de civilización preindustrial; no preveía que muy pronto el hombre cesaría de ser el centro del mundo y se convertiría, como ya hemos dicho, en un mero eslabón de unión entre el proceso productivo y el del consumo. Hoy reconocería, creo, de buena gana, que la bomba, como consumidora, es con mucho preferible al hambre.
B: Perdona, pero en este punto hay algo que no comprendo. El hombre, diría, es, sea como sea, prolífico. Lo es en la civilización humanista basada sobre el hombre como lo es en la civilización moderna basada en la producción y el consumo. Tú dices justamente que si no existiera la capacidad de ser prolífico no existiría la industria de los productos en serie y, por consiguiente, el ciclo incesante y obsesivo de la producción y el consumo. Pero el hombre siempre ha sido un productor y, consecuentemente, un consumidor de hombres. Incluso cuando no era aún un productor y un consumidor de mercaderías fabricadas en serie.
A: La presión demográfica del mundo antiguo no era igual que la del mundo moderno. Aquella, en realidad, se desenvolvía completamente a nivel natural, como la de los animales. A una producción excepcional de hombres era la naturaleza, no el hombre, quien ponía remedio con consumos igualmente excepcionales, o sea con la carestía y las epidemias. También las guerras eran una consecuencia, por así decirlo, natural de las carestías y de las epidemias. En el mundo moderno, en cambio, todo se da a nivel industrial, incluso la capacidad prolífica del hombre. Hoy, me parece, hay una relación muy estrecha entre la presión demográfica, o sea el hecho de que el hombre es un productor de hombres, además de serlo de mercancías, y la industria de los productos médicos y la organización de los hospitales. Ya que la producción de los hombres no se da tanto en la intimidad oscura y ciega del lecho conyugal como más tarde, entre las batas blancas de los médicos y de los enfermeros, en las estancias de las clínicas, en las salas operatorias. Y en estos lugares, tan parecidos por su perfección mecánica a unas fábricas eficientes, es donde el hombre se hace productor de hombres; no en su casa, en el propio lecho. Es en realidad en estos lugares donde se salvan de la muerte, a la cual la naturaleza injusta y próvida los había tal vez predestinado, los futuros productores. Las clínicas sacan del horno hombres como las fábricas sacan del horno botes de conservas o automóviles.
B: ¿Así tú opinas que el hombre moderno es hoy día, fatalmente, nada más que un productor y un consumidor de bienes y de hombres?
A: Sí.
B: Me parece comprender, por la manera como te expresas, que esto no te gusta, ¿no es así?
A: Sí.
B: Entonces, ¿qué solución propones?
A: No veo más que una solución. La única que depende directamente del hombre.
B: ¿Cuál es?
A: La castidad.
B: ¿La castidad? Una solución un poco drástica, ¿no te parece?
A: Sí, la castidad. La pobreza y la castidad, si bien se mira, son llas dos condiciones normales del hombre o, por lo menos, deberían serlo, hoy y en este mundo. En cuanto hoy y en este mundo no veo como el hombre pueda dejar de ser un productor-consumidor si no es a través de la pobreza y la castidad.
B: Si he comprendido bien, el hombre pobre no consume y por tanto no tiene necesidad de producir. El hombre casto, por su parte, no pone hijos en el mundo, y así, en último análisis, vacía la civilización del consumo de su contenido específico, o sea de la necesidad de satisfacer las necesidades de las masas. Si no hay hijos, no hay masas; si no hay masas, no hay producción ni consumo. Justo. Incluso demasiado justo.
A: Me has comprendido maravillosamente. Advierte, además, la semejanza entre el proceso que lleva a la superproducción y el que lleva a la superpoblación. Sustituye la máquina paridora de máquina por el abrazo también mecánico de la pareja humana en el fondo de su lecho y tendrás el producto en serie fabricado del mismísimo modo. ¿Dónde está la diferencia? En la oscuridad, en un estado de semiinconsciencia, entre la vela y el sueño, es concebido un hombre; en el mismo momento, en mil fábricas, entre un estruendo ensordecedor, se disponen a fabricar, siempre en serie, para aquel hombre acabado de concebir, los mil productos que se le harán consumir apenas habrá nacido, apenas será un muchacho, apenas será adulto. Este hombre de más allá, pronto, muy pronto, además de consumidor, se hará productor. El círculo se cierra. Pero ocurre de tal manera, que la producción de hombres es menor que la producción de bienes, y tienes la superproducción. Si por el contrario la proporción es inversa, tienes la superpoblación. Solamente la castidad puede quebrar este ciclo, abolir superpoblación y superproducción, con todo su enojoso cortejo de guerras, de escaseces, de miseria. Solamente la castidad y, naturalmente, la pobreza.
B: Olvidas que aquella pareja que has descrito con tanta y tan injustificadas antipatía, concibiendo aquel hombre predestinado a producir y a consumir, hace, asimismo, aquella cosa sublime y oscura que es el acto de amor.
A: ¿Por qué hablar de amor cuando se trata en realidad de una relación mecánica? ¿Qué tiene que ver todo esto con el amor?
B: Aquellos dos se amaban. Podían amarse. ¿Qué sabemos de ellos?
A: El amor no lleva a la relación sexual, lleva a la castidad.
B: No lo sabía, y es la primera vez que lo oigo decir.
A: Hoy y aquí, en este mundo, entendámonos. Del pasado y del futuro, nada me importa ni me interesa.
B: Explícate, no te entiendo.
A: Hoy y aquí, en este mundo, el amor y la relación sexual son extraños el uno a la otra, más aún, opuestos y enemigos. El acto sexual se ha vuelto nada más que producción. El amor, en cambio..., es el amor. Es decir, invención, búsqueda, iluminación, divinización, identificación, contemplación. Todo, en suma, menos producción.
B: El acto sexual no es solamente producción como tú crees y vas repitiendo hasta el aburrimiento. Más a menudo es realizado por el hombre y la mujer para procurarse un placer recíproco. Entonces, el erotismo es improductivo; y en algunos casos puede ser también, sin más, un acto de conocimiento.
A: Ojalá lo fuera. Lo ha sido, cierto, en nuestro pasado arcaico, primitivo, mágico. Pero hoy no es más que una operación productiva, aunque amputada del producto. Quiero decir que hoy el placer que se procuran el hombre y la mujer no tiene ningún fin cognoscitivo. Tan verdades esto, que en el fondo no se distingue más que en apariencia de la prostitución, la cual es, claramente, una forma de consumo.
B: Lástima. Hubiese querido verte hacer una excepción en favor de un erotismo con ambiciones cognoscitivas. Sea como fuere, este hombre pobre y casto que tú preconizas está amenazado de una rápida extinción. No producir, no consumir, no procrear... La humanidad desaparecerá muy pronto.
A: Yo no digo que la humanidad no deba desaparecer; hoy, desde luego, no se ven demasiado bien las razones por las cuales deba continuar existiendo. Digo que debería, ¿cómo decir?, deshincharse, reducirse, pasar de la actual condición pletórica a una dimensión esencial. Por lo demás, arribada al borde de la extinción, la humanidad encontraría fácilmente, precisamente gracias a ese mismo amor que la habría casi abolido, otros nuevos motivos válidos para multiplicarse de nuevo. Las cosas humanas, como las de la naturaleza, no proceden por progresión continua de causa a efecto, sino por saltos cualitativos. A la civilización de la superpoblación y de la superproducción no veo inconveniente que la suceda otra con caracteres opuestos.
B: Diría que aquí caes en lo que ya hemos dicho. Tantos antes que tú han propuesto una nueva Edad Media... Luego se ha visto que era solamente el grito estetizante y decadente de la civilización industrial.
A: ¿Por qué referirse al pasado? Nada de Edad Media. Simplemente un mundo hecho para los hombres y no para los fetiches.
B: Pero la tecnología, hoy tan importante, no parece conducir a ese mundo nuevo. Al contrario.
A: La tecnología hoy se va hacia las necesidades de la masa productora y consumidora. Pero mañana podría cambiar de dirección, ir hacia las necesidades de losa grupos humanos pequeños, pobres y poco prolíficos.
B: ¿Cómo ¿La isla de Próspero en la Tempestad, con el sabio mago técnico y pocos hombres y mujeres, bellos, jóvenes y sin prole, que se pasean por playas desiertas, entre músicas celestiales, voces arcanas, espíritus maliciosos e invisibles?
A: No lo sé. Y es cosa sabida: de lo que no se puede hablar, mejor es callarse.
B: Me parece que estamos muy lejos de China, que ha sido el punto de partida de nuestra discusión. La cual, al fin y al cabo, no es más que la introducción a un pequeño libro sobre la Revolución Cultural. ¿Entonces, qué hace China entre todo esto? Los chinos son pobres, eso sí, pero sólo provisional e involuntariamente, como, por lo demás, tú has reconocido. Sin embargo, en cuanto a la castidad, no son ciertamente castos, al menos en el sentido en que tú entiendes esta palabra, aunque ya no son completamente eróticos, como dicen que fueron en otro tiempo. Antes bien, tienden a multiplicarse, de tal manera que el Estado les aconseja que no se casen antes de los treinta años. ¿Qué hacemos en suma con China, que ha sido el pretexto para esta discusión nuestra?
A: No hacemos nada. Me limito a repetir que he querido explicarte y explicarme a mí mismo el motivo de la sensación de consuelo que me había procurado el espectáculo de la pobreza china. Esto es todo. Que luego la utopía de China dure siempre o sea provisional y pasajera, esto es otra cuestión. A mí me ha bastado con sacar de ella el pretexto para un determinado razonamiento.
Tomado del libro :
-MORAVIA, Alberto. La Revolución Cultural en China. Llibres de SINERA: Barcelona, 1969