Ramón Mercader escribió:Señores:
Al redactar esta carta no persigo otra finalidad que la de explicar a la opinión pública -en el caso de que fuese víctima de un accidente- los motivos que me han impulsado a ejecutar el acto de justicia para el cual me preparo.
Pertenezco a una antigua familia belga. En París, donde hice mis estudios de periodismo, entré en contacto con hombres de mi edad que militaban en diversas organizaciones de izquierda y que poco a poco me llevaron a compartir sus ideas. Me sentía feliz al haber escogido por profesión el periodismo, una actividad que, más que ninguna otra, me ponía en condiciones de luchar eficazmente contra el actual sistema de justicia social. Fue entonces cuando empecé a tratar a los trotskystas y a convencerme de lo justa que era su ideología; entré de todo corazón en su organización. A partir de entonces, aporté a la causa revolucionaria de León Trotsky, y hubiera dado hasta la última gota de mi sangre por servir su causa. Estudiaba las obras que se ocupaban de los movimientos revolucionarios, para, en fin, ser más útil a la causa.
En esta época conocí a un miembro del Comité de la IVª Internacional. Después de varias entrevistas, me propuso que hiciese un viaje a México, para conocer personalmente a León Trotsky. Naturalmente, la idea me entusiasmó: este viaje constituía la realización de un sueño, y acepté de corazón. Este camarada me facilitó la salida: gastos de viaje, papeles de identidad, etc. No hay que olvidar que yo no hubiera podido salir del país a causa de la movilización.
Antes de mi partida, ese camarada, en el curso de numerosas conversaciones, me hizo comprender que de mí se esperaba algo más de lo que normalmente solía esperarse de un simple miembro del partido; pero no se concretó nada. Me puso en camino hacia Estados Unidos, desde donde había de pasar a México.
A mi llegada aquí, me dijeron que yo debía mantenerme un poco alejado de la casa de Coyoacán, a fin de no atraer la atención sobre mi persona; tuvieron que transcurrir varios meses para que yo empezara a frecuentar la vivienda, por invitación del propio Trotsky, quien, poco a poco, me iba concretando qué era lo que de mí se esperaba.
Fue un gran desencanto. En lugar de hallarme ante un jefe político, que dirigía la lucha por la liberación de la clase obrera, me hallé frente a un hombre deseoso sobretodo de satisfacer sus deseos personales, su sed de venganza y de odio, para quien la lucha obrera era un pretexto que enmascaraba su mezquindad y sus bajos designios.
Después de haber conversado con él, comprendí finalmente qué era lo que se esperaba de mí. Entonces se incrementó mi decepción, experimentando un gran desprecio por aquel hombre al que casi había llegado a venerar.
Se me propuso ir a Rusia para organizar allí una serie de atentados contra diferentes personas y, en primer lugar, contra Stalin. Esto era contrario a todos los principios de una lucha que yo había creído leal y franca. Todos mis principios se derrumbaron. Sin embargo, no di a entender nada, para ver hasta dónde llegaban la bajeza y el odio en aquel hombre.
Pregunté, entre otras cosas, qué medios eran los que yo debía utilizar para entrar en Rusia. Me respondían que no tenía por qué inquietarme, ya que todos los medios son buenos para alcanzar un fin; él contaba con el apoyo de una gran nación, y también con el respaldo de cierto comité parlamentario extranjero.
Esto fue para mí la gota de agua que hace que el vaso se desborde. A partir de entonces ya no tuve la menor duda: Trotsky tenía como único objetivo la utilización de sus partidarios con fines personales y mezquinos. Llegué a la conclusión de que los estalinistas no podían hallarse muy alejados de la verdad cuando acusaban a Trotsky de preocuparse por la clase trabajadora como de su propia camisa. A raíz de nuestras conversaciones, me sorprendió el desprecio con que hablaba de la Revolución mexicana y de todo lo mexicano. Almazán, naturalmente, goza de todas sus simpatías, pero, excepción hecha de este y de algunos de sus partidarios, él pone a todo el mundo en la picota, criticando la política de Cárdenas y la política mexicana en general, que tacha de corrompida por completo. Y silencio las cosas que ha dicho de Lombardo Toledano y de Avila Camacho, a quiénes desea ver prontamente asesinados, lo cual dejaría el campo libre a Almazán (y, como lo conozco, estoy seguro de que se halla al corriente de cualquier complot; de lo contrario, él no hablaría así, pues no le disgusta hacer el papel de profeta. No estaría de más mantenerse al tanto).
Eso no tiene nada de sorprendente si se piensa que odia del mismo modo a los miembros de su Partido que no se encuentran por completo de acuerdo con él. Así, hablando de la minoría del Partido, insinúa complacido la posibilidad de que se inicia una lucha de otro orden político; y cuando dice que las minorías abrigan la intención de atacarle un día cualquiera, desea dar a entender que se dispone a hacerles una guerra encarnizada.
Una vez, hablando de su casa, convertida en fortaleza, declaró: "No me sirve únicamente para defenderme de los estalinistas, sino también de la minoría". Lo cual significa que desea la expulsión de varios miembros del Partido.
Respecto a esa casa, precisamente convertida, como él ha dicho muy bien, en fortaleza, me he preguntado a menudo de dónde saca el dinero necesario para mantenerla; el Partido es muy pobre, y en algunos países ni siquiera dispone de los medios indispensables para que aparezca una publicación, que sería, sin embargo, un elemento indispensable de lucha. ¿De dónde procede todo el dinero? El cónsul de un gran país extranjero, que lo visita a menudo, podría, quizá, responder a tal pregunta.
Finalmente, añadiré, para facilitar una prueba más de la poca importancia que para él tienen las cosas que no le atañen personalmente, que cuando le dije que no podía trasladarme a Rusia antes de casarme -con una joven a la que quiero con toda mi alma, porque es buena y leal- y que sólo haría el viaje acompañado de mi mujer, él se puso nervioso y me contestó que debía romper con la chica, que no debía contraer matrimonio con una persona perteneciente a la pandilla minoritaria. Si como es probable, ella no quiere volver a saber de mí tras el acto que me dispongo a ejecutar, que sepa que ha sido también a causa de su persona por lo que he tomado la decisión de sacrificarme al suprimir a uno de los jefes del movimiento obrero que más daño le ha causado; y estoy seguro de que, más tarde, no solamente el Partido, sino también la misma Historia, me darán la razón al haber hecho desaparecer al enemigo encarnizado de la clase obrera.
En el caso de que me ocurra alguna desgracia, pido que esta carta sea hecha pública.
Jac. 20-8-1940