Liberalismo y fascismo: Socios criminales
Gabriel Rockhill
publicado en counterpunch.org - diciembre 2020
traducido por Paco Muñoz de Bustillo - extractado por La Haine
—2 mensajes—
La construcción ideológica de falsos antagonismos entre el liberalismo y el fascismo sirve para diversos propósitos dentro del campo capitalista
Los intelectuales tienden un velo sobre el carácter dictatorial de la democracia burguesa al presentarla como el absoluto opuesto del fascismo y no como otra fase natural del mismo en el que la dictadura burguesa se revela de modo más abierto” - Bertolt Brecht
Una y otra vez oímos que el liberalismo es el último bastión contra el fascismo, pues representa una defensa del Estado de derecho y de la democracia frente al intento aberrante y malévolo de los demagogos que pretenden destruir un sistema totalmente perfecto en beneficio propio. Esta aparente oposición ha arraigado profundamente en las llamadas democracias liberales occidentales gracias al mito de su origen compartido. Por ejemplo, todo escolar de EEUU ha aprendido que el liberalismo derrotó al fascismo en la Segunda Guerra Mundial y que hizo retroceder a la bestia nazi para establecer un nuevo orden internacional construido sobre sólidos principios democráticos que –a pesar de sus potenciales fallos y errores– son antitéticos al fascismo.
Este marco de relaciones entre liberalismo y fascismo no solo les presenta como completamente opuestos sino que además define la propia esencia de la lucha contra el fascismo como la batalla por el liberalismo. De este modo forja un antagonismo ideológico falso. Porque fascismo y liberalismo comparten su innegable devoción al orden mundial capitalista. Aunque sea preferible el guante de terciopelo del gobierno hegemónico y consensual y el fascismo sea más proclive a aplicar sin reparos el puño de hierro de la violencia represiva, ambos pretenden mantener y desarrollar las relaciones sociales capitalistas, y han cooperado a lo largo de la historia moderna para lograrlo.
Lo que este aparente conflicto enmascara –y ese es su auténtico poder ideológico– es que la línea divisoria fundamental no es la que separa dos modos diferentes de gobernanza capitalista, sino capitalismo y anticapitalismo. La prolongada campaña de guerra psicológica librada bajo la engañosa bandera del “totalitarismo” ha contribuido en gran medida a disimular esta línea de demarcación al presentar falsamente al comunismo como una forma de fascismo. Tal y como Domenico Losurdo y otros pensadores han explicado con gran precisión histórica y todo lujo de detalles, esto es pura paparrucha ideológica.
Dado que el actual debate público sobre el fascismo tiende a enmarcarse en relación con la supuesta resistencia liberal al mismo, no hay tarea más urgente que la de reexaminar escrupulosamente el historial del liberalismo y el fascismo existentes en la actualidad. Como podrá comprobarse incluso en este breve resumen, lejos de ser enemigos, ambos han sido –a veces sutilmente, a veces de forma clara– compañeros de los crímenes capitalistas. En aras de la claridad y de la concisión, en primer lugar me centraré en el relato coyuntural de los casos no controvertidos de Italia y Alemania. No obstante, es preciso señalar desde el principio que el Estado policial racial y el vandalismo colonial de los nazis –que superaron con creces las capacidades de Italia– siguieron el modelo de EEUU.
La colaboración liberal en el ascenso del fascismo europeo
Es fundamental señalar que el fascismo surgió dentro de las democracias parlamentarias y que no conquistó el poder desde el exterior. Los fascistas llegaron al gobierno en Italia en el momento de grave crisis política y económica que siguió a la Primera Guerra Mundial y luego a la Gran Depresión. Esta fue también la época en la que el mundo fue testigo de la primera revolución anticapitalista que logró triunfar en la URSS. Mussolini, que se había afilado los dientes cuando trabajaba para el [servicio de seguridad británico] MI5 con el objetivo de desactivar el movimiento pacifista italiano durante la Gran Guerra, fue posteriormente respaldado por los grandes capitalistas industriales y los banqueros complacidos por su orientación política antiobrera y procapitalista.
Su táctica fue trabajar dentro del sistema parlamentario, movilizando apoyos económicos poderosos para financiar su amplia campaña de propaganda, mientras sus camisas negras pisoteaban los piquetes obreros y a las organizaciones de trabajadores. En octubre de 1922, los magnates de la Confederación de la Industria y los principales directivos de banca le proporcionaron los millones que necesitaba para organizar la espectacular demostración de fuerza que fue la Marcha sobre Roma. No obstante, no llegó a tomar el poder sino que, como explica Daniel Guérin en su magistral estudio Fascismo y gran capital, acudió a la llamada del rey el 29 de octubre quien, siguiendo la normativa parlamentaria, le encargó la formación de un gobierno.
El Estado capitalista se rindió sin pelear, pero Mussolini estaba decidido a conseguir una mayoría absoluta en el parlamento con el apoyo de los liberales. Estos respaldaron su nueva ley electoral en julio de 1923 y aceptaron presentarse en una lista conjunta con los fascistas a las elecciones del 6 de abril de 1924. Así fue como los fascistas, que hasta entonces ocupaban 35 escaños en el parlamento, consiguieron 286 con el apoyo de los liberales.
Los nazis alcanzaron el poder de un modo bastante parecido, trabajando dentro del sistema parlamentario y buscando el favor de los grandes magnates de la industria y de los banqueros. Estos últimos proporcionaron el apoyo que les permitió crecer como partido y, en último término, asegurar su victoria electoral en septiembre de 1930. Posteriormente Hitler rememoraría (en un discurso pronunciado el 19 de octubre de 1935) lo que supuso contar con los recursos materiales necesarios para financiar a 1.000 oradores nazis con sus propios vehículos, para que pudieran celebrar unos 100.000 mítines en el trascurso de un año.
En la elección de diciembre de 1932, los dirigentes de la socialdemocracia, mucho más a la izquierda que los liberales de la época pero con quienes compartían una agenda reformista, se negaron en el último momento a formar una coalición contra el nazismo con los comunistas. “En Alemania ocurrió lo mismo que en muchos otros países, en el pasado y en el presente”, escribió Michael Parenti, “los socialdemócratas prefirieron aliarse con la derecha reaccionaria antes que hacer causa común con los rojos”. Previamente a la elección, el candidato del partido comunista Ernst Thaelmann había declarado que votar al mariscal de campo von Hindenburg equivalía votar por Hitler y por la guerra. Apenas unas semanas después de su victoria electoral, Hindenburg propuso a Hitler para canciller.
En ambos casos, el fascismo accedió al poder a través de la democracia parlamentaria burguesa, en la que el gran capital financia a los candidatos suscriben sus objetivos al tiempo que crean un espectáculo populista –una falsa revolución– que dirija o sugiera las preferencias de las masas. Su conquista del poder tuvo lugar dentro de este marco constitucional y legal, que aseguraba su aparente legitimidad tanto en el frente interno como en la comunidad internacional de las democracias burguesas. Leon Trotsky lo entendió a la perfección y diagnosticó lo que iba a acontecer con una notable intuición:
“Los resultados están a la vista: la democracia burguesa se transforma legal y pacíficamente, en una dictadura fascista. El secreto es bien sencillo: la democracia burguesa y la dictadura fascista son instrumentos de una única clase, la de los explotadores. Es absolutamente imposible prevenir la sustitución de un instrumento por el otro apelando a la Constitución, al Tribunal Supremo de Leipzig, a nuevas elecciones, etc. Lo que hace falta es movilizar las fuerzas revolucionarias del proletariado. El fetichismo constitucional brinda la mejor ayuda al fascismo”.
Una vez asegurado el poder, el fascismo mostró su rostro autoritario y se transformó en lo que Trotsky describía como una dictadura burocrático-militar de estilo bonapartista. Con resolución –a un ritmo diferente en Italia que en Alemania– se lanzó a completar la tarea para la que había sido contratado: aplastó a los sindicatos, erradicó a los partidos de la oposición, cerró las publicaciones independientes, suspendió las elecciones, utilizó a las clases más bajas y racializadas como chivo expiatorio, privatizó los bienes públicos, inició proyectos de expansión colonial y dedicó enormes cantidades de dinero a una economía de guerra que beneficiaba a los industriales que le habían apoyado.
Para establecer la dictadura directa del gran capital, llegó a prescindir de algunos de los elementos más plebeyos y populistas de sus propias filas al tiempo que aplastaba a muchos desconcertados liberales con la maquinaria represiva de la lucha de clases.
La burocracia burguesa permitió el ascenso del fascismo no solo en Italia y Alemania; lo mismo ocurrió a escala internacional. Los estados capitalistas rehusaron formar una coalición antifascista con la Unión Soviética, un país que 14 de ellos habían invadido y ocupado desde 1918 a 1920 en un fallido intento de destruir la primera república de los trabajadores del mundo. Durante la Guerra Civil española (que para historiadores como Eric Hobsbawm fue una versión en miniatura de la gran guerra de mediados de siglo entre fascismo y comunismo), las democracias liberales burguesas no respaldaron oficialmente al gobierno izquierdista democráticamente elegido. Prefirieron cruzarse de brazos mientras las potencias del Eje suministraban un apoyo masivo al general Franco, cabecilla de un golpe de Estado.
Resulta tremendamente revelador que Franco, un autodeclarado fascista que suele ignorarse cuando se debate el fascismo europeo, entendió con meridiana claridad las razones por las cuales las características accesorias del fascismo podían diferenciarse considerablemente en función de la coyuntura precisa: “El fascismo, ya que esa es la palabra que se utiliza, el fascismo presenta cada vez que se manifiesta características que varían en la medida en que varían los países y los temperamentos nacionales”.
Fue la URSS la única nación que acudió en ayuda de los republicanos que combatían el fascismo en España, enviando tanto soldados como materiales. Franco devolvería posteriormente el favor, por decirlo de alguna manera, cuando envió una división de "voluntarios" a combatir el comunismo ateo al lado de los nazis. Por supuesto, Franco también se convertiría en la posguerra en uno de los grandes aliados de EEUU en su lucha contra la Amenaza Roja.
En 1934 Reino Unido, Francia e Italia firmaron el Acuerdo de Múnich, por el que aceptaban que Hitler invadiera Polonia y colonizara los Sudetes de Checoslovaquia. “La reticencia de los gobiernos occidentales a iniciar negociaciones efectivas con el Estado Rojo”, escribió Eric Hobsbawm, “incluso en 1938-1939, cuando ya nadie negaba la urgencia por fraguar una alianza contra Hitler, es demasiado evidente. De hecho, fue el miedo a quedarse solo para enfrentarse a Hitler lo que al final motivó a Stalin –que desde 1934 había sido el campeón inquebrantable de una alianza de Occidente contra el Führer– a firmar el Pacto Stalin-Ribbentrop de agosto de 1939, con el que esperaba mantener a la URSS fuera de la guerra”. Este pacto de no agresión fue presentado de forma hipócrita en la prensa occidental como la innegable indicación de que nazis y comunistas estaban aliados de alguna manera.
Gabriel Rockhill
publicado en counterpunch.org - diciembre 2020
traducido por Paco Muñoz de Bustillo - extractado por La Haine
—2 mensajes—
La construcción ideológica de falsos antagonismos entre el liberalismo y el fascismo sirve para diversos propósitos dentro del campo capitalista
Los intelectuales tienden un velo sobre el carácter dictatorial de la democracia burguesa al presentarla como el absoluto opuesto del fascismo y no como otra fase natural del mismo en el que la dictadura burguesa se revela de modo más abierto” - Bertolt Brecht
Una y otra vez oímos que el liberalismo es el último bastión contra el fascismo, pues representa una defensa del Estado de derecho y de la democracia frente al intento aberrante y malévolo de los demagogos que pretenden destruir un sistema totalmente perfecto en beneficio propio. Esta aparente oposición ha arraigado profundamente en las llamadas democracias liberales occidentales gracias al mito de su origen compartido. Por ejemplo, todo escolar de EEUU ha aprendido que el liberalismo derrotó al fascismo en la Segunda Guerra Mundial y que hizo retroceder a la bestia nazi para establecer un nuevo orden internacional construido sobre sólidos principios democráticos que –a pesar de sus potenciales fallos y errores– son antitéticos al fascismo.
Este marco de relaciones entre liberalismo y fascismo no solo les presenta como completamente opuestos sino que además define la propia esencia de la lucha contra el fascismo como la batalla por el liberalismo. De este modo forja un antagonismo ideológico falso. Porque fascismo y liberalismo comparten su innegable devoción al orden mundial capitalista. Aunque sea preferible el guante de terciopelo del gobierno hegemónico y consensual y el fascismo sea más proclive a aplicar sin reparos el puño de hierro de la violencia represiva, ambos pretenden mantener y desarrollar las relaciones sociales capitalistas, y han cooperado a lo largo de la historia moderna para lograrlo.
Lo que este aparente conflicto enmascara –y ese es su auténtico poder ideológico– es que la línea divisoria fundamental no es la que separa dos modos diferentes de gobernanza capitalista, sino capitalismo y anticapitalismo. La prolongada campaña de guerra psicológica librada bajo la engañosa bandera del “totalitarismo” ha contribuido en gran medida a disimular esta línea de demarcación al presentar falsamente al comunismo como una forma de fascismo. Tal y como Domenico Losurdo y otros pensadores han explicado con gran precisión histórica y todo lujo de detalles, esto es pura paparrucha ideológica.
Dado que el actual debate público sobre el fascismo tiende a enmarcarse en relación con la supuesta resistencia liberal al mismo, no hay tarea más urgente que la de reexaminar escrupulosamente el historial del liberalismo y el fascismo existentes en la actualidad. Como podrá comprobarse incluso en este breve resumen, lejos de ser enemigos, ambos han sido –a veces sutilmente, a veces de forma clara– compañeros de los crímenes capitalistas. En aras de la claridad y de la concisión, en primer lugar me centraré en el relato coyuntural de los casos no controvertidos de Italia y Alemania. No obstante, es preciso señalar desde el principio que el Estado policial racial y el vandalismo colonial de los nazis –que superaron con creces las capacidades de Italia– siguieron el modelo de EEUU.
La colaboración liberal en el ascenso del fascismo europeo
Es fundamental señalar que el fascismo surgió dentro de las democracias parlamentarias y que no conquistó el poder desde el exterior. Los fascistas llegaron al gobierno en Italia en el momento de grave crisis política y económica que siguió a la Primera Guerra Mundial y luego a la Gran Depresión. Esta fue también la época en la que el mundo fue testigo de la primera revolución anticapitalista que logró triunfar en la URSS. Mussolini, que se había afilado los dientes cuando trabajaba para el [servicio de seguridad británico] MI5 con el objetivo de desactivar el movimiento pacifista italiano durante la Gran Guerra, fue posteriormente respaldado por los grandes capitalistas industriales y los banqueros complacidos por su orientación política antiobrera y procapitalista.
Su táctica fue trabajar dentro del sistema parlamentario, movilizando apoyos económicos poderosos para financiar su amplia campaña de propaganda, mientras sus camisas negras pisoteaban los piquetes obreros y a las organizaciones de trabajadores. En octubre de 1922, los magnates de la Confederación de la Industria y los principales directivos de banca le proporcionaron los millones que necesitaba para organizar la espectacular demostración de fuerza que fue la Marcha sobre Roma. No obstante, no llegó a tomar el poder sino que, como explica Daniel Guérin en su magistral estudio Fascismo y gran capital, acudió a la llamada del rey el 29 de octubre quien, siguiendo la normativa parlamentaria, le encargó la formación de un gobierno.
El Estado capitalista se rindió sin pelear, pero Mussolini estaba decidido a conseguir una mayoría absoluta en el parlamento con el apoyo de los liberales. Estos respaldaron su nueva ley electoral en julio de 1923 y aceptaron presentarse en una lista conjunta con los fascistas a las elecciones del 6 de abril de 1924. Así fue como los fascistas, que hasta entonces ocupaban 35 escaños en el parlamento, consiguieron 286 con el apoyo de los liberales.
Los nazis alcanzaron el poder de un modo bastante parecido, trabajando dentro del sistema parlamentario y buscando el favor de los grandes magnates de la industria y de los banqueros. Estos últimos proporcionaron el apoyo que les permitió crecer como partido y, en último término, asegurar su victoria electoral en septiembre de 1930. Posteriormente Hitler rememoraría (en un discurso pronunciado el 19 de octubre de 1935) lo que supuso contar con los recursos materiales necesarios para financiar a 1.000 oradores nazis con sus propios vehículos, para que pudieran celebrar unos 100.000 mítines en el trascurso de un año.
En la elección de diciembre de 1932, los dirigentes de la socialdemocracia, mucho más a la izquierda que los liberales de la época pero con quienes compartían una agenda reformista, se negaron en el último momento a formar una coalición contra el nazismo con los comunistas. “En Alemania ocurrió lo mismo que en muchos otros países, en el pasado y en el presente”, escribió Michael Parenti, “los socialdemócratas prefirieron aliarse con la derecha reaccionaria antes que hacer causa común con los rojos”. Previamente a la elección, el candidato del partido comunista Ernst Thaelmann había declarado que votar al mariscal de campo von Hindenburg equivalía votar por Hitler y por la guerra. Apenas unas semanas después de su victoria electoral, Hindenburg propuso a Hitler para canciller.
En ambos casos, el fascismo accedió al poder a través de la democracia parlamentaria burguesa, en la que el gran capital financia a los candidatos suscriben sus objetivos al tiempo que crean un espectáculo populista –una falsa revolución– que dirija o sugiera las preferencias de las masas. Su conquista del poder tuvo lugar dentro de este marco constitucional y legal, que aseguraba su aparente legitimidad tanto en el frente interno como en la comunidad internacional de las democracias burguesas. Leon Trotsky lo entendió a la perfección y diagnosticó lo que iba a acontecer con una notable intuición:
“Los resultados están a la vista: la democracia burguesa se transforma legal y pacíficamente, en una dictadura fascista. El secreto es bien sencillo: la democracia burguesa y la dictadura fascista son instrumentos de una única clase, la de los explotadores. Es absolutamente imposible prevenir la sustitución de un instrumento por el otro apelando a la Constitución, al Tribunal Supremo de Leipzig, a nuevas elecciones, etc. Lo que hace falta es movilizar las fuerzas revolucionarias del proletariado. El fetichismo constitucional brinda la mejor ayuda al fascismo”.
Una vez asegurado el poder, el fascismo mostró su rostro autoritario y se transformó en lo que Trotsky describía como una dictadura burocrático-militar de estilo bonapartista. Con resolución –a un ritmo diferente en Italia que en Alemania– se lanzó a completar la tarea para la que había sido contratado: aplastó a los sindicatos, erradicó a los partidos de la oposición, cerró las publicaciones independientes, suspendió las elecciones, utilizó a las clases más bajas y racializadas como chivo expiatorio, privatizó los bienes públicos, inició proyectos de expansión colonial y dedicó enormes cantidades de dinero a una economía de guerra que beneficiaba a los industriales que le habían apoyado.
Para establecer la dictadura directa del gran capital, llegó a prescindir de algunos de los elementos más plebeyos y populistas de sus propias filas al tiempo que aplastaba a muchos desconcertados liberales con la maquinaria represiva de la lucha de clases.
La burocracia burguesa permitió el ascenso del fascismo no solo en Italia y Alemania; lo mismo ocurrió a escala internacional. Los estados capitalistas rehusaron formar una coalición antifascista con la Unión Soviética, un país que 14 de ellos habían invadido y ocupado desde 1918 a 1920 en un fallido intento de destruir la primera república de los trabajadores del mundo. Durante la Guerra Civil española (que para historiadores como Eric Hobsbawm fue una versión en miniatura de la gran guerra de mediados de siglo entre fascismo y comunismo), las democracias liberales burguesas no respaldaron oficialmente al gobierno izquierdista democráticamente elegido. Prefirieron cruzarse de brazos mientras las potencias del Eje suministraban un apoyo masivo al general Franco, cabecilla de un golpe de Estado.
Resulta tremendamente revelador que Franco, un autodeclarado fascista que suele ignorarse cuando se debate el fascismo europeo, entendió con meridiana claridad las razones por las cuales las características accesorias del fascismo podían diferenciarse considerablemente en función de la coyuntura precisa: “El fascismo, ya que esa es la palabra que se utiliza, el fascismo presenta cada vez que se manifiesta características que varían en la medida en que varían los países y los temperamentos nacionales”.
Fue la URSS la única nación que acudió en ayuda de los republicanos que combatían el fascismo en España, enviando tanto soldados como materiales. Franco devolvería posteriormente el favor, por decirlo de alguna manera, cuando envió una división de "voluntarios" a combatir el comunismo ateo al lado de los nazis. Por supuesto, Franco también se convertiría en la posguerra en uno de los grandes aliados de EEUU en su lucha contra la Amenaza Roja.
En 1934 Reino Unido, Francia e Italia firmaron el Acuerdo de Múnich, por el que aceptaban que Hitler invadiera Polonia y colonizara los Sudetes de Checoslovaquia. “La reticencia de los gobiernos occidentales a iniciar negociaciones efectivas con el Estado Rojo”, escribió Eric Hobsbawm, “incluso en 1938-1939, cuando ya nadie negaba la urgencia por fraguar una alianza contra Hitler, es demasiado evidente. De hecho, fue el miedo a quedarse solo para enfrentarse a Hitler lo que al final motivó a Stalin –que desde 1934 había sido el campeón inquebrantable de una alianza de Occidente contra el Führer– a firmar el Pacto Stalin-Ribbentrop de agosto de 1939, con el que esperaba mantener a la URSS fuera de la guerra”. Este pacto de no agresión fue presentado de forma hipócrita en la prensa occidental como la innegable indicación de que nazis y comunistas estaban aliados de alguna manera.