Los nuevos derroteros de la ciencia a comienzos del siglo XX quedan ilustrados por el informe Flexner, que dio un giro completo a la teoría y la práctica de la medicina en Estados Unidos y, a partir de allí, en el mundo entero. Abraham Flexner era un oscuro pedagogo cuando en 1908 la Fundación Carnegie le encargó un informe sobre la capacitación de los médicos en Estados Unidos y Canadá. El encargo le llegó por recomendación de su hermano mayor, Simon, que había sido uno de los pioneros en la creación de la Fundación Rockefeller, director del Instituto Rockefeller de Investigación Médica, además de patólogo en Johns Hopkins y en la Universidad de Pensilvania. En 1902 John D. Rockefeller había creado el General Education Board, la primera gran fundación educativa de Estados Unidos. Flexner entró a formar parte de su personal. Su tarea consistía en evaluar el estado de las universidades en norteamérica, y el de la educación médica en particular.
Flexner no tuvo necesidad de descubrir nada nuevo. Su informe es esencialmente el mismo que había elaborado la Asociación Médica Americana dos años antes y que nunca había podido publicar. En su tarea Flexner fue guiado por N.P. Colwell, miembro de la Asociación Médica Americana, quien quería asegurarse de que la investigación de Flexner llegaba a las conclusiones previstas. Incluso el pedagogo acabó la redacción de su informe en las oficinas centrales que la Asociación tenía en Chicago. La coalición de esa Asociación con Carnegie y Rockefeller llevó unas determinadas tesis sobre la práctica de la medicina a todo el mundo. Flexner puso una rúbrica para alcanzar una gloria imperecera en materia de enseñanza de la medicina.
A partir de entonces la medicina dejó de ser un conjunto de prácticas para convertirse en una única práctica, en un canon homogéneo. En lo sucesivo el paciente ya no pudo volver a elegir médico porque los médicos eran clones unos de otros: como los remedios, los médicos también se fabricaban en serie y la medicina se acaba codificando en protocolos de actuación, diagnósticos, definiciones y vademécums compilados en gruesos volúmenes. El canon llegó impuesto por el dictado de una Asociación Médica Americana que ni tenía carácter oficial, ni tampoco representaba al conjunto de la profesión. Por ejemplo, ni las mujeres ni los negros podían formar parte de ella. Lo que en 1910 iniciaron la Asociación Médica Americana, Flexner, Rockefeller y Carnegie, acabó momificado en la Organización Mundial de la Salud. Lo que empieza de manera sectaria acaba también de la misma manera.
Con su informe Flexner se limitó a dar forma intelectual al desembarco del capital monopolista en la medicina y la farmacopea norteamericana, a la creación de la industria de la salud, un nuevo sector industrial emergente al que debían someterse los médicos. El ejercicio de la medicina debía convertirse en un negocio, había que fomentar un mercado de la salud, algo que estaba muy lejos en 1910, cuando ejercían más de 60.000 profesionales dispersos por un vasto territorio, uno de los porcentajes de profesionales por habitante más altos del mundo. Como consecuencia de ello, la atención sanitaria se acercaba al ideal: médicos por todas partes y precios asequibles de la atención sanitaria. Esa abundancia de médicos se debía a que no se necesitaba un permiso oficial del Estado para ejercer, de modo que cualquiera podía poner una consulta, y también a las facilidades de matriculación en las escuelas de medicina, que eran muchas y de propiedad privada.
Estados Unidos pasó de 166 escuelas de medicina en 1910 a sólo 77 en 1940. Fue un cierre selectivo que afectó a la mayoría de las pequeñas escuelas rurales; sólo permitieron la apertura de dos escuelas para negros. En 1963 Estados Unidos mantenía el mismo porcentaje de médicos por habitante que en 1910, a pesar de un incremento enorme de la demanda. De los 375.000 médicos en activo en 1977, sólo 6.300, el 1,7 por ciento, eran negros. El médico modificó su posición en la pirámide social; de un profesional muy cercano al paciente, se conviritió en parte integrante de una élite selecta cuyos honorarios muy pocos podían satisfacer, lo cual abrió un fantástico mercado secundario: el de los seguros médicos. Las relaciones entre ambas partes, médico y paciente, cambiaron radicalmente.
La nueva medicina acapara la exclusividad de su aplicación “científica”, que es única, de manera que a partir de entonces el Estado deberá intervenir como árbitro para sancionar esa unidad: cuál es la auténtica medicina y cuál se debe vilipendiar, quién es médico y quién es sólo un curandero, qué conocimientos médicos se deben impartir, cómo se deben impartir y en dónde se deben impartir. Ni cualquiera puede fundar una facultad de medicina, ni cualquiera puede ejercer la medicina. Para que alguien se pueda llamar médico primero debe disponer de un título académico que sólo el Estado puede otorgar; para que alguien pueda ejercer la medicina primero debe disponer de una autorización que sólo el Estado puede otorgar, todo lo cual va cuidadosamente reglamentado y supervisado, además, por corporaciones profesionales del tipo de la Asociación Médica Americana, al servicio de los intereses de grandes empresas capitalistas de la farmacia, del equipamiento médico, de los seguros médicos, etc. Naturalmente los herbolarios también desaparecieron o fueron marginados. La formación médica, como las demás enseñanzas codificadas, son un instrumento de dominio sobre la ciencia sancionado por el Estado, que le proporciona al mecanismo una apariencia de objetividad y neutralidad.
El médico debía ser un científico auténtico, obligado a estudiar varios cursos de conocimientos básicos antes de atender a sus pacientes. A partir del informe de Flexner los hospitales se vinculan a las facultades de medicina y a la investigación médica. No ha sucedido con ninguna otra profesión. Las facultades de derecho no comparten la misma sede que los tribunales, ni las escuelas de ingeniería están en los talleres, ni la enseñanza de la economía en la bolsa. Había que abandonar la medicina tradicional, el saber empírico y lo que Flexner calificaba como “dogmas históricos” que impiden la “libre búsqueda de la verdad”, que él personifica en la homeopatía, a la que dedica una buena parte de su informe porque el negocio de Rockefeller estaba ligado a las empresas farmacéuticas alopáticas.
En la industria farmacéutica, la dinastía Rockefeller comenzó con William Avery Rockefeller, quien acumuló su fortuna como charlatán mercachifle engañando a los incautos con medicamentos alopáticos fraudulentos, elixires compuestos por alcohol, cocaína y opiáceos que embotellaba como pócima milagrosa para cualquier clase imaginable de patología. Desde entonces la homeopatía no cesa de aglutinar en todo el mundo la furia inquisitorial de la auténtica medicina científica de Rockefeller, una campaña en la que logró sacudirse a una buena parte de la competencia. En 1910 la homeopatía era una práctica médica habitual y muy conocida especialmente en Estados Unidos. La primera asociación médica fundada en Estados Unidos había sido homeopática. Los homeópatas dominaban el mercado de la salud porque los médicos alópatas habían tenido tasas más altas de mortalidad en la epidemia de cólera de 1854.
La suerte de la homeopatía estaba echada en 1910 y no se trata de un caso aislado sino del arquetipo de la evolución científica en el siglo pasado. Uno de los principios de la homeopatía sostiene que no hay enfermedades sino enfermos, por lo que todo tratamiento debe ser personalizado, intransferible, lo que no encaja con un mercado capitalista de la salud dominado por la erradicación absoluta de la prevención en la medicina, las técnicas sofisticadas de diagnóstico, la producción en serie de fármacos, los protocolos uniformes que dirigen la prescripción médica y la venta indiscriminada de medicinas. El médico receta y el farmacéutico vende. Una de las áreas de negocio en medicina es la investigación, al final de cuyo proceso hay que registrar una patente y, finalmente, vender fármacos, cuantos más mejor.
En 1910, junto con otros conglomerados farmacéuticos, Rockefeller controlaba hospitales, universidades e investigación. La medicina y sus áreas afines se convirtieron en un modelo de control y regulación monopolista, bajo el cobertura oficial de la FDA (Food and Drug Administration), un departamento del gobierno de Estados Unidos que hoy dicta la política sanitaria y farmacéutica en el mundo entero. A su vez, el 75 por ciento del presupuesto de la FDA lo pagan las empresas farmacéuticas, es decir, que son éstas las que realmente controlan a un organismo aparentemente público, y no al revés. En cualquier caso, lo que concierne a la vida y a la salud es algo hoy extremadamente formalizado y minuciosamente regulado por criterios que, en ocasiones, son harto dudosos y poco tienen que ver con la ciencia. Los abigarrados protocolos de la FDA imponen lo que es una droga que hay que prohibir, lo que es un alimento que se puede ingerir y lo que es un fármaco que se debe prescribir. Dicen lo que es sano y lo que es pernicioso; lo que deben hacer y lo que no, tanto los médicos y pacientes como los gobiernos; lo que es salud y lo que es enfermedad, siempre basándose en criterios que sólo son realmente científicos si coinciden con los intereses económicos de las empresas farmacéuticas.
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Flexner no tuvo necesidad de descubrir nada nuevo. Su informe es esencialmente el mismo que había elaborado la Asociación Médica Americana dos años antes y que nunca había podido publicar. En su tarea Flexner fue guiado por N.P. Colwell, miembro de la Asociación Médica Americana, quien quería asegurarse de que la investigación de Flexner llegaba a las conclusiones previstas. Incluso el pedagogo acabó la redacción de su informe en las oficinas centrales que la Asociación tenía en Chicago. La coalición de esa Asociación con Carnegie y Rockefeller llevó unas determinadas tesis sobre la práctica de la medicina a todo el mundo. Flexner puso una rúbrica para alcanzar una gloria imperecera en materia de enseñanza de la medicina.
A partir de entonces la medicina dejó de ser un conjunto de prácticas para convertirse en una única práctica, en un canon homogéneo. En lo sucesivo el paciente ya no pudo volver a elegir médico porque los médicos eran clones unos de otros: como los remedios, los médicos también se fabricaban en serie y la medicina se acaba codificando en protocolos de actuación, diagnósticos, definiciones y vademécums compilados en gruesos volúmenes. El canon llegó impuesto por el dictado de una Asociación Médica Americana que ni tenía carácter oficial, ni tampoco representaba al conjunto de la profesión. Por ejemplo, ni las mujeres ni los negros podían formar parte de ella. Lo que en 1910 iniciaron la Asociación Médica Americana, Flexner, Rockefeller y Carnegie, acabó momificado en la Organización Mundial de la Salud. Lo que empieza de manera sectaria acaba también de la misma manera.
Con su informe Flexner se limitó a dar forma intelectual al desembarco del capital monopolista en la medicina y la farmacopea norteamericana, a la creación de la industria de la salud, un nuevo sector industrial emergente al que debían someterse los médicos. El ejercicio de la medicina debía convertirse en un negocio, había que fomentar un mercado de la salud, algo que estaba muy lejos en 1910, cuando ejercían más de 60.000 profesionales dispersos por un vasto territorio, uno de los porcentajes de profesionales por habitante más altos del mundo. Como consecuencia de ello, la atención sanitaria se acercaba al ideal: médicos por todas partes y precios asequibles de la atención sanitaria. Esa abundancia de médicos se debía a que no se necesitaba un permiso oficial del Estado para ejercer, de modo que cualquiera podía poner una consulta, y también a las facilidades de matriculación en las escuelas de medicina, que eran muchas y de propiedad privada.
Estados Unidos pasó de 166 escuelas de medicina en 1910 a sólo 77 en 1940. Fue un cierre selectivo que afectó a la mayoría de las pequeñas escuelas rurales; sólo permitieron la apertura de dos escuelas para negros. En 1963 Estados Unidos mantenía el mismo porcentaje de médicos por habitante que en 1910, a pesar de un incremento enorme de la demanda. De los 375.000 médicos en activo en 1977, sólo 6.300, el 1,7 por ciento, eran negros. El médico modificó su posición en la pirámide social; de un profesional muy cercano al paciente, se conviritió en parte integrante de una élite selecta cuyos honorarios muy pocos podían satisfacer, lo cual abrió un fantástico mercado secundario: el de los seguros médicos. Las relaciones entre ambas partes, médico y paciente, cambiaron radicalmente.
La nueva medicina acapara la exclusividad de su aplicación “científica”, que es única, de manera que a partir de entonces el Estado deberá intervenir como árbitro para sancionar esa unidad: cuál es la auténtica medicina y cuál se debe vilipendiar, quién es médico y quién es sólo un curandero, qué conocimientos médicos se deben impartir, cómo se deben impartir y en dónde se deben impartir. Ni cualquiera puede fundar una facultad de medicina, ni cualquiera puede ejercer la medicina. Para que alguien se pueda llamar médico primero debe disponer de un título académico que sólo el Estado puede otorgar; para que alguien pueda ejercer la medicina primero debe disponer de una autorización que sólo el Estado puede otorgar, todo lo cual va cuidadosamente reglamentado y supervisado, además, por corporaciones profesionales del tipo de la Asociación Médica Americana, al servicio de los intereses de grandes empresas capitalistas de la farmacia, del equipamiento médico, de los seguros médicos, etc. Naturalmente los herbolarios también desaparecieron o fueron marginados. La formación médica, como las demás enseñanzas codificadas, son un instrumento de dominio sobre la ciencia sancionado por el Estado, que le proporciona al mecanismo una apariencia de objetividad y neutralidad.
El médico debía ser un científico auténtico, obligado a estudiar varios cursos de conocimientos básicos antes de atender a sus pacientes. A partir del informe de Flexner los hospitales se vinculan a las facultades de medicina y a la investigación médica. No ha sucedido con ninguna otra profesión. Las facultades de derecho no comparten la misma sede que los tribunales, ni las escuelas de ingeniería están en los talleres, ni la enseñanza de la economía en la bolsa. Había que abandonar la medicina tradicional, el saber empírico y lo que Flexner calificaba como “dogmas históricos” que impiden la “libre búsqueda de la verdad”, que él personifica en la homeopatía, a la que dedica una buena parte de su informe porque el negocio de Rockefeller estaba ligado a las empresas farmacéuticas alopáticas.
En la industria farmacéutica, la dinastía Rockefeller comenzó con William Avery Rockefeller, quien acumuló su fortuna como charlatán mercachifle engañando a los incautos con medicamentos alopáticos fraudulentos, elixires compuestos por alcohol, cocaína y opiáceos que embotellaba como pócima milagrosa para cualquier clase imaginable de patología. Desde entonces la homeopatía no cesa de aglutinar en todo el mundo la furia inquisitorial de la auténtica medicina científica de Rockefeller, una campaña en la que logró sacudirse a una buena parte de la competencia. En 1910 la homeopatía era una práctica médica habitual y muy conocida especialmente en Estados Unidos. La primera asociación médica fundada en Estados Unidos había sido homeopática. Los homeópatas dominaban el mercado de la salud porque los médicos alópatas habían tenido tasas más altas de mortalidad en la epidemia de cólera de 1854.
La suerte de la homeopatía estaba echada en 1910 y no se trata de un caso aislado sino del arquetipo de la evolución científica en el siglo pasado. Uno de los principios de la homeopatía sostiene que no hay enfermedades sino enfermos, por lo que todo tratamiento debe ser personalizado, intransferible, lo que no encaja con un mercado capitalista de la salud dominado por la erradicación absoluta de la prevención en la medicina, las técnicas sofisticadas de diagnóstico, la producción en serie de fármacos, los protocolos uniformes que dirigen la prescripción médica y la venta indiscriminada de medicinas. El médico receta y el farmacéutico vende. Una de las áreas de negocio en medicina es la investigación, al final de cuyo proceso hay que registrar una patente y, finalmente, vender fármacos, cuantos más mejor.
En 1910, junto con otros conglomerados farmacéuticos, Rockefeller controlaba hospitales, universidades e investigación. La medicina y sus áreas afines se convirtieron en un modelo de control y regulación monopolista, bajo el cobertura oficial de la FDA (Food and Drug Administration), un departamento del gobierno de Estados Unidos que hoy dicta la política sanitaria y farmacéutica en el mundo entero. A su vez, el 75 por ciento del presupuesto de la FDA lo pagan las empresas farmacéuticas, es decir, que son éstas las que realmente controlan a un organismo aparentemente público, y no al revés. En cualquier caso, lo que concierne a la vida y a la salud es algo hoy extremadamente formalizado y minuciosamente regulado por criterios que, en ocasiones, son harto dudosos y poco tienen que ver con la ciencia. Los abigarrados protocolos de la FDA imponen lo que es una droga que hay que prohibir, lo que es un alimento que se puede ingerir y lo que es un fármaco que se debe prescribir. Dicen lo que es sano y lo que es pernicioso; lo que deben hacer y lo que no, tanto los médicos y pacientes como los gobiernos; lo que es salud y lo que es enfermedad, siempre basándose en criterios que sólo son realmente científicos si coinciden con los intereses económicos de las empresas farmacéuticas.
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