La revolución filosófica de Marx – Reflexiones sobre las Tesis sobre Feuerbach
Alan Woods - año 2013
—2 mensajes—
«El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. La disputa sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico». (Marx, Segunda Tesis sobre Feuerbach)
El problema del conocimiento ha ocupado un lugar central en la filosofía durante siglos. Pero este supuesto problema sólo surge cuando el conocimiento humano es tratado:
a) como algo separado de un cuerpo físico, y
b) como algo separado del mundo material.
Lo que tenemos aquí es una visión parcial de la conciencia, que se presenta como una barrera que supuestamente nos separa del mundo «exterior». De hecho, somos parte de este mundo, no estamos separados de él, y la conciencia no nos separa sino que nos conecta a él. La relación del ser humano con el mundo físico desde el comienzo no fue contemplativa sino activa.
No sólo pensamos con nuestro cerebro, sino con todo nuestro cuerpo. El pensamiento debe ser visto, no como una actividad aislada («el espíritu en la máquina»), sino como parte de toda la experiencia humana, de la actividad sensorial humana y de la interacción con el mundo y con otras personas. Debe ser visto como parte de este complejo proceso de interacción permanente, y no como una actividad aislada que está yuxtapuesta mecánicamente a él.
El materialismo rechaza la noción de que la mente, la conciencia, el alma, etc., sean algo separado de la materia. El pensamiento no es más que el modo de existencia del cerebro, que, como la vida misma, sólo es materia organizada de determinada manera. La mente es lo que llamamos la suma total de la actividad del cerebro y del sistema nervioso. Pero, dialécticamente, el todo es mayor que la suma de las partes.
Este punto de vista materialista, se corresponde estrechamente con las conclusiones de la ciencia, que está descubriendo poco a poco el funcionamiento del cerebro y revelando sus secretos. Por el contrario, los idealistas persisten en la presentación de la conciencia como un «misterio», algo que no podemos comprender. En este punto, nuestro viejo amigo, el alma reemerge triunfante acompañado por el Dios sagrado, los ángeles, el diablo y todo el resto de la parafernalia mística que la ciencia debería haber enviado a un museo hace mucho tiempo.
Descartes y el dualismo
Escondiéndose detrás de la fachada respetable del idealismo filosófico están la religión y la superstición. El idealismo siempre es, en el fondo, religión. El Alma Inmaculada y Eterna tenía que estar supuestamente encerrada en el interior del cuerpo material imperfecto, efímero y sucio, anhelando su liberación en el momento de la muerte, cuando «entregamos el espíritu» para que ascienda hasta el Paraíso (si tenemos suerte).
De esta manera, se pensaba que la materia era como un ciudadano de segunda clase, un campesino desaliñado, destinado a ceder ante Su Majestad el Alma Inmortal. Esta idea es por lo menos tan antigua como Platón y Pitágoras, que veían el mundo físico como una mala imitación de la Idea perfecta (la Forma), que existía antes de que el mundo fuera pensado.
La idea de la existencia del alma independiente del cuerpo fue reinstalada en los tiempos modernos por el famoso filósofo francés Descartes (1596-1650). Él confundió el problema en su momento y desde entonces la confusión ha proseguido. Él introdujo la noción del dualismo, que dice que el pensamiento (la conciencia) era algo separado de la materia. Aquí la mente es considerada algo que está presente en el interior del cuerpo, pero que es bastante diferente a él. La dificultad insalvable con el dualismo es la siguiente: si la mente es completamente diferente al cuerpo físico, ¿cómo van a interactuar?
El error es tratar a la conciencia como una «cosa», una entidad independiente, separada y aparte de la actividad sensorial humana. La ciencia moderna ha desterrado para siempre la noción de la conciencia como una «cosa» independiente. Sabemos ahora que Descartes no conocía el funcionamiento de la naturaleza, ni el mundo de las moléculas, de los átomos y de las partículas subatómicas, ni los impulsos eléctricos que regulan el funcionamiento del cerebro. En lugar de un alma misteriosa, estamos empezando a adquirir una comprensión científica de cómo interactúan el cuerpo humano y la función cerebral.
La acción de las células nerviosas es tanto eléctrica como química. En los extremos de cada célula nerviosa hay regiones especializadas, las terminales sinápticas, que contienen un gran número de pequeños sacos membranosos que contienen productos químicos neurotransmisores. Estos productos químicos transmiten los impulsos nerviosos de una célula nerviosa a otra. Después de que un impulso nervioso eléctrico ha viajado a lo largo de una neurona, llega al terminal y estimula la liberación de neurotransmisores de sus sacos.
Los neurotransmisores viajan a través de la sinapsis (la unión entre las neuronas vecinas) y estimulan la producción de una carga eléctrica, que lleva el impulso nervioso hacia adelante. Este proceso se repite una y otra vez hasta que un músculo se mueve o se relaja, o hasta que una impresión sensorial es registrada por el cerebro. Estos procesos electroquímicos pueden ser considerados la «lengua» del sistema nervioso, a través de la cual se transmite la información de una parte del cuerpo a otra.
La explicación científica elimina de inmediato la visión místico-idealista del pensamiento y de la conciencia como algo misterioso e inexplicable, algo separado de las labores normales de la naturaleza y de otras funciones corporales.
La mano y el cerebro
La concepción idealista de la conciencia y del lenguaje está en contradicción con los hechos de la evolución humana. Es abstracta y arbitraria. También es ahistórica. La relación de los primeros seres humanos (y proto-humanos) con el entorno físico estuvo determinada por la necesidad de encontrar comida y escapar de la atención de los depredadores. La postura erguida (provocada por los cambios del medio ambiente a través del cambio climático) liberó las manos, que luego pudieron ser utilizadas para el trabajo manual.
La conciencia surge de la evolución del cerebro y del sistema nervioso central. Esta evolución está a su vez íntimamente relacionada con la actividad práctica humana, es decir, con el trabajo. Los seres humanos transforman su entorno a través del trabajo físico, y, al hacerlo, se transforman a sí mismos. Este proceso ha tenido lugar durante millones de años, y tiene sus raíces en las primeras etapas de la evolución; en particular, en la transición de los invertebrados a los vertebrados, lo que condujo al desarrollo de un sistema nervioso central y, finalmente, a un cerebro.
La conexión entre la mano y el cerebro está bien documentada. El aumento de la destreza manual y el desarrollo de una multiplicidad de actividades manuales condujo a un rápido crecimiento del cerebro e incrementó la capacidad para el pensamiento. Como cuestión de hecho, existe una relación dialéctica entre el gran tamaño del cerebro, la postura erguida y el desarrollo de la mano para operaciones específicas. ¡Qué maravillosa producción de la evolución es la mano humana! La oposición del pulgar con el resto de la mano es la primera adaptación que permite la acción de agarrar y la manipulación. Esta es la condición previa para todo el desarrollo posterior.
Los simios usaban sus manos para balancearse en los árboles. También las utilizaban para sujetar palos y en algunos casos incluso como herramientas primitivas para operaciones muy sofisticadas, como excavar para extraer termitas. Una vez que nuestros antepasados adoptaron la postura vertical, las manos estaban libres para experimentar con otras muchas operaciones. Con la práctica constante, las manos se hicieron cada vez más hábiles y capaces de realizar operaciones más finas y complejas, en particular la manipulación de objetos naturales para utilizarlos como herramientas.
El uso regular de herramientas y el trabajo colectivo deben haber requerido algún tipo de lenguaje, desencadenando toda una serie de factores interdependientes. Todas las funciones corporales y mentales están estrechamente relacionadas. Dialécticamente, la causa se convierte en efecto y el efecto se convierte en causa. La mano humana está estrechamente vinculada a la vista y al cerebro, y la coordinación necesaria para crear incluso la herramienta de piedra más rudimentaria es considerable. Todos los humanos fabrican y usan herramientas; y la correlación de las manos, los ojos y el cerebro, requerida para la fabricación de herramientas, es lo que impulsó el desarrollo del cerebro durante millones de años. «La aparición del uso de herramientas precedió al gran crecimiento del cerebro en los humanos y está asociada a los fósiles humanos del tipo Australopithecus.» (HJ Fleure y M. Davies, Una historia natural del hombre en Gran Bretaña, p. 47.)
La fabricación consciente de herramientas de piedra elementales fue claramente la fuerza impulsora de la formación de conceptos elementales y por lo tanto del desarrollo del pensamiento. Esto, sin duda, tuvo un efecto sobre la estructura interna del cerebro, que se manifestó en un crecimiento de su tamaño. Estas transformaciones, tomadas en su conjunto, representan el salto cualitativo que separa a la humanidad de todas las demás formas de la materia viva. Por lo tanto, nuestra especie no fue formada por Dios como un acto especial de la creación, sino que fue el producto de la evolución, en el que el elemento decisivo fue el trabajo manual. Así, como explicó Engels hace más de cien años, no fue el cerebro el que desarrolló nuestra humanidad, sino la mano la que desarrolló el cerebro.
La revolución filosófica de Marx
En su Tercera Tesis sobre Feuerbach, Marx escribió:
«La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. De ahí que esta doctrina conduzca, forzosamente, a dividir la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad. La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana o autotransformación [Selbstveränderung] sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria«.
En estas pocas frases concentradas está contenida una revolución filosófica. El gran filósofo alemán Hegel estuvo a punto de descubrir la verdad, pero a pesar de su genio colosal no pudo dar el salto decisivo de la teoría a la práctica, ya que estaba cegado por sus prejuicios idealistas. En Hegel, la dialéctica se mantenía oscurecida, y sus profundas verdades ocultas en una masa de razonamiento abstracto y abstruso. Se requería el genio de un Marx para descubrir el núcleo racional que se encontraba oculto en las páginas de la Lógica de Hegel y aplicarlo al mundo material real.
Con Marx la filosofía emerge finalmente del sótano oscuro y sin aire al que fue confinada durante siglos por el pensamiento escolástico, y la arrastró fuera, parpadeando, a la luz del día.
Aquí por fin el pensamiento se une con la actividad – no con la actividad unilateral puramente intelectual del sabio, sino con la actividad humana real, sensual. El gran poeta alemán Goethe, en respuesta a la afirmación bíblica de «En el principio fue el Verbo», escribió: «En el principio fue la acción.»
Pero la actividad humana real (el trabajo) no es la actividad de átomos aislados. Es necesariamente colectiva en esencia. Es la combinación de los esfuerzos y afanes individuales, y la creatividad de los hombres y las mujeres, lo que da origen a todas las maravillas de la civilización. Se trata de la realización concreta de lo que el viejo Hegel llama la unidad de lo particular y lo universal.
Sin embargo, esta unidad necesaria ha sido negada obstinadamente.
Alan Woods - año 2013
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«El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. La disputa sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico». (Marx, Segunda Tesis sobre Feuerbach)
El problema del conocimiento ha ocupado un lugar central en la filosofía durante siglos. Pero este supuesto problema sólo surge cuando el conocimiento humano es tratado:
a) como algo separado de un cuerpo físico, y
b) como algo separado del mundo material.
Lo que tenemos aquí es una visión parcial de la conciencia, que se presenta como una barrera que supuestamente nos separa del mundo «exterior». De hecho, somos parte de este mundo, no estamos separados de él, y la conciencia no nos separa sino que nos conecta a él. La relación del ser humano con el mundo físico desde el comienzo no fue contemplativa sino activa.
No sólo pensamos con nuestro cerebro, sino con todo nuestro cuerpo. El pensamiento debe ser visto, no como una actividad aislada («el espíritu en la máquina»), sino como parte de toda la experiencia humana, de la actividad sensorial humana y de la interacción con el mundo y con otras personas. Debe ser visto como parte de este complejo proceso de interacción permanente, y no como una actividad aislada que está yuxtapuesta mecánicamente a él.
El materialismo rechaza la noción de que la mente, la conciencia, el alma, etc., sean algo separado de la materia. El pensamiento no es más que el modo de existencia del cerebro, que, como la vida misma, sólo es materia organizada de determinada manera. La mente es lo que llamamos la suma total de la actividad del cerebro y del sistema nervioso. Pero, dialécticamente, el todo es mayor que la suma de las partes.
Este punto de vista materialista, se corresponde estrechamente con las conclusiones de la ciencia, que está descubriendo poco a poco el funcionamiento del cerebro y revelando sus secretos. Por el contrario, los idealistas persisten en la presentación de la conciencia como un «misterio», algo que no podemos comprender. En este punto, nuestro viejo amigo, el alma reemerge triunfante acompañado por el Dios sagrado, los ángeles, el diablo y todo el resto de la parafernalia mística que la ciencia debería haber enviado a un museo hace mucho tiempo.
Descartes y el dualismo
Escondiéndose detrás de la fachada respetable del idealismo filosófico están la religión y la superstición. El idealismo siempre es, en el fondo, religión. El Alma Inmaculada y Eterna tenía que estar supuestamente encerrada en el interior del cuerpo material imperfecto, efímero y sucio, anhelando su liberación en el momento de la muerte, cuando «entregamos el espíritu» para que ascienda hasta el Paraíso (si tenemos suerte).
De esta manera, se pensaba que la materia era como un ciudadano de segunda clase, un campesino desaliñado, destinado a ceder ante Su Majestad el Alma Inmortal. Esta idea es por lo menos tan antigua como Platón y Pitágoras, que veían el mundo físico como una mala imitación de la Idea perfecta (la Forma), que existía antes de que el mundo fuera pensado.
La idea de la existencia del alma independiente del cuerpo fue reinstalada en los tiempos modernos por el famoso filósofo francés Descartes (1596-1650). Él confundió el problema en su momento y desde entonces la confusión ha proseguido. Él introdujo la noción del dualismo, que dice que el pensamiento (la conciencia) era algo separado de la materia. Aquí la mente es considerada algo que está presente en el interior del cuerpo, pero que es bastante diferente a él. La dificultad insalvable con el dualismo es la siguiente: si la mente es completamente diferente al cuerpo físico, ¿cómo van a interactuar?
El error es tratar a la conciencia como una «cosa», una entidad independiente, separada y aparte de la actividad sensorial humana. La ciencia moderna ha desterrado para siempre la noción de la conciencia como una «cosa» independiente. Sabemos ahora que Descartes no conocía el funcionamiento de la naturaleza, ni el mundo de las moléculas, de los átomos y de las partículas subatómicas, ni los impulsos eléctricos que regulan el funcionamiento del cerebro. En lugar de un alma misteriosa, estamos empezando a adquirir una comprensión científica de cómo interactúan el cuerpo humano y la función cerebral.
La acción de las células nerviosas es tanto eléctrica como química. En los extremos de cada célula nerviosa hay regiones especializadas, las terminales sinápticas, que contienen un gran número de pequeños sacos membranosos que contienen productos químicos neurotransmisores. Estos productos químicos transmiten los impulsos nerviosos de una célula nerviosa a otra. Después de que un impulso nervioso eléctrico ha viajado a lo largo de una neurona, llega al terminal y estimula la liberación de neurotransmisores de sus sacos.
Los neurotransmisores viajan a través de la sinapsis (la unión entre las neuronas vecinas) y estimulan la producción de una carga eléctrica, que lleva el impulso nervioso hacia adelante. Este proceso se repite una y otra vez hasta que un músculo se mueve o se relaja, o hasta que una impresión sensorial es registrada por el cerebro. Estos procesos electroquímicos pueden ser considerados la «lengua» del sistema nervioso, a través de la cual se transmite la información de una parte del cuerpo a otra.
La explicación científica elimina de inmediato la visión místico-idealista del pensamiento y de la conciencia como algo misterioso e inexplicable, algo separado de las labores normales de la naturaleza y de otras funciones corporales.
La mano y el cerebro
La concepción idealista de la conciencia y del lenguaje está en contradicción con los hechos de la evolución humana. Es abstracta y arbitraria. También es ahistórica. La relación de los primeros seres humanos (y proto-humanos) con el entorno físico estuvo determinada por la necesidad de encontrar comida y escapar de la atención de los depredadores. La postura erguida (provocada por los cambios del medio ambiente a través del cambio climático) liberó las manos, que luego pudieron ser utilizadas para el trabajo manual.
La conciencia surge de la evolución del cerebro y del sistema nervioso central. Esta evolución está a su vez íntimamente relacionada con la actividad práctica humana, es decir, con el trabajo. Los seres humanos transforman su entorno a través del trabajo físico, y, al hacerlo, se transforman a sí mismos. Este proceso ha tenido lugar durante millones de años, y tiene sus raíces en las primeras etapas de la evolución; en particular, en la transición de los invertebrados a los vertebrados, lo que condujo al desarrollo de un sistema nervioso central y, finalmente, a un cerebro.
La conexión entre la mano y el cerebro está bien documentada. El aumento de la destreza manual y el desarrollo de una multiplicidad de actividades manuales condujo a un rápido crecimiento del cerebro e incrementó la capacidad para el pensamiento. Como cuestión de hecho, existe una relación dialéctica entre el gran tamaño del cerebro, la postura erguida y el desarrollo de la mano para operaciones específicas. ¡Qué maravillosa producción de la evolución es la mano humana! La oposición del pulgar con el resto de la mano es la primera adaptación que permite la acción de agarrar y la manipulación. Esta es la condición previa para todo el desarrollo posterior.
Los simios usaban sus manos para balancearse en los árboles. También las utilizaban para sujetar palos y en algunos casos incluso como herramientas primitivas para operaciones muy sofisticadas, como excavar para extraer termitas. Una vez que nuestros antepasados adoptaron la postura vertical, las manos estaban libres para experimentar con otras muchas operaciones. Con la práctica constante, las manos se hicieron cada vez más hábiles y capaces de realizar operaciones más finas y complejas, en particular la manipulación de objetos naturales para utilizarlos como herramientas.
El uso regular de herramientas y el trabajo colectivo deben haber requerido algún tipo de lenguaje, desencadenando toda una serie de factores interdependientes. Todas las funciones corporales y mentales están estrechamente relacionadas. Dialécticamente, la causa se convierte en efecto y el efecto se convierte en causa. La mano humana está estrechamente vinculada a la vista y al cerebro, y la coordinación necesaria para crear incluso la herramienta de piedra más rudimentaria es considerable. Todos los humanos fabrican y usan herramientas; y la correlación de las manos, los ojos y el cerebro, requerida para la fabricación de herramientas, es lo que impulsó el desarrollo del cerebro durante millones de años. «La aparición del uso de herramientas precedió al gran crecimiento del cerebro en los humanos y está asociada a los fósiles humanos del tipo Australopithecus.» (HJ Fleure y M. Davies, Una historia natural del hombre en Gran Bretaña, p. 47.)
La fabricación consciente de herramientas de piedra elementales fue claramente la fuerza impulsora de la formación de conceptos elementales y por lo tanto del desarrollo del pensamiento. Esto, sin duda, tuvo un efecto sobre la estructura interna del cerebro, que se manifestó en un crecimiento de su tamaño. Estas transformaciones, tomadas en su conjunto, representan el salto cualitativo que separa a la humanidad de todas las demás formas de la materia viva. Por lo tanto, nuestra especie no fue formada por Dios como un acto especial de la creación, sino que fue el producto de la evolución, en el que el elemento decisivo fue el trabajo manual. Así, como explicó Engels hace más de cien años, no fue el cerebro el que desarrolló nuestra humanidad, sino la mano la que desarrolló el cerebro.
La revolución filosófica de Marx
En su Tercera Tesis sobre Feuerbach, Marx escribió:
«La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. De ahí que esta doctrina conduzca, forzosamente, a dividir la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad. La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana o autotransformación [Selbstveränderung] sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria«.
En estas pocas frases concentradas está contenida una revolución filosófica. El gran filósofo alemán Hegel estuvo a punto de descubrir la verdad, pero a pesar de su genio colosal no pudo dar el salto decisivo de la teoría a la práctica, ya que estaba cegado por sus prejuicios idealistas. En Hegel, la dialéctica se mantenía oscurecida, y sus profundas verdades ocultas en una masa de razonamiento abstracto y abstruso. Se requería el genio de un Marx para descubrir el núcleo racional que se encontraba oculto en las páginas de la Lógica de Hegel y aplicarlo al mundo material real.
Con Marx la filosofía emerge finalmente del sótano oscuro y sin aire al que fue confinada durante siglos por el pensamiento escolástico, y la arrastró fuera, parpadeando, a la luz del día.
Aquí por fin el pensamiento se une con la actividad – no con la actividad unilateral puramente intelectual del sabio, sino con la actividad humana real, sensual. El gran poeta alemán Goethe, en respuesta a la afirmación bíblica de «En el principio fue el Verbo», escribió: «En el principio fue la acción.»
Pero la actividad humana real (el trabajo) no es la actividad de átomos aislados. Es necesariamente colectiva en esencia. Es la combinación de los esfuerzos y afanes individuales, y la creatividad de los hombres y las mujeres, lo que da origen a todas las maravillas de la civilización. Se trata de la realización concreta de lo que el viejo Hegel llama la unidad de lo particular y lo universal.
Sin embargo, esta unidad necesaria ha sido negada obstinadamente.