¿Hacia dónde va China? Su transformación y el futuro del orden global
artículo de Aurelio Argañaraz - febrero de 2019
Al examinar los resultados del viraje que Deng Xiaoping impuso a China luego de la muerte de Mao Tse Tung, la mayoría de los ensayistas coinciden en señalar una “restauración capitalista”, sin otra precisión[1]; sin advertir, por ejemplo, que puede tratarse de un capitalismo de Estado y, peor aún, sin la menor preocupación por prever el impacto que el vertiginoso desarrollo del gigante asiático, dueño actualmente del mayor PBI de la economía global, puede tener en el futuro del capitalismo. Todo se reduce a señalar –con alegría, si el analista es un partidario del sistema; con amargura, si es un marxista– que, voluntariamente o no, dicho viraje habría llevado al abandono del socialismo. No importa si los chinos dicen lo contrario: se ignora su alegato, tachándolo de falso, de responder a la voluntad de ocultar lo inconfesable. Tampoco importa, lo que ya es absurdo, que su gobierno imponga planes y metas, sin dejar librada la asignación de los recursos a “la mano invisible”; sean de propiedad estatal los principales bancos y empresas estratégicas; se den directivas a todos los sectores; se limite y ordene el flujo de población del campo a la ciudad; sea estatal la ciencia y la educación; sea pública la propiedad del suelo. Estos hechos, que nadie ignora, y no caracterizan al capitalismo “real” –sólo se pone en duda la propiedad del suelo, sin atender a la ausencia de un régimen legal que privatice la tierra–, apenas suscitan algunas analogías con el “intervencionismo estatal” que caracterizó el despegue de Japón y Alemania y, en las últimas décadas, de Corea del Sur. Ésa es la conclusión, en suma: estaríamos allí ante algo similar. Este supuesto, sin embargo, deja sin explicación muchas cuestiones y omite otras con torpeza o alevosía. En primer lugar, que dicho “intervencionismo” no debería juzgarse igual cuando el sector estatal es dominante y nada escapa al control gubernamental, que cuando sólo se impulsa, y se regula, a una economía en la cual la empresa privada es omnipresente, como fue el caso de aquellos países[2]. En segundo lugar, que el desarrollo del capitalismo en Alemania y Japón tuvo lugar antes de las últimas décadas del siglo XIX, lo que equivale a decir antes del fenómeno del imperialismo moderno estudiado por Lenin. En aquel contexto, el dilema se reducía a sostener el proteccionismo y disputar los mercados, con el expediente militar como ultima ratio. El caso de Corea, mucho más próximo, es anómalo –el papel de EEUU no tiene símil en otros países– y todos los entendidos lo asocian a las pujas de la guerra fría. En tercer lugar, China tuvo una destrucción previa de la burguesía local, expropiada por la revolución en los primeros años. Siendo así, estos diagnósticos, cargados de prejuicios, traen a la memoria el estupor español frente a las especies americanas por ellos desconocidas: los pumas eran “leones calvos”, no una novedad que se debía añadir al inventario de la zoología. ¿Una nación es “capitalista” por favorecer la existencia de un sector privado, usar como herramienta mecanismos de mercado y criterios económicos –es decir, que no obedecen a una arbitrariedad burocrática– en la lucha por alcanzar al mundo avanzado? O, para ser precisos en el planteo del tema: ¿Cómo juzgar al “capitalismo de Estado” de un país otrora semicolonial, que apela a sus cualidades para desarrollar sus fuerzas productivas, si rechaza la satelización del imperialismo mundial? Además, si vemos un país de la magnitud de China, registramos el impacto que su transformación provoca en la economía global –EEUU acusa el golpe del desplazamiento, hacia Oriente, del eje de poder–, con la notoria decadencia de los viejos centros del capitalismo mundial (día a día cae en ellos la producción industrial; sólo florece la especulación financiera) ¿no deberíamos reflexionar sin prejuicios en el futuro de China y el régimen capitalista, arriesgando un pronóstico capaz de orientarnos? La crisis agónica de la economía global parece anunciar un final de época. ¿Los analistas responsables están distraídos en otras cosas?
En ensayos debidos a intelectuales marxistas sumados a la versión de “la restauración capitalista”, se lamenta obviamente la presunta pérdida del ideal socialista, pero, al aceptar la evidencia de un desarrollo extraordinario de las fuerzas productivas y un avance general del nivel económico de la población del país, respecto de los austeros tiempos del maoísmo, voluntariamente o no, se acaba por aceptar la “verdad” burguesa, a saber: “la superioridad” del capitalismo y los mecanismos del mercado en la asignación de los recursos y el desarrollo económico. De poco sirve que, después de perder la batalla ideológica, se alarmen ante la desigualdad social que se observa –efectivamente mayor que en tiempos de Mao–, en una manifestación moral que “salva el prestigio” del pequeño burgués, que considera al socialismo un patrón ético, no muy diferente del resto de las doctrinas que han pregonado la igualdad desde el cristianismo primitivo hasta hoy, pasando por las sectas y alzamientos comunistas de la Edad Media[3]. Cabe preguntarles, ¿han olvidado que Marx, Engels y Lenin creían indiscutible que, sin un elevado nivel de productividad del trabajo y sin universalizar el confort, no era posible pensar en el socialismo[4]? Aún fresca la desintegración de la URSS ¿no se atreven al menos a sospechar –hay sobradas evidencias de que ése fue el factor decisivo, aunque no el único– que fracasar en esa empresa decidió el fin de aquella experiencia? ¿No perciben, al menos, que China ha logrado competir y batir a los países centrales del mundo avanzado en su propio terreno, la producción de mercancías, mientras el “socialismo real” sobrevivía en base al pobre expediente –transitoriamente válido– de cerrar sus fronteras a los productos de Occidente?
Si nos trasladamos ahora al campo de lo político, siempre acompañados por los marxistas afligidos por “la capitulación” china, cabe preguntar: ¿cómo explican la estabilidad (extraordinaria solidez, es más apropiado decir) del sistema presidido por el PCCH, que contrasta con el colapso del poder soviético, cuya descomposición llevó, allí sí, al capitalismo liberal[5]? En el caso chino, la fortaleza del poder es indudable: la omnipresencia sutil y la plasticidad del PCCH asombra a un corresponsal del Financial Times, obviamente hostil al régimen[6]. ¿Ese poder incontrastable no tiene acaso un sustento material, además de contar, aunque no bajo las formas de la democracia occidental, con un claro consenso del pueblo chino? ¿podría perdurar si en la economía nacional el poder real estuviese en manos del capital privado? Hay un género de “analistas” burgueses que “resuelven” el asunto parloteando sobre “el maquiavelismo marxista”. Pero, ¿cómo se las arregla un discípulo de Marx (afín a la tesis del “capitalismo chino”) para explicar este fenómeno, sin ignorar el método de análisis del maestro? ¿o una “formación burocrática” es capaz de sobreponerse a todo, incluso a la licuación de su base material?
Además, tras el presunto abandono del ideal socialista, ¿cómo justificamos la persistencia –reconocida universalmente– del “nacionalismo” proverbial del PCCH (hablar de antiimperialismo es más adecuado, aunque hoy se ven más hechos que frases, a diferencia de lo que pasaba en los tiempos de Mao); algo que allí proviene sin duda de su raigambre semicolonial. La fidelidad al patriotismo no puede reducirse a mero reflejo generado por “las humillaciones” que sufrió el país, como cree un francés supuestamente marxista, aunque ignora los dictámenes de la Tercera Internacional sobre el saqueo imperialista del mundo semicolonial. De esa porción del mundo proviene China. Siendo así, es muy “europeo” atribuir su patriotismo a las viejas heridas del orgullo nacional: se escamotea lo principal, es decir, el antagonismo entre los intereses de un país oprimido –reducido a la impotencia con el fin de explotarlo– y el imperialismo mundial, europeo y japonés. Tras liderar la revolución, cuyo impulso provenía de tareas burguesas no resueltas (la burguesía china desertaba de cumplir su misión histórica), el PCCH mantiene en pie, sin claudicar, su antigua voluntad de no subordinarse al capital internacional. Ahora bien, ¿cómo se sostiene ese “nacionalismo” si es cierta la tesis de la “debilidad” hacia “el mercado”? ¿por qué no lo vemos en tantos otros países de Asia, África y América Latina, humillados por Europa y los EEUU, en los cuales los esclavos reverencian al amo? ¿Puede equipararse el “patriotismo” ritual que coexiste, en más de un país semicolonial, con la sumisión a Occidente, con el que caracteriza a los chinos? En fin, ¿qué ideas y fuerzas materiales sostienen, en el país asiático, la decisión de someter la participación de empresas privadas (en un rol subordinado) al plan de ganar en autonomía nacional y transformar al país, con el fin de “igualar y superar al capitalismo”[7]?
Sin embargo, estas consideraciones no implican afirmar que el triunfo final del socialismo cuente con garantías, descartando como posible otro desenlace: al ceder espacios al capital privado –cuyos intereses son antagónicos al socialismo y aun al mismo “capitalismo de Estado”– se aceptan los términos de una lucha feroz y el riesgo que supone “dormir con el enemigo”. Pero apostar al modelo que, muerto Lenin y derrotado Trotsky, se impuso en la URSS, lleva sin remedio a la ineficiencia y el parasitismo burocráticos, con el final conocido. Dice Deutscher, sobre los debates bolcheviques, en 1922, con Lenin vivo: “Todos convenían en que el comunismo de guerra había fracasado y tenía que ser reemplazado por una economía mixta, dentro de la cual los sectores privado y socialista (es decir, de propiedad estatal) coexistieran y, en cierto sentido, compitieran entre sí. Veían en la NEP “no una medida de simple conveniencia provisional, sino una política a largo plazo, una política que establecía las condiciones para una transición gradual al socialismo”[8]. Con algo de fastidio, Lenin explicaba en Sobre el infantilismo “izquierdista” y el espíritu pequeño burgués, después de recordar que eran los campesinos y los especuladores “los poderosos enemigos” del monopolio estatal en la distribución de cereales: “La lucha principal se sostiene hoy precisamente en este terreno ¿Entre quiénes se sostiene esa lucha, si hablamos en los términos de las categorías económicas, como, por ejemplo, el “capitalismo de Estado”? ¿Entre los peldaños cuarto (el capitalismo de Estado) y quinto (se trata del socialismo, en una nómina de los sectores dada por aquel autor) en el orden en que acabo de enumerarlos? Es claro que no. No es el capitalismo de Estado el que lucha contra el socialismo, sino la pequeña burguesía más el capitalismo privado los que luchan, juntos, de común acuerdo, tanto contra el capitalismo de Estado como contra el socialismo”. Y en otro lugar: “La realidad nos muestra que el capitalismo de Estado significa para nosotros un paso adelante; si logramos llegar al capitalismo de Estado en un corto espacio de tiempo, será una victoria”[9]. Ajustando cuentas con el “comunismo de guerra”, Lenin reconoce, con la franqueza acostumbrada: “Contábamos –o tal vez fuera más exacto decir que opinábamos, sin suficiente reflexión– con poder organizar a la manera comunista, mediante órdenes expresas del estado proletario, en un país de campesinos pobres, la completa producción y repartición de los productos por el Estado. La vida nos ha mostrado nuestro error. No es apoyados directamente sobre el entusiasmo, sino mediante el entusiasmo provocado por la gran revolución, y jugando con el interés y el beneficio individual, aplicando el principio del rendimiento comercial, como debemos construir, en un país de campesinos pobres, sólidas pasarelas que conduzcan al socialismo pasando por el capitalismo de Estado”[10]. Trotsky, dada esa situación, veía el riesgo de que el capitalismo pudiera imponerse nuevamente; pero no existía otra posibilidad que aceptar el desafío y luchar con las armas de la planificación estatal y la regulación económica, apoyándose en el peso de las fuerzas sociales implicadas en el triunfo final del socialismo. Y, como ocurre hoy en el caso de China, en las relaciones de fuerza favorables al sector estatal que derivan del triunfo revolucionario previo y de victorias futuras del proletariado internacional. En el caso ruso, en los años de la NEP, los antecesores de los actuales intelectuales burgueses y “marxistas”, los jefes de la burguesía europea y la socialdemocracia (Kautsky, Otto Bauer) veían en el giro bolchevique, por asumir la vigencia de la ley del valor, ajustar lo jurídico al nivel existente de las fuerzas productivas y reconocer la necesidad de usar por consiguiente los mecanismos de mercado, un preanuncio de la restauración capitalista y, en el caso de los jefes de la II Internacional, la prueba del “error” de la política leninista… de haber tomado el poder en Rusia. Como ocurre con China, el liberal cree que el final es obvio, prevalecerá el capital; ratifica así su posición ideológica. Pero irrita esa convicción en un “marxista”. En nuestros días, es quizás el fruto de esa “crisis del pensamiento”, que se suele atribuir a la desintegración de la URSS. A nuestro entender, la explicación proviene de más atrás, de la esclerosis y deformaciones que sufrió el marxismo en el período posterior al triunfo de Stalin, que consagró la utopía de construir el socialismo en un solo país. Es curioso, por decir algo, que la mayoría de los “marxistas” que hablan de China examinen sus asuntos sin establecer una posición sobre estas cuestiones, al parecer creyendo posible imaginar para ella, como antes lo hacían para la URSS, un futuro socialista de “coexistencia pacífica” con el capitalismo global y la referida vigencia de la ley del valor en la economía mundial. Si los chinos no siguen este venturoso camino, se han desviado. Pero el camino existiría, aunque no lo creyeran Lenin y los bolcheviques, para no hablar de Carlos Marx. Ésta es “la verdad oficial” tras el triunfo del stalinismo, aun hoy: la impusieron por décadas los aburridos manuales que se editaban en la URSS y, viendo aparentemente consolidada esa primer tentativa, después de la segunda guerra mundial, pocos se atreverían a poner en duda los juicios respaldados por una gran potencia, supuestamente “socialista”[11]. Ha desaparecido la URSS, pero también, con ella, la fe en el futuro. Como no puede suponerse que la senilidad del sistema vaya a generar de un modo automático, sin resistencia y sin lucha, la superación del capitalismo, es necesaria una comprensión de lo que debe hacerse para retomar ese intento que fracasó en Rusia, pero promete triunfar en el escenario chino, actualizando las fórmulas que entrevieron los bolcheviques en su momento. Así las cosas, importa considerar dos importantes asuntos. En primer lugar, el notable desinterés de los líderes chinos por formular una teoría basada en su experiencia, en términos que permitan aplicarla en otros países semicoloniales, ya que su realidad guarda significativas similitudes con las que son habituales en las economías “emergentes”. La ley del desarrollo desigual y combinado es un patrón común a todas ellas, aunque no nos exime de analizar cada caso, como es obvio. Pero la matriz creada por el imperialismo mundial y sus socios nativos crea marcos cualitativamente semejantes; los problemas comunes suelen ser la norma. Como es natural, toda experiencia de liberación nacional que procure desarrollar una economía no satelizada debe asumir la vigencia de la ley del valor en la economía global, que sólo se extinguirá con la planificación socialista de esa economía. Tras liberar al país de la opresión imperialista y las clases parasitarias que operan a su favor en el interior de una semicolonia, se carece invariablemente del desarrollo material y de la cultura técnica y general indispensable para establecer el socialismo, lo que también constituye un común denominador en la periferia. No mejoran las cosas, empero, si se apuesta a crear un capitalismo nacional, sin trascenderlo: todos estos intentos han fracasado. Por otro lado, esa falta de aportes chinos a la teoría marxista –“exportar” la revolución, después de Mao, no tiene un lugar entre los asuntos que movilizan al PCCH– no ha logrado conmover al “marxismo occidental”, cuyas preocupaciones son menos terrenales. En segundo lugar, es necesario ajustar cuentas una vez más con las tendencias utópicas del “izquierdismo” infantil, que ha resistido la crítica de Lenin y encuentra un respaldo en la propensión a “moralizar” y rechazar todo examen objetivo y realista, algo característico del pequeño burgués. Curiosamente –no decimos algo nuevo, al señalarlo, pero importa recordarlo– éste puede convivir con el oportunismo craso, con el cual comparten una sobrestimación del factor subjetivo, tal como lo veremos en el caso de Stalin, en los próximos párrafos.
Subjetivismo pequeño burgués e infantilismo “izquierdista”
En pleno proceso de “colectivización forzosa” de la economía agraria, con los desastres universalmente reconocidos que la caracterizaron –nunca la URSS logró recuperarse de las secuelas de aquella gigantesca manifestación del desatino y arbitrariedad burocráticos[12]– mientras Stalin desechaba la fórmula de Bujarin de llegar al socialismo “a paso de tortuga” e imponía metas de industrialización de vértigo, basadas en el sometimiento de las clases trabajadoras y el sacrificio de los condenados al trabajo forzoso, uno de los teóricos de semejante empresa, Strumilin, plantea el asunto de un modo brutal, que el “izquierdismo” infantil sin duda rechazaría, tras secundar a Stalin, hasta allí: “Nuestra tarea no es estudiar la economía, sino transformarla. No estamos atados por ninguna ley. No hay fortaleza que los bolcheviques no puedan tomar. La cuestión de las tasas de crecimiento depende de los seres humanos”. Simultáneamente, se sentencia entonces a Sujánov y Riazanov, junto a otros que cometen el mismo error: creer que hay cosas que “no son posibles, aunque así lo quiera el Comité Central[13]”. Se trata, en este caso, de una manifestación del empirismo burocrático, que se niega a reconocer los condicionantes externos a su voluntad omnímoda y termina oscilando, incapacitada para prever, entre el oportunismo de derecha y el aventurerismo ultraizquierdista; como se expresó en esos años, trágicamente, en las contradictorias tácticas de la burocracia stalinista. En un caso, con respecto a las relaciones con el campesinado, donde el oportunismo hacia los kulaks ignoró la amenaza que habrían de representar y obligó a un viraje torpe y criminal. En otro, al desconocer la premura de impulsar la industrialización, para hacerlo más tarde a marcha forzada. Esto, en el propio país. En la esfera internacional, con las zigzagueantes políticas practicadas en Alemania, que ayudaron a los nazis a tomar el poder y en el teatro de Oriente, donde inmolaron a la primera revolución china.
No obstante, es preciso advertir que ciertas variantes superficialmente opuestas al pragmatismo staliniano, cuyo romanticismo “izquierdista” las torna atractivas para el público progresista, son también tributarias a una visión voluntarista que, al resistirse a reconocer los límites objetivos que la realidad impone, emprende batallas destinadas a fracasar, como crear relaciones de producción social sólo “fundadas” en la razón utópica, sin el desarrollo previo de las fuerzas productivas que requieren como soporte. Desarrollar el tema con toda amplitud, pese a la importancia central del problema, nos llevaría muy lejos de los alcances del examen que intentamos hacer hoy. Señalamos, sin embargo, que en los últimos años de su vida, las iniciativas de Mao estaban signadas por ese voluntarismo, catastrófico en las experiencias del “gran salto adelante” y “la revolución cultural”, y que la misma tendencia explica los errores de la revolución cubana, que se intenta corregir, con precaución, en nuestros días, y que fue notoria en los planteos del Che Guevara sobre los problemas relativos a la construcción del socialismo[14]. En el otro polo, de filiación leninista, están las nociones de Deng Xiaoping. En 1983, bajo su orientación, se ha suprimido en la economía campesina la anterior pauta de “comer todos por igual de una olla común”, impuesta en el período de las comunas populares, estableciendo la “responsabilidad personal o familiar” en la producción, para atar los ingresos a la productividad del trabajo, franca apelación a los estímulos materiales, siempre rechazados por el igualitarismo “izquierdista”.
Simultáneamente, se cede autonomía a empresas comunales, adoptando también criterios comerciales; se impulsa el establecimiento de planes locales, descentralizando la gestión y se crean empresas de cantones y aldeas, cuyo desarrollo a ritmos jamás vistos en la historia del mundo asombrarán luego a todos los estudiosos. Al mismo tiempo, cuando se impulsa la asociación de empresas estatales con el sector privado y se plantea la consigna de que “algunos lograrán enriquecerse primero”, se recuerda la lucha contra los errores izquierdistas de la revolución cultural, tomando distancia de la orientación maoísta durante ese período, profundamente dañino para el avance del país. Algo semejante cabe decir de la supresión del llamado “tazón de arroz de hierro” en el ámbito fabril, que impedía la necesaria contracción al trabajo y el avance de la productividad, al desentender a los trabajadores de los resultados económicos. No obstante lo cual, se advierte al partido del riesgo que implica incorporar a los planes del desarrollo nacional –limitados entonces a “zonas especiales”– al capital extranjero, originario fundamentalmente de la diáspora china. No es dato menor, para nuestros países, víctimas desde siempre de la colonización cultural, que Deng se ocupe de advertir a su pueblo que, siendo necesario el intercambio cultural y la asimilación de los conocimientos del mundo avanzado, deben, al mismo tiempo, “no dejar entrar lo extranjero a ciegas, sin planificación ni selección”[15].
El lugar de China en el sistema global, antes y después del polémico viraje
Hemos señalado sobre el punto una obviedad: China era, antes de la revolución, una semicolonia del imperialismo mundial. Sus socios en el país, una corrupta burguesía “compradora”, llamada así por su papel intermediario en el comercio exterior, y los terratenientes feudales, parasitaban a la nación, junto al capital extranjero. Nadie, ni ese capital extranjero, que en un país atrasado sólo “invierte” en crear los medios (puertos, ferrocarriles, etc.) que le permiten succionar la riqueza del país, ni las clases propietarias y acaudaladas cumplían con el rol de reinvertir los frutos del trabajo nacional y generar, de ese modo, el desarrollo económico. Si a ese régimen cabe llamarlo capitalismo semicolonial, debe quedar establecido que no existe en él una burguesía, en el sentido clásico, que implica reinvertir los frutos del trabajo en el desarrollo productivo, generando así la reproducción ampliada. Las divisas se fugan fuera del país o se despilfarran suntuariamente. Esta situación, que es la habitual en la periferia “atrasada”, donde el drenaje impide que deje de serlo y avancen hacia el status de las naciones “avanzadas”, se asegura por medios políticos y militares. Se humilla al país para perpetuar el saqueo, lo que requiere someterlo políticamente, imponer en el poder al bando dispuesto a traicionar la patria. En China, como es sabido, este sistema generaba periódicas hambrunas, con millones de muertos. Un país pionero en múltiples aspectos sufría al mismo tiempo una descomposición rampante[16].
Ésa es la esencia del imperialismo moderno, estudiado por Lenin en los primeros años del siglo XX y caracterizado acabadamente en los primeros congresos de la Tercera Internacional. La aparición del fenómeno, apenas entrevisto por Marx en las relaciones entre Inglaterra e Irlanda, ha creado un orden en el cual, al decir de Trotsky, “los civilizados le cierran el camino a los que pretenden civilizarse”, al parasitar en su beneficio la plusvalía colonial que necesitan para crecer. Esa renta colonial, en los países imperialistas, permite a sus burguesías licuar el conflicto con los obreros metropolitanos, transformándolos en cómplices de su dominio mundial[17]. Siendo así, van a concluir los bolcheviques, en la Tercera Internacional, con Lenin y Trotsky, la revolución colonial tiene una doble función en la lucha por el socialismo, a saber: crear condiciones para el desarrollo en la periferia de las fuerzas productivas, que le permitan el tránsito a la civilización y al socialismo; lograr, al privarlos de la renta colonial, reintroducir la crisis en los países pioneros del capitalismo –esa crisis prevista por Marx, que no pudo advertir el papel central que iba a tener el saqueo de las colonias: sobornar a las masas de los países imperialistas, trasladando el conflicto a los países oprimidos, a cuya costa podrían gozar Europa, EEUU y Japón de un bienestar generalizado.
Sin esa conceptualización, que por nuestra parte reiteramos, sin aportar nada nuevo, es imposible hacer el examen de China y el impacto de sus avances en la economía mundial. Porque aun si su desarrollo generara “solamente” la incorporación de ese país gigantesco al rango de las economías avanzadas, esto provocará –ya lo estamos viendo, con la única condición de no cerrar los ojos– un enfrentamiento fatal entre dichas economías, la derrota de aquéllas menos eficientes y amenazas de sobreproducción imposibles de asimilar dentro de los marcos del orden actual. Dar a esta afirmación una expresión más asequible al lector no especializado es posible: de un tiempo a esta parte China cuenta con un PBI igual o superior al de los EEUU. Pero su producción per cápita es, sin embargo, muy inferior (U$S 8.826,99 contra 59.531,66, datos del Banco Mundial para 2017). El ritmo de crecimiento, sin embargo, es muy superior a favor de China[18], que no está condenada a frenarse, ya que tiene amplios márgenes para seguir desarrollándose. Un simple cálculo indica que el logro de un nivel de productividad del trabajo próximo al norteamericano (la mayor rémora, en tal sentido, son los 400 millones de campesinos que trabajan la tierra con métodos arcaicos, por la decisión del país de no apresurar el éxodo rural), llevaría al PBI chino a casi septuplicar el producto estadounidense y superar largamente la capacidad de absorción del mercado mundial que, como se sabe –en el capitalismo no puede ser de otro modo– está conformado por la demanda solvente, no por una suma de las necesidades humanas. Numerosos síntomas de todo esto son visibles en nuestros días en Europa y EEUU. En este último país, el proteccionismo de Trump es a nuestro juicio una reacción elocuente, al parecer tardía y muy probablemente condenada a fracasar, dada la fractura del stablishment norteamericano, cuyo bloque más poderoso está vinculado a la especulación financiera y cuenta actualmente con un poder sin frenos, impulsado por una visión cortoplacista y antihistórica[19]. Todo lo cual es muy peligroso para el futuro humano, pero aun cuando puede sumirnos en la barbarie, difícilmente salve a los EEUU de la actual decadencia, que es sistémica y sin duda se ahondará.
Fundamentos y propósitos del viraje del 78
Ahora bien, es necesario puntualizar qué debía corregir China para lanzarse al vertiginoso desarrollo de las últimas décadas. Dicho de otro modo, qué conjunción de factores impedían ese despliegue y la naturaleza de los mismos. Para hacerlo con seriedad y no reiterar ciertos exámenes debe a nuestro juicio darse un rodeo, comenzando por recordar cuáles eran las premisas que según los marxistas iban a permitir implantar el socialismo y no simplemente enumerar los hechos que “prueban” el acierto de Deng, pero no explican por qué razón las fórmulas del maoísmo, a las que se concede utilidad para el período inicial, con el mismo patrón que juzga válidos los criterios de Stalin, no podían crear una economía moderna.
Los bolcheviques, Lenin entre ellos, eran al respecto discípulos de Marx: nunca creyeron que fuera posible avanzar hacia el socialismo sin el apoyo de una revolución obrera en Europa, que veían próxima. Rusia era un país atrasado, con islotes de gran industria flotando en un mar agrario primitivo, abrumadoramente mayoritario, con campesinos que usaban arados de madera confeccionados por ellos mismos, analfabetos y movidos por el hambre de propiedad. No era otra la razón por la cual hablaban de una “revolución burguesa”, al definir el impulso y “las tareas históricas” a que debían responder. Es conocido el hecho de que la diferencia central entre el ala menchevique y el partido de Lenin no estaba dada por esa caracterización, que los marxistas compartían, sino por la respuesta sobre cuál era la clase social que lideraría el proceso. La realidad demostró la exactitud de la visión que juzgaba imposible que la burguesía rusa –llegada tarde al escenario histórico, cobarde, miope– llevara a cabo “su” propia revolución. Los bolcheviques, que se hacían cargo de esa empresa, no habrían de detenerse en ella, sin embargo, y una revolución “ininterrumpida” (Lenin) o “permanente” (Trotsky) tendría lugar. La clase obrera buscaría enlazar la revolución burguesa con la revolución socialista, que no estaba madura en Rusia, pero sí en Europa. Pero, al cerrarse esta chance, los leninistas quedaron librados a su suerte. La revolución china tuvo más fortuna, según dijimos más arriba. Pero el cuadro general, en sentido histórico, no era distinto. El país mostraba un atraso fatal, además de estar destruido por las guerras; era ínfimo el proletariado. El campesinado[20], luego del fracaso de la primera revolución, era el respaldo más significativo de los comunistas, pero trabajaba la tierra como en la época clásica del imperio Ming. Ahora bien, si en la URRS Stalin había negado la necesidad de crear la base material del orden socialista y era capaz de trocar la teoría marxista hasta el punto de defender el trabajo a destajo como “un principio socialista” y “edificar el socialismo” con el trabajo esclavo de millones de prisioneros, la revolución china no sólo contó con el auxilio soviético –es verdad que el mismo llegó después del fracaso de Stalin en convencer a Mao de que debía pactar otra vez con el Kuomintang– sino que se atrevió a otorgar un papel a la burguesía “nacional” en la reconstrucción del país y tuvo además el novedoso capital de haber aprendido a manejar la economía en las porciones del territorio que estaban bajo su dominio desde los días azarosos de la Larga Marcha. Es significativo que el propio Deng evalúe como justa la línea política vigente en el ciclo 1949-1956, con el liderazgo de Mao. Y lo es mucho más el carácter benigno que, si tomamos como referencia las purgas stalinistas, adquieren las luchas por el liderazgo chino, que condenaron a Deng a labores penosas en el mundo agrario, pero lo devolvieron a la jerarquía, vivo todavía Mao, como respuesta a una sugestión de Chou En Lai. De todas maneras, dicha peculiaridad no liberó a China de los violentos enfrentamientos y ásperos debates que tuvieron lugar en los países identificados con el socialismo marxista alrededor de los problemas “del periodo de transición”. Son conocidos sus términos: ¿sin un largo lapso durante el cual se obtengan las bases económicas y culturales que caracterizan al capitalismo central, es posible crear en un país aislado un orden socialista? Dicho de otro modo: ¿en las condiciones de penuria precapitalistas, que son las típicas en los países donde los marxistas han logrado tomar el poder, puede establecerse el reparto de los bienes que, según Marx, señalará al “estadio inferior” del socialismo? Por último, ¿en dichas condiciones, cabe concebir la superación de pugnas por ganar privilegios, a costa del status de la inmensa mayoría, por parte de aquéllos que tienen el poder? Trotsky es pesimista en todo lo concerniente a estos interrogantes. En Rusia, el compañero de Lenin cuestiona crudamente, haciendo el balance del “comunismo de guerra”, esta tentativa “había extinguido el estimulante del interés individual en los productores”, que el capitalismo instituye con una ley de hierro. Pero no era fácil cambiar el rumbo. Abandonar la práctica del igualitarismo estricto hería las ilusiones del período heroico y una promesa central del bolchevismo, pero asumía que las circunstancias no permitían otra posibilidad. La izquierda partidaria se resistió al viraje y acusó a Lenin de traicionar la causa y sus propias ideas. A nuestro juicio, esa resistencia aguerrida, a la cual se sumaron quejas de las bases sociales del partido, explican que Lenin optara por definir la nueva política (NEP) como una “retirada” temporal, insinuando la proximidad de retomar “la ofensiva”. De otro modo ¿cómo entender el hecho de que el jefe bolchevique hablara al mismo tiempo de esa política como algo destinado a durar décadas[21], y el planteo posterior, a cargo de Trotsky, según el cual aun en el caso de que hubiese triunfado la revolución en Alemania “habría sido necesario renunciar a la distribución de los productos por el Estado y volver a los métodos comerciales, el juego de la oferta y la demanda seguiría siendo por largo tiempo, todavía, la base material indispensable”, mientras que “la industria misma, aunque socializada, necesitaba de los métodos de cálculo monetario elaborados por el capitalismo”[22]. Tras establecer la NEP, Lenin declara en el Congreso de los Sindicatos que es “inadmisible” que éstos tengan la dirección de las empresas, se declara a favor de los directores unipersonales, defiende la lucha por la productividad laboral, denuncia las faltas disciplinarias y a “los zánganos” y sostiene la necesidad de imponer el principio salarial creado por el capitalismo en lo que está designando como un “período de transición”. Declara igualmente que debe asumirse la oposición de los intereses (presentes) de los trabajadores con las necesidades del desarrollo de las fuerzas productivas y llama a sus seguidores a “aprender de los capitalistas” las técnicas de la gestión empresarial y comercial. El atraso cobraba su precio a los visionarios, imponiéndoles límites.
En realidad, la desdicha rusa fue el abandono por parte del stalinismo de estas políticas, mientras se consolidaba en el país la burocracia soviética, afecta a imponer una planificación sin correctivos democráticos, a establecer arbitrariamente los precios y a imponer el monopolio del Estado en la producción y el reparto de los bienes, suprimiendo el rol de un consumidor que, en lugar de operar a favor de la calidad, debe resignarse a obtener en los almacenes públicos una producción tosca y primitiva, inepta para competir con el mundo capitalista[23]. Podría decirse, reduciendo el problema a su mínima expresión, que, después de la muerte de Stalin, en un marco en el cual la burocracia obtenía un nivel de consumo relativamente privilegiado, se aseguraba al resto una estabilidad gris y la vida cotidiana estaba signada por la rutina embustera sintetizada en la frase de Lech Walesa: “nosotros hacemos como que trabajamos; ellos hacen como que nos pagan”. En las últimas décadas, tras la “emancipación de la burocracia”[24], puede decirse que era así. La peste del alcoholismo coronaba la situación. La “socialización” arbitraria de las relaciones de producción genera distorsiones que han sido previstas, en sentido general, por Charles Bettelheim, quien no se atrevía, objetivamente, a verlas plasmadas en el “socialismo real”. En efecto, tras señalar que, “más allá de la propiedad del Estado”, es necesario un desarrollo “suficiente” de las fuerzas productivas, que logre socializar efectivamente las relaciones de producción, advierte que, sin aquel desarrollo, la propiedad del Estado puede “permanecer como un marco jurídico sin contenido”. Y cita a Marx (en consonancia con Trotsky, sin atreverse a mencionarlo) y su Crítica del Programa de Gotha: “El derecho nunca puede estar más arriba (sic) que el estado económico de la sociedad y el grado de civilización que le corresponde”[25]. Volvemos al materialismo, como es notorio, mal que les pese a ciertos “marxistas”, afines al anarquismo y el igualitarismo utópico, que al contrario de los primeros no creen que esa meta –que compartimos– debe sustentarse en un desarrollo material, lo que no implica negar el papel del estímulo moral, que en toda sociedad moviliza también a los seres humanos. Se trata, en esto, de reconocer límites.
Nuestra visión es la siguiente: en todos los casos –se advierte que la problemática no es exclusiva de rusos y chinos, sino común a todas las revoluciones del mundo “atrasado”– podría avanzarse en la comprensión del dilema que deben resolver los partidos marxistas del mundo semicolonial, tras tomar el poder, examinando las implicancias del pronóstico que Trotsky logró formular después del análisis del Termidor ruso: “Las tendencias burocráticas deberán manifestarse en todas partes después de la revolución proletaria. Pero es evidente que mientras más pobre es la sociedad nacida de la revolución, más se manifiesta esta “ley”, el burocratismo reviste formas más brutales y más peligroso se hace para el desarrollo del socialismo”. Y concluye: “No son los “restos”, en sí mismos impotentes, de las clases dirigentes de antaño las que impiden, como declara Stalin, al Estado soviético debilitarse y aun liberarse de la burocracia parasitaria; son factores infinitamente más potentes, tales como la indigencia material, la falta de cultura general y la dominación del “derecho burgués” en el dominio que interesa más viva y directamente a todo hombre: el de su conservación personal[26].” De esta observación, que corona la reivindicación del viraje a la NEP, podemos concluir, por nuestra parte, que si apelar a los métodos creados por el capitalismo, visto que seguimos en un marco signado por la ley del valor y un insuficiente grado de productividad del trabajo, crea una situación en la cual el gobierno obrero debe elegir entre establecer las condiciones de una competencia y colaboración del sector económico estatal con el sector de capitalismo privado, asumiendo el riesgo de una derrota posible, pero considerando que lo fundamental es avanzar en la productividad del trabajo y la provisión de bienes, para evitar el estancamiento y la metástasis burocrática, por un lado, o, por el contrario, ceder a la tentación de suprimir como sea las reglas del mercado y los estímulos materiales que han sido el fundamento del trabajo y la creación de riqueza en la historia humana, pero alimentan el egoísmo y la desigualdad social. Se trata, en realidad, de una falsa opción. Si como sostiene Marx y reiteran otros “el derecho no puede nunca elevarse por encima del régimen económico y del desarrollo cultural de la sociedad condicionada por ese régimen”, no puede pensarse en “liquidar” el egoísmo y la lucha por obtener una porción mayor en el reparto de bienes que son escasos, mientras se está muy lejos del bienestar para todos. En esas condiciones, lo que se “suprime” por la puerta se cuela por las ventanas… que la burocracia abre y cierra, priorizando sus intereses. Con el agravante –razón por la cual la última de las alternativas resulta ser definitivamente funesta– de que la ilegitimidad y precariedad del status burocrático, no sustentado en utilidad social alguna, alientan en la burocracia el afán de justificar y disimular las prerrogativas que les otorga el poder oscureciendo la comprensión cabal de las cosas y sustituyendo la teoría por fórmulas autojustificatorias. No otro es el motivo por el cual el stalinismo, con total alevosía y contradiciendo premisas fundamentales del marxismo, intentaba “explicar” el gigantismo del Estado mientras festejaba el ingreso de Rusia al “socialismo”, malversando el valor de la doctrina de Marx y las puntualizaciones precisas y honestas de Lenin, siempre preocupado por dar a las cosas su cabal nombre. En cierto modo, puede decirse que negar un problema y dar al público versiones banales y autocomplacientes, como fue habitual en la Unión Soviética, no sólo implica renunciar a la lucha por un desarrollo material que supere al capitalismo, sino alimentar el caldo de cultivo para que las deformaciones burocráticas sean mayores y más peligrosas, imponiendo a la sociedad un falaz “socialismo” que, como ocurría en la URSS, brinda una “estabilidad” adormecedora a las masas, pero jamás podría competir exitosamente con los países capitalistas y sólo se sostiene perpetuando el proteccionismo y el mito de la autarquía[27].
La excepcionalidad china es la crisis general del capitalismo
En su beneficio o para atormentarlas, las revoluciones siempre cuentan con circunstancias excepcionales. En el caso ruso, su estallido tuvo lugar cuando una guerra “mundial” había sangrado al capitalismo central, con epicentro en Europa y sus terribles consecuencias no sólo quebraron “al eslabón más débil”, el imperio zarista, sino llevaron al continente entero al borde del colapso, con alzamientos en un número de países importantes. Éstos, si bien fracasaron, dieron a los bolcheviques un enorme apoyo; la ira y las sublevaciones en el mundo próximo restaron eficacia a la contrarrevolución blanca. El régimen se consolidó, aunque degenerara hacia el stalinismo, con los resultados conocidos. La Revolución China gozó también de “favores” históricos; uno de ellos, de una significación no menor, fue la existencia previa de la Unión Soviética y las relaciones de fuerzas vigentes después de la segunda guerra.
Más tarde, a fines de la década de los 70, tras la crisis del petróleo, era muy notorio que para el mundo imperialista “los años felices” de la post guerra habían terminado y el viraje chino tuvo su comienzo en ese marco, caracterizado por la caída irreversible de la tasa de ganancia en las economías centrales; algo que fue entonces velado por el impacto del acercamiento chino-norteamericano y su presunta efectividad como recurso para operar contra un “enemigo común” más hipotético que real, el bloque soviético. La “apertura” dispuesta por Deng Xiaoping registraba cuáles eran las fortalezas del país y las dificultades del capitalismo para enfrentar dicha caída de las tasas de ganancia en los países centrales. El capital atina a “huir hacia adelante”: comienza a desplazar la producción de bienes a la periferia del sistema; concretamente, a países en los cuales la relación entre la aptitud y disciplina de la fuerza de trabajo está acompañada de un costo laboral muy ventajoso, respecto a las exigencias del mundo avanzado[28]. Sin precipitarse, sin ceder el timón a “la mano invisible”, con ensayos y tanteos, China ingresa en un proceso de desarrollo inédito por su vigor y continuidad, que genera en “el centro” un vaciamiento industrial, compensado en parte por el auge de la especulación y la deuda pública, que se presumirán eternos, mientras el poder imperialista juega a sostener la hegemonía global contando con el dominio de las tecnologías de punta, como si el monopolio de las mismas careciera de término. La sonada “deslocalización” buscaba contar con personal calificado de bajos salarios. China lo tenía[29], como uno de los frutos sobresalientes de la revolución. Ahora bien, es necesario precisar ciertas cuestiones. En primer lugar, los analistas serios coinciden en señalar que el impulso mayor vino del interior, de las empresas locales y comunales que canalizaron las energías de la población campesina, estimulada por el régimen de la “responsabilidad individual y familiar”, que provocó un retorno a muy antiguos hábitos del mundo rural, que combinaban las exigencias del trabajo agrario con la producción aldeana de bienes industriales[30] para el mercado próximo. En segundo lugar, que el capital extranjero, que fue atraído a las “zonas especiales” de la costa, provino sobre todo de la diáspora china, por la renuencia de la empresas del mundo occidental, y aun del Japón, a aceptar las regulaciones y el control del Estado y su menor familiaridad con el gobierno del país. Y en tercer lugar, que si bien las desigualdades sociales y hasta regionales en los niveles de ingreso se hicieron enormes, y lo siguen siendo, los niveles de vida de toda la población han crecido en los años siguientes al viraje, de un modo indudable y hasta espectacular para los parámetros, bastante conocidos, que reinaban en el país. Para no hablar de los avances en salud, educación y desarrollo científico, tecnológico y cultural, que carecen de parangón en la historia moderna.
Una vez más, China y el futuro global
El destino final del experimento social iniciado en el país por la revolución triunfante, para los que no creemos en la desdichada idea de que sea posible construir el socialismo en un solo país y advertimos al mismo tiempo la crisis ya crónica del capitalismo senil, no puede pensarse sin reflexionar al mismo tiempo sobre el futuro próximo del orden global, que al parecer nos coloca –mientras carecemos, dramáticamente, del “sujeto político” necesario para enfrentar este oscuro panorama– ante el mismo dilema que provocó, a comienzos del siglo XX, la exclamación famosa de Rosa Luxemburgo: “socialismo o barbarie”.
Rechazamos la tentación de prever la barbarie. El mayor peligro que vemos en el presente es, sin embargo, la ceguera generalizada que reina mientras nos acecha el futuro, con el cuadro que intentamos resumir, aquí. Al señalar la sobreproducción y los espasmos que acompañan a la hipertrofia financiera y el capitalismo de timba, fenómenos agravados por los avances de China en el mercado mundial y las reacciones irracionales que suscita en los centros del poder mundial, llamamos la atención sobre la catástrofe que nos aguarda si no logramos reconstruir una “vanguardia” dispuesta a capitalizar la experiencia histórica y convocar a la construcción de un porvenir digno de llamarse humano. Nunca, como hoy, fue posible encontrar un grado de madurez en las fuerzas productivas que brinde a ese fin tan portentosos medios. Estamos llegando, con los ojos vendados, al mundo de la robótica y la inteligencia artificial, que ha suscitado advertencias entre alarmantes y frívolas, pero intuitivamente certeras, respecto del impacto social que provocará esta transformación, sólo equiparable a lo que trajo consigo la revolución neolítica.
El tema requiere un examen propio, que no cabe aquí. Pero apuntaremos, sí, que por una parte, podríamos estar a un paso del sueño del fin del trabajo como carga bíblica; de la conquista de una situación en la cual los humanos puedan dedicar el tiempo a satisfacer lo vocacional –trabajar en lo que nos atrae, no entregar la vida a los medios de vida–, amar a los nuestros –los seres humanos, el mundo y sus criaturas–, expandir el conocimiento y la destreza corporal, apreciar el arte, en fin, todo lo que es digno de la persona que, como decía Trotsky, “empieza donde termina la lucha por el confort”, cuando ya no medimos el tamaño de las porciones. Ese mundo será posible. El automóvil sin chofer, que se prevé operante en el 2025, implica democratizar el privilegio de los magnates del chofer propio, mientras atiendo otras cosas más interesantes que formar parte de un sistema mecánico. Y, para señalar asuntos menos ligados al reino de las fantasías –que no lo serán, en pocos años más– la mayoría de los trabajos que nos ocupan, hoy, para ganar un salario, estarán a cargo de procesos automatizados[31]. Para graficar el asunto ante el lector no informado, parece útil sugerirle imaginar que, además de la automatización en la producción fabril, a la cual ya nos estamos habituando, los trenes, taxímetros y colectivos, los almacenes y las tiendas, los hoteles y restaurantes, las estaciones de servicio y otras actividades presten sus servicios como lo hace hoy un cajero automático.
Ahora bien, ¿que implica esto en el mundo capitalista? Bill Gates quiere retrasar el proceso y hacerlo gradual, dada la desocupación que habrá de crearse, prácticamente epidémica, si las máquinas desplazan la mano de obra humana y nos transforman en marginales, en todas las ramas de la producción y los servicios. Y no se trata de ciencia ficción. Además de la conducción de automotores y trenes –Airbus prevé sustituir con robots los pilotos de aviones–, los negocios automatizados amenazan con liquidar a los trabajadores que los atienden, como hemos señalado. Sin embargo, lo que no ve el pensamiento burgués (Bill Gates es un ejemplo) es que dicho proceso supone la desaparición de la posibilidad misma de realización de la plusvalía, que necesita del consumidor. Más precisamente, ¿quién y cómo pagará por adquirir esas mercancías que constituyen la esencia de un sistema que produce para la demanda solvente y no para satisfacer, gratuitamente, las necesidades del hombre[32]?
Un país como China, cuyos dirigentes aún se declaran comunistas y partidarios de alcanzar el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas necesario para construir el socialismo, sea cual sea el daño ocasionado por sus vínculos con el stalinismo, las desigualdades sociales que se observan en él y el pragmatismo rampante que informa sus acciones –rechazamos en principio la suposición de que esto sea un retroceso respecto a la invocación del “marxismo leninismo” anteriormente usual– está, sin duda, mejor preparado para dar los virajes que requiere ingresar en la nueva época. Lo que no excluye, desde luego, ya que se trata de una nación en la cual no está resuelta, ni mucho menos, la lucha de clases otro desenlace. Conflictos obreros no faltan en el país; asoman muchas veces cuestionamientos al poder. Tampoco se nos ocurre pensar que el destino general del planeta y la superación de la crisis crónica que padecemos pueda resolverse por el influjo de una nación, por más importante que esta sea. Una acción mucho más extendida es imprescindible.
Si, como declaraba Marx, hace más de un siglo y medio en El Manifiesto Comunista, “una sociedad que ha conjurado semejantes medios poderosos de producción e intercambio es como el hechicero que ya no puede controlar los poderes subterráneos que ha invocado con sus sortilegios”, es preciso retomar el timón del quehacer humano y sepultar en el olvido a los matones y chapuceros que hoy gobiernan, sembrando el caos y la muerte, mientras un egoísmo social extremo cunde en las poblaciones del viejo mundo.
artículo de Aurelio Argañaraz - febrero de 2019
Al examinar los resultados del viraje que Deng Xiaoping impuso a China luego de la muerte de Mao Tse Tung, la mayoría de los ensayistas coinciden en señalar una “restauración capitalista”, sin otra precisión[1]; sin advertir, por ejemplo, que puede tratarse de un capitalismo de Estado y, peor aún, sin la menor preocupación por prever el impacto que el vertiginoso desarrollo del gigante asiático, dueño actualmente del mayor PBI de la economía global, puede tener en el futuro del capitalismo. Todo se reduce a señalar –con alegría, si el analista es un partidario del sistema; con amargura, si es un marxista– que, voluntariamente o no, dicho viraje habría llevado al abandono del socialismo. No importa si los chinos dicen lo contrario: se ignora su alegato, tachándolo de falso, de responder a la voluntad de ocultar lo inconfesable. Tampoco importa, lo que ya es absurdo, que su gobierno imponga planes y metas, sin dejar librada la asignación de los recursos a “la mano invisible”; sean de propiedad estatal los principales bancos y empresas estratégicas; se den directivas a todos los sectores; se limite y ordene el flujo de población del campo a la ciudad; sea estatal la ciencia y la educación; sea pública la propiedad del suelo. Estos hechos, que nadie ignora, y no caracterizan al capitalismo “real” –sólo se pone en duda la propiedad del suelo, sin atender a la ausencia de un régimen legal que privatice la tierra–, apenas suscitan algunas analogías con el “intervencionismo estatal” que caracterizó el despegue de Japón y Alemania y, en las últimas décadas, de Corea del Sur. Ésa es la conclusión, en suma: estaríamos allí ante algo similar. Este supuesto, sin embargo, deja sin explicación muchas cuestiones y omite otras con torpeza o alevosía. En primer lugar, que dicho “intervencionismo” no debería juzgarse igual cuando el sector estatal es dominante y nada escapa al control gubernamental, que cuando sólo se impulsa, y se regula, a una economía en la cual la empresa privada es omnipresente, como fue el caso de aquellos países[2]. En segundo lugar, que el desarrollo del capitalismo en Alemania y Japón tuvo lugar antes de las últimas décadas del siglo XIX, lo que equivale a decir antes del fenómeno del imperialismo moderno estudiado por Lenin. En aquel contexto, el dilema se reducía a sostener el proteccionismo y disputar los mercados, con el expediente militar como ultima ratio. El caso de Corea, mucho más próximo, es anómalo –el papel de EEUU no tiene símil en otros países– y todos los entendidos lo asocian a las pujas de la guerra fría. En tercer lugar, China tuvo una destrucción previa de la burguesía local, expropiada por la revolución en los primeros años. Siendo así, estos diagnósticos, cargados de prejuicios, traen a la memoria el estupor español frente a las especies americanas por ellos desconocidas: los pumas eran “leones calvos”, no una novedad que se debía añadir al inventario de la zoología. ¿Una nación es “capitalista” por favorecer la existencia de un sector privado, usar como herramienta mecanismos de mercado y criterios económicos –es decir, que no obedecen a una arbitrariedad burocrática– en la lucha por alcanzar al mundo avanzado? O, para ser precisos en el planteo del tema: ¿Cómo juzgar al “capitalismo de Estado” de un país otrora semicolonial, que apela a sus cualidades para desarrollar sus fuerzas productivas, si rechaza la satelización del imperialismo mundial? Además, si vemos un país de la magnitud de China, registramos el impacto que su transformación provoca en la economía global –EEUU acusa el golpe del desplazamiento, hacia Oriente, del eje de poder–, con la notoria decadencia de los viejos centros del capitalismo mundial (día a día cae en ellos la producción industrial; sólo florece la especulación financiera) ¿no deberíamos reflexionar sin prejuicios en el futuro de China y el régimen capitalista, arriesgando un pronóstico capaz de orientarnos? La crisis agónica de la economía global parece anunciar un final de época. ¿Los analistas responsables están distraídos en otras cosas?
En ensayos debidos a intelectuales marxistas sumados a la versión de “la restauración capitalista”, se lamenta obviamente la presunta pérdida del ideal socialista, pero, al aceptar la evidencia de un desarrollo extraordinario de las fuerzas productivas y un avance general del nivel económico de la población del país, respecto de los austeros tiempos del maoísmo, voluntariamente o no, se acaba por aceptar la “verdad” burguesa, a saber: “la superioridad” del capitalismo y los mecanismos del mercado en la asignación de los recursos y el desarrollo económico. De poco sirve que, después de perder la batalla ideológica, se alarmen ante la desigualdad social que se observa –efectivamente mayor que en tiempos de Mao–, en una manifestación moral que “salva el prestigio” del pequeño burgués, que considera al socialismo un patrón ético, no muy diferente del resto de las doctrinas que han pregonado la igualdad desde el cristianismo primitivo hasta hoy, pasando por las sectas y alzamientos comunistas de la Edad Media[3]. Cabe preguntarles, ¿han olvidado que Marx, Engels y Lenin creían indiscutible que, sin un elevado nivel de productividad del trabajo y sin universalizar el confort, no era posible pensar en el socialismo[4]? Aún fresca la desintegración de la URSS ¿no se atreven al menos a sospechar –hay sobradas evidencias de que ése fue el factor decisivo, aunque no el único– que fracasar en esa empresa decidió el fin de aquella experiencia? ¿No perciben, al menos, que China ha logrado competir y batir a los países centrales del mundo avanzado en su propio terreno, la producción de mercancías, mientras el “socialismo real” sobrevivía en base al pobre expediente –transitoriamente válido– de cerrar sus fronteras a los productos de Occidente?
Si nos trasladamos ahora al campo de lo político, siempre acompañados por los marxistas afligidos por “la capitulación” china, cabe preguntar: ¿cómo explican la estabilidad (extraordinaria solidez, es más apropiado decir) del sistema presidido por el PCCH, que contrasta con el colapso del poder soviético, cuya descomposición llevó, allí sí, al capitalismo liberal[5]? En el caso chino, la fortaleza del poder es indudable: la omnipresencia sutil y la plasticidad del PCCH asombra a un corresponsal del Financial Times, obviamente hostil al régimen[6]. ¿Ese poder incontrastable no tiene acaso un sustento material, además de contar, aunque no bajo las formas de la democracia occidental, con un claro consenso del pueblo chino? ¿podría perdurar si en la economía nacional el poder real estuviese en manos del capital privado? Hay un género de “analistas” burgueses que “resuelven” el asunto parloteando sobre “el maquiavelismo marxista”. Pero, ¿cómo se las arregla un discípulo de Marx (afín a la tesis del “capitalismo chino”) para explicar este fenómeno, sin ignorar el método de análisis del maestro? ¿o una “formación burocrática” es capaz de sobreponerse a todo, incluso a la licuación de su base material?
Además, tras el presunto abandono del ideal socialista, ¿cómo justificamos la persistencia –reconocida universalmente– del “nacionalismo” proverbial del PCCH (hablar de antiimperialismo es más adecuado, aunque hoy se ven más hechos que frases, a diferencia de lo que pasaba en los tiempos de Mao); algo que allí proviene sin duda de su raigambre semicolonial. La fidelidad al patriotismo no puede reducirse a mero reflejo generado por “las humillaciones” que sufrió el país, como cree un francés supuestamente marxista, aunque ignora los dictámenes de la Tercera Internacional sobre el saqueo imperialista del mundo semicolonial. De esa porción del mundo proviene China. Siendo así, es muy “europeo” atribuir su patriotismo a las viejas heridas del orgullo nacional: se escamotea lo principal, es decir, el antagonismo entre los intereses de un país oprimido –reducido a la impotencia con el fin de explotarlo– y el imperialismo mundial, europeo y japonés. Tras liderar la revolución, cuyo impulso provenía de tareas burguesas no resueltas (la burguesía china desertaba de cumplir su misión histórica), el PCCH mantiene en pie, sin claudicar, su antigua voluntad de no subordinarse al capital internacional. Ahora bien, ¿cómo se sostiene ese “nacionalismo” si es cierta la tesis de la “debilidad” hacia “el mercado”? ¿por qué no lo vemos en tantos otros países de Asia, África y América Latina, humillados por Europa y los EEUU, en los cuales los esclavos reverencian al amo? ¿Puede equipararse el “patriotismo” ritual que coexiste, en más de un país semicolonial, con la sumisión a Occidente, con el que caracteriza a los chinos? En fin, ¿qué ideas y fuerzas materiales sostienen, en el país asiático, la decisión de someter la participación de empresas privadas (en un rol subordinado) al plan de ganar en autonomía nacional y transformar al país, con el fin de “igualar y superar al capitalismo”[7]?
Sin embargo, estas consideraciones no implican afirmar que el triunfo final del socialismo cuente con garantías, descartando como posible otro desenlace: al ceder espacios al capital privado –cuyos intereses son antagónicos al socialismo y aun al mismo “capitalismo de Estado”– se aceptan los términos de una lucha feroz y el riesgo que supone “dormir con el enemigo”. Pero apostar al modelo que, muerto Lenin y derrotado Trotsky, se impuso en la URSS, lleva sin remedio a la ineficiencia y el parasitismo burocráticos, con el final conocido. Dice Deutscher, sobre los debates bolcheviques, en 1922, con Lenin vivo: “Todos convenían en que el comunismo de guerra había fracasado y tenía que ser reemplazado por una economía mixta, dentro de la cual los sectores privado y socialista (es decir, de propiedad estatal) coexistieran y, en cierto sentido, compitieran entre sí. Veían en la NEP “no una medida de simple conveniencia provisional, sino una política a largo plazo, una política que establecía las condiciones para una transición gradual al socialismo”[8]. Con algo de fastidio, Lenin explicaba en Sobre el infantilismo “izquierdista” y el espíritu pequeño burgués, después de recordar que eran los campesinos y los especuladores “los poderosos enemigos” del monopolio estatal en la distribución de cereales: “La lucha principal se sostiene hoy precisamente en este terreno ¿Entre quiénes se sostiene esa lucha, si hablamos en los términos de las categorías económicas, como, por ejemplo, el “capitalismo de Estado”? ¿Entre los peldaños cuarto (el capitalismo de Estado) y quinto (se trata del socialismo, en una nómina de los sectores dada por aquel autor) en el orden en que acabo de enumerarlos? Es claro que no. No es el capitalismo de Estado el que lucha contra el socialismo, sino la pequeña burguesía más el capitalismo privado los que luchan, juntos, de común acuerdo, tanto contra el capitalismo de Estado como contra el socialismo”. Y en otro lugar: “La realidad nos muestra que el capitalismo de Estado significa para nosotros un paso adelante; si logramos llegar al capitalismo de Estado en un corto espacio de tiempo, será una victoria”[9]. Ajustando cuentas con el “comunismo de guerra”, Lenin reconoce, con la franqueza acostumbrada: “Contábamos –o tal vez fuera más exacto decir que opinábamos, sin suficiente reflexión– con poder organizar a la manera comunista, mediante órdenes expresas del estado proletario, en un país de campesinos pobres, la completa producción y repartición de los productos por el Estado. La vida nos ha mostrado nuestro error. No es apoyados directamente sobre el entusiasmo, sino mediante el entusiasmo provocado por la gran revolución, y jugando con el interés y el beneficio individual, aplicando el principio del rendimiento comercial, como debemos construir, en un país de campesinos pobres, sólidas pasarelas que conduzcan al socialismo pasando por el capitalismo de Estado”[10]. Trotsky, dada esa situación, veía el riesgo de que el capitalismo pudiera imponerse nuevamente; pero no existía otra posibilidad que aceptar el desafío y luchar con las armas de la planificación estatal y la regulación económica, apoyándose en el peso de las fuerzas sociales implicadas en el triunfo final del socialismo. Y, como ocurre hoy en el caso de China, en las relaciones de fuerza favorables al sector estatal que derivan del triunfo revolucionario previo y de victorias futuras del proletariado internacional. En el caso ruso, en los años de la NEP, los antecesores de los actuales intelectuales burgueses y “marxistas”, los jefes de la burguesía europea y la socialdemocracia (Kautsky, Otto Bauer) veían en el giro bolchevique, por asumir la vigencia de la ley del valor, ajustar lo jurídico al nivel existente de las fuerzas productivas y reconocer la necesidad de usar por consiguiente los mecanismos de mercado, un preanuncio de la restauración capitalista y, en el caso de los jefes de la II Internacional, la prueba del “error” de la política leninista… de haber tomado el poder en Rusia. Como ocurre con China, el liberal cree que el final es obvio, prevalecerá el capital; ratifica así su posición ideológica. Pero irrita esa convicción en un “marxista”. En nuestros días, es quizás el fruto de esa “crisis del pensamiento”, que se suele atribuir a la desintegración de la URSS. A nuestro entender, la explicación proviene de más atrás, de la esclerosis y deformaciones que sufrió el marxismo en el período posterior al triunfo de Stalin, que consagró la utopía de construir el socialismo en un solo país. Es curioso, por decir algo, que la mayoría de los “marxistas” que hablan de China examinen sus asuntos sin establecer una posición sobre estas cuestiones, al parecer creyendo posible imaginar para ella, como antes lo hacían para la URSS, un futuro socialista de “coexistencia pacífica” con el capitalismo global y la referida vigencia de la ley del valor en la economía mundial. Si los chinos no siguen este venturoso camino, se han desviado. Pero el camino existiría, aunque no lo creyeran Lenin y los bolcheviques, para no hablar de Carlos Marx. Ésta es “la verdad oficial” tras el triunfo del stalinismo, aun hoy: la impusieron por décadas los aburridos manuales que se editaban en la URSS y, viendo aparentemente consolidada esa primer tentativa, después de la segunda guerra mundial, pocos se atreverían a poner en duda los juicios respaldados por una gran potencia, supuestamente “socialista”[11]. Ha desaparecido la URSS, pero también, con ella, la fe en el futuro. Como no puede suponerse que la senilidad del sistema vaya a generar de un modo automático, sin resistencia y sin lucha, la superación del capitalismo, es necesaria una comprensión de lo que debe hacerse para retomar ese intento que fracasó en Rusia, pero promete triunfar en el escenario chino, actualizando las fórmulas que entrevieron los bolcheviques en su momento. Así las cosas, importa considerar dos importantes asuntos. En primer lugar, el notable desinterés de los líderes chinos por formular una teoría basada en su experiencia, en términos que permitan aplicarla en otros países semicoloniales, ya que su realidad guarda significativas similitudes con las que son habituales en las economías “emergentes”. La ley del desarrollo desigual y combinado es un patrón común a todas ellas, aunque no nos exime de analizar cada caso, como es obvio. Pero la matriz creada por el imperialismo mundial y sus socios nativos crea marcos cualitativamente semejantes; los problemas comunes suelen ser la norma. Como es natural, toda experiencia de liberación nacional que procure desarrollar una economía no satelizada debe asumir la vigencia de la ley del valor en la economía global, que sólo se extinguirá con la planificación socialista de esa economía. Tras liberar al país de la opresión imperialista y las clases parasitarias que operan a su favor en el interior de una semicolonia, se carece invariablemente del desarrollo material y de la cultura técnica y general indispensable para establecer el socialismo, lo que también constituye un común denominador en la periferia. No mejoran las cosas, empero, si se apuesta a crear un capitalismo nacional, sin trascenderlo: todos estos intentos han fracasado. Por otro lado, esa falta de aportes chinos a la teoría marxista –“exportar” la revolución, después de Mao, no tiene un lugar entre los asuntos que movilizan al PCCH– no ha logrado conmover al “marxismo occidental”, cuyas preocupaciones son menos terrenales. En segundo lugar, es necesario ajustar cuentas una vez más con las tendencias utópicas del “izquierdismo” infantil, que ha resistido la crítica de Lenin y encuentra un respaldo en la propensión a “moralizar” y rechazar todo examen objetivo y realista, algo característico del pequeño burgués. Curiosamente –no decimos algo nuevo, al señalarlo, pero importa recordarlo– éste puede convivir con el oportunismo craso, con el cual comparten una sobrestimación del factor subjetivo, tal como lo veremos en el caso de Stalin, en los próximos párrafos.
Subjetivismo pequeño burgués e infantilismo “izquierdista”
En pleno proceso de “colectivización forzosa” de la economía agraria, con los desastres universalmente reconocidos que la caracterizaron –nunca la URSS logró recuperarse de las secuelas de aquella gigantesca manifestación del desatino y arbitrariedad burocráticos[12]– mientras Stalin desechaba la fórmula de Bujarin de llegar al socialismo “a paso de tortuga” e imponía metas de industrialización de vértigo, basadas en el sometimiento de las clases trabajadoras y el sacrificio de los condenados al trabajo forzoso, uno de los teóricos de semejante empresa, Strumilin, plantea el asunto de un modo brutal, que el “izquierdismo” infantil sin duda rechazaría, tras secundar a Stalin, hasta allí: “Nuestra tarea no es estudiar la economía, sino transformarla. No estamos atados por ninguna ley. No hay fortaleza que los bolcheviques no puedan tomar. La cuestión de las tasas de crecimiento depende de los seres humanos”. Simultáneamente, se sentencia entonces a Sujánov y Riazanov, junto a otros que cometen el mismo error: creer que hay cosas que “no son posibles, aunque así lo quiera el Comité Central[13]”. Se trata, en este caso, de una manifestación del empirismo burocrático, que se niega a reconocer los condicionantes externos a su voluntad omnímoda y termina oscilando, incapacitada para prever, entre el oportunismo de derecha y el aventurerismo ultraizquierdista; como se expresó en esos años, trágicamente, en las contradictorias tácticas de la burocracia stalinista. En un caso, con respecto a las relaciones con el campesinado, donde el oportunismo hacia los kulaks ignoró la amenaza que habrían de representar y obligó a un viraje torpe y criminal. En otro, al desconocer la premura de impulsar la industrialización, para hacerlo más tarde a marcha forzada. Esto, en el propio país. En la esfera internacional, con las zigzagueantes políticas practicadas en Alemania, que ayudaron a los nazis a tomar el poder y en el teatro de Oriente, donde inmolaron a la primera revolución china.
No obstante, es preciso advertir que ciertas variantes superficialmente opuestas al pragmatismo staliniano, cuyo romanticismo “izquierdista” las torna atractivas para el público progresista, son también tributarias a una visión voluntarista que, al resistirse a reconocer los límites objetivos que la realidad impone, emprende batallas destinadas a fracasar, como crear relaciones de producción social sólo “fundadas” en la razón utópica, sin el desarrollo previo de las fuerzas productivas que requieren como soporte. Desarrollar el tema con toda amplitud, pese a la importancia central del problema, nos llevaría muy lejos de los alcances del examen que intentamos hacer hoy. Señalamos, sin embargo, que en los últimos años de su vida, las iniciativas de Mao estaban signadas por ese voluntarismo, catastrófico en las experiencias del “gran salto adelante” y “la revolución cultural”, y que la misma tendencia explica los errores de la revolución cubana, que se intenta corregir, con precaución, en nuestros días, y que fue notoria en los planteos del Che Guevara sobre los problemas relativos a la construcción del socialismo[14]. En el otro polo, de filiación leninista, están las nociones de Deng Xiaoping. En 1983, bajo su orientación, se ha suprimido en la economía campesina la anterior pauta de “comer todos por igual de una olla común”, impuesta en el período de las comunas populares, estableciendo la “responsabilidad personal o familiar” en la producción, para atar los ingresos a la productividad del trabajo, franca apelación a los estímulos materiales, siempre rechazados por el igualitarismo “izquierdista”.
Simultáneamente, se cede autonomía a empresas comunales, adoptando también criterios comerciales; se impulsa el establecimiento de planes locales, descentralizando la gestión y se crean empresas de cantones y aldeas, cuyo desarrollo a ritmos jamás vistos en la historia del mundo asombrarán luego a todos los estudiosos. Al mismo tiempo, cuando se impulsa la asociación de empresas estatales con el sector privado y se plantea la consigna de que “algunos lograrán enriquecerse primero”, se recuerda la lucha contra los errores izquierdistas de la revolución cultural, tomando distancia de la orientación maoísta durante ese período, profundamente dañino para el avance del país. Algo semejante cabe decir de la supresión del llamado “tazón de arroz de hierro” en el ámbito fabril, que impedía la necesaria contracción al trabajo y el avance de la productividad, al desentender a los trabajadores de los resultados económicos. No obstante lo cual, se advierte al partido del riesgo que implica incorporar a los planes del desarrollo nacional –limitados entonces a “zonas especiales”– al capital extranjero, originario fundamentalmente de la diáspora china. No es dato menor, para nuestros países, víctimas desde siempre de la colonización cultural, que Deng se ocupe de advertir a su pueblo que, siendo necesario el intercambio cultural y la asimilación de los conocimientos del mundo avanzado, deben, al mismo tiempo, “no dejar entrar lo extranjero a ciegas, sin planificación ni selección”[15].
El lugar de China en el sistema global, antes y después del polémico viraje
Hemos señalado sobre el punto una obviedad: China era, antes de la revolución, una semicolonia del imperialismo mundial. Sus socios en el país, una corrupta burguesía “compradora”, llamada así por su papel intermediario en el comercio exterior, y los terratenientes feudales, parasitaban a la nación, junto al capital extranjero. Nadie, ni ese capital extranjero, que en un país atrasado sólo “invierte” en crear los medios (puertos, ferrocarriles, etc.) que le permiten succionar la riqueza del país, ni las clases propietarias y acaudaladas cumplían con el rol de reinvertir los frutos del trabajo nacional y generar, de ese modo, el desarrollo económico. Si a ese régimen cabe llamarlo capitalismo semicolonial, debe quedar establecido que no existe en él una burguesía, en el sentido clásico, que implica reinvertir los frutos del trabajo en el desarrollo productivo, generando así la reproducción ampliada. Las divisas se fugan fuera del país o se despilfarran suntuariamente. Esta situación, que es la habitual en la periferia “atrasada”, donde el drenaje impide que deje de serlo y avancen hacia el status de las naciones “avanzadas”, se asegura por medios políticos y militares. Se humilla al país para perpetuar el saqueo, lo que requiere someterlo políticamente, imponer en el poder al bando dispuesto a traicionar la patria. En China, como es sabido, este sistema generaba periódicas hambrunas, con millones de muertos. Un país pionero en múltiples aspectos sufría al mismo tiempo una descomposición rampante[16].
Ésa es la esencia del imperialismo moderno, estudiado por Lenin en los primeros años del siglo XX y caracterizado acabadamente en los primeros congresos de la Tercera Internacional. La aparición del fenómeno, apenas entrevisto por Marx en las relaciones entre Inglaterra e Irlanda, ha creado un orden en el cual, al decir de Trotsky, “los civilizados le cierran el camino a los que pretenden civilizarse”, al parasitar en su beneficio la plusvalía colonial que necesitan para crecer. Esa renta colonial, en los países imperialistas, permite a sus burguesías licuar el conflicto con los obreros metropolitanos, transformándolos en cómplices de su dominio mundial[17]. Siendo así, van a concluir los bolcheviques, en la Tercera Internacional, con Lenin y Trotsky, la revolución colonial tiene una doble función en la lucha por el socialismo, a saber: crear condiciones para el desarrollo en la periferia de las fuerzas productivas, que le permitan el tránsito a la civilización y al socialismo; lograr, al privarlos de la renta colonial, reintroducir la crisis en los países pioneros del capitalismo –esa crisis prevista por Marx, que no pudo advertir el papel central que iba a tener el saqueo de las colonias: sobornar a las masas de los países imperialistas, trasladando el conflicto a los países oprimidos, a cuya costa podrían gozar Europa, EEUU y Japón de un bienestar generalizado.
Sin esa conceptualización, que por nuestra parte reiteramos, sin aportar nada nuevo, es imposible hacer el examen de China y el impacto de sus avances en la economía mundial. Porque aun si su desarrollo generara “solamente” la incorporación de ese país gigantesco al rango de las economías avanzadas, esto provocará –ya lo estamos viendo, con la única condición de no cerrar los ojos– un enfrentamiento fatal entre dichas economías, la derrota de aquéllas menos eficientes y amenazas de sobreproducción imposibles de asimilar dentro de los marcos del orden actual. Dar a esta afirmación una expresión más asequible al lector no especializado es posible: de un tiempo a esta parte China cuenta con un PBI igual o superior al de los EEUU. Pero su producción per cápita es, sin embargo, muy inferior (U$S 8.826,99 contra 59.531,66, datos del Banco Mundial para 2017). El ritmo de crecimiento, sin embargo, es muy superior a favor de China[18], que no está condenada a frenarse, ya que tiene amplios márgenes para seguir desarrollándose. Un simple cálculo indica que el logro de un nivel de productividad del trabajo próximo al norteamericano (la mayor rémora, en tal sentido, son los 400 millones de campesinos que trabajan la tierra con métodos arcaicos, por la decisión del país de no apresurar el éxodo rural), llevaría al PBI chino a casi septuplicar el producto estadounidense y superar largamente la capacidad de absorción del mercado mundial que, como se sabe –en el capitalismo no puede ser de otro modo– está conformado por la demanda solvente, no por una suma de las necesidades humanas. Numerosos síntomas de todo esto son visibles en nuestros días en Europa y EEUU. En este último país, el proteccionismo de Trump es a nuestro juicio una reacción elocuente, al parecer tardía y muy probablemente condenada a fracasar, dada la fractura del stablishment norteamericano, cuyo bloque más poderoso está vinculado a la especulación financiera y cuenta actualmente con un poder sin frenos, impulsado por una visión cortoplacista y antihistórica[19]. Todo lo cual es muy peligroso para el futuro humano, pero aun cuando puede sumirnos en la barbarie, difícilmente salve a los EEUU de la actual decadencia, que es sistémica y sin duda se ahondará.
Fundamentos y propósitos del viraje del 78
Ahora bien, es necesario puntualizar qué debía corregir China para lanzarse al vertiginoso desarrollo de las últimas décadas. Dicho de otro modo, qué conjunción de factores impedían ese despliegue y la naturaleza de los mismos. Para hacerlo con seriedad y no reiterar ciertos exámenes debe a nuestro juicio darse un rodeo, comenzando por recordar cuáles eran las premisas que según los marxistas iban a permitir implantar el socialismo y no simplemente enumerar los hechos que “prueban” el acierto de Deng, pero no explican por qué razón las fórmulas del maoísmo, a las que se concede utilidad para el período inicial, con el mismo patrón que juzga válidos los criterios de Stalin, no podían crear una economía moderna.
Los bolcheviques, Lenin entre ellos, eran al respecto discípulos de Marx: nunca creyeron que fuera posible avanzar hacia el socialismo sin el apoyo de una revolución obrera en Europa, que veían próxima. Rusia era un país atrasado, con islotes de gran industria flotando en un mar agrario primitivo, abrumadoramente mayoritario, con campesinos que usaban arados de madera confeccionados por ellos mismos, analfabetos y movidos por el hambre de propiedad. No era otra la razón por la cual hablaban de una “revolución burguesa”, al definir el impulso y “las tareas históricas” a que debían responder. Es conocido el hecho de que la diferencia central entre el ala menchevique y el partido de Lenin no estaba dada por esa caracterización, que los marxistas compartían, sino por la respuesta sobre cuál era la clase social que lideraría el proceso. La realidad demostró la exactitud de la visión que juzgaba imposible que la burguesía rusa –llegada tarde al escenario histórico, cobarde, miope– llevara a cabo “su” propia revolución. Los bolcheviques, que se hacían cargo de esa empresa, no habrían de detenerse en ella, sin embargo, y una revolución “ininterrumpida” (Lenin) o “permanente” (Trotsky) tendría lugar. La clase obrera buscaría enlazar la revolución burguesa con la revolución socialista, que no estaba madura en Rusia, pero sí en Europa. Pero, al cerrarse esta chance, los leninistas quedaron librados a su suerte. La revolución china tuvo más fortuna, según dijimos más arriba. Pero el cuadro general, en sentido histórico, no era distinto. El país mostraba un atraso fatal, además de estar destruido por las guerras; era ínfimo el proletariado. El campesinado[20], luego del fracaso de la primera revolución, era el respaldo más significativo de los comunistas, pero trabajaba la tierra como en la época clásica del imperio Ming. Ahora bien, si en la URRS Stalin había negado la necesidad de crear la base material del orden socialista y era capaz de trocar la teoría marxista hasta el punto de defender el trabajo a destajo como “un principio socialista” y “edificar el socialismo” con el trabajo esclavo de millones de prisioneros, la revolución china no sólo contó con el auxilio soviético –es verdad que el mismo llegó después del fracaso de Stalin en convencer a Mao de que debía pactar otra vez con el Kuomintang– sino que se atrevió a otorgar un papel a la burguesía “nacional” en la reconstrucción del país y tuvo además el novedoso capital de haber aprendido a manejar la economía en las porciones del territorio que estaban bajo su dominio desde los días azarosos de la Larga Marcha. Es significativo que el propio Deng evalúe como justa la línea política vigente en el ciclo 1949-1956, con el liderazgo de Mao. Y lo es mucho más el carácter benigno que, si tomamos como referencia las purgas stalinistas, adquieren las luchas por el liderazgo chino, que condenaron a Deng a labores penosas en el mundo agrario, pero lo devolvieron a la jerarquía, vivo todavía Mao, como respuesta a una sugestión de Chou En Lai. De todas maneras, dicha peculiaridad no liberó a China de los violentos enfrentamientos y ásperos debates que tuvieron lugar en los países identificados con el socialismo marxista alrededor de los problemas “del periodo de transición”. Son conocidos sus términos: ¿sin un largo lapso durante el cual se obtengan las bases económicas y culturales que caracterizan al capitalismo central, es posible crear en un país aislado un orden socialista? Dicho de otro modo: ¿en las condiciones de penuria precapitalistas, que son las típicas en los países donde los marxistas han logrado tomar el poder, puede establecerse el reparto de los bienes que, según Marx, señalará al “estadio inferior” del socialismo? Por último, ¿en dichas condiciones, cabe concebir la superación de pugnas por ganar privilegios, a costa del status de la inmensa mayoría, por parte de aquéllos que tienen el poder? Trotsky es pesimista en todo lo concerniente a estos interrogantes. En Rusia, el compañero de Lenin cuestiona crudamente, haciendo el balance del “comunismo de guerra”, esta tentativa “había extinguido el estimulante del interés individual en los productores”, que el capitalismo instituye con una ley de hierro. Pero no era fácil cambiar el rumbo. Abandonar la práctica del igualitarismo estricto hería las ilusiones del período heroico y una promesa central del bolchevismo, pero asumía que las circunstancias no permitían otra posibilidad. La izquierda partidaria se resistió al viraje y acusó a Lenin de traicionar la causa y sus propias ideas. A nuestro juicio, esa resistencia aguerrida, a la cual se sumaron quejas de las bases sociales del partido, explican que Lenin optara por definir la nueva política (NEP) como una “retirada” temporal, insinuando la proximidad de retomar “la ofensiva”. De otro modo ¿cómo entender el hecho de que el jefe bolchevique hablara al mismo tiempo de esa política como algo destinado a durar décadas[21], y el planteo posterior, a cargo de Trotsky, según el cual aun en el caso de que hubiese triunfado la revolución en Alemania “habría sido necesario renunciar a la distribución de los productos por el Estado y volver a los métodos comerciales, el juego de la oferta y la demanda seguiría siendo por largo tiempo, todavía, la base material indispensable”, mientras que “la industria misma, aunque socializada, necesitaba de los métodos de cálculo monetario elaborados por el capitalismo”[22]. Tras establecer la NEP, Lenin declara en el Congreso de los Sindicatos que es “inadmisible” que éstos tengan la dirección de las empresas, se declara a favor de los directores unipersonales, defiende la lucha por la productividad laboral, denuncia las faltas disciplinarias y a “los zánganos” y sostiene la necesidad de imponer el principio salarial creado por el capitalismo en lo que está designando como un “período de transición”. Declara igualmente que debe asumirse la oposición de los intereses (presentes) de los trabajadores con las necesidades del desarrollo de las fuerzas productivas y llama a sus seguidores a “aprender de los capitalistas” las técnicas de la gestión empresarial y comercial. El atraso cobraba su precio a los visionarios, imponiéndoles límites.
En realidad, la desdicha rusa fue el abandono por parte del stalinismo de estas políticas, mientras se consolidaba en el país la burocracia soviética, afecta a imponer una planificación sin correctivos democráticos, a establecer arbitrariamente los precios y a imponer el monopolio del Estado en la producción y el reparto de los bienes, suprimiendo el rol de un consumidor que, en lugar de operar a favor de la calidad, debe resignarse a obtener en los almacenes públicos una producción tosca y primitiva, inepta para competir con el mundo capitalista[23]. Podría decirse, reduciendo el problema a su mínima expresión, que, después de la muerte de Stalin, en un marco en el cual la burocracia obtenía un nivel de consumo relativamente privilegiado, se aseguraba al resto una estabilidad gris y la vida cotidiana estaba signada por la rutina embustera sintetizada en la frase de Lech Walesa: “nosotros hacemos como que trabajamos; ellos hacen como que nos pagan”. En las últimas décadas, tras la “emancipación de la burocracia”[24], puede decirse que era así. La peste del alcoholismo coronaba la situación. La “socialización” arbitraria de las relaciones de producción genera distorsiones que han sido previstas, en sentido general, por Charles Bettelheim, quien no se atrevía, objetivamente, a verlas plasmadas en el “socialismo real”. En efecto, tras señalar que, “más allá de la propiedad del Estado”, es necesario un desarrollo “suficiente” de las fuerzas productivas, que logre socializar efectivamente las relaciones de producción, advierte que, sin aquel desarrollo, la propiedad del Estado puede “permanecer como un marco jurídico sin contenido”. Y cita a Marx (en consonancia con Trotsky, sin atreverse a mencionarlo) y su Crítica del Programa de Gotha: “El derecho nunca puede estar más arriba (sic) que el estado económico de la sociedad y el grado de civilización que le corresponde”[25]. Volvemos al materialismo, como es notorio, mal que les pese a ciertos “marxistas”, afines al anarquismo y el igualitarismo utópico, que al contrario de los primeros no creen que esa meta –que compartimos– debe sustentarse en un desarrollo material, lo que no implica negar el papel del estímulo moral, que en toda sociedad moviliza también a los seres humanos. Se trata, en esto, de reconocer límites.
Nuestra visión es la siguiente: en todos los casos –se advierte que la problemática no es exclusiva de rusos y chinos, sino común a todas las revoluciones del mundo “atrasado”– podría avanzarse en la comprensión del dilema que deben resolver los partidos marxistas del mundo semicolonial, tras tomar el poder, examinando las implicancias del pronóstico que Trotsky logró formular después del análisis del Termidor ruso: “Las tendencias burocráticas deberán manifestarse en todas partes después de la revolución proletaria. Pero es evidente que mientras más pobre es la sociedad nacida de la revolución, más se manifiesta esta “ley”, el burocratismo reviste formas más brutales y más peligroso se hace para el desarrollo del socialismo”. Y concluye: “No son los “restos”, en sí mismos impotentes, de las clases dirigentes de antaño las que impiden, como declara Stalin, al Estado soviético debilitarse y aun liberarse de la burocracia parasitaria; son factores infinitamente más potentes, tales como la indigencia material, la falta de cultura general y la dominación del “derecho burgués” en el dominio que interesa más viva y directamente a todo hombre: el de su conservación personal[26].” De esta observación, que corona la reivindicación del viraje a la NEP, podemos concluir, por nuestra parte, que si apelar a los métodos creados por el capitalismo, visto que seguimos en un marco signado por la ley del valor y un insuficiente grado de productividad del trabajo, crea una situación en la cual el gobierno obrero debe elegir entre establecer las condiciones de una competencia y colaboración del sector económico estatal con el sector de capitalismo privado, asumiendo el riesgo de una derrota posible, pero considerando que lo fundamental es avanzar en la productividad del trabajo y la provisión de bienes, para evitar el estancamiento y la metástasis burocrática, por un lado, o, por el contrario, ceder a la tentación de suprimir como sea las reglas del mercado y los estímulos materiales que han sido el fundamento del trabajo y la creación de riqueza en la historia humana, pero alimentan el egoísmo y la desigualdad social. Se trata, en realidad, de una falsa opción. Si como sostiene Marx y reiteran otros “el derecho no puede nunca elevarse por encima del régimen económico y del desarrollo cultural de la sociedad condicionada por ese régimen”, no puede pensarse en “liquidar” el egoísmo y la lucha por obtener una porción mayor en el reparto de bienes que son escasos, mientras se está muy lejos del bienestar para todos. En esas condiciones, lo que se “suprime” por la puerta se cuela por las ventanas… que la burocracia abre y cierra, priorizando sus intereses. Con el agravante –razón por la cual la última de las alternativas resulta ser definitivamente funesta– de que la ilegitimidad y precariedad del status burocrático, no sustentado en utilidad social alguna, alientan en la burocracia el afán de justificar y disimular las prerrogativas que les otorga el poder oscureciendo la comprensión cabal de las cosas y sustituyendo la teoría por fórmulas autojustificatorias. No otro es el motivo por el cual el stalinismo, con total alevosía y contradiciendo premisas fundamentales del marxismo, intentaba “explicar” el gigantismo del Estado mientras festejaba el ingreso de Rusia al “socialismo”, malversando el valor de la doctrina de Marx y las puntualizaciones precisas y honestas de Lenin, siempre preocupado por dar a las cosas su cabal nombre. En cierto modo, puede decirse que negar un problema y dar al público versiones banales y autocomplacientes, como fue habitual en la Unión Soviética, no sólo implica renunciar a la lucha por un desarrollo material que supere al capitalismo, sino alimentar el caldo de cultivo para que las deformaciones burocráticas sean mayores y más peligrosas, imponiendo a la sociedad un falaz “socialismo” que, como ocurría en la URSS, brinda una “estabilidad” adormecedora a las masas, pero jamás podría competir exitosamente con los países capitalistas y sólo se sostiene perpetuando el proteccionismo y el mito de la autarquía[27].
La excepcionalidad china es la crisis general del capitalismo
En su beneficio o para atormentarlas, las revoluciones siempre cuentan con circunstancias excepcionales. En el caso ruso, su estallido tuvo lugar cuando una guerra “mundial” había sangrado al capitalismo central, con epicentro en Europa y sus terribles consecuencias no sólo quebraron “al eslabón más débil”, el imperio zarista, sino llevaron al continente entero al borde del colapso, con alzamientos en un número de países importantes. Éstos, si bien fracasaron, dieron a los bolcheviques un enorme apoyo; la ira y las sublevaciones en el mundo próximo restaron eficacia a la contrarrevolución blanca. El régimen se consolidó, aunque degenerara hacia el stalinismo, con los resultados conocidos. La Revolución China gozó también de “favores” históricos; uno de ellos, de una significación no menor, fue la existencia previa de la Unión Soviética y las relaciones de fuerzas vigentes después de la segunda guerra.
Más tarde, a fines de la década de los 70, tras la crisis del petróleo, era muy notorio que para el mundo imperialista “los años felices” de la post guerra habían terminado y el viraje chino tuvo su comienzo en ese marco, caracterizado por la caída irreversible de la tasa de ganancia en las economías centrales; algo que fue entonces velado por el impacto del acercamiento chino-norteamericano y su presunta efectividad como recurso para operar contra un “enemigo común” más hipotético que real, el bloque soviético. La “apertura” dispuesta por Deng Xiaoping registraba cuáles eran las fortalezas del país y las dificultades del capitalismo para enfrentar dicha caída de las tasas de ganancia en los países centrales. El capital atina a “huir hacia adelante”: comienza a desplazar la producción de bienes a la periferia del sistema; concretamente, a países en los cuales la relación entre la aptitud y disciplina de la fuerza de trabajo está acompañada de un costo laboral muy ventajoso, respecto a las exigencias del mundo avanzado[28]. Sin precipitarse, sin ceder el timón a “la mano invisible”, con ensayos y tanteos, China ingresa en un proceso de desarrollo inédito por su vigor y continuidad, que genera en “el centro” un vaciamiento industrial, compensado en parte por el auge de la especulación y la deuda pública, que se presumirán eternos, mientras el poder imperialista juega a sostener la hegemonía global contando con el dominio de las tecnologías de punta, como si el monopolio de las mismas careciera de término. La sonada “deslocalización” buscaba contar con personal calificado de bajos salarios. China lo tenía[29], como uno de los frutos sobresalientes de la revolución. Ahora bien, es necesario precisar ciertas cuestiones. En primer lugar, los analistas serios coinciden en señalar que el impulso mayor vino del interior, de las empresas locales y comunales que canalizaron las energías de la población campesina, estimulada por el régimen de la “responsabilidad individual y familiar”, que provocó un retorno a muy antiguos hábitos del mundo rural, que combinaban las exigencias del trabajo agrario con la producción aldeana de bienes industriales[30] para el mercado próximo. En segundo lugar, que el capital extranjero, que fue atraído a las “zonas especiales” de la costa, provino sobre todo de la diáspora china, por la renuencia de la empresas del mundo occidental, y aun del Japón, a aceptar las regulaciones y el control del Estado y su menor familiaridad con el gobierno del país. Y en tercer lugar, que si bien las desigualdades sociales y hasta regionales en los niveles de ingreso se hicieron enormes, y lo siguen siendo, los niveles de vida de toda la población han crecido en los años siguientes al viraje, de un modo indudable y hasta espectacular para los parámetros, bastante conocidos, que reinaban en el país. Para no hablar de los avances en salud, educación y desarrollo científico, tecnológico y cultural, que carecen de parangón en la historia moderna.
Una vez más, China y el futuro global
El destino final del experimento social iniciado en el país por la revolución triunfante, para los que no creemos en la desdichada idea de que sea posible construir el socialismo en un solo país y advertimos al mismo tiempo la crisis ya crónica del capitalismo senil, no puede pensarse sin reflexionar al mismo tiempo sobre el futuro próximo del orden global, que al parecer nos coloca –mientras carecemos, dramáticamente, del “sujeto político” necesario para enfrentar este oscuro panorama– ante el mismo dilema que provocó, a comienzos del siglo XX, la exclamación famosa de Rosa Luxemburgo: “socialismo o barbarie”.
Rechazamos la tentación de prever la barbarie. El mayor peligro que vemos en el presente es, sin embargo, la ceguera generalizada que reina mientras nos acecha el futuro, con el cuadro que intentamos resumir, aquí. Al señalar la sobreproducción y los espasmos que acompañan a la hipertrofia financiera y el capitalismo de timba, fenómenos agravados por los avances de China en el mercado mundial y las reacciones irracionales que suscita en los centros del poder mundial, llamamos la atención sobre la catástrofe que nos aguarda si no logramos reconstruir una “vanguardia” dispuesta a capitalizar la experiencia histórica y convocar a la construcción de un porvenir digno de llamarse humano. Nunca, como hoy, fue posible encontrar un grado de madurez en las fuerzas productivas que brinde a ese fin tan portentosos medios. Estamos llegando, con los ojos vendados, al mundo de la robótica y la inteligencia artificial, que ha suscitado advertencias entre alarmantes y frívolas, pero intuitivamente certeras, respecto del impacto social que provocará esta transformación, sólo equiparable a lo que trajo consigo la revolución neolítica.
El tema requiere un examen propio, que no cabe aquí. Pero apuntaremos, sí, que por una parte, podríamos estar a un paso del sueño del fin del trabajo como carga bíblica; de la conquista de una situación en la cual los humanos puedan dedicar el tiempo a satisfacer lo vocacional –trabajar en lo que nos atrae, no entregar la vida a los medios de vida–, amar a los nuestros –los seres humanos, el mundo y sus criaturas–, expandir el conocimiento y la destreza corporal, apreciar el arte, en fin, todo lo que es digno de la persona que, como decía Trotsky, “empieza donde termina la lucha por el confort”, cuando ya no medimos el tamaño de las porciones. Ese mundo será posible. El automóvil sin chofer, que se prevé operante en el 2025, implica democratizar el privilegio de los magnates del chofer propio, mientras atiendo otras cosas más interesantes que formar parte de un sistema mecánico. Y, para señalar asuntos menos ligados al reino de las fantasías –que no lo serán, en pocos años más– la mayoría de los trabajos que nos ocupan, hoy, para ganar un salario, estarán a cargo de procesos automatizados[31]. Para graficar el asunto ante el lector no informado, parece útil sugerirle imaginar que, además de la automatización en la producción fabril, a la cual ya nos estamos habituando, los trenes, taxímetros y colectivos, los almacenes y las tiendas, los hoteles y restaurantes, las estaciones de servicio y otras actividades presten sus servicios como lo hace hoy un cajero automático.
Ahora bien, ¿que implica esto en el mundo capitalista? Bill Gates quiere retrasar el proceso y hacerlo gradual, dada la desocupación que habrá de crearse, prácticamente epidémica, si las máquinas desplazan la mano de obra humana y nos transforman en marginales, en todas las ramas de la producción y los servicios. Y no se trata de ciencia ficción. Además de la conducción de automotores y trenes –Airbus prevé sustituir con robots los pilotos de aviones–, los negocios automatizados amenazan con liquidar a los trabajadores que los atienden, como hemos señalado. Sin embargo, lo que no ve el pensamiento burgués (Bill Gates es un ejemplo) es que dicho proceso supone la desaparición de la posibilidad misma de realización de la plusvalía, que necesita del consumidor. Más precisamente, ¿quién y cómo pagará por adquirir esas mercancías que constituyen la esencia de un sistema que produce para la demanda solvente y no para satisfacer, gratuitamente, las necesidades del hombre[32]?
Un país como China, cuyos dirigentes aún se declaran comunistas y partidarios de alcanzar el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas necesario para construir el socialismo, sea cual sea el daño ocasionado por sus vínculos con el stalinismo, las desigualdades sociales que se observan en él y el pragmatismo rampante que informa sus acciones –rechazamos en principio la suposición de que esto sea un retroceso respecto a la invocación del “marxismo leninismo” anteriormente usual– está, sin duda, mejor preparado para dar los virajes que requiere ingresar en la nueva época. Lo que no excluye, desde luego, ya que se trata de una nación en la cual no está resuelta, ni mucho menos, la lucha de clases otro desenlace. Conflictos obreros no faltan en el país; asoman muchas veces cuestionamientos al poder. Tampoco se nos ocurre pensar que el destino general del planeta y la superación de la crisis crónica que padecemos pueda resolverse por el influjo de una nación, por más importante que esta sea. Una acción mucho más extendida es imprescindible.
Si, como declaraba Marx, hace más de un siglo y medio en El Manifiesto Comunista, “una sociedad que ha conjurado semejantes medios poderosos de producción e intercambio es como el hechicero que ya no puede controlar los poderes subterráneos que ha invocado con sus sortilegios”, es preciso retomar el timón del quehacer humano y sepultar en el olvido a los matones y chapuceros que hoy gobiernan, sembrando el caos y la muerte, mientras un egoísmo social extremo cunde en las poblaciones del viejo mundo.