Por el padre Roberto Oliveros Maqueo SJ
Hablar de teología en América latina lleva a hablar de la teología de la liberación. En ella se presenta, por primera vez en la historia de nuestro continente, una reflexión propia y encarnada en la situación de las personas y pueblos de América. La realidad latinoamericana, reflexionada y profundizada a la luz de la fe en la teología de la liberación, ha ofrecido reorientación y ha rejuvenecido la tarea del cristianismo y de la Iglesia.
¿Qué es la teología de la liberación? ¿Cómo ha surgido y crecido? ¿Cuáles son sus aportes centrales? ¿Por qué suscita controversia? Estos y otras preguntas similares es lo que trataré de iluminar y responder en este trabajo. Para facilitar la exposición y lectura del mismo, voy a concentrarme en: la experiencia fundante de la teología de la liberación; su método; y su desarrollo histórico que comprende los rasgos centrales de la relectura de los grandes temas teológicos, las críticas, retos, y los aportes centrales de la teología de la liberación.
I. TEOLOGIA DE LA LIBERACION: SU EXPERIENCIA FUNDANTE
¿Cuál es la experiencia fundante de la Teología de la Liberación? ¿Qué hechos marcaron su surgimiento?
Como hecho que facilitó su surgimiento, aparece el Concilio Vaticano II y su llamado y puesta en práctica de abrirnos al mundo en el cual la Iglesia debe actuar como Sacramento de Salvación. El Vaticano II derribó muros objetivos y subjetivos que nos distanciaban y deformaban la realidad[1].
Y al contemplar la realidad en América Latina, el mundo de las mayorías y abrir los ojos a ellas, nos encontramos cara a cara con la injusticia secular e institucionalizada que somete a millones y millones de personas a inhumana pobreza. Tropezar a cada paso con esa injusta pobreza sacudió profundamente los corazones cristianos bien intencionados. Esta experiencia, aunque lejana en el tiempo, permitió acercarnos a la de Moisés ante la situación de sus hermanos israelitas en Egipto: ¡esa situación de esclavitud no podía ser la voluntad de Dios! Y desde la fe en el Dios de Israel comprendió su misión.
El hecho brutal de la esclavitud y pobreza de las mayorías latinoamericanas empujaron decisivamente a reflexionarlas a la luz de Dios de Jesucristo y recomprender nuestra misión. Cómo anunciar y vivir la Buena Nueva del Reino implicó el adquirir una nueva conciencia del ser y quehacer de la Iglesia.
¿Cuál es la experiencia e intuición originales de las que brota la Teología de la liberación? No fue otra que la experiencia cotidiana de la injusta pobreza en que son obligados a vivir millones de hermanos latinoamericanos. Y en esta experiencia y desde ella, la palabra contundente del Dios de Moisés y de Jesús: esta situación no es conforme a su voluntad, sino contraria a ella.
En esta experiencia fundante destacamos tres elementos importantes: los pobres, las formas de la caridad cristiana hoy y la conversión.
1. Los pobres y la pobreza
La década de los setenta fue escenario de un continuo debate sobre quién es el pobre y qué se entiende por pobreza evangélica[2]. En Medellín se había destacado proféticamente la injusticia en que vivían pueblos enteros:
“El Episcopado Latinoamericano no puede quedar indiferente ante las tremendas injusticias sociales existentes en América Latina, que mantiene a la mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la inhumana miseria. Un sordo clamor brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte”[3]
Esta constatación abrió el corazón de muchos a la causa de los pobres, además de provocar el enriquecimiento de la fe desde la perspectiva de los oprimidos de la tierra. Pero también suscitó una reacción de desconfianza y aún de rechazo. Es más, se formó un clima de confusión y oscuridad que intentó nuevamente ocultar la realidad.
Hacia el final de los años setenta todavía era frecuente escuchar que los pobres estaban en esa situación por ser flojos y viciosos; o que los ricos materialmente eran muy pobres en valores espirituales. Semejantes frases, al generalizar el mal y no distinguir causa y efecto, pretendían mantener, al menos, la conformidad ante las tremendas injusticias sociales.
Sin embargo, la experiencia del dolor secular de los campesinos, de los indígenas y de los negros, que toma nuevas formas en la barriadas y campos latinoamericanos y cuyo clamor, si en momentos apareció sordo, se fue haciendo cada día más claro y fuerte (Puebla 89), siguió empujado la reflexión de la teología de la liberación. La Conferencia episcopal de Puebla, tuvo la paciencia de volver a describir quién es el pobre y que el motivo de su situación no es casualidad, sino casual:
Comprobamos, pues, como el más devastador y humillante flagelo, la situación de inhumana pobreza en que viven millones de latinoamericanos expresada por ejemplo, en mortalidad infantil, falta de vivienda adecuada, problemas de salud, salarios de hambre, desempleo y subempleo, desnutrición, inestabilidad laboral, migraciones masivas, forzadas y desamparadas, etc.
Al analizar más a fondo tal situación, descubrimos que esta pobreza no es una etapa casual, sino el producto de situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas, aunque haya también otras causas de la miseria:
“Al analizar más a fondo tal situación, descubrimos que esta pobreza no es una etapa casual, sino el producto de situaciones y estructruas económicas, sociales y políticas, aunque haya también otras causas de la miseria”[4].
Esta situación de las grandes masas de nuestros pueblos, que proviene, en buena parte del sistema social que padecemos (Puebla 92 y 311-313), no es la Voluntad de Dios. Esta experiencia fundante, que va a reorientar a construir la fraternidad, es retomada en la conferencia de Puebla y expresada con claridad profética:
“Vemos, a la luz de la fe, como un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, la creciente brecha entre ricos y pobres... Esto es contrario al plan del creador y al honor que se le debe. En esta angustia y dolor, la Iglesia discierne una situación de pecado social, gravedad tanto mayor por darse en países que se llaman católicos”[5].
Pocas líneas más adelante, los obispos afirman cómo en los rostros de los niños pobres, indígenas, campesinos marginados, ancianos, etc., debemos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo (Puebla 31-39). La experiencia concreta y golpeante del dolor de los pobres nos abre a la experiencia de quien está presente en ellos: el Señor Jesús (Mt 25, 31-46).
Hablar sobre Dios es hacer teología. En la experiencia fundante de la teología de la liberación se ha redescubierto que hablar de los pobres es hablar de Cristo, es hablar de Dios: “lo que hiciste a ellos, a Mí me lo hiciste” (Mt 25, 40). Pero hablar hoy de los pobres es hablar de los hombres explotados del Tercer Mundo, es hablar de las mayorías latinoamericanas. En la solidaridad de Dios en Cristo con los empobrecidos de la Tierra se encierra el misterio del hombre. Cristo se encuentra y revela en los pequeños y olvidados a los ojos de los mundanos (Mt 11, 25-27).
El tema central de nuestras vidas y de toda espiritualidad -cómo encontrarse con Dios, dónde se le ama, conoce y comulga con él- conduce al corazón mismo del evangelio: amar a Dios y al prójimo. Pero este tema adquiere realidad cuando se plantea desde los pobres: ¿qué significa amar a Dios y al prójimo hoy en América Latina?
2. Amar a Dios y al prójimo hoy en América Latina
Este segundo elemento central entra en la experiencia fundante que dio origen a la Teología de la Liberación hace fácilmente y comprensible el porqué de su impacto en la conciencia cristiana latinoamericana.
Ahora bien, cuando vivíamos de espaldas a las grandes mayorías empobrecidas, ¿cómo las íbamos a amar? A lo sumo se hacía con ellas ciertas donaciones de caridad, en forma paternalista y asistencial.
Abrir los ojos y el corazón hacia los pobres permitió descubrir su situación y vivir la experiencia de ser evangelizados por ellos. La parábola de Epulón y Lázaro se hizo nítida. El rico se encerró en sus cosas y se olvidó de su hermano (Lc 16, 19-31; Gén 4, 9). El rico Epulón no salió de su camino, no entró en el camino del necesitado y no conoció a Dios. El mismo mensaje central aparece en la parábola del samaritano, la cual comienza con la cuestión sobre el mandamiento central (Lc 10, 25-37). El prójimo no es primordialmente el pariente cercano, el círculo de amistades, sino el otro que está tirado sufriente al lado del camino, ese desconocido y diferente que precisa de mi ayuda y solidaridad.
Prójimo no es aquel que yo encuentro en mi camino, sino aquel en cuyo camino el amor me empuja a situarme. Aquel a quien yo me acerco y busco activamente movido por los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús[6].
El Señor Jesús y los fariseos conocían el decálogo y las prescripciones de la torah. Sabían que el primer mandamiento y principal es el amor a Dios y al prójimo. Es más, ambos lo predicaban y lo tenían como piedra capital de su doctrina. ¿Porqué el enfrentamiento con esos hombres religiosos si coincidían en lo esencial del mensaje? El meollo del asunto está en qué experiencia se tiene de y qué contenido se le dé al prójimo y consiguientemente. Los fariseos afirmaban querer a Dios y al prójimo: y crucificaron a Jesús. Y por ello no es de sorprender la campaña orquestada en el hoy contra la pastoral y la teología de la liberación.
Hoy en América Latina se relee la Escritura, en la teología de la liberación, desde el pobre, desde la clase explotada con la que se hizo solidario Cristo. Y de ahí surge la pregunta: ¿qué exigencias entraña hoy el amor al prójimo? Esto no es un tema más en la teología de la liberación. Es su corazón. Es la vida, es la sangre que anima la experiencia e intuición original y la existencia de los grupos cristianos en la praxis de la liberación. Amar a Dios y al prójimo significa salir de mi camino, entrar al camino del oprimido, del golpeado por la injusticia y comprometerme con su causa.
Ciertamente, lo anterior lleva a menudo riesgo de la misma vida, como nos anunció Jesús, el Buen Pastor[7]. Pero ese hacernos hermanos desde los pobres y no sólo sabernos hermanos y quedarnos en palabras, es lo que lleva a construir sobre roca (Mt 7, 21-27). El compromiso con el pobre permite superar el reduccionismo de considerar el amor al prójimo como el amar sólo su alma y a todo tipo de espiritualizaciones deformantes. Lo mismo se diga de la reducción del amor al prójimo, entendiendo éste como la propia familia o grupo cerrado que nos rodea. El amor al prójimo pobre abre a la universalidad, al reconocimiento que todos somos hijos de un mismo Padre.
La universalidad del amor al prójimo adquiere peso de la verdad, cuando tiene, como preocupación prioritaria, amar a aquellos hermanos que los poderosos de este mundo desprecian y denigran: los indígenas, los analfabetos, los marginados, los negros (Mt 5, 46). El sentido y significado de este elemento de la experiencia fundante de la teología de la liberación fue también recogido y expresado por el sínodo regional de Puebla, atento a la voz del Espíritu que clama desde el pueblo pobre:
“El amor a Dios, que nos dignifica radicalmente, se vuelve por necesidad comunión de amor con los demás hombres y participación fraterna; para nosotros, hoy, debe volverse principalmente obra de justicia para los oprimidos, esfuerzo de liberación para quienes más lo necesitan. En efecto, no puedes amar a Dios a quien no ves, si no amas al hermano que sí ves; por ello, el que dice que ama a Dios y desprecia al hermano es un mentiroso (1 Jn 4, 20)... El Evangelio nos debe enseñar que, ante las realidades que vivimos, no se puede hoy en América Latina amar de veras al hermano y por lo tanto a Dios, sin comprometerse a nivel personal y en muchos casos, incluso, a nivel de estructuras, con el servicio y la promoción de los grupos humanos y de los estratos sociales más desposeídos y humillados, con todas las consecuencias que se siguen en el plano de esas realidades temporales” (DP, 327)[8].
Cristo vivió el amor eficazmente. Con eficacia profética, con eficacia de cruz. Amar como Cristo conlleva hoy también tomar la cruz y seguirlo. No ocultó el Señor que su seguimiento, dolorosamente, traería escisiones aún de padres contra hijos, de amigo que traiciona al propio amigo, del discípulo que entrega al maestro. La misión hoy de crear una sociedad fraternal, amar en la historia, implica una dimensión política; una caridad, al modo de Jesús, subversiva del desorden social, de la injusticia institucionalizada.
El amor evangélico lleva a la unidad, que tiene su modelo en la unidad misma de la Santísima Trinidad (Jn 17, 21). Ahora bien, la unidad de los seres humanos no se logra sino superando las contradicciones en que históricamente nos encontramos situados, pues las tinieblas se oponen a la luz: (Jn 1, 11).
Hoy, la sangre de Dios en el pobre sigue redimiendo. Sangre derramada del oprimido en su esfuerzo contra el opresor para que deje de serlo. Sangre sin odio, pero con Misión. El color de la sangre de Cristo, el amor, se recoge en la teología de la liberación. El calor humano del amor, también sus rasgos afectivos, se resitúan evangélicamente al vivirse desde el pobre y su causa.
El mandamiento y modo de amar a Dios y al prójimo por Jesús de Nazareth sorprendió a muchos entendidos de su época. Y todavía hoy nos sorprende su estilo de amar y construir la unidad desde los pobres, y sus consecuencias. ¡Qué contradicción! Amar, esforzarse por construir la fraternidad, acarrea persecución y muerte. No hay mayor amor, que el que entrega la vida por su amigo(Jn 15, 20). Pero esta lucha y dolor tiene la certeza del triunfo (Jn 16, 33).
3. El pobre y la conversión cristiana
En nuestra historia, la comunión con el prójimo pasa necesariamente por el amor a los “lázaros” actuales (Lc 16, 19-31). Amar al prójimo se hace verdad cuando amamos a los empobrecidos de la tierra. La conversión, etimológicamente, significa el retomar el camino. La conversión cristiana es retomar el camino del amor al prójimo, al modo de Jesús: sintonizar el corazón con él, llorar con su dolor, alegrarse con sus gozos.
El impulso del Espíritu no termina al descubrir al herido al lado del camino, sino en el comprometerse con él: entrar eficazmente en su camino, comprometerse en su liberación. Este elemento de la experiencia fundante permitió comprender y profundizar la metanoia, la conversión cristiana a la cual todos somos llamados.
Convertirme a Cristo significa hacerme hermano con el pobre. Cuando aquel muchacho rico, bien formado y cumplidor de los mandamientos, preguntó a Jesús sobre lo que tenía que hacer para ganar la vida eterna, recibió una respuesta clara y amorosa del maestro, pues se había ganado su afecto con su sinceridad: “comparte tus bienes con los pobres y entonces sígueme” (Mc 10, 21). Aquel joven fue sorprendido de lleno. Esa respuesta no se la habían enseñado sus profesores. Le habían enseñado, y cumplía, las normas morales de no robar, respetar a la mujer del prójimo, no emborracharse, etc. Pero hacerse pobre con los pobres para vivir la fraternidad, eso se les había pasado por alto. Lo mismo ocurrió con Nicodemo.
El anuncio del Señor: “El Reino de Dios se ha aproximado”(Mt 1, 15), encerraba un compromiso muy concreto: vende tus bienes, hazte hermano con el pobre y tendrás un tesoro en el Reino de los cielos. Desde la experiencia del caminar con los empobrecidos de nuestras ciudades periféricas, o en las zonas rurales se ha iluminado y recogido en la teología de la liberación lo nuclear de la conversión cristiana. Hemos comprendido en su amplia dimensión lo que significa la pobreza evangélica.
Todos somos llamados a la opción por los pobres, a vivir la pobreza evangélica. La división entre ricos y pobres es un pecado. Esta división no es querida por Dios. Hay que denunciarla y superarla. Jesús y sus discípulos ofrecieron un modelo de vida proclamado como bienaventuranza (Puebla 1148). Los religiosos son llamados a vivir en radicalidad dicha pobreza, pero éste es patrimonio de todo el pueblo de Dios. Sin compartir los bienes, la fraternidad queda en simples y estériles buenos deseos. El que comparte los bienes entra en el Reino de los cielos (Mt 25, 31-46). La pobreza evangélica no es un nihilismo, ni escuela de ascetismo. La pobreza evangélica, que implica el amor al prójimo como vimos, es la roca donde se construye la hermandad. Esto no es algo utópico o lejano, sino tarea y empeño diario de un gran multitud de seguidores de Jesús.
La Iglesia se alegra de ver en muchos de sus hijos, sobre todo de la clase media más modesta, la vivencia concreta de esta pobreza evangélica:
“La Iglesia se alegra de ver en muchos de sus hijos, sobre todo de la clase media más modesta, la vivencia concreta de esta pobreza cristiana” (Puebla, 1151).
Este compartir los bienes libera el corazón para vivir la misión: “anunciar a los pobres el Evangelio...proclamar que ha llegado el año del Señor” (Lc 4, 18-19). Convertirse es liberarse de todo lo que nos ata para construir y vivir la fraternidad desde los pequeños.
Cuando los apóstoles narraron a Jesús cómo las gentes sencillas estaban recibiendo el mensaje del reino, que somos hermanos hijos de un mismo Padre, su corazón se llenó de alegría y bendijo a su Padre que esto revelaba y era recibido por los sencillos y humildes (Mt 11, 25-27). De esa misma frecuencia participan nuestros obispos al comprender el llamado e invitación a la conversión a la fraternidad de la opción por los pobres y su liberación:
Por desgracia, algunos desvirtuaron el espíritu de Medellín, otros lo desconocieron y aun fueron hostiles a su evangélico llamado. Sin embargo, se reafirmó en Puebla la necesidad de conversión de toda la Iglesia para una opción preferencial por los pobres, con miras a su liberación integral[9].
La renovada esperanza en la fuerza del Espíritu no oculta que la situación de injusticia se sigue agravando: “la inmensa mayoría de nuestros hermanos siguen viviendo en situación de pobreza y aun de miseria que se ha agravado”(Pue, 1135).
Esta realidad urge todavía con mayor impulso a una solidaridad profética con nuestros hermanos empobrecidos. Solidaridad profética que pasa necesariamente por la conversión permanente al siervo de Yahvé: “No todos en la Iglesia de América Latina nos hemos comprometido suficientemente con los pobres... su servicio exige, en efecto, una conversión y purificación constantes, en todos los cristianos, para el logro de una identificación cada día más plena con Cristo pobre y con los pobres” Puebla 1140).
Así pues, la conversión evangélica no es algo puramente sentimental, o el cumplir los diez mandamientos del decálogo, sino hacerse eficazmente hermano con el pobre y desde ahí vivir la fraternidad universal. Esta experiencia vivida por muchos cristianos comprometidos con el pobre y su liberación constituye el tercer elemento del núcleo de la experiencia fundante de la brota la reflexión teológica latinoamericana.
II. PRAXIS DE LIBERACION Y METODO TEOLOGICO
Ya el Vaticano II, en la introducción a la Gaudium et Spes (GS 1, 11), apuntó hacia una teología que partiera de la palabra viva de la realidad de nuestros pueblos y que la reflexionara críticamente a la luz de la fe. Fue una rica intuición al final del Concilio. Su profundización y expresión metodológica se realizará en la teología latinoamericana.
Antes del Vaticano II, el saber teológico aparecía reservado a quienes se preparaban al sacerdocio ministerial y a unos pocos más. El saber y método teológico, que se polarizaron en y se redujeron casi exclusivamente a los seminarios, había influido fuertemente en nuestro modo de considerar y entender la fe.
1. Saber racional y método teológico académico
El método teológico de san Anselmo encontró en Tomás de Aquino un artífice genial. El instrumental científico con el cual contó en su época fue el filosófico: Su riqueza y limitación. Fue un teólogo revolucionario en su momento.
Lonergan, en su estudio sobre el método teológico, analiza cómo con la superación del saber, a través del aporte de las ciencias naturales y humanas, la filosofía pierde y gana en cuanto racionalidad con respecto a la teología. Pierde la exclusividad de la racionalidad, así como el derecho a tener palabra en el terreno de la ciencias. Gana en el situarse debidamente como teoría del conocimiento, epistemología y ontología[10].
Ahora bien, la teología después de Trento fue paulatina y fuertemente influenciadas por el magisterio, comenzó a reducirse a disciplina auxiliar del magisterio, de modo que su función sería exponer y explicar las verdades definidas y denunciar y desmontar las doctrinas falsas[11]. La reducción de la teología como saber racional a una teología escolar constituyó un serio empobrecimiento.
Lo anterior no quiere decir que no sea un valor y se requiera en el quehacer teológico el esfuerzo académico por profundizar el sentido de nuestra fe. Pero, ¿desde qué perspectiva, en qué contexto se verifica dicha reflexión? Pretender comparar la reflexión teológica con un servicio aséptico en el sistema social, viene a situarla en la realidad al servicio de los grandes poderes económico y políticos del sistema capitalista liberal. La reflexión teológica es objetiva e intencionada. Tiene que estar al servicio de la acción liberadora del pobre hacia la fraternidad.
2. “Optatam totius” y método teológico en el Vaticano II
La reducción de la teología y su método a exponer verdades definidas y refutar errores, así como reducir el servicio teológico a su ámbito académico, fueron ampliamente superados y enriquecidos por el Vaticano II.
Al subrayar que la Iglesia es el Pueblo de Dios en la historia y que todos somos llamados a la santidad por el Espíritu que recibimos en el bautismo y confirmación, se recupera el sentido del pueblo portador del evangelio. Un pueblo que puede y debe comunicar el mensaje salvífico recibido. Un pueblo evangelizador, que, por lo tanto, tiene como una de sus funciones hacer teología.
“Fórmese con especial diligencia en el estudio de la Sagrada Escritura, la cual debe ser como el alma de toda la teología” (OT 16). Esta frase condensa cómo el Concilio recupera la Biblia en el quehacer teológico. La Biblia, como norma que no se subordina a ningún otra norma, será criterio permanente que ilumine el caminar eclesial. El quehacer teológico se enriquece al no quedar reducido a repetir verdades, sino a investigar e iluminar la vida eclesial con la sagrada Escritura. Y esta tarea se amplía con la luz de los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente.
El estudio de los dogmas se enriquece, contextúa y equilibra. El método que ofrece el Vaticano II para el quehacer teológico recupera el sentido histórico, el sentido de proceso de un Pueblo cuya vocación es ser sacramento de salvación, y que tiene como instrumento y luz privilegiada la Escritura.
Ahora bien, ¿cuál es la perspectiva cristiana para hacer teología? ¿Desde qué compromisos fundamentales? El Vaticano II ya no explicitó estos temas: se quedó a la puerta, invitó a ello (GS, 4).
3. La teología como reflexión crítica sobre la praxis de liberación
El valor de lo humano, de la historia, de nuestras culturas, de nuestra materialidad, fue recuperado por el Concilio al afirmar que “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”(GS 22). Y poco después en el mismo número, lo subrayaba al expresar: “Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre, en realidad es una sola, es decir, divina”. Con ello se supera al maniqueísmos de considerar lo material y lo espiritual, o dicho bajo obra perspectiva, lo natural y lo sobrenatural, como dos realidades distintas y aún a voces opuestas, en las cuales lo temporal y lo natural no tienen peso salvífico y por ello carecen de valor cristiano.
Al volver a retomar el hecho de la encarnación del Verbo y sus consecuencias respecto a todo lo humano, ilumina la verdad de aquella afirmación de Rahner: “toda verdadera teología es antropología; y toda verdadera antropología es teología”[12], que bien expresa los alcances de la encarnación. No va por un lado la historia profana y por otro la historia sagrada. Sólo hay una historia y vocación: la divina.
Ahora bien, en nuestra realidad latinoamericana la escandalosa brecha entre ricos y pobres empujó a descubrir el rostro sufriente de Cristo en los pobres y situar correctamente la perspectiva teológica. La teología no es la palabra primera. Es acto segundo. La palabra primera está en la vida del pueblo, cuya fe opera por la caridad. Y en este pueblo, Cristo se revela privilegiadamente en los pobres. Por ello el Papa Juan Pablo II, en su reunión con los marginados de Guadalajara, les dijo: “son ustedes los predilectos de Dios”[13]. La reflexión teológica deberá estar atenta a la situación de los pobres, recoger sus anhelos, profundizarlos a la luz de la fe y devolverlos al pueblo. Este proceso refleja el por qué vivimos el quehacer teológico como palabra segunda. La función y servicio de la teología como reflexión crítica del acontecer humano y eclesial resume el sentido y aporte del método teológico latinoamericano[14]. Esta reflexión teológica, como palabra segunda, se hace desde el pobre y su liberación.
El camino teológico de san Anselmo se debe comprender sólo desde el camino de Cristo: nació, vivió y murió por la liberación de los pobres y la consiguiente construcción del reino de los hermanos (1 Jn 4, 7-. Pascal retoma el tema al expresar que “existen verdades que sólo el corazón las puede comprender”. Un ateo disertará y podrá escribir sobre Cristo con muchos conocimientos sociales científicos, pero no será un teólogo cristiano y bíblico como los escritores de la sagrada Escritura, modelos y paradigma del quehacer teológico. El teólogo es un creyente. Por ello su reflexión brota y se hace de la compasión por el pobre crucificado y la pasión por la buena noticia de Jesucristo.
La Revelación plena de Dios en la historia se dio en Jesucristo. Se manifestó en los pobres. Ese contexto, desde entonces, se hace el lugar privilegiado para conocer y recoger la experiencia del Dios de Jesús. Por ello, el lugar teológico privilegiado es el pobre y su causa de liberación. La pregunta sobre cuál es la perspectiva y compromisos fundamentales para hacer teología recibe, en la teología de la liberación y su método, clara respuesta: los pobres y su causa. El clima, el contexto, la perspectiva para teologizar al modo de Cristo son los pobres. En su vida se expresa privilegiadamente el Espíritu, son la palabra primera que nos invita a la fidelidad. La riqueza teológica y apertura del Concilio encontraron nuevo impulso al ser aplicados en América Latina. De acuerdo a la dinámica conciliar, el método teológico fue enriquecido en la teología de la liberación fundamentalmente con:
- el pobre como lugar teológico privilegiado de manifestación de Dios;
- la perspectiva del pobre y su liberación como óptica desde la que leer los acontecimientos y releer la historia;
- el servicio de la teología como palabra segunda, como reflexión crítica del accionar humano y eclesial.
Con esta riqueza, con estos ojos nuevos se ve y retoma el saber bíblico, la tradición, el dogma y magisterio, el servicio y sistematizaciones teológicas pasadas y presentes. Los aportes y necesidad del exegeta y trabajo teológico académico se aprecian, enriquecen y sitúan correctamente. Se supera el reducir la teología a las universidades, al leer libros. Esto es útil y necesario en la reflexión teológica. Pero también el pueblo es teólogo. En él se expresa la voz de Dios. El pueblo también hace teología en sus cantos, en sus oraciones, en sus reflexiones vertidas en su lenguaje popular.
El método teológico conciliar y su clave hermenéutica se ven enriquecidos y resituados al colocar a los pobres y su causa como lugar teológico privilegiado y desde cuya perspectiva se asumen los diversos temas teológicos fundamentales. En particular destaca la relectura bíblica que se condensa en la expresión: “los pobres me enseñaron a leer y comprender el Evangelio”[15]. En el compromiso con el pobre y el dinamismo histórico-bíblico, la teología de la liberación aprovecha el material y lenguaje de las ciencias humanas y entre ellas destacan las sociales. Estas ciencias ofrecen valiosos acercamiento y explicaciones sobre los fenómenos sociales de hoy.
La validez de este esfuerzo en la vida eclesial y la necesidad del mismo son destacadas por el sínodo de Puebla:
“Reconocemos los esfuerzos realizados por muchos cristianos de América latina para profundizar en la fe e iluminar con la palabra de Dios las situaciones particularmente conflictivas de nuestros pueblos. Alentamos a todos los cristianos a seguir prestando este servicio evangelizador y a discernir sus criterios de reflexión y de investigación”[16].
III. GESTACION, GENESIS, CRECIMIENTO Y CONSOLIDACION DE UNA REFLEXION TEOLÓGICA LATINAOMERICANA
En los siguientes párrafos presentaré los períodos importantes en el proceso de formación de la teología de la liberación. Aparecen cuatro claramente: gestación, génesis, crecimiento y consolidación.
1. Gestación (1962-1968). El hito histórico del Sínodo regional de Medellín.
Las venas abiertas de América latina fueron la matriz donde se elaboró la teoría de la dependencia que se concentró en mostrar las causas profundas del empobrecimiento de las mayorías de nuestros pueblos. Según esa teoría sólo se podrá superar dicha situación injusta rompiendo con el sistema capitalista imperante. En los círculos intelectuales y universitarios dichos estudios causaron profunda impresión. Nuestra situación de explotación no era casual, sino causal[17].
Juan XXIII inauguró el concilio Vaticano II en 1962 para poner al día a la Iglesia y su misión. En aquel entonces los episcopados latinoamericanos, por su escasa participación en el Concilio, fueron denominados la Iglesia del silencio. Las preocupaciones y problemática de los grupos europeos dominaron la temática. Pero el Concilio abría puertas y ventanas para que las regiones e iglesias locales se preguntaran sobre cómo evangelizar desde su propia situación.
Los teólogos en América latina, hasta el Vaticano II, habían hecho aportes muy escasos a la Iglesia universal. La fuerza y riqueza del empuje misionero en nuestros pueblos contrastaba con la exigua producción teológica. Sin embargo, la oportunidad de reunirse que el Concilio ofreció a los obispos latinoamericanos y algunos teólogos, y el clima eclesial de apertura, búsqueda y creatividad teológica, facilitó el que algunos de ellos se reunieran y empezaran a reflexionar a la luz de la fe, desde la originalidad de nuestra situación y cultura[18].
Pablo VI recibió gustoso la propuesta de monseñor Larraín, portavoz del episcopado, de reunir la segunda Conferencia general del Episcopado en el año 1968 en Medellín. Los años de 1966 a 1968 supusieron una eclosión impresionante de reuniones, declaraciones, documentos, ya sea a nivel nacional o regional, de diversos grupos cristianos situados en los diferentes estratos del pueblo de Dios. Contrastaba esta vitalidad y efervescencia con la anterior de una “Iglesia del silencio”. La raíz de este hecho fue que, al abrir ojos y ventanas a la realidad circundante, ésta penetró en la Iglesia con toda su vitalidad.
La problemática que aflora en dichos documentos muestra la influencia de los cristianos que ya estaban comprometidos con los cambios sociales. El hecho de la explotación de las masas populares saltaba a la vista en los cinturones de miseria urbanos, en los campesinos a los que merodeaba continuamente la miseria. Estas experiencia y los estudios sociales sobre el por qué de esta situación de dependencia se difundieron y sacudieron la conciencia cristiana de muchos buenos pastores. Una nueva conciencia eclesial empezó a tomar forma a partir del modo nuevo de vivir la fe de aquellos que estaban comprometidos con los pobres y su liberación[19].
El Sínodo regional de Medellín es un hito que parte la historia de la Iglesia latinoamericana en este siglo. De una Iglesia dependiente de Europa para su reflexión teológica y su pastoral, se pasa a una Iglesia con temas y elaboraciones propias, aunque sea en forma incipiente.
En la variedad de asuntos tratados en Medellín, no desaparecen ni quedan opacados estas realidades y temas centrales. La preparación de la Conferencia había recogido en sus diversas reuniones la voz y situación de nuestros pueblos[20]. Por ello, los temas nucleares en Medellín fueron:
- los pobres y la justicia;
- amor al hermano y la paz en una situación de violencia institucionalizada;
- unidad de la historia y dimensión política de la fe.
Hablar de teología en América latina lleva a hablar de la teología de la liberación. En ella se presenta, por primera vez en la historia de nuestro continente, una reflexión propia y encarnada en la situación de las personas y pueblos de América. La realidad latinoamericana, reflexionada y profundizada a la luz de la fe en la teología de la liberación, ha ofrecido reorientación y ha rejuvenecido la tarea del cristianismo y de la Iglesia.
¿Qué es la teología de la liberación? ¿Cómo ha surgido y crecido? ¿Cuáles son sus aportes centrales? ¿Por qué suscita controversia? Estos y otras preguntas similares es lo que trataré de iluminar y responder en este trabajo. Para facilitar la exposición y lectura del mismo, voy a concentrarme en: la experiencia fundante de la teología de la liberación; su método; y su desarrollo histórico que comprende los rasgos centrales de la relectura de los grandes temas teológicos, las críticas, retos, y los aportes centrales de la teología de la liberación.
I. TEOLOGIA DE LA LIBERACION: SU EXPERIENCIA FUNDANTE
¿Cuál es la experiencia fundante de la Teología de la Liberación? ¿Qué hechos marcaron su surgimiento?
Como hecho que facilitó su surgimiento, aparece el Concilio Vaticano II y su llamado y puesta en práctica de abrirnos al mundo en el cual la Iglesia debe actuar como Sacramento de Salvación. El Vaticano II derribó muros objetivos y subjetivos que nos distanciaban y deformaban la realidad[1].
Y al contemplar la realidad en América Latina, el mundo de las mayorías y abrir los ojos a ellas, nos encontramos cara a cara con la injusticia secular e institucionalizada que somete a millones y millones de personas a inhumana pobreza. Tropezar a cada paso con esa injusta pobreza sacudió profundamente los corazones cristianos bien intencionados. Esta experiencia, aunque lejana en el tiempo, permitió acercarnos a la de Moisés ante la situación de sus hermanos israelitas en Egipto: ¡esa situación de esclavitud no podía ser la voluntad de Dios! Y desde la fe en el Dios de Israel comprendió su misión.
El hecho brutal de la esclavitud y pobreza de las mayorías latinoamericanas empujaron decisivamente a reflexionarlas a la luz de Dios de Jesucristo y recomprender nuestra misión. Cómo anunciar y vivir la Buena Nueva del Reino implicó el adquirir una nueva conciencia del ser y quehacer de la Iglesia.
¿Cuál es la experiencia e intuición originales de las que brota la Teología de la liberación? No fue otra que la experiencia cotidiana de la injusta pobreza en que son obligados a vivir millones de hermanos latinoamericanos. Y en esta experiencia y desde ella, la palabra contundente del Dios de Moisés y de Jesús: esta situación no es conforme a su voluntad, sino contraria a ella.
En esta experiencia fundante destacamos tres elementos importantes: los pobres, las formas de la caridad cristiana hoy y la conversión.
1. Los pobres y la pobreza
La década de los setenta fue escenario de un continuo debate sobre quién es el pobre y qué se entiende por pobreza evangélica[2]. En Medellín se había destacado proféticamente la injusticia en que vivían pueblos enteros:
“El Episcopado Latinoamericano no puede quedar indiferente ante las tremendas injusticias sociales existentes en América Latina, que mantiene a la mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la inhumana miseria. Un sordo clamor brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte”[3]
Esta constatación abrió el corazón de muchos a la causa de los pobres, además de provocar el enriquecimiento de la fe desde la perspectiva de los oprimidos de la tierra. Pero también suscitó una reacción de desconfianza y aún de rechazo. Es más, se formó un clima de confusión y oscuridad que intentó nuevamente ocultar la realidad.
Hacia el final de los años setenta todavía era frecuente escuchar que los pobres estaban en esa situación por ser flojos y viciosos; o que los ricos materialmente eran muy pobres en valores espirituales. Semejantes frases, al generalizar el mal y no distinguir causa y efecto, pretendían mantener, al menos, la conformidad ante las tremendas injusticias sociales.
Sin embargo, la experiencia del dolor secular de los campesinos, de los indígenas y de los negros, que toma nuevas formas en la barriadas y campos latinoamericanos y cuyo clamor, si en momentos apareció sordo, se fue haciendo cada día más claro y fuerte (Puebla 89), siguió empujado la reflexión de la teología de la liberación. La Conferencia episcopal de Puebla, tuvo la paciencia de volver a describir quién es el pobre y que el motivo de su situación no es casualidad, sino casual:
Comprobamos, pues, como el más devastador y humillante flagelo, la situación de inhumana pobreza en que viven millones de latinoamericanos expresada por ejemplo, en mortalidad infantil, falta de vivienda adecuada, problemas de salud, salarios de hambre, desempleo y subempleo, desnutrición, inestabilidad laboral, migraciones masivas, forzadas y desamparadas, etc.
Al analizar más a fondo tal situación, descubrimos que esta pobreza no es una etapa casual, sino el producto de situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas, aunque haya también otras causas de la miseria:
“Al analizar más a fondo tal situación, descubrimos que esta pobreza no es una etapa casual, sino el producto de situaciones y estructruas económicas, sociales y políticas, aunque haya también otras causas de la miseria”[4].
Esta situación de las grandes masas de nuestros pueblos, que proviene, en buena parte del sistema social que padecemos (Puebla 92 y 311-313), no es la Voluntad de Dios. Esta experiencia fundante, que va a reorientar a construir la fraternidad, es retomada en la conferencia de Puebla y expresada con claridad profética:
“Vemos, a la luz de la fe, como un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, la creciente brecha entre ricos y pobres... Esto es contrario al plan del creador y al honor que se le debe. En esta angustia y dolor, la Iglesia discierne una situación de pecado social, gravedad tanto mayor por darse en países que se llaman católicos”[5].
Pocas líneas más adelante, los obispos afirman cómo en los rostros de los niños pobres, indígenas, campesinos marginados, ancianos, etc., debemos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo (Puebla 31-39). La experiencia concreta y golpeante del dolor de los pobres nos abre a la experiencia de quien está presente en ellos: el Señor Jesús (Mt 25, 31-46).
Hablar sobre Dios es hacer teología. En la experiencia fundante de la teología de la liberación se ha redescubierto que hablar de los pobres es hablar de Cristo, es hablar de Dios: “lo que hiciste a ellos, a Mí me lo hiciste” (Mt 25, 40). Pero hablar hoy de los pobres es hablar de los hombres explotados del Tercer Mundo, es hablar de las mayorías latinoamericanas. En la solidaridad de Dios en Cristo con los empobrecidos de la Tierra se encierra el misterio del hombre. Cristo se encuentra y revela en los pequeños y olvidados a los ojos de los mundanos (Mt 11, 25-27).
El tema central de nuestras vidas y de toda espiritualidad -cómo encontrarse con Dios, dónde se le ama, conoce y comulga con él- conduce al corazón mismo del evangelio: amar a Dios y al prójimo. Pero este tema adquiere realidad cuando se plantea desde los pobres: ¿qué significa amar a Dios y al prójimo hoy en América Latina?
2. Amar a Dios y al prójimo hoy en América Latina
Este segundo elemento central entra en la experiencia fundante que dio origen a la Teología de la Liberación hace fácilmente y comprensible el porqué de su impacto en la conciencia cristiana latinoamericana.
Ahora bien, cuando vivíamos de espaldas a las grandes mayorías empobrecidas, ¿cómo las íbamos a amar? A lo sumo se hacía con ellas ciertas donaciones de caridad, en forma paternalista y asistencial.
Abrir los ojos y el corazón hacia los pobres permitió descubrir su situación y vivir la experiencia de ser evangelizados por ellos. La parábola de Epulón y Lázaro se hizo nítida. El rico se encerró en sus cosas y se olvidó de su hermano (Lc 16, 19-31; Gén 4, 9). El rico Epulón no salió de su camino, no entró en el camino del necesitado y no conoció a Dios. El mismo mensaje central aparece en la parábola del samaritano, la cual comienza con la cuestión sobre el mandamiento central (Lc 10, 25-37). El prójimo no es primordialmente el pariente cercano, el círculo de amistades, sino el otro que está tirado sufriente al lado del camino, ese desconocido y diferente que precisa de mi ayuda y solidaridad.
Prójimo no es aquel que yo encuentro en mi camino, sino aquel en cuyo camino el amor me empuja a situarme. Aquel a quien yo me acerco y busco activamente movido por los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús[6].
El Señor Jesús y los fariseos conocían el decálogo y las prescripciones de la torah. Sabían que el primer mandamiento y principal es el amor a Dios y al prójimo. Es más, ambos lo predicaban y lo tenían como piedra capital de su doctrina. ¿Porqué el enfrentamiento con esos hombres religiosos si coincidían en lo esencial del mensaje? El meollo del asunto está en qué experiencia se tiene de y qué contenido se le dé al prójimo y consiguientemente. Los fariseos afirmaban querer a Dios y al prójimo: y crucificaron a Jesús. Y por ello no es de sorprender la campaña orquestada en el hoy contra la pastoral y la teología de la liberación.
Hoy en América Latina se relee la Escritura, en la teología de la liberación, desde el pobre, desde la clase explotada con la que se hizo solidario Cristo. Y de ahí surge la pregunta: ¿qué exigencias entraña hoy el amor al prójimo? Esto no es un tema más en la teología de la liberación. Es su corazón. Es la vida, es la sangre que anima la experiencia e intuición original y la existencia de los grupos cristianos en la praxis de la liberación. Amar a Dios y al prójimo significa salir de mi camino, entrar al camino del oprimido, del golpeado por la injusticia y comprometerme con su causa.
Ciertamente, lo anterior lleva a menudo riesgo de la misma vida, como nos anunció Jesús, el Buen Pastor[7]. Pero ese hacernos hermanos desde los pobres y no sólo sabernos hermanos y quedarnos en palabras, es lo que lleva a construir sobre roca (Mt 7, 21-27). El compromiso con el pobre permite superar el reduccionismo de considerar el amor al prójimo como el amar sólo su alma y a todo tipo de espiritualizaciones deformantes. Lo mismo se diga de la reducción del amor al prójimo, entendiendo éste como la propia familia o grupo cerrado que nos rodea. El amor al prójimo pobre abre a la universalidad, al reconocimiento que todos somos hijos de un mismo Padre.
La universalidad del amor al prójimo adquiere peso de la verdad, cuando tiene, como preocupación prioritaria, amar a aquellos hermanos que los poderosos de este mundo desprecian y denigran: los indígenas, los analfabetos, los marginados, los negros (Mt 5, 46). El sentido y significado de este elemento de la experiencia fundante de la teología de la liberación fue también recogido y expresado por el sínodo regional de Puebla, atento a la voz del Espíritu que clama desde el pueblo pobre:
“El amor a Dios, que nos dignifica radicalmente, se vuelve por necesidad comunión de amor con los demás hombres y participación fraterna; para nosotros, hoy, debe volverse principalmente obra de justicia para los oprimidos, esfuerzo de liberación para quienes más lo necesitan. En efecto, no puedes amar a Dios a quien no ves, si no amas al hermano que sí ves; por ello, el que dice que ama a Dios y desprecia al hermano es un mentiroso (1 Jn 4, 20)... El Evangelio nos debe enseñar que, ante las realidades que vivimos, no se puede hoy en América Latina amar de veras al hermano y por lo tanto a Dios, sin comprometerse a nivel personal y en muchos casos, incluso, a nivel de estructuras, con el servicio y la promoción de los grupos humanos y de los estratos sociales más desposeídos y humillados, con todas las consecuencias que se siguen en el plano de esas realidades temporales” (DP, 327)[8].
Cristo vivió el amor eficazmente. Con eficacia profética, con eficacia de cruz. Amar como Cristo conlleva hoy también tomar la cruz y seguirlo. No ocultó el Señor que su seguimiento, dolorosamente, traería escisiones aún de padres contra hijos, de amigo que traiciona al propio amigo, del discípulo que entrega al maestro. La misión hoy de crear una sociedad fraternal, amar en la historia, implica una dimensión política; una caridad, al modo de Jesús, subversiva del desorden social, de la injusticia institucionalizada.
El amor evangélico lleva a la unidad, que tiene su modelo en la unidad misma de la Santísima Trinidad (Jn 17, 21). Ahora bien, la unidad de los seres humanos no se logra sino superando las contradicciones en que históricamente nos encontramos situados, pues las tinieblas se oponen a la luz: (Jn 1, 11).
Hoy, la sangre de Dios en el pobre sigue redimiendo. Sangre derramada del oprimido en su esfuerzo contra el opresor para que deje de serlo. Sangre sin odio, pero con Misión. El color de la sangre de Cristo, el amor, se recoge en la teología de la liberación. El calor humano del amor, también sus rasgos afectivos, se resitúan evangélicamente al vivirse desde el pobre y su causa.
El mandamiento y modo de amar a Dios y al prójimo por Jesús de Nazareth sorprendió a muchos entendidos de su época. Y todavía hoy nos sorprende su estilo de amar y construir la unidad desde los pobres, y sus consecuencias. ¡Qué contradicción! Amar, esforzarse por construir la fraternidad, acarrea persecución y muerte. No hay mayor amor, que el que entrega la vida por su amigo(Jn 15, 20). Pero esta lucha y dolor tiene la certeza del triunfo (Jn 16, 33).
3. El pobre y la conversión cristiana
En nuestra historia, la comunión con el prójimo pasa necesariamente por el amor a los “lázaros” actuales (Lc 16, 19-31). Amar al prójimo se hace verdad cuando amamos a los empobrecidos de la tierra. La conversión, etimológicamente, significa el retomar el camino. La conversión cristiana es retomar el camino del amor al prójimo, al modo de Jesús: sintonizar el corazón con él, llorar con su dolor, alegrarse con sus gozos.
El impulso del Espíritu no termina al descubrir al herido al lado del camino, sino en el comprometerse con él: entrar eficazmente en su camino, comprometerse en su liberación. Este elemento de la experiencia fundante permitió comprender y profundizar la metanoia, la conversión cristiana a la cual todos somos llamados.
Convertirme a Cristo significa hacerme hermano con el pobre. Cuando aquel muchacho rico, bien formado y cumplidor de los mandamientos, preguntó a Jesús sobre lo que tenía que hacer para ganar la vida eterna, recibió una respuesta clara y amorosa del maestro, pues se había ganado su afecto con su sinceridad: “comparte tus bienes con los pobres y entonces sígueme” (Mc 10, 21). Aquel joven fue sorprendido de lleno. Esa respuesta no se la habían enseñado sus profesores. Le habían enseñado, y cumplía, las normas morales de no robar, respetar a la mujer del prójimo, no emborracharse, etc. Pero hacerse pobre con los pobres para vivir la fraternidad, eso se les había pasado por alto. Lo mismo ocurrió con Nicodemo.
El anuncio del Señor: “El Reino de Dios se ha aproximado”(Mt 1, 15), encerraba un compromiso muy concreto: vende tus bienes, hazte hermano con el pobre y tendrás un tesoro en el Reino de los cielos. Desde la experiencia del caminar con los empobrecidos de nuestras ciudades periféricas, o en las zonas rurales se ha iluminado y recogido en la teología de la liberación lo nuclear de la conversión cristiana. Hemos comprendido en su amplia dimensión lo que significa la pobreza evangélica.
Todos somos llamados a la opción por los pobres, a vivir la pobreza evangélica. La división entre ricos y pobres es un pecado. Esta división no es querida por Dios. Hay que denunciarla y superarla. Jesús y sus discípulos ofrecieron un modelo de vida proclamado como bienaventuranza (Puebla 1148). Los religiosos son llamados a vivir en radicalidad dicha pobreza, pero éste es patrimonio de todo el pueblo de Dios. Sin compartir los bienes, la fraternidad queda en simples y estériles buenos deseos. El que comparte los bienes entra en el Reino de los cielos (Mt 25, 31-46). La pobreza evangélica no es un nihilismo, ni escuela de ascetismo. La pobreza evangélica, que implica el amor al prójimo como vimos, es la roca donde se construye la hermandad. Esto no es algo utópico o lejano, sino tarea y empeño diario de un gran multitud de seguidores de Jesús.
La Iglesia se alegra de ver en muchos de sus hijos, sobre todo de la clase media más modesta, la vivencia concreta de esta pobreza evangélica:
“La Iglesia se alegra de ver en muchos de sus hijos, sobre todo de la clase media más modesta, la vivencia concreta de esta pobreza cristiana” (Puebla, 1151).
Este compartir los bienes libera el corazón para vivir la misión: “anunciar a los pobres el Evangelio...proclamar que ha llegado el año del Señor” (Lc 4, 18-19). Convertirse es liberarse de todo lo que nos ata para construir y vivir la fraternidad desde los pequeños.
Cuando los apóstoles narraron a Jesús cómo las gentes sencillas estaban recibiendo el mensaje del reino, que somos hermanos hijos de un mismo Padre, su corazón se llenó de alegría y bendijo a su Padre que esto revelaba y era recibido por los sencillos y humildes (Mt 11, 25-27). De esa misma frecuencia participan nuestros obispos al comprender el llamado e invitación a la conversión a la fraternidad de la opción por los pobres y su liberación:
Por desgracia, algunos desvirtuaron el espíritu de Medellín, otros lo desconocieron y aun fueron hostiles a su evangélico llamado. Sin embargo, se reafirmó en Puebla la necesidad de conversión de toda la Iglesia para una opción preferencial por los pobres, con miras a su liberación integral[9].
La renovada esperanza en la fuerza del Espíritu no oculta que la situación de injusticia se sigue agravando: “la inmensa mayoría de nuestros hermanos siguen viviendo en situación de pobreza y aun de miseria que se ha agravado”(Pue, 1135).
Esta realidad urge todavía con mayor impulso a una solidaridad profética con nuestros hermanos empobrecidos. Solidaridad profética que pasa necesariamente por la conversión permanente al siervo de Yahvé: “No todos en la Iglesia de América Latina nos hemos comprometido suficientemente con los pobres... su servicio exige, en efecto, una conversión y purificación constantes, en todos los cristianos, para el logro de una identificación cada día más plena con Cristo pobre y con los pobres” Puebla 1140).
Así pues, la conversión evangélica no es algo puramente sentimental, o el cumplir los diez mandamientos del decálogo, sino hacerse eficazmente hermano con el pobre y desde ahí vivir la fraternidad universal. Esta experiencia vivida por muchos cristianos comprometidos con el pobre y su liberación constituye el tercer elemento del núcleo de la experiencia fundante de la brota la reflexión teológica latinoamericana.
II. PRAXIS DE LIBERACION Y METODO TEOLOGICO
Ya el Vaticano II, en la introducción a la Gaudium et Spes (GS 1, 11), apuntó hacia una teología que partiera de la palabra viva de la realidad de nuestros pueblos y que la reflexionara críticamente a la luz de la fe. Fue una rica intuición al final del Concilio. Su profundización y expresión metodológica se realizará en la teología latinoamericana.
Antes del Vaticano II, el saber teológico aparecía reservado a quienes se preparaban al sacerdocio ministerial y a unos pocos más. El saber y método teológico, que se polarizaron en y se redujeron casi exclusivamente a los seminarios, había influido fuertemente en nuestro modo de considerar y entender la fe.
1. Saber racional y método teológico académico
El método teológico de san Anselmo encontró en Tomás de Aquino un artífice genial. El instrumental científico con el cual contó en su época fue el filosófico: Su riqueza y limitación. Fue un teólogo revolucionario en su momento.
Lonergan, en su estudio sobre el método teológico, analiza cómo con la superación del saber, a través del aporte de las ciencias naturales y humanas, la filosofía pierde y gana en cuanto racionalidad con respecto a la teología. Pierde la exclusividad de la racionalidad, así como el derecho a tener palabra en el terreno de la ciencias. Gana en el situarse debidamente como teoría del conocimiento, epistemología y ontología[10].
Ahora bien, la teología después de Trento fue paulatina y fuertemente influenciadas por el magisterio, comenzó a reducirse a disciplina auxiliar del magisterio, de modo que su función sería exponer y explicar las verdades definidas y denunciar y desmontar las doctrinas falsas[11]. La reducción de la teología como saber racional a una teología escolar constituyó un serio empobrecimiento.
Lo anterior no quiere decir que no sea un valor y se requiera en el quehacer teológico el esfuerzo académico por profundizar el sentido de nuestra fe. Pero, ¿desde qué perspectiva, en qué contexto se verifica dicha reflexión? Pretender comparar la reflexión teológica con un servicio aséptico en el sistema social, viene a situarla en la realidad al servicio de los grandes poderes económico y políticos del sistema capitalista liberal. La reflexión teológica es objetiva e intencionada. Tiene que estar al servicio de la acción liberadora del pobre hacia la fraternidad.
2. “Optatam totius” y método teológico en el Vaticano II
La reducción de la teología y su método a exponer verdades definidas y refutar errores, así como reducir el servicio teológico a su ámbito académico, fueron ampliamente superados y enriquecidos por el Vaticano II.
Al subrayar que la Iglesia es el Pueblo de Dios en la historia y que todos somos llamados a la santidad por el Espíritu que recibimos en el bautismo y confirmación, se recupera el sentido del pueblo portador del evangelio. Un pueblo que puede y debe comunicar el mensaje salvífico recibido. Un pueblo evangelizador, que, por lo tanto, tiene como una de sus funciones hacer teología.
“Fórmese con especial diligencia en el estudio de la Sagrada Escritura, la cual debe ser como el alma de toda la teología” (OT 16). Esta frase condensa cómo el Concilio recupera la Biblia en el quehacer teológico. La Biblia, como norma que no se subordina a ningún otra norma, será criterio permanente que ilumine el caminar eclesial. El quehacer teológico se enriquece al no quedar reducido a repetir verdades, sino a investigar e iluminar la vida eclesial con la sagrada Escritura. Y esta tarea se amplía con la luz de los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente.
El estudio de los dogmas se enriquece, contextúa y equilibra. El método que ofrece el Vaticano II para el quehacer teológico recupera el sentido histórico, el sentido de proceso de un Pueblo cuya vocación es ser sacramento de salvación, y que tiene como instrumento y luz privilegiada la Escritura.
Ahora bien, ¿cuál es la perspectiva cristiana para hacer teología? ¿Desde qué compromisos fundamentales? El Vaticano II ya no explicitó estos temas: se quedó a la puerta, invitó a ello (GS, 4).
3. La teología como reflexión crítica sobre la praxis de liberación
El valor de lo humano, de la historia, de nuestras culturas, de nuestra materialidad, fue recuperado por el Concilio al afirmar que “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”(GS 22). Y poco después en el mismo número, lo subrayaba al expresar: “Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre, en realidad es una sola, es decir, divina”. Con ello se supera al maniqueísmos de considerar lo material y lo espiritual, o dicho bajo obra perspectiva, lo natural y lo sobrenatural, como dos realidades distintas y aún a voces opuestas, en las cuales lo temporal y lo natural no tienen peso salvífico y por ello carecen de valor cristiano.
Al volver a retomar el hecho de la encarnación del Verbo y sus consecuencias respecto a todo lo humano, ilumina la verdad de aquella afirmación de Rahner: “toda verdadera teología es antropología; y toda verdadera antropología es teología”[12], que bien expresa los alcances de la encarnación. No va por un lado la historia profana y por otro la historia sagrada. Sólo hay una historia y vocación: la divina.
Ahora bien, en nuestra realidad latinoamericana la escandalosa brecha entre ricos y pobres empujó a descubrir el rostro sufriente de Cristo en los pobres y situar correctamente la perspectiva teológica. La teología no es la palabra primera. Es acto segundo. La palabra primera está en la vida del pueblo, cuya fe opera por la caridad. Y en este pueblo, Cristo se revela privilegiadamente en los pobres. Por ello el Papa Juan Pablo II, en su reunión con los marginados de Guadalajara, les dijo: “son ustedes los predilectos de Dios”[13]. La reflexión teológica deberá estar atenta a la situación de los pobres, recoger sus anhelos, profundizarlos a la luz de la fe y devolverlos al pueblo. Este proceso refleja el por qué vivimos el quehacer teológico como palabra segunda. La función y servicio de la teología como reflexión crítica del acontecer humano y eclesial resume el sentido y aporte del método teológico latinoamericano[14]. Esta reflexión teológica, como palabra segunda, se hace desde el pobre y su liberación.
El camino teológico de san Anselmo se debe comprender sólo desde el camino de Cristo: nació, vivió y murió por la liberación de los pobres y la consiguiente construcción del reino de los hermanos (1 Jn 4, 7-. Pascal retoma el tema al expresar que “existen verdades que sólo el corazón las puede comprender”. Un ateo disertará y podrá escribir sobre Cristo con muchos conocimientos sociales científicos, pero no será un teólogo cristiano y bíblico como los escritores de la sagrada Escritura, modelos y paradigma del quehacer teológico. El teólogo es un creyente. Por ello su reflexión brota y se hace de la compasión por el pobre crucificado y la pasión por la buena noticia de Jesucristo.
La Revelación plena de Dios en la historia se dio en Jesucristo. Se manifestó en los pobres. Ese contexto, desde entonces, se hace el lugar privilegiado para conocer y recoger la experiencia del Dios de Jesús. Por ello, el lugar teológico privilegiado es el pobre y su causa de liberación. La pregunta sobre cuál es la perspectiva y compromisos fundamentales para hacer teología recibe, en la teología de la liberación y su método, clara respuesta: los pobres y su causa. El clima, el contexto, la perspectiva para teologizar al modo de Cristo son los pobres. En su vida se expresa privilegiadamente el Espíritu, son la palabra primera que nos invita a la fidelidad. La riqueza teológica y apertura del Concilio encontraron nuevo impulso al ser aplicados en América Latina. De acuerdo a la dinámica conciliar, el método teológico fue enriquecido en la teología de la liberación fundamentalmente con:
- el pobre como lugar teológico privilegiado de manifestación de Dios;
- la perspectiva del pobre y su liberación como óptica desde la que leer los acontecimientos y releer la historia;
- el servicio de la teología como palabra segunda, como reflexión crítica del accionar humano y eclesial.
Con esta riqueza, con estos ojos nuevos se ve y retoma el saber bíblico, la tradición, el dogma y magisterio, el servicio y sistematizaciones teológicas pasadas y presentes. Los aportes y necesidad del exegeta y trabajo teológico académico se aprecian, enriquecen y sitúan correctamente. Se supera el reducir la teología a las universidades, al leer libros. Esto es útil y necesario en la reflexión teológica. Pero también el pueblo es teólogo. En él se expresa la voz de Dios. El pueblo también hace teología en sus cantos, en sus oraciones, en sus reflexiones vertidas en su lenguaje popular.
El método teológico conciliar y su clave hermenéutica se ven enriquecidos y resituados al colocar a los pobres y su causa como lugar teológico privilegiado y desde cuya perspectiva se asumen los diversos temas teológicos fundamentales. En particular destaca la relectura bíblica que se condensa en la expresión: “los pobres me enseñaron a leer y comprender el Evangelio”[15]. En el compromiso con el pobre y el dinamismo histórico-bíblico, la teología de la liberación aprovecha el material y lenguaje de las ciencias humanas y entre ellas destacan las sociales. Estas ciencias ofrecen valiosos acercamiento y explicaciones sobre los fenómenos sociales de hoy.
La validez de este esfuerzo en la vida eclesial y la necesidad del mismo son destacadas por el sínodo de Puebla:
“Reconocemos los esfuerzos realizados por muchos cristianos de América latina para profundizar en la fe e iluminar con la palabra de Dios las situaciones particularmente conflictivas de nuestros pueblos. Alentamos a todos los cristianos a seguir prestando este servicio evangelizador y a discernir sus criterios de reflexión y de investigación”[16].
III. GESTACION, GENESIS, CRECIMIENTO Y CONSOLIDACION DE UNA REFLEXION TEOLÓGICA LATINAOMERICANA
En los siguientes párrafos presentaré los períodos importantes en el proceso de formación de la teología de la liberación. Aparecen cuatro claramente: gestación, génesis, crecimiento y consolidación.
1. Gestación (1962-1968). El hito histórico del Sínodo regional de Medellín.
Las venas abiertas de América latina fueron la matriz donde se elaboró la teoría de la dependencia que se concentró en mostrar las causas profundas del empobrecimiento de las mayorías de nuestros pueblos. Según esa teoría sólo se podrá superar dicha situación injusta rompiendo con el sistema capitalista imperante. En los círculos intelectuales y universitarios dichos estudios causaron profunda impresión. Nuestra situación de explotación no era casual, sino causal[17].
Juan XXIII inauguró el concilio Vaticano II en 1962 para poner al día a la Iglesia y su misión. En aquel entonces los episcopados latinoamericanos, por su escasa participación en el Concilio, fueron denominados la Iglesia del silencio. Las preocupaciones y problemática de los grupos europeos dominaron la temática. Pero el Concilio abría puertas y ventanas para que las regiones e iglesias locales se preguntaran sobre cómo evangelizar desde su propia situación.
Los teólogos en América latina, hasta el Vaticano II, habían hecho aportes muy escasos a la Iglesia universal. La fuerza y riqueza del empuje misionero en nuestros pueblos contrastaba con la exigua producción teológica. Sin embargo, la oportunidad de reunirse que el Concilio ofreció a los obispos latinoamericanos y algunos teólogos, y el clima eclesial de apertura, búsqueda y creatividad teológica, facilitó el que algunos de ellos se reunieran y empezaran a reflexionar a la luz de la fe, desde la originalidad de nuestra situación y cultura[18].
Pablo VI recibió gustoso la propuesta de monseñor Larraín, portavoz del episcopado, de reunir la segunda Conferencia general del Episcopado en el año 1968 en Medellín. Los años de 1966 a 1968 supusieron una eclosión impresionante de reuniones, declaraciones, documentos, ya sea a nivel nacional o regional, de diversos grupos cristianos situados en los diferentes estratos del pueblo de Dios. Contrastaba esta vitalidad y efervescencia con la anterior de una “Iglesia del silencio”. La raíz de este hecho fue que, al abrir ojos y ventanas a la realidad circundante, ésta penetró en la Iglesia con toda su vitalidad.
La problemática que aflora en dichos documentos muestra la influencia de los cristianos que ya estaban comprometidos con los cambios sociales. El hecho de la explotación de las masas populares saltaba a la vista en los cinturones de miseria urbanos, en los campesinos a los que merodeaba continuamente la miseria. Estas experiencia y los estudios sociales sobre el por qué de esta situación de dependencia se difundieron y sacudieron la conciencia cristiana de muchos buenos pastores. Una nueva conciencia eclesial empezó a tomar forma a partir del modo nuevo de vivir la fe de aquellos que estaban comprometidos con los pobres y su liberación[19].
El Sínodo regional de Medellín es un hito que parte la historia de la Iglesia latinoamericana en este siglo. De una Iglesia dependiente de Europa para su reflexión teológica y su pastoral, se pasa a una Iglesia con temas y elaboraciones propias, aunque sea en forma incipiente.
En la variedad de asuntos tratados en Medellín, no desaparecen ni quedan opacados estas realidades y temas centrales. La preparación de la Conferencia había recogido en sus diversas reuniones la voz y situación de nuestros pueblos[20]. Por ello, los temas nucleares en Medellín fueron:
- los pobres y la justicia;
- amor al hermano y la paz en una situación de violencia institucionalizada;
- unidad de la historia y dimensión política de la fe.