Dejo un texto para animar el debate, donde la caricatura del "soy comunista" es otro ejemplo de libro de cómo autoconferirse un estatus de víctima, junto al "soy feminista", "negro", etc:
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El ensayista Mark Lilla critica en su libro The once and the future liberal las “políticas de identidad” del progresismo estadounidense, basadas en un elitismo universitario y en una mitificación de los movimientos sociales.
Todo empezó con un artículo en The New York Times. El ensayista Mark Lilla abrió un debate que ha sacudido a la izquierda estadounidense: ¿fue acertado que la campaña de los demócratas se centrara en la identidad -sexual, racial- de los votantes, especialmente de las minorías, en vez de lanzar un mensaje transversal que buscara apelar a todos los estadounidenses? La respuesta de Lilla es clara: esa estrategia resultó un completo desastre, y allí está la victoria de Trump para demostrarlo. Los mensajes fragmentados y destinados únicamente a sectores como la comunidad negra, los transexuales, las mujeres (proaborto) o los latinos, impidieron que porciones importantes de la población (la clase obrera blanca, los religiosos evangélicos) se sintieran incluidos en este mensaje, cosa que hizo que, en buena parte, acabaran votando a Trump. Se utilizó el lenguaje de identidad que la intelligentsia elitista de izquierdas suele usar en su burbuja universitaria y en los movimientos sociales, pero que no llega a buena parte de esa América profunda que queda tan lejos de las costas ricas de Estados Unidos. Y, por tanto, aunque la campaña de los demócratas tenía las mejores y más morales intenciones, falló en lo prioritario que garantizaba poder hacer efectivos todos esos sueños progresistas: ganar las elecciones.
Esta es la tesis del libro The once and the future liberal, de Mark Lilla, un desarrollo en forma de ensayo -directo, potente y bien escrito- del artículo con el que abrió la polémica en The Times. El autor deja claro el objetivo de su libro: realizar una crítica constructiva a la izquierda estadounidense, para que los demócratas puedan volver a ganar las elecciones, tanto en la esfera local como en la nacional. Una nueva estrategia basada en lo útil y no en lo autocomplaciente. Para eso, los progresistas americanos deben dejar de lado las “políticas de identidad” y crear un mensaje y proyecto común con el que todos los estadounidenses puedan sentirse identificados, un nuevo “nosotros” colectivo. Basta de, por ejemplo, poner candidatos negros que hablen sólo de su “negritud” y de los problemas que han padecido por ello. Porque eso sólo apela a un sector concreto de la población: en cambio, si ese mismo candidato negro habla de “igualdad de derechos civiles”, un blanco o un latino también puede sentirse apelado, ya que es un derecho que comparten, no una diferencia que los aleja. Hay que decir que esta crítica de Lilla no ha sido demasiado bien recibida: le han comparado con miembros del Ku Klux Klan, le han acusado de querer marginar a las minorías para favorecer a los blancos o de pasar por alto el uso del identitarismo que ha servido a Trump y a otros republicanos precedentes.
Pero, ¿qué son exactamente las “políticas de identidad” a las que apunta Lilla? Una definición provocativa, pero a la vez clara es la siguiente: son un reaganismo de izquierdas. En The once and the future liberal el autor defiende que ha habido dos grandes corrientes políticas en Estados Unidos en el siglo pasado: la de Roosevelt y la de Reagan. La de Roosevelt apelaba a una concepción política y común de los americanos, donde el esfuerzo conjunto entre ciudadanos y Estado levantó al país después de la depresión económica del 29 y derrotaría el fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Aunque Roosevelt murió en 1945, su visión continuó con los posteriores presidentes, tanto demócratas como republicanos, explica Lilla. El cambio se produjo con una nueva idea nacional que ha dominado la política americana hasta ahora: la doctrina de Reagan, es decir, una visión antipolítica de la sociedad estadounidense, donde los objetivos y el enriquecimiento individual tienen prioridad sobre lo común, y el Gobierno es la barrera principal a la libertad y los derechos.
Lilla argumenta que, al igual que la visión de Roosevelt afectó a los republicanos -que, durante esa época, realizaron programas sociales y estatales progresistas-, los demócratas también se vieron imbuidos por el modelo de sociedad que Reagan consiguió instaurar como cosmovisión de la mayoría de americanos. Del “nosotros” común de Roosevelt se pasó al “yo” de la identidad del individuo: en el caso demócrata, una división basada en causas justas y progresistas -el feminismo, la lucha contra la discriminación racial, el matrimonio homosexual- pero que, al constituir la identidad y el compromiso único de las personas que las abanderan, fragmentaban la izquierda de la misma manera que Reagan había hecho con la sociedad. El “nosotros” se veía como algo opresor y el “yo” como la única fuente legítima para fundamentar la política.
El caldo de cultivo de esta visión identitaria del progresismo americano, explica Lilla, ha sido el campus universitario. Mientras que hace décadas la mayoría de militantes y líderes demócratas salían de los sindicatos y del mundo del trabajo urbano y rural, buena parte de la intelligentsia progresista actual está formada por jóvenes de clase media y alta educados en universidades de ambas costas de Estados Unidos, que al acabar sus estudios se dedican a profesiones liberales donde -básicamente- mantienen el mismo ambiente e ideas que en su etapa en el campus. La descripción que hace Lilla de esta nueva hornada liberal es bastante dura, y pone un ejemplo de una chica que acaba de llegar a la universidad para ilustrarlo: “Va a clases donde lee la historia de los movimientos sociales relacionados con lo que ha decidido que es su identidad, y lee a autores que comparten esa misma identidad. (…) En estos cursos también descubre un hecho sorprendente y esperanzador: que aunque ella venga de un confortable ambiente de clase media, su identidad le confiere el estatus de víctima. Este descubrimiento quizá le inspira a unirse un grupo del campus que participa en un movimiento social. La línea entre el autoanálisis y la acción política es ahora completamente confusa. Su interés político es real pero circunscrito a los confines de su autodefinición. Los asuntos que entran en estos confines ahora tienen una importancia inminente y su posición sobre ellos no admite negociación; los asuntos que no tocan su identidad ni siquiera los percibe. Ni a la gente afectada por ellos”.
Esta visión también excluye el debate argumentativo: la autoridad no está basada en la racionalidad o calidad de los argumentos, sino en la identidad de la voz que expone su visión. No hay un “espacio imparcial para el diálogo”, cosa que lo hace inútil. El problema profundo, argumenta Lilla, no se trata de anécdotas particulares que puedan suceder en el campus universitario (y que los medios de derecha suelen usar para ridiculizar al progresismo), sino que la mayoría de esta hornada de nuevos activistas cada vez están más incapacitados para convencer a alguien diferente a ellos -algo imprescindible en unas elecciones democráticas-, ya que su mensaje político se reduce, a grandes rasgos, a explicar la vivencia de su propia identidad. En palabras de Lilla: “Las elecciones no son grupos de oración y nadie está interesado en tu testimonio personal. No son sesiones de terapia ni ocasiones para obtener reconocimiento”. El autor ha puesto como un ejemplo a seguir el caso de Danica Roem, transexual elegida como legisladora en Virginia, en la que -no escondiendo nunca su orgullo LGTB- “su campaña no estuvo basada en el hecho de ser transexual. Habló sobre asuntos que afectaban a la mayoría de personas y no picó en la trampa de su oponente de hacer de su género el asunto principal”.
Estos nuevos activistas tampoco son capaces, explica Lilla, de irse a comer con una familia evangélica blanca e intentar comprender el por qué de su rechazo al “elitismo universitario progresista” que ellos representan. O entender que la gente real puede ser diferente a lo que han leído en los seminarios de su facultad, o los tópicos que han ridiculizado en las charlas o fiestas de -únicamente- alumnos de su extracción social e identidad compartida. Lilla, proveniente de una familia obrera de Michigan, conoció este elitismo de izquierdas cuando consiguió una beca para estudiar en la universidad: “De repente estaba siendo sermoneado acerca de la clase obrera por los hijos de los ejecutivos de la Ford”. Con unos orígenes similares, uno de los pocos políticos que Lilla cita en su libro es Bernie Sanders, que ya alertó de cómo las “políticas de identidad” podían dejar al margen factores tan importantes como la clase social: “Vengo de la clase obrera blanca y estoy profundamente humillado de que el Partido Demócrata no pueda hablar a la gente de la que provengo”.
Otra dura crítica de Lilla es hacia los movimientos sociales. Su importancia y efectividad, asegura el autor, es mucho menor de lo que defiende buena parte de la izquierda de las identidades. Aunque su participación en ellos ofrece menos conflictos internos e incomodidades que la militancia en un partido político, su capacidad de cambio real es mucho menor. Lilla es claro: “No necesitamos más marchas. Necesitamos más alcaldes”. Además, considera que buena parte de este nuevo activismo se ha convertido más en un modo de buscar la “autenticidad del yo” (otra vez la influencia del individualismo reaganiano) que en un mecanismo efectivo de presión real, como lo fueron los colectivos contra la guerra, el medio ambiente o el desarme nuclear, que apelaban al país en conjunto y no sólo a un grupo concreto. Lilla diferencia entre gran parte del activismo feminista y el racismo que existe hoy en día del que se hacía, por ejemplo, en los 60. Mientras que el mensaje de Martin Luther King fue exitoso porque los principios a los que apelaba eran comunes a todos los americanos -igualdad digna y legal entre unos mismos ciudadanos-, el caso del movimiento Black Lives Matter es, para el autor, “un ejemplo de libro sobre como no construir solidaridad”.
Pese a toda esta crítica demoledora, la posición esencial de Lilla es optimista. La victoria de Trump es una gran derrota para los demócratas, pero todavía más para los republicanos, que han visto caer a su establishment tradicional y ven el final de la cosmovisión reaganista que había durado desde los 80. Esta destrucción trumpiana ofrece la oportunidad a la izquierda de imaginar una nueva visión colectiva y política. Se ha dicho desde ámbitos liberales que no pasa nada si en el futuro no hay grandes líderes ni grandes relatos: la lección de Lilla es que frases reconfortantes como éstas sólo nos dejan satisfechos ante nuestras respectivas parroquias. Si queremos realizar cambios reales, no es suficiente con que nos creamos los más listos o los más especiales. Porque otros bajarán al barro y ganarán.
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El ensayista Mark Lilla critica en su libro The once and the future liberal las “políticas de identidad” del progresismo estadounidense, basadas en un elitismo universitario y en una mitificación de los movimientos sociales.
Todo empezó con un artículo en The New York Times. El ensayista Mark Lilla abrió un debate que ha sacudido a la izquierda estadounidense: ¿fue acertado que la campaña de los demócratas se centrara en la identidad -sexual, racial- de los votantes, especialmente de las minorías, en vez de lanzar un mensaje transversal que buscara apelar a todos los estadounidenses? La respuesta de Lilla es clara: esa estrategia resultó un completo desastre, y allí está la victoria de Trump para demostrarlo. Los mensajes fragmentados y destinados únicamente a sectores como la comunidad negra, los transexuales, las mujeres (proaborto) o los latinos, impidieron que porciones importantes de la población (la clase obrera blanca, los religiosos evangélicos) se sintieran incluidos en este mensaje, cosa que hizo que, en buena parte, acabaran votando a Trump. Se utilizó el lenguaje de identidad que la intelligentsia elitista de izquierdas suele usar en su burbuja universitaria y en los movimientos sociales, pero que no llega a buena parte de esa América profunda que queda tan lejos de las costas ricas de Estados Unidos. Y, por tanto, aunque la campaña de los demócratas tenía las mejores y más morales intenciones, falló en lo prioritario que garantizaba poder hacer efectivos todos esos sueños progresistas: ganar las elecciones.
Esta es la tesis del libro The once and the future liberal, de Mark Lilla, un desarrollo en forma de ensayo -directo, potente y bien escrito- del artículo con el que abrió la polémica en The Times. El autor deja claro el objetivo de su libro: realizar una crítica constructiva a la izquierda estadounidense, para que los demócratas puedan volver a ganar las elecciones, tanto en la esfera local como en la nacional. Una nueva estrategia basada en lo útil y no en lo autocomplaciente. Para eso, los progresistas americanos deben dejar de lado las “políticas de identidad” y crear un mensaje y proyecto común con el que todos los estadounidenses puedan sentirse identificados, un nuevo “nosotros” colectivo. Basta de, por ejemplo, poner candidatos negros que hablen sólo de su “negritud” y de los problemas que han padecido por ello. Porque eso sólo apela a un sector concreto de la población: en cambio, si ese mismo candidato negro habla de “igualdad de derechos civiles”, un blanco o un latino también puede sentirse apelado, ya que es un derecho que comparten, no una diferencia que los aleja. Hay que decir que esta crítica de Lilla no ha sido demasiado bien recibida: le han comparado con miembros del Ku Klux Klan, le han acusado de querer marginar a las minorías para favorecer a los blancos o de pasar por alto el uso del identitarismo que ha servido a Trump y a otros republicanos precedentes.
Pero, ¿qué son exactamente las “políticas de identidad” a las que apunta Lilla? Una definición provocativa, pero a la vez clara es la siguiente: son un reaganismo de izquierdas. En The once and the future liberal el autor defiende que ha habido dos grandes corrientes políticas en Estados Unidos en el siglo pasado: la de Roosevelt y la de Reagan. La de Roosevelt apelaba a una concepción política y común de los americanos, donde el esfuerzo conjunto entre ciudadanos y Estado levantó al país después de la depresión económica del 29 y derrotaría el fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Aunque Roosevelt murió en 1945, su visión continuó con los posteriores presidentes, tanto demócratas como republicanos, explica Lilla. El cambio se produjo con una nueva idea nacional que ha dominado la política americana hasta ahora: la doctrina de Reagan, es decir, una visión antipolítica de la sociedad estadounidense, donde los objetivos y el enriquecimiento individual tienen prioridad sobre lo común, y el Gobierno es la barrera principal a la libertad y los derechos.
Lilla argumenta que, al igual que la visión de Roosevelt afectó a los republicanos -que, durante esa época, realizaron programas sociales y estatales progresistas-, los demócratas también se vieron imbuidos por el modelo de sociedad que Reagan consiguió instaurar como cosmovisión de la mayoría de americanos. Del “nosotros” común de Roosevelt se pasó al “yo” de la identidad del individuo: en el caso demócrata, una división basada en causas justas y progresistas -el feminismo, la lucha contra la discriminación racial, el matrimonio homosexual- pero que, al constituir la identidad y el compromiso único de las personas que las abanderan, fragmentaban la izquierda de la misma manera que Reagan había hecho con la sociedad. El “nosotros” se veía como algo opresor y el “yo” como la única fuente legítima para fundamentar la política.
El caldo de cultivo de esta visión identitaria del progresismo americano, explica Lilla, ha sido el campus universitario. Mientras que hace décadas la mayoría de militantes y líderes demócratas salían de los sindicatos y del mundo del trabajo urbano y rural, buena parte de la intelligentsia progresista actual está formada por jóvenes de clase media y alta educados en universidades de ambas costas de Estados Unidos, que al acabar sus estudios se dedican a profesiones liberales donde -básicamente- mantienen el mismo ambiente e ideas que en su etapa en el campus. La descripción que hace Lilla de esta nueva hornada liberal es bastante dura, y pone un ejemplo de una chica que acaba de llegar a la universidad para ilustrarlo: “Va a clases donde lee la historia de los movimientos sociales relacionados con lo que ha decidido que es su identidad, y lee a autores que comparten esa misma identidad. (…) En estos cursos también descubre un hecho sorprendente y esperanzador: que aunque ella venga de un confortable ambiente de clase media, su identidad le confiere el estatus de víctima. Este descubrimiento quizá le inspira a unirse un grupo del campus que participa en un movimiento social. La línea entre el autoanálisis y la acción política es ahora completamente confusa. Su interés político es real pero circunscrito a los confines de su autodefinición. Los asuntos que entran en estos confines ahora tienen una importancia inminente y su posición sobre ellos no admite negociación; los asuntos que no tocan su identidad ni siquiera los percibe. Ni a la gente afectada por ellos”.
Esta visión también excluye el debate argumentativo: la autoridad no está basada en la racionalidad o calidad de los argumentos, sino en la identidad de la voz que expone su visión. No hay un “espacio imparcial para el diálogo”, cosa que lo hace inútil. El problema profundo, argumenta Lilla, no se trata de anécdotas particulares que puedan suceder en el campus universitario (y que los medios de derecha suelen usar para ridiculizar al progresismo), sino que la mayoría de esta hornada de nuevos activistas cada vez están más incapacitados para convencer a alguien diferente a ellos -algo imprescindible en unas elecciones democráticas-, ya que su mensaje político se reduce, a grandes rasgos, a explicar la vivencia de su propia identidad. En palabras de Lilla: “Las elecciones no son grupos de oración y nadie está interesado en tu testimonio personal. No son sesiones de terapia ni ocasiones para obtener reconocimiento”. El autor ha puesto como un ejemplo a seguir el caso de Danica Roem, transexual elegida como legisladora en Virginia, en la que -no escondiendo nunca su orgullo LGTB- “su campaña no estuvo basada en el hecho de ser transexual. Habló sobre asuntos que afectaban a la mayoría de personas y no picó en la trampa de su oponente de hacer de su género el asunto principal”.
Estos nuevos activistas tampoco son capaces, explica Lilla, de irse a comer con una familia evangélica blanca e intentar comprender el por qué de su rechazo al “elitismo universitario progresista” que ellos representan. O entender que la gente real puede ser diferente a lo que han leído en los seminarios de su facultad, o los tópicos que han ridiculizado en las charlas o fiestas de -únicamente- alumnos de su extracción social e identidad compartida. Lilla, proveniente de una familia obrera de Michigan, conoció este elitismo de izquierdas cuando consiguió una beca para estudiar en la universidad: “De repente estaba siendo sermoneado acerca de la clase obrera por los hijos de los ejecutivos de la Ford”. Con unos orígenes similares, uno de los pocos políticos que Lilla cita en su libro es Bernie Sanders, que ya alertó de cómo las “políticas de identidad” podían dejar al margen factores tan importantes como la clase social: “Vengo de la clase obrera blanca y estoy profundamente humillado de que el Partido Demócrata no pueda hablar a la gente de la que provengo”.
Otra dura crítica de Lilla es hacia los movimientos sociales. Su importancia y efectividad, asegura el autor, es mucho menor de lo que defiende buena parte de la izquierda de las identidades. Aunque su participación en ellos ofrece menos conflictos internos e incomodidades que la militancia en un partido político, su capacidad de cambio real es mucho menor. Lilla es claro: “No necesitamos más marchas. Necesitamos más alcaldes”. Además, considera que buena parte de este nuevo activismo se ha convertido más en un modo de buscar la “autenticidad del yo” (otra vez la influencia del individualismo reaganiano) que en un mecanismo efectivo de presión real, como lo fueron los colectivos contra la guerra, el medio ambiente o el desarme nuclear, que apelaban al país en conjunto y no sólo a un grupo concreto. Lilla diferencia entre gran parte del activismo feminista y el racismo que existe hoy en día del que se hacía, por ejemplo, en los 60. Mientras que el mensaje de Martin Luther King fue exitoso porque los principios a los que apelaba eran comunes a todos los americanos -igualdad digna y legal entre unos mismos ciudadanos-, el caso del movimiento Black Lives Matter es, para el autor, “un ejemplo de libro sobre como no construir solidaridad”.
Pese a toda esta crítica demoledora, la posición esencial de Lilla es optimista. La victoria de Trump es una gran derrota para los demócratas, pero todavía más para los republicanos, que han visto caer a su establishment tradicional y ven el final de la cosmovisión reaganista que había durado desde los 80. Esta destrucción trumpiana ofrece la oportunidad a la izquierda de imaginar una nueva visión colectiva y política. Se ha dicho desde ámbitos liberales que no pasa nada si en el futuro no hay grandes líderes ni grandes relatos: la lección de Lilla es que frases reconfortantes como éstas sólo nos dejan satisfechos ante nuestras respectivas parroquias. Si queremos realizar cambios reales, no es suficiente con que nos creamos los más listos o los más especiales. Porque otros bajarán al barro y ganarán.