Aunque está cada vez más en crisis su ideario a nivel mundial, como volvió a mostrar la reciente reunión del G20, los neoliberales, desde el gabinete de Macri hasta los más recalcitrantes del tipo de José Luis Espert o Javier Milei, comparten un menú parecido de falacias liberales para fundamentar la profundización del saqueo y la decadencia nacional.
Esta semana tuvimos en la cumbre del G20 realizada en Buenos Aires, una muestra en primer plano de cómo el consenso globalista sostenido durante décadas por los esfuerzos de EE. UU. como principal potencia imperialista, se encuentra golpeado. Es nada menos que el presidente de dicho país quien ataca de hecho las dichosas ideas de “libre comercio” e “integración”, manteniendo hasta el último minuto la incógnita sobre el resultado de la reunión. A tal punto que consideran un éxito haber llegado al cierre con un comunicado intrascendente, de apenas 6 páginas, y en el que los EE. UU. dejaron explicitadas posturas disidentes respecto del Acuerdo de París sobre el cambio climático.
En estas condiciones, sostener el carácter virtuoso, necesario, natural e inmutable de las recetas de la llamada ortodoxia económica parece una tarea cada vez más contracorriente. Pero es lo que viene haciendo el gobierno de Macri desde que asumió, e intentando aplicar a un ritmo más rápido con el argumento de la crisis ya bajo la órbita del FMI. Desde el extremo de la ortodoxia más recalcitrante, todo un arco de economistas lo critica por su supuesto gradualismo, al que contraponen una versión más purista de la misma lógica: la raíz de todos los males no sería otra que el déficit fiscal, y los motivos del fracaso de Macri estarían en el camino “gradualista” para combatirlo.
Son las mismas cantinelas con las que los apologistas del orden social capitalista vienen tratando desde hace siglos de borrar toda evidencia de las contradicciones de este orden social basado en la explotación.
Dos siglos igual: la naturalización de las relaciones de producción capitalistas desde los tiempos de Marx
Como señaló tempranamente Karl Marx, los economistas liberales proceden como teólogos de una suerte de religión laica cuyos principios buscan, ante todo, naturalizar la desigualdad social generada por el orden capitalista. En Miseria de la Filosofía planteaba:
Los economistas tienen una manera singular de proceder. Para ellos no hay más que dos tipos de instituciones, las artificiales y las naturales. Las instituciones del feudalismo son artificiales, y las de la burguesía son naturales. […] Al decir que las relaciones actuales –las relaciones de la producción burguesa– son naturales, los economistas dan a entender que se trata de las relaciones en las cuales se crea la riqueza y se desarrollan las fuerzas productivas con arreglo a las leyes de la naturaleza. En consecuencia, esas relaciones son a su vez leyes naturales independientes de la influencia del tiempo. Se trata de leyes eternas que siempre deben regir la sociedad [1].
El liberalismo del siglo XVIII consideraba al individuo atomizado como punto de partida para explicar la sociedad. Esta visión, que era consecuencia a la vez de la disolución de las formas feudales y del desarrollo de las nuevas fuerzas productivas desde el siglo XVI, ponía al individuo como comienzo de la historia y no como un producto de su desenlace.
Lo insólito es que en pleno siglo XXI los neoliberales se siguen basando en esta visión del individuo atomista como punto de partida de la historia y la sociedad, cuando esta concepción fue superada no solo por el marxismo sino por las más variadas corrientes dentro de la teoría social de los siglos XIX y XX. Recordemos que aún una teoría tan propia del capitalismo estadounidense del siglo pasado como el estructural funcionalismo de Talcott Parsons se desarrolló a partir de lo que consideraba la necesidad de superar la concepción del utilitarismo de la acción humana propia del liberalismo decimonónico, a la que juzgaba completamente unilateral e ingenua. Sin embargo, los economistas liberales de hoy, haciendo caso omiso a toda crítica, continúan apoyando una concepción del “homo economicus” [2] que no resiste el menor análisis ni histórico ni sociológico.
En los más de doscientos años transcurridos desde que estas concepciones tuvieron su nacimiento, la socialización de las fuerzas productivas que producen la riqueza avanzó cualitativamente. Resulta grotesco ver hablar a los liberales de hoy (que se hacen llamar “libertarios”) sobre cómo la sociedad cercena el derecho de los individuos a disponer de su riqueza apelando a la noción de que esta habría sido producida por su libre iniciativa, cuando la verdad es que los ricos llegan a amasar y acrecentar sus fortunas involucrando ejércitos crecientes de trabajadores explotados (por no hablar de los turbios y cuando no sangrientos orígenes de estas grandes fortunas y herencias). Las empresas que más valor alcanzaron en los últimos tiempos se apoyan como nunca para hacer dinero en entramados de redes que tienen alcance mundial, aprovechados a la vez con formas de trabajo “colaborativas” que bajo la apelación a la iniciativa “individual”, “independiente” y “flexible” de los “colaboradores” o “asociados”, encubren formas de explotación precaria propias del siglo XIX.
Falacia 1: el Estado austero
En las últimas dos décadas del siglo XX, con el auge del neoliberalismo, se construyeron toda una serie de clichés convertidos en el tristemente célebre decálogo del Consenso de Washington. Con la intervención destacada de los organismos financieros internacionales, favorecieron la aplicación de medidas económicas (como las desregulaciones financieras, la baja de impuestos a las empresas y múltiples formas de precarización laboral) que incrementaron a niveles inéditos los negocios especulativos del capital, la desigualdad social y el poderío de las grandes empresas multinacionales.
Este repertorio de planteos sacralizados sin base empírica lo estamos escuchando hoy ante el hartazgo para dar cuenta de la decadencia de la economía nacional y sus crisis recurrentes.
Las usinas del pensamiento liberal y sus voceros políticos repiten una y otra vez que la crisis de la economía argentina es producto de que “gastamos más de lo que generamos” y que el “equilibrio de las cuentas fiscales” y el “déficit cero” son los objetivos a partir de los cuales comenzaría un ciclo de crecimiento económico persistente.
Tomemos al azar uno de los tantos discursos donde Mauricio Macri recurre a este planteo: “Cuando prometemos que vamos a achicar el problema del déficit, que los mercados lo discuten, les decimos sí, lo vamos a hacer (…) Si resolvemos eso, el crecimiento es ilimitado, es infinito porque nuestra capacidad, talento, creatividad son enormes” [3].
Esta idea de que el déficit público es la gran traba para el crecimiento la hemos visto planteada por los liberales hasta el hartazgo. Al tratarse el Presupuesto 2019, el diputado del Pro Luciano Laspina argumentó que son “70 años de déficit fiscal” lo que explicaría la decadencia nacional. Otro ejemplo reciente lo tenemos en la nota de Roberto Cachanosky que clama por el aumento del empleo público (y también de beneficiarios de AUH y jubilaciones): “Esa mayor masa salarial, que consume lo que genera el sector privado cobrándole impuestos, ahoga al sector productivo y elimina chances de crecer” [4].
Podríamos continuar con copiosas citas del impresentable Espert, o del debutante teatral en la calle Corrientes Javier Milei. Pero su protagonismo en el prime time televisivo lo vuelve redundante.
La falta de equilibrio fiscal sería la razón para una emisión monetaria sin control (la “maquinita”) y esto a la vez la causa de la alta inflación. En realidad, el ordenamiento de la política económica alrededor de terminar con el déficit fiscal primario se transformó en una suerte de “principio” de la mano de los avances del neoliberalismo. [5].
Este principio juega el papel de poner como la prioridad de toda la política económica el pago de la deuda pública. Es decir, salvaguardar ante todo el interés de los bancos y los especuladores. Esto se expresa aún en la forma en que se muestran las cuentas nacionales, donde el “resultado fiscal primario” se calcula excluyendo los pagos de intereses de la deuda pública. Por ejemplo, el proyectado “déficit cero” para 2019 por parte del Ministerio de Hacienda argentino, que reduce las partidas en todos los rubros sociales y en obra pública, consagra a la vez un crecimiento del 47 % en los recursos destinados al pago de intereses de la deuda pública, hasta casi $ 600.000 millones, un 3,2% del PBI.
Al mismo tiempo, se impulsan las denominadas “reformas estructurales”: reducir los gastos del Estado para bajar aquella parte de los impuestos que pagan las empresas y los ricos, nunca los que recaen sobre el pueblo trabajador (a esto le llaman “bajar el costo del Estado”), reformas previsionales que reduzcan aportes patronales y extiendan la edad jubilatoria, privatizaciones que abran negocios al capital privado; reformas laborales precarizadoras, etc.
Falacia 2: mejorar la rentabilidad capitalista “derrama” crecimiento económico y bienestar
Los primeros laboratorios de las políticas neoliberales como base para restablecer la rentabilidad capitalista para hacer frente a la prolongada crisis estanflacionaria de los años ’70 en las principales potencias imperialistas (que tenía como base una pronunciada caída en la tasa de ganancia) fueron el Chile de Pinochet y la ciudad de Nueva York en los EE. UU., ciudad de la cual los bancos tomaron directamente el control a mediados de los ’70. Luego, con la llegada de Reagan y Thatcher al poder el neoliberalismo se generalizó.
En la expansión internacional de las políticas neoliberales tuvo un papel relevante la asociación entre el Departamento del Tesoro de Estados Unidos con el FMI para imponer la reestructuración de las deudas de los países periféricos luego de la crisis de la deuda mexicana en 1982. Junto con el Banco Mundial, el FMI fue un activo promotor y ejecutor de las políticas de “fundamentalismo de libre mercado” y de la “ortodoxia neoliberal”. Las deudas eran reprogramadas a cambio de reformas institucionales que incluían el recorte del gasto social, flexibilización del mercado de trabajo y privatizaciones.
La deuda y el vaciamiento nacional por el empresariado: de eso no se habla
El salto en la introducción de las políticas neoliberales en nuestro país está directamente ligado con esos procesos. La dictadura militar impuso una política económica que favoreció la depresión de los salarios y un festival de negocios especulativos para el capital (con el auge de la llamada “patria financiera”) y de endeudamiento externo. En los siete años de dictadura, la deuda externa aumentó de USD 8.000 millones a USD 45.000 millones, incluyendo la estatización de la deuda privada de los grupos económicos locales y extranjeros, entre ellos el Grupo Macri. El juez Ballesteros detectó al menos 477 operaciones ilegales ocurridas en este proceso de endeudamiento, según consta en la causa emblemática iniciada a partir la denuncia presentada por Alejandro Olmos.
El descalabro de la deuda, como vemos, no es producto del “exceso de gasto público”. Por el contrario, el ciclo de endeudamiento permanente, en el que todavía estamos [6], hunde sus raíces en la “socialización” de la deuda de los grupos económicos. Desde la dictadura para acá llevamos pagados casi USD 600.000 millones (haciendo una suma simple, si trajéramos todo a valores de hoy sería todavía más) mientras que seguimos debiendo casi USD 400.000 millones contando todo el endeudamiento reciente.
Pero la deuda no fue solo un mecanismo de expoliación y una fuente para financiar la fuga de capitales, también sirvió como ya señalamos como vehículo para las políticas de apertura y desregulación que abrieron la posibilidad para concentrar el control de núcleos fundamentales de la economía en manos de unos pocos cientos de grupos económicos (cada vez más extranjerizados aun en el caso de la minoría que sigue apareciendo como “nacional”) y aplicar políticas que tuvieron un fuerte impacto regresivo, como fue la flexibilización laboral que avanzó con todo en los años ’90, y no retrocedió sustancialmente en los años 2000.
Estas políticas para incrementar los beneficios de los sectores empresarios son siempre impulsadas con el “relato” de que permitirán estimular la inversión, que vendría a dinamizar el crecimiento económico y mejorar el bienestar. Sin embargo, si esta pretendida dinámica virtuosa es de por sí falaz cuando los capitalistas responden invirtiendo, se ve agravada en el país por el hecho de que los principales grupos económicos vienen protagonizando hace décadas una fuga descomunal de capitales, que es correlato de un proceso inversor débil, lo que algunos investigadores caracterizan como “reticencia inversora” [7].
Para que nos demos una idea, los capitales fugados al exterior en las últimas décadas llegan según algunas estimaciones a USD 400 mil millones, lo que equivale a más del 80 % de la economía argentina. Solo tomando los períodos kirchnerista y de Macri, la formación de activos externos computada por el Banco Central llega a USD 100.000 millones en 2003-2016, y a USD 56.000 millones desde enero de 2016 hasta octubre de este año [8].
Acá tenemos la verdadera raíz de la decadencia nacional, que se confirma en múltiples dimensiones. Desde los años ’80 observamos cómo la productividad de la economía local como proporción de la de EE. UU. cae drásticamente.
En estas condiciones de decadencia, y como resultado de las crisis recurrentes y de la constante avanzada del empresariado contra los trabajadores favorecida por la flexibilización y precarización laboral, el resultado fue un permanente deterioro en las condiciones de vida del pueblo trabajador. El poder adquisitivo del salario es hoy poco más de la mitad del que llegó a tener en 1974. La desocupación entonces era de solo un 2,7 % cuando hoy supera el 9 %. El trabajo no registrado se ha elevado hasta un 35 % de los asalariados contra 20 % en 1974. La población en situación de pobreza llega al menos a un 25,7 % contra 4 % hace 40 años.
Una falsa explicación de la crisis actual
La crisis que empujó a Macri al FMI no se explica por el excesivo gasto público en educación, salud, jubilaciones e infraestructura. Esto es así en primer lugar porque el gobierno se ocupó de acrecentar el déficit fiscal, empezando desde el día 1 del mandato de Macri a reducir impuestos que gravan a las empresas y la riqueza personal de los “dueños”. Eliminación de retenciones (baja para la soja y sus derivados), reducción de bienes personales con la ley de blanqueo, y en 2017 una reforma tributaria que bajó contribuciones patronales y pagos de Ganancias para los dividendos no distribuidos, son parte de un combo que contribuyó al déficit fiscal al reducir la capacidad recaudatoria del Estado. Sin contar el blanqueo, en 2016 la presión impositiva bajó 2 puntos del PBI, y otro tanto ocurrió en 2017. Estamos hablando de alrededor de USD 20 mil millones en estos dos años. Otro tanto habría ocurrido en 2018 si la crisis no hubiera obligado al gobierno a dar marcha atrás con algunas eliminaciones de impuestos. Pero la mayor parte de los beneficios fiscales para los empresarios siguen su curso.
En segundo lugar, la explicación de la situación actual no puede achacarse al déficit porque la corrida fue producida por el descontrol monetario y cambiario creado por la bicicleta financiera producida por el Banco Central (BCRA) comandado por Federico Sturzenegger. A falta de “lluvia de inversiones” extranjeras que proveyeran dólares, y con un déficit externo creciente (por la caída de las exportaciones y porque la liberación del “cepo” permitió reactivar a toda máquina la fuga de capitales y utilidades que tampoco se había frenado entre 2012 y 2015), los dólares fueron provistos por los capitales especulativos estimulados por la posibilidad de hacer “carry trade”, aprovechando el diferencial de las altas tasas de interés locales para amasar fuertes ganancias de corto plazo luego reconvertidas en dólares.
En tercer lugar, la inflación que hizo estallar el esquema llevando a los especuladores a especular con el ajuste del tipo de cambio porque la revalorización del peso (al subir los precios había caído el “poder de compra” del dólar en moneda local) no se puede explicar por el déficit. Son el alto pasaje de la devaluación de fines de 2015 a los precios (el llamado “pass trough”), y los aumentos de tarifas, los principales elementos que explican el aumento de la inflación que acompañó desde el comienzo a Macri. Por otro lado, la “bomba” de las Lebac tampoco se explica por el déficit generado por un supuesto exceso de gasto público, sino por la decisión de absorber los pesos emitidos para comprar los dólares que ingresaban para la bicicleta financiera, creando de paso un formidable negocio para los bancos, fondos de inversión amigos y otros especuladores.
Así como lo hacen a nivel mundial, los catequistas del liberalismo utilizan un falso diagnóstico respecto de las causas de la decadencia nacional para justificar la aplicación de una política económica que implica transferencia de ingresos desde los trabajadores hacia la clase dominante y hacia sectores del capital financiero internacional. Contra esa visión que explica el endeudamiento externo y la alta inflación como producto de un “exceso de gasto público” y de “pedirle al mundo” con déficit externo (“gastamos más de lo que generamos”) hemos contrapuesto una explicación donde el salto en la decadencia nacional es producto de: una deuda pública impagable que solo sirvió al vaciamiento nacional; la desinversión y fuga sistemática de capitales; el control privado oligopólico del comercio exterior y el acaparamiento de la renta y la ganancia agraria por un puñado de grandes propietarios y productores agrarios y las exportadoras. A estas cuestiones debemos agregar el control de los recursos energéticos por monopolios nacionales y extranjeros así como la continuidad en manos privadas de empresas de servicios públicos esenciales, como el gas y la energía eléctrica.
Si este es el diagnóstico, la política para terminar con el atraso y la dependencia es claramente opuesta a la que pregonan el actual gobierno y el FMI pero también de las regulaciones limitadas aplicadas por las gestiones kirchneristas. Que a la vez tienen sus propias falacias, empezando por la idea de que la intervención estatal mediante el gasto público y otras medidas puede permitir que el Estado se ubique por encima de las contradicciones constitutivas del capitalismo y superarlas, como si no fuera parte constitutiva de las mismas y agente central para asegurar la explotación, determinado a la vez por las condiciones de la dependencia nacional.
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Sin dejar de pagar una deuda pública ilegal e ilegítima; sin la estatización del sistema bancario y del comercio exterior; sin la expropiación de la gran propiedad terrateniente; y sin establecer el monopolio estatal de todo el sector hidrocarburífero y toda la cadena de provisión energética y de los servicios esenciales bajo gestión de los trabajadores, solo continuaremos en el espiral de decadencia a la que nos ha conducido la clase dominante.
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NOTAS AL PIE
[1] Karl Marx, Miseria de la Filosofía, edición digital en Marxists.org.
[2] Homo economicus es el concepto utilizado en la escuela neoclásica de economía para modelizar el comportamiento humano fundamentando que se ajusta a sus preceptos, como la elección racional, y la maximización, manejando “información perfecta”.
[3] “Macri: ’Cumpliremos esta vez en reducir el déficit’”, La Nación, 30-06-2018
[4] Roberto Cachanosky, “La mitad más uno de los asalariados están registrados en el Estado”, Infobae, 13/11/18.
[5] Esta relación mecánica entre cantidad de dinero e inflación es presentada como completamente natural e incuestionable para la ortodoxia económica, aunque en la década que siguió a la crisis de 2008 tuvimos niveles de expansión monetaria sin precedentes por parte de los bancos centrales de varios de los países más ricos (la llamada “expansión cuantitativa”) sin que ocurriera ningún salto inflacionario de ese estilo.
[6] La deuda actuó como un condicionante central sobre la economía incluso en el período kirchnerista, durante el cual el peso proporcional de la misma (como porcentaje del PBI) se redujo. Pero esto ocurrió al precio de un formidable esfuerzo en transferencia de riqueza hacia los acreedores: los “pagos seriales” (por más de USD 200 mil millones según celebró la propia Cristina Fernández), insumieron una pérdida contante y sonante de dólares.
[7] La persistencia de esta acumulación de capital baja en relación con la rentabilidad hasta el final del período kirchnerista es confirmada por la investigación recién publicada de Martín Schorr y Andrés Wainer que forma parte del libro por ellos editado La financiarización del capital. Estrategias de acumulación de las grandes empresas en Argentina, Brasil, Francia y Estados Unidos, Buenos Aires, Futuro Anterior, 2018. Para un análisis de este proceso y sus causas en la Argentina reciente, ver Esteban Mercatante, La economía argentina en su laberinto. Lo que dejan doce años de kirchnerismo, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2015, Capítulo 6.
[8] Magdalena Rua y Nicolás Zeolla llegan a cifras de fuga de capitales aún mayores: de USD 176.228 millones durante los doce años de gobiernos kirchneristas un año de interinato de Eduardo Duhalde (“Desregulación cambiaria, fuga de capitales y deuda: la experiencia argentina reciente”, Problemas del Desarrollo 194 (49), julio-septiembre 2018).
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