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    ``La caza (imperialista) de brujas contra Lysenko´´. Y. ``la teoria materialista biologica lysenkista de la URRS´´

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    ``La caza (imperialista) de brujas contra Lysenko´´. Y. ``la teoria materialista biologica lysenkista de la URRS´´ Empty ``La caza (imperialista) de brujas contra Lysenko´´. Y. ``la teoria materialista biologica lysenkista de la URRS´´

    Mensaje por PCOEmilitantancia-ml Sáb Dic 25, 2010 4:38 pm

    «El hombre está condenado a agotar todos los errores posibles antes de reconocer una verdad»
    Lamarck, Filosofía zoológica

    Caza de brujas en la biología

    En el verano de 1948 el presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la URSS, Trofim D.Lysenko (1898-1976), leía un informe ante más de 700 científicos soviéticos de varias especialidades que desencadenó una de las más formidables campañas de linchamiento propagandístico de la guerra fría, lo cual no dejaba de resultar extraño, tratándose de un acto científico y de que nadie conocía a Lysenko fuera de su país. Sin embargo, aquellos mismos fariseos que en 1948 trasladaron el decorado del escenario desde la ciencia a la política fueron -y siguen siendo- los mismos que se rasgan las vestiduras a causa de la “politización de la ciencia”, es decir, de la conversión de la ciencia en algo que juzgan como esencialmente contrario a su propia naturaleza.

    Lysenko fue extraído de un contexto científico en el que había surgido de manera polémica para sentarlo junto al Plan Marshall, Bretton Woods, la OTAN y la bomba atómica. Después de la obra de Frances S.Saunders (1) hoy tenemos la certeza de lo que siempre habíamos sospechado: hasta qué punto la cultura fue manipulada en la posguerra por los servicios militares de inteligencia de Estados Unidos. Pero no sólo la cultura. Si en sus expediciones militares Alejandro Magno llevaba consigo a los filósofos, Napoleón hizo lo propio con los científicos durante su viaje a Egipto, y aún hoy no somos plenamente conscientes de las consecuencias irreversibles que el “Proyecto Manhattan” ha tenido para la ciencia en la segunda mitad del siglo pasado. Hoy entre un 20 y un 30 por ciento de los científicos trabajan en proyectos militares, porcentaje que sube al 40 por ciento en Estados Unidos. Cuando en la posguerra el propio Eisenhower denunció los peligros del complejo militar-industrial, también puso a la ciencia en el mismo punto de mira, en un apartado de su discurso que a los partidarios de la ciencia “pura” no les gustará recordar:

    Durante las décadas recientes la revolución tecnológica ha sido, en gran medida, responsable de los profundos cambios de nuestra situación industrial y militar. En esta revolución, la investigación ha tenido un papel central; también se vuelve más formalizada, compleja, y cara. Una proporción creciente de la misma se lleva a cabo bajo la dirección, o para los fines, del Gobierno Federal.

    Hoy el inventor solitario trasteando en su taller, ha sido desplazado por ejércitos de científicos en laboratorios y campos de pruebas. De la misma manera, la universidad libre, que es fuente histórica de ideas libres y descubrimientos científicos, ha sufrido una revolución en la dirección de las investigaciones. En parte por los grandes costos que la investigación involucra, los contratos del gobierno se han convertido en un sustituto de la curiosidad intelectual. Por cada antigua pizarra hay ahora cientos de nuevos ordenadores electrónicos [...] La perspectiva de que los intelectuales de la nación sean sometidos mediante el empleo federal, la asignación de proyectos y con el poder del dinero siempre presente, es algo que hay que contemplar con preocupación [...] También debemos estar igualmente alertas ante el peligro opuesto de que las políticas públicas sean secuestradas por una élite científico-tecnológica (2).

    Presidente de una potencia mundial hegemónica, a la vez que general del ejército que la sostenía, Eisenhower era un perfecto conocedor de lo que estaba hablando, y no se refería a la URSS precisamente, sino a dos riesgos simultáneos que concernían a su propio país: primero, la sumisión de los científicos “con el poder del dinero” y, segundo, que la democracia se convierta en un rehén de los tecnócratas, de quienes pretenden acaparar para sí el monopolio del conocimientos y que los demás adapten a ellos sus decisiones.

    Cuando insultaban a Lysenko, los científicos que se prestaron a colaborar en la campaña de la guerra fría estaban sublimando su propio miserable estado, y el deterioro parece imparable. Desde 1961, fecha en la que Eisenhower pronuncia el discurso, ¿se han confirmado sus temores?, ¿han sido sometidos los científicos?, ¿queda algún verdadero científico?, ¿o son funcionarios públicos y empleados privados? Personalmente no me caben dudas: la ciencia se asfixia en medio de subvenciones tan generosas. Padece el abrazo del oso. Ha pasado del complejo militar-industrial a un complejo militar-industrial sin complejos, con el saldo de un profundo declive de la ciencia, sólo comparable al de la Edad Media. Se investiga, se publica y se lee aquello que se financia y subvenciona a golpe de talonario. Lo demás no existe, no es ciencia. No es necesario recordar que quien paga manda, ni tampoco que quien paga y manda nada tiene que ver con la ciencia, es decir, que quien la dirige es ajeno a ella. Pero eso ha existido siempre; lo que cambió en la posguerra es que se tornó mucho más sórdido y gris. A diferencia del medievo, los mecenas que en la posguerra empezaron a guiar el curso de la ciencia ni siquiera eran aquellos aficionados paternalistas y entusiastas, “filósofos”, es decir, no aquellos que sabían sino los que querían saber. Los que redactan decretos y firman cheques no conocen barreras; están convencidos de que nada es imposible, y mucho menos en materia científica. Si en la posguerra pudieron reconducir la evolución de un arte milenario, como la pintura, una ciencia reciente como la genética se prestaba más fácilmente para acoger los mensajes subliminales de la Casa Blanca, Wall Street o el Pentágono. Lysenko no era conocido fuera de la URSS hasta que la guerra sicológica desató una leyenda fantástica que aún no ha terminado y que se alimenta a sí misma, reproduciendo sus mismos términos de un autor a otro, porque no hay nada nuevo que decir: “historia terminada” concluye Althusser (3). Es el ansiado fin de la historia y, por supuesto, es una vía muerta para la ciencia porque la ciencia y Lysenko se dan la espalda. No hay nada más que aportar a este asunto.

    O quizá sí; quizá haya que recordar periódicamente las malas influencias que ejerce “la política” sobre la ciencia, y el mejor ejemplo de eso es Lysenko: “La palabra lysenkismo ha acabado simbolizando las consecuencias desastrosas de poner la ciencia al servicio de la ideología política”, aseguran los diccionarios especializados (4), lo que sentencia con rotundidad James Watson: “El lysenkismo representa la incursión más atroz de la política en la ciencia desde la Inquisición” (5). Pretenden aparentar que lo suyo es ciencia “pura” y que todo lo demás, todo lo que no sea ciencia “pura”, conduce al desastre. En consecuencia, hay que dejar la ciencia en manos de los científicos. En este juego oportunista a unos efectos “la política” nada tiene que ver con la ciencia y a otros interesa confundir de plano; depende del asunto y, en consecuencia, la dicotomía se presta a la manipulación. Así sigue la cuestión, como si se tratara de un asunto “político”, y sólo puede ser polémico si es político porque sobre ciencia no se discute. Un participante en el debate de entonces, Jean Rostand, redactor francés de libros de bolsillo sobre biología, escribió al respecto: “Expresiones apasionadas no se habían dado nunca hasta entonces en las discusiones intelectuales” (5b). Uno no puede dejar de mostrar su estupor ante tamañas afirmaciones, que expresan una errónea concepción de la ciencia que oculta los datos más elementales de la historia de su avance, desde Tales de Mileto hasta el día de hoy. Un breve recorrido por el pasado de cualquier ciencia le mostraría preñado de acerbas polémicas, muchas de las cuales acabaron en la hoguera. La verdad no está sujeta a ninguna clase de monopolio; las ciencias son esencialmente dialécticas, controversiales. Para Sócrates el conocimiento nace de la mutua comunicación, discusión y crítica, y son muy numerosas las obras escritas de manera dialogal, desde Parménides a Berkeley, pasando por Platón, Galileo, Giordano Bruno y Leibniz, para quien la lógica era “el arte de disputar” (5c). El saber científico no está integrado por conocimientos falsables sino por conocimientos discutibles. Darwin no podía discutir sobre la santísima trinidad porque es una cuestión religiosa, indiscutible, pero el obispo Wilberforce sí pudo hacerlo sobre la teoría de la evolución porque es una cuestión científica, discutible.

    La negación de la controversia conduce a estas periódicas cruzadas contemporáneas contra algo que se presenta como diferente y se califica de seudociencia, superstición, un conocimiento falso. Ha vuelto lo que en el siglo XVII Francis Bacon calificó como “policía de la ciencia” (5d), cuyos agentes desempeñan dos importantes tareas, que identifican con la esencia misma del proceder epistemológico. La primera consiste en prevenir a la humanidad ignorante contra la equivocación y el desvarío, algo de lo que nunca seríamos capaces por nosotros mismos. No se tata de criticar (una de las tareas científicas) sino de erradicar y silenciar (una tarea policial). Hay que impedir el error lo mismo que hay que impedir el delito: antes de que se produzca. De ese modo la policía científica ahorra la engorrosa tarea de criticar y de polemizar que tanta confusión engendran. Más vale poco pero de calidad; el minimalismo se introduce en la metodología científica moderna, aparece la ley del mínimo esfuerzo y una navaja que erróneamente atribuyen a Occam (6). Economizan ciencia, la presentan brillantemente pulida en acabados textos doxográficos que han superado la implacable prueba del nihil obstat contemporáneo (peer review): la policía científica da el visto bueno para que un determinado artículo se publique; el resto acaba en la papelera. Ha vuelto la censura con las correspondientes bendiciones del sínodo de sabios, incoporado a la cotidianeidad y a los automatismos inconscientes de la tarea investigadora, como si se tratara de la bata blanca en el laboratorio, el fonendoscopio en la consulta médica o el teclado del ordenador en la oficina.

    La segunda tarea de la policía científica es propia de un cierto tipo de escolástica moderna. Consiste en equiparar la crítica de la seudociencia con la controversia dentro de la misma ciencia, como ya advirtió Hegel en relación con la filosofía y que puede extenderse a cualquier clase de conocimiento:

    Lo que esencialmente interesa es llegar a ver con mayor claridad y de un modo más profundo qué es lo que realmente significa esta diversidad de los sistemas filosóficos. El conocimiento filosófico de lo que es la verdad y la filosofía nos ayuda a enfocar esta diversidad en cuanto tal, en un sentido completamente distinto que el que entraña la antítesis abstracta entre la verdad y el error. El esclarecimiento de esto nos dará la clave para comprender el significado de toda la historia de la filosofía. Es menester que comprendamos que esta variedad entre las muchas filosofías no sólo no perjudica a la filosofía misma -a la posibilidad de tal filosofía- sino que, por el contrario, es y ha sido siempre algo sencillamente necesario para la existencia de la propia filosofía, algo esencial a ella (6b).

    No hay avance científico sin disputatio. En cualquier país y en cualquier disciplina los intentos de imponer un canon de pensamiento, acaban en la parálisis, tanto más grave cuanto que a algunos neoescolásticos les otorgan la mayoría, gracias al apoyo del nuevo complejo militar-industrial, y pasan a intervenir en nombre de una supuesta comunidad científica, que a veces interesa confundir con la totalidad de los científicos e incluso con la ciencia misma. En nombre de la unidad (que equiparan a la unanimidad) de la ciencia, la Inquisición sigue acechando hoy, especialmente en el terreno de la biología. Disponemos, pues, de los ingredientes tópicos de un auto sacramental: por un lado la ciencia y por el otro la Inquisición; sólo necesitamos saber el reparto de los papeles. ¿Quiénes son los verdugos y quiénes las víctimas? Pero la duda ofende; a determinado tipo de científicos sólo les gusta asumir el papel de víctimas. Cualquier otra asignación les parecería un insulto.

    La escolástica biológica está muy lejos de comprender las consecuencias de su tardía aparición, materializadas en una incapacidad para digerir las prácticas botánicas, médicas y veterinarias preexistentes. Hace más de 2.000 años que Euclides formalizó en un sorprendente sistema axiomático los conocimientos empíricos seculares que sobre geometría habían ido acumulando babilonios y egipcios (6c). Lo mismo lograron la astronomía y la química, que demostraron su capacidad para destilar conocimiento científico del cúmulo abigarrado de concepciones mágicas y míticas. Esos procesos de creación científica se prolongaron durante varios siglos, algo que las ciencias relacionadas con la vida no han tenido tiempo de llevar a cabo y, lo que es peor, ni siquiera parecen dispuestas a ello. Un absurdo artículo publicado en 2003 por la revista “Investigación y Ciencia” sobre las propiedades terapéuticas de la planta Ginkgo biloba es buena prueba de ello cuando se esfuerza por depurar la auténtica ciencia de lo que despectivamente califica como los “consejos de botica de la abuela” (6d). Es seguro que desde hace 10.000 años las abuelas y los monjes budistas de las montañas de China vienen demostrando pertinazmente la validez de sus remedios. Para demostrarlo ni siquiera es necesario invocar las 20 patentes que había registradas en 1995 sobre derivados del Ginkgo biloba (6e). Si la neurociencia no es capaz de confirmar los efectos positivos de la ingesta de Ginkgo biloba sobre la cognición, la memoria o el Alzheimer, quien tiene un serio problema es la neurociencia, no las abuelas. Por consiguiente, son cierto tipo de neurólogos y siquiatras quienes están haciendo gala de la seudociencia que dicen combatir.

    En biología abundan los debates que giran en torno a lo que está demostrado y lo que no lo está, pese a lo cual algunos biólogos y los planes de estudio de la disciplina no quieren entrar en un terreno que les parece filosófico y no científico. En cualquier caso, no es sólo la teoría de la demostración lo que aquí se discute, sino la propia concepción de la ciencia, que hoy interesa desvincular de sus orígenes. Pero es claro que una ciencia que está en sus orígenes no se puede desvincular de esos mismos orígenes en los que está naciendo. Hoy desvincular a la biología de su cuna supone desvincularla de la práctica. Pero la biología no puede ignorar (y menos reprimir) sino superar esas prácticas y conocimientos empíricos, en donde el verbo superar (Aufheben en alemán) tiene el significado contradictorio (pero exacto) de conservar y depurar a la vez. Más que el manido experimento, el juez de la ciencia es la experiencia, que tiene un contenido temporal en el que es imprescindible estudiar su evolución, la acumulación progresiva de observaciones fácticas junto con las teorías (conceptos, definiciones e inferencias) que las explican. Por eso es imposible separar la ciencia de la historia de la ciencia (y la historia de la ciencia no es la historia de los conocimientos científicos). Desde Francis Bacon sabemos que la esencia de la ciencia, lo mismo que su historia y su método, se resumen en un recorrido que empieza en una práctica y acaba en otra:

    práctica → teoría → práctica

    El conocimiento es un hacer o, en expresión de Sócrates, lo que mejor conoce el hombre es aquello que sabe hacer. El Homo sapiens empieza y acaba en el Homo faber. De este recorrido se pueden poner numerosos ejemplos, especialmente en biología. El Ginkgo biloba no es más que una de esas acrisoladas prácticas tradicionales, a la que se pueden sumar otras igualmente antiquísimas. Es falso que en 1796 Edward Jenner descubriera las vacunas; lo que hizo fue poner por escrito lo que los ganaderos ingleses venían practicando desde tiempo atrás. Los hechiceros de las tribus africanas, especialmente las mujeres, y los curanderos chinos e hindúes inmunizaban a la población muchos siglos antes que Jenner. Cuando en áfrica se conocían casos de viruela, envolvían las pústulas del brazo enfermo con un ligamento hasta que se quedaba adherida. Con él aplicaban una cataplasma en el brazo de los niños sanos para inmunizarles. Los primeros documentos sobre variolización aparecen en el siglo XVI en China. La mención más antigua de esta práctica en los medios cultos europeos no aparece hasta 1671, cuando el médico alemán Heinrich Voolgnad menciona el tratamiento con “viruelas de buena especie” por parte de un “empírico” chino en zonas rurales de Europa central. Luego los científicos turcos, que lo observaron en la India, tendieron un puente para que la terapia se conociera en occidente. Además de describir una práctica, como buen científico, Jenner hizo algo más: experimentó por sí mismo. No obstante, la seudociencia contemporánea procede de manera bien diferente: trata de contraponer el experimento a la experiencia.

    Pasteur tampoco descubrió la fermentación; lo que hizo fue explicar cómo era posible ese fenómeno ya conocido por los sumerios, que fabricaban cerveza y queso desde los remotos orígenes de la agricultura. A Pasteur nunca se le hubiera ocurrido escribir un artículo titulado “La verdad sobre la cerveza” para concluir que no había logrado demostrar concluyentemente que la cebada se transforma en cerveza y que, a su vez, la cerveza embriaga a sus consumidores. Es evidente que en este punto lo que destaca es un profunda hipocresía, porque hoy los laboratorios de las multinacionales farmacéuticas envían espías para piratear los remedios terapéuticos tradicionales de las poblaciones aborígenes de África, Asia y Latinoamérica. Por ejemplo, la cúrcuma (conocida como la sal de oriente) se ha venido usando tradicionalmente en la medicina ayurvédica hindú y la referencia escrita más antigua consta en un herbario redactado hace 2.600 años, pese a lo cual fue robada en 1995, es decir, patentada por dos profesores de una universidad estadounidense. Es el doble juego que vienen poniendo en práctica: mientras en sus escritos se burlan de los curanderos, en los registros mercantiles se aprovechan de sus conocimientos ancestrales.

    La biología es uno de los ejemplos de ese tipo de proceder epistemológico solipsista que sólo sabe mirarse el ombligo, que va de Atenas a Harvard cerrando un círculo -esencialmente racista- en el que la verdadera ciencia empieza y acaba en occidente. No hay verdadera racionalidad antes de la antigua Grecia, ni fuera de la cultura occidental. Debemos cerrar los ojos ante evidencias como que la brújula se inventó en oriente, que el saber empezó mirando hacia el oriente hasta el punto de quedar gratamente fosilizado en el verbo “orientarse”.

    Más adelante tendré ocasión de exponer la larga polémica sobre las hibridaciones vegetativas defendidas por Michurin, Lysenko y la biología soviética (también de origen oriental) en medio del sarcasmo de la moderna Inquisición, que desprecia aquello que ignora. Una frase de Lysenko resume acertadamente esta concepción científica: “En nuestras investigaciones agronómicas, en las que participan las masas, los koljosianos aprenden menos de nosotros de lo que nosotros aprendemos de ellos”. Es el imprescindible recuerdo de la “docta ignorancia” de Nicolás de Cusa y Descartes: los verdaderos maestros y los verdaderos científicos son aquellos conscientes de que les queda mucho por aprender. La situación se reproduce hoy igual que hace cinco siglos. Margulis ha contado cómo en sus comienzos tropezó con quienes desembarcaron en la genética con tanta presunción “que ni siquiera sabían que no sabían” (6f).

    El relato de Lysenko, como tantos otros de la biología, está vuelto del revés porque quienes disponen de los medios para “recrear” eficazmente la historia acaban siempre atrapados en su propia trampa: Lysenko aparece como el linchador cuando es el único linchado. La manipulación del “asunto Lysenko” se utilizó durante la guerra fría como un ejemplo del atraso de las ciencias en la URSS, contundentemente desmentido –por si hacía falta- al año siguiente con el lanzamiento de la primera bomba atómica, lo cual dio una vuelta de tuerca al significado último de la propaganda: a partir de entonces había que hablar de cómo los comunistas imponen un modo de pensar incluso a los mismos científicos con teorías supuestamente aberrantes. Como los jueces, los científicos también aspiran a que nadie se entrometa en sus asuntos, que son materia reservada contra los intrusos, máxime si éstos son ajenos a la disciplina de que se trata. Cuando en 1948 George Bernard Shaw publicó un artículo en el Saturday Review of Literature apoyando a Lysenko, le respondió inmediatamente el genetista Hermann J.Muller quien, aparte de subrayar que Shaw no sabía de genética, decía que tampoco convenía fatigar al público con explicaciones propias de especialistas (6g). Dejemos la salud en manos de los médicos, el dinero en manos de los contables, la conciencia en manos de los sicólogos... y la vida en manos de los biólogos. Ellos saben lo que los demás ignoran y nunca serán capaces de comprender. La ciencia es un arcano, tiene un método misterioso, reservado sólo para iniciados.

    Más de medio siglo después lo que concierne a Lysenko es un arquetipo de pensamiento único y unificador. No admite controversia posible, de modo que sólo cabe reproducir, generación tras generación, las mismas instrucciones de la guerra fría. Así, lo que empezó como polémica ha acabado como consigna monocorde. Aún hoy en toda buena campaña anticomunista nunca puede faltar una alusión tópica al agrónomo soviético (7). En todo lo que concierne a la URSS se siguen presentando las cosas de una manera uniforme, fruto de un supuesto “monolitismo” que allá habría imperado, impuesto de una manera artificial y arbitraria. Expresiones como “dogmática” y “ortodoxia” tienen que ir asociadas a cualquier exposición canónica del estado del saber en la URSS. Sin embargo, el informe de Lysenko a la Academia resumía más de 20 años de áspera lucha ideológica acerca de la biología, lucha que no se circunscribía al campo científico sino también al ideológico, económico y político y que se entabló también en el interior del Partido bolchevique.

    El radio de acción de aquella polémica tampoco se limitaba a la genética, sino a otras ciencias igualmente “prohibidas” como la cibernética. Desbordó las fronteras soviéticas y tuvo su reflejo en Francia, dentro de la ofensiva del imperialismo propio de la guerra fría, muy poco tiempo después de que los comunistas fueran expulsados del gobierno de coalición de la posguerra. Aunque Rostand –y otros como él- quisieran olvidarse de ellas, la biología es una especialidad científica que en todo el mundo conoce posiciones encontradas desde las publicaciones de Darwin a mediados del siglo XIX. Un repaso superficial de los debates suscitados por el darwinismo en España demostraría, además, que no se trataba de una discusión científica, sino política y religiosa. En los discursos de apertura de los cursos académicos, los rectores de las universidades españolas nunca dejaron de arremeter contra la teoría de la evolución (Cool y alguno se vanagloriaba públicamente de que en la biblioteca de su universidad no había ni un solo libro evolucionista. Es buena prueba de las dificultades que ha experimentado la ciencia para entrar en las aulas españolas y de las fuerzas sociales, políticas y religiosas empeñadas en impedirlo. El darwinismo no llegó a España a través de la universidad sino a través de la prensa y en guerra contra la universidad, un fortín del más negro oscurantismo. Se pudo empezar a conocer a Darwin gracias a la “gloriosa” revolución de 1868, es decir, gracias a “la política”, y se volvió a sumir en las tinieblas gracias a otra “política”, a la contrarrevolución desatada en 1875, fecha en la que desde su ministerio el marqués de Orovio fulminó la libertad de cátedra para evitar la difusión de nociones ajenas al evangelio católico (9). Los evolucionistas fueron a la cárcel y 37 catedráticos fueron despedidos de la universidad y convenientemente reemplazados por otros; el evolucionismo pasó a la clandestinidad, al periódico, la octavilla y el folleto apócrifo que circulaba de mano en mano, pregonado por las fuerzas políticas más avanzadas de la sociedad: republicanos, socialistas, anarquistas...

    La ciencia forma parte de la conciencia. Como consecuencia de ello, en todas las ciencias existe un flujo de subjetividad y de ideología que circula en ambas direcciones: de la conciencia hacia la ciencia, y a la inversa. Así, la biología es una fábrica de las más variadas suertes de ideologías. Como reconoció Russell, “ha sido más difícil para la humanidad adoptar una actitud científica ante la vida que ante los cuerpos celestes” (10). Afortunadamente para los astrónomos, tienen a las nebulosas tan alejadas que deben observarlas a través de lentes que se las aproximan. Pero no necesitamos acercar la vida porque nosotros formamos parte de ella, la tenemos siempre presente, hasta tal punto que cuando leemos los estudios de los primatólogos, la impresión de que están hablando de seres humanos, el discurso indirecto y la comparación se tornan irresistibles. Contemplamos el universo desde la vida y, a su vez, la vida desde la sociedad humana en la que vivimos. La ideología está en ese vínculo íntimo, subjetivo, que mantenemos con nuestra realidad concreta, en donde los árboles no nos dejan ver el bosque. La ciencia empieza en ese cúmulo abigarrado de relaciones próximas sobre las que introduce la abstracción, la racionalidad y la objetividad, de tal forma que el diagrama anterior también se puede escribir con el siguiente ciclo que describe el progreso de cualquier ciencia a lo largo de su historia:

    concreto → abstracto → concreto

    La ciencia no puede prescindir ni de lo concreto, que le asegura su conexión con la realidad y su fiabilidad, ni con el pensamiento abstracto, que le permite progresar, profundizar en la realidad de la que procede, superar el cúmulo de apariencias superficiales que atan el pensamiento a los mitos, tanto a los antiguos como a los modernos. El avance de la humanidad logra que hoy seamos capaces de apreciar las supersticiones del pasado pero no nos hace conscientes de las del presente, de tal forma que unas formas ideológicas son sustituídas por otras. El componente racional de nuestra conciencia es cada vez mayor pero nunca será el único (10b).

    Las ideologías biológicas o bien nacen en “la política” y se extienden luego a la naturaleza, o bien nacen en la naturaleza y se extienden luego a “la política”. El mismo darwinismo no es, en parte, más que la extensión a la naturaleza de unas leyes inventadas por Malthus para ser aplicadas a las sociedades humanas. La patraña que se autodenomina a sí misma como “sociobiología” es más de lo mismo, buena prueba de que hay disciplinas científicas con licencia para fantasear y detectar las mutaciones genéticas que propiciaron la caída del imperio romano. Es lo que tiene la sobreabundancia de “información”, en donde lo más frecuente es confundir un libro sobre ciencia con la ciencia misma, lo que los científicos hacen, con lo que dicen. Es como confundir a un músico con un crítico musical. Desde su aparición en 1967, el libro de Desmond Morris “El mono desnudo” ha vendido más de doce millones de ejemplares. En todo el mundo, para muchas personas es su única fuente de “información” sobre la evolución, hoy sustituida por otras de parecido nivel, como “El gen egoísta”. Hay un subgénero literario biológico como hay otro cinematográfico, empezando por “King Kong” o “Hace un millón de años” y acabando por “Blade Runner”, “Parque Jurásico” o “Avatar”. En muchas ciudades hay zoológicos, jardines botánicos y museos de historia natural que forman parte habitual de las excursiones de los escolares. Gran parte de los documentales televisivos versan sobre la fauna, la flora y la evolución, y en los hogares pueden fallar los libros de física o de filosofía, pero son mucho más frecuentes los relativos a la naturaleza, las mascotas, los champiñones o los bosques. Asuntos como la vida, la muerte o la salud convocan a un auditorio mucho más amplio que los agujeros negros del espacio cósmico. Cuando hablamos de biología es imposible dejar de pensar que es de nosotros mismos de lo que estamos hablando, y somos los máximos interesados en nuestros propios asuntos.

    El evolucionismo tiene poderosas resistencias y enfrentamientos provenientes del cristianismo. En 1893 la encíclica Providentissimus Deus prohibió la teoría de la evolución a los católicos. Un siglo después, en 2000, Francis Collins y los demás secuenciadores del genoma humano se hicieron la foto con Bill Clinton, presidente de Estados Unidos a la sazón, para celebrar el que ha sido calificado como el mayor descubrimiento científico de la historia de la humanidad. Era una de las tantas mentiras científicas que encontramos, porque el genoma humano aún no se ha secuenciado íntegramente (10c), pero no importaba: las imágenes del fraude mediático recorrieron el mundo entero en la portada de todos los medios de comunicación. Aquello nada tenía que ver con la maldita política, o al menos los genetistas no protestaron por ello. Presentarse en la foto con Clinton no es “política” y hacer lo mismo con Stalin sí lo es. En 2001 le otorgaron a Collins el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica. El título de un reciente libro suyo en inglés es “El lenguaje de Dios”, en castellano “¿Cómo habla Dios?” y el subtítulo es aún más claro: “La evidencia científica de la fe” (11). Este científico confiesa que el genoma humano no es más que el lenguaje de dios, que tras descifrarlo, por fin, somos capaces de comprender por vez primera. En una entrevista añadía lo siguiente: “Creo que Dios tuvo un plan para crear unas criaturas con las que pudiera relacionarse [...] Utilizó el mecanismo de la evolución para conseguir su objetivo. Y aunque a nosotros, que estamos limitados por el tiempo, nos puede parecer que es un proceso muy largo, no fue así para Dios. Y para Dios tampoco fue un proceso al azar. Dios había planificado cómo resultaría todo al final. No había ambigüedades [...] El poder estudiar, por primera vez en la historia de la humanidad, los 3 mil millones de letras del ADN humano –que considero el lenguaje de Dios– nos permite vislumbrar el inmenso poder creador de su mente. Cada descubrimiento que hacemos es para mí una oportunidad de adorar a Dios en un sentido amplio, de apreciar un poco la impresionante grandeza de su creación. También me ayuda a apreciar que los tipos de preguntas que la ciencia puede contestar tienen límites” (12). Esto sí es auténtica ciencia, no tiene nada que ver con “la política”, o al menos los genetistas tampoco alzaron la voz para protestar por tamaña instrumentalización de su disciplina. También callan cuando las multinacionales de los genes privatizan el genoma (y la naturaleza viva), patentan la vida y la llevan a un registro mercantil, es decir, la roban en provecho propio. Al fin y a la postre muchos genetistas de renombre internacional son los únicos científicos que, a la vez, son grandes capitalistas, no siendo fácil dictaminar en ellos dónde acaba el amor a la verdad y empieza el amor al dividendo.

    A mediados del siglo XIX no sólo se publica “El origen de las especies” sino también “La desigualdad de las razas” de Gobineau y las teorías del superhombre de Nietzche. Junto a la ciencia aparece la ideología, ésta pretende aparecer con el aval de aquella y no es fácil deslindar a una de otra porque ambas emanan de la misma clase social, la burguesía, en el mismo momento histórico. Los racistas siempre dijeron que quienes se oponían a sus propuestas, se oponían también al progreso de la ciencia, que se dejaban arrastrar por sus prejuicios políticos. Ellos, incluidos los nazis, eran los científicos puros. En el siglo siguiente la entrada del capitalismo en su fase imperialista aceleró el progreso de dos ciencias de manera vertiginosa. Una de ellas fue la mecánica cuántica por la necesidad de obtener un arma mortífera capaz de imponer en todo el mundo la hegemonía de su poseedor; la otra fue la genética, que debía justificar esa hegemonía por la superioridad “natural” de una nación sobre las demás. La “sociobiología” alega que, además del “cociente intelectual” también existe el “cociente de dominación”, tan congénito como el anterior (13). El Premio Nóbel de Medicina Alexis Carrel ya lo explicaba de una manera muy clara en 1936:

    La separación de la población de un país libre en clases diferentes no se debe al azar ni a las convenciones sociales. Descansa sobre una sólida base biológica y sobre peculiaridades mentales de los individuos. Durante el último siglo, en los países democráticos, como los Estados Unidos y Francia, por ejemplo, cualquier hombre tenía la posibilidad de elevarse a la posición que sus capacidades le permitían ocupar. Hoy, la mayor parte de los miembros del proletariado deben su situación a la debilidad hereditaria de sus órganos y de su espíritu. Del mismo modo, los campesinos han permanecido atados a la tierra desde la Edad Media, porque poseen el valor, el juicio, la resistencia física y la falta de imaginación y de audacia que les hacen aptos para este género de vida. Estos labradores desconocidos, soldados anónimos, amantes apasionados del terruño, columna vertebral de las naciones europeas, eran, a pesar de sus magníficas cualidades, de una constitución orgánica y psicológica más débil que los barones medievales que conquistaron la tierra y la defendieron vigorosamente contra los invasores. Ya desde su origen, los siervos y los señores habían nacido siervos y señores. Hoy, los débiles no deberían ser mantenidos en la riqueza y el poder. Es imperativo que las clases sociales sean sinónimo de clases biológicas. Todo individuo debe elevarse o descender al nivel a que se ajusta la calidad de sus tejidos y de su alma. Debe ayudarse a la ascensión social de aquellos que poseen los mejores órganos y los mejores espíritus. Cada uno debe ocupar su lugar natural. Las naciones modernas se salvarán desarrollando a los fuertes. No protegiendo a los débiles (14).

    Hoy hablan del cociente de dominación con la misma frialdad que los nazis de las naciones esclavas. En el universo cada cual ocupa el sitio que le corresponde. ¿De qué sirve rebelarse contra lo que viene determinado por la naturaleza? Sin embargo, la rebeliones se suceden. Siempre hay una minoría ruidosa que no acepta -ni en la teoría ni en la práctica- el cociente de dominación que le viene impuesto por la madre naturaleza, que no se resigna ante lo que el destino les depara. Entonces los vulgares jardineros se sublevan contra los botánicos académicos y deben ser reconducidos a su escalafón por todos los medios.

    Las aberrantes teorías y prácticas racistas fermentan en la ideología burguesa decadente de 1900 que, tras las experiencias de la I Internacional y la Comuna de París, era muy diferente de la que había dado lugar al surgimiento de la biología cien años antes de la mano de Lamarck. El siglo empezó con declaraciones “políticas” solemnes acerca de la igualdad de todos los seres humanos y acabó con teorías “científicas” sobre -justamente- lo contrario. El linchamiento desencadenado por el imperialismo contra Lysenko trató de derribar el único baluarte impuesto por la ciencia y la dialéctica materialista contra el racismo étnico y social, que había empezado como corriente pretendidamente científica y había acabado en la práctica: en los campos de concentración, la eugenesia, el apartheid, la segregación racial, las esterilizaciones forzosas y la limpieza étnica. Ciertamente no existe relación de causa a efecto; la causa del racismo no es una determinada teoría sino una determinada clase social en un determinado momento de la historia.


    Última edición por PCOEmilitantancia-ml el Sáb Dic 25, 2010 4:52 pm, editado 1 vez
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    ``La caza (imperialista) de brujas contra Lysenko´´. Y. ``la teoria materialista biologica lysenkista de la URRS´´ Empty Re: ``La caza (imperialista) de brujas contra Lysenko´´. Y. ``la teoria materialista biologica lysenkista de la URRS´´

    Mensaje por PCOEmilitantancia-ml Sáb Dic 25, 2010 4:40 pm

    Tendremos ocasión de comprobar que la mecánica cuántica y la genética marcharon en paralelo en la primera mitad del siglo XX, tienen el mismo vínculo íntimo con el imperialismo y, en consecuencia, con la guerra. Desde entonces la ciencia permanece militarizada, pero si la instrumentalización bélica de la mecánica cuántica hiede desde un principio, la de la genética se conserva en un segundo plano, bien oculta a los ojos curiosos de “la política”, a pesar de que las primeras Convenciones de La Haya que prohibieron el uso de agentes patógenos en la guerra se aprobaron en 1899 y 1907. Sin embargo, por primera vez en la historia el ejército español gaseó a la población civil del Rif para aplastar la insurrección de 1923, provocando patologías que se han transmitido durante varias generaciones (15). En la siguiente década científicos al servicio del ejército colonial británico probaron el gas mostaza en cientos de soldados hindúes y pakistaníes en un cuartel militar de Rawalpindi (15b). Igualmente, el carbunco es hoy una enfermedad endémica en Zimbaue porque los colonialistas blancos bombardearon las aldeas nativas con esporas patógenas desde 1978 para impedir la liberación del país. Determinados posicionamientos en el terreno de la biología no son exclusivamente teóricos sino prácticos (económicos, bélicos) y políticos; por consiguiente, no se explican con el cómodo recurso de una ciencia “neutral”, ajena por completo al “uso” que luego terceras personas hacen de ella. Cuando se ensayó la bomba atómica en Los Álamos, Enrico Fermi estaba presente en el lugar, y en los campos de concentración unos portaban bata blanca y otros uniforme de campaña. Con frialdad, Haldane proponía en 1926 que su país renunciara a los convenios internacionales que prohibían los gases porque se trataba de un “arma basada en principios humanitarios” (16). Otros, como Schrödinger, relacionan la selección natural con la guerra: “En condiciones más primitivas la guerra quizá pudo tener un aspecto positivo al permitir la supervivencia de la tribu más apta” (17). Así se expresaba Schrödinger en 1943, es decir, en plena guerra mundial, en condiciones ciertamente “primitivas” pero de enorme actualidad. Por aquellas mismas fechas Julian Huxley utilizaba los mismos términos: si bien extraordinariamente raro, la guerra no deja de ser un “fenómeno biológico” (18). Después de 1945 la “hipótesis de cazador” se convirtió en la metáfora paleontológica de la guerra fría (19). En ocasiones algunos científicos necesitan de subterfugios truculentos de esas dimensiones como única terapia capaz de sublimar sus más bajos instintos.

    Desde mediados del siglo XIX la metafísica positivista ha separado el universo en apartados o compartimentos para manipularlos de manera oportunista, una veces mezclándolos y otras separándolos. Según los positivistas la ciencia nada tiene que ver con las ideologías, ni con las filosofías, ni con las guerras, ni con las políticas, ni con las economías. ¿Por qué mezclar ámbitos que son distintos? Cuando les conviene, la mezcla es (con)fusión, es decir, error. Pero sólo si la (con)fusión la cometen otros, no sus propias (con)fusiones. Por ejemplo, una de las revistas “científicas” que participó en la campaña de linchamiento fue el Bulletin of the Atomic Scientists que en junio de 1949 publicó un monográfico contra Lysenko con el título “La verdad y la libertad científica en nuestra época”. Es ocioso constatar que no se referían a Estados Unidos, donde la teoría de la evolución estaba prohibida: los censores también son los demás. No obstante, la mayor paradoja era que los mismos científicos que habían masacrado a la población civil de Hiroshima y Nagasaki y que deseaban volver a repetir la hazaña en la URSS, como en el caso del físico Edward Teller (19b), redactor de la revista, tenían la desvergüenza de pontificar acerca de la verdad y la libertad, de reclamar un gobierno “mundial” que controlara el armamento atómico que sólo ellos habían fabricado... Ellos son la enfermedad y luego el remedio; juegan con todas las barajas.

    Aquel monográfico “atómico” insertaba un artículo del genetista Sewall Wright que ilustra lo que venimos diciendo. Se titulaba “¿Dogma u oportunismo?” porque los expertos en intoxicación propagandística aún no sabían la mejor manera de encajar el lysenkismo, aunque mostraban cierta inclinación por el dogma... por el marxismo como dogma no por el dogma central de la genética. Por eso el rumano Buican asegura que “como la naturaleza humana, el patrimonio genético del hombre es incompatible con los dogmas del marxismo-leninismo” (19c), una frase copiada de la que Sewal Wright había lanzado en la guerra fría: el suicidio de la ciencia -adviértase: de toda la ciencia- en la URSS tenía su origen en la “antítesis esencial entre la genética y el dogma marxista” (20). Fue uno de los hilos conductores del linchamiento repetido hasta la saciedad. No cabe duda de que lo que es dogmático no es la genética sino el marxismo, algo que Wright y Buican ni siquiera se preocupan de razonar. O lo tomas o lo dejas: los dogmáticos son los demás, los que (con)funden son los demás. Ellos lo tienen tan claro que dan por supuesto que el lector también lo debe tener igual de claro y no se merece, por lo tanto, ni una mísera explicación. Ni siquiera es necesario un acto de fe; las cosas no pueden ser de otra manera.

    Estas expresiones son sorprendentes cuando proceden de una disciplina, como la genética, que es la única ciencia en la historia del conocimiento humano que declaradamente se fundamenta en dogmas (21). Ahora bien, cuando aparecen los dogmas es seguro que también hay brujas y, por consiguiente, caza de brujas. Por eso la infraliteratura antilysenkista de la guerra fría fue -sigue siendo- la página biológica del maccarthysmo y, como es más que obvio, en tales exorcismos la ciencia -y la historia de la ciencia- han escapado por las rendijas, porque son incompatibles con cualquier clase de dogmas, en la misma medida en que los dogmas son incompatibles con cualquier clase de ciencia. Esto autoriza, pues, a sospechar que, o bien la genética no es una ciencia, o bien que dicho dogma es falso. En cualquier caso, aquí algo huele a podrido, un tufo que se acrecienta cuando no hablamos de cualquier clase de dogma sino precisamente del dogma “central” de esta ciencia, es decir, cuando el dogma se localiza en el centro mismo de la genética, cuando se ha pretendido desarrollar esta ciencia en torno a un mandamiento de inspiración divina que Judson compara con la ecuación formulada por Einstein en su teoría de la relatividad: E = mc². Estamos en lo más parecido a la mística medieval, donde los genetistas son los profetas de unas escrituras sagradas: el dogma central -añade Judson- es “la reformulación -radical, absoluta- de la razón por la cual las características adquiridas por un organismo durante su vida, pero no dependientes de sus genes, no pueden ser heredadas por su descendencia” (22). Si hay dogma no cabe, pues, herencia de los caracteres adquiridos. O una cosa o la contraria. El dogma afirma una tesis incontrovertible que a lo largo del tiempo sólo ha ido cambiando de forma:
    plasma
    gen
    genotipo →

    → cuerpo
    proteína
    fenotipo

    Por el contrario, los herejes como Lamarck y Lysenko se atrevieron a darle la vuelta al planteamiento, incurriendo en el desliz de defender la herencia de los caracteres adquiridos:
    plasma
    gen
    genotipo ←

    ← cuerpo
    proteína
    fenotipo

    Los cimientos del dogma son antiguos. Los puso inicialmente Weismann en 1883, lo que a veces se denomina como “barrera”, dando así un vuelco a los fundamentos de la biología entonces comúnmente aceptados entre los evolucionistas. Pero como tal dogma apareció en 1957 en un ataque de euforia de Francis Crick, el hermano gemelo de Watson. Confiesa Crick que lo llamó de esa manera por sus convicciones religiosas. Pero para su desgracia y la de los amantes de las grandes “frases publicitarias”, lo que era exultante en 1957 se convirtió en balbuceante apenas una década después, en 1970, para acabar en una franca desbandada, protagonizada por el propio Crick en primera persona, que se disculpaba lastimosamente:

    Mi concepto era que un dogma era una idea para la que no había evidencia razonable [...] Simplemente yo no sabía qué significaba ‘dogma’. Lo mismo podría haber dicho ‘Hipótesis central’ [...] Lo del dogma no fue sino una frase publicitaria.

    Eso sí, la hemos pagado cara, porque hay a quien le duele lo de ‘dogma’, mientras que si hubiera sido ‘hipótesis central’, a todo el mundo le habría tenido sin cuidado [...] Es una especie de superhipótesis. Y es una hipótesis negativa, o sea que es muy difícil de probar. Dice que determinadas transferencias no pueden darse. La información nunca va de proteína a proteína, de proteína a ARN, de proteína a ADN [...] El dogma central es mucho más poderoso, y así en principio pudiera decirse que jamás lograría probarse. Pero su utilidad... de eso no cabía duda (23).

    A pesar de su desmentido, Crick era tan consciente de la diferencia entre un dogma y una hipótesis que en aquel artículo de 1957 proponía tanto uno como otra, un dogma central como una hipótesis secuencial, ambas tan exitosas como erróneas, como habrá ocasión de exponer. Pero en aquellos tiempos, en plena euforia, a muy pocos les pareció importar que se articulara una ciencia en torno a un dogma dudoso, y mucho menos que el mismo fuera erróneo. Lo importante es que fuera útil, es decir, inútil para la ciencia pero no para la publicidad. En fin, el dogma central de la genética hay que considerarlo como propaganda para el consumo externo de los ignorantes, de los no iniciados. Los mitos y las leyendas perduran más allá de la racionalidad acrisolada porque son útiles, grandes “frases publicitarias”. Hoy las evidencias contra el dogma se van acumulando abrumadoramente, pero eso sigue sin importar a determinados genetistas (e historiadores de la genética) porque los dogmas, como los genes, siguen siendo útiles y eso les permite mantener vida por sí mismos, reproducirse a espaldas cualquier cosa ajena ellos mismos, a espaldas de la realidad, en definitiva, sobre todo si hay un sustrato financiero y político que los alimenta.

    Aunque dirigida contra terceros, la dicotomía entre el dogma y el oportunismo de Sewal Wright sugiere muchas reflexiones, sobre todo cuando llega importada desde el mundo anglosajón, que alardea de ser pragmático y reacio al dogmatismo. Cualquier ideología positivista tiene a gala su falta de principios porque estos son propios de fanáticos y la defensa de los mismos está aún peor considerado: intransigencia, fundamentalismo, ortodoxia, etc. Su “economía del pensamiento” exige podar implacablemente con la navaja lo que consideran como “metafísica”. Ahora bien, los positivistas siempre juegan con dos barajas: por un lado dicen que se oponen a la metafísica pero por el otro quieren imponer algo mucho peor que unos principios: quieren imponer dogmas, pero no cualquier clase de dogmas sino precisamente sus propios dogmas. Sin embargo, cuando se habla de dogmas, como cuando se habla de cualquier otra forma de alienación intelectual, las cosas no son lo que parecen. Como ideología dominante, a partir de 1945 el positivismo fue capaz de poner al mundo del revés, de manera que cuando algunos biólogos, entre ellos Lysenko, se opusieron a sus dogmas acabaron linchados por... dogmáticos. De ahí que acabar con esa ideología dominante, que es un tarea revolucionaria, no será ningún cambio sino simplemente volver a poner cada cosa en su sitio.

    Una vez que aparentan haber arrojado fuera de sí todos los principios, excepto los suyos propios, los positivistas se vanaglorian del vacío que han creado, la falta de ideas, la ineptitud teórica y el empobrecimiento del pensamiento hasta unos extremos pocas veces alcanzado. Su economía del pensamiento es una falta del pensamiento, la bancarrota de la biología teórica, el sello indeleble de su producción literaria que tiene su más clara manifestación en la campaña antilysenkista. Nada de abstracciones “metafísicas”; no se puede sacar la vista del microscopio. Cualquier debate de principios lo asimilan a una injerencia exterior y extraña: de la filosofía (materialismo dialéctico) unas veces, de la política (soviética) otras, del partido (comunista)... En la ciencia es posible reconocerse como liberal, conservador, socialdemócrata, mormón, agnóstico, pero nunca comunista, porque el comunismo les impide ser científicos. Cuando necesariamente cualquier debate científico conduce a los principios, los positivistas imaginan que los principios (de los demás) están al principio, como los lectores ingenuos que al ver situado el prólogo de los libros al comienzo de los mismos, suponen que eso es lo primero que escriben sus autores. Pero las cosas no son lo que parecen; aunque se inserten en el principio, las conclusiones se redactan al final. Lo mismo sucede con los principios, que a los positivistas les parecen prejuicios. Ellos no quieren saber nada de ingredientes extraños, invocando “hechos” y nada más que “hechos”. La ideología dominante, que a partir de 1945 es de origen anglosajón, no hubiera podido imponerse en todo el mundo sin esa hipócrita renuncia a la ideología, a cualquier clase de ideología. De ahí que ellos denuncien continuamente en Lysenko las alusiones al materialismo, a la dialéctica y a todo lo que consideran al margen de la ciencia “pura”. Pero su ciencia “pura” es un puro vacío; sin imponer ese vacío, el positivismo estadounidense no hubiera podido luego introducir por la puerta trasera sus absurdos dogmas y postulados metafísicos, rayanos en la vulgaridad más ramplona, tanto en biología, como en sicología, en economía o en filosofía.

    En biología la metafísica positivista adopta la forma de “teoría sintética”, un híbrido de mendelismo y neodarwinismo que Estados Unidos impuso a los países de su área de influencia a partir de 1945. La genética no es una ciencia, dice el genetista francés Kupiec: “De la misma manera que la teoría de Newton no es la física sino una teoría de la física, la genética no es la herencia sino una teoría de la herencia” (24b). No obstante, la teoría sintética no se presenta a sí misma como una corriente dentro de la genética sino como la ciencia misma de la genética, la genética por antonomasia. Es como decir que el conductismo es la sicología, el marginalismo la economía, el kantismo la filosofía y el impresionismo la pintura. Para llegar a esa conclusión previamente es necesario erradicar a la competencia, que es la tarea policiaca emprendida en 1948 por el imperialismo norteamericano para imponer su teoría sintética, lo que ha llenado la biología de herejes, de los cuales Lysenko sólo es uno de los más famosos. A eso se refería Julian Huxley cuando hablaba de la “unidad” de la ciencia, frente a la teoría de las “dos ciencias” que otros esgrimían. La teoría sintética no es tal teoría; no es una teoría más sino que es la ciencia misma de la biología. No hay otra. Los mendelistas -afirma Huxley- adoptan el método científico: parten de los hechos y en base a ellos elaboran las teorías que los explican. Por el contrario, el lysenkismo no es una ciencia sino una doctrina; no parte de los hechos sino de prejuicios, de una serie de ideas preconcebidas que se superponen a ellos. Cuando los hechos no se acomodan a sus concepciones, los rechazan. Como tantos otros demagogos, Huxley no ciñe su crítica a la genética sino que la extiende a la ciencia soviética en general (24c). A diferencia del dogmático, el empirista cree en la tabla rasa; se ha convencido a sí mismo de que él no elabora hipótesis previas: se pone al microscopio con su mente en blanco, a improvisar, a ver qué pasa. Esta concepción es tan ridícula que cae por su peso y no merecería, por lo tanto, mayores comentarios. Pero la campaña ideológica ha logrado camuflarla como si se tratara de la esencia misma del proceder científico. Más bien sucede todo lo contrario. Así, en cualquier ensayo de paleontología son muy pocos los hechos que se exponen y muchas las hipótesis que se aventuran acerca de ellos. Pero no sólo en la ciencia; cualquier faceta del comportamiento humano sigue las mismas pautas (24d). Lo que diferencia a un arquitecto de una abeja que construye un panal es que el primero dibuja los planos antes que nada; lo que diferencia a un científico de un charlatán es que el primero diseña un proyecto de investigación, el Estado presenta unos presupuestos antes de gastarse el dinero público, y así sucesivamente. No sólo las hipótesis son trascendentales para la ciencia -siempre lo han sido- sino que su importancia es creciente a causa de la complejidad, los medios y la financiación creciente que requiere cualquier iniciativa científica.

    A lo largo de la historia, el saber no se ha impulsado por el amor al saber, ni nada parecido, que es una versión fantástica del “arte por el arte”. Lo que impulsa el avance del conocimiento es lo que luego queda fuera de él mismo, algo residual que en la historia se menciona a veces como exterior, extraño a su pureza virginal. Pasteur trabajaba al servicio de la industria textil, ganadera y vitivinícola de su país, que luego fue la que financió la construcción de su instituo de investigación. La ciencia es un proceso orientado de acumulación de conocimientos, siendo numerosos los factores que contribuyen a esa orientación que, en definitiva, es la política científica. El dinero no es más que una de ellas, lo suficientemente importante como para reconocer su naturaleza clientelar, como reconoce Cornwell: “Los científicos son infinitamente más dependientes que, por ejemplo, los artistas, los escritores o los músicos. Dependen de sus superiores, de sus patronos, de sus patrocinadores, de mecenas de toda índole” (24e).

    Las hipótesis también desempeñan un papel decisivo en esa orientación de la investigación, que nunca es espontánea. Además, la capacidad humana de lanzar preguntas es mucho mayor que la de responderlas con una mínima solvencia científica. La ciencia cierra unas puertas al mismo tiempo que abre otras. El afán de saber es insaciable, tiene horror al vacío, no admite lagunas y cuando no puede aportar una explicación fundada, la suple con conjeturas más o menos verosímiles, encadena unos argumentos con otros, etc. El resultado es que las hipótesis aparecen como tesis, deslizándose en el interior de la ciencia un cúmulo de supuestos que muchas veces ni siquiera se formulan explícitamente y otras parecen consustanciales al “sentido común”. Newton nunca dijo que no elaborara hipótesis. Una traducción literal de lo que escribió en latín en sus Principia mathematica es que él no “fingía” hipótesis (hypotheses non fingo), lo que coincide con lo que escribió en su “óptica” en inglés: I do not feign hypotheses (25). Si Newton hubiera dicho que no planteaba hipótesis sería falso, pero -efectivamente- a diferencia de otros, él no fingía: como cualquier científico, creó su dinámica recurriendo a ellas. En cualquier caso, la conclusión hubiera sido la misma: debemos tomar en consideración como ciencia lo que los científicos hacen y no lo que dicen.

    Pero Newton nos conduce bastante más allá: ¿qué entendía por hipótesis? Las definía como aquellos postulados que no se deducen de los fenómenos. En consecuencia, la pregunta es obvia: si Newton planteó hipótesis y no las dedujo de los fenómenos, ¿de dónde las dedujo? Un examen detenido de esta pregunta -recurriendo tanto a la biografía como a la obra escrita- conduciría a concluir que Newton empleaba el término “hipótesis” justamente en el sentido que aquí más nos interesa, el más próximo al concepto de ideología (25b). Las convicciones filosóficas, las ideologías políticas, las religiones, los mitos y supersticiones contemporáneas se disfrazan bajo hipótesis, con el agravante de que la mayor parte de las veces ni siquiera se realiza de manera consciente. Desde Descartes, la física pugna por separarse de la metafísica (25c), que no es otra cosa que el esfuerzo por separar las hipótesis y las tesis. La introducción de componentes ideológicos en la ciencia no es algo necesariamente pernicioso ni necesariamente falso. La cuestión no reside ahí sino en la inconsciencia con que se lleva a cabo. Una de las claves del método científico consiste en diferenciar lo que es una tesis y lo que es una hipótesis, lo cual no es tan sencillo como parece, por lo que desde el siglo XVII se viene postulando recurrir a ellas lo imprescindible. Tras el descubrimiento de las contradicciones, el esfuerzo moderno de la axiomática y la teoría de conjuntos se ha encaminado a explicitar lo que hasta entonces había estado implícito. Otras ciencias también deberían seguir ese camino porque las simulaciones informáticas están contribuyendo a difuminar las barreras entre lo real y lo virtual: “fingen” hipótesis (26). Esta ficción o (con)fusión engendra modalidades peculiares de alienación en el trabajo científico, de verdadero fetichismo que en nada se diferencia del que aqueja al más vulgar de los analfabetos.

    Imbuidos de vulgaridad, los positivistas se creen que, a diferencia de las teorías, los hechos tienen algo de incontrovertible. No obstante, aparte de que la separación absoluta y artificial (arbitraria) que ellos llevan a cabo entre entre hechos y teorías es falsa, también es falsa su concepción del hecho como hecho “positivo”, realmente existente. Hay ciencias, como la exobiología, que no sólo estudian hechos “positivos” sino las posibilidades que se desprenden de ellos. El objeto de la exobiología no es la vida realmente existente en la corteza terrrestre, sino una vida posible más allá de ella que nadie ha observado nunca pero cuya existencia se presume hipotéticamente. Es claro, pues, que la práctica científica admite en biología conceptos, como potencia y posibilidad, que los positivistas no admiten dentro de sus estrechas teorías, entre otras razones porque no les parecen verdaderamente científicos sino más bien “filosóficos”, lo que para los secuaces de Comte es casi como un insulto.

    Con los hechos sucede lo mismo que con el método científico: se invoca tanto más cuanto más se desconoce su significado. Así, la teoría sintética calificó de ADN “basura” toda aquella parte del genoma que no cumplía las expectativas milagrosas que tenían puestas sobre la molécula, con el añadido de que esa parte era la mayor del genoma. El genoma no era lo que ellos siempre supusieron pero, ante el descalabro de sus esperanzas, fue la realidad, el ADN, que calificaron como basura para ocultar que la auténtica basura estaba en su teoría. Si los hechos no se acomodaban a sus hipótesis, tanto peor para ellos. Como cualquier otra corriente ideológica, los empiristas siempre han demostrado que, a pesar de sus repetidas frases, tienen tanto apego a sus dogmas como los demás, aunque en la práctica luego nunca se acuerdan de ellos, exactamente igual que los demás.

    Otro ejemplo pertinente es la “ley” de la población de Malthus, que se ha convertido en otro de los dogmas favoritos de la teoría sintética, su auténtica médula espinal: “La población, si no encuentra obstáculos, aumenta en progresión geométrica. Los alimentos tan sólo aumentan en progresión aritmética” (26b). En su día Malthus no aportó prueba alguna de su “ley” y dos siglos después los malthusianos siguen sin hacerlo. Por más que se repita hasta el hartazgo, esa “ley” es completamente falsa, tanto en lo que a las sociedades humanas concierne, como a las poblaciones animales y vegetales. En palabras de Engels, se trata de “la más abierta declaración de guerra de la burguesía contra el proletariado” (26c). Resulta apasionante indagar las razones por las cuales esta declaración de guerra ha pasado a formar parte de las supersticiones seudocientíficas contemporáneas. Pastor de la iglesia anglicana, Malthus no sólo era un economista superficial sino un plagiario cuya obra carece de una sola frase original. Su fulminante éxito se produjo porque su publicación coincidió con el estallido de la revolución francesa, cuya influencia en el Reino Unido era necesario frenar. En 1793, al calor del enciclopedismo francés, William Godwin había publicado su gran obra The inquiry concerning political justice and its influence on general virtue and happiness, que tuvo una considerable influencia en el pensamiento de su época. El “Ensayo sobre la población” de Malthus era una respuesta mediocre a Godwin quien, a su vez, respondió en 1820 con otro magnífico estudio: “Investigación sobre la población”. Hoy Godwin es tan desconocido como famoso es Malthus. Pero esta situación tampoco tiene que ver con la ciencia sino con la maldita política: entre los anglicanos el sumo pontífice es el propio rey de Inglaterra, de quien los predicadores no son más que funcionarios. La burguesía británica recurrió a un reverendo que, además del voto de castidad, tan extraño para un protestante, pregonaba el antídoto frente al librepensamiento y demás excesos procedentes del continente. La consigna británica era la continencia, la moderación de los apetitos políticos y sexuales. Por eso donde la ciencia (Godwin) se sumerge, la superchería (Malthus) emerge.

    Sólo si se comprenden los fundamentos positivistas y pragmatistas imperantes en Estados Unidos es posible, a su vez, comprender los juegos y paralelismos entre la naturaleza y la sociedad que subyacen en la campaña de la guerra fría contra Lysenko. Con el positivismo, escribió Marcuse, “la biología se convirtió en el arquetipo de la teoría social” (26d). Que se confunde la sociedad con la naturaleza es tan evidente como lo contrario: a veces hay que enfrentar ambos. El capitalismo busca fundamentar su sistema de explotación sobre bases “naturales”, es decir, supuestamente enraizadas en la misma naturaleza y, en consecuencia, inamovibles. Frente a lo “social”, que se presenta como lo artificial, se dice que algo es “natural” cuando no cambia nunca: ha sido, es y será siempre así. Lo natural es lo eterno y, por consiguiente, lo que no tiene origen. Así es el positivismo en boga, que no permite interrogar sobre el origen de los fenómenos, ni en la biología ni en la sociología, porque demuestra el carácter perecedero del mundo en su conjunto y su permanente proceso de cambio. Cuando la biología demostró que no había nada inamovible, que todo evolucionaba, hubo quienes no se resignaron y buscaron en otra parte algo que no evolucionara nunca para asentar sobre ello las bases de la inmortalidad terrenal.
    Creced y multiplicaos

    El universo, todo el conjunto de cosas y fenómenos de cualquier tipo que lo conforman, es materia en movimiento. No existe un vocablo único que permita fundir la noción de que materia y movimiento no existen por separado. El movimiento es la forma de existencia de la materia y, por consiguiente, no cabe sorprenderse de que las cosas cambien, ya que son esencialmente cambiantes. Lo verdaderamente asombroso sería encontrar algo en el universo que jamás haya evolucionado, que careciera de historia. Incluida la biología, todas las disputas científicas que conoce la historia se reducen a la separación de la materia y el movimiento. Así, existen corrientes ideológicas que consideran la materia como algo estático que sólo cambia por la acción de fuerzas exteriores que inciden sobre ella y, por consiguiente, suponen la presencia de seres o energías inmateriales, movimiento puro. Además, es posible también rastrear a lo largo de la historia del pensamiento humano la existencia de otras concepciones algo diferentes de la anterior, como aquellas que niegan el movimiento y el cambio, es decir, que mantienen un concepción estática del universo.

    Una de las primeras dicotomías que se establecieron fue la separación entre los fenómenos terrestres (materiales) y los celestiales (movimiento puro), que es característica de la mayor parte de las religiones. La ley de la gravitación de Newton, calificada justamente como universal, demostró que los fenómenos estelares responden a leyes idénticas a las terrenales y, por consiguiente, que también son fenómenos materiales en movimiento perpetuo.

    La materia cambia y se modifica, pasando de unos estados a otros, de unas formas a otras, siempre por su propia dinámica interna, sin necesidad de la intervención de factores o impulsos ajenos a ella misma. A lo largo de la historia, el cambio más importante experimentado por la materia es su desdoblamiento en materia inerte y materia viva. En virtud de esta transformación la materia inerte, sin dejar de ser materia, en definitiva, experimenta un salto cualitativo, adquiere nuevas propiedades y da lugar a nuevos fenómenos distintos, muy diferentes a los anteriores que cabe expresar como la unidad dialéctica, contradictoria, de la materia inerte y la materia viva, lo que en la teoría de sistemas se denomina hoy como un “sistema abierto”, caracterizado por los dos tipos de interacciones bióticas, una primera acción que denota el origen de la materia viva:

    materia inerte → materia viva

    seguida de una reacción en el sentido contrario:

    materia inerte ← materia viva

    Una de las ilustraciones más impresionantes de esta segunda reacción es el cambio espectacular que los organismos vivos han provocado en la composición de la atmósfera terrestre, que pasó de ser fuertemente reductora, es decir, carente de oxígeno, a ser oxidante. La actividad humana sobre su entorno físico y ecológico más inmediato también se ha multiplicado a lo largo de la historia con el desarrollo de las fuerzas productivas y es tan importante en la actualidad que Vernadsky la calificó como un nuevo fenómeno, a la vez geológico, químico y biótico, llamándolo “noosfera”.

    Las interacciones entre la materia inerte y la viva describen un camino que la biología tiene que recorrer en ambas direcciones. Tan erróneo es separar a la materia viva de la inerte como confundirlas a ambas, algo que algunas corrientes biológicas no han tenido en cuenta, normalmente considerando que la materia inerte es el medio, lo externo, mientras que la materia viva es el componente interno. Así, la “ley” de Malthus separa absolutamente a la población de sus alimentos, al ser vivo del medio del que forma parte o al hombre de la sociedad; en otras ocasiones se reduce la materia viva a la inerte, asimilando los fenómenos biológicos a los físicos e incluso a los mecánicos. La materia inerte y la viva están interactuando constantemente en la biosfera; la materia inerte se transforma en materia viva, y a la inversa. Es el caso de un átomo de nitrógeno, que está pasando continuamente de su forma inerte ambiental, a integrar la materia orgánica, y luego el camino de regreso. Este ciclo se sucede cada año con miles de millones de toneladas de nitrógeno.

    La vida no ha existido eternamente sino que tiene un origen que está en la materia inerte y es impensable sin ella porque es un fenómeno material, es decir, también es materia en movimiento. No existen fenómenos vitales que sean inmateriales, la vida no se puede separar de los seres vivos concretos, de los invertebrados, las plantas o las bacterias, por lo que carece de sentido científico hablar del “aliento vital” u otras formas de movimiento puro. El empleo de ese tipo de nociones y otras, como la “continuidad de la vida”, es corriente en biología y su origen es religioso: la vida eterna, la vida después de la vida, un paraíso en el que es posible la vida sin vida, es decir, sin cambios, sin acontecimientos, siempre igual a sí misma. Tan errónea como la eternidad de la vida es la concepción de su creación a partir de la nada, que es otra de las teorías que sostienen las grandes religiones monoteístas que, además, involucran en su surgimiento la intervención de un ente sobrenatural inmaterial. Las religiones, por lo tanto, consideran que la materia no tiene por sí misma capacidad de movimiento y de desarrollo, que necesita la intervención de fuerzas exteriores. Aparece así la figura imaginaria de un ser creador situado por encima de la materia.

    Los defensores de la creación divina del universo consideran que, por su mismo origen sobrenatural, la obra de dios es perfecta y, en consecuencia, que no puede cambiar sin empeorar, sin degenerar en algo imperfecto, en un monstruo. El creacionismo es sustancialmente estático, una versión religiosa del antiguo pensamiento eleático, que negaba el movimiento y el cambio. En ocasiones se caracteriza a la materia viva por su capacidad evolutiva, para diferenciarla de la inerte, como si ésta no cambiara: “El objeto material no tiene historia”, afirma García Morente (27). La materia aparece ahí metafísicamente separada en dos partes completamente diferentes de manera que una de ellas, la materia inerte, necesita de la otra, de la vida, para explicar las transformaciones que experimenta. Esta versión no niega el movimiento pero considera que por sí misma la materia está muerta y que la vida es justamente lo contrario de la muerte: la vida perdura, se mantiene a sí misma perpetuamente, fuera de los seres vivos en los que se materializa. Estas concepciones místicas contradicen la evidencia biológica: no sólo la materia inerte también cambia sino que su cambio más importante ha sido el de transformarse en materia viva. ésta es la mejor prueba de la evolución de aquella. Por lo demás, la deriva de los continentes, los ciclos climáticos y otra serie de fenómenos geofísicos han demostrado hace tiempo que la materia inerte también tiene su historia.

    La vida es materia transformada: surge de la materia y se desarrolla por su propio impulso. A esto se refería Espinosa cuando introdujo la noción de natura naturans, la idea de naturaleza en continuo proceso de cambio. El tipo de vínculos existentes entre la materia inerte y la materia viva también ha suscitado múltiples discusiones a lo largo de la historia de la ciencia, que se pueden resumir en otras dos corrientes ideológicas erróneas con especial incidencia en la biología: por un lado, el mecanicismo que reduce toda la materia (incluída la materia viva) a materia inerte y, por el otro, el hilozoísmo, una forma de animismo que dota a toda la materia de vida, es decir, que considera que toda la materia está animada. Pero para que se pueda dar cualquiera de esas formas de reduccionismo, aparentemente tan enfrentadas, primero se tiene que separar a la vida de las demás formas materiales, algo en lo que ambas corrientes coinciden. A veces en los manuales de física la dicotomía se presenta erróneamente como una contraposición entre la masa (materia) y la energía (inmaterial), una dicotomía errónea que luego se traslada a la biología en esa misma forma errónea que equipara la vida a una energía abstracta, una entelequia que no responde a las leyes de la física y, posiblemente, a las de ninguna otra ciencia. Cuando los conceptos se exportan de una ciencia a otra, permanecen allá en el mismo estado en el que se adquirieron, es decir, no siguen la dinámica de su lugar de procedencia. Es el caso de la dualidad entre materia y energía, una versión transfigurada por la física renacentista de la contraposición entre materia y movimiento.

    Después de la demostración de Galileo de la caída de los cuerpos, la física se encaminó hacia la adquisición del concepto de energía. Galileo demostró que los cuerpos caen a la misma velocidad con independencia de su masa. La fuerza parecía, pues, separada del cuerpo, la vis viva de la vis inertiae, lo que permitió a Newton medir la fuerza por su manifestación, el movimiento, la causa por el efecto. Pero esto era sólo una parte del planteamiento porque, al mismo tiempo, Galileo introdujo también el concepto de ímpetu (cantidad de movimiento), que era directamente proporcional a la masa, mientras que Newton, por su parte, demostró posteriormente que cuando un cuerpo experimenta una variación en su cantidad de movimiento (que denominaba motu) es a causa de la actuación de una fuerza, llamada impulso. En la dinámica clásica es siempre un impulso exterior el que provoca el movimiento o, por mejor decirlo, una variación en la cantidad de movimiento del cuerpo.

    Además, Newton utilizaba el concepto de masa en un doble sentido, lo que ha creado otra ambigüedad parecida. Por un lado, la masa medía la inercia de un cuerpo, construyendo así un concepto que vinculaba los cuerpos al reposo y a cualquier forma de resistencia al desplazamiento. Por el otro, la masa era la medida de la cantidad de materia de un cuerpo. Los cuerpos sin masa eran aquellos espíritus puros que fluían sin rozamiento ni límite ninguno. Hasta el siglo XVIII esos fenómenos se estudiaban dentro de la mecánica, en un péndulo o en los choques. Con la máquina de vapor, el calor y la dilatación de los cuerpos, empezaron a aparecer las limitaciones intrínsecas de la física clásica que, a lo máximo, era capaz de medir el calor, la temperatura, logrando diferenciar a ambos, pero ignoraba su naturaleza. La duda se planteó en su forma tradicional: el calor, ¿es materia o es energía?, ¿es una sustancia o es movimiento? Desde mediados del siglo XVIII Black, Lavoisier, Fourier, Laplace y Carnot sostuvieron que el calor era una sustancia, el calórico, aunque Bacon y Newton ya habían descrito al calor como movimiento, y Boyle y Lomonosov describieron incluso del calor como un movimiento originado por las moléculas que componen la materia.

    Paralelamente Descartes ya había enunciado la ley de la conservación de la cantidad de movimiento y en 1745 Lomonosov la de la masa, de donde se desprende que el movimiento no se crea sino que se transmite de unos cuerpos a otros. Por lo tanto, realmente, a mediados del siglo XIX el verdadero descubrimiento no fue el primer principio de la termodinámica, que ya se conocía y que simplemente adoptó una nueva forma, más general. La aportación de Carnot, Mayer y Joule fue que el calor no era más que otra forma diferente de movimiento de la materia que se transfería de un cuerpo a otro, es decir, la generalización de una serie de fenómenos físicos que quedaron así interrelacionados gracias al nuevo concepto de energía. Lo que se transmite de un cuerpo a otro no es calórico ni ninguna otra sustancia, sino algo distinto, energía, una abstracción que la física define a veces como la capacidad para realizar un trabajo. Esta definición es muy restrictiva y llegó impuesta de nuevo por una necesidad cuantitativa resuelta de la misma forma ya expuesta: la de medir las causas a través de sus efectos o, incluso de una manera más precisa, a través de los cambios cuantitativos en los efectos. El trabajo es la medida de la energía y las unidades de medida de la energía son las mismas que las del trabajo. Pero la energía no es sólo la capacidad de los cuerpos para realizar un trabajo. Esta definición retiene su aspecto cuantitativo a costa del cualitativo. Lomonosov le dio un carácter mucho más general a la energía como una medida de la capacidad de movimiento, de cambio y de transformación de la materia. Esas distintas formas de movimiento son, además, intercambiables; el paso de una corriente eléctrica genera calor (efecto Joule) y, a su vez, el calor (la diferencia de temperatura), puede generar una corriente eléctrica (efecto Peltier). Si la energía no se crea ni se destruye, significa que sólo se transforma y se transmite de unos cuerpos a otros.

    Al rechazar la transmisión de una sustancia como el calórico, parece que la energía es separable de la materia, lo cual es erróneo, como se encargaron de poner de manifiesto tanto Mayer como Joule: la cantidad de calor, lo mismo que la cantidad de movimiento o la fuerza de atracción gravitatoria, también es directamente proporcional a la masa. Todos los cuerpos, por el hecho de ser materiales, por su posición, su temperatura, su estructura electrónica, su composición química, están dotados de energía. La materia y la energía no son dos cosas distintas sino dos caras de la misma moneda; la energía, el movimiento, es inherente a la materia. No hay materia sin movimiento ni movimiento sin materia. Según las leyes gravitatorias, la fuerza de atracción es directamente proporcional a la masa y, de idéntica manera, la ley fundamental de la mecánica obtiene la misma conclusión: la fuerza F o impulso que se aplica a un cuerpo de masa m desde el momento t1 hasta el t2 modifica su cantidad de movimiento, pasando de una velocidad v1 a otra v2:

    F (t2 – t1) = m·v2 – m·v1 = m (v2 – v1)

    Si t1 está en el origen de coordenadas y el cuerpo parte del reposo, entonces v1 = 0, y se puede escribir la fórmula anterior como:

    F · t = m · v
    F = m · v/t

    Pero v/t es la aceleración, por lo que llegamos a:

    F = m · a

    Es la ecuación fundamental que en la mecánica clásica vincula la fuerza con la masa. A comienzos del siglo XX la física relativista cambió la forma de medir los fenómenos pero no la esencia de los mismos. La teoría de la relatividad también establece una equivalencia entre masa y energía en la ecuación E = mc² cuyo vínculo es ahí aún más estrecho. La conclusión es que ambas magnitudes miden el mismo fenómeno físico y en las mismas unidades de medida. Por eso en la física relativista la masa se mide en electrón-voltios, una unidad de energía. Al conocer la energía conocemos inmediatamente la masa. Hoy la física “no afirma una relación matemática entre dos cantidades diferentes, la energía y la ‘masa’. Afirma más bien que la energía y la ‘masa’ son conceptos equivalentes. La energía es ‘masa’ y la ‘masa’ es energía” (27b). Así es como se explica que partículas sin masa en el sentido clásico, como el fotón, respondan a los mismos fenómenos físicos (gravitatorios, efecto fotoeléctrico) que cualquier otro, es decir, que se trata de partículas materiales de masa nula en el sentido clásico. Por consiguiente, la masa no es la medida de la cantidad de materia.

    A pesar de lo expuesto, algunas corrientes de la biología han seguido utilizando una concepción errónea de esas nociones físicas, conduciendo a numerosos equívocos. La materia no es (sólo) masa inercial ni la vida es (sólo) energía. Que la materia inerte cambie no significa que tenga vida. La vida es una forma específica de movimiento de la materia que es propia exclusivamente de los seres vivos y no se puede reducir a movimientos puramente mecánicos. La materia inerte se transforma siguiendo leyes (físicas, químicas, cosmológicas) que son diferentes de las que corresponden a la materia viva.

    El surgimiento de la vida y cualquier clase de movimiento de la materia, en general, es consecuencia tanto de cambios cuantitativos como cualitativos; los unos no pueden existir sin los otros. En la biología esta problemática se ha presentado bajo la forma de cambios graduales (continuos) o saltos (discontinuos) como si la existencia de unos obstaculizara la de los otros. Así Lamarck y Darwin sólo tenían en cuenta los primeros, mientras que Cuvier y De Vries sólo tenían en cuenta los segundos. Sin embargo, no es posible descomponer el movimiento en fases discontinuas sin tener en cuenta la continuidad, ni tampoco considerar exclusivamente la continuidad sin tener en cuenta la discontinuidad. En términos más de moda cabe decir que en la naturaleza los fenómenos son a la vez reversibles e irreversibles. El registro fósil acredita una evolución no lineal sino ramificada, de manera que hay especies que desaparecieron definitivamente sin haber dejado continuación. También es posible asegurar que todas las especies actualmente existentes provienen de algún precedente anterior del cual, sin embargo, difieren cualitativamente, es decir, que lo continúan a la vez que lo superan. Que la evolución no sea lineal no significa que no existan eslabones que enlacen a unas especies con sus precedentes. No existen cambios cualitativos que no hayan sido preparados por otros de tipo cuantitativo, del mismo modo que no hay cambios cuantitativos que no conduzcan, tarde o temprano, a cambios cualitativos. Ambos son las formas en las que se produce el movimiento de la materia en general, y de la materia viva en particular.

    La larga polémica sobre los eslabones y cambios graduales atrae a la biología y a la materia viva las paradojas de Zenón sobre el desplazamiento, como es el caso de la teoría del “equilibrio puntuado” de Trémaux (28), Ungerer (29) y Gould (30), es decir, la concurrencia en la evolución de largos periodos de estabilidad seguidos por repentinos saltos, como la explosión del Cámbrico, etapa en la que aparecen la mayor parte de las formas de vida hoy conocidas. Presentada de esa manera, la evolución biológica aparece a la manera de las viejas proyecciones cinematográficas de celuloide, como si el movimiento se pudiera descomponer en un número determinado de fotogramas; en su conjunto, al pasar de un fotograma a otro aparece una ilusión dinámica, pero en sí mismos los fotogramas son una imagen estática de la realidad, como si ésta pudiera detenerse en un momento dado de su curso y como si, además, el paso de un fotograma a otro siguiera siempre el mismo ritmo desde el principio hasta el final. Para su versión moderna del “equilibrio puntuado”, Gould extrapoló los principios de la termodinámica, en donde los “estados de fase” se suceden unos a otros, saltando de una posición de equilibrio a otra sin importar el recorrido ni las transiciones intermedias. Sin embargo, para una teoría de la evolución, la biología necesita explicar las transiciones tanto -por lo menos- como los de estados iniciales y finales.

    En apoyo de Gould, con su teoría de la formación de las células nucleadas, Margulis ha defendido el “equilibrio puntuado” ya que “no existe término medio”: las células o tienen núcleo o no lo tienen. Teniendo en cuenta que las primeras se forman a partir de las segundas, sería un ejemplo de discontinuidad y salto evolutivo. Sin embargo, Margulis incurre en una contradicción, ya que esa tesis no se corresponde con su explicación de que la simbiosis fue un fenómeno evolutivo “serial” que recorrió cuatro etapas sucesivas y diferenciadas (31). En algunos de los cambios evolutivos resultaría extraño no encontrar el “término medio” entre dos de sus etapas; que no aparezca hoy no significa que no haya existido entonces.

    Esta polémica y otras parecidas que existen en la biología, tan actuales como el concepto de “complejidad”, fueron planteadas y resueltas por Arquímedes (287-212 a.n.e.) en la matemática introduciendo el postulado de continuidad, que puede formularse de la siguiente manera: dados dos segmentos de distinta longitud, si calculamos su diferencia y se la sumamos a la mayor, siempre podemos sobrepasar cualquier magnitud. Puede recitarse más gráficamente diciendo que una magnitud que evoluciona de un valor a otro más alto, a lo largo de su recorrido toma todos los valores intermedios entre ambos. Arquímedes aludía a dos valores extremos, siempre con el sobreentendido tácito de que tales extremos son comparables y, por tanto, se puede recorrer el trayecto entre uno y otro de manera que se pueden introducir, por ejemplo, las medias (aritmética, geométrica, armónica) entre ambos. El postulado de continuidad es, pues, un postulado también de la discontinuidad. A partir de entonces la matemática habla de magnitudes arquimedeanas (o no arquimedeanas) en referencia a si se pueden comparar o no. Las arquimedeanas se pueden comparar porque son homogéneas, pero hay otras incomparables, como el punto y la recta porque un punto no añade nada a una recta. Del mismo modo, hay magnitudes que nada añaden a aquellas otras a las que se unen y se las puede despreciar. El postulado de Arquímedes define matemáticamente el concepto de salto, de cambio cualitativo. Descubre que entre unas magnitudes y otras no sólo hay diferencias cuantitativas sino también cualitativas de manera que, precisamente a causa de ello, no se podían poner en relación ni comparar. En su obra “De la esfera y del cilindro”, Arquímedes lo expresa con sumo cuidado: “Entre líneas desiguales, superficies desiguales y sólidos desiguales, la parte en la que la más grande sobrepasa a la más pequeña, sumada a sí misma es capaz de de sobrepasar cualquier magnitud dada entre las que son comparables entre sí” (31b). Si consideramos que el cero y el infinito, son magnitudes, están entre las no arquimedeanas. Cuando una magnitud no se puede comparar con otra se dice que es infinita o, lo que es equivalente, infinitamente grande o infinitamente pequeña en relación con ella. A causa de ello no es posible calcular la media aritmética entre una magnitud finita y otra infinita, y entonces decimos que es infinita, que es otra manera de decir que no son comparables. Arquímedes estableció una teoría de la medida cuantitativa que impone como condición previa una definición cualitativa de lo que se pretende medir, lo cual no impide que aquello que no se pueda medir se pueda, no obstante, comparar analógicamente, como sucede al decir que un organismo pluricelular es “más complejo” que otro unicelular.

    No sólo la teoría del “equilibrio puntuado” sino también los creacionistas se apoyan en lo que califican como “complejidad irreductible”, es decir, en la existencia de órganos y organismos de los que no se conocen formas intermedias, que no pueden evolucionar de unos a otros. No hay un organismo vivo que sea intermedio entre uno unicelular y otro pluricelular y un órgano tan complejo como el ojo no presenta gradaciones intermedias. Es un punto de vista erróneo que Francis Bacon ya criticó en el siglo XVII, poniendo el ejemplo de un edificio en construcción. El promotor de la obra que sigue la marcha de los trabajos acude una vez acabada la jornada laboral, observando que el edificio asciende en un sentido vertical, pero contempla la obra parada, a intervalos; aunque al compararla con la del día anterior, comprueba su progreso, sabe que las tareas han seguido su curso. Lo que no puede observar es lo que los obreros que la ejecutan sí saben porque siguen cada paso del proceso en su misma elaboración: que la construcción también sigue un curso desde arriba hacia abajo, que las grúas levantan primero los ladrillos del suelo y luego los depositan en las alturas, que el arquitecto dirige las tareas siguiendo unos planos y, finalmente, que también se levantan andamios paralelos a los muros que luego se retiran. Una vez levantado el edificio, éste es irreductible a los ladrillos, el hormigón y la ferralla con los que se ha construido, por no hablar de los andamios o los planos que ni siquiera podemos observar. Del mismo modo, a los niños los vemos ya nacidos, con sus ojos y a los peces con sus escamas y nos sorprende que una obra así haya tenido sus ladrillos y sus andamios. Si siguiéramos atentamente al desarrollo del embrión, también observaríamos que no hay ninguna “complejidad irreductible” y que los ojos nacen de las mismas células que dan lugar a la piel, aunque el ojo se pueda reducir -ni siquiera comparar- con las células epidérmicas. Los fenómenos, decía Bacon, no hay que estudiarlos una vez elaborados sino en el proceso de su elaboración (31c).
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    Mensaje por PCOEmilitantancia-ml Sáb Dic 25, 2010 4:43 pm

    Como los promotores inmobiliarios, las teorías del “equilibrio puntuado” y la “complejidad irreductible” no vinculan la discontinuidad a la continuidad sino que las enfrentan. En las etapas de equilibrio se eliminan los cambios, cuya presencia se reserva sólo para los saltos. Pero el movimiento no se puede descomponer en una sucesión de etapas, inmóviles cada una de ellas porque parece que los saltos se producen en el vacío, de manera imprevista, repentinos, cuando en realidad se prolongaron durante millones de años. La explosión del Cámbrico no fue un fenómeno instantáneo, como su denominación parece dar a entender. Gracias a la teoría de la relatividad hoy sabemos que la velocidad a la que se desarrolla cualquier acontecimiento no es infinita y, por lo tanto, que cualquier salto también es un proceso en sí mismo, una forma de transición más o menos dilatada en el tiempo. La explosión del Cámbrico se prolongó durante cinco millones de años aproximadamente: solamente se puede considerar como tal explosión de una forma relativa, en comparación con los 3.000 millones de años anteriores y los 500 posteriores. Estudiada a cámara lenta, la referida explosión aparecería como un larguísimo proceso en el podríamos diferenciar, a su vez, varias etapas diferentes, cada una de ellas con sus transiciones respectivas. Por el contrario, en la teoría del equilibrio puntuado parece que durante las etapas de equilibrio sólo hay cambios cuantitativos, reproductivos, en los que unas generaciones son copias perfectas de las anteriores, de manera que las posteriores explosiones no parecen tener relación con ellos, es más, no parecen tener relación con nada, o se atribuyen a acontecimientos fantásticos, como los que describía Platón en el “Timeo”: incendios o diluvios apocalípticos, a los que hoy añadiríamos los meteoritos que “explican” la desaparición de los dinosaurios. Eso no significa que en la Tierra no se hayan producido catástrofes geológicas, meteorológicas o cósmicas; tampoco significa que esas catástrofes no hayan influido en los sistemas biológicos. Lo que significa es que, como decía el biólogo francés Le Dantec, la vida se explica por la vida misma, que ningún fenómeno biológico se puede explicar recurriendo únicamente a condicionamientos geofísicos, metereológicos o cósmicos, y mucho menos el origen y la extinción de la vida misma. Así, la aparición de la vida en la Tierra como consecuencia de su llegada en algún meteorito procedente del espacio (panespermia) no es una explicación del origen de la vida sino, en todo caso, de su transporte.

    Las “explicaciones” catastrofistas que nada explican fueron características de la paleontología francesa de la primera mitad del siglo XIX, derivaciones de los cataclismos de Cuvier que se utilizaron profusamente para combatir las tesis transformistas -y gradualistas- de Lamarck. Su empeño era, pues, antievolucionista y se apoyaba en la ley de Steno: la evolución geológica había dejado un rastro de sedimentos sucesivos apilados sobre el terreno, cada uno de los cuales atestiguaba el origen y el final de una época histórica. Cada estrato constituía una prueba de la discontinuidad evolutiva y el salto repentino, mientras que la transición de uno a otro carecía de explicación, por lo que la paleontología retornaba a las catástrofes de Platón (31d). Era una versión diferente -laica- del creacionismo bíblico, una teoría que es falsa, entre otras cosas, porque concibe la posibilidad de que surja algo de la nada, lo cual no es posible: ex nihilo nihil fit. La nada no evoluciona; todo lo que evoluciona empieza a partir de algo. De ahí la enorme confusión que introducen algunas obras científicas que ponen en su portada títulos tan poco agraciados como “De la nada al hombre” (32). A las concepciones creacionistas son asimilables también aquellas, como las mutacionistas, que defienden la posibilidad de que existan cambios o saltos cualitativos sin previos cambios cuantitativos. Como cualquier otra forma de materia, la vida también está en un permanente proceso de cambio cuantitativo y cualitativo que la Biblia expresó en su conocido mandato: creced y multiplicaos. El movimiento vital es la unidad contradictoria de ambos aspectos: un aspecto cuantitativo, la multiplicación, junto con otro cualitativo, el desarrollo. Ambos aspectos vitales son indisociables; la esencia de la vida es producción y reproducción. La producción expresa la creación o generación de lo nuevo, de lo que no existía antes, mientras que la reproducción es la multiplicación, el surgimiento de varios ejemplares distintos partiendo un mismo original. Ambos aspectos del movimiento biológico son indisociables, de modo que sólo se pueden separar analíticamente siempre que posteriormente se recomponga su unidad.

    La unidad dialéctica del crecimiento y la multiplicación ha arraigado profundamente en la palabra “generación” del idioma castellano donde, por un lado, expresa el surgimiento de algo nuevo y, por el otro, el relevo y la sucesión de ascendientes a descendientes. Además de un vocablo con numerosas connotaciones biológicas (regeneración, degeneración), tiene también dilatadas raíces en la historia del pensamiento humano, no solamente bíblico sino en las concepciones filosóficas griegas, especialmente la aristotélica. Según Aristóteles la generación no parte de la nada sino de algo previo que ya existía con anterioridad; es una (re)creación, una transformación. En el siglo XIX esto fue asumido por la física como su principio más importante, el de la conservación de la materia y la energía: los fenómenos no surgen de la nada, la materia no se crea ni se destruye sino que se transforma. Al mismo tiempo, toda transformación es una generación porque aparecen formas nuevas de vida a partir de las ya existentes, en forma de saltos cualitativos. Hay simultáneamente creación y recreación: “Tiene que haber siempre algo subyacente en lo que llega a ser”, dice Aristóteles, que en otra obra desarrolló aún más su concepción: “Lo que cesa de ser conserva todavía algo de lo que ha dejado de ser, y de lo que deviene, ya algo debe ser. Generalmente un ser que perece encierra aún el ser, y si deviene, es necesario que aquello de donde proceda y aquello que lo engendra exista” (33). Lo que diferencia a la generación de las supersticiones acerca de la creación es que en ésta aparece algo milagrosamente de la nada, mientras la generación es una transformación (cuantitativa y cualitativa) de lo existente. El mito de la creación se agota en seis días, a partir de los cuales ya no hay nueva creación. Dios creó el mundo para siempre; a partir del séptimo día descansó y desde el octavo sólo ha habido transmisión o continuidad de una producción perfecta. Esta concepción bíblica ha tenido dos reediciones posteriores directamente dirigidas contra el concepto de generación:

    a) a finales del siglo XVII la teoría preformista, que fue una reedición moderna de las homeomerías de Anaxágoras aparecida como consecuencia del descubrimiento del microscopio, una de cuyas primeras aplicaciones fue la materia viva; ante los ojos atónitos de los hombres apareció lo que hasta entonces había sido invisible, lo infinitamente pequeño, creando un espejismo científico que supuso el primer golpe contra el concepto de generación
    b) la hipótesis del gen, a su vez, es una reedición del preformismo correspondiente a 1900 y, por tanto, de la mística creacionista. Según expresión del hechicero Watson: “Antes creíamos que nuestro destino estaba escrito en las estrellas; ahora sabemos que está en los genes”. Los genes preexisten desde siempre y sólo se producen diferentes redistribuciones de ellos. La evolución es, pues, limitada, no hay nuevos naipes sino que cada partida se reinicia con idénticas cartas, después de barajadas. Se trata de un juego combinatorio pero ni hay más naipes ni hay nuevas figuras en cada baraja. Por su carácter creacionista las teorías mendelistas también son antievolucionistas

    El preformismo es como las muñecas rusas: todo nuevo ser está contenido, ya en el óvulo (ovulistas), ya en el espermatozoide (espermatistas), antes de la fecundación. Como resumía Leibniz (1646-1716), uno de los defensores del preformismo: “Las plantas y los animales son ingenerables e imperecederos [...] proceden de semillas preformadas y, por consiguiente, de la transformación de seres vivientes preexistentes. Hay pequeños animales en el semen de los grandes que, mediante la concepción, adquieren un entorno nuevo que se apropian y en el que pueden nutrirse y crecer para salir a un teatro más grande” (34). En esta misma línea, Charles Bonnet (1720-1793) realizó una de las aportaciones más importantes a la biología al descubrir la reproducción vegetativa en el pulgón, lo que reforzó las posiciones preformistas al descubrir que existían seres vivos que no necesitaban de otro para engendrar sino que lo hacían mediante una duplicación de sí mismos. Esto condujo a Bonnet a defender que la evolución no es la creación de algo nuevo, sino el simple crecimiento de partes preexisteentes, de una totalidad orgánica que lleva en sí la impronta de una obra hecha de una vez y para siempre. Las semillas son una especie de óvulos en donde todas las partes de la planta están diseñadas en miniatura. No hay producción de un ser nuevo, sino despliegue de un individuo ya constituido en todos sus órganos, que inicialmente aparece concentrado sobre sí mismo en la semilla o en el embrión.

    Esta teoría conduce a la del encapsulamiento: si todo ser vivo está previamente contenido en la semilla de otro ser vivo en un estado microscópicamente reducido, deberá, a su vez, contener otros seres preformados aún más reducidos, y así hasta el infinito, de modo que en el ovario de la primera mujer o en las vesículas seminales del primer hombre debían estar encapsuladas -unas dentro de otras- todas las generaciones que han constituido y constituirán en el futuro a todos los seres humanos. Era una hipótesis mecanicista en la que, por primera vez, se separaban los cambios cualitativos de los cuantitativos, se aceptaban éstos pero no aquellos: no hay crecimiento sino sólo multiplicación (35). La preformación conduce a la predestinación calvinista, a sostener que el futuro también está ya contenido en el pasado, una ideología religiosa cuyas raíces se remontan a Agustín de Hipona y a Lutero, es decir, que será muy fácilmente asimilada, como tendremos ocasión de comprobar, en los países de cultura protestante, germana y anglosajona. Esta ideología está entre los fundamentos de la errónea hipótesis de los genes, de que la vida, en definitiva, es sólo una maquinaria de reproducción de lo idéntico que, a su vez, ha llevado a exacerbar la importancia del descubrimiento de la doble hélice en 1953 porque ofrece una explicación muy gráfica del modo en que procede la supuesta copia perfecta: cada una de las dos hebras de ADN se abre como una cremallera y engendra dos iguales a su precedente.

    En el mandato bíblico era dios quien daba las órdenes, como si a los primeros humanos, por sí mismos, no se les hubiera ocurrido ni crecer ni multiplicarse. Esta concepción tiene su origen en Platón y Aristóteles, que adolecían de un vicio que arraigó profundamente en la ciencia occidental: el hilemorfismo, la separación entre la materia y el movimiento, que a veces se presenta como una separación entre la materia y la energía. Para cambiar, la materia no se basta a sí misma sino que necesita un primer impulso externo, esa “fuerza vital” que ha sido siempre el último refugio del misticismo seudocientífico. Los espíritus eran las “fuerzas” que desde fuera empujaban a las masas para que se desplazaran. El movimiento “puro” siempre se acogió a los conceptos más evanescentes de “fuerza” y hoy de “energía”. Como ponemos en movimiento nuestras fuerzas gracias a la voluntad, da la impresión de que la “fuerza vital” no se traslada de un sitio a otro, de un órgano a otro, sino que produce o crea movimiento (35b). Es la variante biológica de la separación entre la materia y el movimiento, cuerpo y alma, materia y forma o materia y “mente”. La materia es inerte por sí misma y que las causas de sus cambios hay que buscarlas en aquellos conceptos históricamente imprecisos, como el alma, que han abierto las puertas a toda suerte de misticismos y que la ciencia ha repudiado reiteradamente. Según Aristóteles, los animales también tienen alma. Lo mismo que en otros idiomas, en castellano la palabra “animal” deriva de la latina anima, que hace referencia a lo que está animado, es decir, dotado de vida y de movimiento por sí mismo. Siempre se ha identificado a los seres vivos por su capacidad de movimiento, por el cambio, el crecimiento y el desarrollo constantes (35c). Pero al separar al cuerpo del alma la metafísica consideró que el primero necesita del alma para moverse mientras que el alma se basta a sí misma. El aliento vital es ese soplo con el que dios infunde vida al barro con el que crea al primer hombre. El alma mueve al mundo pero el alma no se mueve, no cambia, no crece, no se desarrolla. A diferencia del cuerpo, el alma es inmortal y, además, autosuficiente: no necesita respirar ni alimentarse para sobrevivir eternamente. El cuerpo crece, se transforma y cambia, mientras que el alma se reproduce. El latín preservó esa dicotomía metafísica ancestral diferenciando entre el femenino anima y el masculino animus que se introdujo en la biología, donde el óvulo (parte femenina) es la materia inerte a la que el espermatozoide (parte masculina) insufla dinamismo; en las células el citoplasma es esa parte femenina inactiva cuya función es esencialmente nutritiva, mientras el núcleo es la parte masculina, activa, que necesita alimentarse de la anterior (nature y nurture respectivamente). De aquí deriva la noción vulgar de proteína que se ha impuesto en la actualidad como factor puramente nutritivo, cuando en su origen a comienzos del siglo XIX era el elemento formador, el componente sustancial de los seres vivos. Un místico como Bergson destacó ese papel subordinado del cuerpo (nurture) frente al germen (nature): “La vida se manifiesta como una corriente que va de un germen a otro germen por mediación de un organismo desarrollado” (36). La “sociobiología” es más de lo mismo, una vulgaridad con pretensiones que copia la teoría de Bergson décadas después:

    En un sentido darwiniano, el organismo no vive por sí mismo. Su función primordial ni siquiera es reproducir otros organismos; reproduce genes y sirve para su transporte temporal [...]

    El organismo individual es sólo un vehículo, parte de un complicado mecanismo para conservarlos [los genes] y propagarlos con mínima perturbación bioquímica (37).

    Con diferente formato, la teoría sintética repite la vieja metafísica idealista que sólo admite el alma, que pertenece a dios, y menosprecia la carne, el venero del pecado. El comensal es sujeto y la comida objeto. Es la diferencia entre pez y pescado llevada al extremo de que todo el pez -salvo sus genes- se ha convertido en pescado, un burdo pitagorismo que reduce los cambios cualitativos a cambios cuantitativos, que únicamente atiende a la reproducción porque el cuerpo es el hogar cuya tarea se limita a albergar, cuidar y engordar a los genes, movimiento puro. La semántica del idioma preserva esta dicotomía ancestral entre el alma y el cuerpo cuando atribuye a lo vegetativo una falta de dinamismo, una pasividad contemplativa. Se dice que alguien se dedica a la vida vegetativa o, si está en coma, que es como un vegetal. Es nuestro componente inferior; el superior, el verdaderamente importante, es el espíritu o, lo que es lo mismo, los genes.

    La separación de ambos aspectos conduce al absurdo. Las divagaciones idealistas acerca de la vida hubieran resultado imposibles sin esa separación. Es el caso de Bergson, quien alude al movimiento sin objeto móvil, a la vida sin seres vivos: “En vano se buscará aquí, bajo el cambio, la cosa que cambia; si referimos el movimiento a un móvil, siempre es de un modo provisional y para satisfacer a nuestra imaginación. El móvil continuamente escapa a la mirada de la ciencia; ésta nunca ha de habérselas más que con la movilidad” (38). Sólo así es posible divagar sobre abstracciones como el aliento vital y toda suerte de impulsos misteriosos que son capaces de lograr lo que -supuestamente- la materia no puede por sí misma: moverse, cambiar, desarrollarse. La vida son los seres vivos, sus órganos y su fisiología. No es posible hablar acerca de la vida y conocerla en profundidad más que a través de las formas concretas y materiales en las que se manifiesta, a través del metabolismo, la fotosíntesis, la respiración, la reproducción, etc.

    Replantear en la biología el problema del alma tiene un enorme interés, como veremos, porque es la versión travestida del problema de la forma. Acredita que no es suficiente poner de manifiesto el carácter material de la vida: la vida es materia pero es mucho más que materia inerte. El empleo de la expresión “materia viva” tiene la virtud de subrayar el origen de la vida en la materia inerte así como su aspecto material, es decir, que no hay en la vida nada ajeno o extraño a cualquier otra forma de materia. Ahora bien, la vida no se reduce a materia inerte porque sólo existe como materia orgánica, es decir, organizada o dispuesta de una forma especial. Como afirma Kedrov, “cada forma específica de movimiento posee su propio tipo de materia que le corresponde en el plano cualitativo, siendo aquella la forma (el modo) de existencia de éste”. Esto es consecuencia de la unidad entre el contenido y la forma, concluye Kedrov (39), síntesis que supera las limitaciones del hilemorfismo aristotélico. Los fenómenos vitales no se pueden reducir a fenómenos físicos porque la vida no aparece en cualquier disposición material sino exclusivamente en la materia orgánica, cuya complejidad supera -cuantitativa y cualitativamente- a la materia inerte. Por el contrario, la muerte descompone la materia orgánica, transformándola en materia inerte o, utilizando las palabras del fisiólogo alemán Johannes Müller: “La materia orgánica existente en los cuerpos orgánicos no se mantiene por completo sino en tanto que dura la vida de estos cuerpos” (40). La vida es, pues, el modo de existencia de la materia orgánica o, por expresarlo en las palabras de Engels: “La vida es el modo de existencia de los cuerpos albuminoideos, y ese modo de existencia consiste esencialmente en la constante autorrenovación de los elementos químicos de esos cuerpos” (41). Sólo hay vida donde hay materia orgánica y sólo hay materia orgánica donde hay vida. El estudio científico de la vida, la biología, sólo puede emprenderse a partir de las formas materiales específicas -orgánicas- que reviste y en ningún caso separado de ellas, como una entelequia abstracta.

    La concepción de la vida como modalidad específica de movimiento de la materia orgánica surge en 1759 como una reacción contra el mecanicismo del siglo XVII y su variante biológica: el preformismo. En su obra Theoria generationis Caspar Friedrich Wolff (1733-1794) critica el preformismo y vuelve a la teoría de la generación en una forma nueva, más avanzada, epigenética. Wolff se apoyó en el estudio microscópico del crecimiento de los embriones, una novedad que fue seguida por Karl Ernst Von Baer (1792-1876), dando lugar al nacimiento de la embriología, la ciencia que estudiaba las características específicas del movimiento de la materia viva. Con ella el evolucionismo dio sus primeros pasos. Según Wolff, el embrión adquiere su forma definitiva de manera gradual. La teoría epigenética estudia el organismo en su movimiento, en su proceso de cambio, que sigue determinados ciclos o estadios sucesivos de desarrollo. Cada estadio se forma a partir del precedente por diferenciación. En consecuencia, cada estadio no está contenido en el anterior, como pretendía el preformismo. En el interior de los óvulos y espermatozoides sólo existe un fluido uniforme; después de la fecundación una serie de transformaciones progresivas -cuantitativas y cualitativas- dan origen al embrión a partir de una sustancia homogénea, que hoy llamaríamos “célula madre”. Los órganos especializados se forman a partir de células sin especializar. Con esta noción Von Baer formuló una ley general de la embriología: la epigénesis procede de lo general a lo particular, comenzando por un estado homogéneo que va diferenciándose sucesivamente en partes heterogéneas. Esta concepción del desarrollo epigenético de la materia viva no es, por tanto, serial sino ramificada o arborescente, un claro antecedente de las tesis evolucionistas de Lamarck y Darwin. Como se puede apreciar, también es dialéctica y se concibe bajo la influencia del idealismo alemán, dando lugar a la aparición en Alemania de una corriente denominada “filosofía de la naturaleza”.

    De esta corriente -científica y filosófica a la vez- formó parte Goethe, para quien la preformación y la epigénesis representan, respectivamente, las tesis del fijismo (continuidad) y la variabilidad (discontinuidad). Paradójicamente su teoría de la metamorfosis de las plantas se apoya en la metempsicosis corpurum de Linneo. Goethe defiende la evolución, la variabilidad y rechaza la teoría de la preformación como “indigna de un espíritu cultivado”. Pero su “Teoría de la naturaleza” no es unilateral sino dialéctica, lo que le permite matizar con enorme finura: el árbol no está espacialmente contenido en la semilla pero sí hay en ella una cierta predeterminación. Una explicación científica de la variabilidad de las formas y sus metamorfosis se debe complementar con el reconocimiento de la continuidad de los seres vivos. El cambio, pues, no excluye la continuidad (42). Ésta era la médula racional en la que el preformismo aportaba explicaciones realmente valiosas. La síntesis que Goethe lleva a cabo entre el preformismo y la epigenética demuestra su perspicacia y supera los derroteros hacia los que Von Baer trató de conducir la embriología. Von Baer era partidario de las catástrofes, posicionándose a favor de Cuvier en su polémica con Geoffroy Saint-Hilaire y favoreciendo así a las corrientes antitransformistas (43).

    En 1790 Kant en su obra “Crítica del juicio” delimita simultáneamente la materia inorgánica de la orgánica y expone una definición científica de “organismo” (organismo vivo naturalmente). Kant une y a la vez separa la materia orgánica de la inorgánica. Critica al hilozoísmo porque “el concepto de vida es una contradicción porque la falta de vida, inercia, constituye el carácter esencial de la misma” (44) y, por tanto, la materia inerte forma parte integrante de la vida: no existiría vida sin materia inorgánica. Pero la crítica de Kant va sobre todo dirigida contra el mecanicismo: un ser vivo “no es sólo una máquina, pues ésta no tiene más que fuerza motriz, sino que posee en sí fuerza formadora, y tal por cierto, que la comunica a las materias que no la tienen (las organiza), fuerza formadora, pues, que se propaga y que no puede ser explicada por la sola facultad del movimiento (el mecanismo)” (45).

    Después del concepto de generación de Aristóteles, la aportación de Kant es la segunda pieza sobre la que se articula la biología. Su formulación permitió por vez primera separar al organismo de su entorno, pero manteniendo a la vez a ambos unidos. Kant define el organismo como una articulación de partes relacionadas entre sí y dotada de autonomía, la unidad de la diversidad (unitas complex) que recientemente se ha vuelto a poner en el primer plano de la biología: para Piaget el concepto de organización está en el centro de la biología, mientras que, según Morin, es la noción “decisiva” (46). Esta concepción, efectivamente, un extraordinario progreso de la ciencia, quebraba también la separación religiosa entre el creador y su criatura: todo organismo reúne ambas condiciones, es autoorganización, una de las varias nociones biológicas capitales que Kant recupera (47) de la ciencia renacentista y, más exactamente, de Giordano Bruno. Si la mística medieval había desviado el acento hacia el creador y a mediados del siglo XIX el positivismo lo trasladó hacia la criatura, Bruno sostuvo que esa dualidad es falsa, que la creación es la unidad del creador y su criatura, es decir, autoorganización: los seres vivos se crean o se generan a sí mismos. De esta manera, dice Cassirer, Bruno realizó una aportación decisiva a la concepción científica de la materia viva:

    La naturaleza no se ofrece como el puro móvil frente al supremo motor, sino que más bien es un principio que mueve interiormente, que forma originalmente. Esta capacidad de autoformación y autodespliegue le presta el sello de lo divino. No es posible pensar a Dios como una fuerza que actúa desde fuera y como motora acciona de una manera extraña, sino que se halla comprometido en el movimiento y presente inmediatamente en él. Este género de presencia, de actualidad, es el que corresponde a lo divino y lo único digno de ello (48).

    La autoorganización es una facultad característica de la materia orgánica en virtud de la cual, los seres vivos:

    a) forman una unidad frente al entorno, son reactivos e interdependientes respecto a él
    b) individualidad: cada ser vivo es diferente y reacciona diferenciadamente del entorno

    Esa capacidad de autoorganización se observa en la regeneración de las pérdidas y lesiones que padece la materia orgánica. La hidra es el ejemplo más característico de regeneración de los seres vivos inferiores, mientras que el sistema inmunitario se puede utilizar hoy como ejemplo para los seres más evolucionados de la defensa de la integridad corporal propia frente a las agresiones del entorno. Las heridas cicatrizan y las fracturas óseas se sueldan. Los seres vivos no sólo se generan a sí mismos sino que también se (re)generan por sí mismos a lo largo de su vida, porque son capaces de transformar la materia inorgánica de su entorno en materia orgánica similar a la suya propia (“intosuscepción”). La materia inorgánica no sufre pérdidas, ni experimenta alteraciones sustanciales, ni tampoco podría repararlas como hacen los seres vivos (48b). Son estos -y sólo ellos- los que crean (y recrean) vida.

    Por eso los fenómenos biológicos se rigen por sus propias leyes que, en su conjunto, no se pueden reducir a las de la física o la química. En cuanto la materia viva procede de la materia inerte, en ella existen procesos físicos y químicos equiparables a los de ésta pero subordinados a las leyes biológicas dominantes porque los seres vivos no son un conglomerado disperso de reacciones bioquímicas sino una unitas complex, la unidad en la complejidad. Desde su aparición sobre la Tierra, los seres vivos han demostrado una fantástica capacidad expansiva, generando formas orgánicas de materia cada vez más complejas a partir de otras más simples: de las células procariotas a las eucariotas, de los seres unicelulares a los pluricelulares, etc. La evolución expresa, pues, un recorrido de organización y complejidad crecientes para la cual Aristóteles acuñó el concepto de generación. Aunque se pueden observar importantes fenómenos destructivos, en su conjunto la evolución de la materia viva es un proceso esencialmente creativo, generador de diversidad, de variación y de cambio.

    En biología el concepto de generación está en oposición a las nuevas teorías de la continuidad de la vida o biogénesis, un remedo de las supersticiones acerca de la vida eterna y la inmortalidad del alma. Según las teorías de la continuidad la vida procede de la vida; no habría sido creada por dios sino que existiría desde siempre. Algunos manuales universitarios de genética comienzan así precisamente, por la continuidad de la vida y la explicación de la vida como un fenómeno continuo. Basta sustituir las palabras “plasma” o “genes” por la de alma, para retroceder dos mil años en el túnel del tiempo. La nueva mística mendelista asevera que “el plasma germinal es potencialmente inmortal”, que “todo organismo procede de la reproducción de otros preexistentes” y que “la biogénesis se eleva de la categoría de ley corroborada por los datos empíricos a la de teoría científica”. Ahora bien, otro de los dogmas que la biogénesis quiere cohonestar con el anterior es el de que nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución, aunque el manual que comentamos nada argumenta para fundir ambos principios (49), que son radicalmente incompatibles. La teoría de la continuidad de la vida no explica su origen sino que lo presupone. En torno a la continuidad de la vida hay organizadas varias sectas oscurantistas, entre ellas la de Monod, para quien la vida podría ser eterna porque hay una “perfección conservativa de la maquinaria” animal; pero en el funcionamiento molecular se van produciendo “errores” que se acumulan fatalmente (50). Es un nuevo ropaje para la vieja mística de la inmortalidad. En la ciencia de la vida la muerte desempeña un papel capital, por más que desde que Comte impusiera su veto no se mencione casi nunca. Algo falla en las enciclopedias cuando siempre se habla de la vida pero no de la muerte, de la evolución pero no de la involución, de la generación pero no de la extinción. A lo máximo algunos biólogos aluden a la senectud, a los intentos de curar las enfermedades y prolongar la vida, pero nunca a su destino inexorable, que es la muerte, la contrapartida dialéctica de la vida: “La vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte”, escribió Bichat a comienzos del siglo XIX en un manual que contribuyó a fundar la fisiología moderna (51), lo que debe conducir a recordar una evidencia de perogrullo: sólo se mueren los organismos vivos. La vida, pues, no es una entelequia, una abstracción al margen de las formas materiales en las que se manifiesta y nada como la muerte demuestra la vinculación indisoluble de la vida a la materia orgánica, la unidad dialéctica de todas las formas de materia, así como su carácter concreto y perecedero. La muerte convierte a la materia viva en materia inerte y, al mismo tiempo, ésta es necesaria para la vida. No sólo no habría vida sin materia orgánica sino que tampoco la habría sin materia inerte: sin azúcares, oxígeno, grasas, agua, fotones o sales minerales. La muerte es imprescindible para la continuidad de la vida y, sin embargo, es el fenómeno necesariamente ausente en todos los planteamientos místicos acerca de la vida porque pretenden presentar a ésta como causa y nunca como efecto: la vida es consecuencia de un determinado grado de evolución de la materia. En la vida, pues, hay continuidad pero también hay discontinuidad. Goethe refería un stirb und werde, un proceso continuo de degeneración y regeneración. En esta misma línea Engels sostuvo lo siguiente: “Ya no se considera científica ninguna fisiología si no entiende la muerte como un elemento esencial de la vida, la negación de la vida como contenida en esencia en la vida misma, de modo que la vida se considera siempre en relación con su resultado necesario, la muerte, contenida siempre en ella, en germen. La concepción dialéctica de la vida no es más que esto. Pero para quien lo haya entendido, se terminan todas las charlas sobre la inmortalidad del alma. La muerte es, o bien la disolución del cuerpo orgánico, que nada deja tras de sí, salvo los constituyentes químicos que formaban su sustancia, o deja detrás un principio vital, más o menos el alma, que entonces sobrevive a todos los organismos vivos, y no sólo a los seres humanos. Por lo tanto aquí, por medio de la dialéctica, el solo hecho de hablar con claridad sobre la naturaleza de la vida y la muerte basta para terminar con las antiguas supersticiones. Vivir significa morir” (52). Por su parte, Waddington afirmó que es la muerte la que logra que la evolución no se detenga: si cada individuo fuera inmortal no habría espacio para otros ensayos de nuevos ejemplares y variedades. La muerte de los individuos deja lugar para la aparición de nuevos tipos susceptibles de ser ensayados; es el único camino para evitar el estancamiento evolutivo y, en consecuencia, forma parte integrante de la evolución (53).

    En su conjunto la evolución de la vida sobre el planeta es un fenómeno irreversible que impacta y seguirá impactando de una manera cada vez más intensa y definitiva sobre el entorno geofísico. No obstante, en la evolución existen importantes fenómenos reversibles, cíclicos, que parecen repetirse indefinida y uniformemente. Como cualquier fenómeno dialéctico, esos ciclos vitales sólo aparentemente se repiten; nunca son iguales a sí mismos ni los ciclos geofísicos ni los biológicos, ni la circulación de la sangre, ni las mareas, ni las floraciones, ni las glaciaciones. Así, la muerte es un estadio de esos ciclos vitales. Las células también tienen sus ciclos y, en consecuencia, mueren. Pero si el organismo se compone de varias células, sobrevive aunque algunas de ellas mueran porque es relativamente independiente de ellas. El ser humano pierde cada año una masa de celulas cuyo peso es casi equivalente al de la totalidad del cuerpo. Las células mueren en un fenómeno natural (apoptosis), aunque en realidad son sustituidas por otras que contribuyen a renovar el organismo (54). A su vez, el organismo muere pero no la especie a la que pertenece. La continuidad exige el cambio y el cambio resultaría impensable sin la continuidad. La sangre recorre todo el organismo poniendo en comunicación a sus diferentes partes (tejidos, órganos y células) siguiendo un circuito cerrado, ininterrumpido, y renovándose continuamente a sí misma, de manera que la sangre que penetra en el corazón no es la misma que sale de él. Es otro ejemplo gráfico de la esencia misma de los fenómenos biológicos. De ahí que la denominada ley de la replicación de Haeckel, una variante de la de Von Baer que ha quedado expuesta anteriormente, sea un poderoso instrumento de análisis en biología, como tantos otros de tipo analógico que son propios de esta ciencia, porque permiten comparar la dinámica evolutiva de las especies y los individuos: cada embrión reproduce la evolución de la especie de manera acelerada y resumida; el desarrollo individual replica cada una de las secuencias del desarrollo general que ha seguido la especie de la que forma parte a lo largo de su historia evolutiva; los rasgos más primitivos se forman primero y los más recientes vienen después. Las transformaciones que en la especie requirieron millones de años, se resumen y acortan en unas pocas semanas o meses de gestación (56).

    Entre el cúmulo de nociones confusas que se han difundido en torno a la tesis de la continuidad de la vida está la de enfrentarla a lo que se quiere presentar como su contrario, la de la “generación espontánea” (57), una concepción dominante en toda la historia de la biología hasta su quiebra a mediados del siglo XIX. Además, esa quiebra de la generación espontánea acarrearía inexorablemente la de la generación aristotélica sobre la que parece fundarse aquella. Ambos argumentos son falsos. En primer lugar, la tesis de la generación espontánea está ligada a la continuidad de la vida; en el segundo, su quiebra no sólo no arrastra a la generación aristotélica sino que confirma que se trata de la única concepción acorde con la ciencia.

    El error de la generación espontánea fue puesto de manifiesto por Pasteur en 1868. A pesar de ello, como tantas otras hipótesis científicas equivocadas, desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de la biología y aún hoy envuelve un núcleo racional de enorme alcance: plantea la cuestión del origen de la vida, un interrogante no resuelto que alimenta no sólo las más diversas concepciones religiosas sino también erróneas tesis en el interior de determinadas concepciones científicas. El salto cualitativo de la materia al transformarse en materia viva es el más importante de todos, tanto que resultó de muy difícil asimilación. De ahí que muchos biólogos pensaran que la materia viva procedía de otra materia viva en descomposición. Era más fácil pensar que la vida no desaparecía totalmente y que podía surgir de eso que no había muerto de una manera definitiva. “Un ser que perece encierra aún el ser”, decía Aristóteles en la cita que he recogido antes, una tesis idéntica a la de Leibniz: no existe ni generación “entera” ni muerte “perfecta” porque la naturaleza no salta, el alma se traslada a otro cuerpo poco a poco, etc. (58). De esa concepción surgen los velatorios y otros ritos funerarios ancestrales que dejan transcurrir un cierto tiempo antes de proceder a la incineración o el entierro: la muerte no es un acto instantáneo sino que existe un proceso intermedio en el que la vida agoniza o se extingue paulatinamente. Era como las llamas que reavivan antes de que el fuego se extinga completamente. Este tipo de concepciones acreditan que la generación espontánea no sólo no contradecía la tesis, aparentemente opuesta, de la continuidad de la vida, sino que está asociada a ella. Según el biólogo alemán Treviranus, la materia orgánica era indestructible: podía cambiar su forma pero no su esencia (59). En consecuencia, es falso sostener que los experimentos de Pasteur demostraron la tesis de la continuidad de la vida (60).

    En la forma en que venía exponiéndose, la teoría de la generación espontánea sostenía que la vida, los microbios, surgían de la putrefacción y descomposición de la materia orgánica (detritus, fermentación) y, además, que ese fenómeno se producía de manera súbita o instantánea, es decir, espontáneamente. Lo que verdaderamente Pasteur demostró fue lo siguiente:

    a) que la descomposición de la materia orgánica no es un fenómeno químico sino biológico (61)
    b) que los microbios no son el efecto sino la causa de ese fenómeno biológico
    c) que la muerte devuelve la vida a su punto de partida, transforma la vida en materia inerte

    Como cualquier otra forma de movimiento, la vida es una unidad de contrarios, la unidad de la vida y la muerte y la unidad de la materia viva y la materia inerte. Esos contrarios interaccionan entre sí, se transforman unos en otros permanentemente. A lo largo de su vida y con el fin de preservarla, los organismos transforman la materia inerte en su contrario por medio del metabolismo, la fotosíntesis y otros procesos fisiológicos. Una vez muerto el organismo vivo, la materia orgánica entra en un proceso de descomposición que la aleja de la vida y la convierte en materia inerte. El origen de la vida arranca con el carbono y acaba con la carbonización. Cabe concluir, pues, que si la teoría de la generación espontánea era falsa, la de la continuidad de la vida lo es aún más. En este sentido, decía Engels, los experimentos de Pasteur eran inútiles porque es una ingenuidad “creer que es posible, por medio de un poco de agua estancada, obligar a la naturaleza a efectuar en veinticuatro horas lo que le costó miles de años” (62).

    De la generación cabe decir lo mismo que de la explosión del Cámbrico. Por más que se deban utilizar estas expresiones para aludir a los saltos cualitativos que la naturaleza y la vida experimentan, por contraposición a otro tipo de cambios, tales modificaciones súbitas nunca aparecen repentinamente sino que en sí mismos son otros tantos procesos y transiciones cuya duración puede prolongarse durante millones de años. En la mayor parte de los fenómenos biológicos intervienen catalizadores (enzimas), una de cuyas funciones consiste precisamente en acelerar los procesos. Pero por más que una transformación bioquímica se acelere, ninguna de ellas se produce instantáneamente, ni siquiera en las células, donde su duración se mide en ocasiones por millonésimas de segundo. La cinética química es una disciplina que, entre otras cuestiones, estudia la velocidad a la que se producen las reacciones químicas y tiene establecido, además, que dicha velocidad no es constante a lo largo de la transformación y que depende de varios factores: la presión, la temperatura, la concentración de los reactivos, la concentración del catalizador, etc. Eso significa que entre el principio y el final de cualquier reacción química existen transiciones y situaciones intermedias en las que se forman sustancias que ni estaban al principio ni aparecerán al final. Por ejemplo, el vino obtiene su alcohol de la fermentación del azúcar (glucosa) de la uva pero no de una manera instantánea sino después de doce reacciones químicas intermedias catalizadas cada una de ellas por una enzima diferente.

    Toda mutación, salto cualitativo o explosión biológica es un proceso más o menos dilatado en el tiempo. El origen de la vida, como el origen del hombre y el de cualquier especie son saltos cualitativos prolongados a lo largo de millones de años a través de fenómenos intermedios de transición encadenados unos con otros. Si con los registros fósiles descubiertos hasta la fecha el inicio de la hominización puede remontarse a cinco millones de años, es fácil conjeturar que el origen de la vida fue un proceso aún mucho más dilatado en el tiempo.

    Hasta 1868 la mayor parte de los biólogos sostuvieron la generación espontánea (63). También la defendió Marx en sus manuscritos de 1844, donde la concebía como el acta de nacimiento de la vida (64). Marx empleaba la tesis de la generación espontánea para la crítica de la religión, que entonces constituía uno de los elementos fundamentales en la elaboración de su propio pensamiento. Lamarck restringió su alcance: criticó la teoría “de los antiguos” y sostuvo que sólo los infusorios (bacterias, protozoos, móneras) surgen por generación espontánea (65). La teoría de Darwin también dependía de la generación espontánea (66). A pesar de su descubrimiento, el propio Pasteur nunca negó que la materia viva procediera de la inerte y siempre se manifestó contrario a la separación entre ambos tipos de materia (67). Quizá se hubiera entendido mejor su posición sobre este punto si se hubiera analizado su concepción de la enfermedad, que él comparó con las fermentaciones para defender que tampoco existían las enfermedades espontáneas. Como la muerte, la patología es un fenómeno característico de la vida: sólo enferman los seres vivos.
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    Mensaje por PCOEmilitantancia-ml Sáb Dic 25, 2010 4:45 pm

    La teoría de la continuidad de la vida conduce a una articulación externa y mecánica entre lo inerte y lo vivo o, en otros casos, a una disolución de la biología en el viejo arquetipo de las “ciencias naturales”. La crisis de la tesis de la generación espontánea no sólo no refuta sino que confirma la noción de generación y, por tanto, la del origen de la vida, un origen que únicamente puede buscarse en la materia inorgánica. La generación espontánea sostenía una determinada forma en que la materia inerte se transforma en vida. Que ese salto no se produzca de esa forma no significa que no se produzca o, en otras palabras, que la generación no sea espontánea no significa que no haya generación, que la vida no surja de la materia inerte. No surge de la forma que se había pensado hasta mediados del siglo XIX pero surge indudablemente, por más que hasta la fecha no se sepa cómo.

    Pero es importante tener en cuenta que la teoría de la generación no es sólo una concepción, la única científica, acerca de la aparición de la vida en el universo entero o sobre la tierra, un debate en el que la generación aparece como un fenómeno insólito, un caso único rodeado de misterio. Es bastante más prosaico: una vez aparecida, la vida se caracteriza por (re)crear vida constante y cotidianamente sin ninguna clase de intervención divina. Eso es la intosuscepción, la epigénesis, el metabolismo y demás funciones fisiológicas de los seres vivos. De manera reiterada la materia inerte se está transformando en materia viva. Aquel origen primigenio de la vida se repite cada día.
    La maldición lamarckista

    La biología es una ciencia de muy reciente aparición, incluído el nombre, creado por el alemán G.R.Treviranus y por el francés J.B.Lamarck que data de 1800 aproximadamente. Desde su mismo origen su propósito fue el de apartarse de las “ciencias naturales”, destacando la singularidad de un objeto de estudio distinto: la vida. Se trata, por consiguiente, de un descubrimiento decisivo: el de que la vida se rige por leyes diferentes de las que rigen para las demás formas materiales. De este modo, los esfuerzos por reducir los fenómenos biológicos a fenómenos mecánicos no constituyen ningún avance sino un retroceso respecto a la fundación misma de la biología en 1800. Las dificultades para articular las relaciones entre la materia inorgánica y la orgánica fueron evidentes desde el principio y se pueden apreciar en el propio Lamarck, quien para destacar la originalidad de la nueva ciencia, tiende a destacar la originalidad del objeto de la biología aludiendo al “hiatus” inmenso que hay entre ambas formas de materia y definiendo la vida por oposición a la materia inerte (68), que algunos han confundido con vitalismo para defender la tesis opuesta. Pero conviene poner de manifiesto que el “hiatus” que Lamarck establece entre la materia inorgánica y la orgánica no se compadece bien con su teoría de la generación espontánea, una contradicción que arrastra la biología desde su mismo nacimiento. Si la materia viva es tan diferente de la inerte, ¿por qué ambas se componen de los mismos elementos químicos? ¿Cómo es posible que la materia viva surja a partir de la inerte? ¿Por qué se está (re)creando permanentemente vida a partir de la materia inerte? El interrogante no concierne sólo al origen de la vida sino, como veremos, al concepto mismo de vida.

    La nueva ciencia de la vida nace con un carácter descriptivo y comparativo que trata de clasificar las especies, consideradas como estables. A diferencia de otras y por la propia complejidad de los fenómenos que estudia, está lejos de haber consolidado un cuerpo doctrinal bien fundado. No obstante, la teoría de la evolución, que es eminentemente dialéctica, está en el núcleo de sus concepciones desde el primer momento de su aparición. La teoría de la evolución transformó a la biología en una “historia natural” y, por tanto, obligada a explicar una contradicción: el origen de la biodiversidad a partir de organismos muy simples. ¿Cómo aparecen nuevas especies, diferentes de las anteriores y sin embargo procedentes de ellas? A partir de mediados del siglo XIX la biología empieza a utilizar la expresión “herencia” con un nuevo sentido biológico (69). Primero tuvo un significado nobiliario (feudal), luego económico (capitalista) y finalmente biológico (imperialista). Pero, según la teoría sintética, la esencia del fenómeno es idéntica: cuando se hereda una casa cambian los propietarios pero no la casa, de la misma manera que en la herencia biológica cambian los cuerpos pero no los genes (69b). Se trata del retorno a un nuevo preformismo, una concepción claramente antievolucionista que Mayr ha calificado de herencia inflexible, expresada de formas diversas según los diferentes autores, pero siempre de manera muy contundente: “No hay nada en el hijo que no exista ya en los padres” (69c). Carrel lo afirma de una forma parecida: “Nuestra individualidad nace cuando el espermetozoide penetra en el huevo” (69d). Pero en su estrecho dogmatismo, quien va mucho más lejos es Mayr, que lo considera un axioma: en cada división celular, asegura, la reproducción del plasma germinal es "precisa y fiel" (69e). Por ello, añade Mayr, “el material hereditario permanece inalterado de generación en generación, de no cambiarse por mutación” (69f). El nuevo significado de la palabra “herencia” remarca, pues, la continuidad, es decir, la identidad de una generación con la precedente, empleando expresiones tales como “copia perfecta” o “papel de calco”. Fue la primera trampa en la que incurrió la biología y de la que aún no ha salido: suponer que los descendientes “heredan” algo biológico de sus ascendientes, es decir, que hay algo idéntico en ambos que no cambia y, por consiguiente, que nunca cambiará, que es capaz de perpetuarse a lo largo del tiempo. Pero además de eso la herencia tiene que explicar su contrario, la discontinuidad, el surgimiento de nuevas especies. Por eso, con acierto pleno, Lysenko alude a la genética como la ciencia que estudia la herencia y la variabilidad de las especies, dos fenómenos que están estrechamente unidos. No basta aludir a la variedad de especies sino que es necesario que esa variedad sea permanente, esto es, heredable, de manera que se transmita de generación en generación. A partir de la discontinuidad la biología tiene que volver a explicar la continuidad.

    Un ejemplo lo constituyen un tipo especial de células madre (stem cells en inglés), las células hematopoyéticas de las que se genera la sangre, que son capaces de dividirse asimétricamente, dando lugar a dos células diferentes, una idéntica a su progenitora, que preserva su condición multipotencial, y otra distinta que se diversifica en cada una de las células maduras que componen la sangre: eritrocitos, linfocitos, granulomonocitos y plaquetas.

    La variabilidad siempre fue uno de los quebraderos de cabeza de la biología por un planteamiento metafísico equivocado. No tiene sentido preguntar por las causas de la variabilidad porque son inherentes a la evolución. Lo realmente interesante sería realizar la pregunta inversa a los preformistas: ¿cómo es posible una copia perfecta? Como la naturaleza no conoce dos seres vivos idénticos, la pregunta carece de todo sentido. El concepto biológico de “herencia”, pues, es una vaga metáfora para aludir a la reproducción. Los descendientes no son iguales a sus ascendientes sino que los copian o los imitan, es decir, se parecen y no se parecen al mismo tiempo, se parecen en algunos rasgos y difieren en otros. De ahí se desprende que la reproducción no es un puro mecanismo cuantitativo, de multiplicación de varios ejemplares iguales partiendo de un mismo original, sino cuantitativo y cualitativo a la vez.

    La diferenciación celular es una contradicción similar a la anterior, un fenómeno que Bertalanffy calificó de “misterioso” (70). A partir de una misma célula las sucesivas se desarrollan de manera divergente. No sólo se crean más células sino células distintas pertenecientes a órganos también distintos. Los cambios cuantitativos van acompañados de cambios cualitativos. A veces a este fenómeno se le denomina “morfogénesis”, una denominación antigua en la que parece como si se tratara de una mero cambio de forma de la células. La duplicación celular supone también el surgimiento de nuevas funciones fisiológicas y transformaciones bioquímicas profundas. Si un embrión fecundado se replicara a sí mismo en otras dos células idénticas, no aparecerían órganos diferenciados como el riñón o el cerebro. El problema de la diferenciación celular está, pues, unido al de la síntesis de proteínas específicas en el transcurso del desarrollo embrionario. En el desarrollo del embrión a partir del mismo huevo indiferenciado que se multiplica, aparecen células de distintos tipos, individualizadas, especializadas e integrando tejidos y órganos. Lo genérico se diversifica, la cantidad se transforma en cualidad, lo uniforme se convierte en multiforme. Las células que se multiplican no se amontonan de una manera abigarrada sino en torno a ejes de simetría (arriba y abajo, izquierda y derecha, delante y detrás) creando animales como las estrellas de mar. Lo diferente surge de lo idéntico. De ahí podemos deducir que la herencia no es un puro mecanismo de transmisión sino un acto de verdadera creación; es reproducción y producción.

    El crecimiento vegetativo de los organismos vivos es diferencial, en el sentido de que no todas las partes crecen en la misma proporción y en el de que se produce una especialización de unas partes respecto de otras: “La evolución es en gran parte un hecho de crecimiento diferencial”, escribe el paleontólogo Georges Olivier (71). Así, en relación al hombre, la masa cerebral de los australopitecos era una tercera parte. El crecimiento cuantitativo del cerebro de los homínidos a lo largo de la evolución dio lugar a un cambio cualitativo: su lateralización. En los homínidos es la parte izquierda del cerebro la que controla el lenguaje. Este hemisferio cerebral, además, dirige el lado derecho del cuerpo. Nueve de cada diez personas son diestras mientras que los simios actuales emplean ambas manos con la misma destreza. Los hemisferios cerebrales (izquierdo y derecho) de los chimpancés no están especializados de la misma forma que los de los homínidos. El estudio de las primeras herramientas de piedra fabricadas por los homínidos indica que la mayor parte de ellas fueron talladas por individuos más hábiles con su mano derecha. Por consiguiente, cabe suponer que su cerebro ya empezaba a especializarse en determinadas funciones llevadas a cabo por determinadas zonas de éste.

    A su vez, como bien destacó Lamarck, la producción y la reproducción no son cosas diferentes sino la unidad dialéctica del mismo fenómeno biológico: la multiplicación proviene de un exceso de crecimiento (72). El mandato bíblico de crecimiento y multiplicación era uno solo o, como escribió Linneo, principium florum et foliorum idem est: los mismos principios que explican el crecimiento vegetativo explican también la multiplicación cuantitativa. La fertilidad llega después de un cierto tiempo de desarrollo vegetativo del organismo, es decir, que los cambios cualitativos abren el camino a los cambios cuantitativos y éstos, a su vez, conducen a los anteriores. Si un organismo no madura no puede tampoco reproducirse. No existe ningún abismo entre nature y nurture. En el embrión la multiplicación cuantitativa de las células da lugar a su especialización cualitativa en un proceso de desarrollo por fases contrapuestas: unas, predominantemente multiplicativas, son imprescindibles para aquellas otras predominantemente diferenciales. En los homínidos, la prolongación de la etapa de crecimiento vegetativo tiene su correlativo en el retraso en la maduración reproductiva.

    Goethe supo explicar este fenómeno en las plantas de una forma magistral. El poeta alemán las estudió no sólo en su crecimiento vegetativo sino en sus metamorfosis, en sus cambios cualitativos a partir de la semilla. Sostuvo que los distintos órganos provenían de la expansión o contracción de un órgano primitivo, el cotiledón u hoja embrional. La conclusión de Goethe es la siguiente: “Desde la semilla hasta el máximo nivel de desarrollo de las hojas del tallo, hemos observado primeramente una expansión; después hemos visto nacer el cáliz en virtud de una contracción, los pétalos en virtud de una expansión, los órganos reproductores, en cambio, en virtud de una contracción; muy pronto la máxima expansión se revelará en el fruto, y la máxima concentración en la semilla. A través de estas seis fases, la naturaleza completa, en un proceso continuo, la eterna obra de la reproducción sexual de los vegetales”. Definió el crecimiento como “una reproducción sucesiva, y la floración y la fructificación como una reproducción simultánea”. En su desarrollo las plantas se comportan de dos maneras contradictorias: “Primeramente, en el crecimiento que produce el tallo y las hojas, y después en la reproducción que se completará en la floración y la fructificación. Observando más de cerca el crecimiento, vemos que se continúa de nudo a nudo y de hoja a hoja y, proliferando así, tiene lugar una especie de reproducción distinta a la reproducción mediante flores y frutos -la cual sucede de golpe en cuanto que es sucesiva, o sea, en cuanto que se muestra en una sucesión de desarrollos individuales. Esta fuerza generativa, que se va exteriorizando poco a poco, resulta bastante afín a aquella que desarrolla de una vez una gran reproducción. En diversas circunstancias, se puede forzar a la planta para que crezca siempre, como se puede también acelerar su floración. Esto último sucede cuando prevalecen en gran cantidad las savias más puras de la planta, mientras que lo primero tiene lugar cuando abundan en ella las menos refinadas”.

    Por lo tanto, la evolución no concierne únicamente a las especies (filogenia) sino a los individuos de cada especie (ontogenia), que también tienen su propio ciclo vital, es decir, que también tienen su propia historia: nacen y mueren. En biología el significado evolutivo de los conceptos está marcado en muchos de ellos, vigentes o desaparecidos, con los que se ha tratado de explicar la cuestión trascendental del origen: proteína, protozoo, protoplasma, etc. El título de la obra cumbre de Darwin era precisamente “El origen de las especies”, es decir, su comienzo, que debe completarse con el final de las especies, es decir, los registros fósiles. La muerte recrea la vida; ésta no es sólo una multiplicación cuantitativa sino un cambio cualitativo. No habría nueva vida sin la muerte de la antigua. De aquí que el tercer concepto básico de la biología es la transformación de las especies, la manera en que unos seres vivos desaparecen para dar lugar a otros diferentes.

    Para explicar la evolución Lamarck siguió la pista del viejo concepto aristotélico de generación que él reconvierte en transformación, de manera que en el siglo XIX sus tesis fueron calificadas de “transformismo”, sustituido luego, a partir de Herbert Spencer, por el de “evolución”. En Lamarck la clasificación de los seres vivos no es sólo geográfica sino que, con el transcurso del tiempo, los seres vivos trepan por una escala progresiva de complejidad cuya cúspide es el ser humano. Es una concepción genealógica en donde si bien los organismos simples aparecen por generación espontánea, los más complejos aparecen a partir de ellos. El punto de partida de la evolución es, pues, la generación, el origen de la vida, que empieza -pero no se agota- con los seres más simples entonces conocidos, a los que Lamarck llamó infusorios. La unión de la generación a la transformación en la obra de Lamarck incorpora la noción materialista de vida, en donde no existe una intervención exterior a la propia naturaleza, ni tampoco una única creación porque la naturaleza está (pro)creando y (re)creando continuamente: “En su marcha constante la Naturaleza ha comenzado y recomienza aún todos los días, por formar los cuerpos organizados más simples, y no forma directamente más que estos, es decir, que estos primeros bosquejos de la organización son los que se ha designado con el nombre de generaciones espontáneas” (73). La materia viva se mueve por sí misma, se (re)crea a sí misma y se transforma a sí misma. La creación, pues, no es un acto externo sino interno a la propia materia y al ser vivo; no tiene su origen en nada sobrenatural sino que es una autocreación: “La Naturaleza posee los medios y las facultades que le son necesarios para producir por sí misma lo que admiramos en ella”, concluye Lamarck (74).

    La generación es sucesiva, es decir, que contrariamente a los relatos religiosos, las especies no han aparecido simultáneamente en la misma fecha. Cada especie tiene una fecha diferente de aparición y, por lo tanto, una duración diferente en el tiempo. Una vez aparecidas, las especies cambian con el tiempo porque, como acto de verdadera (pro)creación, a cada momento la generación desarrolla algo nuevo y distinto, modificaciones que simultáneamente “se conservan y se propagan”, es decir, son venero de biodiversidad. Esta idea fue recogida por el botánico soviético Michurin, cuando sostuvo que la naturaleza alumbra una infinita diversidad y nunca repite (75). Del mismo modo, para Russell la complejidad y la heterogeneidad son la esencia misma de la evolución (76). La reproducción, por tanto, no consiste en la obtención de copias idénticas a un original preexistente, no es “papel de calco” como sostienen los mendelistas en la actualidad.

    En este punto es importante destacar que Lamarck dio verdadero sentido evolutivo a la clasificación de los seres vivos realizada por Linneo en el siglo XVIII. Además de la biología, Lamarck es el fundador de la paleontología evolutiva. A diferencia del sueco, el francés integra en la clasificación de los seres vivos a los seres muertos, a los fósiles, que hasta ese momento no eran más que una curiosidad histórica (76b). Incluso crea nuevos grupos para poder integrar a las especies extintas y compararlas con las existentes. Aparece así una primera fuente de lo que se ha interpretado como una forma de finalismo en Lamarck, que no es tal finalismo sino un actualismo metodológico, parecido -pero no idéntico- al que se puede encontrar, por ejemplo, en el británico Lyell y que está ligado al gradualismo de ambos (77). También aparece en cualquier investigación histórica, en donde las sociedades más antiguas se estudian a partir de las más recientes. En “La sociedad antigua” el norteamericano Lewis H.Morgan estudió la prehistoria en las formas de organización de una colectividad humana actual: los iroqueses que habitaban en su país a mediados del siglo XIX. Se supone que los iroqueses conservan mejor determinados comportamientos ancestrales que han desaparecido en las sociedades urbanas e industriales de la actualidad. Del mismo modo, cuando en Atapuerca o en cualquier otro yacimiento paleontológico aparecen fósiles de homínidos ya extinguidos, se comparan con los chimpancés o los gorilas que hoy se conocen. No se trata de que inexorablemente las especies tengan su destino fatal en la forma en que actualmente aparecen, como se ha interpretado, sino justamente en lo contrario: para conocer el pasado es imprescindible conocer el presente; ese conocimiento es posible porque hay especies actuales que también vivieron en un pasado remoto y son, por consiguiente, otros tantos testimonios de aquellos tiempos pretéritos.

    En la teoría de la evolución las especies no aparecen juntas por una semejanza exterior sino por lazos internos de tipo genealógico. Todas ellas son ramas un mismo “árbol”, tienen un tronco común que se diversifica con el tiempo. Esta imagen es tan importante en el darwinismo genuino que la única ilustración que tenía la primera edición de “El origen de las especies” representaba un árbol genealógico. A mediados del siglo XIX era bastante insólito insertar un dibujo en un libro. El diagrama se imprimió en un papel de mayor tamaño que el libro, por lo que había que desdoblarlo para poder verlo. Además, Darwin redactó cinco páginas explicando la interpretación de la ilustración. La figura era de la máxima importancia para explicar un nuevo concepto en la ciencia: cómo la biodiversidad se reconduce a la unidad (unitas complex). La clasificación de los seres vivos relaciona a las especies entre sí según vínculos mutuos que son tanto evolutivos como progresivos o de complejidad creciente. La evolución no es sólo un proceso de maduración, crecimiento y desarrollo; es una diferenciación: la herencia con modificaciones, la transformación de que hablaba Lamarck. Expresa que algunos organismos vivos están más desarrollados que otros, lo cual también significa que:

    a) los seres menos complejos son los primeros y más primitivos de la evolución
    b) los seres más complejos derivan de ellos o de seres parecidos a ellos que los precedieron, de los denominados “gérmenes” o “protozoos”
    c) los seres menos complejos han evolucionado más lentamente que los más complejos (78)
    d) los seres más complejos coexisten actualmente con otros que no lo son tanto

    No obstante, como veremos, el lenguaje es confuso porque parece dar a entender que los seres menos complejos son simples o, por lo menos, que son menos complejos que los demás. No es así, ciertamente; no existe lo simple, sólo lo simplificado. Los seres menos complejos son tan complejos como los demás y su diferencia de complejidad no es sólo de orden cuantativo sino cualitativo. La explicación es la misma que en el caso de la polémica sobre la continuidad o la discontinuidad en la evolución de las especies y, por consiguiente, también le resulta de aplicación el postulado de Arquímedes. La diferencia es que en este caso la confusión tiene una raíz histórica en la manera en que se ha gestado la clasificación de las especies, que se fundamentó en la morfología, en la apariencia externa de los seres vivos. La morfología de los seres más complejos es más variada que la de los menos complejos. La clasificación inicial de las bacterias también se basó inicialmente en la arquitectura externa, pero por ello mismo, no se pudo mantener mucho tiempo, de manera que a partir de 1977 Woesse impuso un nuevo criterio en la clasificación de los seres microscópicos que no era ya morfológico sino analítico, basado en las diferencias moleculares internas al propio organismo.

    El tiempo no sólo es relativo en la física, sino también en la biología. El tiempo mide los cambios pero, a su vez, los cambios miden el tiempo. Si comparáramos el devenir de las sociedades actuales con los parámetros de la paleontología, con aquellos que se utilizan para hablar de los australopitecos, por ejemplo, nos veríamos sometidos a un ritmo vertiginoso, como cuando se acelera una proyeccion cinematográfica. Si el proceso de hominización se puede cifrar en cinco millones de años, sólo hace cinco mil que apareció la escritura. La proporción es de un minuto actual por cada mil de la antigüedad, o sea, por cada 17 horas. Como la evolución, el tiempo tampoco es lineal ni homogéneo. Existen procesos vertiginosos -nunca instantáneos- junto a metamorfosis desesperantemente lentas. Por consiguiente, tanto en la astrofísica como en la naturaleza orgánica un salto evolutivo no sólo no puede ser instantáneo en ningún caso sino que tampoco es necesariamente un proceso rápido.

    Esto demuestra el error del gradualismo de Lamarck y Darwin y de los “relojes moleculares” (79) que en base a ese gradualismo se utilizan hoy para fechar el surgimiento de las especies. Contribuye a poner de manifiesto las limitaciones del actualismo en todas las disciplinas históricas, incluida la historia natural. La teoría de los eslabones de Darwin es muy interesante porque ofrece una imagen poderosa de la concatenación interna de las especies a lo largo del tiempo. Sin embargo, es difícil separar al eslabón de la cadena de la que forma parte, lo que conduce a una ilusión lineal, única y uniforme, en donde cada eslabón da paso al anterior y es igual a él. En una cadena no hay eslabones que abran líneas divergentes unas de otras; cada eslabón sólo conduce a otro que le continúa. Además, todos ellos son iguales, tienen la misma forma, la misma importancia, el mismo tamaño, etc.

    El tiempo y la evolución tienen eslabones pero no son uniformes. La heterogeneidad del tiempo se comprueba en la propia evolución de nuestros conocimientos, de manera que si por influencia bíblica a mediados del siglo XIX datábamos la creación del universo en 4.000 años antes de nuestra era, luego se fue retrasando hasta los centenares de miles de años, posteriormente en millones y hoy en centenares de miles de millones. Las etapas antiguas de la evolución se prolongan en el tiempo mucho más que las modernas.

    El actualismo de Lamarck es un antecedente de la ley de la replicación de Haeckel que, además, deriva en una propuesta epistemológica: la de iniciar el estudio de la biología en la línea inversa de la que la naturaleza ha seguido en la evolución, empezando por los seres más simples, entonces los infusorios, hoy las bacterias. La complejidad espacial, la coexistencia de especies complejas con otras que lo son menos, permite estudiar la complejidad temporal, es decir, la evolución, porque es posible analizar en las especies menos complejas las formas de vida más sencillas y, por tanto, las primeras. El método de investigación es el opuesto al método de exposición y la ciencia de la vida se opone a la vida misma. La biología empezó sus investigaciones por el final, por los animales superiores, los vertebrados; en el siglo XVIII los demás (insectos y gusanos) eran despreciados como “innobles”. Se despreció lo que se desconocía. Pero Lamarck tenía una concepción diferente, empeñándose en una tarea titánica con los invertebrados: descubrió cinco grupos diferentes en 1794, otro en 1799, otro más en 1800 (arácnidos), otro en 1802 (anélidos), hasta que en 1809, en su “Filosofía zoológica” añade por primera vez, además de los cirrípidos, los infusorios, diez en total que se convertirán en doce en su monumental Histoire naturelle des animaux sans vertèbres, verdadera obra magna de la ciencia de todos los tiempos. Desde Aristóteles, la clasificación de las especies giraba en torno a la sangre, mientras que fue Lamarck quien introdujo la espina dorsal como nuevo factor de división de las mismas, que se ha conservado hasta la actualidad. El francés no sólo funda una nueva ciencia, la biología evolucionista, sino que desarrolla una metodología y una práctica nuevas, diferentes, porque era el único en su tiempo que había recorrido una multitud muy extensa de de conocimientos, pero especialmente aquellas que -cruelmente- le han llevado al descrédito: la botánica primero, la paleontología después, la zoología finalmente. Es el único que tiene una visión panorámica que le permite dotar a la biología de todos los instrumentos imprescindibles: un objeto, un método, unas leyes e incluso todo un programa de investigaciones para el futuro. Su estudio de los invertebrados le conduce a poner al principio lo que debe estar al final y a terminar por lo que debe estar al principio. El concepto de “primate” introducido por Linneo no significa que sean los primeros sino que son los últimos: son los últimos seres aparecidos en la evolución y, sin embargo, de ellos debe partir la investigación. En la historia de la biología, cuya médula espinal es la clasificación, siempre se supo que el punto final era el hombre y lo que se ha avanzado es en conocer el punto de partida: los microbios más simples. La lógica científica contradice la historia.

    Desde su mismo nacimiento la biología centró su atención en la diversidad. La clasificación de las especies en el siglo XVIII no era más que un intento de poner algún orden en el cúmulo abigarrado de seres vivos. Ponía de manifiesto la multiplicidad, pero ésta conduce a su contrario, la unidad, a lo que Darwin calificó como la ley de la unidad de tipo, cuya importancia se preocupó de subrayar en distintos apartados de su obra capital:

    Se reconoce generalmente que todos los seres orgánicos se han formado según dos grandes leyes: la de unidad de tipo y la de las condiciones de existencia. Por unidad de tipo se entiende la concordancia fundamental de estructura que vemos en los seres orgánicos de una misma clase, y que es completamente independiente de sus hábitos de vida. Según mi teoría, la unidad de tipo se explica por la unidad de descendencia. La expresión de condiciones de existencia, sobre la que tantas veces insistió el ilustre Cuvier, queda comprendida por completo en el principio de la selección natural. Pues la selección natural obra, o bien adaptando actualmente las partes que varían de cada ser a sus condiciones orgánicas e inorgánicas de vida, o bien por haberlas adaptado durante periodos de tiempo anteriores; siendo ayudadas en muchos casos las adaptaciones por el creciente uso o desuso de las partes y estando influidas por la acción directa de las condiciones externas y sometidas en todos los casos a las diversas leyes de crecimiento y variación. Por consiguiente, de hecho, la ley de las condiciones de existencia es la ley superior, pues mediante la herencia de las variaciones precedentes y de las adaptaciones comprende a la ley de la unidad de tipo.

    Más adelante expone la misma ley desde otro punto de vista:

    Hemos visto que los miembros de una misma clase, independientemente de sus hábitos de vida, se parecen entre sí en el plan general de su organización. Esta semejanza se expresa a menudo con el término ‘unidad de tipo’, o diciendo que las diversas partes y órganos son homólogos en las distintas especies de la clase. Todo el asunto se encierra en la denominación general de ‘morfología’. ésta es una de las partes más interesantes de la historia natural, y casi puede decirse que es su misma alma (80).

    Con excepción de Gould, quien remarcó la extraordinaria importancia de esta ley (81), la biología la ha mantenido en el “olvido”, dando lugar a otro cúmulo de equívocos y disputas interminables, como veremos. Lo mismo que las lenguas o la tabla de Mendeleiev de los elementos químicos, la clasificación de los seres vivos no los separa ni los divide sino que los une. La complejidad no es más que la mutua interacción que emparenta a los seres vivos entre sí: “La estructura de todo ser orgánico está emparentada de modo esencialísimo, aunque a menudo oculto, con la de todos los demás seres orgánicos con que entra en competencia”, dice Darwin (82). El vínculo interno se manifiesta en el tiempo y en el espacio, comprende tanto a las especies vivas entre sí como a las vivas con las extintas (83). Al aludir al parentesco de todas las especies, queda evidenciado que para Darwin el hilo interno que une a las especies entre sí es único: la herencia. Habitualmente sólo se tiene en cuenta uno de estos aspectos, el temporal o vertical, o se entienden separadamente del aspecto espacial u horizontal. No obstante, como los primos en el árbol genealógico familiar, las especies que coexisten en el tiempo se relacionan entre sí a través de los antepasados comunes de los que proceden. La ley de la unidad de tipo es el argumento fundamental que le habilita a Darwin para repudiar el creacionismo: “Si las especies hubiesen sido creadas independientemente, no hubiera habido explicación posible alguna de este género de clasificación; pero se explica mediante la herencia y divergencia de caracteres” (84).

    Según Darwin, la evolución progresiva hacia una mayor complejidad de los seres vivos no significa necesariamente desaparición de los seres inferiores, por lo que si éstos entran en competencia con los superiores, no se comprende su subsistencia. Las nuevas especies, más desarrolladas, exterminan a sus progenitoras, menos evolucionadas: “La extinción y la selección natural van de la mano” (85). Al mismo tiempo Darwin pone de manifiesto las regresiones en la escala de los seres vivos, los retrocesos, que la evolución no es un proceso lineal: ¿por qué subsisten los seres de los escalones más bajos? Apunta la misma explicación ofrecida antes por Lamarck: la generación espontánea engendra continuamente seres inferiores (86).

    A partir de la generación de la vida surgieron las diversas explicaciones acerca de los modos por medio de los cuales se transforma. A este respecto, lo que se observa a mediados del siglo XIX es que la biología pone su atención en el ambiente. Las concepciones ambientalistas recuperaban otras dos viejas nociones filosóficas: primera, la del “horror al vacío” y los cuatro elementos integrantes del universo (agua, aire, tierra y fuego), y segunda, la empirista de la “tabla rasa” que deriva en la noción biológica de “carácter” y en la teoría de la “acción directa” del ambiente sobre el organismo. Por lo tanto, el medio se concebía como “externo” al propio organismo, ajeno a él. Esa es la concepción -falsamente atribuida a Lamarck- que estuvo vigente hasta que August Weismann lanza sus tesis en 1883. A sus dos componentes se le añadió a mediados de siglo un tercero: el concepto biológico de herencia. El medio “exterior” dejaba su huella en los seres vivos, que se transmitía de generación en generación de una manera acumulativa. Esta teoría fue denominada “herencia de los caracteres adquiridos”. De esta manera hasta 1883 el núcleo esencial de la biología se articulaba alrededor de los conceptos de ambiente, carácter y herencia que pasamos a analizar seguidamente.

    En el siglo XVIII Buffon introdujo en la biología el vocablo “medio” procedente de la mecánica de Newton, donde formaba parte de la acción a distancia, como éter o fluido intermediario entre dos cuerpos. El medio es el centro de la acción de las fuerzas físicas. Tenía un sentido relativo que luego se convirtió en absoluto, en algo con entidad por sí mismo que, más que unir, separa a los cuerpos. Después Lamarck lo trasladó a la biología, aunque con notables precisiones de gran importancia que importa mucho poner de manifiesto porque en este punto el naturalista francés se aparta claramente de su maestro Buffon y está bien lejos de la concepción simplista (ambientalista) a la que habitualmente se asocia su pensamiento, que aquí es también original, innovador y de plena actualidad. Para él la especie y el medio forman una unidad contradictoria; el medio es externo tanto como interno al organismo y, por supuesto, es algo muy distinto de lo que se entiende hoy habitualmente, por no decir opuesto. Lamarck no separa la biología de la física (y la química) en compartimentos estancos, anticipando un siglo la biogeoquímica de Vernadsky. Para él todo fenómeno vivo comporta un componente físico y “un producto de la organización”. Su teoría, pues, tiene un origen dual y da lugar a otra dualidad porque, a su vez, está estrechamente imbricado con su teoría de los fluidos, cuyo origen está en la teoría de los humores de la antigua medicina griega. También aquí Lamarck se aparta de su maestro Buffon y de la importación que éste realizó del atomismo newtoniano a la biología. Lamarck vincula la física más reciente con la medicina más antigua, dos aspectos separados no sólo por el transcurso del tiempo sino por el contexto científico en el que se elaboraron. Como es característico en él, clasifica, subclasifica y define los distintos tipos de fluidos conocidos en su época y con las denominaciones que entonces se conocían. Si dejamos al margen a los sólidos y la distinción entre los sólidos y los fluidos, la primera clasificación ya es sorprendente: hay fluidos líquidos y fluidos “elásticos”. Estos últimos se entenderán mejor sin necesidad de aportar explicaciones si pasamos inmediatamente a la subclasificación que entre ellos establece Lamarck: fluidos coercibles y fluidos sutiles. Los primeros los llamaríamos hoy gases, esto es, todos aquellos que pueden ser encerrados en un recipiente. Los fluidos sutiles, por el contrario, no se pueden envasar porque son penetrantes. Son los también llamados “fluidos imponderables”, es decir, los campos electromagnéticos (incluida la luz) más el calórico o energía cuyo papel el galvanismo acababa de poner de manifiesto como una de las manifiestaciones de la interacción entre la materia inerte y la viva. Por lo tanto, el concepto de medio en Lamarck es extraordinariamente ambicioso y complejo. Pone de manifiesto un vasto campo de investigación a caballo entre la física y la biología, verdadera anticipación de muchos avances posteriores. Desde luego no tiene nada que ver con el reduccionismo con el que hoy se entiende el ambiente o las circunstancias “exteriores”, que apenas van más allá de la geografía y la meteorología. De la propia descripción que ofrece Lamarck se desprende que el medio no es sólo externo sino interno, anticipándose a las tesis de Claude Bernard acerca del “medio interno” con las que surge la medicina moderna. En realidad no hay tal separación entre lo externo y lo interno porque los fluidos son penetrantes, entran y salen del organismo, poniendo en comunicación al ser vivo con el medio. Por lo tanto, es algo barroco y, aunque no lo expresa así, rechaza el vacío (a diferencia de Newton) porque los fluidos sutiles llenan el planeta y la atmósfera y están en el interior de los cuerpos vivos.

    Lamarck utiliza el concepto de “intosuscepción” que, como tantos otros, se ha perdido irremisiblemente en la biología moderna (87), pero desde el siglo XVIII fue clave para entender la diferencias entre la materia orgánica y la inorgánica, y desempeña un papel fundamental en la comprensión de la teoría celular de Schwann. El crecimiento de la materia inerte se produce por yuxtaposición, por un incremento puramente cuantitativo y exterior en donde más unidades de sustancia se suman a las ya existentes, adhiriéndose a su superficie y sin modificarse unas y otras por el hecho mismo de su incorporación. Por el contrario, el desarrollo de la materia viva se produce por intosuscepción, es decir, por asimilación de sustancias existentes en el medio ambiente, incorporando materia extraña y convirtiéndola en propia. Naturalmente, la asimilación de nuevas sustancias supone la desasimilación de otras, que son secretadas al exterior. Con las sustancias ajenas el organismo vivo crea componentes análogos a los suyos propios: se modifica a sí mismo modificando la materia prima que incorpora. Como decían los viejos fisiólogos, es un desarrollo desde dentro hacia fuera estrechamente ligado a la epigénesis. El metabolismo transforma diariamente la materia inerte en materia orgánica, en vida. El milagro de la creación se repite cotidianamente sin requerir ninguna intervención divina. El origen de la vida tampoco, por lo que las dudas expuestas por las teorías biogenéticas y los partidarios de la continuidad no pueden resultar más infundadas: la materia viva siempre procede de la inerte.

    Además de fluidos, continúa Lamarck, el cuerpo vivo tiene “partes contenedoras” a modo de recipientes en los que se depositan los primeros. Son los órganos y los tejidos celulares. Estos últimos son, de algún modo, la ganga de la que se valen los fluidos contenidos para transmitir el movimiento (88). Los fluidos son la causa excitante de los movimientos vitales de los cuerpos organizados. Así, la irritabilidad, que es común a todos los seres vivos, no es producto de ningún órgano en particular sino del “estado químico” de las sustancias del organismo (89). Los fluidos son los motores, y son tan importantes que “sin ellos o al menos sin algunos de ellos el fenómeno de la vida no se produciría en ningún cuerpo” (90). Son a la vez concretos, diversos y cambiantes, están en permanente actividad y renovación. Al cambiar ellos cambian a su vez continuamente los parámetros ambientales de temperatura, luz, humedad, viento y cantidad de electricidad: “En cada punto considerado de nuestro globo donde puedan penetrar la luz, el calórico, la electricidad, etc., no se encuentran allá dos instantes seguidos en la misma cantidad, en el mismo estado y no conservan la misma intensidad de acción” (91). El calórico cambia la densidad de las capas de aire, la humedad de las partes bajas de la atmósfera que desplazan la electricidad, la hace expansiva o repulsiva (92). Otra función trascendental que desempeñan los fluidos es la de intercomunicación de los distintos órganos del cuerpo entre sí. Lamarck relaciona esos fluidos, y especialmente la electricidad, con el sistema nervioso: por fluidos sutiles, dice, entiendo “las diferentes modificaciones del fluido nervioso” (93) porque sólo él tiene la rapidez necesaria de respuesta para establecer la coordinación motora. Ahora bien, el sistema nervioso no sólo se manifiesta en la conducta externa de los seres vivos sino también en las internas, de manera que el “sentimiento” también es consecuencia del movimiento de los fluidos.

    Lamarck, pues, no era un ambientalista. En el naturalista francés la escala progresiva de las especies es el elemento fundamental, cuya diversidad no se puede explicar recurriendo al ambiente: “La extrema diversidad de las circunstancias en las cuales se encuentran las diferentes razas de animales y vegetales no está de ningún modo en relación con la composición creciente de la organización entre ellos” (94). Según él, la acción del medio sobre el organismo es indirecta y se lleva a cabo a través del propio organismo: hay una acción (del medio) y una reacción (del organismo). La transformación requiere un cambio de conducta previo a los cambios orgánicos. Comte plagió esta concepción de Lamarck sin mencionarle (95) y a finales del siglo Le Dantec definía la vida en los mismos términos: “La vida de un ser viviente resulta de dos factores: el ser y el medio. A cada instante el fenómeno vital o funcionamiento no reside, ni únicamente en el ser ni únicamente en el medio, sino más bien en las relaciones actuales del ser y el medio” (96). Las calificaciones habituales del lamarckismo como una forma de ambientalismo son, pues, como poco, inexactas. El único supuesto que Lamarck admite de acción directa del medio es la generación espontánea, que sólo alcanza a los infusorios. El pensamiento de Lamarck tampoco es mecanicista: no hay armonía entre el individuo y el medio y, por tanto, no hay adaptación. La concepción de que los seres vivos nacen adaptados al entorno en el que deben desenvolverse es propia de las religiones; por eso su concepción es estática. Por el contrario, los transformistas observaron que la materia viva es más reciente que la inerte, que surge de ella y, por consiguiente, que debe adaptarse a ella. Sostienen, pues, una concepción dinámica del universo. El medio más que exterior es extraño a la especie y, además, al ser efímero, exige un esfuerzo repetido y continuo de adaptación materializado en costumbres, hábitos y modos de vida. Su tesis, por tanto, remitía a dos factores dialécticos simultáneamente: la práctica y la interacción del individuo con el medio.
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    Mensaje por PCOEmilitantancia-ml Sáb Dic 25, 2010 4:46 pm

    Darwin añadió a la concepción de medio en Lamarck la interacción de los individuos entre sí a través del medio. éste es el que pone en contacto a los organismos vivos. Para Darwin el entorno es otro ser vivo, un depredador o una presa, la lucha por la existencia y la competencia. El centro de la relación se entabla entre unos seres vivos y otros. Esta concepción -ya apuntada por Lamarck- es una aplicación del malthusianismo a la naturaleza: los seres vivos se reproducen hasta un punto en el que no todos pueden sobrevivir por las limitaciones del entorno, momento a partir del cual entran en una lucha interna en donde el más apto sobrevive y el débil perece. En numerosas ocasiones Darwin lo expone crudamente, afirmando que los lobos más feroces tienen más posibilidades de sobrevivir y equiparando la selección natural a la guerra. Pero otras veces suaviza su expresión: “Cuando reflexionamos sobre esta lucha nos podemos consolar con completa seguridad de que la guerra en la naturaleza no es incesante, que no se siente ningún miedo, que la muerte es generalmente rápida, y que el vigoroso, el sano y el feliz sobrevive y se multiplica”. Sin embargo, la clave es que en Darwin, como él mismo dijo, la lucha por la existencia tiene un sentido amplio y metafórico; significa la mutua dependencia de los seres vivos entre sí, su interrelación (97). Es lo que algunos historiadores de la biología como C.U.M.Smith reprochan a Lamarck (exclusivamente a Lamarck, en ningún caso a Darwin): su concepción (“invención”, la califican) es profundamente diferente de la “nuestra” porque reconoce la interacción universal de todos los seres vivos. En los viejos biólogos prepositivistas el medio transmitía esa interacción mutua: “Lamarck veía a los organismos a la luz de toda la tradición antigua”, concluye Smith en tono de reproche (98). Sin embargo, la microbiología no sólo no ha rechazado sino que es la más concluyente demostración de la plena modernidad de las “antiguas” concepciones aristotélicas sobre el medio: “Todo se encuentra inmerso en lo demás” (99). Los virus y bacterias no sólo pueblan el aire, el agua y el suelo sino que colonizan los tejidos internos de todos los seres vivos.

    A mayor abundancia, en Darwin la interacción mutua de los seres vivos no es más que un supuesto de lo que, inspirado por Lamarck y Cuvier, califica como el “bien conocido principio del desarrollo correlativo”, esto es, que las diferentes partes de un organismo no se desarrollan por separado sino acompasadamente: “Con esta expresión quiero decir que toda la organización está tan enteramente ligada entre sí durante el crecimiento y desarrollo que cuando ocurren pequeñas variaciones en alguna parte y son acumuladas por la selección natural, llegan a modificarse otras partes. Este es un asunto importantísimo, que ha sido muy imperfectamente entendido, y en el que sin duda dos clases de hechos completamente diferentes pueden ser confundidos del todo. Veremos ahora que la simple herencia da frecuentemente una apariencia falsa de correlación” (100). Por consiguiente, los seres vivos se influyen mutuamente, lo mismo que las distintas partes de un mismo organismo vivo. La bipedestación no sólo modificó las extremidades inferiores de los homínidos sino la musculatura, la columna vertebral, el cráneo, la cadera y la pelvis y, en definitiva, todos los miembros y articulaciones de su cuerpo. Las extremidades anteriores (manos) se transformaron en superiores y se pudieron utilizar para agarrar alimentos o fabricar herramientas. El pulgar, opuesto a los restantes dedos, se hizo más largo en relación con el resto de los dedos; las uñas se redujeron y la piel de los dedos, en especial de las yemas, acumuló mayor cantidad de terminaciones sensoriales, haciéndose muy sensible. Las manos se fueron haciendo menos toscas y los dedos más finos.

    Los neodarwinistas han divulgado una visión distorsionada de la concepción de Darwin, ceñida a la selección natural de manera exclusiva y excluyente. Pero para que haya selección tiene que haber materia prima sobre la que poder seleccionar y en Darwin la tendencia a la variación está promovida por diferentes causas, una de las cuales son precisamente las condiciones de vida: “Consideraciones como ésta me inclinan a conceder menos peso a la acción directa de las condiciones de ambientales, que a una tendencia a variar debida a causas que ignoramos por completo” (101). La selección natural también está ligada a las condiciones ambientales: “Cuando una variación ofrece la más pequeña utilidad a un ser cualquiera, no podemos decir cuánto hay que atribuir a la acción acumulativa de la selección natural y cuánto a la acción definida de las condiciones de vida”. Ambos factores, pues, no son contradictorios sino complementarios: “Es muy difícil precisar hasta qué punto el cambio de condiciones tales como las de clima, alimentos, etc. han obrado de un modo determinado. Hay motivos para creer que en el transcurso del tiempo los efectos han sido mayores de lo que puede probarse con clara evidencia. Pero seguramente podemos sacar la conclusión de que no pueden atribuirse simplemente a esta acción las complejas e innumerables coadaptaciones de estructura entre diferentes seres orgánicos por toda la naturaleza”. Su formulación está tomada casi literalmente de Lamarck; Darwin también refiere la concurrencia de dos factores: las condiciones de vida y el organismo, “que es el más importante de los dos”. Casi al final de su vida, en una carta a Moritz Wagner escrita en 1868 Darwin escribía: “En mi opinión, el mayor error que he cometido ha sido no conceder suficiente peso a la acción directa del medio ambiente, por ejemplo, a la comida y el clima, independientemente de la selección natural. Cuando escribí ‘El origen’ y durante algunos años después, encontré pocas buenas evidencias de la acción directa del medio ambiente; ahora hay una gran cantidad de evidencias”. Por tanto, Darwin no contradice a Lamarck sino que continúa su obra, a la que añade la selección natural, verdadero núcleo del darwinismo (y nunca con el carácter de factor causal único).

    En 1838 Comte, el fundador del positivismo, convierte al medio en una noción abstracta y universal: por un lado, es el “fluido” en el que el organismo está sumergido y, por el otro, es el conjunto total de circunstancias “exteriores” que son necesarias para la existencia de un determinado organismo. Es continuo y homogéneo, un sistema de relaciones sin soporte, el anonimato donde se disuelven los organismos singulares. Según el filósofo francés “el modo de existencia de los cuerpos vivos está, por el contrario, netamente caracterizado por una dependencia extremadamente estrecha de las influencias exteriores” (102). Siguiendo a Descartes, continuó con un dualismo mecanicista: organismo y medio, o materia viva y materia inerte (103). Comte y su seguidor Segond hablaron de la necesidad de elaborar una “teoría general del medio” enfocada -además- de una manera “abstracta”. El medio ya no es algo relativo sino absoluto: un determinado factor es interno o externo, subjetivo u objetivo; no puede ser ambas cosas a la vez, ni puede ser de una forma a determinados efectos y de otra a otros. El positivismo busca explicaciones metafísicas: las bacterias que pueblan nuestro intestino y contribuyen al metabolismo, ¿forman parte de nuestro propio organismo? ¿son externas a él? El medio de los positivistas no pone a las especies en contacto entre sí, no es un vehículo de comunicación. Los biólogos ambientalistas de mediados del siglo XIX no eran lamarckistas sino positivistas: siguieron a Comte, algo perceptible en Geoffroy Saint-Hilaire y Pierre Trémaux. Por un lado, el sujeto pasivo que sufre las inclemencias del medio es la tabla rasa empirista. Por el otro, forjaron una concepción prefabricada del medio, unos molinos de viento ideados para soportar todos los golpes de la crítica posterior. Ese medio es exterior, inalcanzable: la temperatura ambiental, el clima, la humedad, el viento, el suelo, la lluvia, etc. Sin duda todo eso es el medio, pero los vegetales constituyen el alimento de los animales; a su vez, algunos animales son el alimento de otros. En algunos casos, pues, la vegetación no es el sujeto sino el medio porque las nociones de sujeto y de medio son relativas. La teoría de la cadena alimentaria demuestra la unidad de la naturaleza y, por tanto, la interacción de todos los elementos que la componen, que unas veces se pueden considerar como sujetos y otra como medios. Para una hormiga las demás hormigas con las que convive también son un medio. Tampoco deberían caber dudas de que los virus forman parte de ese mismo medio, que no es exterior sino que también es interior. Por eso al menos una parte del genoma de los animales superiores no lo hemos recibido de nuestros ancestros sino que es de origen viral, algo externo que se ha convertido en interno.

    La noción de “carácter” se creó a efectos de clasificación de las especies, expresión extrema de la biodiversidad de los seres vivos. Condujo la atención de la biología hacia la variabilidad descuidando su opuesto, la unidad de tipo. Por carácter se entendía todo aquello capaz de diferenciar a un organismo de otro de la misma especie, es decir, aquellos rasgos aparentes y exteriores que lo individualizaban. De ese modo se convirtió en un saco sin fondo en el que se incluyeron los rasgos corporales, desde los morfológicos, hasta los fisiológicos y anatómicos. Esos rasgos se caracterizaban por su superficialidad: no definían a la especie como colectivo sino que se añadían a las características propias de ella. Se consideraron como caracteres los rasgos sicológicos, los comportamientos y, sobre todo, las enfermedades. Especialmente las patologías (mutilaciones, deformidades) se convirtieron en el centro de la atención de los biólogos. No sólo se mezclaba lo esencial con lo accesorio sino, además, lo típico con lo mórbido, poniendo todo ello en el mismo plano y creando así un galimatías que luego favoreció las críticas a la herencia de los “caracteres” adquiridos. Cualquiera que fuese su naturaleza, todos los caracteres obedecían a los mismos determinantes, de manera que si eran hereditarios, lo eran de la misma forma. Se heredaba igual el pulmón que el intelecto, el sexo que la enfermedad; no parecía haber diferencia entre el hecho de que el hombre fuera un animal de sangre caliente o que su sangre fuera del grupo AB. Ahora bien, aunque los mamíferos se puedan subclasificar de muchas formas, ninguna de ellas excusa la necesidad de tomar en consideración que todas tienen en común el hecho de compartir elementos comunes. La diversidad nunca excluye la unidad.

    La concepción superficial es muy diferente de la de Lamarck, e incluso de la de Darwin. Si es posible imaginar que el francés aludiera a un carácter, la mención habría que entenderla referida a uno de los que se deben tener en cuenta en la clasificación de las especies, es decir, a un órgano determinante, no al color de las alas de las mariposas sino al hecho de que las mariposas tienen alas. Como consecuencia de la interacción entre el medio y el organismo, en la obra de Lamarck la fisiología va por delante de la anatomía. Predomina la idea dinámica de función, es decir, de hábitos, modos de vida, uso y desuso: “Las diferencias en los hábitos de los animales ocasionaron sus órganos” y su empleo frecuente los modifican (104). Es otra de esas tesis que confiere a su teoría, y en parte también a la de Darwin, un cierto carácter tendencial o finalista que, sin embargo, Lamarck repudió explícitamente. Como bien decía Gould, es una forma de argumentar muy poco intuitiva, lo que dio lugar a que Faustino Cordón preguntara: ¿cómo concebir una función sin su órgano correspondiente? El órgano, decía Cordón, tiene que ser anterior a la función (105). No obstante, aquí la intuición propicia el equívoco porque desde las más primitivas sociedades, en cualquier colectividad humana la práctica demuestra que los organismos e instituciones aparecen después de las necesidades a las que tratan de responder. Lo mismo sucede en la naturaleza, donde Lamarck no sólo analiza la escala evolutiva con una lógica inversa a la histórica, sino que además utiliza la degradación de la organización como expresión visible del empobrecimiento de facultades de los seres vivos conforme se desciende por dicha escala. El órgano revela la función pero ésta explica aquel. Es imposible entender a Lamarck sin poner sus tesis siempre en relación con la escala progresiva de las especies. Los órganos surgen unos después de los otros, se especializan y perfeccionan sucesivamente de manera que al descender en la escala se aprecia que a los seres inferiores les faltan órganos y, por lo tanto, no pueden desempeñar determinadas funciones. En ocasiones un único órgano no especializado puede desempeñar funciones diversas: es el caso de los dos hemisferios del cerebro, que desempeñan funciones bien distintas. En otras ocasiones, hay determinadas funciones, como la homeóstasis, que no se pueden adscribir a ningún órgano. A medida que descendemos en la escala los órganos desaparecen pero las funciones no desaparecen con ellos sino de una manera más lenta. Así, los seres vivos se reproducen pero no todos ellos disponen de órganos específicos para cumplir esa función. Los infusorios, por ejemplo, se reproducen con todo su cuerpo. Ahora bien, eso es posible porque la reproducción es una función elemental inherente a la vida, por lo que no se puede decir que los animales inferiores pueden desempeñar las mismas funciones que se observan en los superiores con la totalidad de su cuerpo. Para desempeñar determinadas funciones deben existir determinados órganos; una parte del cuerpo no puede cumplir la función del cuerpo entero (106).

    Apoyándose en la tesis lamarckista del desuso, en 1893 Robert Wiedersheim publicó una lista de 86 órganos humanos que a lo largo de la evolución habían perdido su funcionalidad, convirtiéndose en vestigios (107). Uno de los casos más conocidos son los terceros molares (cordales o muelas del juicio). En el pasado cumplieron una función muy importante, cuando los alimentos se comían crudos y había que masticarlos lentamente. Con el fuego los alimentos empezaron a cocinarse, se reblandecieron y las muelas del juicio dejaron de cumplir su papel. Actualmente entre un 10 y un 30 por ciento de los seres humanos nacen ya sin esas muelas. El apéndice es otro vestigio evolutivo que indica el pasado herbívoro de los seres humanos. Tenía como función almacenar celulosa para ser digerida por bacterias. Pero el hombre es incapaz actualmente de digerir la celulosa, por lo que se trata de un órgano sin función. El coxis, el último hueso de la columna vertebral de los humanos, es un vestigio de la cola que poseían nuestros antecedentes cuando se desplazaban por las ramas de los árboles. Con la bipedestación la cola devino innecesaria y ha ido desapareciendo. A pesar de ello, hasta comienzos de la octava semana de gestación los embriones humanos poseen cola, e incluso se conocen de casos de niños que nacen con una cola rudimentaria.

    La tesis del uso y desuso hay que acompañarla del principio del desarrollo correlativo entre los diferentes órganos. Asi, la ambliopía (defecto ocular conocido coloquialmente como “ojo vago”) es una pérdida de agudeza visual producida por la falta de uso de un ojo durante la infancia. La visión no es una facultad sensorial innata; aunque tienen ojos, los niños nacen casi ciegos. Su agudeza visual es inferior al cinco por ciento. La visión es una facultad adquirida, un aprendizaje que se desarrolla durante la infancia y se prolonga durante varios años. El niño aprende a ver interactuando con el medio que le rodea. La agudeza visual alcanza su plenitud entre los 4 y 6 años de edad, aunque puede prolongarse hasta los 8. La ambliopía aparece cuando el cerebro y los ojos no funcionan coordinadamente porque aquel favorece a uno de estos en detrimento del otro. El ojo preferido desarrolla una visión normal pero como el cerebro ignora al otro, la capacidad de visión de la persona no se desarrolla normalmente. Sin embargo, no hay nada en el ojo vago, ninguna lesión orgánica que justifique su falta de agudeza visual. Un ojo vago es igual a un ojo normal. Transplantado al cuerpo de otra persona vería correctamente. Por lo tanto, el fallo no está en el ojo sino en el cerebro, que no aprendió a ver con el ojo durante la infancia. La ambliopía es, pues, una disfunción ocasionada por el desuso (el órgano no desempeña la función prevista), o lo que es lo mismo, por la falta de correlación entre el cerebro y ambos ojos.

    La función no sólo crea un órgano sino que modifica los ya existentes. Se pueden encontrar ejemplos rebuscados y otros más toscos. Por ejemplo, en la sociedad actual el sedentarismo ha conducido a que los médicos recomienden el ejercicio físico, lo que reviste tal importancia que los gimnasios han proliferado en las últimas décadas. Apenas cabe un ejemplo más visual del uso y desuso lamarckista que las calles pobladas de corredores y los maratones populares. Hasta el neolítico los seres humanos eran animales esencialmente nómadas, en continuo desplazamiento. Las tesis territoriales de Robert Ardrey son tan absurdas como el conjunto de su obra. El sedentarismo y la apropiación de una parcela del territorio sólo aparecen tardíamente en la evolución como consecuencia del desarrollo de la agricultura. Pero el ejercicio físico no sólo desarrolla algunos músculos concretos sino que es imprescindible para mantener un mínimo tono vital en el organismo entero y prevenir numerosas enfermedades. El cuerpo vivo no conoce el reposo, escribía Le Dantec (108). El uso y desuso lo cambian casi todo. Experimentos recientes demuestran que el ejercicio físico favorece incluso la regeneración de las neuronas cerebrales. También aquí algunas exposiciones de los manuales constituyen una grotesca simplificación. Por ejemplo, la innovación más importante en el desarrollo de los homínidos fue la bipedestación. Pero, aunque no se ponga de manifiesto, la bipedestación no es más que un supuesto de uso y desuso, o mejor dicho, de cambio de uso, de un uso diferente de un órgano previamente existente: las extremidades posteriores se transformaron en inferiores. Los simios no son cuadrúpedos sino cuadrumanos; caminan sobre sus cuatro manos. Además, hay que poner de manifiesto que la bipedestación no es una mera estación erecta, la capacidad del hombre para permanecer erguido, sino que se trata de la nueva capacidad de marchar erguido, es decir, de andar y correr. Los cambios en la musculatura y la osamenta no se adaptaron a una nueva posición estática sino a un uso diferente: el movimiento. Si el cambio hubiera consistido en la estática, las modificaciones anatómicas hubieran sido otras.

    Del ejercicio físico se puede pasar a recordar lo que Ramón y Cajal llamaba la “gimnasia mental”, que es otro ejemplo de uso de un órgano, en este caso del cerebro: “El ejercicio mental suscita en las regiones cerebrales más solicitadas un mayor desarrollo del aparato protoplasmático [dendrítico] y del sistema de colaterales nerviosas. De esta suerte las asociaciones ya establecidas entre ciertos grupos de células se vigorizarían notablemente por medio de la multiplicación de las ramitas terminales de los apéndices protoplasmáticos y de las colaterales nerviosas; pero, además, gracias a la neoformación de colaterales y de expansiones protoplasmáticas, podrían establecerse conexiones intercelulares completamente nuevas” (109).

    Otro ejemplo de la importancia del uso es el sistema inmunitario, que funciona reactivamente frente al medio externo. Los mamíferos elaboramos anticuerpos al entrar en contacto con cualquier elemento patógeno procedente del exterior (bacterias, virus, parásitos, alérgenos). La presencia de determinados anticuerpos en nuestro organismo permite inducir que hemos estado en contacto con una determinada enfermedad y la hemos superado. El sistema inmunitario se fortalece con el tiempo al contacto con los patógenos y dispone de una especie de “memoria” capaz de “recordar” las agresiones anteriores para responder frente a ellas. De ahí que, nada más nacer, los peligros más importantes dimanan de la falta de desarrollo del sistema inmunitario porque el organismo procede de un medio estéril e inocuo. En esas fases tempranas, el organismo es extremadamente sensible a las infecciones. Para acelerar el desarrollo del sistema inmune, a los niños se les inyectan vacunas como medida preventiva que les pone en contacto con los patógenos. Por lo tanto, la inmunidad no es una defensa con la cual se nace sino que se adquiere con el uso; además, es específica: sólo previene contra aquellas infecciones con las que ya hemos estado en contacto previamente. Si vamos a viajar a un país extranjero necesitamos vacunarnos para entrenar al organismo a prevenir determinadas enfermedades con las que no ha tenido ocasión de entrar en contacto. Finalmente, el sistema inmune es un espejo del medio exterior y, por consiguiente, cambia de unas a otras regiones del mundo, del medio urbano al rural, de los climas secos a los húmedos, de los trópicos a los círculos polares, etc.

    Darwin también defendió la tesis lamarckista del uso y desuso, que si en la primera edición de “El origen de las especies” sólo le concedía “algún efecto”, en la sexta hablaba ya de un “considerable efecto”. Según el británico, los efectos del uso y el desuso eran, además, hereditarios: “El uso ha fortalecido y desarrollado ciertos órganos en nuestros animales domésticos [...] El desuso los disminuye y [...] estas modificaciones son hereditarias [...] En suma, podemos sacar la conclusión de que el hábito, o sea, el uso y desuso, han jugado en algunos casos un papel importante en la modificación de la constitución y estructura, pero que sus efectos a menudo se han combinado ampliamente con la selección natural de variaciones congénitas y a veces han sido dominados por ella” (110). Por su parte, Engels reiteró la noción de que “la necesidad crea el órgano” y concretó la tesis del uso y desuso en la noción de trabajo como factor clave en la transición del mono al hombre. Al caminar en bipedestación, la mano del simio quedó liberada, pudiendo ser utilizada para usos diferentes y alcanzando una mayor destreza y flexibilidad que se transmitió hereditariamente. Pero la mano, añade Engels, no es sólo el órgano del trabajo sino el producto del trabajo y sus progresos se transmitieron a todos los demás órganos del cuerpo, según la ley de la correlación de Darwin, especialmente al cerebro. El hombre aprendió a fabricar herramientas, verdadero comienzo del trabajo en sentido estricto. Con ellas aprendió a pescar y cazar, por lo que cambió su alimentación, su dentadura y hasta la composición química de la sangre (111).

    Hoy la noción de “carácter” ha suplantado el viejo recurso a la conducta animal, cuyo estudio ha desaparecido del horizonte mismo de la ciencia de la vida. Las menciones al “uso y desuso” de los órganos sólo se recuerdan para presentar la concepción de Lamarck como si se tratara de una antigualla superada por la biología. Pero en aquella época la alusión al modo de vida, el comportamiento, las costumbres, etc., constituía la parte más importante de la biología. Incluso se identificaba a los seres vivos por el movimiento, por el cambio, el crecimiento y el desarrollo. El reduccionismo aún no se había impuesto y los biólogos no pretendían buscar causas que lo explicaran todo de manera excluyente. De ahí que para Lamarck el “uso y desuso” sea “uno de los más poderosos medios” de diversificación, aunque en ningún caso el único. En este punto Darwin, como en tantos otros, fue también uno de los más contumaces lamarckistas (112):

    — en “El origen de las especies” dedica un capítulo completo al instinto
    — en “El origen del hombre” le dedicó nada menos que tres capítulos, dos a la comparación de las facultades intelectuales en los animales y en el hombre, y otro más a la diferencia de facultades entre los salvajes y los civilizados
    — escribió en 1862 una obra titulada “Los movimientos y las costumbres en las plantas trepadoras”
    — dedicó una obra entera, titulada “La expresión de las emociones en los animales y el hombre”, a estudiar la conducta animal
    — hay una obra póstuma suya dedicada al instinto.

    Las tesis que Darwin defiende en esas obras son dos: primera, que los hábitos están sujetos a la selección natural y, segunda, que son hereditarias, es decir, otro supuesto más de herencia de los caracteres adquiridos. De ahí que estas cuestiones ya no interese a algunos airearlas; afean el dogma neodarwinista y ponen al desnudo la manera en que los discípulos acomodan las enseñanzas de su maestro a sus propias convicciones, tratando de hacerlas pasar como si hubieran salido de la misma pluma del británico. Hoy estas cuestiones ya sólo se estudian ocasionalmente en las facultades de sicología, por lo que los biólogos las han perdido de vista y eso facilita las versiones que vienen pregonando los mendelistas acerca tanto de Lamarck como de Darwin. De todo el lastre que la biología ha lanzado por la borda sólo queda la noción de “carácter”, cuyo origen es sicológico; el resto no interesa. De este modo, completamente fuera de contexto, el concepto de “carácter” devino maleable: con él se podía decir cualquier cosa acerca de cualquier cosa. A partir de la ruptura entre la biología y la sicología, los caminos se separaron cada vez más hasta convertir la ciencia en el discurso de un esquizofrénico. En biología (casi) nadie quiere saber nada de ambientalismo ni de conducta, mientras que en sicología las tesis conductistas y ambientalistas han inspirado algunas de sus corrientes más influyentes, cuyas previsiones se han visto respaldadas por una amplia experimentación. Aquí apenas podemos enumerarlas. En primer lugar están los rusos I.M.Sechenov (1829-1905) e I.P.Pavlov (1849-1936) cuya teoría de los reflejos se fundamenta en la interrelación entre el organismo y el medio. En segundo lugar, entre otros, está el estadounidense J.M.Baldwin (1861-1934), cuyos presupuestos de partida son los mismos de Lamarck, con el añadido de que no se conformó con poner a la conducta (uso y desuso) en el centro de la sicología sino que la reintrodujo en la biología, creando una teoría de la evolución ontogenética o herencia orgánica (113). En tercer lugar está el suizo Jean Piaget, que empezó como biólogo y acabó como sicólogo, resultando su obra, especialmente “El comportamiento, motor de la evolución”, absolutamente ignorada por los naturalistas. Además, tanto Pavlov como Baldwin admitieron la heredabilidad de los “caracteres” adquiridos; en un caso los reflejos condicionados se transformaban en incondicionados; en otro el aprendizaje en instinto (efecto Baldwin).

    La noción de carácter sufrió una profunda ruptura en 1883 cuando Weismann separó el cuerpo en dos universos separados, el germen y “todo lo demás”, reforzada en 1900 por el redescubrimiento de Mendel que dará lugar en 1911 a la conocida escisión entre el genotipo y fenotipo de la que el botánico danés Wilhelm Johannsen (1857-1927) comenzó a hablar. Se acabó así con el mandato bíblico: “creced y multiplicaos”. Desaparece la transformación, el movimiento, y sólo queda la multiplicación, la reproducción. Desaparecen los cambios cualitativos y sólo quedan los cuantitativos. Con el nuevo siglo ya no tiene sentido hablar de herencia de los caracteres adquiridos... siempre que se acepte tal escisión metafísica y exactamente en la forma metafísica en que se estableció. El vuelco en la biología fue un innegable avance porque introdujo un componente analítico fecundo en lo que hasta entonces era un revoltijo; no obstante, si bien se puede decir que superó la confusión existente, también creó otra confusión que se ha prolongado durante el siglo siguiente. El remedio fue peor que la enfermedad.

    No menos confusa era el modo de acción del medio sobre los organismos. Desde mediados del siglo XIX los biólogos positivistas y ambientalistas, hablaron de una supuesta acción directa que Lamarck nunca admitió. Inmediatamente después de aludir al clima y a las circunstancias ambientales Lamarck advierte claramente: “Ciertamente si se tomasen estas expresiones al pie de la letra, se me atribuiría un error, porque cualesquiera que puedan ser las circunstancias, no operan directamente sobre la forma y sobre la organización de los animales ninguna modificación. Pero grandes cambios en las circunstancias producen en los animales grandes cambios en sus necesidades y tales cambios en ellas las producen necesariamente en las acciones. Luego si las nuevas necesidades llegan a ser constantes o muy durables, los animales adquieren entonces nuevos hábitos, que son tan durables como las necesidades que los han hecho nacer” (114). En consecuencia, la influencia ambiental ejerce un papel secundario e indirecto: influye principalmente sobre los órganos menos importantes del cuerpo. Los órganos no esenciales están más influenciados por las condiciones ambientales: “Es preciso, para modificar cada sistema interior de organización, un concurso de circunstancias más influyentes y de más larga duración que para alterar y cambiar los órganos exteriores” (115). Ahora bien, según la concepción positivista, el medio incide en los organismos vivos del mismo modo que las balas en una diana: todas dan en el blanco, de idéntica manera y con los mismos resultados. Era una concepción determinista que derivaba de la predestinación bíblica por intermedio de la astrología. Por eso cuando a los botánicos y agrónomos se les preguntaba por el clima miraban al cielo: el clima de la próxima estación estaba en las estrellas o en los astros. ¿Habrá un buena cosecha? El fatalismo está escrito en el cielo, cuya influencia sobre la tierra es inevitable.

    La diferencia entre caracteres adquiridos e innatos (o congénitos) era igualmente confusa. Se llamaban adquiridos aquellos rasgos que los ancestros no poseían aparentemente y, por lo tanto, no podían transmitir; era innato todo aquello que estaba previamente en el gameto (óvulo o espermatozoide). En ocasiones esto daba lugar a un círculo vicioso: lo innato es hereditario y lo hereditario es innato. Desde el punto de vista de la sicología, esa misma dualidad se estableció entre el instinto y el hábito. En este deslinde metafísico es donde radica la confusión. Los caracteres innatos, ¿lo fueron siempre? ¿Desde el mismo origen del hombre? ¿Se adquirieron en algún momento de la evolución? ¿O quizá también descienden del mono? Por ejemplo: el músico, ¿nace o se hace? Para que haya herencia de los caracteres adquiridos primero habrá que entender que hay unos caracteres que son adquiridos y otros que son innatos, que los caracteres adquiridos son de naturaleza distinta de los innatos y, en fin, que hay una barrera infranqueable entre ambos: si un carácter es adquirido no puede ser innato y si es innato no puede ser adquirido. Pero eso es una contradicción absoluta porque la herencia de los caracteres adquiridos significa que los caracteres adquiridos han dejado de serlo para convertirse en innatos. Lo que para una generación es adquirido resulta innato para la siguiente. Por eso ni Lamarck ni Darwin hablaron nunca de herencia de los caracteres adquiridos. Por eso también un lamarckista como Le Dantec defiende que “en lenguaje riguroso, todo carácter es un carácter adquirido” (116), un axioma muy arriesgado en el que lo importante es ese “lenguaje riguroso” en el que está escrito.

    El sobredimensionamiento del “carácter” en los discursos mendelistas es claramente ideológico. La palabra “carácter” proviene del griego, donde significa sello, cuño o marchamo, que tiene un componente político: están selladas las disposiciones y actos oficiales para que no se puedan alterar. Sellado es otro vocablo contradictorio que significa, a la vez, público y secreto. Puede emplearse también con la idea de “cerrado”. Por consiguiente, con esa expresión lo que los mendelistas pretenden inculcar es la ideología de la predestinación, que en biología se suele denominar como preformismo. Se trata, pues, de ideologías que son a la vez esencialistas e individualistas, es decir, la construcción de una biología antropomórfica que toma al ser humano como modelo de los demás organismos vivos: cada ser humano “es” diferente y lo que “es” (o deja de ser) lo lleva consigo desde el momento de la fecundación (como una maldición o una bendición), está configurado de una vez y para siempre: no cambia, no se desarrolla, no está influido por nada exterior. Los demás rasgos de la persona son consecuencia de su carácter, de su exceso de carácter, de su falta de carácter, de su buen carácter o de su mal carácter. A partir de aquí la metafísica positivista pregunta: el carácter, ¿es innato o adquirido? Además reclama respuestas unívocas, claras, terminantes: sí o no. Los preformistas de viejo y nuevo cuño (mendelistas) dirán que no hay nada en los hijos que no estuviera en los padres; los empiristas, por el contrario, pretenderán que “todo carácter es un carácter adquirido”.

    Pero la contraposición absoluta entre lo hereditario y lo adquirido es metafísica. Lysenko fue uno de los pocos que, décadas después, supo apreciar esta circunstancia: “No existe un carácter que sea únicamente ‘hereditario’ o ‘adquirido’. Todo carácter es resultado del desarrollo individual concreto de un principio hereditario genérico (patrimonio hereditario)” (117). Los caracteres no “son” ni dejan de “ser” sino que se desarrollan (o se frustran). Por consiguiente, los positivistas que sostienen que los organismos son “tabla rasa”, absolutamente moldeables, incurren en una concepción unilateral, y los mendelistas que sostienen la predestinación fatalista congénita, incurren en la unilateralidad simétrica. Los caracteres se desarrollan en la forma ya expuesta por Aristóteles, no partiendo de la nada sino de la fase previamente alcanzada. A eso se refería exactamente Lamarck cuando aludía a la “potencia” creadora de la naturaleza y eso es exactamente la biodiversidad: la capacidad que tiene la naturaleza de desarrollarse en muchas direcciones diferentes. Esa potencia crece con la propia evolución o, mejor dicho, en eso consiste la evolución.

    Aunque erróneamente se asocia al nombre de Lamarck, la herencia de los caracteres adquiridos era un recurso generalizado entre todos los biólogos desde Buffon en el siglo XVIII hasta 1883. Sin embargo, ha quedado definitivamente asociado a su nombre como otra manera de caricaturizarle y ridiculizarle. Pero hay algunos detalles sobre los que tampoco se ha puesto la debida atención. En primer lugar, el enunciado mismo de la ley es bien claro: “Todo lo que ha sido adquirido, trazado o cambiado en la organización de los individuos durante el curso de su vida, se conserva por la generación y transmite a los nuevos individuos que provienen de los que han experimentado esos cambios” (118). Por lo tanto, no se refería a las modificaciones de cualquier clase de “caracteres” sino a aquellas que se produjeran en los órganos de los individuos. En segundo lugar, las modificaciones se propagan a la descendencia siempre que ésta siga sometida a las mismas circunstancias que las hicieron nacer en los progenitores (119). En tercer lugar, la ley tiene una aplicación parcial, según Lamarck, en un caso determinado: “En las fecundaciones sexuales, mezclas entre individuos que no han sufrido igualmente las mismas modificaciones en su organización, parecen ofrecer alguna excepción a los productos de esta ley; porque esos individuos que han experimentado unos cambios cualesquiera, no siempre los transmiten o no los comunican más que parcialmente a los que producen. Pero es fácil sentir que no hay ahí ninguna excepción real; la misma ley no puede tener más que una aplicación parcial o imperfecta en esas circunstancias” (120). Por consiguiente, las modificaciones se propagan por la herencia sólo si concurren en los dos progenitores: “Todo cambio adquirido en un órgano por un hábito sostenido para haberle operado, se conserva en seguida por la generación, si es común a los individuos que en la fecundación concurren juntos a la reproducción de su especie. En suma, este cambio se propaga y pasa así a todos los individuos que se suceden y que se hallan sometidos a las mismas circunstancias, sin que se hayan visto obligados a adquirirlo por la vía que realmente lo ha creado”. De ese modo, continúa Lamarck, el mismo mecanismo de propagación de lo adquirido, la generación, crea una tendencia que la contrarresta: “En las reuniones reproductivas, las mezclas entre individuos que tienen cualidades diferentes se oponen por necesidad a la propagación constante de estas cualidades y formas. He aquí lo que impide que, en el hombre, que está sometido a tan diversas circunstancias como sobre él influyen, las cualidades o defectuosidades accidentales que ha adquirido se conservan y propagan por la generación. Pero de las mezclas perpetuas, entre individuos que no tienen las mismas particularidades de forma, hacen desaparecer todas las particularidades adquiridas por circunstancias particulares. De aquí se puede asegurar que si las distancias de habitación no separasen a los hombres, las mezclas por la generación harían desaparecer los caracteres generales que distinguen a las diferentes naciones” (121). Esa concepción, tan próxima a la moderna genética de poblaciones, influyó en las obras pioneras de Pierre Trémaux y Moritz Wagner sobre especiación alopátrica, pero nunca ha sido tomada en consideración. No interesa. Ni Lamarck ni Trémaux (122).

    Todos los pioneros y máximos defensores de la teoría de la evolución en el siglo XIX, sin excepción (Darwin, Spencer, Huxley, Haeckel), defendieron la tesis de la herencia de los caracteres adquiridos; es más, la pusieron en un primer plano: herencia de los caracteres adquiridos era sinónimo de evolución. El problema del origen de las especies depende de la solución que se le de a esta cuestión. Herbert Spencer escribió que “o ha habido herencia de los caracteres adquiridos o no ha habido evolución”, una tesis que, aun compartiéndola, Michurin matizó (122b). Sin la herencia de los caracteres adquiridos la evolución es imposible de explicar; con la herencia de los caracteres adquiridos la evolución deviene un proceso claramente comprensible. Para Haeckel era algo “inquebrantable” y constituía “la hipótesis capital” de Darwin (123). Nadie con más énfasis que éste insistió en que cualquier carácter adquirido era heredable, como en el caso de los hábitos, “que tienden probablemente a convertirse en hereditarios” (124). En consecuencia, tampoco contrapuso lo hereditario y lo adquirido. La transformación del hábito en instinto es uno de los motores más poderosos de la evolución. En consecuencia, aunque los neodarwinistas reniegan de ello, Darwin incorporó a su teoría científica de la evolución de las especies la tesis de la herencia de los caracteres adquiridos, a la que llamó “herencia con modificaciones” por influencia de Treviranus y, consiguientemente, mantuvo una noción de herencia que no es meramente transmisora de lo ya existente, sino creadora y acumulativa. Al heredarse los caracteres adquiridos, con el paso del tiempo se acumulaban o añadían a un fondo común, un proceso dialéctico en el que la herencia no sólo reproduce sino que produce. Según esta “herencia creadora” al futuro no se lega lo que se ha recibido sino algo más, algo distinto, como Darwin expuso de una manera muy clara:

    La palabra herencia comprende dos elementos distintos: la transmisión y el desarrollo de los caracteres. No obstante, por ir generalmente juntos estos dos elementos suele omitirse esta distinción. Mas esto es evidente en aquellos caracteres que se transmiten en los primeros años de la vida, pero que sólo se desarrollan en la edad madura o acaso en la vejez; también la vemos, y con más claridad, en los caracteres sexuales secundarios, que si bien se transmiten en ambos sexos sólo se desenvuelven en uno de ellos [...] Finalmente, en todos los casos de retroceso, los caracteres se transmiten en dos, tres o muchas generaciones, para desarrollarse después al hallar ciertas condiciones favorables que nos son desconocidas. La distinción importante entre la transmisión y el desarrollo quedará mejor grabada en el entendimiento si recurrimos a la hipótesis de la pangénesis; según ésta, cada unidad o celda [célula] del cuerpo despide ciertas yemecillas o átomos no desarrollados que, transmitidos a los descendientes de ambos sexos, se multiplican por división en varias partes. Puede ser que queden sin adquirir plenamente las propiedades que le son debidas durante los primeros años de la vida, y acaso durante generaciones sucesivas, porque su transformación en unidades o celdillas semejantes a aquellas de que se derivan depende de su afinidad y unión con otras unidades o células previamente desarrolladas por las leyes del crecimiento (125).

    A pesar de la claridad de esta concepción, verdadero núcleo fundacional de la biología, el positivismo y, más concretamente, Morgan acabarán con ella apenas medio siglo después, abriendo un cúmulo de equívocos de los que aún no ha logrado salir la ciencia de la vida. Como veremos, Morgan -y con él la teoría sintética- separará la transmisión (genética) del desarrollo (embriología), imponiendo una línea antievolucionista en nombre del propio evolucionismo. Esa concepción nada tiene que ver con Darwin, para quien el desarrollo y la embriología son “uno de los asuntos más importantes de toda la historia natural” (126). En contra de este criterio, a partir de 1900 nace la teoría de la división celular y de la herencia como “copia perfecta” de un original previo. Al separar el genotipo del fenotipo, la generación de la herencia, a finales del siglo XIX la biología reintrodujo la metafísica eleática: no se hereda lo nuevo, sólo lo viejo; la herencia transmite lo que hay, que es lo que siempre hubo. Por lo tanto, era una operación involucionista. La evolución no se puede concebir más que dentro de un proceso de cambio, dialécticamente. Si hasta 1883 los ambientalistas plantearon, además de la generación espontánea, que el organismo es una tabla rasa en donde el ambiente imprime su huella como quien escribe sobre un folio en blanco, a partir de aquella fecha las concepciones se volvieron del revés y la herencia se puso en primer plano: existen unos corpúsculos que se transmiten de manera inalterable de padres a hijos a los que no les afecta nada ajeno a ellos mismos y, sin embargo, son capaces de condicionar la configuración de los seres vivos. Si hasta 1883 la biología sostuvo que los caracteres adquiridos eran heredables, a partir de entonces, con Weismann prevaleció la concepción opuesta exactamente: ningún carácter adquirido era heredable.

    Este giro demostraba la inmadurez de esta ciencia, que había reunido un enorme cúmulo de observaciones dispersas relativas a especies muy diferentes (bacterias, vegetales, peces, reptiles, aves) que habitan medios no menos diferentes (tierra, aire, agua, parásitos), sin que paralelamente se hubieran propuesto teorías, al menos sectoriales, capaces de explicarlas. Sobre esas lagunas y tomando muchas veces en consideración exclusivamente aspectos secundarios o casos particulares, los positivistas han proyectado sus propias convicciones ideológicas y, desde luego, han tomado como tesis lo que no eran más que conjeturas. Pero no siempre es sencillo separar una hipótesis (ideológica, religiosa, política, filosófica) del soporte científico sobre el que se asienta.
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    ``La caza (imperialista) de brujas contra Lysenko´´. Y. ``la teoria materialista biologica lysenkista de la URRS´´ Empty Re: ``La caza (imperialista) de brujas contra Lysenko´´. Y. ``la teoria materialista biologica lysenkista de la URRS´´

    Mensaje por PCOEmilitantancia-ml Sáb Dic 25, 2010 4:48 pm

    La ideología micromerista

    Para un ciencia que estaba en sus inicios era inevitable empezar poniendo el énfasis en el ambiente exterior, e incluso identificar esa concepción con el fundador de la misma, Lamarck. Pero a lo largo del siglo las alusiones ambientalistas van a ser erradicadas de una manera tajante y, con ellas, saldrá despedido de la biología aquel a quien se imputaba su introducción: Lamarck. Me resulta imposible descifrar -ni siquiera imaginar- los motivos por los que el ambientalismo se imputó a Lamarck y no a Comte. Quizá ello sea achacable a que muy pronto, a partir de la revolución de 1848, el positivismo iba a tener un carácter dominante, hasta el punto de identificarse con la ciencia y, por tanto, había que poner a Comte más allá de cualquier crítica y seleccionar a Lamarck como cabeza de turco.

    En cualquier caso, esa mixtificación es equiparable a las demás que se produjeron a finales del siglo XIX, ninguna de las cuales tuvieron -como veremos- carácter científico alguno, abriendo una etapa de la biología repleta de paradojas y contradicciones que aún no han sido ni siquiera despejadas. Así, no cabe duda de que es una gran incongruencia de algunos partidarios de la teoría sintética que, por un lado, rechazan la influencia de los factores ambientales en la evolución de las especies y, por el otro, recurren a las catástrofes geológicas cuando sus postulados se encuentran ante un callejón sin salida. Como antes le ocurrió a la sicología, la ecología crecerá como una disciplina independiente de la biología, ambas mal articuladas entre sí y, por consiguiente, sosteniendo tesis contradictorias. Por ejemplo, la edición digital de 5 de octubre de 2009 de la revista Proceedings of the National Academy of Sciences tituló así un artículo de dos investigadores de la Universidad de Kansas: “Un cambio climático pasado provocó el enanismo de las lombrices de tierra y otros pobladores del suelo”. Del mismo modo en los manuales de ecología es posible leer afirmaciones tales como que la “tensión ambiental” produce nuevas especies y que el hombre es “producto” de las glaciaciones (127). Si los ciclos climáticos no han podido influenciar la evolución, como sostiene la teoría sintética, no tienen sentido esas continuas alusiones de los paleontólogos a las glaciaciones que ha experimentado el planeta. Si las funciones fisiológicas dependen de componentes internos (génicos) que son inmutables, es difícil explicar por qué los órganos de los sentidos están en fase con los factores ambientales, por qué el ojo humano es más sensible a las radiaciones que están en el espectro de los 400 a los 800 nm. de longitud de onda, que es la que llega hasta la superficie de la tierra. Los manuales de biología y genética de los mendelistas siguen de espaldas a la realidad sin aludir para nada a ningún factor ambiental. En ellos apenas encontramos algo más que las famosas “mutaciones al azar”, siempre referidas al genoma. Pese a ello, los mendelistas nunca lograron erradicar al ambiente de la biología sino que las referencias a su influjo se utilizaron de una manera oportunista. En el caso de los dinosaurios, los meteoritos no explican su vida pero sí su muerte (128), si bien a fin de mantener la validez de los postulados antiambientalistas es imprescindible, a su vez, sacar a la muerte (a las extinciones y a la enfermedad) de la biología y llevarlos a los estudios de medicina.

    En el nacimiento de la teoría de la evolución en 1800 las referencias a las circunstancias, al medio y al entorno eran tan ambiguas como cualesquiera otras utilizadas en la biología (y en la sociología), pero no son suficientes para explicar el repudio que empezaron a desencadenar en un determinado momento del siglo. Nos encontramos ante un caso único en la ciencia cuya explicación merecería reflexiones muchísimo más profundas del cúmulo de las que se han venido exponiendo durante cien años. Resultaría sencillo comprobar que, además del estado inicial de la biología, concurrían también factores ideológicos, políticos y económicos para un rechazo tan visceral. Las alusiones ambientalistas tenían un componente corrosivo para una burguesía atemorizada por la experiencia del siglo XIX. Sobre todo tras la I Internacional y la Comuna de París, hablar del ambiente se hizo especialmente peligroso, signo de obrerismo y de radicalismo, y Lamarck era la referencia ineludible en ese tipo de argumentaciones.

    Entendido a la manera usual, el lamarckismo rompía la individualidad clasista de la burguesía, la disolvía en una marejada informe. Frente al ambientalismo socialista, igualitarista, la burguesía busca un significado singular para el nuevo contenido semántico de la palabra “herencia” que se ciña a los individuos de una especie, no a la especie misma y, desde luego, tampoco al propio ambiente, que es colectivista por antonomasia. La utilidad del nuevo significado de “herencia” iba a ser la misma que la del grupo sanguíneo, la raza, el gen o las huellas dactilares. Sin embargo, parece obvio constatar que la introducción de una especie en un habitat que no es el suyo, modifica éste de manera radical y definitiva. Si habitualmente no se considera este supuesto como “herencia de un carácter adquirido” es porque, lo mismo que el carácter, la expresión “herencia” se toma en un sentido individual. ¿No es heredable el medio? Cuando algunos simios comenzaron a caminar en bipedestación, no se trató de una modificación del medio, ni del organismo sino de ambas cosas a la vez y, desde luego, fue algo heredado porque no vuelve a repetirse en cada generación. Lo mismo cabe decir de la domesticación de algunos animales por los seres humanos, que no sólo los modificaron irreversiblemente sino que la especie humana también quedó modificada junto con ellos.

    Por ese motivo, lo mismo que Lysenko, Lamarck es otra figura denostada y arrinconada en el baúl polvoriento de la historia científica. Es muy extraño porque es realmente difícil encontrar una rama del saber cuyo origen deba tanto a un solo científico, como la biología evolucionista debe a Lamarck. Me parece muy pertinente la valoración que realizó Gould de la obra del naturalista francés: “Una idea tan difusa y amplia como la de evolución no puede reclamar un único iniciador o punto de partida [...] Pero Lamarck ocupa un lugar especial por ser el primero en trascender la nota a pie de página, el comentario periférico y el compromiso parcial, y en formular un teoría de la evolución consistente y completa: en palabras de Corsi, ‘la primera gran síntesis evolucionista de la biología moderna’” (130). Naturalmente que el olvido del naturalista francés no se puede atribuir a la ignorancia porque incluso la ignorancia (que la hay) no es aquí casual sino plenamente deliberada, es decir, que se trata de un caso claro de censura académica. Por ejemplo, en castellano de toda la obra de Lamarck sólo se ha traducido la “Filosofía zoológica”, una tarea que se llevó a cabo hace ya cien años para conmemorar el centenario de su publicación. No hay traducciones de otras obras y, naturalmente, Lysenko ni existe.

    El tamaño, el espacio que ocupan los grandes pensadores en la historia, es importante. Por lo tanto también debería serlo en los manuales que exponen esa historia. La distribución del espacio dedicado a las distintas aportaciones de los científicos a una tarea común constribuye a dimensionar y, por tanto a comparar, a unos y otros, incluso con independencia del acierto de sus concepciones. Sin embargo, en una obra de referencia, como la historia de la “biología” que escribió Mayr, las referencias a Lamarck no alcanzan ni el dos por ciento del texto. En cualquier otro campo del saber, ese porcentaje no daría a entender que se trata de un autor marginal. El naturalista francés no fue el primero en establecer la evolución de los seres vivos y, por consiguiente, en romper con la inercia de un pensamiento milenario, sino que ha quedado como un precedente anecdótico de esa evolución, o incluso de Darwin. También es significativo que cuando algunos ensayos crítican a Lamarck o Lysenko, no aparecen citas textuales sino vagas referencias, tópicos y lugares comunes que se vierten en la medida en que se necesitan y en la forma en que se necesitan. Lamarck marcó una pauta a la que seguiría Lysenko: la “crítica” es tanto más estridente cuanto más desconocido es aquello que se “critica”. Para poder divulgar tan infundadas “críticas” hay que obstaculizar el acceso directo a las fuentes originales. Es la mejor forma de preservar el engaño. En 2009 se conmemoró el 150 aniversario de la publicación de “El origen de las especies” sin una sola mención al 200 aniversario de la “Filosofía zoológica”, lo cual es bastante más significativo que un simple descuido.

    Lamarck y Lysenko son dos personalidades científicas vilipendiadas y ridiculizadas aún hoy en los medios científicos dominantes por los mismos motivos: porque defienden la misma teoría de la heredabilidad de los caracteres adquiridos. Pero hay algo más que une a Lysenko con Lamarck: si aquel defendió la revolución rusa, éste defendió la revolución francesa y la reacción burguesa es rencorosa, no olvida estas cosas fácilmente: “No sorprende que el pensamiento lamarckiano haya influido sobre los pensadores revolucionarios franceses y tampoco que haya sido la doctrina oficial de Rusia en la época (aproximadamente 1937-1964) en que la ciencia agrícola estuvo dominada por las opiniones de Trofim Denisovich Lysenko y los genetistas mendelianos se encontraban en desgracia por creer en la desigualdad genética de los hombres” (131). Los revolucionarios como Lamarck creen en la igualdad de todos los hombres; por eso murió en la miseria, ciego, abandonado por todos y sus restos han desaparecido porque fueron arrojados a una fosa común, mientras los de Darwin yacen en el centro mismo de Londres, en la abadía de Westminster, junto a los de Newton. Quizá porque Lamarck no dedicó su obra a un príncipe, ni a un marqués, ni a ningún potentado sino “al pueblo francés”, una dedicatoria nada habitual en los libros de ciencia.

    La biografía de Lamarck es tan sorprendente -por lo menos- como su obra. La revolución francesa había aupado a los científicos a las más altas cumbres de la gloria política como nunca se había visto anteriormente. Fueron adulados, agasajados y recompensados en vida con cargos de responsabilidad, sueldos elevados y menciones honoríficas, tanto durante la monarquía, como durante la república, el consulado y todas las formas de gobierno que se fueron sucediendo posteriormente. Científicos como Laplace, Lamarck o Cuvier mueren aproximadamente en las mismas fechas, coincidiendo con la revolución de julio de 1830 que inició en Francia el reinado de Luis Felipe de Orleans. Todos ellos, excepto Lamarck, estaban entonces en la cúspide de su gloria, disfrutando de innumerables prebendas. Aunque ambos habían trabajado juntos, Cuvier era una generación más joven que Lamarck y cuando le encargan leer el discurso funerario de éste, lo que prepara es una diatriba en toda regla contra su viejo amigo y colega, “un panfleto tan magistral como repugnante”, en palabras de Gould (132). Afortunadamente Geoffroy Saint-Hilaire logró impedir a última hora tamaño despropósito. Sin embargo, no pudo impedir que en lo sucesivo Lamarck fuera olvidado junto con sus últimos restos y que él mismo se viera obligado a mantener con Cuvier una agria polémica al año siguiente. Los términos eran los mismos que luego se reproducirían en 1900: ¿cambios cuantitativos y graduales o saltos cualitativos y catástrofes? Lo mismo en 1830 que en 1900 bajo las catástrofes y mutaciones lo que se ocultaban eran concepciones antievolucionistas, como las de Cuvier, De Vries o Bateson.

    Los motivos de este funeral no son científicos sino políticos. Nunca existió una autopsia que diagnosticara cuáles eran las causas de la muerte científica de Lamarck. El naturalista francés ni siquiera era digno de una crítica porque la crítica mantiene vivo el pensamiento del autor; el de Lamarck era mejor olvidarlo. Las exequias científicas del francés las llevaron a cabo políticos y no científicos, por más que sus sepultureros ostentaran reputados diplomas. Lo mismo que Virchow, Cuvier (1769-1832) era un político muy influyente en la corte de Carlos X, de la que llegó a ser presidente del Consejo de Estado. Ambos, Virchow en Alemania y Cuvier en Francia, sólo fueron científicos durante su juventud; el resto de sus vidas las dedicaron al ejercicio profesional de la política, con una especial capacidad para influir sobre los planes de educación, las inversiones en instituciones científicas, la financiación de determinadas revistas, etc. Ambos, Virchow y Cuvier, eran antievolucionistas y esas concepciones fueron las que promocionaron desde los cargos de responsabilidad que ocuparon. Cuando en 1856 aparecieron en Alemania los primeros fósiles de neandertal, Virchow negó que se tratara de un antecedente humano: era un hombre pero deforme, un monstruo, una tesis que mantuvo hasta su muerte, a pesar de los hallazgos se fueron repitiendo. Por su parte, a Cuvier le corresponde una frase célebre de las que deben pasar a la historia de los disparates científicos: “El hombre fósil no existe” (133). A pesar de ello, Cuvier ha pasado a la historia como uno de los fundadores de la paleontología, mientras que Lamarck es ajeno por completo a ella. Lamarck fue enterrado muy pronto porque era la única manera de enterrar el evolucionismo.

    Sin embargo, parece evidente concluir que el ostracismo de Lamarck -y de las primeras concepciones evolucionistas- no se puede atribuir exclusivamente a la labor de Cuvier sino a un cúmulo de factores de todo tipo, ajenos a la ciencia misma, que están en la sociología, la economía, la política y la cultura, en general, así como en los derroteros que fueron experimentando a lo largo del siglo. Por ejemplo, no cabe duda de que el pensamiento lamarckista chocó frontalmente con la ideología positivista dominante desde mediados de siglo. Lamarck era un teórico de la biología en un momento en el que las corrientes científicas dominantes repudiaban las teorías, las leyes y los postulados generales, reclamando hechos, experimentos o investigaciones de campo. Si por algo destaca la obra de Lamarck es por su audacia, su capacidad de aventurar profundas generalizaciones con muy pocos hechos sobre los que apoyarse, e incluso sobre ninguno. Muy pronto a los coleccionistas de hechos debió parecerles que su profunda reflexión estaba anticuada, que pertenecía a otro siglo.

    Había que acabar con la maldición lamarckista y el mal ambiente revolucionario del momento. A finales del siglo XIX la burguesía tenía que dar un giro de 180 grados a su concepción de la biología: empezar de dentro para ir hacia fuera. Es el papel que desempeñó el micromerismo, una corriente ideológica asociada al positivismo que trata de explicar la materia viva a partir de sus elementos componentes más simples. A partir de 1839, con el desarrollo de la teoría celular, el micromerismo fue encontrando partículas cada vez más pequeñas de la materia viva (núcleo, cromosomas y genes), reales o inventadas, sobre las que concentrar la explicación de los fenómenos vitales.

    El micromerismo se incuba a mediados del siglo XVIII por dos vías diferentes. En Francia por el esfuerzo de Buffon para trasladar a la biología la física de Newton y, más concretamente, su atomismo. En Alemania y en Maupertuis es consecuencia de la influencia de las mónadas de Leibniz. Sin embargo, el micromerismo obtuvo su impulslo definitivo en la teoría celular, un extraordinario ejemplo de la dinámica de los descubrimientos científicos (135). La célula era una partícula conocida desde el siglo XVII y a la que Lamarck prestó una considerable atención en su “Filosofía zoológica”. Lo que en 1839 llevaron a cabo Schleiden y Schwann no consistió, pues, en aportar un nuevo descubrimiento sino en desarrollar una nueva teoría en torno a algo ya conocido, la célula, poniéndola en el primer plano de la fisiología de los seres vivos. Engels destacó la teoría celular como uno de los tres avances científicos más importantes del siglo XIX. Pero la teoría celular de Schleiden y Schwann no es la teoría celular de Virchow; la primera se expone en 1839 y la segunda en 1855; entre ambas, más que un breve lapso temporal, lo que se levanta es el abismo de la revolución de 1848, que marca el final del romanticismo, del idealismo alemán y de la filosofía de la naturaleza, y el comienzo de la era positivista.

    Conviene aclarar las repercusiones de esta ruptura de 1848 sobre la teoría celular porque en ella se combinan históricamente aspectos distintos a través de los cuales Virchow deslizó sus propias convicciones ideológicas. Comte fue un enemigo declarado tanto del concepto de célula como de la teoría celular, de manera que lo que Virchow logra es una componenda entre ambas corrientes hasta entonces enfrentadas: el positivismo y la teoría celular. Su éxito es que a través del positivismo los científicos incorporen para sí un concepto que hasta entonces les parecía excesivamente filosófico. No obstante, para lograrlo era imprescindible realizar una serie de retoques a la teoría.

    Lo mismo que en física, también en la biología venían pugnando de antaño concepciones tanto continuas como discontinuas. La teoría de los fluidos vitales, aquella vieja teoría de los humores procedente de la medicina hipocrática griega, se basaba en la continuidad. Los fluidos o humores, especialmente la sangre, eran los elementos que determinaban los caracteres del organismo y ponían en relación entre sí a sus diferentes componentes. A diferencia de los sólidos, los líquidos (plasma) pueden mezclarse y combinarse en cualquier proporción y tienen un carácter originario. Un organismo presentaba determinados rasgos característicos como consecuencia de una determinada combinación de los fluidos vitales, algo que ha trascendido al lenguaje coloquial (buen humor, mal humor). Así, originariamente la noción de protoplasma no era un componente de la célula sino un fluido originario a partir del cual se desarrollaban los organismos (136). Por lo tanto, hasta el siglo XIX, quizá hasta la obra de Bichat (137), los fluidos desempeñaban el papel que luego se atribuyó a los genes. La pangénesis de Darwin, por ejemplo, formaba parte de esa concepción continua, totalmente coherente con el gradualismo de su teoría evolutiva. En la mayor parte de los estudios sobre el origen de la vida, tanto en biología como en cosmología, es frecuente emplear las expresiones “caldo” o “sopa” para aludir a una supuesta sustancia originaria, líquida y caliente, la warm little pond de Darwin (138), cuyos precedentes están en la teoría de los humores.

    Con su teoría celular Schleiden y Schwann no sólo no modifican esa concepción continua sino que la conciben dialécticamente, es decir, integran la continuidad con la discontinuidad característica de las células como unidades complejas de todos los organismos vivos. Esa integración es clara cuando el protoplasma se concibe no sólo como una parte integrante de la célula sino como la parte decisiva de ella porque es el componente originario. Según Schwann las células no eran originarias sino que procedían de un blastema o retoño primitivo. De una forma transfigurada, esa misma concepción adquiere hoy una nueva forma trascendental para la teoría de la evolución: la del paso de las células procariotas, sin núcleo definido, a las eucariotas o células nucleadas. Si bien tampoco se conoce con certeza el modo en que ese salto se produjo, lo que parece indudable es, sin embargo, que existió y, por tanto, que las células procariotas son antecedentes de las eucariotas. Esto indicaría que la concepción de Schwann sería correcta.

    La teoría celular Schleiden y Schwann expresa la unidad de la diversidad, es decir que, junto al concepto de “unidad de tipo” que luego defenderá Darwin, reconduce la gigantesca multiplicidad de los seres vivos, animales y plantas, a un único componente: la célula. Los seres vivos son todos ellos diferentes pero todos ellos se componen también de células similares, que desempeñan funciones similares, se duplican de manera similar, etc. La teoría celular descubre la unidad interna de la materia viva en medio de la gigantesca biodiversidad, reconduce la enorme multiplicidad de animales y plantas a un componente común a todos los seres vivos. Pese a sus enormes diferencias, todos los organismos vivos se componen de células, que son parecidas para todos ellos: unidades que se reproducen a sí mismas. Cualquier organismo vivo, por complejo que sea, se desarrolla a partir de una única célula.

    A pesar de que tanto Schleiden y Schwann como Virchow son alemanes, su formación es distinta. Schleiden y Schwann forman parte de la gran tradición de la filosofía de la naturaleza, que prolongaba el idealismo clásico alemán, especialmente Schelling, Goethe y Oken. Por eso, aunque no están ausentes las expresiones positivistas, mecanicistas y reduccionistas que entonces comenzaban a emerger, su concepción es fundamentalmente dialéctica, mientras que Virchow es un mecanicista vulgar que está en la tradición de Vogt, Moleschott y Büchner. La tesis de Schleiden y Schwann resultó sutilmente desnaturalizada por Virchow, quien dio uno de esos vuelcos característicos de la biología del siglo XIX. Ambas parecen próximas y llevan un nombre parecido (teoría celular, en un caso, teoría de las células, en el otro), pero no son idénticas. Virchow impone una versión atomista y mecánica no sólo de la teoría celular sino del propio organismo vivo compuesto por células. Las concepciones de Schleiden y Schwann están abandonadas, afirma, y hay que sustituirlas por su propia concepción, que califica de mecanicista: “Es casi imposible tener ideas más mecanicistas de las que yo profeso”, reconocía. Sostiene que en el cuerpo no había otra cosa más que células, es decir, margina a los fluidos. Mientras Schleiden y Schwann consideran que las células nacen de un fluido originario, Virchow impone el postulado de que los fluidos eran secreciones de las células: son éstas y no aquellos los que tienen un carácter originario. Los líquidos que se observan entre las células están bajo la dependencia de ellas, porque “los materiales formadores se encuentran en las células”.

    Paradójicamente los precedentes micromeristas de Virchow no se pueden atribuir exclusivamente a la influencia positivista, sino que están en mismas raíces de la filosofía de la naturaleza y, concremente, en Leibniz y Goethe, para quienes, a pesar de las apariencias, los seres vivos no eran sujetos individuales sino pluralidades autónomas (138b), una especie de confederación de mónadas o células. Esta errónea concepción filosófica permitió a Virchow asociar la teoría celular a un componente ideológico. Consideraba que en su época estaban en un periodo de plena reforma médica, cuya consecuencia fue “perder de vista la idea de unidad del ser humano”. Esa unidad debía ser sustituida por otra, la célula: “La célula es la forma última, irreductible, de todo elemento vivo [...] en estado de salud como en el de enfermedad, todas las actividades vitales emanan de ella”. El cuerpo humano no forma una unidad porque no tiene un centro anatómico sino muchos: cada célula es uno de esos centros y, por tanto, ella es la unidad vital (139). De ahí se desprende, continúa Virchow, que las especies más elevadas, los animales y plantas, son “la suma o resultante de un número mayor o menor de células semejantes o desemejantes”. A causa de ello afirma sentirse “obligado” a dividir al individuo “no sólo en órganos y tejidos sino también en territorios celulares”. Como el Reich bismarckiano, los organismos vivos también son Estados federales. El minifundismo celular de Virchow condujo a una concepción también descentralizada de las patologías, a la teoría del foco: no es el organismo el que enferma sino que dentro de él hay partes enfermas y partes sanas. En aquel Reich federal no existía coordinación ni órganos centralizados. No existía organismo como tal. Frente al romanticismo de la filosofía de la naturaleza se había impuesto la ilustración alemana, el individualismo.

    Las células se asociaron rápidamente a lo que entonces se calificaba como infusorios, una categoría de seres vivos que, a comienzos del siglo XIX, era muy confusa. Para algunos historiadores de la biología el fundador de la teoría celular es Oken porque para este biólogo los infusorios no eran ni protozoos ni un grupo de organismos vivos sino todos aquellos de tamaño microscópico, los microbios, aunque fueran pluricelulares, es decir, que incluían a los paramecios, amebas, lombrices o algas. Para Ehrenberg los infusorios eran organismos simples pero perfectos, independientes, completos y provistos de organismos coordinados. Es el modelo que Virchow extendería a las células: éstas eran autosuficientes, unidades vitales “todas las cuales ofrecen los caracteres completos de la vida”. Las células viven por sí mismas, actúan de manera aislada y funcionan independientemente unas de otras. En consecuencia también son independientes del cuerpo del que forman parte, e incluso capaces de vivir indefinidamente: cada célula pervive en las dos células que le suceden. De ahí derivó lo que califica como “ley eterna del desarrollo continuo”, según la cual la vida no procede de la materia inerte sino de la misma vida, (omnis cellula e cellula), esto es, que la vida es eterna y que las células derivan unas de otras. Se trataba de la liquidación del concepto de generación, aparentemente refrendada por los experimentos de Pasteur que demostraron el error de la generación espontánea. Virchow defiende una variante actualizada del preformismo según la cual los seres vivos no pueden proceder de “partes no organizadas” con la que anticipa la teoría de la “complejidad irreductible”. El médico alemán es un ejemplo de aquel promotor inmobiliario que no es capaz de encontrar en los ladrillos y la ferralla el germen de los majestuosos edificios una vez elaborados porque no tiene en cuenta el proceso de su elaboración, es decir, la evolución.

    La teoría celular volvió, pues, a replantear la teoría de la generación y dio nuevos aires a la biogénesis. Tras la exposición de Schleiden y Schwann, el polaco Robert Remak la había completado demostrando cómo se suceden las células por desdoblamiento de una de ellas en dos. Lo más simple era asociar la división celular a la tesis de la continuidad de la vida. Fue otro de los espejismos de la biología. La división celular parecía la imagen gráfica de la biogénesis. No obstante, ahí se confundían dos cuestiones diferentes: una cosa es explicar el origen actual de cada célula y otra el origen de las células desde el punto de vista de la evolución. En otras palabras, se confundía el origen de la célula con el origen de la vida porque ésta era sinónimo de aquella, del mismo modo que en 1900 serán los genes los que se confundirán con la vida. No obstante, la célula no es un componente originario de la vida sino un grado de organización alcanzado por ella después de una larga etapa de la evolución. Sólo es posible concebir la tesis de la continuidad de Virchow si al mismo tiempo se admite su pensamiento antievolucionista. Como tantas otras formas organizadas de la materia viva, la célula no puede explicar el origen de la vida porque es una consecuencia y no una causa de su evolución. Los organismos unicelulares ponen de manifiesto formas de vida ya complejas y desarrolladas que han debido surgir de otras inferiores, más rudimentarias. De ahí que la naturaleza manifieste formas intermedias de vida como las procariotas (organismos unicelulares sin núcleo) o los virus.

    El propio Virchow reconoció que la aportación de Schwann a la teoría celular se había limitado a consignar que el cuerpo se compone de células, mientras que la teoría de la continuidad fue su propia aportación. Como ya he expuesto, se ha mezclado indebidamente a Pasteur en esta concepción por su demostración de la falsedad de la generación espontánea como si de esa manera Pasteur hubiera sustentado la teoría de la continuidad. La patología puede ahora aportar otros dos puntos de vista acerca de este mismo asunto. Uno de ellos es que Pasteur sostiene una concepción sistémica del organismo vivo que está muy alejada del micromerismo de Virchow, de su teoría celular así como de los focos: la enfermedad puede tener su origen en un punto del organismo pero sus consecuencias repercuten por todo el organismo o, al menos, por partes muy extensas del mismo. El otro es que, como también he expuesto antes, la enfermedad es un fenómeno ligado a la vida y, de la misma manera que ésta no surge espontáneamente, tampoco las enfermedades aparecen espontáneamente. Como la muerte y las extinciones, las patologías son un análisis de la vida en negativo y en sus distintas manifestaciones las infecciones externas desempeñan un papel muy importante.

    En la URSS, de la misma manera que Lysenko se enfrentó al mendelismo, Olga Lepechinskaia hizo lo propio con Virchow, con idéntico –o aún peor- resultado de linchamiento. Lepechinskaia es otra de las figuras malditas de esta corta pero vertiginosa historia. Autores como Rostand la ridiculizan y Medvedev, demostrando su baja catadura personal, la califica de “buena cocinera”. Es otra aberración científica soviética y, como en el caso de Lysenko, las concepciones de Lepechinskaia se presentan como únicas, originales y exclusivas. No obstante, otros magníficos cocineros como Sechenov combatieron las concepciones de Virchow desde 1860. Ludwig Büchner (140), Haeckel e Yves Delage (141) también expresaron la misma opinión que la soviética muchos años antes. Así por ejemplo, según Haeckel, las moneras, organismos unicelulares sin núcleo que hoy llamaríamos procariotas, son los organismos de los que parte la vida y, en consecuencia, son previos a las células en el curso de la evolución: “La vida ha comenzado en un principio por la formación de una masa homogénea amorfa y sin estructura, que es en sí tan homogéna como un cristal [...] La vida propiamente dicha está unida, no a un cuerpo de una cierta forma, morfológicamente diferenciado y provisto de órganos, sino a una substancia amorfa de una naturaleza física y de una composición química determinadas” (142). Charles Robin, primer catedrático de histología de la Facultad de Medicina de París, era igualmente contrario a la teoría celular, materia que no se impartió en sus aulas hasta 1922. En 1946 Busse-Grawitz sostuvo la misma tesis que Lepechinskaia: que las células pueden aparecer en el seno de sustancias fundamentales acelulares; lo mismo defendió el neurólogo Jean Nageotte (1866-1948) en Francia. La distorsión introducida es de tal maginitud que todas estas tesis, incluida la de Lepechinskaia, son fieles a las concepciones originarias de Scheleiden y Schwann. Esto es algo característico tanto en Lysenko como en Lepechinskaia: ambos se niegan a aceptar el giro que había experimentado la biología en la segunda mitad del siglo XIX, y no son los únicos.

    El micromerismo basó una parte de su éxito en la potencia del análisis, uno de los más eficaces medios de investigación científica en cualquier disciplina. La unidad sometida a estudio se puede y se debe descomponer en sus partes integrantes para conocer su funcionamiento. Ahora bien, el análisis no justifica las conclusiones mecanicistas de los positivistas, como pretende Russell: “El progreso científico se ha logrado por el análisis y aislamiento artificial [...] Por lo tanto, es en todo caso prudente adoptar la concepción mecanicista como hipótesis de trabajo, y abandonarla sólo cuando haya pruebas claras en contra de ella. En lo concerniente a los fenómenos biológicos, tales pruebas faltan totalmente hasta hora” (143). Pero el positivismo ha ido mucho más lejos de la prudencia y las meras “hipótesis de trabajo”. El análisis nada tiene que ver con el mecanicismo ni con el reduccionismo. Aunque en ocasiones se estudian como si fueran cerrados, aislados, los organismos y los sistemas bióticos son complejos y abiertos. Como cualquier otra ciencia, la biología molecular ha construído su objeto extrayéndolo de su ambiente complejo para ponerlo en situaciones teóricas más sencillas. Ninguna ciencia estudia una realidad simple; lo que hace es simplificarla para extraer ciertas propiedades y ciertas leyes.

    Las secuelas del micromerismo han sido múltiples. Ha impuesto una causalidad unilateral expresada en el dogma central de la biología molecular, en donde no sólo el genotipo es la causa del fenotipo, sino algo peor: un único gen que produce una única enzima. Esta simplificación transmite una imagen distorsionada de la fisiología celular, en donde se pueden estar produciendo más 5.000 reacciones bioquímicas de manera simultánea. La formulación micromerista del dogma arrastra, además, otra imagen -no menos distorsionada- de que el gen es anterior en el tiempo a las enzimas o a las proteínas, que éstas tienen su origen en los genes, cuando lo cierto es que el ADN no podría funcionar sin proteínas ni enzimas, es decir, que el dogma debería, en todo caso, adoptar la forma siguiente:

    gen + proteína + enzima → enzima

    Para explicar su metodología micromerista Monod pone el ejemplo de un ingeniero extraterrestre que llega a la Tierra, encontrándose con un ordenador del que quiere conocer su naturaleza. Según Monod, el ingeniero procedería a desmontarlo para analizar cada una de sus piezas, y no cabe duda de que eso le ayudaría a comprender muchas cosas sobre los ordenadores, excepto una: su funcionamiento. El extraterrestre avanzaría aún más en su comprensión si fuera capaz de volver a montar cada una de las ellas y enchufar el aparato a la red. Se pueden poner ejemplos aún más gráficos. Una sinfonía se compone de sonidos lo mismo que un edificio de ladrillos, por lo que se incurre en la ilusión de siempre cuando se confunde el producto elaborado con el proceso de su elaboración. Un extraterrestre micromerista capaz de descomponer digitalmente cada uno de los sonidos de una sinfonía grabada llegaría a la conclusión de que en ella no ha intervenido ningún director de orquesta porque el mismo no emitió ningún sonido. Opinaría lo mismo de la partitura. Como los ingenieros extraterrestres, los micromeristas se equivocan: una sinfonía no se compone sólo de sonidos. No es posible reducir el todo a una de sus partes, ni tampoco a una suma de ellas; tampoco se puede considerar como todo lo que no es más que una parte, ni son los componentes los que diferencian al todo y ningún ser vivo se puede considerar como una federación celular. Los manuales de biología deberían dedicar algún capítulo a explicar cómo se unen las células en un organismo pluricelular, cómo coordinan su actividad y cómo interaccionan entre sí, ya que las referencias no abundan precisamente (143b). Si el número de células de un mamífero se cuenta por millones, las interacciones entre esas células es muy superior, pero es justamente esa parte la que permanece oculta.

    A medida que el positivismo fue imponiendo su cadena reduccionista, en cada paso siempre se quedaba algo por el camino. Cuando en la celula se concentra el interés en el núcleo, todo el citoplasma pasa a desempeñar un papel marginal; cuando en el cromosoma el interés se limita a los ácidos nucleicos, son las proteínas las que aparecen descuidadas; cuando de los dos ácidos nucleicos sólo se alude al ADN, es al ARN a quien se olvida; cuando en el ADN sólo se presta atención a las secuencias codificantes, el resto se desprecia como basura. Sin embargo, en el núcleo de la célula el ADN está enroscado en torno a las proteínas, algunas de las cuales se llaman histonas, de las que hay alrededor de 60 millones de cada uno de los tipos diferentes que se conocen. Esto significa que en el núcleo de cada célula hay dos veces más proteínas que ADN, a pesar de lo cual sus trascendentales funciones genéticas se ignoran o se menosprecian abiertamente.

    Al final de este recorrido la vida no aparece hoy ligada a un ser vivo sino a la célula, al ADN, los cromosomas o los genes, algo que los medios de comunicación repiten con insistencia. Se ha alterado radicalmente el objeto mismo de la biología como ciencia de la vida, que retorna a las “ciencias naturales” en donde aparecen confundidos lo vivo y lo inerte. El problema aparece cuando esos componentes no están vivos porque no se puede explicar la vida a partir de componentes no vivos exclusivamente, sino por la forma en que esos componentes interactúan entre sí, es decir, por la forma en que se organizan y, por lo tanto, por la forma en que funcionan. Ni el biólogo es un taxidermista ni la biología es una ciencia cuyo objeto se pueda mantener in vitro, como tampoco se pueden obtener conclusiones de la fisiología humana diseccionando cadáveres. La evolución de las especies, las presentes y las pasadas, no se puede explicar solo con ayuda del microscopio ni se rige por las mismas leyes del mundo físico. Pero es que ni siquiera todos los fenómenos físicos se rigen por las leyes atómicas, salvo los del átomo. Sin embargo, los micromeristas sí pretenden extrapolar las leyes que rigen los fenómenos celulares y moleculares a la evolución de todos los seres que componen la naturaleza viva. En consecuencia, el micromerismo retrocedió cien años el curso de la biología.

    El esquema micromerista está calcado del atomismo del mundo físico y expuesto sin temor al ridículo. Por ejemplo, Schrödinger no vacila en afirmar con rotundidad: “El mecanismo de la herencia está íntimamente relacionado, si no fundamentado, sobre la base misma de la teoría cuántica” porque ésta “explica toda clase de agregados de átomos que se encuentran en la naturaleza” (143c). ¿Y qué son los seres vivos más que átomos amontonados unos junto a los otros? ¿Por qué no experimentar con ellos en aceleradores de partículas? En la misma línea, Russell afirma lo siguiente: “Todo lo distintivo de la materia viva puede ser reducido a la química, y por ende, en última instancia, a la física. Las leyes fundamentales que gobiernan a la materia viva son, según todas las probabilidades, las mismas leyes que rigen la conducta del átomo de hidrógeno, o sea, las leyes de la mecánica cuántica [...] Las leyes de la herencia, como las de la teoría cuántica, son discretas y estadísticas [...] No hay ninguna razón para suponer que la materia viva está sujeta a leyes diferentes de las de la materia inanimada, y hay considerabes razones para pensar que todo en la conducta de la materia viva es teóricamente explicable en términos físicos y químicos” (144). Aunque lo expresa con otras palabras, François Jacob repite idénticas nociones: “De la materia a lo viviente no hay una diferencia de naturaleza sino de complejidad”. Por consiguiente, de lo muerto a lo vivo no hay más que diferencias de grado, puramente cuantitativas: lo vivo no es más que materia inerte algo más complicada. Para analizar lo vivo hay que dividirlo en partes: “No se puede reparar una máquina sin conocer las piezas que la componen y su uso”. Luego, cabe concluir, la vida no es más que una máquina como cualquier otra, lo cual se puede incluso seguir sosteniendo aunque esté en funcionamiento: “Hay al menos dos razones que justifican abordar el análisis del funcionamiento del ser vivo no ya en su totalidad, sino por partes...” (144b). Pero un organismo vivo no es una máquina. En su conjunto, una máquina es menos fiable que cada uno de sus componentes tomados aisladamente. Basta una alteración en uno de ellos para que el conjunto deje de funcionar. Una organismo vivo, por el contrario, tiene unos componentes muy poco fiables, que se degradan muy rápidamente; las moléculas, como las células, se renuevan y mueren pero el organismo en su conjunto permanece idéntico a sí mismo aunque todos sus componentes se hayan deteriorado. La fiabilidad del conjunto contrasta con la fragilidad de los componentes (145).

    Es muy frecuente confundir el micromerismo con una forma de “materialismo”, cuando en realidad es un mecanicismo vulgar. Le sucedió a un filósofo de altura como Hegel y a un biólogo de la talla de Haldane. Por eso Rostand encuentra aquí una incongruencia entre los marxistas, que defienden el atomismo en física pero se oponen al atomismo en biología (146). La diferencia es bastante obvia. Los físicos no han confundido la mecánica cuántica con la mecánica celeste; no han reducido toda la física a la física de partículas, ni han pretendido explicar los fenómenos físicos recurriendo a las leyes que rigen el movimiento de las partículas subatómicas. Tampoco han cometido otro atropello común entre los mendelistas: tratar de explicar los fenómenos del universo teniendo en cuenta sólo una parte de las partículas subatómicas. Sin embargo, en biología ese tipo de concepciones reduccionistas son corrientes , e incluso ese reduccionismo se presenta como la esencia misma del proceder científico e incluso pretendería llegar mucho más allá, a reducir la biología a la física, por que ésta sí es auténticamente científica. Para lograr esto Rostand tendría que demostrar primero que los fenómenos que estudia la física son equiparables a los fenómenos vitales, y el marxismo sostiene todo lo contrario: que la biología no se puede reducir a la física, y ni siquiera la física se puede reducir a la mecánica. Aunque la materia viva procede de la inerte, se transforma siguiendo leyes diferentes de ella. Entre ambos universos hay un salto cualitativo, de manera que no se puede confundir a la materia viva con la inerte ni al hombre con los animales. Así, tan erróneo es separar completamente al hombre de la naturaleza, como hace la Biblia, como equipararlos, que es lo que hacen los neodarwinistas (147). La complejidad creciente de las distintas formas de materia impide la reducción de las leyes de la materia viva a las de la materia inerte, pero a partir de ahí es igualmente erróneo sostener que la materia viva no es materia o que hay algo no material en la vida. Nada ha alimentado más al holismo que los absurdos reduccionistas (148). En consecuencia, el positivismo no se puede postular a sí mismo como alternativa a las corrientes finalistas y holistas, porque ambas son unilaterales y, por tanto, erróneas.

    Las partes sólo se pueden comprender en su mutua interacción y en la mutua interacción con el todo que las contiene, un principio que Lamarck estableció entre los más importantes de su metodología. Según el naturalista francés, la alteración de una parte repercute sobre las demás y para conocer un objeto hay que comenzar por considerarle en su totalidad, examinando el conjunto de partes que lo componen. Después hay que dividirlo en partes para estudiarlas separadamente, penetrando hasta en las más pequeñas. Por desgracia, continúa Lamarck, no hay costumbre de seguir este método al estudiar la historia natural. El estudio de las partes más insignificantes ha llegado a ser para los naturalistas el tema principal de estudio: “Ello no constituiría, sin embargo, una causa real de retraso para las ciencias naturales si no se obstinasen en no ver en los objetos observados más que su forma, su color, etc., y si los que se entregan a semejante tarea no desdeñasen elevarse a consideraciones superiores, como indagar cuál es la naturaleza de los objetos de que se ocupan, cuáles son las causas de las modificaciones o de las variaciones a las cuales estos objetos están sujetos, cuáles son las analogías entre sí y con los otros que se conocen, etc. De ese modo no perciben sino muy confusamente las conexiones generales entre los objetos, ni perciben de ningún modo el verdadero plan de la naturaleza ni ninguna de sus leyes” (149).

    Al mismo tiempo, Hegel ya había advertido acerca de la falsedad de esa relación entre el todo y sus partes: el todo deja de ser una totalidad cuando se lo divide en partes. El cuerpo deja de estar vivo cuando se lo divide; se convierte en su contrario: en un cadáver (150), en materia inerte. Como su propio nombre indica, la teoría de la pangénesis de Darwin sigue esa misma concepción. El sueño de Frankenstein de reconstruir un ser humano juntando los restos de órganos extraídos de las tumbas, es inviable. Una sinfonía no se puede descomponer en los sonidos que emiten cada uno de los instrumentos que integran la orquesta por separado, y para comprender la visión no basta estudiar el ojo sino también es necesario entender el funcionamiento del cerebro. La isomería ya ha demostrado en química la fasedad del micromerismo: sustancias que tienen la misma composición molecular pero diferente estructura, tienen también diferentes propiedades químicas. Lo mismo cabe decir en biología de los priones, una proteína que no se diferencia de otras por su composición sino por la forma. Engels también denunció el mecanicismo. Dirigió su crítica contra el biólogo suizo Nägeli, quien consideraba explicadas las diferencias cualitativas cuando las podía reducir a diferencias cuantitativas, lo cual, continúa Engels, supone pasar por alto que la relación de la cantidad y la calidad es recíproca, que una se convierte en la otra, lo mismo que la otra en la una: “Si todas las diferencias y cambios de calidad se reducen a diferencias y cambios cuantitativos, al desplazamiento mecánico, entonces es inevitable que lleguemos a la proposición de que toda la materia está compuesta de partículas menores idénticas, y que todas las diferencias cualitativas de los elementos químicos de la materia son provocadas por diferencias cuantitativas en la cantidad y el agrupamiento espacial de esas partículas menores para formar los átomos” (151).

    Pero en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del siguiente persistió la concepción federal de Virchow, hasta que comenzó a extenderse la teoría del “sistema” nervioso superior de Sechenov y Pavlov. El centralismo retornó a la biología desde Rusia. Según Pavlov, “el todo se fragmenta progresivamente en partes constituyentes cada vez más elementales y se sintetiza de nuevo”. Por lo tanto, el análisis debe conducir a la síntesis en un momento determinado, a la generalización, como ya había propuesto Newton, quien denominó “método de composición” a la síntesis: el análisis es anterior a la síntesis, dice Newton, pero siempre hay que llegar a una síntesis. Es el aspecto descuidado que las corrientes holistas vienen poniendo de manifiesto en la biología, en ocasiones con buenos argumentos que hubieran debido ser tomados en consideración. Los problemas surgen cuando esa síntesis no llega nunca, apareciendo las partes siempre dispersas. Los ejemplos que pueden aducirse son muchos. Así, cuando un hombre fallece por causas naturales, por simple vejez, su edad quizá supere los setenta años. Ahora bien, sus células se han renovado periódicamente y muchas de ellas se habrán formado pocos días antes de la muerte del organismo. La edad del organismo no es la de las células que lo componen. Un organismo viejo puede componerse de células muy recientes y, a la inversa, un organismo puede subsistir a pesar de que una parte de sus células no se hayan renovado, hayan muerto o dejado de funcionar tiempo atrás.

    Pavlov insistió en el papel coordinador del sistema nervioso, al que calificó como “el instrumento más completo para relacionar y conexionar las partes del organismo entre sí, al mismo tiempo que relaciona todo el organismo, como sistema complejo, con las innumerables influencias externas”. Según Pavlov, “el organismo animal es un sistema extremadamente complejo, compuesto por un número casi ilimitado de partes conectadas entre sí y que forman un todo en estrecha relación y en equilibrio con la naturaleza ambiente” (152). Frente a la claridad de este planteamiento, el micromerismo retardó la obtención de respuestas a preguntas muy importantes: ¿Cómo se comunican las células con su entorno? ¿Cómo se comunican las células entre sí? ¿Cómo coordinan su actividad? Ese tipo de interrogantes han tardado en resolverse y habitualmente las respuestas halladas no ocupan el espacio que merecen en la teoría celular. Por ejemplo, las glándulas de secreción interna (hipófisis, tiroides, los islotes del páncreas, las suprarrenales, los ovarios y los testículos) vierten sus mensajes, las hormonas, al torrente circulatorio. Una vez en la sangre, estas hormonas circulan por todo el organismo e interactúan con algunas células receptivas para un determinado mensaje, llamadas “células blanco”. El sistema endocrino capta los cambios en el medio externo, ajusta el medio interno y favorece la actividad de cada célula de forma tal que la respuesta general se integre. Es, pues, uno de los mecanismos de coordinación celular, pero sólo uno de ellos.
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    Mensaje por PCOEmilitantancia-ml Sáb Dic 25, 2010 4:50 pm

    El federalismo celular transmite la noción estática de un mapa, cuando las células están en movimiento como consecuencia de los cambios (químicos, térmicos, radiactivos) que experimenta su entorno. Sin embargo, la emigración celular aparece como un fenómeno marginal. Otro aspecto olvidado por el micromerismo: la fusión celular, asunto sobre el que habrá que volver más adelante. Por influencia de Virchow, en la segunda mitad del siglo XIX, y en buena parte, a fecha de hoy, aún se mantiene la errónea convicción de que las células no se fusionan unas con otras porque tienen vida por sí mismas, porque son independientes unas de otras. Esta errónea concepción es la que luego se transmite a los genes: los genes no se mezclan, su actividad no se interfiere mutuamente, etc. El postulado es tan absurdo que sus propagadores no han caído en la cuenta de que la propia vida humana no es más que la fusión de dos células diferentes: un óvulo y un espermatozoide, y que fenómenos tan conocidos como la metástasis del cáncer no es más que la extensión de una patología celular a las células vecinas. Se podrían poner numerosos ejemplos de la inconsistencia de esta tesis pero, especialmente, un fenómeno reciente ha llamado la atención de los investigadores sobre este hecho: en los cultivos celulares in vitro que se utilizan en los laboratorios, unas células han influido sobre otras alterando su naturaleza, de modo que los investigadores no han estado trabajando sobre el material celular que habían imaginado, es decir, con el tipo de células que suponían. Es muy probable, por tanto, que los resultados derivados de tales investigaciones con células modificadas contengan importantes errores. Esto se debe a que unos linajes celulares influyen en cultivos de otros linajes e incluso, con el tiempo, desplazan a las células originales. El contaminante más común es el linaje de células HeLa. Se cree que inopinadamente las células HeLa han contaminado otros cultivos celulares de manera que es posible que durante los últimos 30 años los investigadores de todo el mundo hayan trabajado con células HeLa sin saberlo, pensando que se trataba de otro tipo de cultivos celulares. Es una de las consecuencia de haber supuesto -erróneamente- que las células son independientes unas de otras. Si eso es falso en un cultivo celular de laboratorio, con mucha mayor razón se puede pensar lo mismo de las células que forman parte de un mismo organismo vivo.

    Waddington, uno de los pocos biólogos que mantuvo una actitud crítica hacia el micromerismo, lo expresó gráficamente: “La arquitectura en sí es más importante que los elementos que han servido para construirla”. Pero las propias expresiones que se utilizan habitualmente en estos casos (todo, partes) son igualmente reminiscencias mecanicistas. Por eso Waddington apunta con más precisión cuando lo expresa de la siguiente manera: “Un organismo vivo no se puede comparar a un saco lleno de sustancias químicas, cada una de las cuales ha sido configurada por un gen particular. Su carácter peculiar lo admitimos implícitamente al decir de él que es un ser vivo. Ello presupone aceptar también que tiene la propiedad de estar organizado; pero ¿qué se entiende exactamente por organización? Se trata de un concepto bastante difícil de definir, por lo que quizá baste con que digamos aquí que implica el hecho de que las partes de que se compone un ser organizado tienen propiedades que sólo pueden comprenderse del todo poniendo cada una en relación con todas las demás partes del sistema” (153).

    Inicialmente la genética no ocupó el mismo sitio académico de privilegio que en la actualidad dentro de las diversas ramas de la biología. Cuantitativa y cualitativamente han cambiado los planes de estudio, los diccionarios, los manuales y las enciclopedias para ensalzar el papel protagonista de la genética. Ha cambiado la biología y ha cambiado la historia de la biología, la manera de contar la evolución de esta ciencia. Hoy la historia de la biología es la historia de la biología molecular, una historia micromerista que busca lo más pequeño porque eso es lo más importante. Incluso dentro de lo más pequeño, la historia de la biología molecular no cuenta la historia de las enzimas o las proteínas sino la historia del ADN o de lo que tiene relación con el ADN. Así lo pone de manifiesto la historia de la “biología” que escribió Mayr se agota con la doble hélice. No hay ninguna referencia a la ecología ni a la virología, por poner dos ejemplos, por no hablar de otras partes integrantes de la biología. Ese tipo de historias de la biología rondan exclusivamente lo que tiene algo que ver con la genética. El gran descubrimiento de la biología en 1900 no son los postulados de Koch sino las leyes de Mendel, aunque los motivos hay que adivinarlos. El concepto de gen es más importante que el de hormona, pero tampoco hay una explicación clara de ello. La manera en que Mayr expone la centralidad de la genética es característica del cúmulo abigarrado de mistificaciones que envuelven a la teoría sintética:

    El aspecto más importante de la herencia es el programa genético. Es él quien diferencia radicalmente a los seres vivos del mundo de los objetos inanimados, y no existe fenómeno biológico en el cual no esté implicado un programa genético. Los genetistas, no sin razón, han afirmado, pues, que la genética es la más fundamental de las disciplinas biológicas.

    La importancia de la genética se debe al hecho de que de que trata de un nivel de la jerarquía de los fenómenos biológicos que hace de enlace entre los dominios relativos a los organismos enteros -presentados por la biología de sistemas y la mayor parte de la biología evolucionista- y los relativos a los fenómenos puramente moleculares. A causa de ello, ha unificado la biología mostrando que los procesos genéticos en los animales y en las plantas eran idénticos. Más importante aún, la genética ha resuelto el problema de los mecanismos de la evolución y el desarrollo. La explicación completa de no importa qué fenómeno, en no importa qué rama de la biología evolucionista, se trate de la fisiología del desarrollo o de la biología evolucionista, requiere previamente que se hayan comprendido los principios fundamentales de la herencia. Si la biología ha podido progresar a paso de gigante en el siglo XX es en gran parte gracias a una mejor comprensión de los mecanismos de la herencia. Correlativamente, muchas controversias de la primera mitad del siglo XX no tuvieron otra razón que la dificultad para hacer coincidir los resultados y los conceptos de la genética con los de las ramas más antiguas de la biología” (154).

    Como consecuencia de esto, en un repaso a la biología se puede prescindir de cualquier cosa excepto de los genes, porque todo lo que no son genes desempeña una función marginal.

    El origen de la genética no estuvo en las facultades de medicina ni en nada que tuviera que ver con la biología, sino en la práctica económica o, para ser más preciso, en la agronomía. Más que con estudios o investigaciones universitarias, tuvo que ver con agricultores y ganaderos que trabajaban sobre el terreno y que, además, pretendían obtener beneficios económicos de sus experimentos, es decir, con la penetración del capitalismo en el campo. El vuelco que experimentó la biología tuvo profundas raíces económicas en una división capitalista del trabajo: los seleccionadores se separaron de los agricultores. Desde el neolítico, es decir, desde hace 10.000 años, la agricultura y la selección de las semillas las realizaban los mismos campesinos, que apartaban las mejores para volver a sembrarlas al año siguiente, un procedimiento empírico denominado “selección masal”. De la cosecha elegían aquellas que poseían las cualidades buscadas: alto rendimiento, fruto abundante, resistencia a las plagas, a la sequía, a las heladas, etc. Se las reproducía de nuevo y las mejores se volvían seleccionar para otra reproducción, repitiendo el proceso un cierto número de generaciones, hasta obtener una variedad mejorada que se reproduce siempre con las mismas características, lista para ser plantada por los agricultores. Esta práctica dio lugar a una cantidad cada vez mayor de variedades vegetales adaptadas localmente. Un mercado de alcance limitado, basado en el autoconsumo, promovía la diversidad vegetal.

    Lo mismo cabe decir de la ganadería, en donde los mejores sementales se convirtieron en mercancía por sí mismos, por las cualidades reproductivas que transmiten en su descendencia. El apareamiento de la cabaña dejó de ser una práctica espontánea y empírica en Inglaterra ya en el siglo XVIII; criadores como Gresley y Bakewell buscaban ejemplares especializados: un caballo de carreras será diferente de otro de tiro; determinados animales se cuidan y preservan sólo como instrumentos sexuales, lo cual se convierte en un negocio en sí mismo, tanto en caballos, como en perros, gallos, ovejas, vacas, palomas u otras especies.

    En una cierta escala siempre había existido esa división del trabajo, pero cuando a finales del siglo XIX se profundiza, los primeros seleccionadores y propietarios de sementales son capitalistas que acumulan las mejores especies para revenderlas o explotar sus fecundaciones y no corren ninguno de los riesgos propios de la cosecha. Una parte de los campesinos se transforman en comerciantes. La primera empresa vendedora de semillas de siembra fue la Vilmorin en 1727 en Francia. Incluso ya se vendían semillas por correo en Estados Unidos comienzos del siglo XIX. Los agricultores tienen que comprar semillas todos los años, convirtiéndose así en dependientes de empresas comercializadoras cuyo radio de acción fue cada vez más amplio, hasta alcanzar al mercado internacional (154b). A los seleccionadores sólo les interesan las semillas, no el fruto. Su tarea concierne a la reproducción, no al cultivo, cuidado y desarrollo de la planta o del ganado. La genética nació del impulso ideológico de estos seleccionadores de semillas que, por su propia configuración social, quebraron las líneas de desarrollo de la biología que existían a finales del siglo XIX, escindieron la generación de la transformación, lo cual no era más que un reflejo intelectual de la división del trabajo impuesta a la agricultura y, por lo tanto, de la penetración del capitalismo en el campo. Los seleccionadores pusieron a la herencia en el centro de la evolución, la genética suplantó a la biología o, en palabras de François Jacob, “el sustrato de la herencia acaba siendo también el de la evolución” (155).

    Al separar la generación de la transformación, los seleccionadores separaron los dos componentes del mandato bíblico (“creced y multiplicaos”) e identificaron la vida con la multiplicación exclusivamente. La vida no consiste en crecer, transformarse o desarrollarse sino en reproducirse, una idea que conectará fácilmente con el malthusianismo, la competencia y la lucha por la existencia. Por consiguiente, la vida se reduce a la multiplicación y ésta es un mecanismo cuantitativo: como cualquier fotocopiadora, no produce sino que reproduce a partir de un original, difunde copias que son idénticas entre sí e idénticas al modelo de procedencia. Si la vida es reproducción (y no producción), se debe identificar con los mecanismos que hacen posible su transmisión: cromosomas, primero y ADN posteriormente. En inglés el título de una obra de divulgación de Kendrew sobre biología molecular es “El hilo de la vida” (156), expresión con la que se refiere al ADN y que literalmente siguen Suzuki, Griffiths, Miller y Lewontin, quienes también aluden al ADN como el “hilo de la vida” (157). En su panfleto Schrödinger habló de los cromosomas como “portadores” de la vida; en ellos radican las claves de los seres vivos: “En una sola dotación cromosómica se encuentra realmente de forma completa el texto cifrado del esquema del individuo”. Es un retorno de varios siglos atrás, hacia el preformismo: los cromososmas contienen el “esquema completo de todo el desarrollo futuro del individuo y de su funcionamiento en estado maduro”. Puede decirse incluso que son mucho más: los instrumentos que realizan el desarrollo que ellos mismos pronostican; son el texto legal y el poder ejecutivo, el arquitecto que diseña los planos y el aparejador que dirige la obra, la “inteligencia absoluta de Laplace” para establecer cualquier cadena causal (158). Ahí aparece confundida la biología con la quiromancia...

    Los seleccionadores llevarán el micromerismo hasta sus últimos extremos, de la célula a los genes pasando por los cromosomas. Impondrán una concepción individualista de la herencia (y por tanto de la evolución): lo que evolucionan son cada uno de los organismos y combinaciones sexuales de ellos. El atomismo celular y genético no era más que un trasunto de ese individualismo, una noción política transfigurada a la biología. Según Virchow, el individuo es una organización social, una reunión de muchos elementos puestos en contacto, una masa de existencias individuales, dependientes unas de otras pero con actividad propia cada una de ellas. Esta concepción clasista, aseguró por su parte Haeckel, no es una analogía entre lo biológico y lo social: todo ser vivo evolucionado es una “unidad social organizada, un Estado cuyos ciudadanos son las células individuales”, de modo que “la historia de la civilización humana nos explica la historia de la organización de los organismos policelulares”, donde las algas son los salvajes, poco centralizadas, primitivas (159). En torno a esta concepción política, en 1881 el genetista Wilhelm Roux desarrolló su “mecánica del desarrollo” y su teoría de la “lucha entre las partes” dentro de un mismo organismo, basada en una visión pluralista y no sistemática ni orgánica de los seres vivos. Cada parte conserva una independencia relativa. El tipo de cada parte -dice Roux- se alcanza y se realiza, no por transmisión integral de un modelo unitario, sino por satisfacción de necesidades inherentes a las cualidades heredadas de las partes singulares. Es el atomismo llevado a la materia viva, la lucha de todos (cada uno) contra todos (los demás), que también alcanza a la inmunología, cuyos manuales han rescatado una curiosa versión del idealismo clásico alemán de Fichte: el yo, el cuerpo, es capaz de diferenciarse y luchar contra el no-yo, generando anticuerpos para impedir la entrada de elementos extraños en su interior.

    El micromerismo es la microeconomía del mundo vivo, su utilidad marginal y cumple idéntica función mistificadora: son las decisiones libres de los sujetos (familias y empresas) las que explican los grandes agregados económicos tales como el subdesarrollo, el déficit o la inflación. La naturaleza no forma un sistema, las partes de un organismo “no pueden subsistir como partes de un todo de manera rígidamente normativizada”. La lucha de las partes es el fundamento de la formación y del crecimiento del organismo en el proceso de su adaptación funcional. Como afirma Canguilhem, con la teoría celular “una filosofía política domina una teoría biológica”. Según el filósofo francés, “la historia del concepto de célula es inseparable de la historia del concepto de individuo. Esto nos autoriza ya a afirmar que los valores sociables y afectivos planean en el desarrollo de la teoría celular” (160).

    En la biología el individualismo perseguirá la identidad propia, una diferencia indeleble por encima del aparente parecido morfológico de los seres humanos y de un ambiente social homogeneizador, hostil y opresivo. El fenotipo podía ser similar, pero el genotipo es único para cada individuo. Es la naturaleza misma la que marca el lugar de cada célula en los tejidos y de cada persona en la sociedad. El carácter fraudulento de esta inversión (de lo natural en lo social) ya fue indicado por Marx y Engels, quienes subrayaron que provenía de un truco previo de prestidigitación: Darwin había proyectado sobre la naturaleza las leyes competitivas de la sociedad capitalista que luego retornaban a ella como “leyes naturales” (161). Sobre la base de ese individualismo, una base natural e inmutable, había que edificar la continuidad del régimen capitalista de producción. Cabía la posibilidad de hacer cambios, siempre que fueran pequeños, fenotípicos, y no alteraran los fundamentos mismos, la constitución genética de la sociedad capitalista. Por supuesto esas pequeñas variaciones no son permanentes, no son hereditarias, no otorgan derechos como los que derivan de la sangre, del linaje y de la raza. De ahí que las tesis micromeristas prevalecieran entre los mendelistas de los países capitalistas más “avanzados”, especialmente en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y sus áreas de influencia cultural, bajo el título fastuoso y ridículo de “dogma central” de la biología molecular.

    Cuando la evolución se abrió camino en la biología de manera incontestable, era necesario un subterfugio para separar lo que evidentemente evolucionaba de aquello que –supuestamente- no podía evolucionar en ningún caso. La herencia no crea ni transforma, sólo transmite lo que ya existía previamente; es la teoría de la “copia perfecta”, algo posible porque el genoma no cambia (los mismos genotipos crean los mismos fenotipos). La genética no estudia los problemas de la génesis, que quedan disueltos entre los problemas de las mutaciones. Es otra de las paradojas que encontramos en el siglo XIX: la lucha contra Darwin pasó a desarrollarse en nombre del propio Darwin. Con el transcurso del tiempo los neodarwinistas prescindirán de la herencia de los caracteres adquiridos para acabar prescindiendo del mismo Lamarck, hábilmente suplantado por un remiendo de las tesis de Darwin. La biología y la sicología se reparten las tareas: a la biología compete lo hereditario y a la sicología lo aprendido; lo hereditario no se aprende y lo aprendido no es hereditario. No obstante, en este proceso quizá lo peor no haya sido el vuelco que da la biología a finales del siglo sino a la historia de la biología, empezando por la tesis de que no hay evolución antes de Darwin ni genética antes de Mendel, la de que lamarckismo es algo no sólo diferente sino opuesto a darwinismo, etc.

    En esa confusa polémica, muchas veces encubierta, confluyeron factores de todo tipo, y los argumentos científicos sólo constituyeron una parte de los propuestos. Como ocurre frecuentemente cuando se oponen posiciones encontradas, los errores de unos alimentan los de los contrarios y por eso la oposición religiosa al darwinismo presentó a éste con un marchamo incondicional de progresismo que no está presente en todos los postulados darwinistas. A finales de siglo, el componente religioso sigue estando muy presente, especialmente en la paleontología y los estudios de lo que -también confusamente- empezaba a conocerse como prehistoria. Ante los ojos atónitos de la humanidad aparecía una época de la humanidad anterior y, por lo tanto, ajena al cristianismo. La polémica retorna al siglo XVI, cuando los teólogos se preguntaban si, a pesar de las apariencias, los indios americanos eran auténticos seres humanos, es decir, si tenían alma. Los primeros restos fósiles de humanoides primitivos presentaban a unos seres anteriores a Adán y Eva y, por consiguiente, a la creación divina. Antes de cualquier referencia bíblica habían existido sociedades precristianas, sin alma, formadas al margen de cualquier adoctrinamiento religioso. Resurge el paganismo. Precursores de la paleontología como Gabriel de Mortillet, distinguido militante del partido republicano radical, utilizan la nueva ciencia como un instrumento de lucha no sólo ideológica sino política contra Napoléon III, el Vaticano y el protagonismo de las fuerzas católicas en la vida pública.

    En la polémica religiosa subyace un profundo cambio en la percepción humana del tiempo, el vértigo de su dilatación hacia el pasado y la incógnita de su proyección hacia el futuro. Emerge la conciencia antediluviana. El cristianismo había educado a la humanidad en unos márgenes históricos muy limitados de unos 6.000 años que Buffon pulverizó al elevarlos hasta los 74.382 y que cada descubrimiento, especialmente en el ámbito de la geología, multiplicaba espectacularmente (162). ¿Cómo había sido el hombre en el pasado? ¿Había sido realmente humano? Por lo tanto, ¿qué definía al hombre? ¿Cuál es su esencia? ¿Hacia donde conducía la biología al ser humano como entidad biológica? ¿Aparecerían superhombres? ¿Crearía la evolución humana nuevas razas? ¿Se quedarían otras rezagadas? ¿Está en decadencia occidente, como decía Spengler? Quizá todas las sociedades humanas estaban en decadencia y, por primera vez, la evolución se había convertido en su contrario, en involución. Es el momento en el que la conciencia burguesa entra en su peor eclipse, concluyendo que en la evolución no se observa ningún progreso. O quizá sí, hacia el caos y la catástrofe planetaria, el maelstrom del que hablaron en sus relatos Edgar Allan Poe (“Un descenso al Maelstrom) y Julio Verne (“Veinte mil leguas de viaje submarino”).

    Como también suele ocurrir cuando se abordan fenómenos asociados a conceptos tales como “raza”, en la segunda mitad del siglo XIX los factores chovinistas también estuvieron entre aquellos que hicieron acto de presencia. En el origen del hombre la polémica religiosa era una parte, pero no se trataba de averiguar únicamente si el hombre provenía de un acto de creación divina sino en dónde encontrarlo: ¿de dónde era Adán? ¿dónde había aparecido el primer hombre? La estratigrafía demostraba que ese primer humano estaba sepultado bajo un montón de tierra. En 1865 Julio Verne aporta su propia versión en su “Viaje al centro de la Tierra”. Entonces no había discusión sobre un punto: todos los arqueólogos coincidían en que Europa era la cuna de la humanidad porque todos los arqueólogos eran europeos; el problema empezaba cuando disputaban acerca de qué país europeo vio nacer al primer hombre, dónde estaba la cuna de la humanidad.

    Las reacciones chovinistas estaban en todos los países europeos. El final del siglo XIX conoce la organización de gigantescas Exposiciones Universales, donde las naciones competían por mostrar a las demás sus avances tecnológicos. La ciencia y las revistas científicas, paracientíficas y seudocientíficas tenían una enorme divulgación, sólo comparable a las deportivas en la actualidad. Reeditadas hasta la saciedad, las novelas de Julio Verne constatan que la ciencia estaba de moda y los científicos eran el modelo de país, el espejo que mostraba su grandeza, de manera que, en buena medida, las disputas científicas disfrazaban disputas nacionales y nacionalistas. Si Francia exhibía a Pasteur, Alemania hacía lo propio con Koch, pero es como si ambos fueran la encarnación misma de la ciencia francesa y alemana respectivamente, o algo más: la encarnación de todo un país, de su grandeza, de su genio, de su superioridad “natural”. En Alemania la derrota del ejército francés no sólo fue interpretada como un signo de la debilidad política de Francia, sino también como un síntoma de la inferioridad de los franceses. A la otra orilla del Rhin entre la intelectualidad desapareció la histórica influencia del pensamiento francés heredero de la revolución de 1789, sustituido por uno propio, pangermanista, militarista y expansionista, cuyas consecuencias sobre la biología habrá que volver a plantear más adelante.

    Naturalmente, el chovinismo también era muy común en Francia a finales del siglo XIX, tras la derrota frente a Prusia en 1870, la pérdida de Alsacia y Lorena y la unificación del Reich. Son los años del caso Dreyfuss y del general Boulanger en los que el ejército se presenta como el paladín de la nación. Durante la III República los estudios arqueológicos tuvieron una vinculación estrecha y directa con el nacionalismo francés posterior a la derrota en la guerra con Prusia. En 1872 se crea la AFA (Asociación Francesa para el Progreso de las Ciencias), que ponía la ciencia al servicio de la nación y la nación al servicio de la ciencia. Una de las figuras principales de la AFA era el referido Gabriel de Mortillet, que dedicó un libro entero a esta cuestión, La formation de la nation française, que transcribe el curso que impartió en 1889 en la Escuela de Antropología de París. Creada por Paul Broca en 1875, a la Escuela de Antropología el gobierno le había reconocido como “institución de utilidad pública”, un título que alcanzaba no sólo a la Academia sino también a la arqueología como disciplina científica. Mortillet era un científico de los que ya no se encuentran. Nunca separó la política de la ciencia. Desde 1848 consideró que la divulgación de la ciencia era un arma esencial en la lucha por la democracia.

    Pero a finales de siglo el indigesto contexto intelectual arrastró a la biología como a muchas otras ciencias. El romanticismo había degenerado en un gótico tenebroso, la búsqueda de supuestas civilizaciones perdidas que habitaban el interior de la Tierra o las profundidades marinas, que habían evolucionado mucho más que los seres humanos. Como en las novelas de Verne, no era posible separar la ciencia de la mitología. El ocultismo se apoyaba en algunas propuestas científicas tanto como éstas degeneraban en superstición. Como demuestra la novela naturalista de la época, el evolucionismo no era ajeno a estos movimientos culturales y seudoculturales. En 1871 el británico Edward Bulwer-Lytton publicó su novela The coming race (La raza venidera), una mezcla de ciencia-ficción y darwinismo con racismo. Un ingeniero de minas conduce al narrador a un mundo subterráneo donde la selección natural había creado una raza superior dotada de poderes sobrehumanos, la vril-ya, cuyo símbolo es la esvástica, desprecia la democracia y vive dentro de la Tierra, planeando conquistar el mundo. Esa civilización suplantará a los humanos y conducirá a los pocos elegidos de nuestra raza a una formidable mutación que engendrará el superhombre. La antropología se superpone de manera confusa con la biología, engendrado extrañas concepciones seudocientíficas divulgadas con enorme éxito. En 1896 John Uri Lloyd publica otra novela, Etidorhpa or The end of the earth, en la que Drury, el hijo de un ocultista, atraviesa un reino subterráneo de caverna en caverna guiado por un extraño forastero, calvo y sin ojos, pero con una fuerza enorme, hasta que llegan a una zona “de luz interior” poblada de hongos venenosos gigantes, pterodáctilos y otros reptiles monstruosos.

    En biología estas cuestiones se pueden disimular mejor o peor, pero no cambian con el tiempo, aunque cambie el escenario geográfico. De la misma manera que la historia del cine es la historia de Hollywood, hoy la historia de la biología es la historia de la biología anglosajona, la bibliografía es anglosajona, las revistas son anglosajonas, los laboratorios son anglosajones... y el dinero que financia todo eso tiene el mismo origen. Todos los descubrimientos científicos se han producido y se siguen produciendo en Estados Unidos. Por eso sólo ellos acaparan los premios Nobel. Aunque Plutón no es un planeta, se incluye entre ellos porque fue el único descubierto por científicos estadounidenses, que no pueden quedarse al margen de algo tan mediático.

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