[...]Por todo ello, la transición se caracterizará por una vuelta a la legislación de posguerra, a una represión dura e indiscriminada que renace las leyes penales especiales —pretendidamente selectivas—, sin abandonar por ello los estados de excepción. «Unas reformas —escribió Fraga— reales, auténticas, efectivas; pero también graduales, prudentes y con mecanismos de seguridad» (3). Se crea así ese híbrido entre la normalidad —ley penal selectiva— y la excepción —suspensión de garantías—, que ha tenido la fuerza suficiente como para filtrarse entre el articulado constitucional (art. 55.2).
Otra dualidad contradictoria es la que se engendra entre el fuero de guerra y los tribunales civiles. Los primeros no abandonan sus atribuciones a las primeras de cambio; no faltan disposiciones, como la Ley de Movilización Nacional, que retroceden hasta el estado de guerra, en el más puro ambiente de los años cuarenta, pero combinándolo al mismo tiempo con recursos jurídicos muy selectivos (4) que, no obstante, siempre pierden sus matices técnicos para degenerar en prácticas policiales indiscriminadas y abusivas.
La escalada represiva es fácilmente constatable en las propias cifras policiales, que dan los siguientes volúmenes anuales de detenidos (5):
1973 57.306
1982 129.598
[...]Todos estos datos prueban, con claridad manifiesta, que la transición política tuvo un fortísimo coste represivo. A fin de mantener la iniciativa y
contrarrestar las exigencias populares, la burguesía no vaciló a la hora de
emplear a la policía para imponer su reforma. Es importante consignar, al
respecto, el volumen de muertos por intervención de los diversos aparatos represivos, que agruparemos por trienios (:
1970-1973 11
1974-1976 72
1977-1979 107
1980-1982 137
1983-1985 122
En total, 458 personas han visto la muerte por intervención de los cuerpos
represivos, generalmente a causa del empleo de armas de fuego. A la cifra habría que sumar los muertos en las prisiones, que ascienden a una cantidad no despreciable. Todo esto acompañado de la acción parapolicial de los grupos ultraderechistas, cuyo saldo mortal es el siguiente:
1976-1980 58
1981-1985 37
TOTAL 95
La mayor parte de estas muertes quedaron impunes; no pocas eran también resultado de actividades de la propia policía, actuando clandestinamente en funciones de «guerra sucia». Por ello no se investigaron nunca determinados asesinatos. Las que provocó la policía se despacharon con escuetas notas de prensa, generalmente alusivas a que el fallecido tenía antecedentes o que huyó tras dársele el alto. Pero más de 500 víctimas mortales de la represión dan para pensar que la policía disponía de un respaldo total para actuar, incluso empleando armas de fuego. La comparación con la época de Franco, por otra parte, deja constancia de que las cifras de muertes son mucho más numerosas en la nueva etapa constitucional, poniendo al descubierto la falacia de una «transición pacífica» que ha tenido tal coste sangriento.
Además, las declaraciones de altos responsables de la segundad del Estado han aplaudido abiertamente el empleo sistemático de la violencia, incluso aunque se produzca al margen de los cauces legales. En octubre de 1983, la prensa se hacía eco de que en medios militares se apoyaba cualquier método de acción policial frente a la escalada violenta de las organizaciones y grupos armados (9). Un mes más tarde, el director general de la Guardia Civil, Sáenz de Santa María, manifestaba a la prensa que «a los terroristas hay que detenerlos o eliminarlos» (10). En agosto del año siguiente, este mismo militar defendía el empleo de «todas las medidas» que estén al alcance de la policía, «y algunas que incluso no lo estén», con tal de conseguir sus objetivos, añadiendo que «existen medidas que no se pueden decir, y que caso de que trascendieran públicamente habría que negarlas» (11).
[...]El 26 de agosto de 1975 se dictó el Decreto-Ley 10/75, de Prevención del Terrorismo, el primero de una larga serie de disposiciones sobre la materia que aún no ha acabado, a pesar de que el preámbulo nos hable de «normasjurídicas de emergencia». No es, pues, la última norma represiva del franquismo, sino el punto de arranque de toda la serie posterior, iniciada en 1978. Es significativo que este Decreto-Ley estuviera vigente casi cuatro años, hasta que fue derogado por el de Seguridad Ciudadana en marzo de 1979. Según el informe que venimos citando, «dicha Ley no es más que la legalización de un estado de excepción permanente durante otros dos años» (36). Para Gimeno Sendra era, además, un estado de excepción encubierto (37).
El estado de excepción que establecía el Decreto-Ley tenía una duración
de dos años. Pero otro de 18 de febrero del año siguiente lo redujo en seis meses teóricos, que, en la práctica, fueron más, como veremos. Este Decreto- Ley es muy importante porque introdujo una inflexión dentro del sistema de distribución de competencias que venía siendo tradicional, ya que establecía la competencia de la «jurisdicción ordinaria» (se refería, en realidad, al Tribunal de Orden Público) en materia de terrorismo, excepto cuando simultáneamente se dieran dos circunstancias:
— que los hechos los cometieran grupos armados, con organización militar o paramilitar, y
— que afecten al orden institucional y produzcan alarma o grave alteración del orden público.
Por tanto, si bien seguían siendo muy amplias las competencias de los
tribunales militares, se determinan formalmente, con carácter excepcional o secundario, en cuestiones políticas; en realidad, y contra la opinión de Gimeno Sendra (41), no cambió nada sustancialmente en la distribución de competencias entre los tribunales militares y los fueros civiles. El paso final en la materia lo dio el Real Decreto-Ley 1/77, que creó la Audiencia Nacional. Poco después de éste, constituida ya la Audiencia Nacional, apareció otro Real Decreto-Ley, el 4/77, de 29 de enero, que prorroga por un mes más el estado de excepción, que venía desde el Decreto-Ley de prevención del terrorismo de 1975, y otra prórroga más la impone el Real Decreto-Ley 14/77, de 25 de febrero (42).
Se trata, sin embargo, de un estado de excepción sui generis, porque, como decía el preámbulo del Real Decreto-Ley 4/77, «no es necesario ni conveniente acudir a la proclamación de un estado de excepción ni realizar una suspensión generalizada de garantías». Podrían verse afectados todos los ciudadanos —afirma el Real Decreto-Ley— cuando, en realidad, las actividades terroristas «son realizadas por grupos o sectores muy minoritarios», por lo que las «facultades excepcionales [...] se limitan exclusivamente a las personas sospechosas de realizar o preparar actos terroristas». Se pretende con ello justificar lo que no es sino una suspensión de garantías que no puede dejar de afectar a todos los ciudadanos, porque todos ellos pueden verse investigados.
Existe aquí una restricción falsa del radio de acción de la excepcionalidad,
porque implica una calificación de la conducta que sólo se puede
obtener al final de un proceso, en tanto que el derecho se suspende con carácter preprocesal, sin intervención judicial y por meras sospechas. El artículo 1 de este Real Decreto-Ley establecía la suspensión «respecto de aquellas personas sobre las que recaiga la sospecha fundada de colaborar a la realización o preparación de actos terroristas». Era un «estado de excepción selectivo » que sentó un grave precedente, un punto intermedio entre la Ley de Movilización de abril de 1969 y el propio texto constitucional de 1978 (43) por el que se fusiona el ordenamiento jurídico ordinario con el derecho de excepción.
[...]En sustancia, el franquismo sostenía una noción constitucional del delito político, en virtud de la cual criminalizaba todo aquello que se situara fuera del régimen político. Todo lo anticonstitucional, lo que desbordaba las Leyes Fundamentales, era delito (45).
El liberalismo, por contra, mantiene una concepción radicalmente divergente, por lo que cabía esperar que esa noción del delito político cambiara de signo. El liberalismo, en síntesis, como ha expuesto lúcidamente Laurent Extermann, mantiene una concepción suicida y paradójica, fuente a la vez de su fortaleza y de su debilidad: parte de reconocer la libertad incluso a los enemigos de la libertad (46). Supone que es posible modificar las bases del sistema por las reglas del juego que la Constitución proporciona: que los objetivos, los propósitos y los fines de la actividad política no son nunca delito, sino solamente los hechos tipificados como tales en el Código Penal. También para Vives Antón «es consustancial a la democracia permanecer ajena a las
determinaciones materiales de la voluntad (a los fines), en tanto en cuanto se observa la legalidad exterior. Al Derecho le basta con el cumplimiento de la obligación (en este caso, el respeto a las reglas del juego democrático) y no puede entrar en el tema de si ese cumplimiento se debe al temor o al disimulo, o si oculta cualquier finalidad reprobable, por cuanto que, de hacerlo, invadiría la esfera de la moral, la esfera de la absoluta autonomía del individuo, y sus prescripciones serían, por ello, injustas» (47). El liberalismo admite, pues, el cambio «desde dentro» de la legalidad misma. El liberalismo reconoce derechos no solamente a sus adversarios, sino también a quienes se enfrentan y le combaten. [...] Por contra, el criterio dominante es el del artículo 18 de la Ley Fundamental de Bonn, relativo a la pérdida de derechos constitucionales de quien «abuse» de ellos utilizándolos para luchar contra el propio ordenamiento constitucional. En 1975, Helmut Schmidt decía de los miembros de la Fracción del Ejército Rojo que iban a ser juzgados que, «en tanto que criminales violentos, se sitúan ellos mismos fuera de las reglas establecidas por nuestro Estado democrático constitucional [...]. Lo mismo podemos decir a quienes piensan todavía que los terroristas pueden plantear pretensiones políticas y que su fallo es únicamente haber escogido medios equivocados. Debemos poner fin a ese tipo de simpatía disimulada. Quien en ese tipo de casos pone ojos tiernos, se convierte en cómplice» (48). [...]Mientras en Europa el proceso constituye una regresión hacia épocas pretéritas que se creían superadas, en España no se ha vivido esa etapa liberal, equiparando ambas etapas históricas, donde únicamente cambia la referencia política externa, de modo que si antes era delito la actividad política contraria a los Principios del Movimiento Nacional, ahora lo es aquella que se opone a la Constitución de 1978. Con la particularidad de que la propia Constitución se convierte en instrumento penal represor de la actividad
política. Por no redundar en el artículo 55.2 y salir del marco del terrorismo, bastará tener en cuenta el artículo 22.2, según el cual «las asociaciones que persigan fines o utilicen medios tipificados como delitos son ilegales».
[...]Se sustituye la legitimidad del Derecho por la legitimidad política; lo
que importan no son las reglas del juego, sino los objetivos del juego. Así, el ejercicio de un derecho fundamental deviene ilegal por su orientación política revolucionaria; se criminaliza, aunque sea legal, porque su objetivo es destruir el sistema político establecido. Por contra, un acto ilegal del Estado —la tortura, la guerra sucia, por ejemplo— se soslaya porque, pese a su ilegalidad, es funcional al sistema, contribuye a reforzarlo disuadiendo al antagonista.[...]El antagonista es un enemigo, y un enemigo, además, externo, extranjero e incluso extraño. Es frecuente leer acepciones médico-psiquiátricas del fenómeno de la violencia política en la Europa actual (locura, psicopatía, delirio y similares son muy frecuentes), abundando en la postura de psiquiatrizar
aquello que se desconoce o que se pretende hacer desconocer a los
demás. Para fusilar al condenado se le colocaba una capucha en la cabeza, a fin de preservar el anonimato en el ánimo del pelotón de ejecución; así puede ofrecerse la impresión de que quien muere no es un ser humano como el que dispara. Todos los Ejércitos modernos están imbuidos de esta concepción del «enemigo anónimo», que se traslada ahora a la represión interior.
[...]La necesidad de que los tribunales penales tomen en cuenta los programas y la ideología de los partidos y grupos sociales les convierte en órganos políticos encargados no de juzgar los hechos exactamente, sino su trasfondo político.
Se aprecia una creciente tecnificación y juridificación de la vida política,
proceso que, a su vez, ha dado lugar, como ha escrito Loewenstein, a una
creciente judicialización de la política, que el autor relaciona estrechamente con la proliferación de tribunales constitucionales (66).
El trayecto recorrido desde que Montesquieu afirmara que el poder judicial es «en cierto modo nulo», resulta bastante indicativo de la tendencia del constitucionalismo contemporáneo. Queda superada aquella desconfianza histórica hacia «los jueces», característica del capitalismo premonopolista (67).
El poder judicial se refuerza como parte integrante de la reestructuración política que emprende la burguesía monopolista tras la Revolución rusa y la gran crisis bélica de 1914-1919. Se trata de una medida jurídico-política que acompaña a otras, tales como el fortalecimiento del presidencialismo y de las jefaturas del Estado (68). La extensión del sufragio universal había hecho exclamar a Engels que «las instituciones estatales en las que se organiza la dominación
de la burguesía ofrecen nuevas posibilidades a la clase obrera para
luchar contra estas mismas instituciones... Se dio el caso de que la burguesía y el Gobierno llegasen a temer mucho más la actuación legal que la actuación ilegal del partido obrero, más los éxitos electorales que los éxitos insurreccionales ». Los revolucionarios y subversivos, afirmaba Engels irónicamente, «prosperamos mucho más con los medios legales que con los medios ilegales y la subversión. Los partidos del orden, como ellos se llaman, se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos». Su pronóstico se cumplió al cabo de los años: «La subversión socialdemócrata, que por el momento vive de respetar las leyes, sólo podrán contenerla mediante la subversión de los partidos del orden, que no puede prosperar sin violar las leyes.» Y concluía: «A la postre, no tendrán más camino que romper ellos mismos esta legalidad
tan fatal para ellos.» Entonces era posible el empleo revolucionario de los
medios legales de la burguesía contra la misma burguesía allí «donde la representación popular concreta en sus manos todo el poder, donde se puede hacer por vía constitucional todo lo que se quiera, siempre que uno cuente con la mayoría del pueblo» (69). Eso es precisamente lo que la reestructuración política pretende evitar, vaciando de significado al parlamentarismo (70) en beneficio del ejecutivo y el judicial. Su prototipo legal es la Constitución de Weimar (71), y el jurista más destacado, Maurice Hauriou, para quien la alteración de la jerarquía de poderes, el primero de los cuales era el ejecutivo y el último el de «sufragio», significaba la revolución (72).
En materia antiterrorista, el propio artículo 55.2 de la Constitución es una secuela de las últimas disposiciones represivas del franquismo (84). Eso mismo es lo que se advierte en cuanto a la Audiencia Nacional y, en general, en todo lo relativo a la legislación penal y procesal sobre organizaciones y grupos armados. El propio Bobillo dice de la Ley Orgánica Antiterrorista 9/84 que es «claramente contradictoria con diversos aspectos constitucionales y, desde luego, con los principios básicos que deben inspirar al legislador, enlazando, por el contrario, con tradiciones legislativas anteriores al Estado democrático» (85).
Pero no ha sido España el único país que ha vuelto al pasado en busca
de instrumentos represivos contra los grupos y organizaciones armadas. Es algo común a toda Europa. «La mayor parte de las leyes de emergencia —escribe Ferrajoli— ha innovado, en realidad, bastante poco el viejo arsenal normativo fascista, que ya contenía muchas de las nuevas medidas» (87). Sorprende, por ejemplo, comprobar que el artículo 2 del Convenio Europeo para la Represión del Terrorismo de 1977 sea una reproducción del artículo 4 del Tratado de 1942 entre la Alemana nazi y la Italia fascista (88). Su proceso de elaboración es la viva imagen de la negación de la democracia: se redactó clandestinamente, sin que la Asamblea del Consejo de Europa pudiera conocer el texto, ni siquiera en trámite de urgencia (89). En España, toda esa creación legislativa se asocia fácilmente al régimen franquista, por más esfuerzos imaginativos que desplieguen sus adalides. Lo que en Europa supone un grave problema de consolidación de la excepcionalidad, en España se traduce sistemáticamente como una constatación de continuismo entre la dictadura y el nuevo sistema constitucional.
[...]En efecto, la individualización exigida por el artículo 5.2 de la Constitución resulta una falacia completa tanto en el desarrollo legislativo como en la práctica policial: «En nuestro país —sostiene Pérez Marino— es necesario aclarar que la legislación antiterrorista, y, en consecuencia, la Audiencia Nacional, no son sólo instrumentos para perseguir y juzgar a los llamados terroristas, argumento, por otra parte, machaconamente esgrimido por el Gobierno y los partidos de Gobierno, sino que supone una excelente técnica de reprimir todo aquello que al poder le resulta
molesto» (94).
Las propias cifras expuestas por los distintos ministros del Interior ante las Cámaras han reflejado esta aplicación masiva e indiscriminada de la legislación antiterrorista. Se han reconocido oficialmente las siguientes cifras de detenidos en aplicación de esta normativa:
Total mensual Promedio
30- 6-78/ 1-12-79 1.560 91
1-12-79/ 1- 5-80 310 62
1-12-80/24- 3-81 593 143
1-12-80/ 1- 5-81 815 163
1- 1-81/ 1- 6-81 670 134
1-12-80/14- 6-82 2.653 143
1-12-80/ 1- 3-83 3.205 119
3-12-80/15- 6-83 3.429 110
26-12-84/16-12-87 3.738 104
[...]De los detenidos, Rosón reconoció un 27 por 100 de puestas en libertad sin cargos por propia iniciativa policial; en tanto, Barrionuevo (99) subió el porcentaje al 30 por 100 (100) y al 48 por 100 durante todo el período de gestión socialista.
[...]Las cifras relativas a los demás derechos constitucionales suspendidos son también importantes (104):
P E R f O D O Registros domiciliarios Escuchas telefónicas
12-80/ 3-81 ? 373
12-80/ 5-81 ? 446
18-80/ 6-82 1.264 1.294
2-80/ 2-82 1.896 2.032
12-80/ 6-83 1.936 1.775
12-84/ 8-87 1.868 2.471
11-82/ 8-87 3.620 4.327
12-84/12-87 3.947 4.801
Observaciones postales
10
11
14
55
50
122
123
[...]Es ilustrativo del carácter de la legislación antiterrorista (hoy introducido como art. 553 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, tras la reforma de mayo de 1988) el que los domicilios susceptibles de ser registrados no sean los de los terroristas, sino «cualquiera que fuese el lugar o domicilio donde se ocultasen o refugiasen». Del abuso con que se practica esta facultad policial da idea el que en un 71 por 100 los registros efectuados bajo mandato socialista den resultado negativo. Es seguro que entre los registros oficialmente contabilizados por el ministro del Interior ante el Senado (que ascienden a 3.620) no se contabilizan los miles llevados a cabo ¿n un barrio de Madrid poco después de tomar posesión de su cargo, «peinados» que fueron alabados en repetidas ocasiones ante ambas Cámaras como eficaz práctica policial.
[...]Más espectaculares aún son las cifras de muertos por disparos u otras acciones policiales. En Italia, diez años después de aprobarse la Ley Reale habían muerto 150 personas ajenas completamente a cualquier organización armada (110). En Alemania Federal se conocen casos de 70 víctimas de la policía que se encontraban desarmadas: en al menos 20 casos, quienes criticarón los abusos policiales fueron procesados o condenados a elevadas penas de prisión por «ofensas contra el Estado» (111).
[...]El proverbio de que «el fin justifica los medios» es asumido también por el Estado: aun aceptando que la violencia política sea un riesgo para la subsistencia del sistema político occidental, lo que actualmente se puede afirmar es que las leyes especiales puestas en funcionamiento para
combatirlo son algo más que un mero peligro: son la eliminación misma de ese sistema bisecular.
Otra dualidad contradictoria es la que se engendra entre el fuero de guerra y los tribunales civiles. Los primeros no abandonan sus atribuciones a las primeras de cambio; no faltan disposiciones, como la Ley de Movilización Nacional, que retroceden hasta el estado de guerra, en el más puro ambiente de los años cuarenta, pero combinándolo al mismo tiempo con recursos jurídicos muy selectivos (4) que, no obstante, siempre pierden sus matices técnicos para degenerar en prácticas policiales indiscriminadas y abusivas.
La escalada represiva es fácilmente constatable en las propias cifras policiales, que dan los siguientes volúmenes anuales de detenidos (5):
1973 57.306
1982 129.598
[...]Todos estos datos prueban, con claridad manifiesta, que la transición política tuvo un fortísimo coste represivo. A fin de mantener la iniciativa y
contrarrestar las exigencias populares, la burguesía no vaciló a la hora de
emplear a la policía para imponer su reforma. Es importante consignar, al
respecto, el volumen de muertos por intervención de los diversos aparatos represivos, que agruparemos por trienios (:
1970-1973 11
1974-1976 72
1977-1979 107
1980-1982 137
1983-1985 122
En total, 458 personas han visto la muerte por intervención de los cuerpos
represivos, generalmente a causa del empleo de armas de fuego. A la cifra habría que sumar los muertos en las prisiones, que ascienden a una cantidad no despreciable. Todo esto acompañado de la acción parapolicial de los grupos ultraderechistas, cuyo saldo mortal es el siguiente:
1976-1980 58
1981-1985 37
TOTAL 95
La mayor parte de estas muertes quedaron impunes; no pocas eran también resultado de actividades de la propia policía, actuando clandestinamente en funciones de «guerra sucia». Por ello no se investigaron nunca determinados asesinatos. Las que provocó la policía se despacharon con escuetas notas de prensa, generalmente alusivas a que el fallecido tenía antecedentes o que huyó tras dársele el alto. Pero más de 500 víctimas mortales de la represión dan para pensar que la policía disponía de un respaldo total para actuar, incluso empleando armas de fuego. La comparación con la época de Franco, por otra parte, deja constancia de que las cifras de muertes son mucho más numerosas en la nueva etapa constitucional, poniendo al descubierto la falacia de una «transición pacífica» que ha tenido tal coste sangriento.
Además, las declaraciones de altos responsables de la segundad del Estado han aplaudido abiertamente el empleo sistemático de la violencia, incluso aunque se produzca al margen de los cauces legales. En octubre de 1983, la prensa se hacía eco de que en medios militares se apoyaba cualquier método de acción policial frente a la escalada violenta de las organizaciones y grupos armados (9). Un mes más tarde, el director general de la Guardia Civil, Sáenz de Santa María, manifestaba a la prensa que «a los terroristas hay que detenerlos o eliminarlos» (10). En agosto del año siguiente, este mismo militar defendía el empleo de «todas las medidas» que estén al alcance de la policía, «y algunas que incluso no lo estén», con tal de conseguir sus objetivos, añadiendo que «existen medidas que no se pueden decir, y que caso de que trascendieran públicamente habría que negarlas» (11).
[...]El 26 de agosto de 1975 se dictó el Decreto-Ley 10/75, de Prevención del Terrorismo, el primero de una larga serie de disposiciones sobre la materia que aún no ha acabado, a pesar de que el preámbulo nos hable de «normasjurídicas de emergencia». No es, pues, la última norma represiva del franquismo, sino el punto de arranque de toda la serie posterior, iniciada en 1978. Es significativo que este Decreto-Ley estuviera vigente casi cuatro años, hasta que fue derogado por el de Seguridad Ciudadana en marzo de 1979. Según el informe que venimos citando, «dicha Ley no es más que la legalización de un estado de excepción permanente durante otros dos años» (36). Para Gimeno Sendra era, además, un estado de excepción encubierto (37).
El estado de excepción que establecía el Decreto-Ley tenía una duración
de dos años. Pero otro de 18 de febrero del año siguiente lo redujo en seis meses teóricos, que, en la práctica, fueron más, como veremos. Este Decreto- Ley es muy importante porque introdujo una inflexión dentro del sistema de distribución de competencias que venía siendo tradicional, ya que establecía la competencia de la «jurisdicción ordinaria» (se refería, en realidad, al Tribunal de Orden Público) en materia de terrorismo, excepto cuando simultáneamente se dieran dos circunstancias:
— que los hechos los cometieran grupos armados, con organización militar o paramilitar, y
— que afecten al orden institucional y produzcan alarma o grave alteración del orden público.
Por tanto, si bien seguían siendo muy amplias las competencias de los
tribunales militares, se determinan formalmente, con carácter excepcional o secundario, en cuestiones políticas; en realidad, y contra la opinión de Gimeno Sendra (41), no cambió nada sustancialmente en la distribución de competencias entre los tribunales militares y los fueros civiles. El paso final en la materia lo dio el Real Decreto-Ley 1/77, que creó la Audiencia Nacional. Poco después de éste, constituida ya la Audiencia Nacional, apareció otro Real Decreto-Ley, el 4/77, de 29 de enero, que prorroga por un mes más el estado de excepción, que venía desde el Decreto-Ley de prevención del terrorismo de 1975, y otra prórroga más la impone el Real Decreto-Ley 14/77, de 25 de febrero (42).
Se trata, sin embargo, de un estado de excepción sui generis, porque, como decía el preámbulo del Real Decreto-Ley 4/77, «no es necesario ni conveniente acudir a la proclamación de un estado de excepción ni realizar una suspensión generalizada de garantías». Podrían verse afectados todos los ciudadanos —afirma el Real Decreto-Ley— cuando, en realidad, las actividades terroristas «son realizadas por grupos o sectores muy minoritarios», por lo que las «facultades excepcionales [...] se limitan exclusivamente a las personas sospechosas de realizar o preparar actos terroristas». Se pretende con ello justificar lo que no es sino una suspensión de garantías que no puede dejar de afectar a todos los ciudadanos, porque todos ellos pueden verse investigados.
Existe aquí una restricción falsa del radio de acción de la excepcionalidad,
porque implica una calificación de la conducta que sólo se puede
obtener al final de un proceso, en tanto que el derecho se suspende con carácter preprocesal, sin intervención judicial y por meras sospechas. El artículo 1 de este Real Decreto-Ley establecía la suspensión «respecto de aquellas personas sobre las que recaiga la sospecha fundada de colaborar a la realización o preparación de actos terroristas». Era un «estado de excepción selectivo » que sentó un grave precedente, un punto intermedio entre la Ley de Movilización de abril de 1969 y el propio texto constitucional de 1978 (43) por el que se fusiona el ordenamiento jurídico ordinario con el derecho de excepción.
[...]En sustancia, el franquismo sostenía una noción constitucional del delito político, en virtud de la cual criminalizaba todo aquello que se situara fuera del régimen político. Todo lo anticonstitucional, lo que desbordaba las Leyes Fundamentales, era delito (45).
El liberalismo, por contra, mantiene una concepción radicalmente divergente, por lo que cabía esperar que esa noción del delito político cambiara de signo. El liberalismo, en síntesis, como ha expuesto lúcidamente Laurent Extermann, mantiene una concepción suicida y paradójica, fuente a la vez de su fortaleza y de su debilidad: parte de reconocer la libertad incluso a los enemigos de la libertad (46). Supone que es posible modificar las bases del sistema por las reglas del juego que la Constitución proporciona: que los objetivos, los propósitos y los fines de la actividad política no son nunca delito, sino solamente los hechos tipificados como tales en el Código Penal. También para Vives Antón «es consustancial a la democracia permanecer ajena a las
determinaciones materiales de la voluntad (a los fines), en tanto en cuanto se observa la legalidad exterior. Al Derecho le basta con el cumplimiento de la obligación (en este caso, el respeto a las reglas del juego democrático) y no puede entrar en el tema de si ese cumplimiento se debe al temor o al disimulo, o si oculta cualquier finalidad reprobable, por cuanto que, de hacerlo, invadiría la esfera de la moral, la esfera de la absoluta autonomía del individuo, y sus prescripciones serían, por ello, injustas» (47). El liberalismo admite, pues, el cambio «desde dentro» de la legalidad misma. El liberalismo reconoce derechos no solamente a sus adversarios, sino también a quienes se enfrentan y le combaten. [...] Por contra, el criterio dominante es el del artículo 18 de la Ley Fundamental de Bonn, relativo a la pérdida de derechos constitucionales de quien «abuse» de ellos utilizándolos para luchar contra el propio ordenamiento constitucional. En 1975, Helmut Schmidt decía de los miembros de la Fracción del Ejército Rojo que iban a ser juzgados que, «en tanto que criminales violentos, se sitúan ellos mismos fuera de las reglas establecidas por nuestro Estado democrático constitucional [...]. Lo mismo podemos decir a quienes piensan todavía que los terroristas pueden plantear pretensiones políticas y que su fallo es únicamente haber escogido medios equivocados. Debemos poner fin a ese tipo de simpatía disimulada. Quien en ese tipo de casos pone ojos tiernos, se convierte en cómplice» (48). [...]Mientras en Europa el proceso constituye una regresión hacia épocas pretéritas que se creían superadas, en España no se ha vivido esa etapa liberal, equiparando ambas etapas históricas, donde únicamente cambia la referencia política externa, de modo que si antes era delito la actividad política contraria a los Principios del Movimiento Nacional, ahora lo es aquella que se opone a la Constitución de 1978. Con la particularidad de que la propia Constitución se convierte en instrumento penal represor de la actividad
política. Por no redundar en el artículo 55.2 y salir del marco del terrorismo, bastará tener en cuenta el artículo 22.2, según el cual «las asociaciones que persigan fines o utilicen medios tipificados como delitos son ilegales».
[...]Se sustituye la legitimidad del Derecho por la legitimidad política; lo
que importan no son las reglas del juego, sino los objetivos del juego. Así, el ejercicio de un derecho fundamental deviene ilegal por su orientación política revolucionaria; se criminaliza, aunque sea legal, porque su objetivo es destruir el sistema político establecido. Por contra, un acto ilegal del Estado —la tortura, la guerra sucia, por ejemplo— se soslaya porque, pese a su ilegalidad, es funcional al sistema, contribuye a reforzarlo disuadiendo al antagonista.[...]El antagonista es un enemigo, y un enemigo, además, externo, extranjero e incluso extraño. Es frecuente leer acepciones médico-psiquiátricas del fenómeno de la violencia política en la Europa actual (locura, psicopatía, delirio y similares son muy frecuentes), abundando en la postura de psiquiatrizar
aquello que se desconoce o que se pretende hacer desconocer a los
demás. Para fusilar al condenado se le colocaba una capucha en la cabeza, a fin de preservar el anonimato en el ánimo del pelotón de ejecución; así puede ofrecerse la impresión de que quien muere no es un ser humano como el que dispara. Todos los Ejércitos modernos están imbuidos de esta concepción del «enemigo anónimo», que se traslada ahora a la represión interior.
[...]La necesidad de que los tribunales penales tomen en cuenta los programas y la ideología de los partidos y grupos sociales les convierte en órganos políticos encargados no de juzgar los hechos exactamente, sino su trasfondo político.
Se aprecia una creciente tecnificación y juridificación de la vida política,
proceso que, a su vez, ha dado lugar, como ha escrito Loewenstein, a una
creciente judicialización de la política, que el autor relaciona estrechamente con la proliferación de tribunales constitucionales (66).
El trayecto recorrido desde que Montesquieu afirmara que el poder judicial es «en cierto modo nulo», resulta bastante indicativo de la tendencia del constitucionalismo contemporáneo. Queda superada aquella desconfianza histórica hacia «los jueces», característica del capitalismo premonopolista (67).
El poder judicial se refuerza como parte integrante de la reestructuración política que emprende la burguesía monopolista tras la Revolución rusa y la gran crisis bélica de 1914-1919. Se trata de una medida jurídico-política que acompaña a otras, tales como el fortalecimiento del presidencialismo y de las jefaturas del Estado (68). La extensión del sufragio universal había hecho exclamar a Engels que «las instituciones estatales en las que se organiza la dominación
de la burguesía ofrecen nuevas posibilidades a la clase obrera para
luchar contra estas mismas instituciones... Se dio el caso de que la burguesía y el Gobierno llegasen a temer mucho más la actuación legal que la actuación ilegal del partido obrero, más los éxitos electorales que los éxitos insurreccionales ». Los revolucionarios y subversivos, afirmaba Engels irónicamente, «prosperamos mucho más con los medios legales que con los medios ilegales y la subversión. Los partidos del orden, como ellos se llaman, se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos». Su pronóstico se cumplió al cabo de los años: «La subversión socialdemócrata, que por el momento vive de respetar las leyes, sólo podrán contenerla mediante la subversión de los partidos del orden, que no puede prosperar sin violar las leyes.» Y concluía: «A la postre, no tendrán más camino que romper ellos mismos esta legalidad
tan fatal para ellos.» Entonces era posible el empleo revolucionario de los
medios legales de la burguesía contra la misma burguesía allí «donde la representación popular concreta en sus manos todo el poder, donde se puede hacer por vía constitucional todo lo que se quiera, siempre que uno cuente con la mayoría del pueblo» (69). Eso es precisamente lo que la reestructuración política pretende evitar, vaciando de significado al parlamentarismo (70) en beneficio del ejecutivo y el judicial. Su prototipo legal es la Constitución de Weimar (71), y el jurista más destacado, Maurice Hauriou, para quien la alteración de la jerarquía de poderes, el primero de los cuales era el ejecutivo y el último el de «sufragio», significaba la revolución (72).
En materia antiterrorista, el propio artículo 55.2 de la Constitución es una secuela de las últimas disposiciones represivas del franquismo (84). Eso mismo es lo que se advierte en cuanto a la Audiencia Nacional y, en general, en todo lo relativo a la legislación penal y procesal sobre organizaciones y grupos armados. El propio Bobillo dice de la Ley Orgánica Antiterrorista 9/84 que es «claramente contradictoria con diversos aspectos constitucionales y, desde luego, con los principios básicos que deben inspirar al legislador, enlazando, por el contrario, con tradiciones legislativas anteriores al Estado democrático» (85).
Pero no ha sido España el único país que ha vuelto al pasado en busca
de instrumentos represivos contra los grupos y organizaciones armadas. Es algo común a toda Europa. «La mayor parte de las leyes de emergencia —escribe Ferrajoli— ha innovado, en realidad, bastante poco el viejo arsenal normativo fascista, que ya contenía muchas de las nuevas medidas» (87). Sorprende, por ejemplo, comprobar que el artículo 2 del Convenio Europeo para la Represión del Terrorismo de 1977 sea una reproducción del artículo 4 del Tratado de 1942 entre la Alemana nazi y la Italia fascista (88). Su proceso de elaboración es la viva imagen de la negación de la democracia: se redactó clandestinamente, sin que la Asamblea del Consejo de Europa pudiera conocer el texto, ni siquiera en trámite de urgencia (89). En España, toda esa creación legislativa se asocia fácilmente al régimen franquista, por más esfuerzos imaginativos que desplieguen sus adalides. Lo que en Europa supone un grave problema de consolidación de la excepcionalidad, en España se traduce sistemáticamente como una constatación de continuismo entre la dictadura y el nuevo sistema constitucional.
[...]En efecto, la individualización exigida por el artículo 5.2 de la Constitución resulta una falacia completa tanto en el desarrollo legislativo como en la práctica policial: «En nuestro país —sostiene Pérez Marino— es necesario aclarar que la legislación antiterrorista, y, en consecuencia, la Audiencia Nacional, no son sólo instrumentos para perseguir y juzgar a los llamados terroristas, argumento, por otra parte, machaconamente esgrimido por el Gobierno y los partidos de Gobierno, sino que supone una excelente técnica de reprimir todo aquello que al poder le resulta
molesto» (94).
Las propias cifras expuestas por los distintos ministros del Interior ante las Cámaras han reflejado esta aplicación masiva e indiscriminada de la legislación antiterrorista. Se han reconocido oficialmente las siguientes cifras de detenidos en aplicación de esta normativa:
Total mensual Promedio
30- 6-78/ 1-12-79 1.560 91
1-12-79/ 1- 5-80 310 62
1-12-80/24- 3-81 593 143
1-12-80/ 1- 5-81 815 163
1- 1-81/ 1- 6-81 670 134
1-12-80/14- 6-82 2.653 143
1-12-80/ 1- 3-83 3.205 119
3-12-80/15- 6-83 3.429 110
26-12-84/16-12-87 3.738 104
[...]De los detenidos, Rosón reconoció un 27 por 100 de puestas en libertad sin cargos por propia iniciativa policial; en tanto, Barrionuevo (99) subió el porcentaje al 30 por 100 (100) y al 48 por 100 durante todo el período de gestión socialista.
[...]Las cifras relativas a los demás derechos constitucionales suspendidos son también importantes (104):
P E R f O D O Registros domiciliarios Escuchas telefónicas
12-80/ 3-81 ? 373
12-80/ 5-81 ? 446
18-80/ 6-82 1.264 1.294
2-80/ 2-82 1.896 2.032
12-80/ 6-83 1.936 1.775
12-84/ 8-87 1.868 2.471
11-82/ 8-87 3.620 4.327
12-84/12-87 3.947 4.801
Observaciones postales
10
11
14
55
50
122
123
[...]Es ilustrativo del carácter de la legislación antiterrorista (hoy introducido como art. 553 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, tras la reforma de mayo de 1988) el que los domicilios susceptibles de ser registrados no sean los de los terroristas, sino «cualquiera que fuese el lugar o domicilio donde se ocultasen o refugiasen». Del abuso con que se practica esta facultad policial da idea el que en un 71 por 100 los registros efectuados bajo mandato socialista den resultado negativo. Es seguro que entre los registros oficialmente contabilizados por el ministro del Interior ante el Senado (que ascienden a 3.620) no se contabilizan los miles llevados a cabo ¿n un barrio de Madrid poco después de tomar posesión de su cargo, «peinados» que fueron alabados en repetidas ocasiones ante ambas Cámaras como eficaz práctica policial.
[...]Más espectaculares aún son las cifras de muertos por disparos u otras acciones policiales. En Italia, diez años después de aprobarse la Ley Reale habían muerto 150 personas ajenas completamente a cualquier organización armada (110). En Alemania Federal se conocen casos de 70 víctimas de la policía que se encontraban desarmadas: en al menos 20 casos, quienes criticarón los abusos policiales fueron procesados o condenados a elevadas penas de prisión por «ofensas contra el Estado» (111).
[...]El proverbio de que «el fin justifica los medios» es asumido también por el Estado: aun aceptando que la violencia política sea un riesgo para la subsistencia del sistema político occidental, lo que actualmente se puede afirmar es que las leyes especiales puestas en funcionamiento para
combatirlo son algo más que un mero peligro: son la eliminación misma de ese sistema bisecular.