"Historia de la Inquisición"
libro de I. Grigulevich
traducido del ruso por M. Kuznetsov
tomado de la antigua web leninists.biz
PERSECUCIÓN DE LOS DISIDENTES
Una vez puesta en marcha, la Inquisición se asemejó a un perro rabioso desencadenado, que muerde sin hacer distinción entre los suyos y los ajenos. Porque el diablo intentaba descarriar no sólo a los marranos y los moriscos, y no sólo a plebeyos, sino también a los cristianos más poderosos y más fieles a su religión. Así razonaron los inquisidores, y por eso trataron con recelo y desconfianza no sólo a los de abajo, sino también a los de arriba -los allegados del rey, los círculos universitarios, los teólogos y escritores-, es decir, el medio a que pertenecían ellos mismos. Sus desafueros y su poder fueron aumentando a medida que depuraban ese medio, “escardando” a los elementos inseguros y vacilantes, que actuaron "por incitación del diablo”.
En el ejemplo de Torquemada se ve cuántas arbitrariedades podía cometer un inquisidor investido de poderes ilimitados, enérgico, vanaglorioso, engreído y vengativo, que no se detenía ante nada. Así fueron la mayoría de los inquisidores españoles. Esto explica por qué las muelas de la Inquisición trituraban no sólo a los culpables, sino también a gentes inocentes e incluso a algunos de los individuos más fieles a la Iglesia.
El filósofo español Luis Vives escribió a principios del siglo XVI, en una carta a Erasmo de Rotterdam: " Pasamos por tiempos difíciles, en los que no se puede hablar ni callar sin peligro" [247•16 . En ambos casos, la Inquisición podía atribuir a un sabio las simpatías disimuladas con el judaismo, las manifestaciones y actos heréticos, la crítica de la actividad inquisitorial y miles de otros delitos, grandes y pequeños, reales o imaginarios. Estaba en condiciones de acusar a su víctima de cualquier cosa sin tener que probar la acusación, ya que según la jurisprudencia inquisitorial, el hecho mismo de existir una acusación probaba ya su carácter bien argumentado. La inculpación de herejía implicaba ineludiblemente un castigo, excepto cuando intervenía una circunstancia extraordinaria.
Sirva de ejemplo el caso de Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo. Ese prelado, que había sido el confesor de Felipe II y había participado en el Concilio de Trento, tuvo la desgracia de escribir Comentarios sobre el catequismo cristiano, un tratado teológico mediocre, que se editó en 1558 en Amberes y fue reconocido completamente ortodoxo por el Papa (en el susodicho Concilio de Trento).
No obstante, algunas frases de ese tratado dieron pretexto a la Inquisición para achacar a Carranza la herejía protestante y detenerlo, con el consentimiento del Papa. Luego desapareció como si lo hubiera tragado la tierra. Fue abandonado por Felipe II y todos los amigos.
La Santa Sede, considerando que juzgar a obispos era prerrogativa suya, hizo durante varios años las gestiones pertinentes cerca de la Inquisición española pidiendo la entrega de Carranza. En 1565, Pío IV envió con este fin a España a sus representantes especiales. Uno de esos legados apostólicos informaba al Papa: "Aquí nadie se atreve a hablar en favor de Carranza por miedo a la Inquisición. Ningún español osaría absolver al arzobispo, aun cuando creyera en su inocencia, porque esto significaría oponerse a la Inquisición. La autoridad de esta última no le permitiría admitir que había encarcelado a Carranza injustamente. Aquí los defensores más ardientes de la justicia estiman que mejor es condenar a un inocente que exponer a la desgracia a la Inquisición" [248•17 .
Carranza permaneció siete años en las mazmorras del “santo” tribunal. Fue entregado al Papa únicamente después de que éste prometiera reconocerlo culpable. En Roma, pasó nueve años en el castillo de Sant’Angelo. La Santa Sede acabó por calificar los Comentarios de obra herética, obligó a su autor a abjurar de la herejía y lo desterró a un monasterio de Orvieto. Carranza tenía entonces 73 años y falleció poco después.
En la primera mitad del siglo XVI, cuando España se había convertido en baluarte de la Contrarreforma católica, la Inquisición realizó una depuración cuidadosa de los círculos intelectuales y las universidades españoles, eliminando a todos los elementos sospechosos de simpatizar con el erasmismo, el protestantismo y el humanismo.
Sufrieron persecuciones entonces Francisca Hernández y María Casallas, hermanas del obispo Juan Casallas, entregadas al misticismo católico; el filósofo Luis Vives; Juan de Vergara, comentador de la Biblia y gran conocedor del griego y el latín; el benedictino Alonso de Chirues, confesor personal del emperador Carlos V; Mateo Pascual, catedrático de la Universidad de Alcalá; Pedro de Lerma, rector de la misma; el agustino Luis de León, Gaspar de Grajal, Martín Martínez de Cantalapiedra y Francisco Sánchez, profesores de la Universidad de Salamanca, así como centenares de otros hombres doctos. Para quedarse con vida muchos de ellos abjuraron de los errores heréticos que se les atribuían, pasaron por la ceremonia oprobiosa del auto de fe, llevaron el sambenito y rezaron hasta el fin de sus días, para expiar los “extravíos” verdaderos o imaginarios, padeciendo la miseria y el miedo constante por su suerte.
A partir de 1526, la Suprema sometió a la censura más severa los libros y demás obras impresas, y desde 1546 editó periódicamente índices de libros proscritos, que por su amplitud superaban muchísimo a los de la Inquisición papal. Se incluían en aquéllos todos los trabajos de los “heresiarcas”, los libros que “alababan” a los judíos y a los moros, las traducciones de la Biblia y los devocionarios en lenguas vivas, las obras de los humanistas, los tratados polémicos de protestantes, los libros sobre la magia y los cuadros e imágenes "carentes de respeto" a la religión.
Prácticamente, figuraron en el índice las obras de Bartolomé de Las Casas, Rabelais, Ockham, Savonarola, Abélard, Dante, Thomas More, Hugo Grotius, Ovidio, Bacon, Kepler, Tycho de Brahe y otros muchos escritores y sabios destacados. La Inquisición amenazaba con la hoguera a quienes propagaran, leyeran o simplemente tuvieran en su casa libros de estos autores.
La publicación de cada índice nuevo llevaba aparejada una nueva depuración de todas las bibliotecas -públicas y particulares-, inclusive las pertenecientes a las personas de mayor influencia. Así, en 1602, la Suprema sometió a una depuración los libros del confesor de la reina. Corrió la misma suerte la biblioteca real de El Escorial; esto se desprende de la declaración hecha por el prior de San Lorenzo, confesor del rey, a la Suprema en 1612, avisando que el rey pedía no eliminar de su biblioteca los libros nuevamente prohibidos, así como dejar intactos aquellos que debían ser depurados parcialmente. En respuesta, el inquisidor general dispuso en 12 de noviembre de 1613: los libros de autores seglares incluidos en el índice debían guardarse separadamente, con la anotación de que su autor había sido condenado, y estaban autorizados para leerlos el prior, el bibliotecario jefe y los profesores de teología; las obras teológicas y los libros sobre la historia de la Iglesia y del Papado se colocaban en un local aparte y sólo podían leerlos el prior y el bibliotecario jefe, con el permiso especial del inquisidor general y de la Suprema; las llaves de dicho local y las listas de esos libros estaban en manos del bibliotecario jefe y de la Suprema. Las obras de teólogos judíos y la Biblia traducida al español debían guardarse en un lugar especial y llevar la anotación de que estaban prohibidas, aunque tenían acceso a ellas el prior, el bibliotecario jefe y los profesores de teología. Y por último, los libros de medicina de autores cuyas obras estaban prohibidas sólo podía leerlos el monje encargado de la farmacia escurialense. La impresión de libros en España al margen de la censura se castigaba con la muerte y la confiscación de la propiedad de los culpables. La importación de obras impresas de otros países estaba estrictamente controlada por la Suprema, que disponía para ello de agentes en todos los puertos de España y en las ciudades próximas a la frontera con Francia[250•18 .
De dar crédito a los partidarios de la Inquisición española, la censura inquisitorial de las ideas no fue óbice para el desarrollo de la cultura y la literatura nacionales; alegan, en particular, la pléyade brillante de grandes escritores de la "edad de oro" (siglo XVI): Cervantes, Quevedo, Lope de Vega y otros. Pero se olvidan de que la grandeza de esos genios reside en que, pese al terror inquisitorial, defendieron los magnos ideales humanos, recurriendo a subterfugios de toda clase y exponiéndose al riesgo de verse encerrados en las mazmorras del "santo" tribunal, porque pendía constantemente sobre cada uno de ellos la "espada de la Suprema”. Nótese también que a diferencia de esos titanes de la "edad de oro”, que hicieron frente a la Inquisición, los escritores de generaciones posteriores no se comportaron tan valerosamente: la mayoría de ellos, completamente dominados por el “santo” tribunal, se convirtieron en sombras pálidas de sus grandes predecesores. Esto lo hacía constar incluso Mariana, al decir que la persecución de los disidentes por la Inquisición había constreñido a muchas gentes a renunciar a la búsqueda de la verdad, a dejarse llevar por la corriente. "¿Qué más se podía hacer? -preguntaba ese jesuíta-. La mayor de las tonterías es exponerse al riesgo en vano y sacrificarse sin otra recompensa que el odio. Los que aceptaban las ideas corrientes lo hacían aún con mayor ahínco, sustentando las opiniones aprobadas y las menos peligrosas, sin preocuparse mucho por la verdad" [251•19 .
M. Menéndez y Pelayo declara que nunca se escribió tanto y tan estupendamente como en los dos siglos de oro de la Inquisición (supone los XVI y XVII), aludiendo a que entonces se escribía mucho y bien gracias a la Inquisición. Pero suponerlo es tan absurdo como tratar de probar que los grandes clásicos rusos Tolstói, Dostoevski y Chéjov debían su grandeza al zarismo y a la policía secreta, dueños de Rusia en sus tiempos.
Los contemporáneos de Cervantes y Lope de Vega que compartían sus ideas estaban lejos de entusiasmarse con la Inquisición, como lo hace Menéndez y Pelayo. Por ejemplo, Rodrigo Manrique (hijo del inquisidor general Alonso Manrique), desterrado por su propia voluntad y que residía en París, decía en una carta a Luis Vives, escrita en 1533: "Sin duda tienes razón: nuestro país es una tierra de envidia y de suntuosidad; puedes añadir: de barbarie. Porque desde ahora está bien claro allí que no se puede poseer cierta cultura sin estar colmado de herejías, errores y taras judaicas. Asi se ha impuesto silencio a los doctos. En cuanto a los que acudían al llamamiento de la ciencia, se les ha infundido, como dices tú, un gran pavor" [251•20 .
Pero ese pavor invadía no sólo a los doctos, no sólo a los "cristianos nuevos" y los moriscos, sino a todas las clases de la sociedad, porque la Inquisición podía desatar crueles represiones contra cada una de ellas, por su propia iniciativa u obedeciendo a la voluntad del rey, si estimaba que sus acciones amenazaban los intereses de la Iglesia o de la corona. Citemos un ejemplo demostrativo de ello: los acontecimientos de Zaragoza de 1591. En ese año huyó a Zaragoza, capital de Aragón, buscando el amparo de los fueros aragoneses, Antonio Pérez, ministro y secretario de Felipe II, caído en desgracia. El rey ordenó a la Inquisición reprimirlo. Al inquisidor general Quiroga no se le ocurrió nada mejor que imputar al fugitivo la herejía valdiana (que atribuía a Dios una envoltura corparal) por que habló algo a propósito de la "nariz de Dios" (sic).
Los aragoneses se negaron a entregar al ex ministro, pese a la orden del rey de que fuera detenido por la Inquisición y acusado de crímenes contra la fe. Bajo la presión de los ciudadanos indignados, las autoridades trasladaron a Pérez de un calabozo de la Inquisición a la cárcel municipal. Poco después cayó víctima de los disturbios el marqués de Almenara, gobernador de Zaragoza. Para aplastar esa rebelión abierta, Felipe II mandó a la ciudad tropas castellanas y encargó a la Suprema de ajustar las cuentas a Pérez, a Juan de Luna, juez supremo de Aragón, y a los demás culpables de incumplir las disposiciones reales, si bien ellos no tenían nada que ver con los crímenes contra la religión. Pérez se evadió al extranjero, pero los inquisidores lograron ensañarse en sus protectores. Conocemos los resultados del celo inquisitorial por la siguiente carta de un testigo ocular:
“El 19 de octubre [de 1592] a las 3 de la tarde fueron ejecutados aquí Juan de Luna, don Diego de Eredia, Francisco de Ayerbe, Dionisio Pérez de San Juan y Pedro de Fuerdes ...
En la plaza del mercado se construyó un tablado con una pequeña elevación en el centro, ante la cual deberían encontrarse, puestos de rodillas, los condenados a la ejecución. Todo el tablado estaba cubierto de paño negro. A don Juan de Luna le cortaron la cabeza por medio de un golpe asestado por delante, y a don Diego, con un golpe asestado por detrás. A otros dos les cortaron la garganta y los arrojaron sobre el tablado, en que agonizaron, padeciendo convulsiones, hasta expirar. Don Pedro de Fuerdes fue estrangulado con una cuerda, y su cadáver descuartizado en el tablado; las cuatro partes del cuerpo se exhibieron después en varias calles de Zaragoza ...
El día 20, en la susodicha plaza del mercado tuvo lugar un interrogatorio a cargo de la Inquisición. Duró desde las 7 de la mañana hasta las 8 de la tarde. Comparecieron ante la Inquisición ocho hombres, condenados a la pena de muerte por haber participado en la insurrección. Fueron ejecutados el día 24. Durante el interrogatorio se exhibió un retrato de Antonio Pérez y que se entregó luego a las llamas, junto con otros, ya que Pérez estaba acusado de herejía y amoralidad. A más de ello, de 20 a 25 hombres fueron expulsados de la ciudad, azotados y enviados al presidio" [253•21 .
Felipe II tenía pleno fundamento para jactarse: "Veinte clérigos de la Inquisición mantienen en paz mi reino" [253•22
La corona española se valió de la Inquisición también para aplastar el movimiento liberador en los Países Bajos, donde los partidarios de la independencia fueron equiparados a herejes y, por tanto, ejecutados. Durante el período de dominación española, la Inquisición colaboró estrechamente allí con las autoridades militares y eclesiásticas. Testimonio de ello es el "Edicto de sangre" del 25 de septiembre de 1550 sobre la persecución de los herejes en los Países Bajos, editado por los españoles, que se inspiraba en el espíritu del código inquisitorial de Torquemada.
Apoyándose en ese Edicto y con el activo concurso de la Inquisición, las autoridades españoles exterminaron a decenas de miles de luchadores por la independencia de los Países Bajos.
Notas:
[247•16] Citado según M. Bataillon. Erasme el l’Espasne. Paris, 1937, p. 529.
[248•17] Citado según H. Kamen. The Spanish Inquisition, p. 161. 248
[250•18] Véase S. G. Lozinski. Historia de la Inquisición en España, pp. 301–302.
[251•19] Citado según H. Kamen. The Spanish Inauisilioii, p.
[251•20] M. Bataillon. Erasme et d’Espagne, p. 529.
[253•21] Compendio de documentos sobre la Edad Media, t. III, pp. 206–207.
[253•22] Citado según H. Kamen. The Spanish Inquisition, p. 236.
libro de I. Grigulevich
traducido del ruso por M. Kuznetsov
tomado de la antigua web leninists.biz
PERSECUCIÓN DE LOS DISIDENTES
Una vez puesta en marcha, la Inquisición se asemejó a un perro rabioso desencadenado, que muerde sin hacer distinción entre los suyos y los ajenos. Porque el diablo intentaba descarriar no sólo a los marranos y los moriscos, y no sólo a plebeyos, sino también a los cristianos más poderosos y más fieles a su religión. Así razonaron los inquisidores, y por eso trataron con recelo y desconfianza no sólo a los de abajo, sino también a los de arriba -los allegados del rey, los círculos universitarios, los teólogos y escritores-, es decir, el medio a que pertenecían ellos mismos. Sus desafueros y su poder fueron aumentando a medida que depuraban ese medio, “escardando” a los elementos inseguros y vacilantes, que actuaron "por incitación del diablo”.
En el ejemplo de Torquemada se ve cuántas arbitrariedades podía cometer un inquisidor investido de poderes ilimitados, enérgico, vanaglorioso, engreído y vengativo, que no se detenía ante nada. Así fueron la mayoría de los inquisidores españoles. Esto explica por qué las muelas de la Inquisición trituraban no sólo a los culpables, sino también a gentes inocentes e incluso a algunos de los individuos más fieles a la Iglesia.
El filósofo español Luis Vives escribió a principios del siglo XVI, en una carta a Erasmo de Rotterdam: " Pasamos por tiempos difíciles, en los que no se puede hablar ni callar sin peligro" [247•16 . En ambos casos, la Inquisición podía atribuir a un sabio las simpatías disimuladas con el judaismo, las manifestaciones y actos heréticos, la crítica de la actividad inquisitorial y miles de otros delitos, grandes y pequeños, reales o imaginarios. Estaba en condiciones de acusar a su víctima de cualquier cosa sin tener que probar la acusación, ya que según la jurisprudencia inquisitorial, el hecho mismo de existir una acusación probaba ya su carácter bien argumentado. La inculpación de herejía implicaba ineludiblemente un castigo, excepto cuando intervenía una circunstancia extraordinaria.
Sirva de ejemplo el caso de Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo. Ese prelado, que había sido el confesor de Felipe II y había participado en el Concilio de Trento, tuvo la desgracia de escribir Comentarios sobre el catequismo cristiano, un tratado teológico mediocre, que se editó en 1558 en Amberes y fue reconocido completamente ortodoxo por el Papa (en el susodicho Concilio de Trento).
No obstante, algunas frases de ese tratado dieron pretexto a la Inquisición para achacar a Carranza la herejía protestante y detenerlo, con el consentimiento del Papa. Luego desapareció como si lo hubiera tragado la tierra. Fue abandonado por Felipe II y todos los amigos.
La Santa Sede, considerando que juzgar a obispos era prerrogativa suya, hizo durante varios años las gestiones pertinentes cerca de la Inquisición española pidiendo la entrega de Carranza. En 1565, Pío IV envió con este fin a España a sus representantes especiales. Uno de esos legados apostólicos informaba al Papa: "Aquí nadie se atreve a hablar en favor de Carranza por miedo a la Inquisición. Ningún español osaría absolver al arzobispo, aun cuando creyera en su inocencia, porque esto significaría oponerse a la Inquisición. La autoridad de esta última no le permitiría admitir que había encarcelado a Carranza injustamente. Aquí los defensores más ardientes de la justicia estiman que mejor es condenar a un inocente que exponer a la desgracia a la Inquisición" [248•17 .
Carranza permaneció siete años en las mazmorras del “santo” tribunal. Fue entregado al Papa únicamente después de que éste prometiera reconocerlo culpable. En Roma, pasó nueve años en el castillo de Sant’Angelo. La Santa Sede acabó por calificar los Comentarios de obra herética, obligó a su autor a abjurar de la herejía y lo desterró a un monasterio de Orvieto. Carranza tenía entonces 73 años y falleció poco después.
En la primera mitad del siglo XVI, cuando España se había convertido en baluarte de la Contrarreforma católica, la Inquisición realizó una depuración cuidadosa de los círculos intelectuales y las universidades españoles, eliminando a todos los elementos sospechosos de simpatizar con el erasmismo, el protestantismo y el humanismo.
Sufrieron persecuciones entonces Francisca Hernández y María Casallas, hermanas del obispo Juan Casallas, entregadas al misticismo católico; el filósofo Luis Vives; Juan de Vergara, comentador de la Biblia y gran conocedor del griego y el latín; el benedictino Alonso de Chirues, confesor personal del emperador Carlos V; Mateo Pascual, catedrático de la Universidad de Alcalá; Pedro de Lerma, rector de la misma; el agustino Luis de León, Gaspar de Grajal, Martín Martínez de Cantalapiedra y Francisco Sánchez, profesores de la Universidad de Salamanca, así como centenares de otros hombres doctos. Para quedarse con vida muchos de ellos abjuraron de los errores heréticos que se les atribuían, pasaron por la ceremonia oprobiosa del auto de fe, llevaron el sambenito y rezaron hasta el fin de sus días, para expiar los “extravíos” verdaderos o imaginarios, padeciendo la miseria y el miedo constante por su suerte.
A partir de 1526, la Suprema sometió a la censura más severa los libros y demás obras impresas, y desde 1546 editó periódicamente índices de libros proscritos, que por su amplitud superaban muchísimo a los de la Inquisición papal. Se incluían en aquéllos todos los trabajos de los “heresiarcas”, los libros que “alababan” a los judíos y a los moros, las traducciones de la Biblia y los devocionarios en lenguas vivas, las obras de los humanistas, los tratados polémicos de protestantes, los libros sobre la magia y los cuadros e imágenes "carentes de respeto" a la religión.
Prácticamente, figuraron en el índice las obras de Bartolomé de Las Casas, Rabelais, Ockham, Savonarola, Abélard, Dante, Thomas More, Hugo Grotius, Ovidio, Bacon, Kepler, Tycho de Brahe y otros muchos escritores y sabios destacados. La Inquisición amenazaba con la hoguera a quienes propagaran, leyeran o simplemente tuvieran en su casa libros de estos autores.
La publicación de cada índice nuevo llevaba aparejada una nueva depuración de todas las bibliotecas -públicas y particulares-, inclusive las pertenecientes a las personas de mayor influencia. Así, en 1602, la Suprema sometió a una depuración los libros del confesor de la reina. Corrió la misma suerte la biblioteca real de El Escorial; esto se desprende de la declaración hecha por el prior de San Lorenzo, confesor del rey, a la Suprema en 1612, avisando que el rey pedía no eliminar de su biblioteca los libros nuevamente prohibidos, así como dejar intactos aquellos que debían ser depurados parcialmente. En respuesta, el inquisidor general dispuso en 12 de noviembre de 1613: los libros de autores seglares incluidos en el índice debían guardarse separadamente, con la anotación de que su autor había sido condenado, y estaban autorizados para leerlos el prior, el bibliotecario jefe y los profesores de teología; las obras teológicas y los libros sobre la historia de la Iglesia y del Papado se colocaban en un local aparte y sólo podían leerlos el prior y el bibliotecario jefe, con el permiso especial del inquisidor general y de la Suprema; las llaves de dicho local y las listas de esos libros estaban en manos del bibliotecario jefe y de la Suprema. Las obras de teólogos judíos y la Biblia traducida al español debían guardarse en un lugar especial y llevar la anotación de que estaban prohibidas, aunque tenían acceso a ellas el prior, el bibliotecario jefe y los profesores de teología. Y por último, los libros de medicina de autores cuyas obras estaban prohibidas sólo podía leerlos el monje encargado de la farmacia escurialense. La impresión de libros en España al margen de la censura se castigaba con la muerte y la confiscación de la propiedad de los culpables. La importación de obras impresas de otros países estaba estrictamente controlada por la Suprema, que disponía para ello de agentes en todos los puertos de España y en las ciudades próximas a la frontera con Francia[250•18 .
De dar crédito a los partidarios de la Inquisición española, la censura inquisitorial de las ideas no fue óbice para el desarrollo de la cultura y la literatura nacionales; alegan, en particular, la pléyade brillante de grandes escritores de la "edad de oro" (siglo XVI): Cervantes, Quevedo, Lope de Vega y otros. Pero se olvidan de que la grandeza de esos genios reside en que, pese al terror inquisitorial, defendieron los magnos ideales humanos, recurriendo a subterfugios de toda clase y exponiéndose al riesgo de verse encerrados en las mazmorras del "santo" tribunal, porque pendía constantemente sobre cada uno de ellos la "espada de la Suprema”. Nótese también que a diferencia de esos titanes de la "edad de oro”, que hicieron frente a la Inquisición, los escritores de generaciones posteriores no se comportaron tan valerosamente: la mayoría de ellos, completamente dominados por el “santo” tribunal, se convirtieron en sombras pálidas de sus grandes predecesores. Esto lo hacía constar incluso Mariana, al decir que la persecución de los disidentes por la Inquisición había constreñido a muchas gentes a renunciar a la búsqueda de la verdad, a dejarse llevar por la corriente. "¿Qué más se podía hacer? -preguntaba ese jesuíta-. La mayor de las tonterías es exponerse al riesgo en vano y sacrificarse sin otra recompensa que el odio. Los que aceptaban las ideas corrientes lo hacían aún con mayor ahínco, sustentando las opiniones aprobadas y las menos peligrosas, sin preocuparse mucho por la verdad" [251•19 .
M. Menéndez y Pelayo declara que nunca se escribió tanto y tan estupendamente como en los dos siglos de oro de la Inquisición (supone los XVI y XVII), aludiendo a que entonces se escribía mucho y bien gracias a la Inquisición. Pero suponerlo es tan absurdo como tratar de probar que los grandes clásicos rusos Tolstói, Dostoevski y Chéjov debían su grandeza al zarismo y a la policía secreta, dueños de Rusia en sus tiempos.
Los contemporáneos de Cervantes y Lope de Vega que compartían sus ideas estaban lejos de entusiasmarse con la Inquisición, como lo hace Menéndez y Pelayo. Por ejemplo, Rodrigo Manrique (hijo del inquisidor general Alonso Manrique), desterrado por su propia voluntad y que residía en París, decía en una carta a Luis Vives, escrita en 1533: "Sin duda tienes razón: nuestro país es una tierra de envidia y de suntuosidad; puedes añadir: de barbarie. Porque desde ahora está bien claro allí que no se puede poseer cierta cultura sin estar colmado de herejías, errores y taras judaicas. Asi se ha impuesto silencio a los doctos. En cuanto a los que acudían al llamamiento de la ciencia, se les ha infundido, como dices tú, un gran pavor" [251•20 .
Pero ese pavor invadía no sólo a los doctos, no sólo a los "cristianos nuevos" y los moriscos, sino a todas las clases de la sociedad, porque la Inquisición podía desatar crueles represiones contra cada una de ellas, por su propia iniciativa u obedeciendo a la voluntad del rey, si estimaba que sus acciones amenazaban los intereses de la Iglesia o de la corona. Citemos un ejemplo demostrativo de ello: los acontecimientos de Zaragoza de 1591. En ese año huyó a Zaragoza, capital de Aragón, buscando el amparo de los fueros aragoneses, Antonio Pérez, ministro y secretario de Felipe II, caído en desgracia. El rey ordenó a la Inquisición reprimirlo. Al inquisidor general Quiroga no se le ocurrió nada mejor que imputar al fugitivo la herejía valdiana (que atribuía a Dios una envoltura corparal) por que habló algo a propósito de la "nariz de Dios" (sic).
Los aragoneses se negaron a entregar al ex ministro, pese a la orden del rey de que fuera detenido por la Inquisición y acusado de crímenes contra la fe. Bajo la presión de los ciudadanos indignados, las autoridades trasladaron a Pérez de un calabozo de la Inquisición a la cárcel municipal. Poco después cayó víctima de los disturbios el marqués de Almenara, gobernador de Zaragoza. Para aplastar esa rebelión abierta, Felipe II mandó a la ciudad tropas castellanas y encargó a la Suprema de ajustar las cuentas a Pérez, a Juan de Luna, juez supremo de Aragón, y a los demás culpables de incumplir las disposiciones reales, si bien ellos no tenían nada que ver con los crímenes contra la religión. Pérez se evadió al extranjero, pero los inquisidores lograron ensañarse en sus protectores. Conocemos los resultados del celo inquisitorial por la siguiente carta de un testigo ocular:
“El 19 de octubre [de 1592] a las 3 de la tarde fueron ejecutados aquí Juan de Luna, don Diego de Eredia, Francisco de Ayerbe, Dionisio Pérez de San Juan y Pedro de Fuerdes ...
En la plaza del mercado se construyó un tablado con una pequeña elevación en el centro, ante la cual deberían encontrarse, puestos de rodillas, los condenados a la ejecución. Todo el tablado estaba cubierto de paño negro. A don Juan de Luna le cortaron la cabeza por medio de un golpe asestado por delante, y a don Diego, con un golpe asestado por detrás. A otros dos les cortaron la garganta y los arrojaron sobre el tablado, en que agonizaron, padeciendo convulsiones, hasta expirar. Don Pedro de Fuerdes fue estrangulado con una cuerda, y su cadáver descuartizado en el tablado; las cuatro partes del cuerpo se exhibieron después en varias calles de Zaragoza ...
El día 20, en la susodicha plaza del mercado tuvo lugar un interrogatorio a cargo de la Inquisición. Duró desde las 7 de la mañana hasta las 8 de la tarde. Comparecieron ante la Inquisición ocho hombres, condenados a la pena de muerte por haber participado en la insurrección. Fueron ejecutados el día 24. Durante el interrogatorio se exhibió un retrato de Antonio Pérez y que se entregó luego a las llamas, junto con otros, ya que Pérez estaba acusado de herejía y amoralidad. A más de ello, de 20 a 25 hombres fueron expulsados de la ciudad, azotados y enviados al presidio" [253•21 .
Felipe II tenía pleno fundamento para jactarse: "Veinte clérigos de la Inquisición mantienen en paz mi reino" [253•22
La corona española se valió de la Inquisición también para aplastar el movimiento liberador en los Países Bajos, donde los partidarios de la independencia fueron equiparados a herejes y, por tanto, ejecutados. Durante el período de dominación española, la Inquisición colaboró estrechamente allí con las autoridades militares y eclesiásticas. Testimonio de ello es el "Edicto de sangre" del 25 de septiembre de 1550 sobre la persecución de los herejes en los Países Bajos, editado por los españoles, que se inspiraba en el espíritu del código inquisitorial de Torquemada.
Apoyándose en ese Edicto y con el activo concurso de la Inquisición, las autoridades españoles exterminaron a decenas de miles de luchadores por la independencia de los Países Bajos.
Notas:
[247•16] Citado según M. Bataillon. Erasme el l’Espasne. Paris, 1937, p. 529.
[248•17] Citado según H. Kamen. The Spanish Inquisition, p. 161. 248
[250•18] Véase S. G. Lozinski. Historia de la Inquisición en España, pp. 301–302.
[251•19] Citado según H. Kamen. The Spanish Inauisilioii, p.
[251•20] M. Bataillon. Erasme et d’Espagne, p. 529.
[253•21] Compendio de documentos sobre la Edad Media, t. III, pp. 206–207.
[253•22] Citado según H. Kamen. The Spanish Inquisition, p. 236.
Última edición por pedrocasca el Miér Mar 21, 2012 9:02 pm, editado 1 vez