En las batallas intelectuales de la izquierda más tradicional es habitual escuchar que el Estado no es más que un instrumento de la clase dominante para perpetuar su poder. Una aseveración hermana de aquella que descalifica al derecho moderno por su presunto carácter burgués. Aunque, en más de una ocasión, la evidencia empírica parece otorgar sustento a estas posturas, la complejidad de las instituciones edificadas alrededor de nuestras sociedades difícilmente podría agotarse mediante una caracterización semejante. Sin duda, la historia de las últimas décadas está llena de ejemplos en los cuales la defensa del Estado de derecho ha sido la fachada perfecta para beneficiar intereses particulares, sin embargo, la crítica de su incapacidad para resolver los problemas esenciales de nuestro mundo suele venir acompañada de un nostálgico elogio por formas de organización pre-modernas o por el retomo a una idílica situación de bondad originaria.