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    Los intentos de crítica al materialismo histórico desde el punto de vista burgués

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    Los intentos de crítica al materialismo histórico desde el punto de vista burgués Empty Los intentos de crítica al materialismo histórico desde el punto de vista burgués

    Mensaje por Enver19 Lun Ago 27, 2018 10:31 am

    Los intentos de crítica al materialismo histórico desde el punto de vista burgués


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    «Hemos mencionado ya que se ha hecho al menos un intento de crítica científica del materialismo histórico desde el punto de vista burgués; permítasenos aún algunas palabras acerca de este intento. En verdad, seremos breves, pues no podemos ni queremos poner de manifiesto en particular todos los equívocos y todas las deformaciones acerca dé la concepción materialista de la historia que el señor Paul Barth acumuló en veinte páginas [Paul Barth, Die Geschichtsphilosophie Hegels und der Hegelianer bis auf Marx und Hartmann, p. 70 ss]. Para ello su «ensayo crítico» es demasiado insignificante; basta destacar algunos puntos esenciales, principalmente aquellos puntos cuya discusión facilita una comprensión positiva del materialismo histórico.

    La primera y honda preocupación del señor Barth es que Marx ha formulado la concepción materialista de la historia de un modo «por desgracia muy indeterminado» y que sólo «ocasionalmente lo explica y fundamenta con algunos pocos ejemplos en sus escritos»; recientemente ha dado una forma aún más drástica a su angustia en un seminario de la burguesía bismarckiana afirmando que la «llamada teoría materialista de la historia es una verdad a medias que Karl Marx habría formulado en horas de irreflexión periodística y que lamentablemente habría incluso intentado fundamentar por medio de pruebas aparentes». Con severa mirada de juez, el señor Barth separa tres escritos de Marx como «puramente científicos», o sea como los únicos dignos de que un docente alemán se ocupe de ellos, a saber, «El capital», la «Miseria de la filosofía», y el esbozo preparatorio de «El capital», el escrito «Contribución a la crítica de la economía política». Todo lo demás es «popular», y en nada incumbe al señor Barth. Del mismo modo, entre los escritos de Engels sólo considera como dignos de su atención el Anti-Dühring y el folleto sobre Feuerbach. El señor Barth se ajusta al principio opuesto cuando enjuicia a Kautsky, al que sólo conoce como «autor de un artículo» en Die Nene Zeit, el «órgano popular de los marxistas» que causa «mucho daño» por su difusión de las «precipitaciones marxistas»; de los «escritos puramente científicos» de Kautsky, el señor Barth nada sabe, o nada quiere saber. La razón por la cual emprende todas estas agudas clasificaciones, podrá ser advertida de inmediato.

    En primer lugar, el señor Barth pretende demostrar que no existe «tal primacía de la economía sobre la política». En «El capital», Marx habla del trabajo comunitario inmediatamente socializado en su forma natural, que se encontraría en los umbrales de la historia en todas las culturas, y de relaciones inmediatas de dominio y vasallaje a comienzos de la historia. El término «inmediato» lo dilucida el señor Barth diciendo: «es decir como en Hegel, que no tiene otra explicación ulterior» –acepción de la que en Marx no se encuentra ni la más ligera huella–, y agrega triunfante que Marx no habría explicado la transición de la forma natural del trabajo a las relaciones de dominio y vasallaje. Ahora bien, Marx, en el pasaje de «El capital», donde toca este punto, no tenía la menor intención de emprender tal explicación, aun cuando su intención era darla en conexión con las investigaciones de Morgan en un trabajo especial que luego fue redactado y publicado por Engels –ya que la muerte le impidió a Marx llevar a término su propósito–, más de medio siglo antes de que el señor Barth se diera a la tarea de aniquilar el materialismo histórico.

    En la obra de Engels sobre el origen de la familia, etc., se expone detenidamente el desarrollo económico de la sociedad de clases a partir de la sociedad gentilicia, la transición económica del trabajo inmediatamente socializado a las relaciones de dominio y vasallaje; pero la obra de Engels no es «puramente científica» sino popular –y aquí es dable admirar la profundidad de tales clasificaciones–; en ningún momento el señor Barth menciona estos trabajos. Puesto que Marx no «explica» aquellas relaciones de dominio y vasallaje existentes al comienzo de la historia y «que no son pasibles de una explicación ulterior», el señor Barth nos da las suyas y escribe: «Puesto que en aquel tiempo no existía propiedad privada alguna de tierras ni de capital, y por consiguiente tampoco la posibilidad de un sometimiento por la vía económica, para esta esclavitud originaria sólo restan causas políticas, la guerra y el cautiverio». Verdad es que el señor Barth no puede menos que preguntarse si estas expediciones guerreras no han tenido un origen económico, y contesta: «en gran parte, pero no exclusivamente»; «según los escritos de los antropólogos», son los motivos religiosos, las ambiciones de un jefe, los sentimientos de venganza, es decir «motivaciones ideológicas», las que provocan las guerras entre los salvajes. Más aún, en vez de examinar al menos en primer término el valor de aquellos testimonios antropológicos, y en segundo término, indagar si detrás de las «motivaciones ideológicas» no se ocultan móviles económicos, el señor Barth sólo hace de pasada la delirante revelación de que la conquista de Asia por Alejandro debe ser atribuida a la «ambición» del rey macedónico y las expediciones de conquista del Islam, al «fervor religioso», arribando a continuación a la triunfal conclusión de que la esclavitud, tanto en las épocas prehistóricas como en las históricas, constituye «en gran parte y en última instancia un producto de la política», «mostrando así que la política determina a la economía y, ciertamente, de la manera más profunda y con la mayor eficacia». Acto seguido comprueba con una extraordinaria perspicacia, pero no sin el auxilio de Rodbertus, que la esclavitud ha sido una «categoría económica importante».

    Así es como el señor Barth elude la demostración científica del materialismo histórico, la que, como hemos visto, no niega en absoluto la existencia de impulsos ideales tales como la ambición, los sentimientos de venganza. el fervor religioso, sino que afirma solamente que estos impulsas están determinados en última instancia por otras fuerzas, por las fuerzas económicas. Y en la medida en que el señor Barth pretende presentar una prueba, una sola, para sus afirmaciones, de inmediato la concepción materialista de la historia recupera sus derechos.

    Para el sentimiento de venganza como causa de la guerra entre los salvajes, aduce como único testigo al antropólogo inglés Tylor, quien habla del hecho, por otra parte no totalmente desconocido, de la vendetta entre las tribus bárbaras. Si el señor Barth no hubiera excluido de su consideración el escrito de Engels acerca del origen de la familia como «popular», hubiera descubierto bien pronto que la vendetta pertenece, por así decirlo, a la «superestructura jurídica» de la sociedad gentilicia, de la misma manera que la pena de muerte pertenece a la superestructura de la sociedad civilizada. Engels afirma de aquélla: «Todas las querellas y todos los conflictos son resueltos por la totalidad de los interesados, por la gens o la tribu, o por los miembros de la gens entre sí; sólo como recurso extremo, rara vez empleado, se cierne la vendetta, de la que nuestra pena de muerte no es más que la forma civilizada, y que adolece de todas las ventajas y desventajas de la civilización». De acuerdo a las condiciones de producción de la sociedad gentilicia, lo que era exterior a la tribu quedaba también fuera del derecho, y si Tylor afirma que la venganza degeneraba por lo general en una guerra abierta tan pronto el asesino pertenecía a una tribu extraña, y si una guerra sangrienta de tal naturaleza podía provocar luchas enconadas por muchas generaciones, el señor Barth se verá ciertamente obligado a reconocer que esta «sed de venganza» que generan las guerras entre los salvajes no tiene una «causa ideológica», sino que constituye una forma de la justicia que emana de una determinada forma económica. Ciertamente que se puede abusar del derecho penal bárbaro lo mismo que del civilizado, véase la ley socialista, y se abusa de él principalmente ahí donde se produce un contacto de las tribus bárbaras con la civilización, degenerando aquéllas por sus influencias, pero con mayor razón se convierte entonces en una categoría económica; ya no se trata de una «sed de venganza» sino de una «sed de rapiña». Confrontemos al investigador inglés del señor Barth con uno francés, Dumont, quien escribe de los albaneses, antiguos europeos, por lo general cristianos: «Arrasar al clan vecino, sobre todo si pertenece a otra religión, y despojarlo de sus rebaños constituye un placer que promete buenas ganancias para los tiempos de paz. Ni siquiera se necesita de pretextos para atacar: el extranjero es el enemigo natural, y como tal, debe mantenerse frente a él una actitud vigilante; culpable es el que se deja sorprender. Sobre todo entre personas pertenecientes a distintos clanes surgen dificultades bajo los pretextos más nimios. Los ultrajes inician la lucha, y tan pronto se llega al derramamiento de sangre, todo el clan se declara solidario con la familia de la víctima. La vendetta ya no se extingue en las montañas». Aquí el señor Barth encuentra de inmediato una pequeña prueba de los «motivos religiosos» en las guerras de los bárbaros, y acaso llegue a vislumbrar las «buenas ganancias» a que pueden dar lugar las «intenciones ambiciosas de un jefe». En estos dos puntos no cita a ningún «antropólogo», sino que se salva por una evadida remisión a los «tiempos históricos», donde sería «evidente» la ambición de Alejandro de Macedonia y las «guerras religiosas» del Islam. «Evidente», en todo caso, señor Barth, para la concepción cruda de la investigación histórica burguesa, que se queda en la superficie exterior de las cosas, y ni siquiera para esta misma, pues el historiador alemán de Alejandro, el historiador prusiano Droysen, no comienza su libro, según la teoría de la historia del señor Barth, diciendo: «La ambición de Alejandro determinó un nuevo período de la historia de la humanidad», sino mucho más sensata mente: «El nombre de Alejandro designa el fin de una época en la historia mundial, y el comienzo de otra nueva». Es posible que lo que se ponga de manifiesto sea la ambición de Alejandro, pero el problema es aquello que no se pone de manifiesto, y es este problema el que el señor Barth elude cuidadosamente.

    Inmediatamente después de su pedido de auxilio a Rodbertus, en lo que hace al importante papel económico que ha desempeñado la esclavitud en la historia, prosigue: «Con respecto al fin de la Edad Media, Marx mismo proporcionó el material que permite refutarlo, al considerar que el desalojo de los vasallos ingleses campesinos por los señores feudales, que transformaron el suelo en tierras de pastoreo de ovejas con pocos pastores, los llamados enclosures, en razón del precio creciente de los pastos, y la transformación de aquellos campesinos en proletarios libres que a partir de ese momento se ofrecieron a la naciente manufactura, constituyó una de las primeras causas de la «acumulación» originaria del capital. Si bien esta «revolución agraria» se remonta en última instancia, según Marx, al origen de la manufactura de la lana, sin embargo, según su propia exposición, los poderes feudales, los landlords ávidos de ganancia, se convierten en uno de sus más poderosos resortes, es decir, un poder político se convierte en un eslabón en la cadena de las transformaciones económicas». Y ni una palabra más. Ahora bien, sabemos en efecto que Marx, en opinión de ciertos sabios burgueses, habría caído presa de sus «propias contradicciones», pero en qué y cómo se habría refutado a sí mismo en la cuestión considerada por el señor Barth, ello escapa a la comprensión de nuestro humilde entendimiento. La argumentación del señor Barth podría adquirir ciertos visos de probabilidad si los landlords «se hubieran apoderado de la manija de la legislación» para expropiar a los campesinos —decimos: ciertos visos, pues ciertamente también en ese caso la política estaría determinada por la economía. Pero, si se revé el pasaje en Marx, se encuentra que la legislación realizó precisamente algunos débiles intentos de oposición a esta revolución económica, fracasando empero en razón de las exigencias de la incipiente producción capitalista, que el gran señor feudal desalojó a los campesinos de sus tierras y usurpó la propiedad comunitaria al tiempo que mantenía «una obstinada oposición al reino y al parlamento». La «auto-contradicción» en que cae Marx consistiría, pues, en que el señor Barth transforma con su fórmula mágica a «los poderes feudales, a los landlords ávidos de riquezas» en un «poder político». Y en este caso, la igualación es ciertamente cosa de brujos.

    A continuación de los pasajes citados, el señor Barth «se remonta aún más atrás» y trata de demostrar que los poderes feudales deben su origen a «momentos políticos». Podemos pasar por alto este punto, en primer lugar, porque aquí el señor Barth ya no sigue polemizando contra Marx y Engels, sino que busca suministrar una prueba totalmente caduca con toda suerte de sofismas y verbalismos extraídos de ciertas autoridades burguesas, y por otra parte, por cuanto el origen social del feudalismo está, por así decirlo, a la mano y ha sido probado recientemente, de modo fehaciente, por el más importante de los historiadores burgueses alemanes de la actualidad [Lamprecht, Deutsche Geschichte, tomo II, p. 89 ss. 40]. El señor Barth trata de probar la dependencia de la economía respecto de la política en la «edad moderna» afirmando que el comercio, en la época de los descubrimientos, habría sido una consecuencia del afán de conquista, es decir de las expediciones emprendidas por motivos políticos. Mas hemos visto ya en un capítulo anterior el contexto económico en que se dan en la historia los descubrimientos y los inventos, y no nos resulta ya necesario detenernos en el «afán de conquista», etc., que impulsara a Colón; el comercio no fue una consecuencia de los descubrimientos, sino que llevó a ellos; también en este caso la economía fue la última instancia. Y si el señor Barth hace referencia, finalmente, a la estrecha conexión entre la forma de estado de la monarquía absoluta y los monopolios, que sólo bajo esta forma son posibles en tan gran número, debería haber sabido ya por las lamentaciones de Lutero sobre las «sociedades monopólicas», que los monopolios existieron mucho antes que las monarquías, absolutas, y que no se llegó a esta situación por los monopolios como una forma económica de la monarquía absoluta, sino por la monarquía absoluta como una forma política del modo capitalista de producción.

    Y con estos cinco golpes contundentes, el señor Barth cree haber derribado al materialismo histórico en cuanto éste hace depender a la política de la economía.

    A continuación, el señor Barth pretende refutar el punto de vista de Marx según el cual las relaciones de propiedad constituyen la expresión jurídica de las relaciones de producción, o sea, como lo expresa el señor Barth, que el derecho es «una mera función de la economía». «Esto a primera vista aparece como falso, puesto que es posible concebir las mismas relaciones de producción bajo las formas jurídicas más diversas; Marx mismo habla de la agricultura en un régimen comunista sin esclavitud, así como de la agricultura en un régimen de propiedad privada acompañada de esclavitud, esto es, de dos formas jurídicas distintas en un mismo estadio de la producción». ¿Pero esto es realmente así? Puesto que el señor Barth escuchó alguna vez que la agricultura es una rama de la producción, piensa que es también una relación de producción y un estadio de la producción. Según el punto de vista de Marx, el régimen de propiedad del suelo se origina y se modifica de acuerdo a las relaciones de producción de la agricultura; según si ésta se practica en un régimen de economía comunitaria o en un régimen de economía privada, pudiendo y habiéndose desarrollado cada uno de ellos en los más diversos estadios productivos, se origina un régimen de propiedad comunitaria o privada, con los más diversos matices. «A primera vista, esto parece correcto», mas para el señor Barth todo da lo mismo: el miembro de la gens y el propietario latifundista romano, el miembro de la marca y el señor feudal, el campesino, el hidalgo, el vasallo; todos ellos pertenecen a la rama productiva de la agricultura; por consiguiente, están en una misma relación de producción y en el mismo estadio productivo, y sólo al régimen jurídico, que lleva una existencia propia autónoma, que nos viene de arriba, quién sabe de dónde, puede atribuírsele el que les haya cabido a cada uno una suerte tan distinta.

    No obstante, «para no mencionar ejemplos más lejanos», así afirma el señor Barth, «vemos aún en nuestros días cómo ciertas ideas jurídicas y ciertos principios económicos han creado una legislación laboral que tiende a ser ampliada continuamente, primero en Inglaterra, y posteriormente en la casi totalidad de los países civilizados, contrarrestando el libre juego de los poderes económicos». Con esta frase, el señor Barth pone en evidencia, por lo pronto, que no ha comprendido al materialismo histórico ni siquiera superficialmente, ya que ve en la consigna más trivial del grupo de Manchester, la quintaesencia del mismo. En lo que a esto respecta, él bien sabe, a partir de «El capital» de Marx, que la legislación fabril inglesa fue el resultado de una lucha de clases extremadamente larga y difícil entre la aristocracia, la burguesía y el proletariado; por lo tanto, ella tuvo una raíz económica, y no una raíz moral o política. Y en lo que respecta a las «demás civilizaciones», el señor Barth debería saber, al menos de su querida patria, la escasa influencia que tienen las «ideas jurídicas y los principios políticos» sobre, los poderes económicos. Las consecuencias benéficas de la legislación fabril inglesa estaban ya a la vista de todo el mundo hacía unos cuantos decenios cuando el parlamento de Alemania del Norte deliberaba sobre el código industrial en el año 1869, y aun cuando el desconocimiento sobre la situación inglesa de este esclarecido cuerpo legislativo hubiera sido total, los pocos diputados socialdemócratas se ocuparon de señalarle las «ideas jurídicas y los principios políticos» de la legislación fabril inglesa. Pues bien, ¿acaso el parlamento alemán tuvo en cuenta la exhortación a incorporar al código industrial una protección legal del obrero, por añadidura muy modesta y limitada? Ni pensarlo. ¿Y cuál fue la razón? El señor Barth puede conocerla si acude a los historiadores oficiales del estado prusiano: «En algunos parágrafos del código industrial se puede percibir ciertamente que los intereses del empresariado estaban fuertemente representados en el parlamento» [Treitschke, Deutsche Kdmpfe, p. 516].

    Y decir esto es poco, por más que Treitschke se esfuerce denodadamente en rechazar el cargo de egoísmo de clase del parlamento de Alemania del Norte; pero este testimonio arrancado a regañadientes basta para hacer saltar por los aires todo el palabrerío acerca decisivo de los papeles en la historia de la industria» [Karl Marx, El Capital, Tomo I, p. 536]. En este pasaje, para no hablar de otros muchos, se percibe ya cuán alejada se halla la teoría de la historia de Marx de una «negligencia» respecto de las fuerzas naturales o aún del clima.

    Pero siempre que la naturaleza admite la existencia de los hombres y el despliegue de un proceso social de producción, estos factores naturales del trabajo se incorporan a este proceso; éste se apodera de los mismos, los transforma, los somete, y a medida que crece el dominio del hombre sobre la naturaleza, disminuye la gravitación de éstos. Sólo juegan su papel en la historia de la sociedad humana por intermedio del proceso de producción y por ello resulta totalmente exhaustivo Marx cuando afirma que es el modo de producción de la vida material el que condiciona en general al proceso social, político y espiritual de la vida. En cada modo de producción se halla contenido, en cada caso, el condicionamiento natural del trabajo y la naturaleza, al margen de esto, no influye en la historia de la sociedad humana. Con otras palabras, esto significa que el mismo modo de producción determina de igual manera al proceso social de vida aun con climas, razas y demás factores naturales totalmente similares. Permítasenos confirmar una vez más estas dos proposiciones con ejemplos históricos, que no tomaremos de situaciones civilizadas, para dar mayor vigor a la demostración, pues en las mismas el dominio del hombre sobre la naturaleza está más o menos avanzado, sino de situaciones de la época bárbara, donde el hombre se encuentra aún casi totalmente dominado por la naturaleza que le es extraña y que se le enfrenta como incomprensible.

    «En todos los pueblos con propiedad colectiva se encuentran los mismos vicios, las mismas pasiones y virtudes, casi las mismas costumbres y modos de pensar, pese a las diferencias de raza y de clima. Los condicionamientos artificiales provocan en las razas configuradas de manera distinta por las condiciones naturales, fenómenos similares». Estas son las palabras de Lafargue, quien, por condicionamientos artificiales entiende la serie de las condiciones sociales [Lafargue, Der Wirtschaftliche Materialismus nach den Anschauungen p on Karl Marx, p. 32].

    Lo citamos precisamente porque se refiere en particular a la raza y al clima; con respecto al hecho mismo de que en «todos los pueblos con propiedad colectiva», esto es, para los tiempos pretéritos de las sociedades gentilicias, el proceso total de la vida se desarrolla de manera similar, podrían aducirse una cantidad de testimonios de los escritos de Morgan, Engels, Kautsky y otros. Por otra parte, el mismo señor Barth, en otro pasaje de su obra, hace referencia a la «igualdad de todas las sociedades» en los comienzos de la cultura, y remite expresamente a la memorable obra de Morgan, en la que no parece haber presentido la presencia diabólica del materialismo histórico. Pero si, según el señor Barth, Morgan ha logrado probar la organización gentilicia para la mayor parte de la tierra, desde China hacia el occidente hasta América del Norte, dándola por supuesto, «con toda razón, para la pequeña parte restante, para las cuales carece de pruebas», ¿qué tienen que ver en ese caso, el clima y la raza con la historia de la sociedad humana allí donde esta sociedad pende aún del cordón umbilical de la naturaleza?

    Y a continuación, un ejemplo muy notable de cómo, con un clima y una raza totalmente similares, los distintos modos de producción determinan de manera diversa al proceso de la vida en su totalidad. Lo extraemos de una obra del célebre viajero norteamericano Kennan, que con sus claros ojos y su recto entendimiento había descubierto ya, a su manera, como muchacho de veinte años, al materialismo histórico, sin tener la menor idea ni de Marx, ni de Engels, ni tampoco de su compatriota Morgan [Kennan, Zeltleben in Sibirien, p. 151 ss. 58]. En la parte norte de la Península de Kamchatka, aproximadamente la zona más inhóspita de la tierra habitable, viven los koriacos, una estirpe compuesta por alrededor de cuarenta familias patriarcales, que vive de la domesticación y la cría del reno. Debido a este modo de producción se ven obligados a llevar una vida nómada. «Una manada de cuatro a cinco mil renos remueve en pocos días la nieve en un ámbito de una milla, consumiendo todo el musgo que allí se encuentra, y claro está que luego es preciso buscar un nuevo lugar. Los koriacos se ven obligados a ambular, si no quieren que la manada perezca, pues al aniquilamiento de ésta seguiría ineludiblemente el propio exterminio». El grado de dependencia de los koriacos respecto de la naturaleza se refleja en sus simples representaciones religiosas. Su única religión consiste en la veneración de los espíritus malignos. Los sacerdotes de esta religión deben hacerse azotar para dar pruebas de la autenticidad de sus revelaciones; si resisten el castigo sin arranques de debilidad, se los reconoce como servidores de los espíritus malignos, y se cumplen sus mandatos a pesar de todos los trucos que ejecutan como farsantes engañados cuando tragan carbones prendidos o realizan otras extravagancias similares. «Esta es la única religión posible para estos hombres bajo las circunstancias dadas. Si un grupo de mahometanos, ignorantes y bárbaros fueran trasplantados a Siberia del Norte y obligados a habitar durante siglos en las salvajes y oscuras regiones de las montañas del Stanowoi, donde padecerían terribles tormentas cuyo origen no podrían explicar, donde perderían a sus renos por una peste que hace escarnio de todos los medios humanos, amedrentados por la aurora boreal que parece poner en llamas a toda la creación, diezmados por epidemias cuya causa no podrían comprender y a cuyas desastrosas consecuencias se enfrentan impotentes, sin ninguna duda que perderían paulatinamente su fe en Alá y en Mahoma, y se convertirían en shamanitas, lo mismo que los koriacos de Siberia». La iglesia rusa se esfuerza por convertir a todas los paganos siberianos al cristianismo; sus misioneros, empero sólo tienen un éxito relativo entre las tribus sedentarias; cuando se trata de los errantes koriacos, todos sus esfuerzos rebotan sin dejar huella, y con razón, afirma Kennan, ya que a la conversión de estos nómadas debería preceder antes una transformación total del modo de vida, es decir del modo de producción.

    Este modo de producción, sin embargo, no sólo ata a los koriacos a ideas religiosas simples, sino que los fuerza también a costumbres bárbaras, a negar lo que Kennan llama «las emociones más fuertes de la naturaleza humana». Matan a todos los ancianos; empalan o lapidan a sus enfermos cuando ya no hay esperanzas de recuperación; «con una atroz exactitud» saben distinguir entre los diversos géneros de matanza. Pero todos los koriacos ven en la muerte violenta por la propia mano de sus más cercanos parientes el fin natural de su existencia; nadie pretende otra cosa. «La esterilidad del suelo en Siberia del Norte y el rigor del largo invierno motivaron que el hombre, como único medio de procurarse el sustento, domesticara el reno; la domesticación del reno hizo necesaria la vida nómada; la vida errante hizo que la enfermedad y la debilidad de los ancianos fuera particularmente penosa, y ello llevó finalmente a la matanza de los viejos y de los enfermos como una medida prescripta por la prudencia y la compasión». Y Kennan destaca nuevamente, con razón, que esta terrible costumbre no suponía una crudeza innata, originaria, de los koriacos. Es una consecuencia del modo de producción mismo, que convierte a los errantes koriacos en una estirpe honrada, hospitalaria, generosa, valiente, independiente. Los koriacos tratan a sus mujeres y a sus hijos con gran bondad; a lo largo de la relación de más de dos años que mantuvo con ellos, Kennan no observó nunca que se castigara a una mujer o a un niño, y él mismo fue tratado «con tanta bondad y tan generosa hospitalidad», como sólo había experimentado en un país civilizado de habitantes cristianos.

    Ahora bien, sucedió que trescientos o cuatrocientos koriacos perdieron sus renos por una peste, y se vieron forzados así a una vida sedentaria. Habitan en las costas en casas que levantan con maderas flotantes y practican la pesca y la caza del lobo marino; capturan también los esqueletos de las ballenas que despojados de sus carnes por los balleneros norteamericanos y rusos, son llevados a la costa por el mar. Mantienen relaciones comerciales con campesinos y comerciantes rusos, con los balleneros norteamericanos. Escuchemos ahora a Kennan de qué manera la modificación del modo de producción ha modificado todo el proceso de la vida de los koriacos. Así, escribe: «Los koriacos que habitan en el Golfo de Penschina son indudablemente los nativos peores, más desagradables, más rudos y corrompidos de todo el noroeste de Siberia. Son crueles y rudos por naturaleza, desvergonzados frente a todos, vengativos, desleales y mentirosos. Desde todo punto de vista son lo contrario de los koriacos nómadas». Luego atribuye estas modificaciones, en particular, al tráfico comercial de los koriacos que habían adoptado una vida sedentaria, y concluye: «Conservo para los numerosos koriacos errantes la más sincera y entrañable admiración, pero sus parientes sedentarios constituyen la peor clase de hombres que he conocido en el norte de Asia, desde el Estrecho de Behring hasta los montes del Ural». Y sin embargo, en lo que se refiere al clima y a la raza, no podría descubrirse ni con la lupa más poderosa la menor huella de una diferenciación entre los koriacos nómadas y los sedentarios.

    Pero dejemos estas observaciones aforísticas que, para decirlo una vez más, no proporcionan una exposición exhaustiva del materialismo histórico, sino que sólo pretenden rebatir las objeciones que se le han hecho. Quien quiera conocerlo detenidamente tiene que estudiar los escritos de Marx, Engels, Morgan, Kautsky, Dietzgen, Bürkli, Lafargue, Plejánov, los anuarios de Die Neue Zeit. Considerando estos trabajos, Engels bien pudo decir que se había probado la corrección de la investigación materialista de la historia, y si el señor Barth se lamenta de que Engels «desgraciadamente» no nombra los trabajos a que hace alusión, nuestro sabio amigo olvida que Engels no escribe para los docentes alemanes, sino para trabajadores pensantes. Si Engels escribiera para los docentes alemanes, quizá hubiera sido tan complaciente —¿quién sabe?— como para explayarse sobre el asunto mucho más de lo que era necesario en el caso de trabajadores pensantes.

    Si después de esto se puede decir que el materialismo histórico posee ya una base sólida e inconmovible, no queda dicho con ello, ni mucho menos, que todos los resultados por él obtenidos son incontrovertibles, ni tampoco, que ya no le queda nada por hacer. Cuando el materialismo es utilizado impropiamente como un cartabón —y también esto ha ocurrido—, conduce a errores semejantes a cualquier cartabón utilizado en la consideración de la historia, y aun cuando se lo aplique correctamente como método, las diferencias en el talento y en la formación de aquellos que lo apliquen, o las diferencias en el género y en el volumen del material del que se dispone, llevarán a diferencias en la concepción. Lo cual resulta totalmente evidente, ya que en el ámbito de las ciencias históricas no es en absoluto posible llevar a cabo una prueba matemática exacta, y quien crea poder rebatir el método materialista de la investigación histórica por tales «contradicciones» no debe ser perturbado en su juego. Las «contradicciones» de esta especie sólo serán motivo, para las personas razonables para examinar quién, entre los investigadores que se contradicen, ha llevado a cabo una investigación más exacta y detenida, y de ese modo, precisamente a partir de tales «contradicciones», el método obtendrá mayor claridad y seguridad, tanto en su manipulación como en sus resultados.

    Pero la tarea que le queda al materialismo histórico es aún inmensa antes de que llegue a iluminar en sus innumerables ramificaciones a la historia de la humanidad; nunca podrá desplegar todas sus fuerzas en el terreno de la sociedad burguesa, en razón de que su fuerza creciente habrá de destruir esta sociedad. Se puede reconocer ciertamente que los historiadores más conscientes de la burguesía sucumben hasta cierto punto a la influencia del materialismo histórico, y lo hemos reconocido así repetidamente en este esbozo; sin embargo, a esta influencia se le impone un límite determinado.

    Mientras exista una clase burguesa no será posible abandonar la ideología burguesa, y el mismo Lamprecht, el más célebre representante de la así denominada corriente «histórico-económica», comienza su Deutsche Geschichte [Historia de Alemania] con un esquema introductorio, no acerca de la economía alemana, sino acerca de la «conciencia nacional alemana». El idealismo histórico, en sus ramificaciones más diversas, teológicas, racionalistas y también naturalistas, constituye la concepción histórica de la clase burguesa, de igual manera que el materialismo histórico constituye la concepción de la historia de la clase trabajadora. Sólo con la emancipación del proletariado el materialismo histórico alcanzará toda su plenitud, se convertirá la historia en una ciencia en el sentido estricto de la palabra, se convertirá en lo que debió ser siempre, pero que no ha sido nunca: en la rectora y maestra de la humanidad». (Franz Mehring; Sobre el materialismo histórico y otros escritos filosóficos, 1893)


    Anotación de Bitácora (M-L):


    En respuesta a la consulta de este documento, Engels notificaría a Mehring su satisfacción por el trabajo realizado:

    «Empezaré por el final, es decir, por el apéndice sobre el materialismo histórico, en el que expone usted los hechos principales en forma magistral, capaz de convencer a cualquier persona libre de prejuicios». (Friedrich Engels: Carta a Franz Mehring, 14 de julio de 1893)


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