Un marxista chileno, llamado Carlos Pérez Soto, tiene un texto breve bastante clarificador sobre Foucault y sus implicancias políticas para la causa. Básicamente lo define como un romántico, es decir, como un intelectual que quiso superar a la Ilustración criticando a la apología a la Razón (de ahí su irracionalismo posmoderno), pero que en realidad sólo se convirtió en su contrario directo sin superarla dialécticamente: "No ha salido nunca de la dicotomía entre Ilustración y Romanticismo, no ha construido un pensamiento post ilustrado. Ha formulado simplemente uno neo romántico". Para Pérez, el romanticismo moderno y el neoromanticismo posmoderno tienen continuidad histórica a través de Foucault y el foucaultismo, lo cual sitúa a ese paradigma en un lugar servil a la clase dominante dadas las capacidades del Capital de administrar el intercambio desigual del poder: "el neo romanticismo de la fragmentación, el borde y el micro poder, es perfectamente funcional a un poder que es capaz de administrar la diversidad".
El texto donde escribe estas cuestiones se llama "Contra-Foucault" y lo adjunto a continuación:
Contra Foucault, una hipótesis
Carlos Pérez Soto
Profesor de Estado en Física
Alguna vez Michel Foucault fue monaguillo (2) Se dice que su familia, de la burguesía acomodada y provinciana de Poitiers, sólo adhería formalmente al catolicismo. Pero ¿qué puede ser el catolicismo para este tipo de familias sino un conjunto de prácticas rituales, formales? Históricamente el catolicismo francés ha producido una cultura hipócrita, plena de doble estándar, conservadurismo y racionalismo ilustrado. Dos cuestiones son centrales en esta cultura. Una es la extraordinaria profundidad y persistencia con que se fija en los modos de pensamiento de los que se crían en ella, ligados a sirvientas católicas3 , capillas de parroquias de provincia y colegios de curas. Otra es su profunda conexión con el pensamiento ilustrado, que hace que la ilustración francesa sea tan distinta de la inglesa o la alemana. Esto produce una apretada amalgama de teísmo, racionalismo e idealismo ético, bastante difícil de desenredar, y gracias a la cual los científicos franceses o los profesionales de la filosofía pueden ser católicos secularizados sin contradicciones aparentes.
Un efecto de la primera cuestión es que los intelectuales franceses que se rebelan contra las raíces de su propio pensar no suelen ir más allá de un cierto catolicismo negativo. Padecen constantemente la propensión a formular sus rebeldías como el reverso exacto de la opresión católica. La obsesión por la violación de un cura, omnipresente en los escritos de Bataille, es un buen ejemplo de esto. Ciertos delirios en torno a conventos y abadías, quizás escritos por Sade, son otros tantos ejemplares de este “catolicismo con signo menos”. La desgracia de estas rebeliones parece ser el que estos intelectuales nunca logran abandonar la operación del pensamiento que entraña ese catolicismo originario. A lo sumo consiguen ser, de maneras frecuentemente truculentas, ex católicos.
Un efecto de la segunda cuestión – la conexión con la Ilustración – es que las dicotomías, que son el centro y el alma del pensamiento ilustrado, tienden a ser pensadas con un tinte de dramatismo existencial que sólo logra extremarlas, dificultando su superación. La muerte es una nada bruta para estos atormentados franceses, completamente exenta de vida. La verdad, posible o no, es completa, clara y contundente, sin la menor mácula de lo falso. Cuando existe es pensada como objeto, cuando no existe es, de nuevo, la bruta nada de la que no puede surgir nada. Las determinaciones operan sin atenuantes. La necesidad es ligada a la teleología, cuando existe, pero si no existe se disuelve en el azar contingente, tan bruto como la nada.
Ya sea a través de la confianza directa en un Dios, lejano, abstracto, exterior, o a través del apenas velado teísmo de la masonería, que hace descansar en la materia, o en la arquitectura natural, la misma clase de fe, la catolicidad francesa puede ser un reino apacible para los intelectuales cómodos. Pero, este reino de extrema dicotomía, sólo puede ser un infierno laico, secular, escéptico, para sus disidentes. En la dualidad milenaria, cielo o infierno, alimentada de platonismo e ilustración, Foucault escogió el infierno, sin salir nunca de ella.
No es raro entonces que su pensamiento nos instale permanentemente en la dicotomía.
No se puede pensar en términos de sujeto porque eso sería pensar en términos cartesianos. No se puede pensar en términos universales porque eso sería pensar al modo de la Ilustración.
No se puede pensar en términos de totalidad porque eso es el pensar totalitario. La historia no se puede pensar como conjunto puesto que sería incurrir en determinismo y teleología.
No se puede pensar el poder como tal porque el poder no es uno.
Pero frente a este polo, el de la universalidad ilustrada, el sujeto consciente, el del imperio de la totalidad como ley necesaria y teleológica ¿qué nos ofrece? La idea de subjetivación contingente, la idea de lo singular viviente, del fragmento, del borde, de la serialidad y la diferencia irreductible, la idea de lo micro (micro poder, micro física, micro resistencia), en que uno no sabe si se trata de una filosofía de la diferencia o simplemente de la menudencia.
Pero ¿qué son estos temas sino los viejos temas del romanticismo, extremados o suavizados con una retórica más o menos truculenta? Foucault cree que se puede ir más allá de las dicotomías modernas simplemente reduciendo cada una a uno de sus polos.
Frente al sujeto cartesiano (consciencia, cosa, razón, permanencia) pone a la subjetivación contingente (efímera, transgresora, resistente) como si no hubiera otra alternativa. Frente a lo universal homogéneo y homogeneizador pone lo singular inagarrable, como si estuviésemos obligados a optar. Frente a la necesidad y el determinismo pone el simple azar serial como si necesidad y determinismo se implicaran mutuamente, como si no existieran otras formas de pensar lo posible. Frente a la unidad del poder, que le parece una mera ficción, sólo nos ofrece la fragmentación de la resistencia, o el azar de la serialidad, como si toda organización fuese sinónimo de totalidad totalitaria.
No ha salido nunca de la dicotomía entre Ilustración y Romanticismo, no ha construido un pensamiento post ilustrado. Ha formulado simplemente uno neo romántico.
Mis objeciones frente a esto son dos. Una es que es perfectamente posible pensar más allá de las dicotomías que reproduce, aunque anule cada vez uno de los términos. La otra es que el neo romanticismo de la fragmentación, el borde y el micro poder, es perfectamente funcional a un poder que es capaz de administrar la diversidad.
En el primer argumento la cuestión general es que es perfectamente posible compartir las críticas de Foucault al pensamiento clásico (muchas de ellas profundas y fundadas) sin compartir las consecuencias que obtiene.
Se puede rechazar la idea cartesiana de sujeto, o incluso aceptar la idea de subjetivación permanente, sin llegar a la conclusión de que sólo hay subjetividad en lo singular. Las operaciones del pensamiento que describe en sus epistemes pueden ser imaginadas perfectamente como operaciones de un sujeto transindividual, que sólo exista en su actividad de subjetivarse, que ES, sin embargo, de manera sustantiva. En contra de lo que parece creer Foucault, no sólo los individuos pueden ser sujetos (cosa que a los franceses parece urgirles), y no sólo lo singular puede ser subjetivación.
Se pueden aceptar las críticas a la idea de universalidad homogénea y homogeneizadora sin llegar a la conclusión de que sólo lo singular es real, o el azar. Lo universal puede ser pensado como diferenciado y, EN él, lo particular puede pensarse como real, autónomo, libre, y referido al contexto que lo produce. Sólo una mentalidad cripto totalitaria puede creer que referencia y determinación, o que determinación y determinismo, son la misma cosa.
Se puede sostener que la historia adquiere sentido para una voluntad racional sin tener que ligar determinismo, necesidad y teleología, que son nociones que no se implican entre sí, en las que pueden afirmarse unas sin afirmar las otras sin contradicción. Sólo un incurable pensamiento de la dicotomía puede creer que “voluntad” y “racional” son dos términos incompatibles. Como si la razón estuviese obligada a ser lo que los ilustrados llaman “razón”, como si voluntad y arbitrio fuesen lo mismo. Como si la razón misma no pudiera ser pensada como deseante.
Se puede completar y enriquecer el examen de la operación del poder sin dejar de pensar al poder efectivo como uno y abarcable.
Y hacer estas operaciones en el orden del pensamiento no es sólo un gusto erudito, o una manía de intelectual racionalista, sino que tiene que ver directamente con las nuevas formas del poder y del disciplinamiento.
Una sociedad como la actual, que produce diversidad y domina administrándola, no es un universal homogeneizador. Opera más bien como un universal real y al mismo tiempo diferenciado y diferenciador. Una sociedad cuyo poder reside en administrar diferencias no es contradictoria con lo local o lo singular. Para ella el borde es funcional y el afuera es integrable. La trasgresión es su modo de ser. Lo micro es el ámbito que mejor domina.
En un poder como el actual, en que el dominio es interactivo, en que la tolerancia es un modo de administración, en que la humanización puede ser puesta al servicio de la reproducción de la dominación, es necesario reconocer dos órdenes del poder: el poder local, que es real, que es diverso, y el poder que administra lo local, que es uno, aunque ya no tenga un centro geográfico, que es identificable, aunque “sólo” sea una función poder, una función móvil.
Ante un poder como éste resistir en el borde y en lo local, en la singularidad del cuerpo o la serie, es condenarse a vivir el reformismo de la autonomía local, o el ultra izquierdismo de lo micro, funcionales ambos a un disciplinamiento de nuevo tipo, que no requiere de la homogeneización pero sí de un límite que mantenga el orden común de la totalidad. Se puede resistir y construir en lo local poderes reales, e incluso fuertes, trasgredir la universalidad desde ese borde, y cada una de estas operaciones podría ser perfectamente posible y útil para el poder: ejemplos estigmatizables y exterminables que confirman que la buena opción es lo diverso pero integrado.
La política foucaultiana fue apropiada para el capitalismo fordista y es una terapia adecuada para católicos en rebeldía. Hoy no es sino fragmentación funcional a los poderes altamente tecnológicos, que se limita a reivindicar la diferencia que ya es posible. Esto es lo que siempre ha sido la política reformista: el arte de lo posible. Y del desastre de las grandes revoluciones, del retroceso que nos liga a la lógica de la derrota, siempre es posible hacer surgir esta especie de “por lo menos”: sino la sociedad al menos nuestro barrio, sino el mundo al menos nuestros cuerpos, sino la felicidad al menos la apacible y sosegada pasión tardía de la “amicitas”. No es poca cosa pasar de Bataille a Cicerón. Un poco más de tiempo, un poco más de desencanto, y allí está esperando San Jerónimo, un poquito más allá Orígenes, a penas a la vuelta de esa esquina San Agustín. Suele ocurrir, se ha visto. Los católicos están perdidos, por mucho que vivan maldiciendo al Dios que lo educó, sólo logran ser ex católicos... y el tiempo en ellos puede curarlo todo.
La política revolucionaria, en cambio, siempre ha sido el arte de ir más allá de lo posible, de hacer posible lo que la dominación ha decretado como imposible. Es la política de lo que el poder no puede dar, y eso es hoy la universalidad. Lo universal, la libertad, la posibilidad de ser felices.
Pero, qué vamos a hacer!, los ex católicos nos objetarán nuevamente con una dicotomía. Como sólo logran concebir la felicidad como general, permanente y homogénea, de la crítica a semejantes ingenuidades sólo pueden obtener una conclusión dramática: la felicidad es imposible. Es una ficción ideológica, es un recurso de consolación, una mera construcción discursiva, a lo sumo una ilusión pasajera. (Séneca!, Epicteto!, San Jerónimo!). ¿Nunca se enteró Foucault de que estos autores son los clásicos de la consolación?. ¿Nunca supo que fueron lecturas obligadas durante mil años entre conservadores y reaccionarios?. Es obvio que no se puede responder afirmativamente a estas preguntas. Sería simplemente un insulto para un historiador erudito y estudioso como él fue.
No voy a extender las muchas hipótesis que contiene este texto hacia alguna especulación, a estas alturas sólo posible para un espiritista, acerca de cual era la dirección de los últimos textos que escribió, ni acerca de en qué camino se estaba embarcando. La única cuestión que me interesa de esto es una idea muy básica: la manera más directa de hacerse conservador es llegar a la conclusión de que la felicidad es imposible. Y una manera muy francesa de llegar a esta conclusión es haber partido de la noción ilustrada de felicidad sin llegar nunca, aún a costa de experiencias truculentas en el cuerpo y el alma, a superarla.
Ante los desencantados, ante los hijos de la derrota, ante los hijos de los hijos de la derrota, vale la pena insistir en este simple axioma: la política revolucionaria es el arte de hacer posible lo imposible.
Santiago, Noviembre de 2005.
Notas:
1 Texto presentado al encuentro “Foucault fuera de sí”, en la Universidad Arcis, en Santiago de Chile, en Noviembre de 2005.
2 “Todo el mundo, por supuesto, asiste los domingos a misa. ... Paul-Michel ayudará durante un tiempo a oficiar la misa como monaguillo”. Didier Eribon, en “Michel Foucault”, Ed. Anagrama, Barcelona, 1992, pág. 24
3 “Una niñera se ocupa de los hijos, una cocinera de la casa, tendrán incluso chófer...”. Didier Eribon, op. cit., pág. 23