En el parapeto
Pablo de la Torriente Brau
publicado en Ayuda nº 43 - febrero 1937
Cuando salió la luna vino la tranquilidad. Ya no era posible ninguna sorpresa nocturna. El teniente Ruiz quitó las guardias dobles y distribuyó los turnos para toda la noche, de dos en dos horas.
Los disparos de los morteros contra algún otro parapeto cesaron. Pero los “pacos” –tiradores furtivos- disparaban incansablemente. Alguna vez, los fusiles-ametralladoras descargaban sus peines. De cuando en cuando, una bala explosiva estallaba su bofetada insultante contra nuestro parapeto.
Y le dije al teniente:
˗ Yo creo que esa gente nos quiere tener toda la noche despiertos, porque a lo mejor pensarán atacar mañana y preferirán tenernos sin descanso.
˗ Tal vez˗ respondió, y se fue, atento a todo, a recorrer la línea. Yo fui con él. A unos les daba instrucciones sobre el peligro de los fósforos y los cigarros; a otros les indicaba la necesidad de montar la guardia con todo el correaje puesto: a otros les ordenaba cubrir con sacos los techos de las “chabolas” (casetas de madera) para no denunciarlas a los aviones; a las guardias les indicaba que no olvidaran las granadas de mano. Era su primer noche de oficial y ponía un escrúpulo especial en todo.
Me acosté a cielo abierto, porque no había más espacio en las pocas chabolas que se habían hecho. Había una clara luna remota, de menguante, y las estrellas, mis viejas amigas del cielo del presidio. ¡Tanto tiempo sin verlas! De pronto me entró una duda. ¿Era Casiopea la constelación que brillaba sobre mi cabeza? El cuerpo me temblaba por el frío. Como si fuer aun flan. ¿Tendré yo miedo?, pensé, que no me acuerdo bien de lo que sé. Me acordé de Cuba, de Teté Casuso, de mis perros y de mis árboles, en Punta Brava. Yo me dije: “a lo mejor, en la guerra, cuando uno tiene un recuerdo es porque se tiene miedo”. Pero no estaba convencido. El relevo de las doce, un gallego de imponente vozarrón me dijo:
˗ Camarada, tienes frío. Toma esta manta y ya luego nos arreglaremos. Pero no sabes dormir en la tierra. Echa p’acá, hombre.
Y me hizo una especie de almohadilla con paja y piedras que quedó muy bien.
˗ Siguen tirando esa gente˗ le dije
˗ Sí, pero no hagas caso. Es que tienen miedo. De noche le tiran hasta a su sombre. Y me fui durmiendo sin sentirlo, como en la cama de un príncipe, recordando el cuento de la cantimplora herida, de un soldado bisoño que al entrar en fuego sintió un balazo y se sintió húmedo y se vio correr la sangre. La sangre que solo era el vino de la cantimplora pasada por una bala…
La guardia de las dos me despertó. Lloviznaba y todos tuvimos que recogernos en una chabola. Allí, unos sobre otros, dormimos. El agua goteaba, pero no era lo mismo que a la intemperie.
El amanecer. Un hombre se levantaba y a todos los movilizaba. Pisaba a unos, tropezaba con otros, algunos lo insultaban, soñolientos aún. El agua de las goteras corría por las mantas. Hacía más frío aún que por la noche. Lloviznaba sin cesar, pero era una lluvia fina, impalpable casi. Fuera de la chabola, en un rincón del parapeto, unos milicianos con cara de sueño, se calentaban las manos en una pequeña hoguera y preparaban un poco de chocolate. Una serie de balas explosivas estallaron contra el parapeto.
˗ Ya empiezan esos cabrones ˗ dijo uno˗ . Y, en efecto, comenzó la función. Los francotiradores, los “pacos”, no descansaron.
A nuestra izquierda, a unos veinticinco metros, quedaba un parapeto aislado. Cinco hombres lo cubrían. El espacio entre nosotros quedaba bajo el fuego directo de una ametralladora enemiga. Un hombre se levantó allá y enseñó un pedazo de jamón:
˗ El que tenga cojones que venga por él ˗gritó˗. Y en seguida uno de los que estaban haciendo el chocolate dijo: “Eso me completa el desayuno”, y lo fue a buscar. A la vuelta, la ametralladora lo persiguió pero todas las balas picaron atrás, contra las rocas. Después ofrecieron vino, y también lo fueron a buscar bajo las balas. Y si no se levante el teniente hubieran continuado aquellas imprudencias temerarias de que ya me había hablado. El último hombre que cruzó tuvo que quedarse allá.
La Chata, una hermosa muchacha, de negro pelo estatuario, vino a nuestra chabola a tomar el desayuno.
˗ Oye, esta barraca es solo para hombres ˗le dijo uno en broma.
˗ Bueno, pero es que yo también soy un hombre ahora ˗respondió˗. Y uno le dijo:
˗ No seas embustero. Mira que no estoy de buen humor ˗le contestó˗. He tenido ahora una discusión con Lolita, en el parapeto de al lado.
˗ ¡Una camilla… Un hombre herido! ˗se asomó uno, urgiendo.
Todos salimos rápidamente. Disparaba el enemigo a descargas cerradas inútiles. Pero del suelo recogían su cuerpo inerte. Era Lolita Máiquez. Solo tenía diecisiete años. Me había leído la carta última de su mamá, contenta de saber que muy pronto tendría permiso para volver a Madrid. En la carta le decía: “Dime si es cierto cuando vienes para ir a la cola a buscar carne.” La madre es vendedora de periódicos y ella era aprendiza de modista. Se había portado como un héroe en el combate del día 22 de septiembre. Era pequeña, una seria muchacha simpática. De su parapeto había cruzado al vecino para buscar unos gemelos y explorar al enemigo. En el punto más alto del cruce, si no se arrastra uno, se pasa a la descubierta. Fue imprudente y cayó, sin una palabra, sin sangre. Pero llevaba ya ese lívido color de la muerte, que se parece al de un canario enfermo. Mas es ridículo comparar con nada a una muchacha muerta en la guerra. Llevaba la cabeza abatida. Los compañeros la evacuaron bajo el fuego. Dos veces cayeron y pensamos por un segundo que tendríamos que ir a recogerlos también, pero solo era el apuro que tenían por llegar al puesto de emergencia.
˗ ¡Pobre Lolita! ˗dijo “la Chata”, su compañera de parapeto, mientras se peinaba su tumultuosa cabellera negra. Y la tristeza hizo el silencio mientras el enemigo disparaba, respondiéndole nuestras guardias.
˗ Y que no hay esperanzas; porque herido que no habla, ese está mal ˗dijo otro.
En efecto; cuando regresaron los hombres se supo. Había muerto en el acto. El teniente Ruiz tomó mi pluma y escribió el parte de guerra.
Luego salió a recorrer los parapetos, y fui con él. En cada uno regañó enérgicamente a los hombres.
˗ Tú, ¿qué haces sin el correaje? Aquí va a haber que dar las órdenes a tiros. Estas muertes me indignan. Aquí no venimos a morir, sino a matar. Solo venimos a morir cuando vamos al ataque, cuando vamos a cambiar la vida por un objetivo. La vida que traemos al parapeto no es nuestra. Ya lo ha dicho el partido Comunista. Es de la revolución. Y un muerto no es solo un compañero que cae. Es un rifle menos para matar fascistas. Ustedes tienen miedo. Tienen miedo a que los demás se crean que tienen miedo. Y hay que acabar con esto. Y no hay que ser más valientes porque haya mujeres. Aquí las mujeres son hombres. Porque aquí solo hay rifles de la revolución. Aquí no hay sexos. Y del parapeto no se sale sino cuando es imprescindible. Y si sale hay que salir así. Y, arrastrándose, el teniente Ruiz pasaba de posición a posición, recriminando a los hombres su imprudencia.
Pero estaba colérico. La muerte de Lolita Máiquez lo había puesto violento.
˗ ¡Cabrones! ˗decía˗. Tenemos que vengar la muerte de Lolita. Como venga hoy un parlamentario a dejar prensa, nos lo cargamos.
˗ ¿Qué? ¿Lo vamos a dejar llegar? ¿Acaso ellos han respetado nunca los parlamentos? ¿Acaso en Madrid, y en Barcelona, y en Oviedo, y en todas partes, no han utilizado los parlamentarios para ametrallarnos cuando nos acercábamos?
˗ Pues por eso mismo, teniente, porque nosotros no podemos ser como ellos ˗replicó el miliciano.
Mas el teniente Ruiz estaba empeñado en vengar la muerte de Lolita, y al cabo dio con la fórmula. Dijo:
˗ Ahora, de once a once y media ellos traen la comida a su parapeto. A esa hora, a una señal, todos disparamos sobre el objetivo. Alguno caerá. Y escogió los tiradores. Allí había varios que habían peleado en África. Un filipino, estupendo tirador; dos carabineros; él mismo. Yo tomé el rifle que había dejado Lolita Máiquez.
A los cuatrocientos metros un hombre no es fácil blanco. El filipino, Ángel Ruiz Melendreras, sin embargo, había estado siete años en Marruecos. Le vi meter dos peines consecutivos por una tronera fascista. Julián Romero, cabo de carabineros, que tenía miles de historias que contar, pequeño, barbudo, trigueño, tiraba también estupendamente. Y otro carabinero de gafas, joven, tenaz. Ellos me fueron corriendo la puntería hasta que coloqué mis balas en los sacos terreros de los fascistas.
Se les vio venir, aproximarse al parapeto, y a una señal hicimos fuego. El peine entero y en seguido otro más. Cayeron. No sabemos si muertos o heridos, porque al suelo se tumba uno cuando silban las balas próximas. Pero ellos contestaron furiosamente. Y tirando con tal precisión que la tronera de observación desde donde disparaba el teniente fue acribillada. Una bala, pasándole bajo el brazo en que se apoyaba sobre el saco, rajó a éste. Inmediatamente otra levantó un poco de tierra.
˗ Me cazan ˗dijo Ruiz echándose a un lado˗. Han localizado con los gemelos esta tronera. Y apenas lo dijo, una ráfaga entera de ametralladora silbó por ella. Decir que pasan como un mosquito de acero es parecido, pero no es exacto. Su silbido semeja al de un hilo de alambre vertiginosamente enrollado desde el infinito. Un miliciano se agachó y taponeó la aspillera con una piedra. Dos balas explosivas se rompieron contra ella.
˗ Me figuro que les hemos hecho alguna baja˗ le dije al teniente.
Este, satisfecho, me contestó:
˗ Lo creo, porque han reaccionado como nosotros cuando nos mataron a Lolita.
Después, unos se aburrieron y se echaron a dormir y otros continuaron el tiroteo. Yo, con los gemelos, iba comprobando el efecto de los disparos que hacía. Me gustaba aquello. Pero mis maestros, el filipino Ruiz Melendreras y el cabo Julián Romero, se pusieron a hacer relatos de la guerra de Marruecos y me puse a escucharlos. Aunque el día continuaba triste, gris, frio y lluvioso, habíamos sacudido un poco la pena a tiros, y teníamos la esperanza de haber hecho bajas. Aún, un compañero desde el parapeto próximo, no dejaba dormir a los otros con el estampido constante de su mosquetón.
El filipino recordaba a los “Hijos de la noche” y a los “Caballeros de la luna”, grupos de hombres arriesgados, audaces, que en África salían por la noche en busca de los tiradores furtivos que tanto daño le hacían a las columnas, y recordaban al famoso “paco” de Xauen, que estuvo dos mese, desde lo alto de una montaña inaccesible, matando soldados.
El cabo Romero recordaba sus aventuras. Cuando yendo en un tanque cayó en un barranco y estuvo sitiado dos días por los moros, comiendo la carne cruda de una oveja que lograron meter dentro. Y cuando estuvo prisionero siete mese, en un morabito, al cuidado de un santón, en Reana, por zoco El Arba de Beniharan, hasta que un cabo de la Legión Extranjera mató de un palo una noche al santón, y pudieron escapar, los únicos supervivientes que quedaban, vestidos de moros, hasta la frontera francesa, y allí los recibieron a tiros, y se salvaron gracias al hallazgo de una letrina, en donde se refugiaron hasta la llegada del día, en que a gritos aclararon que eran españoles fugados de una prisión de los moros.
Y después contó la danza de las gumías, para hacer santones, que presenció ene l campamento de Terejira, en Larache, donde todos estaban vestidos con chilabas y jaiques de gran lujo.
Y la fiesta del cordero, que hacen un día al año, y para la que escogen al más ágil y potente corredor, y a la puerta de un morabito degüellan un cordero joven, y al corredor, a la desesperada, cruza el pueblo y lo lleva hasta la puerta del morabito opuesto, y si llega con vida, palpitante aún, será que habrá buen año, si no, el año será malo.
Y el filipino contó la vida de los legionarios; cómo se gastaban todos los “cuartos”, “porque un día u otro tenían que morir”; los brutales castigos que inventaba Franco para mantener la disciplina; la pena de un mes, dando pico y pala, sin armas, en la primero línea…
Así, bajo la llovizna, los disparos y los recuerdos se fue pasando el día. A cada rato, el joven carabinero de espejuelos, que se había propuesto hacer bajas en el enemigo, llamaba la atención de algo y disparábamos. Uno recogió en nuestro parapeto más de trescientos casquillos para utilizarlos de nuevo.
Al atardecer sonó el teléfono. Había sido instalado aquella noche y esta llamada era la inauguración de la línea hasta el parapeto. Ya, dentro de la chabola, estaba oscuro.
˗ Llama al teniente, tú, que suena el teléfono.
˗ ¡Cómo! ˗dijo Ruíz, y todos nos quedamos callados˗. ¿Pero está confirmado? ¡Muchachos! Los mineros están combatiendo ya en Oviedo…
Se olvidó la muerte de Lolita Máiquez. Uno dijo:
˗¡Ya está vengada! Y desde los parapetos comenzaron las voces a llamar a los fascistas para darles la noticia. Aún era temprano y no podía sacarse la cabeza sobre el muro, pero oyeron muy bien y contestaron que era mentira.
La tarde, ya alegre, se llenó de espíritu. “La Chata” cogió una tabla y le puso la guerrera de un soldado y un casco y lo asomó sobre el parapeto. Inmediatamente comenzó el fuego fascista. Detrás del parapeto, los milicianos se divertían mientras las balas daban en el muñeco.
Y, en nuestra chabola, los milicianos, recordando las vacilaciones de la revolución de octubre de 1934, comentaban:
˗ Y ahora hay que destruir lo que sea si los fascistas se refugian en ello.
˗ Y se destruye la catedral si hace falta. A hacer puñetas con el arte gótico y con el arte antiguo. ¿O es que acaso el arte moderno no es también arte y tan respetable como el antiguo? ¡Se hace otra catedral si hace falta, cojones!
Y cada vez que sonaba el teléfono se hacia el silencio y brillaban más los cigarros anhelantes.