El comunismo y la cuestión nacional
Amadeo Bordiga
publicado en Bilan (Balance) en mayo de 1934
publicado en el Foro en 2 mensajes
En el seno del proletariado revolucionario y comunista, las discusiones a menudo tratan sobre la cuestión de los “principios”, sobre la supuesta contradicción entre estos y la acción, es decir, entre la teoría y la práctica. No es fácil entender claramente este problema. Sin embargo, si no se comprende, toda crítica y toda polémica se convierten en confusión estéril.
Tanto el viejo oportunismo como el nuevo, que tratan de reducir el alcance de la teoría marxista, que condena y barre todas las ideas innatas y eternas (en las que supuestamente se basaría la conducta humana), hablan de una política carente de principios fijos. El revisionismo clásico de Bernstein, que se incorporó hábilmente al movimiento proletario mientras aparentaba dejar intacta la doctrina revolucionaria de Marx, declaraba: “el movimiento lo es todo, el fin no es nada”. Veremos inmediatamente qué significa eso de que “el fin no es nada” y si es posible prescindir de los principios; veremos también por qué, para el comunismo marxista, los principios no son sino “fines”, es decir, la meta de su actividad. Y no es una paradoja relacionar los “principios” con los “fines”. Cuando el reformismo oportunista se aleja de estos vastos objetivos y guarda la doctrina del movimiento en el desván, lo único que puede hacer es hablar de los problemas actuales que hay que resolver, empíricamente, de cara al futuro inmediato.
Pero si eliminamos las normas y las guías permanentes, ¿en qué criterio nos basaremos a la hora de actuar? Esto es lo que habría que preguntar a los viejos y los nuevos falsificadores, cuyas obras hemos visto desfilar ante nosotros, renovándose constantemente. ¿En base a los intereses de qué “sujeto” se desplegará la acción? El oportunismo (que era y es un “obrerismo” que remplaza la práctica y la doctrina de la revolución proletaria) decía que la acción proletaria debía inspirarse en los intereses obreros, que según él eran los intereses particulares y corporativos de los trabajadores, y satisfacerlos del modo más sencillo, fácil y breve. De esta forma, las soluciones a los problemas de la acción dejaban de depender de todo el conjunto del movimiento proletario y de su camino histórico, y se situaban en un terreno limitado a pequeños segmentos de la clase obrera y a las etapas iniciales de su camino. Actuando así, el revisionismo abandonaba toda disciplina hacia los principios, de manera más o menos acentuada, pero no por ello dejaba de proclamar su fidelidad al verdadero espíritu del marxismo, que para él consistía en malograr la doctrina y dar al movimiento un carácter ecléctico.
A través de las complejas experiencias de los trabajadores, a lo largo del desarrollo del movimiento proletario, la lucha contra estas desviaciones ha revestido y revestirá aspectos muy relevantes; pero aunque esta forma de presentar y resolver los problemas y las cuestiones ha sido criticada muchas veces, también ha ido hallando formas cada vez más atractivas con las que embaucar la acción del proletariado. No nos vamos a dedicar aquí a refutar estas teorías de manera general, sino solamente en lo que respecta a un problema particular: esto hará nuestra postura más inteligible.
Nosotros, es decir, la izquierda marxista, hemos demostrado muchas veces el vulgar truco del que se vale el oportunismo: su supuesta aversión a los principios, a los “dogmas” como los llaman vulgarmente, se limita sencillamente a una obediencia obstinada y ciega a los “principios” de la ideología burguesa y contrarrevolucionaria. Los prácticos, los realistas, los que están hastiados del movimiento proletario, cuando llega el momento, se presentan como los más beatos promotores de las ideas burguesas, a las que pretenden subordinar el movimiento proletario y todos los intereses de los trabajadores.
La crítica teórica, poniendo de relieve esta circunstancia típica, procede al mismo tiempo a desenmascarar la política del oportunismo socialista en tanto que forma de actividad burguesa, y de sus jefes en tanto que agentes del capitalismo en las filas del proletariado. Al inicio de la guerra mundial, algunos defendieron (teóricamente) la derrota estrepitosa de la internacional oportunista con unos argumentos sorprendentes desde el punto de vista de la teoría y la propaganda socialista. Revelaciones inesperadas, sensacionales “descubrimientos”. Quienes negaban que el socialismo tuviera principios doctrinales y programáticos ahora quitaban al socialismo su originalidad en eso de ser un movimiento sin principios, pues había que subordinarlo, adherirlo incondicionalmente a ciertas tesis hasta entonces extrañas al socialismo y que merecían ser demolidas polémicamente de manera definitiva. El socialismo quedaba reducido a una “sub-escuela” dentro del movimiento de la izquierda burguesa, se adhería a la ideología de la llamada democracia, a la que ya no consideraba, como afirman los enunciados más elementales del marxismo, una doctrina política adecuada para los intereses de las clases burguesas, sino algo progresista comparado con la política capitalista dominante.
Los traidores de la Internacional “descubrieron” unos principios con los que hacernos frente y con los que supuestamente había que prejuzgar la acción del proletariado. Afirmaban que había que sacrificar inexorablemente todos los intereses, incluso los inmediatos y los de esos grupos particulares que supuestamente antes defendían. Empezaron a agitar tres principios: el de la libertad democrática, el de la guerra defensiva y el de las nacionalidades.
Hasta entonces, los oportunistas siempre habían dado muestra de una cierta ortodoxia teórica, hablando a las masas de lucha de clases, de socialización de los medios de producción y de abolición de la explotación del trabajo. El súbito “descubrimiento” de nuevos principios sorprendió al proletariado, conmocionó su conciencia de clase y su ideología revolucionaria, saboteó la posibilidad de movilizarse ideológicamente en un sentido clasista, y paralelamente, encubrió la evidente alianza entre los cuadros dirigentes de las grandes organizaciones obreras y la burguesía, suprimiendo de golpe toda posibilidad de reagrupamiento o plataforma para rectificar la acción socialista de la clase obrera mundial.
Pudimos ver entonces (pocos militantes supieron, y aún fueron menos los que pudieron expresar su indignación y su protesta) de qué se trataba: el proletariado socialista debía abandonar los principios cuando estos eran los de su doctrina de clase, pero en cambio debía inclinarse ante ellos beatamente cuando se trataba de los principios de la ideología burguesa, esas ideas fundamentales que las clases dominantes transforman en una religión para justificar sus intereses.
La traición al contenido de la doctrina marxista no podía ser más cínica.
Para dar una idea de los procedimientos que se emplearon en esta incorporación descarada de elementos extraños y opuestos a las más simples formulaciones de la doctrina socialista, citaremos un ejemplo. Conocemos naturalmente el conocido párrafo del Manifiesto Comunista que dice que el proletariado no tiene patria y que sólo puede constituirse en Nación –en un sentido muy distinto además que la burguesía– cuando conquista el poder político. Pues bien, uno de los propagandistas más conocidos del Partido Socialista Italiano, el “técnico” de la propaganda del viejo partido, Paolini, rechazaba este argumento con esta afirmación: para conquistar el poder político primero hay que conquistar… el sufragio democrático; allí donde el proletariado disfruta del derecho de voto, también tiene una patria y unos deberes para con su Nación. Esta tesis, que no necesita comentarios, demuestra que la II Internacional o bien encargaba su propaganda marxista a unos tremendos idiotas o a unos grandes sinvergüenzas.
Nosotros no nos tomamos en serio la filosofía burguesa y su humanitarismo jurídico. En el concepto comunista, la demolición teórica de esta filosofía viene acompañada de un programa político del proletariado que liquida toda ilusión acerca de la posibilidad de emplear los medios liberales y libertarios de cara a su objetivo revolucionario: la supresión de la sociedad dividida en clases. El supuesto derecho legal de todos los ciudadanos en el Estado burgués no es más que la traducción del principio económico de la “libre concurrencia” y la igualdad en el mercado entre vendedores y compradores de mercancías. Esta nivelación significa, en realidad, que se han consolidado las posiciones apropiadas para que se instaure y conserve la opresión y explotación capitalistas. En relación a esta crítica fundamental que ofrece el pensamiento socialista, si adoptamos como guía de la política proletaria y socialista frente a la guerra el grado mayor o menor de “libertad democrática” que existe en los países enfrentados, sencillamente estamos empleando criterios burgueses y anti-proletarios.
Por tanto, no insistiremos más sobre el primero de los tres principios que hemos mencionado más arriba. Los dos principios restantes derivan de la misma errónea interpretación teórica: distinguir entre guerras justas e injustas, según sean guerras de anexión o de defensa, o si su objetivo es dar a un determinado pueblo el gobierno que supuestamente desean la mayoría de las masas. Esto supone tragarse que las relaciones entre los Estados y lo individuos se rigen por los principios democráticos.
Estos son los principios que esgrime la burguesía para crear entre las masas populares una ideología adecuada para su dominio, ocultando sus fundamentos implacablemente egoístas. Mientras que en el moderno Estado capitalista la democracia electoral consiste, de hecho, en un sistema de sanciones jurídicas y normas constitucionales que desde nuestro punto de vista no suministran ninguna garantía efectiva para el proletariado, que en los momentos decisivos de la lucha de clases hallará enfrente a todo el aparato del Estado, en las relaciones internacionales no existen sanciones y convenciones que respondan a una aplicación formal de los principios que derivan de la teoría democrática.
Para el régimen capitalista la instauración de la democracia en el Estado fue una necesidad inherente a su desarrollo; pero no ocurre lo mismo con las fórmulas extraídas de la teoría democrática sobre las relaciones internacionales, fórmulas que esgrimen los ideólogos promotores de la paz universal basada en el arbitraje, la división de fronteras según las nacionalidades, etc.
A primera vista, este es un argumento que se presta perfectamente al juego de los oportunistas, que presentan a los grupos capitalistas como adversarios de estas reivindicaciones políticas; en realidad, estos defensores de las teorías puramente burguesas lo que hacen es que el proletariado dé crédito a dichas teorías. Pero el argumento suele volverse en contra de los oportunistas.
Efectivamente, es absurdo pensar que el Estado burgués modificará su postura internacional cuando el proletariado socialista cese su oposición y, en nombre de la “Unión Sagrada”, abandone su independencia, dejando así al Estado las manos libres para defender sus intereses y su supervivencia. En segundo lugar, el juego criminal de los social-traidores se revela aún más imprudente: frente a las supuestas “utopías” de los programas revolucionarios, abogan por plantear objetivos inmediatos, asumir las posibilidades reales. Y para subordinar la orientación del movimiento proletario, pasan a defender unos objetivos que no sólo carecen de contenido clasista y socialista, sino que son completamente irreales e ilusorios.
Dan crédito a unas ideas que la burguesía no realizará jamás, aunque le interesa que las masas confíen en ellas. Así pues, la política de los oportunistas impide que la evolución efectiva y práctica de las situaciones avance aunque sea “un pasito”. ¡Se revela como la movilización ideológica de las masas en un sentido burgués y contrarrevolucionario y nada más!
En lo que respecta al principio de las nacionalidades, no es difícil demostrar que nunca ha sido otra cosa más que una frase para agitar a las masas y, en la mejor de las hipótesis, una ilusión de ciertas capas de intelectuales pequeño-burgueses. Si el desarrollo de grandes unidades estatales fue algo necesario para el
desarrollo del capitalismo, también es cierto que ninguna de esas unidades se formó sobre la base del famoso principio nacional, que por otra parte es muy difícil de definir concretamente. Un escritor que ciertamente no es un revolucionario, Vilfredo Pareto, en un artículo que apareció en 1918, criticó el supuesto “principio de las nacionalidades”. Mostró que es imposible definirlo satisfactoriamente, así como la flagrante insuficiencia de algunos criterios que parecía que podían caracterizarlo (el étnico, lingüístico, religioso, histórico, etc.).
En definitiva, las diferentes definiciones se contradicen entre ellas o en los resultados a los que llegan. Pareto hacía también una observación evidente, que nosotros ya hicimos durante las polémicas de la época de la guerra: la mejor solución a los problemas nacionales no son los plebiscitos, pues el poder que logre establecer los límites territoriales en los que se realizará la votación podrá controlar el resultado de ésta, y llegamos así a un círculo vicioso.
No hace falta que contemos aquí las polémicas que surgieron hace nueve años. En aquella época, a los internacionalistas no les fue fácil demostrar que los principios que invocaban los social-patriotas se prestaban a todo tipo de aplicaciones contradictorias. Cualquier Estado, en caso de guerra, puede decir que se trata de una guerra defensiva, pues quizá el país agresor sea el que termine “sucumbiendo bajo la invasión extranjera”; en cualquier caso, el movimiento socialista revolucionario no varía sus conclusiones, ya se trate de una ofensiva militar o de la defensa; los Estados capitalistas pueden transformar la primera en la segunda. En lo que respecta a las cuestiones nacionales y separatistas, son tan complejas y numerosas que sirven para justificar alianzas muy distintas a las que se han formado en la guerra mundial.
Por tanto, aquellos tres famosos principios enumerados se contradecían singularmente a la hora de aplicarlos. Nosotros preguntamos aquel entonces a los social-patriotas si les parecía admisible que un pueblo más democrático atacara y sometiera a otro menos democrático, o si aceptaban la agresión militar para liberar regiones anexionadas a otros países y otras cosas por el estilo. Y es que estas contradicciones lógicas se traducían en que –una vez adoptadas estas tesis falaces– se podía justificar la adhesión socialista a cualquier guerra: lo cual, de hecho, sucedió. Y la táctica de la social-traición, que en todos los países empleaba los mismos argumentos, logró gracias a estos disparates alinear a los trabajadores a ambos lados del frente de guerra, los unos contra los otros.
También nos fue fácil prever que los gobiernos burgueses vencedores, cualesquiera que fuesen, no se preocuparían nunca de aplicar tras la contienda aquellos criterios que habían arrastrado al proletariado a la guerra y que según los social-nacionales garantizaban que la ésta desembocaría en esos objetivos engañosos con los que los jefes indignos embaucaban a los trabajadores.
No hay nuevos argumentos en lo que respecta a la crítica de las desviaciones social-nacionalistas y su refutación; pero más difícil se presenta y se presentaba, sobre todo en la época en la que se fundó la III Internacional, la solución positiva que había que dar a la cuestión nacional desde el punto de vista comunista. No se puede decir que las tesis del II Congreso (1920) hayan resuelto el problema, y tanto es así que el próximo Congreso, el quinto, va a ocuparse de este asunto.
Está claro que a la hora de solucionar los problemas relacionados con las posturas políticas y tácticas, la I.C. no adoptará teorías y fórmulas burguesas o pequeño-burguesas. La Internacional Comunista ha restaurado el valor de la doctrina y el método marxista, y su programa y su táctica se inspiran en ellos.
Partiendo de esta base, ¿cómo se solucionan los problemas, como por ejemplo el nacional? Queremos subrayar tres cosas elementales. Los revisionistas hablaban de examinar los acontecimientos partiendo de las situaciones contingentes y sin preocuparse de los objetivos y los principios generales. Así, llegaban a conclusiones puramente burguesas, tanto más en la medida en que no empleaban los criterios marxistas a la hora de apreciar las situaciones, ni ponían de relieve el juego de los factores económicos y sociales y las contradicciones que se derivan de los intereses de clase. A este respecto, hay quien podría afirmar que la línea comunista correcta consiste en permanecer estrictamente fieles al método marxista de la crítica de los acontecimientos, analizando los hechos y llegando a conclusiones sin ideas preconcebidas. Para nosotros, esta respuesta es peligrosamente oportunista, pues es extremadamente indeterminada. Por otra parte, otros podrían decir que al examen marxista y clasista de una determinada situación, hay que añadir la aplicación de los principios y las fórmulas generales que se obtienen de una negación casi mecánica de las fórmulas burguesas; pero así se peca de un grosero simplismo y un erróneo radicalismo.
Es cierto que las fórmulas generales y simples son indispensables para la agitación y la propaganda de nuestro partido. En cualquier caso, su peligro es menor que el de una excesiva elasticidad. Pero estas fórmulas deben ser puntos de llegada, resultados, y no puntos de partida en el examen de las cuestiones, cuya crítica a veces el partido y sus órganos supremos deben abordar y definir para poder explicar a las masas de los militantes, en términos claros y explícitos, las conclusiones. Así, por poner un ejemplo, podríamos aplicar esta idea a la fórmula “contra todas las guerras”, que en un periodo histórico dado puede ser útil para separar eficazmente a los verdaderos revolucionarios de los oportunistas que distinguen entre unas guerras y otras, justificando la política de cada burguesía. Pero esta fórmula: “contra todas las guerras”, ciertamente es insuficiente como enunciado doctrinal, aunque sólo sea porque su radicalismo formal, que niega toscamente la postura de la burguesía, podría llevarnos a otra ideología burguesa: el pacifismo de corte tolstoyano. De esta forma, caeríamos en una contradicción con nuestro postulado fundamental acerca del empleo de la violencia armada.
Amadeo Bordiga
publicado en Bilan (Balance) en mayo de 1934
publicado en el Foro en 2 mensajes
En el seno del proletariado revolucionario y comunista, las discusiones a menudo tratan sobre la cuestión de los “principios”, sobre la supuesta contradicción entre estos y la acción, es decir, entre la teoría y la práctica. No es fácil entender claramente este problema. Sin embargo, si no se comprende, toda crítica y toda polémica se convierten en confusión estéril.
Tanto el viejo oportunismo como el nuevo, que tratan de reducir el alcance de la teoría marxista, que condena y barre todas las ideas innatas y eternas (en las que supuestamente se basaría la conducta humana), hablan de una política carente de principios fijos. El revisionismo clásico de Bernstein, que se incorporó hábilmente al movimiento proletario mientras aparentaba dejar intacta la doctrina revolucionaria de Marx, declaraba: “el movimiento lo es todo, el fin no es nada”. Veremos inmediatamente qué significa eso de que “el fin no es nada” y si es posible prescindir de los principios; veremos también por qué, para el comunismo marxista, los principios no son sino “fines”, es decir, la meta de su actividad. Y no es una paradoja relacionar los “principios” con los “fines”. Cuando el reformismo oportunista se aleja de estos vastos objetivos y guarda la doctrina del movimiento en el desván, lo único que puede hacer es hablar de los problemas actuales que hay que resolver, empíricamente, de cara al futuro inmediato.
Pero si eliminamos las normas y las guías permanentes, ¿en qué criterio nos basaremos a la hora de actuar? Esto es lo que habría que preguntar a los viejos y los nuevos falsificadores, cuyas obras hemos visto desfilar ante nosotros, renovándose constantemente. ¿En base a los intereses de qué “sujeto” se desplegará la acción? El oportunismo (que era y es un “obrerismo” que remplaza la práctica y la doctrina de la revolución proletaria) decía que la acción proletaria debía inspirarse en los intereses obreros, que según él eran los intereses particulares y corporativos de los trabajadores, y satisfacerlos del modo más sencillo, fácil y breve. De esta forma, las soluciones a los problemas de la acción dejaban de depender de todo el conjunto del movimiento proletario y de su camino histórico, y se situaban en un terreno limitado a pequeños segmentos de la clase obrera y a las etapas iniciales de su camino. Actuando así, el revisionismo abandonaba toda disciplina hacia los principios, de manera más o menos acentuada, pero no por ello dejaba de proclamar su fidelidad al verdadero espíritu del marxismo, que para él consistía en malograr la doctrina y dar al movimiento un carácter ecléctico.
A través de las complejas experiencias de los trabajadores, a lo largo del desarrollo del movimiento proletario, la lucha contra estas desviaciones ha revestido y revestirá aspectos muy relevantes; pero aunque esta forma de presentar y resolver los problemas y las cuestiones ha sido criticada muchas veces, también ha ido hallando formas cada vez más atractivas con las que embaucar la acción del proletariado. No nos vamos a dedicar aquí a refutar estas teorías de manera general, sino solamente en lo que respecta a un problema particular: esto hará nuestra postura más inteligible.
Nosotros, es decir, la izquierda marxista, hemos demostrado muchas veces el vulgar truco del que se vale el oportunismo: su supuesta aversión a los principios, a los “dogmas” como los llaman vulgarmente, se limita sencillamente a una obediencia obstinada y ciega a los “principios” de la ideología burguesa y contrarrevolucionaria. Los prácticos, los realistas, los que están hastiados del movimiento proletario, cuando llega el momento, se presentan como los más beatos promotores de las ideas burguesas, a las que pretenden subordinar el movimiento proletario y todos los intereses de los trabajadores.
La crítica teórica, poniendo de relieve esta circunstancia típica, procede al mismo tiempo a desenmascarar la política del oportunismo socialista en tanto que forma de actividad burguesa, y de sus jefes en tanto que agentes del capitalismo en las filas del proletariado. Al inicio de la guerra mundial, algunos defendieron (teóricamente) la derrota estrepitosa de la internacional oportunista con unos argumentos sorprendentes desde el punto de vista de la teoría y la propaganda socialista. Revelaciones inesperadas, sensacionales “descubrimientos”. Quienes negaban que el socialismo tuviera principios doctrinales y programáticos ahora quitaban al socialismo su originalidad en eso de ser un movimiento sin principios, pues había que subordinarlo, adherirlo incondicionalmente a ciertas tesis hasta entonces extrañas al socialismo y que merecían ser demolidas polémicamente de manera definitiva. El socialismo quedaba reducido a una “sub-escuela” dentro del movimiento de la izquierda burguesa, se adhería a la ideología de la llamada democracia, a la que ya no consideraba, como afirman los enunciados más elementales del marxismo, una doctrina política adecuada para los intereses de las clases burguesas, sino algo progresista comparado con la política capitalista dominante.
Los traidores de la Internacional “descubrieron” unos principios con los que hacernos frente y con los que supuestamente había que prejuzgar la acción del proletariado. Afirmaban que había que sacrificar inexorablemente todos los intereses, incluso los inmediatos y los de esos grupos particulares que supuestamente antes defendían. Empezaron a agitar tres principios: el de la libertad democrática, el de la guerra defensiva y el de las nacionalidades.
Hasta entonces, los oportunistas siempre habían dado muestra de una cierta ortodoxia teórica, hablando a las masas de lucha de clases, de socialización de los medios de producción y de abolición de la explotación del trabajo. El súbito “descubrimiento” de nuevos principios sorprendió al proletariado, conmocionó su conciencia de clase y su ideología revolucionaria, saboteó la posibilidad de movilizarse ideológicamente en un sentido clasista, y paralelamente, encubrió la evidente alianza entre los cuadros dirigentes de las grandes organizaciones obreras y la burguesía, suprimiendo de golpe toda posibilidad de reagrupamiento o plataforma para rectificar la acción socialista de la clase obrera mundial.
Pudimos ver entonces (pocos militantes supieron, y aún fueron menos los que pudieron expresar su indignación y su protesta) de qué se trataba: el proletariado socialista debía abandonar los principios cuando estos eran los de su doctrina de clase, pero en cambio debía inclinarse ante ellos beatamente cuando se trataba de los principios de la ideología burguesa, esas ideas fundamentales que las clases dominantes transforman en una religión para justificar sus intereses.
La traición al contenido de la doctrina marxista no podía ser más cínica.
Para dar una idea de los procedimientos que se emplearon en esta incorporación descarada de elementos extraños y opuestos a las más simples formulaciones de la doctrina socialista, citaremos un ejemplo. Conocemos naturalmente el conocido párrafo del Manifiesto Comunista que dice que el proletariado no tiene patria y que sólo puede constituirse en Nación –en un sentido muy distinto además que la burguesía– cuando conquista el poder político. Pues bien, uno de los propagandistas más conocidos del Partido Socialista Italiano, el “técnico” de la propaganda del viejo partido, Paolini, rechazaba este argumento con esta afirmación: para conquistar el poder político primero hay que conquistar… el sufragio democrático; allí donde el proletariado disfruta del derecho de voto, también tiene una patria y unos deberes para con su Nación. Esta tesis, que no necesita comentarios, demuestra que la II Internacional o bien encargaba su propaganda marxista a unos tremendos idiotas o a unos grandes sinvergüenzas.
Nosotros no nos tomamos en serio la filosofía burguesa y su humanitarismo jurídico. En el concepto comunista, la demolición teórica de esta filosofía viene acompañada de un programa político del proletariado que liquida toda ilusión acerca de la posibilidad de emplear los medios liberales y libertarios de cara a su objetivo revolucionario: la supresión de la sociedad dividida en clases. El supuesto derecho legal de todos los ciudadanos en el Estado burgués no es más que la traducción del principio económico de la “libre concurrencia” y la igualdad en el mercado entre vendedores y compradores de mercancías. Esta nivelación significa, en realidad, que se han consolidado las posiciones apropiadas para que se instaure y conserve la opresión y explotación capitalistas. En relación a esta crítica fundamental que ofrece el pensamiento socialista, si adoptamos como guía de la política proletaria y socialista frente a la guerra el grado mayor o menor de “libertad democrática” que existe en los países enfrentados, sencillamente estamos empleando criterios burgueses y anti-proletarios.
Por tanto, no insistiremos más sobre el primero de los tres principios que hemos mencionado más arriba. Los dos principios restantes derivan de la misma errónea interpretación teórica: distinguir entre guerras justas e injustas, según sean guerras de anexión o de defensa, o si su objetivo es dar a un determinado pueblo el gobierno que supuestamente desean la mayoría de las masas. Esto supone tragarse que las relaciones entre los Estados y lo individuos se rigen por los principios democráticos.
Estos son los principios que esgrime la burguesía para crear entre las masas populares una ideología adecuada para su dominio, ocultando sus fundamentos implacablemente egoístas. Mientras que en el moderno Estado capitalista la democracia electoral consiste, de hecho, en un sistema de sanciones jurídicas y normas constitucionales que desde nuestro punto de vista no suministran ninguna garantía efectiva para el proletariado, que en los momentos decisivos de la lucha de clases hallará enfrente a todo el aparato del Estado, en las relaciones internacionales no existen sanciones y convenciones que respondan a una aplicación formal de los principios que derivan de la teoría democrática.
Para el régimen capitalista la instauración de la democracia en el Estado fue una necesidad inherente a su desarrollo; pero no ocurre lo mismo con las fórmulas extraídas de la teoría democrática sobre las relaciones internacionales, fórmulas que esgrimen los ideólogos promotores de la paz universal basada en el arbitraje, la división de fronteras según las nacionalidades, etc.
A primera vista, este es un argumento que se presta perfectamente al juego de los oportunistas, que presentan a los grupos capitalistas como adversarios de estas reivindicaciones políticas; en realidad, estos defensores de las teorías puramente burguesas lo que hacen es que el proletariado dé crédito a dichas teorías. Pero el argumento suele volverse en contra de los oportunistas.
Efectivamente, es absurdo pensar que el Estado burgués modificará su postura internacional cuando el proletariado socialista cese su oposición y, en nombre de la “Unión Sagrada”, abandone su independencia, dejando así al Estado las manos libres para defender sus intereses y su supervivencia. En segundo lugar, el juego criminal de los social-traidores se revela aún más imprudente: frente a las supuestas “utopías” de los programas revolucionarios, abogan por plantear objetivos inmediatos, asumir las posibilidades reales. Y para subordinar la orientación del movimiento proletario, pasan a defender unos objetivos que no sólo carecen de contenido clasista y socialista, sino que son completamente irreales e ilusorios.
Dan crédito a unas ideas que la burguesía no realizará jamás, aunque le interesa que las masas confíen en ellas. Así pues, la política de los oportunistas impide que la evolución efectiva y práctica de las situaciones avance aunque sea “un pasito”. ¡Se revela como la movilización ideológica de las masas en un sentido burgués y contrarrevolucionario y nada más!
En lo que respecta al principio de las nacionalidades, no es difícil demostrar que nunca ha sido otra cosa más que una frase para agitar a las masas y, en la mejor de las hipótesis, una ilusión de ciertas capas de intelectuales pequeño-burgueses. Si el desarrollo de grandes unidades estatales fue algo necesario para el
desarrollo del capitalismo, también es cierto que ninguna de esas unidades se formó sobre la base del famoso principio nacional, que por otra parte es muy difícil de definir concretamente. Un escritor que ciertamente no es un revolucionario, Vilfredo Pareto, en un artículo que apareció en 1918, criticó el supuesto “principio de las nacionalidades”. Mostró que es imposible definirlo satisfactoriamente, así como la flagrante insuficiencia de algunos criterios que parecía que podían caracterizarlo (el étnico, lingüístico, religioso, histórico, etc.).
En definitiva, las diferentes definiciones se contradicen entre ellas o en los resultados a los que llegan. Pareto hacía también una observación evidente, que nosotros ya hicimos durante las polémicas de la época de la guerra: la mejor solución a los problemas nacionales no son los plebiscitos, pues el poder que logre establecer los límites territoriales en los que se realizará la votación podrá controlar el resultado de ésta, y llegamos así a un círculo vicioso.
No hace falta que contemos aquí las polémicas que surgieron hace nueve años. En aquella época, a los internacionalistas no les fue fácil demostrar que los principios que invocaban los social-patriotas se prestaban a todo tipo de aplicaciones contradictorias. Cualquier Estado, en caso de guerra, puede decir que se trata de una guerra defensiva, pues quizá el país agresor sea el que termine “sucumbiendo bajo la invasión extranjera”; en cualquier caso, el movimiento socialista revolucionario no varía sus conclusiones, ya se trate de una ofensiva militar o de la defensa; los Estados capitalistas pueden transformar la primera en la segunda. En lo que respecta a las cuestiones nacionales y separatistas, son tan complejas y numerosas que sirven para justificar alianzas muy distintas a las que se han formado en la guerra mundial.
Por tanto, aquellos tres famosos principios enumerados se contradecían singularmente a la hora de aplicarlos. Nosotros preguntamos aquel entonces a los social-patriotas si les parecía admisible que un pueblo más democrático atacara y sometiera a otro menos democrático, o si aceptaban la agresión militar para liberar regiones anexionadas a otros países y otras cosas por el estilo. Y es que estas contradicciones lógicas se traducían en que –una vez adoptadas estas tesis falaces– se podía justificar la adhesión socialista a cualquier guerra: lo cual, de hecho, sucedió. Y la táctica de la social-traición, que en todos los países empleaba los mismos argumentos, logró gracias a estos disparates alinear a los trabajadores a ambos lados del frente de guerra, los unos contra los otros.
También nos fue fácil prever que los gobiernos burgueses vencedores, cualesquiera que fuesen, no se preocuparían nunca de aplicar tras la contienda aquellos criterios que habían arrastrado al proletariado a la guerra y que según los social-nacionales garantizaban que la ésta desembocaría en esos objetivos engañosos con los que los jefes indignos embaucaban a los trabajadores.
No hay nuevos argumentos en lo que respecta a la crítica de las desviaciones social-nacionalistas y su refutación; pero más difícil se presenta y se presentaba, sobre todo en la época en la que se fundó la III Internacional, la solución positiva que había que dar a la cuestión nacional desde el punto de vista comunista. No se puede decir que las tesis del II Congreso (1920) hayan resuelto el problema, y tanto es así que el próximo Congreso, el quinto, va a ocuparse de este asunto.
Está claro que a la hora de solucionar los problemas relacionados con las posturas políticas y tácticas, la I.C. no adoptará teorías y fórmulas burguesas o pequeño-burguesas. La Internacional Comunista ha restaurado el valor de la doctrina y el método marxista, y su programa y su táctica se inspiran en ellos.
Partiendo de esta base, ¿cómo se solucionan los problemas, como por ejemplo el nacional? Queremos subrayar tres cosas elementales. Los revisionistas hablaban de examinar los acontecimientos partiendo de las situaciones contingentes y sin preocuparse de los objetivos y los principios generales. Así, llegaban a conclusiones puramente burguesas, tanto más en la medida en que no empleaban los criterios marxistas a la hora de apreciar las situaciones, ni ponían de relieve el juego de los factores económicos y sociales y las contradicciones que se derivan de los intereses de clase. A este respecto, hay quien podría afirmar que la línea comunista correcta consiste en permanecer estrictamente fieles al método marxista de la crítica de los acontecimientos, analizando los hechos y llegando a conclusiones sin ideas preconcebidas. Para nosotros, esta respuesta es peligrosamente oportunista, pues es extremadamente indeterminada. Por otra parte, otros podrían decir que al examen marxista y clasista de una determinada situación, hay que añadir la aplicación de los principios y las fórmulas generales que se obtienen de una negación casi mecánica de las fórmulas burguesas; pero así se peca de un grosero simplismo y un erróneo radicalismo.
Es cierto que las fórmulas generales y simples son indispensables para la agitación y la propaganda de nuestro partido. En cualquier caso, su peligro es menor que el de una excesiva elasticidad. Pero estas fórmulas deben ser puntos de llegada, resultados, y no puntos de partida en el examen de las cuestiones, cuya crítica a veces el partido y sus órganos supremos deben abordar y definir para poder explicar a las masas de los militantes, en términos claros y explícitos, las conclusiones. Así, por poner un ejemplo, podríamos aplicar esta idea a la fórmula “contra todas las guerras”, que en un periodo histórico dado puede ser útil para separar eficazmente a los verdaderos revolucionarios de los oportunistas que distinguen entre unas guerras y otras, justificando la política de cada burguesía. Pero esta fórmula: “contra todas las guerras”, ciertamente es insuficiente como enunciado doctrinal, aunque sólo sea porque su radicalismo formal, que niega toscamente la postura de la burguesía, podría llevarnos a otra ideología burguesa: el pacifismo de corte tolstoyano. De esta forma, caeríamos en una contradicción con nuestro postulado fundamental acerca del empleo de la violencia armada.
Última edición por RioLena el Mar Abr 07, 2020 8:36 pm, editado 1 vez