Puede que salvaran a millones de personas sacrificando sus vidas, y ya nadie se acuerda
Los tres superhéroes de Chernóbil
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Es
una de las historias más conocidas de nuestro tiempo: el día 26 de
abril de 1986, el reactor nº 4 de la central nuclear de Chernóbil
estalló durante el transcurso de una prueba de seguridad mal ejecutada,
a consecuencia de 24 horas de manipulaciones insensatas y más de
doscientas violaciones del Reglamento de Seguridad Nuclear de la Unión
Soviética. Estas acciones condujeron al envenenamiento por xenón del
núcleo, llevándolo a un embalamiento neutrónico seguido por una
excursión de energía que culminó en una gran explosión a las 01:24 de
la madrugada.
Sobre Chernóbil se han contado muchas mentiras.
Y las han contado todos, desde las autoridades soviéticas de su tiempo
hasta la industria nuclear occidental, pasando por los propagandistas
de todos los signos y la colección de conspiranoicos habituales. Hay
una de ellas que me molesta de modo particular, y es esa de que los liquidadores
–el casi millón de personas que acudieron a encargarse del problema–
eran una horda de pobres ignorantes llevados allí sin saber la clase de
monstruo que tenían delante. Y me molesta porque constituye un
desprecio a su heroísmo.
Y porque es radicalmente falso. Una
turba ignorante no sirve para nada en un accidente tecnológico tan
complejo. Los equipos de liquidadores estaban compuestos, sobre
todo, por bomberos, científicos y especialistas de la industria
nuclear; tropas terrestres y aéreas preparadas para la guerra atómica;
e ingenieros de minas, geólogos y mineros del uranio, debido a su
amplia experiencia en la manipulación de estas sustancias. Es necio
suponer que esta clase de personas ignoraban los peligros de un reactor
nuclear destripado cuyos contenidos ves brillar ante tus ojos en un
enorme agujero.
Los liquidadores acudieron, sabían lo
que tenían ante sí, y a pesar de ello realizaron su trabajo con enorme
valor y responsabilidad. Cientos, miles de ellos, de manera heroica
hasta el escalofrío. Los bomberos que se turnaban entre vómitos y
diarreas radiológicas para subir al mítico tejado de Chernóbil,
donde había más de 40.000 roentgens/hora, para apagar desde allí los
incendios (la radiación ambiental normal son unos 20
microrroentgens/hora). Los pilotos que detenían sus helicópteros justo
encima del reactor abierto y refulgente para vaciar sobre él los buckets
de arena y arcilla con plomo y boro. Los técnicos y soldados que
corrían a toda velocidad por las galerías devastadas cantándose a
gritos las lecturas de los contadores Geiger y los cronómetros para
romper paredes, restablecer conexiones y bloquear canalizaciones en
turnos de cuarenta o sesenta segundos alrededor de la sala de turbinas
(20.000 roentgens/hora). Los mineros e ingenieros que trabajaban en
túneles subterráneos, inundándose constantemente con agua de siniestro
brillo azul, para instalar las tuberías de un cambiador de calor que le
robase algo de temperatura al núcleo fundido y radiante a escasos
metros de distancia. Los miles de trabajadores y arquitectos que
levantaban el sarcófago a su alrededor, retiraban del entorno los
escombros furiosamente radioactivos y evacuaban a la población. Salvo a
los soldados, sometidos a disciplina militar, a nadie se le prohibía
coger el petate e irse si no quería seguir allí; casi nadie lo hizo. Es
más: muchos de ellos llegaron como voluntarios desde toda la URSS,
especialmente muchos estudiantes y posgraduados de las facultades de
física e ingeniería nuclear. Esta fue la clase de hombres y no pocas
mujeres que algunos creen o quieren creer una turba ignorante y
patética. Esto fueron los liquidadores.
Un
helicóptero Mi-8 toca los cables de una grúa utilizada en la
construcción del sarcófago y cae mientras intenta descargar arena con
boro sobre el reactor abierto, el 2 de octubre. Las operaciones de
liquidación se extendieron durante más de un año.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen] Les llamaban, y se llamaban a sí mismos, los bio-robots,
que seguían funcionando cuando el acero cedía y las máquinas fallaban.
No lo hicieron por el dinero, ni por la fama, de lo que tuvieron bien
poco. Lo hicieron por responsabilidad, por humanidad y porque alguien
tenía que hacer el maldito trabajo. Hoy quiero hablar de tres de ellos,
que hicieron algo aún más extraordinario en un lugar donde el heroísmo
era cosa corriente. Por eso, sólo se me ocurre denominarlos los tres superhéroes de Chernóbil.
El monstruo del agua que brilla en azul.
Lo único que hay de cierto en estas suposiciones sobre la ignorancia de
los liquidadores es que, en las primeras horas, no sabían que había
estallado el reactor. Pero no lo sabían porque nadie lo sabía. La misma
lógica errónea de los responsables de la instalación que provocó el
accidente les hizo creer que había estallado el intercambiador de
calor, no el reactor; y así lo informaron tanto al personal que acudía
como a sus superiores. Hay una historia un tanto chusca sobre cómo los
aviones que llevaban al lugar a destacados miembros de la Academia de
Ciencias de la URSS se dieron la vuelta en el aire por órdenes del KGB
cuando éste descubrió, a través de su equipo de protección de la
central, que había explotado el reactor (además de sus atribuciones de
espionaje por el que es tan conocido, el KGB "uniformado" desempeñaba
en la Unión Soviética un papel muy parecido al de nuestra Guardia
Civil, exceptuando tráfico pero incluyendo la seguridad de las
instalaciones radiológicas).
En
la mañana inmediatamente posterior al accidente, un helicóptero militar
obtiene las primeras tomas de video donde se observa el reactor abierto
y fundiéndose.
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Debido a este motivo, en un primer momento se echaron sobre el agujero
millones de litros de agua y nitrógeno líquido, con el propósito de
mantener frío y proteger así el reactor que creían a salvo y sellado
más allá de las llamas y el denso humo negro. Esto contribuyó a
empeorar las consecuencias del siniestro, pues el agua se vaporizaba
instantáneamente al tocar el núcleo fundido a más de 2.000 ºC; y salía
disparada hacia la estratosfera en forma de grandes nubes de vapor que
el viento arrastraría en todas direcciones.
De todos modos,
tenía poco arreglo: era preciso apagar los enormes incendios. Cuando el
fuego quedó extinguido por fin, no sólo había pasado la contaminación
al aire, sino que ahora tenían una gran cantidad de agua acumulada en
las piscinas de seguridad bajo el reactor. Estas piscinas de seguridad,
conocidas como piscinas de burbujas, se hallaban en dos niveles
inferiores y tenían por función contener agua por si fuese preciso
enfriar de emergencia el reactor. También servían para condensar vapor
y reducir la presión en caso de que se rompiera alguna tubería del
circuito primario (de ahí su nombre), junto a un tercer nivel que
actuaba de conducción, inmediatamente debajo del reactor. Así, en caso
de ruptura de alguna canalización, el vapor se vería obligado a
circular por este nivel de conducción y escapar a través de una capa de
agua, lo que reduciría su peligrosidad.
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Ahora, después de la aniquilación, estas piscinas inferiores estaban
llenas a rebosar con agua procedente de las tuberías reventadas del
circuito primario y de la utilizada por los bomberos para apagar el
incendio y en el vano intento de mantener frío el reactor. Y sobre
ellas se encontraba el reactor abierto, fundiéndose lentamente en forma
de lava de corio
a 1.660 ºC. En cualquier momento podían empezar a caer grandes
goterones de esta lava poderosamente radioactiva, o incluso el conjunto
completo, provocando así una o varias explosiones de vapor que
proyectasen a la atmósfera cientos de toneladas de este corio. Eso
habría multiplicado a gran escala la contaminación provocada por el
accidente, destruyendo el lugar y afectando gravemente a toda Europa.
Además, la mezcla de agua y corio radioactivos escaparían y se
infiltrarían al subsuelo, contaminando las aguas subterráneas y
poniendo en grave peligro el suministro a la cercana ciudad de Kiev,
con dos millones y medio de habitantes, en una especie de síndrome de China.
Se tomó, pues, la decisión de vaciar estas piscinas de manera
controlada. En condiciones normales, esto habría sido una tarea fácil:
bastaba con abrir sus esclusas mediante una sencilla orden al ordenador
SKALA que gestionaba la central, y el agua fluiría con seguridad a un
reservorio exterior. Pero con los sistemas de control electrónico
destruidos, esto no resultaba posible. De hecho, la única manera de
hacerlo ahora era actuando manualmente las válvulas. El problema es que
las válvulas estaban bajo el agua, dentro de la piscina, cerca del
fondo lleno de escombros altamente radioactivos que la hacían brillar
tenuemente en color azul por radiación de Cherenkov. Justo debajo del
reactor que se fundía, emitiendo un siniestro brillo rojizo.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen] Así pues, como las máquinas ya no podían, era trabajo para los bio-robots.Alguien
tendría que caminar, un paso detrás del otro, hacia el reactor
reventado y ardiente a lo largo de un grisáceo campo de destrucción
donde la radioactividad era tan intensa que provocaba un sabor metálico
en la boca, confusión en la cabeza y como agujas en la piel. Viendo
cómo tus manos se broncean por segundos, como después de semanas bajo
el sol. Y luego sumergirse en el agua oleaginosa y de brillo tenuemente
azul, con el inestable monstruo radioactivo encima de las cabezas, para
abrir las válvulas a mano: una operación difícil y peligrosa incluso en
circunstancias normales.
Ese era un viaje sólo de ida.
Al parecer, la decisión sobre quién lo haría se tomó de manera muy
simple; con aquella vieja frase que, a lo largo de la historia de la
humanidad, siempre bastó a los héroes:
–Yo iré.
Los tres hombres que fueron.
Los dos primeros en ofrecerse voluntarios fueron Alexei Ananenko y
Valeriy Bezpalov. Alexei Ananenko era un prestigioso tecnólogo de la
industria nuclear soviética, que había participado extensivamente en el
desarrollo y construcción del complejo electronuclear de Chernóbil:
cooperó en el diseño de las esclusas y sabía dónde estaban ubicadas
exactamente las válvulas. Casado, tenía un hijo. Valeriy Bezpalov era
uno de los ingenieros que trabajaban en la central, ocupando un puesto
de responsabilidad en el departamento de explotación. Estaba también
casado, con una niña y dos niños de corta edad.
Los dos eran
ingenieros nucleares. Los dos comprendían más allá de toda duda que se
disponían a caminar de cara hacia la muerte.
Mientras se
ponían sus trajes de submarinismo sentados en un banco, observaron que
necesitarían un ayudante para sujetarles la lámpara subacuática desde
el borde de la piscina mientras ellos trabajaban en las profundidades.
Y miraron a los ojos a los hombres que tenían alrededor. Entonces uno
de ellos, un joven trabajador de la central sin familia llamado Boris
Baranov, se alzó de hombros y dijo aquella otra frase que casi siempre
ha seguido a la anterior:
–Yo iré con vosotros.
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Era media mañana cuando los héroes Alexei Ananenko, Valeriy Bezpalov y
Boris Baranov se tomaron un chupito de vodka para darse valor,
agarraron las cajas de herramientas y echaron a andar hacia la lava
radioactiva en que se había convertido el reactor número 4 del complejo
electronuclear de Chernóbil. Así, sin más.
Ante los ojos
encogidos de quienes quedaron atrás, los tres camaradas caminaron los
mil doscientos metros que había hasta el nivel –0,5, dicen que
conversando apaciblemente entre sí. Qué tal, cuánto tiempo sin verte, qué tal tus hijos, a ti no te conocía, chaval, yo es que no soy de por aquí. O parece
que hoy vamos a trabajar un poco juntos, igual podemos acceder mejor
por ahí, yo voy a la válvula de la derecha y tú a la de la izquierda,
tú ilumínanos desde allá, parece que va a llover, ¿no?, E incluso está bien buena la secretaria del ingeniero Kornilov, ¿eh?, ya lo creo, menudo meneo le arrearía, pues me parece que este año el Dinamo de Moscú no gana la liga.
Esas cosas de las que hablan los bio-robots mientras ven cómo su piel
se oscurece lentamente, se les va un poquito la cabeza debido a la
ionización de las neuronas y la boca les sabe a uranio cada vez más,
conteniendo la náusea, sacudiéndose incómodamente porque es como si un
millón de duendes maléficos te estuvieran clavando agujas en la piel.
Cinco mil roentgens/hora, llaman a eso.
Y bajo aquel cielo
gris y los restos fulgurantes de un reactor nuclear, los héroes Alexei
Ananenko y Valeriy Bezpalov se sumergieron en la piscina de burbujas
del nivel –0,5, con una radioactividad tan sólida que se podía sentir,
mientras su camarada Boris Baranov les sujetaba la lámpara subacuática.
Ésta estaba dañada y falló poco después. Desde el exterior, ya nadie
les oía ni les veía.
Pero, de pronto, las esclusas comenzaron
a abrirse, y un millón de metros cúbicos de agua radioactiva escaparon
en dirección al reservorio seguro preparado a tal efecto. Lo habían
logrado. Alguien murmuró que los héroes Ananenko, Bezpalov y Baranov
acababan de salvar a Europa. Resulta difícil determinar hasta qué punto
tenía razón.
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Hay versiones contradictorias sobre lo que sucedió después. La más
tradicional dice que jamás regresaron, y siguen sepultados allí. La más
probable asegura que llegaron a salir de la piscina y celebrar su
victoria riendo y abrazándose a los mismísimos pies del monstruo, en el
borde de la piscina; e incluso lograron regresar sus cuerpos, aunque no
sus vidas. Murieron poco después, de síndrome radioactivo extremo, en
hospitales de Kiev y Moscú. Aún otra más, que se me antoja casi
imposible, sugiere que Ananenko y Bezpalov perecieron, pero el joven
trabajador Baranov pudo sobrevivir y anda o anduvo un tiempo por ahí.
Esta es la historia de Alexei Ananenko, Valeriy Bezpalov y Boris
Baranov, los tres superhéroes de Chernóbil, de quienes se dice que
salvaron a Europa o al menos a algún que otro millón de personas en
miles de kilómetros a la redonda un frío día de abril. Fueron a la
muerte conscientemente, deliberadamente, por responsabilidad y
humanidad y sentido del honor, para que los demás pudiésemos vivir.
Cuando alguien piense que este género humano nuestro no tiene
salvación, siempre puede recordar a hombres como estos y otros cientos
o miles por el estilo que también estuvieron por allí. No circulan
fotos de ellos, ni han hecho superproducciones de Hollywood, y hasta
sus nombres son difíciles de encontrar. Pero hoy, veinticuatro años
después, yo brindo en su recuerdo, me cuadro ante su memoria y les doy
mil veces las gracias. Por ir.
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El Sacrificio, de Wladimir Tcherkoff.
Lectura recomendada:
De visualización necesaria:
- La verdad sobre Chernóbyl,
con prólogo del Premio Nobel Andrei Sakharov (1991), escrito por el
ingeniero nuclear Grigory Medvédev, un profundo conocedor de este
complejo electronuclear y de la política energética soviética. Incluye
un relato exhaustivo del accidente y haciendo honor a su título, es el
que menos mentiras cuenta según mi opinión. Seguramente por ese mismo
motivo, es el más difícil de conseguir. En España lo editó Heptada
con el ISBN 84-7892-049-8; está agotado, pero siempre se puede intentar
una llamada. En inglés fue editado con el ISBN 1-85043-331-3 (Tauris
& Co, Londres) y está disponible aquí.
- El corazón de Chernóbyl.
Seguramente, el mejor documental que se ha filmado sobre las
consecuencias humanas del desastre. Desde dentro; tan dentro que la
directora de la ONG que lo presenta sufrió envenenamiento por cesio-137
durante la realización. Durísimo, pero absolutamente necesario. En
inglés, disponible en YouTube: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4. Si te apetece colaborar con esta ONG, puedes hacerlo aquí.
Enlazo a la pagina leida dese donde hay acceso a dos videos sobre el tema
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