Las contradicciones del capital y los cuidados
Nancy Fraser
New Left Review #100 (septiembre-octubre 2016)
La «crisis de los cuidados» es en este momento uno de los principales temas de debate público1. A menudo relacionado con ideas como «pobreza de tiempo», «equilibrio familia-trabajo» y «vaciamiento social», hace referencia a las presiones que desde diversos puntos están actualmente exprimiendo un conjunto clave de capacidades sociales: las disponibles para tener y criar niños, cuidar de amigos y familiares, mantener hogares y comunidades más amplias, y sostener relaciones más en general2. Históricamente, estos procesos de «reproducción social» han estado considerados trabajo de mujeres, aunque los hombres siempre han realizado también parte de los mismos. Los cuidados, que comprenden tanto trabajo afectivo como material y a menudo se realizan sin remuneración, son indispensables para la sociedad. Sin ellos no podría haber cultura, ni economía, ni organización política. Ninguna sociedad que sistemáticamente debilite su reproducción social logra perdurar mucho. Hoy en día, sin embargo, una nueva forma de sociedad capitalista está haciendo exactamente eso. El resultado es una enorme crisis, no solo de los cuidados, sino también de la reproducción social en su sentido más amplio.
Entiendo esta crisis como uno de los componentes de una «crisis general», que incluye también vectores económicos, ecológicos y políticos, que se entrecruzan y exacerban mutuamente. El aspecto de la reproducción social forma una dimensión importante de esta crisis general, pero a menudo queda olvidado en los actuales debates, que se centran principalmente en los peligros económicos o ecológicos. Este «separatismo crítico» es problemático; el aspecto social es tan fundamental en la crisis en general que ninguno de los otros puede entenderse adecuadamente haciendo abstracción de él. Sin embargo, también puede afirmarse lo contrario. La crisis de la reproducción social no es un elemento independiente y no puede entenderse adecuadamente por sí sola. ¿Cómo deberíamos interpretarla, entonces? Yo sostengo que la «crisis de los cuidados» es mejor interpretarla como una expresión más o menos aguda de las contradicciones socioreproductivas del capitalismo financiarizado. Esta formulación sugiere dos ideas. En primer lugar, las actuales tensiones a las que están sometidos los cuidados no son accidentales, sino que tienen unas profundas raíces sistémicas en la estructura de nuestro orden social, que yo denomino aquí capitalismo financiarizado. No obstante, y este es el segundo punto, la actual crisis de la reproducción social indica que hay algo podrido no solo en la actual forma financiarizada del capitalismo, sino en la sociedad capitalista per se.
Sostengo que toda forma de sociedad capitalista alberga una contradicción o «tendencia a la crisis» socioreproductiva profundamente asentada: por una parte, la reproducción social es una de las condiciones que posibilitan la acumulación sostenida de capital; por otra, la orientación del capitalismo a la acumulación ilimitada tiende a desestabilizar los procesos mismos de reproducción social sobre los cuales se asienta. Esta contradicción socioreproductiva del capitalismo se sitúa en la base de la denominada crisis de los cuidados. Aunque inherente al capitalismo como tal, asume una forma diferente y distintiva en cada forma históricamente específica de la sociedad capitalista: en el capitalismo liberal competitivo del siglo XIX; en el capitalismo gestionado por el Estado de posguerra; y en el capitalismo neoliberal financiarizado de nuestro tiempo. Los déficits de cuidados que experimentamos hoy son la forma que esta contradicción adopta en esta tercera fase, la más reciente, del desarrollo capitalista.
Para desarrollar esta tesis, propongo explicar primero la contradicción social del capitalismo como tal, en su forma general. En segundo lugar, esbozo su evolución histórica en las dos fases anteriores del desarrollo capitalista. Por último, sugiero interpretar los «déficits de los cuidados» de hoy en día como expresiones de la contradicción social del capitalismo en su actual fase financiarizada.
Aprovechándose del mundo de vida
La mayoría de los estudiosos de la crisis contemporánea se centran en las contradicciones internas del sistema económico capitalista. En el núcleo de este, afirman, radica una tendencia innata a la autodesestabilización, que se expresa periódicamente mediante crisis económicas. Este punto de vista es acertado hasta cierto punto, pero no aporta una imagen completa de las tendencias inherentes del capitalismo a la crisis. Al adoptar una perspectiva economicista, interpreta el capitalismo de manera excesivamente restrictiva como un sistema económico simpliciter. Por el contrario, asumiré una interpretación ampliada del capitalismo, que abarca tanto su economía oficial como las condiciones contextuales «no económicas» de la misma. Dicho punto de vista nos permite conceptualizar y criticar toda la gama de tendencias del capitalismo a las crisis, incluidas las que afectan a la reproducción social.
Mi argumento es que el subsistema económico del capitalismo depende de actividades de reproducción social externas a él, que constituyen una de las condiciones primordiales que posibilitan su existencia. Otras condiciones primordiales son las funciones de gobernanza desempeñadas por los poderes públicos y la disponibilidad de la naturaleza como fuente de «insumos productivos» y como «sumidero» de los residuos de la producción3. Aquí me centraré, sin embargo, en el modo en el que la economía capitalista depende –podría decirse que se aprovecha sin coste alguno– de actividades de reposición, prestación de cuidados e interacción que producen y sostienen vínculos sociales, aunque no les asigna valor monetario y los trata como si fuesen gratuitos. Denominada de diversas formas («cuidados», «trabajo afectivo» o «subjetivación»), dicha actividad forma los sujetos humanos del capitalismo, sosteniéndolos como seres naturales personificados, al tiempo que los constituye como seres sociales, formando sus habitus y el ethos cultural en los que se mueven. El trabajo de traer al mundo y socializar a los niños es fundamental para este proceso, al igual que cuidar a los ancianos, mantener los hogares, construir comunidades y sostener los significados, las disposiciones afectivas y los horizontes de valor compartidos que apuntalan la cooperación social. En las sociedades capitalistas, buena parte de esta actividad, aunque no toda, se efectúa al margen del mercado: en viviendas, barrios, asociaciones de la sociedad civil, redes informales e instituciones públicas tales como los colegios; y una parte relativamente pequeña de la misma adopta la forma de trabajo asalariado. La actividad de reproducción social no asalariada es necesaria para la existencia del trabajo asalariado, para la acumulación de plusvalor y para el funcionamiento del capitalismo como tal. Ninguna de estas cosas podría existir en ausencia del trabajo doméstico, la crianza de niños, la enseñanza, los cuidados afectivos y toda una serie de actividades que sirven para producir nuevas generaciones de trabajadores y reponer las existentes, así como para mantener los vínculos sociales y las mentalidades compartidas. La reproducción social es una condición de fondo indispensable para la posibilidad de la producción económica en una sociedad capitalista4.
Al menos desde la era industrial, sin embargo, las sociedades capitalistas han separado el trabajo de reproducción social del trabajo de reproducción económica. Asociando el primero con las mujeres y el segundo con los hombres, han remunerado las actividades «reproductivas» con la moneda del «amor» y la «virtud», al tiempo que compensaban el «trabajo productivo» con dinero. De este modo, las sociedades capitalistas crearon una base institucional para formas nuevas y modernas de subordinación de las mujeres. Separando el trabajo reproductivo del universo de las actividades humanas en general, en el que antes el trabajo de las mujeres ocupaba un lugar reconocido, lo relegaron a una «esfera doméstica» de nueva institucionalización, en la que la importancia social de dicho trabajo quedó oscurecida. Y en este mundo nuevo, en el que el dinero se convirtió en el principal medio de poder, el hecho de no estar remunerado selló la cuestión: quienes efectúan dicho trabajo están estructuralmente subordinadas a aquellos que reciben salarios en metálico, aunque su trabajo proporcione una precondición necesaria para el trabajo asalariado, e incluso mientras está siendo también saturado de nuevos y falseados ideales domésticos de feminidad.
En general, por lo tanto, las sociedades capitalistas separan la reproducción social de la producción económica, asociando la primera con las mujeres, y oscureciendo su importancia y su valor. Paradójicamente, sin embargo, hacen depender sus economías oficiales de los mismísimos procesos de reproducción social cuyo valor rechazan. Esta peculiar relación de separación-dependencia-rechazo es una fuente inherente de inestabilidad: por un lado, la producción económica capitalista no es autosuficiente, sino que depende de la reproducción social; por otro, su tendencia a la acumulación ilimitada amenaza con desestabilizar los mismísimos procesos y capacidades reproductivas que el capital necesita (y también el resto de nosotros). Con el tiempo la consecuencia puede ser, como veremos, la de hacer peligrar las condiciones sociales necesarias para la economía capitalista. Se trata, en efecto, de una «contradicción social» inherente en la estructura profunda de la sociedad capitalista. Como las contradicciones económicas resaltadas por los marxistas, también esta cimienta una tendencia a las crisis. En este caso, sin embargo, la contradicción no se sitúa «dentro» de la economía capitalista, sino en la frontera que simultáneamente separa y conecta producción y reproducción. Ni intraeconómica ni intradoméstica, es una contradicción entre dos elementos constituyentes de la sociedad capitalista. A menudo, por supuesto, esta contradicción es silenciada, y la tendencia correspondiente a las crisis permanece oculta. Se agudiza, sin embargo, cuando la tendencia del capital a ampliar la acumulación se desancla de sus bases sociales y se vuelve contra ellas. En dicho caso, la lógica de la producción económica se antepone a la de la reproducción social, desestabilizando los mismísimos procesos de los que depende el capital, y haciendo peligrar las capacidades sociales, tanto domésticas como públicas, necesarias para sostener la acumulación a largo plazo. Destruyendo las propias condiciones de posibilidad, la dinámica de acumulación del capital se muerde de hecho su propia cola.
Realizaciones históricas
Esta es la estructura de la tendencia general del «capitalismo como tal» a la crisis social. Sin embargo, la sociedad capitalista solo existe en formas históricas precisas o regímenes de acumulación también específicos. La organización capitalista de la reproducción social ha experimentado de hecho grandes cambios históricos, a menudo como resultado de la protesta política; en especial en periodos de crisis en los que los actores sociales luchan por los límites que separan la «economía» de la «sociedad», la «producción» de la «reproducción» y el «trabajo» de la «familia», y en ocasiones consiguen trazarlos de nuevo. Estas «luchas por los límites», como yo las llamo, son tan fundamentales para las sociedades capitalistas como la lucha de clases analizadas por Marx, y los cambios que producen marcan transformaciones que hacen época5. Una perspectiva que sitúe en primer plano estos cambios puede distinguir al menos tres regímenes de reproducción social asociados a modelos específicos de producción económica en la historia del capitalismo.
El primero es el régimen de capitalismo competitivo liberal del siglo XIX. Combinando explotación industrial en el núcleo europeo con la expropiación colonial en la periferia, este régimen tendía a dejar a los trabajadores reproducirse de manera «autónoma», fuera de los circuitos del valor monetizado, mientras los Estados se mantenían al margen. Pero también creó un nuevo imaginario burgués de domesticidad. Catalogando la reproducción social como territorio de las mujeres dentro de la familia privada, este régimen elaboró el ideal de «esferas separadas», al tiempo que privaba a la mayoría de las condiciones necesarias para realizarlo.
El segundo régimen es el capitalismo gestionado por el Estado propio del siglo XX. Basado en la producción industrial y en elevados niveles de consumo familiar en los países más desarrollados de la economía-mundo capitalista y sustentado por la continuación de la expropiación colonial y poscolonial en la periferia, este régimen organizó la reproducción social a través de la provisión estatal y corporativa de bienestar social. Al modificar el modelo victoriano de esferas separadas, promovió el ideal aparentemente más moderno del «salario familiar», a pesar de que, de nuevo, relativamente pocas familias lograron alcanzarlo.
El tercer régimen es el capitalismo financiarizado y globalizador del momento actual. Este régimen ha deslocalizado los procesos de producción, trasladándolos a regiones de bajos salarios, ha atraído a las mujeres a la fuerza de trabajo remunerada y ha promovido la desinversión estatal y corporativa en bienestar social. Al externalizar el trabajo de los cuidados a familias y comunidades, ha disminuido simultáneamente la capacidad de ambas para efectuarlo. El resultado, en medio de una creciente desigualdad, es una organización dualizada de la reproducción social, mercantilizada para aquellos que pueden pagarla, privatizada para aquellos que no pueden, todo ello disimulado por el ideal aún más moderno de la «familia con dos proveedores».
En cada régimen, por lo tanto, las condiciones socioreproductivas para la producción capitalista han asumido una forma institucional diferente y materializado un orden normativo diferente: primero «esferas separadas», después «el salario familiar» y ahora la «familia con dos proveedores». En cada uno de estos casos, también, la contradicción social de la sociedad capitalista ha asumido un aspecto distinto, encontrando expresión en un conjunto distinto de fenómenos de crisis. En cada régimen, por último, la contradicción social del capitalismo ha incitado diferentes luchas sociales: lucha de clases, sin duda, pero también luchas por los límites, ambas entremezcladas también con otras que buscaban la emancipación de las mujeres, de los esclavos y de los pueblos colonizados.
Relegación de las mujeres al hogar
Considérese, en primer lugar, el capitalismo competitivo liberal del siglo XIX. En esa época, los imperativos de la producción y de la reproducción parecían situarse directamente en contradicción directa. En los primeros centros fabriles del núcleo capitalista, los industriales, hambrientos de mano de obra barata y manifiesta docilidad, atrajeron a mujeres y niños a fábricas y minas. Con un salario de miseria y obligados a trabajar largas jornadas en condiciones insalubres, estos trabajadores se convirtieron en iconos del desprecio del capital por las relaciones y las capacidades sociales que sostenían su productividad6. El resultado fue una crisis al menos en dos planos: por una parte, una crisis de la reproducción social entre las clases pobres y trabajadoras, cuya capacidad de sustento y de reposición se tensaron hasta llegar al borde del punto de ruptura; por otra, un pánico moral entre las clases medias, a las que les escandalizaba lo que consideraban la «destrucción de la familia» y la «desexualización» de las mujeres proletarias. Tan desesperada llegó a ser la situación, que hasta críticos tan perspicaces como Marx y Engels confundieron este conflicto directo inicial entre producción económica y reproducción social con el punto final del mismo. Imaginando que el capitalismo había entrado en su crisis terminal, creyeron que, al destruir la familia de clase obrera, el sistema estaba también erradicando la base de la opresión de las mujeres7. Pero lo que de hecho ocurrió fue exactamente lo contrario: con el tiempo, las sociedades capitalistas encontraron recursos para gestionar esta contradicción mediante la creación de «la familia» en su forma restringida moderna, la invención de nuevos e intensificados significados de la diferencia de género y la modernización de la dominación masculina.
El proceso de ajuste empezó, en el núcleo europeo, con una legislación proteccionista. La idea era estabilizar la reproducción social limitando la explotación de mujeres y niños en el trabajo fabril8. Encabezada por los reformadores de clase media en alianza con las nacientes organizaciones obreras, esta «solución» reflejaba una compleja amalgama de motivos diferentes. Uno de los objetivos, célebremente puesto de relieve por Karl Polanyi, era el de defender la «sociedad» contra la «economía»9. Otro era el de apaciguar la ansiedad por la «nivelación de género». Pero estos motivos estaban también relacionados con algo más: la insistencia en la autoridad masculina sobre mujeres y niños, en especial dentro de la familia10. Como resultado, la lucha por garantizar la integridad de la reproducción social acabó ligada a la defensa de la dominación masculina.
El efecto pretendido, sin embargo, era el de silenciar la contradicción social en el núcleo capitalista, incluso mientras la esclavitud y el colonialismo la elevaban a un tono extremo en la periferia. Creando lo que Maria Mies denominó la «housewifization», esto es, la relegación de las mujeres al hogar, como la otra cara de la colonización11, el capitalismo competitivo liberal elaboró un nuevo imaginario de género centrado en esferas separadas. Presentando a la mujer como «el ángel del hogar», sus defensores pretendían crear un lastre estabilizador contra la volatilidad de la economía. El feroz mundo de la producción debía estar flanqueado por un «refugio en un mundo despiadado»12. Mientras cada parte se atuviese a la esfera que se le había asignado como propia y sirviese de complemento de la otra, el potencial conflicto entre ellas se mantendría oculto.
En realidad, esta «solución» demostró ser muy inestable. La legislación proteccionista no podía garantizar la reproducción del trabajo cuando los salarios se mantenían por debajo de lo necesario para sostener una familia; cuando los bloques de viviendas atestados y rodeados de contaminación impedían la intimidad y dañaban los pulmones; cuando el propio empleo (si es que se tenía) estaba sometido a salvajes fluctuaciones debido a las quiebras, los desplomes bursátiles y los pánicos financieros. Y esas soluciones tampoco satisfacían a los trabajadores. Luchando por mejoras salariales y mejores condiciones de trabajo, formaron sindicatos, acudieron a la huelga y se afiliaron a partidos obreros y socialistas. Desgarrado por un conflicto de clase de amplio espectro y cada vez más agudo, el capitalismo no parecía tener el futuro asegurado.
Las esferas separadas resultaron igual de problemáticas. Las mujeres pobres, racializadas y obreras no estaban en condiciones de satisfacer los ideales victorianos de domesticidad; si bien la legislación proteccionista mitigó su explotación directa, no proporcionó respaldo material o compensación por los salarios perdidos. Y tampoco las mujeres de clase media que podían acomodarse a los ideales victorianos estaban siempre satisfechas con su situación, que combinaba confort material y el prestigio moral con la minoría de edad jurídica y la dependencia institucionalizada. Para ambos grupos, la «solución» de las esferas separadas se produjo en gran medida a expensas de las mujeres. Pero también las enfrentó entre sí: véanse los debates del siglo XIX por la prostitución, que alineaban las preocupaciones filantrópicas de las mujeres victorianas de clase media contra los intereses materiales de sus «hermanas caídas»13.
Una dinámica distinta se desplegó en la periferia. Allí, mientras el colonialismo extractivo devastaba las poblaciones sometidas, ni las esferas separadas ni la protección social disfrutaban de influencia alguna. Lejos de intentar proteger las relaciones de reproducción social autóctonas, las potencias metropolitanas promovían activamente su destrucción. Se saqueaba a los campesinos, se destrozaban sus comunidades, para obtener los alimentos, los textiles, los minerales y la energía baratos sin los que la explotación de los trabajadores industriales de la metrópoli no habría sido rentable. En las Américas, por su parte, las capacidades reproductivas de las mujeres esclavizadas eran instrumentalizadas para los cálculos de beneficio de los plantadores, que de manera sistemática separaban a las familias esclavas vendiendo sus miembros a diferentes propietarios14. Los niños nativos eran también arrancados de sus comunidades, recluidos en colegios de misioneros y sometidos a disciplinas de asimilación coercitivas15. Cuando hacían falta racionalizaciones, el estado «atrasado, patriarcal» de las organizaciones de parentesco precapitalistas de los indígenas era muy útil. También aquí, entre los colonialistas, las filántropas encontraron una plataforma pública, animando «a los hombres blancos a salvar a las mujeres de piel oscura de los hombres de piel oscura»16.
En ambos escenarios, la periferia y el núcleo, los movimientos feministas se encontraron sorteando un campo de minas político. Rechazando la dependencia de la mujer casada y las esferas separadas y, al mismo tiempo, exigiendo el derecho a votar, a negarse a mantener relaciones sexuales, a disponer de propiedades, a firmar contratos, a ejercer profesiones y a controlar sus propios salarios, las feministas liberales parecían valorar la aspiración «masculina» a la autonomía sobre los ideales «femeninos» de la crianza. Y en este punto, aunque en pocos más, sus homólogas feministas socialistas se mostraban completamente de acuerdo. Concibiendo la entrada de las mujeres en el trabajo remunerado como la ruta hacia la emancipación, también estas últimas preferían los valores «masculinos» asociados con la producción a los asociados con la reproducción. Estas asociaciones eran ideológicas, sin duda, pero tras ellas radicaba una intuición profunda: a pesar de las nuevas formas de dominación que traía consigo, la erosión de las relaciones de parentesco tradicionales provocada por el capitalismo contenía un impulso emancipador.
Atrapadas en una doble pinza, muchas feministas encontraban escaso consuelo en cualquiera de los dos lados del doble movimiento de Polanyi: ni el de la protección social, con su adscripción a la dominación masculina, ni el de la mercantilización, con su descuido de la reproducción social. Incapaces de rechazar o asumir sin más el orden liberal, necesitaban una tercera alternativa, que llamaron emancipación. En la medida en la que las feministas lograron personificar el término, aprovecharon de hecho la dualista figura polanyiana y la sustituyeron por lo que podríamos denominar un «triple movimiento». En este conflicto a tres bandas, los partidarios de la protección y los partidarios de la mercantilización no solo chocaron mutuamente, sino que también lo hicieron con los defensores de la emancipación: con las feministas, sin duda, pero también con socialistas, abolicionistas y anticolonialistas, todos los cuales se esforzaban por enfrentar entre sí las dos fuerzas polanyianas, al mismo tiempo que chocaban entre ellos. Por muy prometedora que fuese en teoría, dicha estrategia era difícil de llevar a la práctica. En la medida en la que los esfuerzos por «proteger la sociedad de la economía» eran identificados con la defensa de la jerarquía de género, podía deducirse fácilmente que la oposición feminista a la dominación masculina respaldaba las fuerzas económicas que hacían estragos en la clase trabajadora y en las comunidades periféricas. Estas asociaciones demostrarían ser sorprendentemente duraderas, hasta mucho después de que el capitalismo competitivo liberal se hundiera bajo el peso de sus múltiples contradicciones, en los estertores de las guerras interimperialistas, las depresiones económicas y el caos financiero internacional, dando lugar a mediados del siglo XX a un nuevo régimen, el del capitalismo gestionado por el Estado.
El fordismo y el salario familiar
Emergiendo de las cenizas de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo gestionado por el Estado desactivó de diferente manera la contradicción entre la producción económica y la reproducción social: situando el poder estatal del lado de la reproducción. Asumiendo cierta responsabilidad pública por el «bienestar social», los Estados de esta época intentaban contrarrestar los efectos corrosivos no solo de la explotación, sino también del desempleo masivo, sobre la reproducción social. Este objetivo fue asumido por igual tanto por los Estados del bienestar democráticos del núcleo capitalista como por los Estados desarrollistas de la periferia recién independizados, a pesar de sus diferentes recursos y capacidades para hacerlo realidad.
De nuevo, los motivos eran mixtos. Un estrato de elites ilustradas había llegado a pensar que el interés cortoplacista del capital de exprimir al máximo los beneficios debía subordinarse a las necesidades más duraderas de sostener la acumulación en el tiempo. La creación del régimen gestionado por el Estado estaba pensada para salvar el sistema capitalista de sus propias propensiones desestabilizadoras, así como del espectro de la revolución en una época de movilización de masas. La productividad y la rentabilidad exigían el cultivo «biopolítico» de una fuerza de trabajo sana y preparada, con intereses en el sistema, y no una desarrapada muchedumbre revolucionaria17. La inversión pública en atención sanitaria, enseñanza, cuidado de niños y pensiones de jubilación, complementada por las aportaciones empresariales, se consideraron una necesidad en una época en la que las relaciones capitalistas habían penetrado en la vida social hasta tal extremo que las clases trabajadoras ya no disponían de medios para reproducirse por sí solas. En esta situación, la reproducción social debía ser interiorizada, introducida en el ámbito del orden capitalista oficialmente gestionado.
Ese proyecto encajó con la nueva problemática de la «demanda» económica. Con el objetivo de suavizar los ciclos de auge y depresión endémicos del capitalismo, los reformadores económicos intentaron asegurar un crecimiento continuo, que permitiese que los trabajadores del núcleo capitalista ejerciesen su doble deber de consumidores. Aceptando la sindicación, que permitió subir los salarios, y el gasto del sector público, que creaba puestos de trabajo, los responsables de las políticas públicas de esa época reinventaron el hogar como espacio privado para el consumo doméstico de objetos de uso cotidiano producidos en masa18. Enlazando la cadena de montaje con el consumismo familiar de la clase trabajadora, por una parte, y con la reproducción apoyada por el Estado, por otra, este modelo fordista forjó una novedosa síntesis de mercantilización y protección social, proyectos que Polanyi había considerado antitéticos.
Pero fueron sobre todo las clases trabajadoras –hombres y mujeres– las que encabezaron la lucha por la provisión pública, actuando por razones propias. Para ellos, la cuestión era la plena participación en la sociedad como ciudadanos democráticos y, por lo tanto, la dignidad, los derechos, la respetabilidad y el bienestar material, para todos los cuales se entendía que hacía falta una vida familiar estable. Al optar por la socialdemocracia, las clases trabajadoras estaban, por consiguiente, valorizando también la reproducción social frente al devorador dinamismo de la producción económica. En efecto, votaban por la familia, el país y el mundo de vida, y contra la fábrica, el sistema y la máquina. A diferencia de la legislación protectora del régimen liberal, la solución del capitalismo de Estado derivó de un compromiso entre clases y representó un avance democrático; las nuevas soluciones sirvieron también, al menos para algunos y durante algún tiempo, para estabilizar la reproducción social. Para los trabajadores de la etnia mayoritaria en el núcleo capitalista, aliviaron las presiones materiales sobre la vida familiar y promovieron la incorporación política.
Pero antes de apresurarnos a proclamar una edad de oro, deberíamos registrar las exclusiones constitutivas que hicieron posible estos logros. Como antes, la defensa de la reproducción social en el núcleo fue unida al (neo)imperialismo; los regímenes fordistas financiaban en parte los derechos sociales mediante la continua expropiación de la periferia –incluida la «periferia dentro del núcleo»–, que persistió en formas viejas y nuevas después de la descolonización19. Por su parte, los Estados poscoloniales, atrapados en el punto de mira de la Guerra Fría, dirigieron el grueso de sus recursos, ya de por sí mermados por la depredación imperial, a proyectos de desarrollo a gran escala, que a menudo suponían la expropiación de «sus propias» poblaciones indígenas. La reproducción social, para la inmensa mayoría de la periferia, seguía siendo externa, mientras se dejaba a las poblaciones rurales defenderse por sí solas. Como su predecesor, también el régimen gestionado por el Estado estaba entrelazado con la jerarquía racial: el seguro social estadounidense excluía a los trabajadores domésticos y agrícolas, privando así de hecho a muchos negros estadounidenses de derechos sociales20. Y la división racial del trabajo reproductivo, comenzada durante la esclavitud, asumió con el régimen de Jim Crow una nueva forma, en la que las mujeres de color realizaban un trabajo mal remunerado criando a los hijos y limpiando las casas de las familias «blancas» a expensas de las suyas propias21.
Y tampoco la jerarquía de género estaba ausente de estas soluciones. En un periodo –aproximadamente entre la década de 1930 y finales de la de 1950– en el que los movimientos feministas no disfrutaban de mucha visibilidad pública, prácticamente nadie cuestionaba la opinión de que la dignidad de la clase trabajadora exigía «el salario familiar», la autoridad masculina en el hogar y un firme sentido de diferencia de género. Como resultado, la amplia tendencia general del capitalismo gestionado por el Estado en los países del núcleo fue la de valorizar el modelo heteronormativo de familia sexista, basado en el hombre proveedor y la mujer encargada de la casa. La inversión pública en la reproducción social reforzaba estas normas. En Estados Unidos, el sistema de bienestar social asumió una forma dualizada, dividida en ayuda estigmatizada a mujeres y niños (blancos) que carecían de acceso a un salario masculino, por una parte, y el seguro social respetable para aquellos catalogados como «trabajadores», por otra22. Por el contrario, las soluciones europeas atrincheraban la jerarquía androcéntrica de diferente manera, en la división entre las pensiones para madres y los derechos ligados al trabajo asalariado, fomentadas en muchos casos por agendas pronatalistas nacidas de la competición interestatal23. Ambos modelos validaron, asumieron y fomentaron el salario familiar. Institucionalizando interpretaciones androcéntricas de la familia y el trabajo, naturalizaron la heteronormatividad y la jerarquía de género, sustrayéndolas en gran medida de la protesta política.
En todos estos aspectos, la socialdemocracia sacrificó la emancipación a una alianza entre protección social y mercantilización, aun cuando mitigase la contradicción social del capitalismo durante varias décadas. Pero el régimen capitalista estatal empezó a resquebrajarse; primero políticamente en la década de 1960, cuando irrumpió la nueva izquierda mundial y empezó a cuestionar, en nombre de la emancipación, las exclusiones imperiales, de género y raciales, así como el paternalismo burocrático de dicho Estado; y, después, económicamente en la década de 1970, cuando la estanflación, la «crisis de la productividad» y el descenso de las tasas de beneficio en el sector industrial galvanizaron los esfuerzos neoliberales para desencadenar la mercantilización. Lo que se sacrificaría, cuando esas dos partes unieron fuerzas, fue la protección social.
Las familias con dos proveedores
Como el régimen liberal antes que él, el orden capitalista gestionado por el Estado se disolvió en el transcurso de una prolongada crisis. En la década de 1980, los observadores perspicaces podían distinguir ya los esbozos emergentes de un nuevo régimen, que acabaría convirtiéndose en el capitalismo financiarizado de la época actual. Globalizador y neoliberal, este régimen promueve la desinversión estatal y empresarial del bienestar social, al tiempo que atrae a las mujeres a la fuerza de trabajo remunerada, externalizando los cuidados a las familias y las comunidades al mismo tiempo que reduce la capacidad de estas para encargarse de ellos. El resultado es una organización nueva y dualizada de la reproducción social, mercantilizada para quienes pueden pagarla y privatizada para los que no, mientras algunos de los pertenecientes a la segunda categoría proporcionan cuidados a cambio de salarios (bajos) a los de la primera. Mientras tanto, el doble ataque de la crítica feminista y la desindustrialización ha privado definitivamente al «salario familiar» de toda credibilidad. Ese ideal ha dado lugar a la norma actual de «familia con dos proveedores».
El principal impulsor de estos cambios –y el rasgo definitorio de este régimen– es la nueva centralidad de la deuda. La deuda es el instrumento mediante el cual las instituciones financieras globales presionan a los Estados para que reduzcan el gasto social, imponen las políticas de austeridad y, en general, coluden con los inversores para extraer valor de las poblaciones indefensas. A través de la deuda también se despoja en gran medida a los campesinos del Sur global mediante una nueva ronda de apropiación corporativa de tierras, destinada a monopolizar la energía, el agua, los terrenos cultivables y las «compensaciones de emisiones de carbono». También cada vez más a través de la deuda prosigue la acumulación en el núcleo histórico capitalista: a medida que el trabajo precario y mal remunerado en el sector servicios sustituye al trabajo industrial sindicalizado, los salarios caen por debajo de los costes de reproducción socialmente necesarios; en esta «economía de trabajos precarios», el mantenimiento del gasto en consumo exige incrementar los niveles de endeudamiento, que crecen exponencialmente24. Actualmente, en otras palabras, el capital canibaliza las condiciones de vida de las clases trabajadoras, impone disciplina a los Estados, transfiere riqueza de la periferia al núcleo capitalista y succiona valor de los hogares, las familias, las comunidades y la naturaleza esencialmente mediante la deuda.
El efecto es intensificar la contradicción inherente entre la producción económica y la reproducción social en el capitalismo. Mientras que el régimen anterior daba a los Estados poder para subordinar los intereses cortoplacistas de las empresas privadas al objetivo de la acumulación sostenida a largo plazo, en parte estabilizando la reproducción mediante la provisión pública, el régimen actual autoriza al capital financiero a imponer disciplina a los Estados y a los ciudadanos en favor de los intereses inmediatos de inversores privados, en buena medida exigiendo la desinversión pública en reproducción social. Y mientras que el régimen anterior alió la mercantilización y la protección social contra la emancipación, este genera una configuración aún más perversa, en la que la emancipación se une a la mercantilización para debilitar la protección social.
El nuevo régimen emergió de la trascendental intersección de dos conjuntos de luchas. Uno de esos conjuntos enfrentó a una parte ascendente, los partidarios del libre mercado, inclinados a liberalizar y globalizar la economía capitalista, contra los movimientos obreros cada vez más débiles en los países del núcleo capitalista; en otro tiempo la base más poderosa de respaldo a la socialdemocracia, estos últimos están ahora a la defensiva, si no completamente derrotados. El otro conjunto de luchas enfrentó a los «nuevos movimientos sociales» progresistas, opuestos a las jerarquías de género, sexo, «raza», etnia y religión, contra poblaciones que intentan defender mundos de la vida y privilegios establecidos, ahora amenazados por el «cosmopolitismo» de la nueva economía. De la colisión de estos dos conjuntos de luchas emergió un resultado sorprendente: un neoliberalismo «progresista», que celebra la «diversidad», la meritocracia y la «emancipación» al tiempo que desmantela las protecciones sociales y vuelve a externalizar la reproducción social. El resultado no es solo abandonar poblaciones indefensas a las depredaciones del capital, sino también redefinir la emancipación en los términos del mercado25. Los movimientos de emancipación participaron en este proceso. Todos ellos –incluido el antirracismo, el multiculturalismo, la liberación de los colectivos lgtb, y la ecología– generaron corrientes neoliberales proclives al mercado. Pero la trayectoria feminista demostró ser especialmente decisiva, dada la prolongada vinculación de género y reproducción social por parte del capitalismo. Como cada uno de sus regímenes predecesores, el capitalismo financiarizado institucionaliza la división producción-reproducción sobre una determinada base de género. A diferencia de sus predecesores, sin embargo, su imaginario dominante es el individualismo liberal y la igualdad de género: las mujeres se consideran iguales a los hombres en todas las esferas y merecen igualdad de oportunidades para realizar sus talentos, incluido –quizá en especial– en la esfera de la producción. La reproducción, por el contrario, se percibe como un residuo retrógrado, un obstáculo que impide el avance en el camino hacia la liberación y del que, de un modo u otro, hay que prescindir.
A pesar de su aura feminista, o quizá debido a ella, esta concepción ejemplifica la actual forma de contradicción social del capitalismo, que asume una nueva intensidad. Además de disminuir la provisión pública y atraer a las mujeres al trabajo asalariado, el capitalismo financiarizado ha reducido los salarios reales, aumentando así el número de horas de trabajo remunerado que cada hogar necesita para sostener a la familia y provocando una desesperada pelea por transferir el trabajo de cuidados a otros26. Para llenar el «vacío de los cuidados», el régimen importa trabajadores migrantes de los países más pobres a los más ricos. Típicamente, son mujeres racializadas, a menudo de origen rural, de regiones pobres, las que asumen el trabajo reproductivo y de cuidados antes desempeñado por mujeres más privilegiadas. Pero para hacerlo, las migrantes deben transferir sus propias responsabilidades familiares y comunitarias a otras cuidadoras aún más pobres, que deben a su vez hacer lo mismo, y así sucesivamente, en «cadenas de cuidados globales» cada vez más largas. Lejos de cubrir el vacío de los cuidados, el resultado neto es desplazarlo de las familias más ricas a otras más pobres, del Norte global al Sur global27. Este escenario encaja en las estrategias de género de los Estados poscoloniales endeudados y privados de recursos, sometidos a los programas de ajuste estructural del fmi. Desesperadamente necesitados de divisas, algunos de ellos han promovido activamente la emigración de las mujeres para efectuar cuidados remunerados en el extranjero que les aporta remesas, mientras que otros han promovido la inversión extranjera directa mediante la creación de zonas francas dedicadas a la producción para la exportación, a menudo en sectores, como los textiles y el montaje de aparatos electrónicos, que prefieren emplear a trabajadoras28. En ambos casos, las capacidades de reproducción social quedan aún más debilitadas.
Dos fenómenos que se han producido recientemente en Estados Unidos ejemplifican la gravedad de la situación. El primero es la creciente popularidad de la «congelación de óvulos», un procedimiento que cuesta normalmente 10.000 dólares, pero que ahora es ofrecido de forma gratuita por las empresas de las tecnologías de la información como compensación no salarial dirigida a empleadas muy cualificadas. Ansiosas por atraer y conservar a estas trabajadoras, empresas como Apple y Facebook les ofrecen un fuerte incentivo para posponer la maternidad, diciendo, en efecto: «espera, y ten tus hijos a los cuarenta o a los cincuenta, o incluso los sesenta; dedícanos tus años productivos, de mayor energía, a nosotros»29. Otro fenómeno que se está produciendo en Estados Unidos es igualmente sintomático de la contradicción entre reproducción y producción: la proliferación de caras bombas mecánicas, de alta tecnología, para extraer leche materna. Esta es la «solución» preferida en un país con una elevada tasa de participación femenina en la población activa, sin permiso de maternidad o paternidad obligatorio, y enamorado de la tecnología. Este es también un país en el que el amamantamiento es de rigeur, pero ha cambiado más allá de todo posible reconocimiento. Ya no se trata de que un niño mame del pecho de su madre, sino que ahora la madre «amamanta» ordeñándose su propia leche mecánicamente y almacenándola para que después una niñera se la dé con el biberón. En un contexto de grave pobreza de tiempo, los sacaleches de manos libres con doble copa son los más apetecidos, porque permiten a la madre extraerse la leche de ambos senos a la vez, mientras conduce de camino al trabajo30.
Con presiones como estas, ¿sorprende que las luchas por la reproducción social hayan explotado en años recientes? A menudo las feministas del Norte describen su objetivo como el «equilibrio entre familia y trabajo»31, pero las luchas referentes a la reproducción social abarcan mucho más: los movimientos comunitarios por la vivienda, la atención sanitaria, la seguridad alimentaria y una renta básica no condicionada; las luchas por los derechos de los migrantes, de los trabajadores domésticos y de los empleados públicos; las campañas para sindicalizar a los trabajadores del sector servicios empleados en residencias de ancianos, hospitales y guarderías con ánimo de lucro; y las luchas por servicios públicos tales como la atención en centros de día a niños y ancianos, por una jornada laboral más corta y por un permiso de maternidad y paternidad generoso y remunerado. Unidas, estas reivindicaciones equivalen a la demanda de una reorganización masiva de la relación entre producción y reproducción: por soluciones sociales que permitan a personas de cualquier clase, sexo, orientación sexual y color combinar las actividades de reproducción social con un trabajo seguro, interesante y bien remunerado.
Las luchas por los límites referentes a la reproducción social son tan centrales para la actual coyuntura como las luchas de clase en el ámbito de la producción económica. Responden, sobre todo, a una «crisis de los cuidados», que tiene sus raíces en la dinámica estructural del capitalismo financiarizado. Globalizado e impulsado por la deuda, este capitalismo está expropiando sistemáticamente las capacidades disponibles para sostener las conexiones sociales. Proclamando el nuevo ideal de familia con dos proveedores, atrae a los movimientos de emancipación, que se unen con los defensores de la mercantilización para oponerse a los partidarios de la protección social, ahora cada vez más resentidos y chovinistas.
¿Otra mutación?
¿Qué podría emerger de esta crisis? La sociedad capitalista se ha reinventado varias veces en el transcurso de su historia. En especial, en momentos de crisis general, cuando múltiples contradicciones –políticas, económicas, ecológicas y socioreproductivas– que se entremezclan y exacerban mutuamente estallaban en los ámbitos de las divisiones institucionales constitutivas del capitalismo: allí donde la economía se cruza con el sistema de gobierno, donde la sociedad se cruza con la naturaleza, y donde la producción se cruza con la reproducción. En esas fronteras, los actores sociales se han movilizado para redibujar el mapa institucional de la sociedad capitalista. Sus esfuerzos propugnaron el cambio, primero, del capitalismo competitivo liberal del siglo XIX al capitalismo gestionado por el Estado del XX, y después al capitalismo financiarizado de la época actual. Históricamente, la contradicción social del capitalismo ha conformado también una importante corriente de precipitación de la crisis, cuando la frontera que separa la reproducción social de la producción económica se ha convertido en un importante ámbito y objeto de lucha. En cada caso, el orden de género de la sociedad capitalista ha sido cuestionado y el resultado ha dependido de las alianzas forjadas entre los principales polos de un triple movimiento: mercantilización, protección social, emancipación. Esas dinámicas propulsaron el cambio, primero, de las esferas separadas al salario familiar y, después, a la familia con dos proveedores.
¿Qué sigue a todo ello en la actual coyuntura? ¿Son las actuales contradicciones del capitalismo financiarizado suficientemente graves como para considerarse una crisis general y deberíamos, por consiguiente, prever otra mutación de la sociedad capitalista? ¿Galvanizará la presente crisis luchas de suficiente amplitud y visión como para transformar el régimen actual? ¿Podría una nueva forma de feminismo socialista romper el idilio con la mercantilización del movimiento feminista predominante y, al mismo, tiempo forjar una nueva alianza entre la emancipación y la protección social? Y de ser así, ¿con qué fin? ¿Cómo podría reinventarse hoy la división entre reproducción y producción y qué puede sustituir a la familia de dos proveedores?
Nada de lo que he dicho aquí sirve para responder estas cuestiones, pero al presentar el trabajo preliminar que nos permite plantearla he intentado arrojar cierta luz sobre la actual coyuntura. He sugerido, específicamente, que las raíces de la actual «crisis de los cuidados» se encuentran en la inherente contradicción social del capitalismo o, en realidad, en la forma aguda que esa contradicción asume hoy, en el capitalismo financiarizado. Si eso es cierto, entonces esta crisis no se resolverá haciendo pequeños arreglos de política social. La senda de su resolución solo puede avanzar mediante una profunda transformación estructural de este orden social. Lo que hace falta, ante todo, es superar el rapaz sometimiento de la reproducción a la producción que tiene lugar en el capitalismo financiarizado, pero esta vez sin sacrificar ni la emancipación ni la protección social. Esto, a su vez, exige reinventar la distinción entre producción y reproducción y reimaginar el orden de género. Queda por ver si el resultado de todo ello será compatible con el capitalismo.
Nancy Fraser
New Left Review #100 (septiembre-octubre 2016)
La «crisis de los cuidados» es en este momento uno de los principales temas de debate público1. A menudo relacionado con ideas como «pobreza de tiempo», «equilibrio familia-trabajo» y «vaciamiento social», hace referencia a las presiones que desde diversos puntos están actualmente exprimiendo un conjunto clave de capacidades sociales: las disponibles para tener y criar niños, cuidar de amigos y familiares, mantener hogares y comunidades más amplias, y sostener relaciones más en general2. Históricamente, estos procesos de «reproducción social» han estado considerados trabajo de mujeres, aunque los hombres siempre han realizado también parte de los mismos. Los cuidados, que comprenden tanto trabajo afectivo como material y a menudo se realizan sin remuneración, son indispensables para la sociedad. Sin ellos no podría haber cultura, ni economía, ni organización política. Ninguna sociedad que sistemáticamente debilite su reproducción social logra perdurar mucho. Hoy en día, sin embargo, una nueva forma de sociedad capitalista está haciendo exactamente eso. El resultado es una enorme crisis, no solo de los cuidados, sino también de la reproducción social en su sentido más amplio.
Entiendo esta crisis como uno de los componentes de una «crisis general», que incluye también vectores económicos, ecológicos y políticos, que se entrecruzan y exacerban mutuamente. El aspecto de la reproducción social forma una dimensión importante de esta crisis general, pero a menudo queda olvidado en los actuales debates, que se centran principalmente en los peligros económicos o ecológicos. Este «separatismo crítico» es problemático; el aspecto social es tan fundamental en la crisis en general que ninguno de los otros puede entenderse adecuadamente haciendo abstracción de él. Sin embargo, también puede afirmarse lo contrario. La crisis de la reproducción social no es un elemento independiente y no puede entenderse adecuadamente por sí sola. ¿Cómo deberíamos interpretarla, entonces? Yo sostengo que la «crisis de los cuidados» es mejor interpretarla como una expresión más o menos aguda de las contradicciones socioreproductivas del capitalismo financiarizado. Esta formulación sugiere dos ideas. En primer lugar, las actuales tensiones a las que están sometidos los cuidados no son accidentales, sino que tienen unas profundas raíces sistémicas en la estructura de nuestro orden social, que yo denomino aquí capitalismo financiarizado. No obstante, y este es el segundo punto, la actual crisis de la reproducción social indica que hay algo podrido no solo en la actual forma financiarizada del capitalismo, sino en la sociedad capitalista per se.
Sostengo que toda forma de sociedad capitalista alberga una contradicción o «tendencia a la crisis» socioreproductiva profundamente asentada: por una parte, la reproducción social es una de las condiciones que posibilitan la acumulación sostenida de capital; por otra, la orientación del capitalismo a la acumulación ilimitada tiende a desestabilizar los procesos mismos de reproducción social sobre los cuales se asienta. Esta contradicción socioreproductiva del capitalismo se sitúa en la base de la denominada crisis de los cuidados. Aunque inherente al capitalismo como tal, asume una forma diferente y distintiva en cada forma históricamente específica de la sociedad capitalista: en el capitalismo liberal competitivo del siglo XIX; en el capitalismo gestionado por el Estado de posguerra; y en el capitalismo neoliberal financiarizado de nuestro tiempo. Los déficits de cuidados que experimentamos hoy son la forma que esta contradicción adopta en esta tercera fase, la más reciente, del desarrollo capitalista.
Para desarrollar esta tesis, propongo explicar primero la contradicción social del capitalismo como tal, en su forma general. En segundo lugar, esbozo su evolución histórica en las dos fases anteriores del desarrollo capitalista. Por último, sugiero interpretar los «déficits de los cuidados» de hoy en día como expresiones de la contradicción social del capitalismo en su actual fase financiarizada.
Aprovechándose del mundo de vida
La mayoría de los estudiosos de la crisis contemporánea se centran en las contradicciones internas del sistema económico capitalista. En el núcleo de este, afirman, radica una tendencia innata a la autodesestabilización, que se expresa periódicamente mediante crisis económicas. Este punto de vista es acertado hasta cierto punto, pero no aporta una imagen completa de las tendencias inherentes del capitalismo a la crisis. Al adoptar una perspectiva economicista, interpreta el capitalismo de manera excesivamente restrictiva como un sistema económico simpliciter. Por el contrario, asumiré una interpretación ampliada del capitalismo, que abarca tanto su economía oficial como las condiciones contextuales «no económicas» de la misma. Dicho punto de vista nos permite conceptualizar y criticar toda la gama de tendencias del capitalismo a las crisis, incluidas las que afectan a la reproducción social.
Mi argumento es que el subsistema económico del capitalismo depende de actividades de reproducción social externas a él, que constituyen una de las condiciones primordiales que posibilitan su existencia. Otras condiciones primordiales son las funciones de gobernanza desempeñadas por los poderes públicos y la disponibilidad de la naturaleza como fuente de «insumos productivos» y como «sumidero» de los residuos de la producción3. Aquí me centraré, sin embargo, en el modo en el que la economía capitalista depende –podría decirse que se aprovecha sin coste alguno– de actividades de reposición, prestación de cuidados e interacción que producen y sostienen vínculos sociales, aunque no les asigna valor monetario y los trata como si fuesen gratuitos. Denominada de diversas formas («cuidados», «trabajo afectivo» o «subjetivación»), dicha actividad forma los sujetos humanos del capitalismo, sosteniéndolos como seres naturales personificados, al tiempo que los constituye como seres sociales, formando sus habitus y el ethos cultural en los que se mueven. El trabajo de traer al mundo y socializar a los niños es fundamental para este proceso, al igual que cuidar a los ancianos, mantener los hogares, construir comunidades y sostener los significados, las disposiciones afectivas y los horizontes de valor compartidos que apuntalan la cooperación social. En las sociedades capitalistas, buena parte de esta actividad, aunque no toda, se efectúa al margen del mercado: en viviendas, barrios, asociaciones de la sociedad civil, redes informales e instituciones públicas tales como los colegios; y una parte relativamente pequeña de la misma adopta la forma de trabajo asalariado. La actividad de reproducción social no asalariada es necesaria para la existencia del trabajo asalariado, para la acumulación de plusvalor y para el funcionamiento del capitalismo como tal. Ninguna de estas cosas podría existir en ausencia del trabajo doméstico, la crianza de niños, la enseñanza, los cuidados afectivos y toda una serie de actividades que sirven para producir nuevas generaciones de trabajadores y reponer las existentes, así como para mantener los vínculos sociales y las mentalidades compartidas. La reproducción social es una condición de fondo indispensable para la posibilidad de la producción económica en una sociedad capitalista4.
Al menos desde la era industrial, sin embargo, las sociedades capitalistas han separado el trabajo de reproducción social del trabajo de reproducción económica. Asociando el primero con las mujeres y el segundo con los hombres, han remunerado las actividades «reproductivas» con la moneda del «amor» y la «virtud», al tiempo que compensaban el «trabajo productivo» con dinero. De este modo, las sociedades capitalistas crearon una base institucional para formas nuevas y modernas de subordinación de las mujeres. Separando el trabajo reproductivo del universo de las actividades humanas en general, en el que antes el trabajo de las mujeres ocupaba un lugar reconocido, lo relegaron a una «esfera doméstica» de nueva institucionalización, en la que la importancia social de dicho trabajo quedó oscurecida. Y en este mundo nuevo, en el que el dinero se convirtió en el principal medio de poder, el hecho de no estar remunerado selló la cuestión: quienes efectúan dicho trabajo están estructuralmente subordinadas a aquellos que reciben salarios en metálico, aunque su trabajo proporcione una precondición necesaria para el trabajo asalariado, e incluso mientras está siendo también saturado de nuevos y falseados ideales domésticos de feminidad.
En general, por lo tanto, las sociedades capitalistas separan la reproducción social de la producción económica, asociando la primera con las mujeres, y oscureciendo su importancia y su valor. Paradójicamente, sin embargo, hacen depender sus economías oficiales de los mismísimos procesos de reproducción social cuyo valor rechazan. Esta peculiar relación de separación-dependencia-rechazo es una fuente inherente de inestabilidad: por un lado, la producción económica capitalista no es autosuficiente, sino que depende de la reproducción social; por otro, su tendencia a la acumulación ilimitada amenaza con desestabilizar los mismísimos procesos y capacidades reproductivas que el capital necesita (y también el resto de nosotros). Con el tiempo la consecuencia puede ser, como veremos, la de hacer peligrar las condiciones sociales necesarias para la economía capitalista. Se trata, en efecto, de una «contradicción social» inherente en la estructura profunda de la sociedad capitalista. Como las contradicciones económicas resaltadas por los marxistas, también esta cimienta una tendencia a las crisis. En este caso, sin embargo, la contradicción no se sitúa «dentro» de la economía capitalista, sino en la frontera que simultáneamente separa y conecta producción y reproducción. Ni intraeconómica ni intradoméstica, es una contradicción entre dos elementos constituyentes de la sociedad capitalista. A menudo, por supuesto, esta contradicción es silenciada, y la tendencia correspondiente a las crisis permanece oculta. Se agudiza, sin embargo, cuando la tendencia del capital a ampliar la acumulación se desancla de sus bases sociales y se vuelve contra ellas. En dicho caso, la lógica de la producción económica se antepone a la de la reproducción social, desestabilizando los mismísimos procesos de los que depende el capital, y haciendo peligrar las capacidades sociales, tanto domésticas como públicas, necesarias para sostener la acumulación a largo plazo. Destruyendo las propias condiciones de posibilidad, la dinámica de acumulación del capital se muerde de hecho su propia cola.
Realizaciones históricas
Esta es la estructura de la tendencia general del «capitalismo como tal» a la crisis social. Sin embargo, la sociedad capitalista solo existe en formas históricas precisas o regímenes de acumulación también específicos. La organización capitalista de la reproducción social ha experimentado de hecho grandes cambios históricos, a menudo como resultado de la protesta política; en especial en periodos de crisis en los que los actores sociales luchan por los límites que separan la «economía» de la «sociedad», la «producción» de la «reproducción» y el «trabajo» de la «familia», y en ocasiones consiguen trazarlos de nuevo. Estas «luchas por los límites», como yo las llamo, son tan fundamentales para las sociedades capitalistas como la lucha de clases analizadas por Marx, y los cambios que producen marcan transformaciones que hacen época5. Una perspectiva que sitúe en primer plano estos cambios puede distinguir al menos tres regímenes de reproducción social asociados a modelos específicos de producción económica en la historia del capitalismo.
El primero es el régimen de capitalismo competitivo liberal del siglo XIX. Combinando explotación industrial en el núcleo europeo con la expropiación colonial en la periferia, este régimen tendía a dejar a los trabajadores reproducirse de manera «autónoma», fuera de los circuitos del valor monetizado, mientras los Estados se mantenían al margen. Pero también creó un nuevo imaginario burgués de domesticidad. Catalogando la reproducción social como territorio de las mujeres dentro de la familia privada, este régimen elaboró el ideal de «esferas separadas», al tiempo que privaba a la mayoría de las condiciones necesarias para realizarlo.
El segundo régimen es el capitalismo gestionado por el Estado propio del siglo XX. Basado en la producción industrial y en elevados niveles de consumo familiar en los países más desarrollados de la economía-mundo capitalista y sustentado por la continuación de la expropiación colonial y poscolonial en la periferia, este régimen organizó la reproducción social a través de la provisión estatal y corporativa de bienestar social. Al modificar el modelo victoriano de esferas separadas, promovió el ideal aparentemente más moderno del «salario familiar», a pesar de que, de nuevo, relativamente pocas familias lograron alcanzarlo.
El tercer régimen es el capitalismo financiarizado y globalizador del momento actual. Este régimen ha deslocalizado los procesos de producción, trasladándolos a regiones de bajos salarios, ha atraído a las mujeres a la fuerza de trabajo remunerada y ha promovido la desinversión estatal y corporativa en bienestar social. Al externalizar el trabajo de los cuidados a familias y comunidades, ha disminuido simultáneamente la capacidad de ambas para efectuarlo. El resultado, en medio de una creciente desigualdad, es una organización dualizada de la reproducción social, mercantilizada para aquellos que pueden pagarla, privatizada para aquellos que no pueden, todo ello disimulado por el ideal aún más moderno de la «familia con dos proveedores».
En cada régimen, por lo tanto, las condiciones socioreproductivas para la producción capitalista han asumido una forma institucional diferente y materializado un orden normativo diferente: primero «esferas separadas», después «el salario familiar» y ahora la «familia con dos proveedores». En cada uno de estos casos, también, la contradicción social de la sociedad capitalista ha asumido un aspecto distinto, encontrando expresión en un conjunto distinto de fenómenos de crisis. En cada régimen, por último, la contradicción social del capitalismo ha incitado diferentes luchas sociales: lucha de clases, sin duda, pero también luchas por los límites, ambas entremezcladas también con otras que buscaban la emancipación de las mujeres, de los esclavos y de los pueblos colonizados.
Relegación de las mujeres al hogar
Considérese, en primer lugar, el capitalismo competitivo liberal del siglo XIX. En esa época, los imperativos de la producción y de la reproducción parecían situarse directamente en contradicción directa. En los primeros centros fabriles del núcleo capitalista, los industriales, hambrientos de mano de obra barata y manifiesta docilidad, atrajeron a mujeres y niños a fábricas y minas. Con un salario de miseria y obligados a trabajar largas jornadas en condiciones insalubres, estos trabajadores se convirtieron en iconos del desprecio del capital por las relaciones y las capacidades sociales que sostenían su productividad6. El resultado fue una crisis al menos en dos planos: por una parte, una crisis de la reproducción social entre las clases pobres y trabajadoras, cuya capacidad de sustento y de reposición se tensaron hasta llegar al borde del punto de ruptura; por otra, un pánico moral entre las clases medias, a las que les escandalizaba lo que consideraban la «destrucción de la familia» y la «desexualización» de las mujeres proletarias. Tan desesperada llegó a ser la situación, que hasta críticos tan perspicaces como Marx y Engels confundieron este conflicto directo inicial entre producción económica y reproducción social con el punto final del mismo. Imaginando que el capitalismo había entrado en su crisis terminal, creyeron que, al destruir la familia de clase obrera, el sistema estaba también erradicando la base de la opresión de las mujeres7. Pero lo que de hecho ocurrió fue exactamente lo contrario: con el tiempo, las sociedades capitalistas encontraron recursos para gestionar esta contradicción mediante la creación de «la familia» en su forma restringida moderna, la invención de nuevos e intensificados significados de la diferencia de género y la modernización de la dominación masculina.
El proceso de ajuste empezó, en el núcleo europeo, con una legislación proteccionista. La idea era estabilizar la reproducción social limitando la explotación de mujeres y niños en el trabajo fabril8. Encabezada por los reformadores de clase media en alianza con las nacientes organizaciones obreras, esta «solución» reflejaba una compleja amalgama de motivos diferentes. Uno de los objetivos, célebremente puesto de relieve por Karl Polanyi, era el de defender la «sociedad» contra la «economía»9. Otro era el de apaciguar la ansiedad por la «nivelación de género». Pero estos motivos estaban también relacionados con algo más: la insistencia en la autoridad masculina sobre mujeres y niños, en especial dentro de la familia10. Como resultado, la lucha por garantizar la integridad de la reproducción social acabó ligada a la defensa de la dominación masculina.
El efecto pretendido, sin embargo, era el de silenciar la contradicción social en el núcleo capitalista, incluso mientras la esclavitud y el colonialismo la elevaban a un tono extremo en la periferia. Creando lo que Maria Mies denominó la «housewifization», esto es, la relegación de las mujeres al hogar, como la otra cara de la colonización11, el capitalismo competitivo liberal elaboró un nuevo imaginario de género centrado en esferas separadas. Presentando a la mujer como «el ángel del hogar», sus defensores pretendían crear un lastre estabilizador contra la volatilidad de la economía. El feroz mundo de la producción debía estar flanqueado por un «refugio en un mundo despiadado»12. Mientras cada parte se atuviese a la esfera que se le había asignado como propia y sirviese de complemento de la otra, el potencial conflicto entre ellas se mantendría oculto.
En realidad, esta «solución» demostró ser muy inestable. La legislación proteccionista no podía garantizar la reproducción del trabajo cuando los salarios se mantenían por debajo de lo necesario para sostener una familia; cuando los bloques de viviendas atestados y rodeados de contaminación impedían la intimidad y dañaban los pulmones; cuando el propio empleo (si es que se tenía) estaba sometido a salvajes fluctuaciones debido a las quiebras, los desplomes bursátiles y los pánicos financieros. Y esas soluciones tampoco satisfacían a los trabajadores. Luchando por mejoras salariales y mejores condiciones de trabajo, formaron sindicatos, acudieron a la huelga y se afiliaron a partidos obreros y socialistas. Desgarrado por un conflicto de clase de amplio espectro y cada vez más agudo, el capitalismo no parecía tener el futuro asegurado.
Las esferas separadas resultaron igual de problemáticas. Las mujeres pobres, racializadas y obreras no estaban en condiciones de satisfacer los ideales victorianos de domesticidad; si bien la legislación proteccionista mitigó su explotación directa, no proporcionó respaldo material o compensación por los salarios perdidos. Y tampoco las mujeres de clase media que podían acomodarse a los ideales victorianos estaban siempre satisfechas con su situación, que combinaba confort material y el prestigio moral con la minoría de edad jurídica y la dependencia institucionalizada. Para ambos grupos, la «solución» de las esferas separadas se produjo en gran medida a expensas de las mujeres. Pero también las enfrentó entre sí: véanse los debates del siglo XIX por la prostitución, que alineaban las preocupaciones filantrópicas de las mujeres victorianas de clase media contra los intereses materiales de sus «hermanas caídas»13.
Una dinámica distinta se desplegó en la periferia. Allí, mientras el colonialismo extractivo devastaba las poblaciones sometidas, ni las esferas separadas ni la protección social disfrutaban de influencia alguna. Lejos de intentar proteger las relaciones de reproducción social autóctonas, las potencias metropolitanas promovían activamente su destrucción. Se saqueaba a los campesinos, se destrozaban sus comunidades, para obtener los alimentos, los textiles, los minerales y la energía baratos sin los que la explotación de los trabajadores industriales de la metrópoli no habría sido rentable. En las Américas, por su parte, las capacidades reproductivas de las mujeres esclavizadas eran instrumentalizadas para los cálculos de beneficio de los plantadores, que de manera sistemática separaban a las familias esclavas vendiendo sus miembros a diferentes propietarios14. Los niños nativos eran también arrancados de sus comunidades, recluidos en colegios de misioneros y sometidos a disciplinas de asimilación coercitivas15. Cuando hacían falta racionalizaciones, el estado «atrasado, patriarcal» de las organizaciones de parentesco precapitalistas de los indígenas era muy útil. También aquí, entre los colonialistas, las filántropas encontraron una plataforma pública, animando «a los hombres blancos a salvar a las mujeres de piel oscura de los hombres de piel oscura»16.
En ambos escenarios, la periferia y el núcleo, los movimientos feministas se encontraron sorteando un campo de minas político. Rechazando la dependencia de la mujer casada y las esferas separadas y, al mismo tiempo, exigiendo el derecho a votar, a negarse a mantener relaciones sexuales, a disponer de propiedades, a firmar contratos, a ejercer profesiones y a controlar sus propios salarios, las feministas liberales parecían valorar la aspiración «masculina» a la autonomía sobre los ideales «femeninos» de la crianza. Y en este punto, aunque en pocos más, sus homólogas feministas socialistas se mostraban completamente de acuerdo. Concibiendo la entrada de las mujeres en el trabajo remunerado como la ruta hacia la emancipación, también estas últimas preferían los valores «masculinos» asociados con la producción a los asociados con la reproducción. Estas asociaciones eran ideológicas, sin duda, pero tras ellas radicaba una intuición profunda: a pesar de las nuevas formas de dominación que traía consigo, la erosión de las relaciones de parentesco tradicionales provocada por el capitalismo contenía un impulso emancipador.
Atrapadas en una doble pinza, muchas feministas encontraban escaso consuelo en cualquiera de los dos lados del doble movimiento de Polanyi: ni el de la protección social, con su adscripción a la dominación masculina, ni el de la mercantilización, con su descuido de la reproducción social. Incapaces de rechazar o asumir sin más el orden liberal, necesitaban una tercera alternativa, que llamaron emancipación. En la medida en la que las feministas lograron personificar el término, aprovecharon de hecho la dualista figura polanyiana y la sustituyeron por lo que podríamos denominar un «triple movimiento». En este conflicto a tres bandas, los partidarios de la protección y los partidarios de la mercantilización no solo chocaron mutuamente, sino que también lo hicieron con los defensores de la emancipación: con las feministas, sin duda, pero también con socialistas, abolicionistas y anticolonialistas, todos los cuales se esforzaban por enfrentar entre sí las dos fuerzas polanyianas, al mismo tiempo que chocaban entre ellos. Por muy prometedora que fuese en teoría, dicha estrategia era difícil de llevar a la práctica. En la medida en la que los esfuerzos por «proteger la sociedad de la economía» eran identificados con la defensa de la jerarquía de género, podía deducirse fácilmente que la oposición feminista a la dominación masculina respaldaba las fuerzas económicas que hacían estragos en la clase trabajadora y en las comunidades periféricas. Estas asociaciones demostrarían ser sorprendentemente duraderas, hasta mucho después de que el capitalismo competitivo liberal se hundiera bajo el peso de sus múltiples contradicciones, en los estertores de las guerras interimperialistas, las depresiones económicas y el caos financiero internacional, dando lugar a mediados del siglo XX a un nuevo régimen, el del capitalismo gestionado por el Estado.
El fordismo y el salario familiar
Emergiendo de las cenizas de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo gestionado por el Estado desactivó de diferente manera la contradicción entre la producción económica y la reproducción social: situando el poder estatal del lado de la reproducción. Asumiendo cierta responsabilidad pública por el «bienestar social», los Estados de esta época intentaban contrarrestar los efectos corrosivos no solo de la explotación, sino también del desempleo masivo, sobre la reproducción social. Este objetivo fue asumido por igual tanto por los Estados del bienestar democráticos del núcleo capitalista como por los Estados desarrollistas de la periferia recién independizados, a pesar de sus diferentes recursos y capacidades para hacerlo realidad.
De nuevo, los motivos eran mixtos. Un estrato de elites ilustradas había llegado a pensar que el interés cortoplacista del capital de exprimir al máximo los beneficios debía subordinarse a las necesidades más duraderas de sostener la acumulación en el tiempo. La creación del régimen gestionado por el Estado estaba pensada para salvar el sistema capitalista de sus propias propensiones desestabilizadoras, así como del espectro de la revolución en una época de movilización de masas. La productividad y la rentabilidad exigían el cultivo «biopolítico» de una fuerza de trabajo sana y preparada, con intereses en el sistema, y no una desarrapada muchedumbre revolucionaria17. La inversión pública en atención sanitaria, enseñanza, cuidado de niños y pensiones de jubilación, complementada por las aportaciones empresariales, se consideraron una necesidad en una época en la que las relaciones capitalistas habían penetrado en la vida social hasta tal extremo que las clases trabajadoras ya no disponían de medios para reproducirse por sí solas. En esta situación, la reproducción social debía ser interiorizada, introducida en el ámbito del orden capitalista oficialmente gestionado.
Ese proyecto encajó con la nueva problemática de la «demanda» económica. Con el objetivo de suavizar los ciclos de auge y depresión endémicos del capitalismo, los reformadores económicos intentaron asegurar un crecimiento continuo, que permitiese que los trabajadores del núcleo capitalista ejerciesen su doble deber de consumidores. Aceptando la sindicación, que permitió subir los salarios, y el gasto del sector público, que creaba puestos de trabajo, los responsables de las políticas públicas de esa época reinventaron el hogar como espacio privado para el consumo doméstico de objetos de uso cotidiano producidos en masa18. Enlazando la cadena de montaje con el consumismo familiar de la clase trabajadora, por una parte, y con la reproducción apoyada por el Estado, por otra, este modelo fordista forjó una novedosa síntesis de mercantilización y protección social, proyectos que Polanyi había considerado antitéticos.
Pero fueron sobre todo las clases trabajadoras –hombres y mujeres– las que encabezaron la lucha por la provisión pública, actuando por razones propias. Para ellos, la cuestión era la plena participación en la sociedad como ciudadanos democráticos y, por lo tanto, la dignidad, los derechos, la respetabilidad y el bienestar material, para todos los cuales se entendía que hacía falta una vida familiar estable. Al optar por la socialdemocracia, las clases trabajadoras estaban, por consiguiente, valorizando también la reproducción social frente al devorador dinamismo de la producción económica. En efecto, votaban por la familia, el país y el mundo de vida, y contra la fábrica, el sistema y la máquina. A diferencia de la legislación protectora del régimen liberal, la solución del capitalismo de Estado derivó de un compromiso entre clases y representó un avance democrático; las nuevas soluciones sirvieron también, al menos para algunos y durante algún tiempo, para estabilizar la reproducción social. Para los trabajadores de la etnia mayoritaria en el núcleo capitalista, aliviaron las presiones materiales sobre la vida familiar y promovieron la incorporación política.
Pero antes de apresurarnos a proclamar una edad de oro, deberíamos registrar las exclusiones constitutivas que hicieron posible estos logros. Como antes, la defensa de la reproducción social en el núcleo fue unida al (neo)imperialismo; los regímenes fordistas financiaban en parte los derechos sociales mediante la continua expropiación de la periferia –incluida la «periferia dentro del núcleo»–, que persistió en formas viejas y nuevas después de la descolonización19. Por su parte, los Estados poscoloniales, atrapados en el punto de mira de la Guerra Fría, dirigieron el grueso de sus recursos, ya de por sí mermados por la depredación imperial, a proyectos de desarrollo a gran escala, que a menudo suponían la expropiación de «sus propias» poblaciones indígenas. La reproducción social, para la inmensa mayoría de la periferia, seguía siendo externa, mientras se dejaba a las poblaciones rurales defenderse por sí solas. Como su predecesor, también el régimen gestionado por el Estado estaba entrelazado con la jerarquía racial: el seguro social estadounidense excluía a los trabajadores domésticos y agrícolas, privando así de hecho a muchos negros estadounidenses de derechos sociales20. Y la división racial del trabajo reproductivo, comenzada durante la esclavitud, asumió con el régimen de Jim Crow una nueva forma, en la que las mujeres de color realizaban un trabajo mal remunerado criando a los hijos y limpiando las casas de las familias «blancas» a expensas de las suyas propias21.
Y tampoco la jerarquía de género estaba ausente de estas soluciones. En un periodo –aproximadamente entre la década de 1930 y finales de la de 1950– en el que los movimientos feministas no disfrutaban de mucha visibilidad pública, prácticamente nadie cuestionaba la opinión de que la dignidad de la clase trabajadora exigía «el salario familiar», la autoridad masculina en el hogar y un firme sentido de diferencia de género. Como resultado, la amplia tendencia general del capitalismo gestionado por el Estado en los países del núcleo fue la de valorizar el modelo heteronormativo de familia sexista, basado en el hombre proveedor y la mujer encargada de la casa. La inversión pública en la reproducción social reforzaba estas normas. En Estados Unidos, el sistema de bienestar social asumió una forma dualizada, dividida en ayuda estigmatizada a mujeres y niños (blancos) que carecían de acceso a un salario masculino, por una parte, y el seguro social respetable para aquellos catalogados como «trabajadores», por otra22. Por el contrario, las soluciones europeas atrincheraban la jerarquía androcéntrica de diferente manera, en la división entre las pensiones para madres y los derechos ligados al trabajo asalariado, fomentadas en muchos casos por agendas pronatalistas nacidas de la competición interestatal23. Ambos modelos validaron, asumieron y fomentaron el salario familiar. Institucionalizando interpretaciones androcéntricas de la familia y el trabajo, naturalizaron la heteronormatividad y la jerarquía de género, sustrayéndolas en gran medida de la protesta política.
En todos estos aspectos, la socialdemocracia sacrificó la emancipación a una alianza entre protección social y mercantilización, aun cuando mitigase la contradicción social del capitalismo durante varias décadas. Pero el régimen capitalista estatal empezó a resquebrajarse; primero políticamente en la década de 1960, cuando irrumpió la nueva izquierda mundial y empezó a cuestionar, en nombre de la emancipación, las exclusiones imperiales, de género y raciales, así como el paternalismo burocrático de dicho Estado; y, después, económicamente en la década de 1970, cuando la estanflación, la «crisis de la productividad» y el descenso de las tasas de beneficio en el sector industrial galvanizaron los esfuerzos neoliberales para desencadenar la mercantilización. Lo que se sacrificaría, cuando esas dos partes unieron fuerzas, fue la protección social.
Las familias con dos proveedores
Como el régimen liberal antes que él, el orden capitalista gestionado por el Estado se disolvió en el transcurso de una prolongada crisis. En la década de 1980, los observadores perspicaces podían distinguir ya los esbozos emergentes de un nuevo régimen, que acabaría convirtiéndose en el capitalismo financiarizado de la época actual. Globalizador y neoliberal, este régimen promueve la desinversión estatal y empresarial del bienestar social, al tiempo que atrae a las mujeres a la fuerza de trabajo remunerada, externalizando los cuidados a las familias y las comunidades al mismo tiempo que reduce la capacidad de estas para encargarse de ellos. El resultado es una organización nueva y dualizada de la reproducción social, mercantilizada para quienes pueden pagarla y privatizada para los que no, mientras algunos de los pertenecientes a la segunda categoría proporcionan cuidados a cambio de salarios (bajos) a los de la primera. Mientras tanto, el doble ataque de la crítica feminista y la desindustrialización ha privado definitivamente al «salario familiar» de toda credibilidad. Ese ideal ha dado lugar a la norma actual de «familia con dos proveedores».
El principal impulsor de estos cambios –y el rasgo definitorio de este régimen– es la nueva centralidad de la deuda. La deuda es el instrumento mediante el cual las instituciones financieras globales presionan a los Estados para que reduzcan el gasto social, imponen las políticas de austeridad y, en general, coluden con los inversores para extraer valor de las poblaciones indefensas. A través de la deuda también se despoja en gran medida a los campesinos del Sur global mediante una nueva ronda de apropiación corporativa de tierras, destinada a monopolizar la energía, el agua, los terrenos cultivables y las «compensaciones de emisiones de carbono». También cada vez más a través de la deuda prosigue la acumulación en el núcleo histórico capitalista: a medida que el trabajo precario y mal remunerado en el sector servicios sustituye al trabajo industrial sindicalizado, los salarios caen por debajo de los costes de reproducción socialmente necesarios; en esta «economía de trabajos precarios», el mantenimiento del gasto en consumo exige incrementar los niveles de endeudamiento, que crecen exponencialmente24. Actualmente, en otras palabras, el capital canibaliza las condiciones de vida de las clases trabajadoras, impone disciplina a los Estados, transfiere riqueza de la periferia al núcleo capitalista y succiona valor de los hogares, las familias, las comunidades y la naturaleza esencialmente mediante la deuda.
El efecto es intensificar la contradicción inherente entre la producción económica y la reproducción social en el capitalismo. Mientras que el régimen anterior daba a los Estados poder para subordinar los intereses cortoplacistas de las empresas privadas al objetivo de la acumulación sostenida a largo plazo, en parte estabilizando la reproducción mediante la provisión pública, el régimen actual autoriza al capital financiero a imponer disciplina a los Estados y a los ciudadanos en favor de los intereses inmediatos de inversores privados, en buena medida exigiendo la desinversión pública en reproducción social. Y mientras que el régimen anterior alió la mercantilización y la protección social contra la emancipación, este genera una configuración aún más perversa, en la que la emancipación se une a la mercantilización para debilitar la protección social.
El nuevo régimen emergió de la trascendental intersección de dos conjuntos de luchas. Uno de esos conjuntos enfrentó a una parte ascendente, los partidarios del libre mercado, inclinados a liberalizar y globalizar la economía capitalista, contra los movimientos obreros cada vez más débiles en los países del núcleo capitalista; en otro tiempo la base más poderosa de respaldo a la socialdemocracia, estos últimos están ahora a la defensiva, si no completamente derrotados. El otro conjunto de luchas enfrentó a los «nuevos movimientos sociales» progresistas, opuestos a las jerarquías de género, sexo, «raza», etnia y religión, contra poblaciones que intentan defender mundos de la vida y privilegios establecidos, ahora amenazados por el «cosmopolitismo» de la nueva economía. De la colisión de estos dos conjuntos de luchas emergió un resultado sorprendente: un neoliberalismo «progresista», que celebra la «diversidad», la meritocracia y la «emancipación» al tiempo que desmantela las protecciones sociales y vuelve a externalizar la reproducción social. El resultado no es solo abandonar poblaciones indefensas a las depredaciones del capital, sino también redefinir la emancipación en los términos del mercado25. Los movimientos de emancipación participaron en este proceso. Todos ellos –incluido el antirracismo, el multiculturalismo, la liberación de los colectivos lgtb, y la ecología– generaron corrientes neoliberales proclives al mercado. Pero la trayectoria feminista demostró ser especialmente decisiva, dada la prolongada vinculación de género y reproducción social por parte del capitalismo. Como cada uno de sus regímenes predecesores, el capitalismo financiarizado institucionaliza la división producción-reproducción sobre una determinada base de género. A diferencia de sus predecesores, sin embargo, su imaginario dominante es el individualismo liberal y la igualdad de género: las mujeres se consideran iguales a los hombres en todas las esferas y merecen igualdad de oportunidades para realizar sus talentos, incluido –quizá en especial– en la esfera de la producción. La reproducción, por el contrario, se percibe como un residuo retrógrado, un obstáculo que impide el avance en el camino hacia la liberación y del que, de un modo u otro, hay que prescindir.
A pesar de su aura feminista, o quizá debido a ella, esta concepción ejemplifica la actual forma de contradicción social del capitalismo, que asume una nueva intensidad. Además de disminuir la provisión pública y atraer a las mujeres al trabajo asalariado, el capitalismo financiarizado ha reducido los salarios reales, aumentando así el número de horas de trabajo remunerado que cada hogar necesita para sostener a la familia y provocando una desesperada pelea por transferir el trabajo de cuidados a otros26. Para llenar el «vacío de los cuidados», el régimen importa trabajadores migrantes de los países más pobres a los más ricos. Típicamente, son mujeres racializadas, a menudo de origen rural, de regiones pobres, las que asumen el trabajo reproductivo y de cuidados antes desempeñado por mujeres más privilegiadas. Pero para hacerlo, las migrantes deben transferir sus propias responsabilidades familiares y comunitarias a otras cuidadoras aún más pobres, que deben a su vez hacer lo mismo, y así sucesivamente, en «cadenas de cuidados globales» cada vez más largas. Lejos de cubrir el vacío de los cuidados, el resultado neto es desplazarlo de las familias más ricas a otras más pobres, del Norte global al Sur global27. Este escenario encaja en las estrategias de género de los Estados poscoloniales endeudados y privados de recursos, sometidos a los programas de ajuste estructural del fmi. Desesperadamente necesitados de divisas, algunos de ellos han promovido activamente la emigración de las mujeres para efectuar cuidados remunerados en el extranjero que les aporta remesas, mientras que otros han promovido la inversión extranjera directa mediante la creación de zonas francas dedicadas a la producción para la exportación, a menudo en sectores, como los textiles y el montaje de aparatos electrónicos, que prefieren emplear a trabajadoras28. En ambos casos, las capacidades de reproducción social quedan aún más debilitadas.
Dos fenómenos que se han producido recientemente en Estados Unidos ejemplifican la gravedad de la situación. El primero es la creciente popularidad de la «congelación de óvulos», un procedimiento que cuesta normalmente 10.000 dólares, pero que ahora es ofrecido de forma gratuita por las empresas de las tecnologías de la información como compensación no salarial dirigida a empleadas muy cualificadas. Ansiosas por atraer y conservar a estas trabajadoras, empresas como Apple y Facebook les ofrecen un fuerte incentivo para posponer la maternidad, diciendo, en efecto: «espera, y ten tus hijos a los cuarenta o a los cincuenta, o incluso los sesenta; dedícanos tus años productivos, de mayor energía, a nosotros»29. Otro fenómeno que se está produciendo en Estados Unidos es igualmente sintomático de la contradicción entre reproducción y producción: la proliferación de caras bombas mecánicas, de alta tecnología, para extraer leche materna. Esta es la «solución» preferida en un país con una elevada tasa de participación femenina en la población activa, sin permiso de maternidad o paternidad obligatorio, y enamorado de la tecnología. Este es también un país en el que el amamantamiento es de rigeur, pero ha cambiado más allá de todo posible reconocimiento. Ya no se trata de que un niño mame del pecho de su madre, sino que ahora la madre «amamanta» ordeñándose su propia leche mecánicamente y almacenándola para que después una niñera se la dé con el biberón. En un contexto de grave pobreza de tiempo, los sacaleches de manos libres con doble copa son los más apetecidos, porque permiten a la madre extraerse la leche de ambos senos a la vez, mientras conduce de camino al trabajo30.
Con presiones como estas, ¿sorprende que las luchas por la reproducción social hayan explotado en años recientes? A menudo las feministas del Norte describen su objetivo como el «equilibrio entre familia y trabajo»31, pero las luchas referentes a la reproducción social abarcan mucho más: los movimientos comunitarios por la vivienda, la atención sanitaria, la seguridad alimentaria y una renta básica no condicionada; las luchas por los derechos de los migrantes, de los trabajadores domésticos y de los empleados públicos; las campañas para sindicalizar a los trabajadores del sector servicios empleados en residencias de ancianos, hospitales y guarderías con ánimo de lucro; y las luchas por servicios públicos tales como la atención en centros de día a niños y ancianos, por una jornada laboral más corta y por un permiso de maternidad y paternidad generoso y remunerado. Unidas, estas reivindicaciones equivalen a la demanda de una reorganización masiva de la relación entre producción y reproducción: por soluciones sociales que permitan a personas de cualquier clase, sexo, orientación sexual y color combinar las actividades de reproducción social con un trabajo seguro, interesante y bien remunerado.
Las luchas por los límites referentes a la reproducción social son tan centrales para la actual coyuntura como las luchas de clase en el ámbito de la producción económica. Responden, sobre todo, a una «crisis de los cuidados», que tiene sus raíces en la dinámica estructural del capitalismo financiarizado. Globalizado e impulsado por la deuda, este capitalismo está expropiando sistemáticamente las capacidades disponibles para sostener las conexiones sociales. Proclamando el nuevo ideal de familia con dos proveedores, atrae a los movimientos de emancipación, que se unen con los defensores de la mercantilización para oponerse a los partidarios de la protección social, ahora cada vez más resentidos y chovinistas.
¿Otra mutación?
¿Qué podría emerger de esta crisis? La sociedad capitalista se ha reinventado varias veces en el transcurso de su historia. En especial, en momentos de crisis general, cuando múltiples contradicciones –políticas, económicas, ecológicas y socioreproductivas– que se entremezclan y exacerban mutuamente estallaban en los ámbitos de las divisiones institucionales constitutivas del capitalismo: allí donde la economía se cruza con el sistema de gobierno, donde la sociedad se cruza con la naturaleza, y donde la producción se cruza con la reproducción. En esas fronteras, los actores sociales se han movilizado para redibujar el mapa institucional de la sociedad capitalista. Sus esfuerzos propugnaron el cambio, primero, del capitalismo competitivo liberal del siglo XIX al capitalismo gestionado por el Estado del XX, y después al capitalismo financiarizado de la época actual. Históricamente, la contradicción social del capitalismo ha conformado también una importante corriente de precipitación de la crisis, cuando la frontera que separa la reproducción social de la producción económica se ha convertido en un importante ámbito y objeto de lucha. En cada caso, el orden de género de la sociedad capitalista ha sido cuestionado y el resultado ha dependido de las alianzas forjadas entre los principales polos de un triple movimiento: mercantilización, protección social, emancipación. Esas dinámicas propulsaron el cambio, primero, de las esferas separadas al salario familiar y, después, a la familia con dos proveedores.
¿Qué sigue a todo ello en la actual coyuntura? ¿Son las actuales contradicciones del capitalismo financiarizado suficientemente graves como para considerarse una crisis general y deberíamos, por consiguiente, prever otra mutación de la sociedad capitalista? ¿Galvanizará la presente crisis luchas de suficiente amplitud y visión como para transformar el régimen actual? ¿Podría una nueva forma de feminismo socialista romper el idilio con la mercantilización del movimiento feminista predominante y, al mismo, tiempo forjar una nueva alianza entre la emancipación y la protección social? Y de ser así, ¿con qué fin? ¿Cómo podría reinventarse hoy la división entre reproducción y producción y qué puede sustituir a la familia de dos proveedores?
Nada de lo que he dicho aquí sirve para responder estas cuestiones, pero al presentar el trabajo preliminar que nos permite plantearla he intentado arrojar cierta luz sobre la actual coyuntura. He sugerido, específicamente, que las raíces de la actual «crisis de los cuidados» se encuentran en la inherente contradicción social del capitalismo o, en realidad, en la forma aguda que esa contradicción asume hoy, en el capitalismo financiarizado. Si eso es cierto, entonces esta crisis no se resolverá haciendo pequeños arreglos de política social. La senda de su resolución solo puede avanzar mediante una profunda transformación estructural de este orden social. Lo que hace falta, ante todo, es superar el rapaz sometimiento de la reproducción a la producción que tiene lugar en el capitalismo financiarizado, pero esta vez sin sacrificar ni la emancipación ni la protección social. Esto, a su vez, exige reinventar la distinción entre producción y reproducción y reimaginar el orden de género. Queda por ver si el resultado de todo ello será compatible con el capitalismo.