"El conflicto de clases en la economía-mundo capitalista"
texto de Immanuel Wallerstein
El concepto de clase social no fue inventado por Karl Marx. En Grecia ya se conocía, y volvió a aparecer en el pensamiento social europeo del siglo XVIII y en las obras que siguieron a la Revolución Francesa. La aportación de Marx se basa en tres tesis. En primer lugar, considera que toda la historia es la historia de clases. En segundo término, señala el hecho de que una clase an sich (en sí) no es necesariamente una clase für sich (para sí). Por último, mantiene que el conflicto fundamental del modo de producción capitalista es el que enfrenta a burgueses y proletarios, a quienes poseen los medios de producción y quienes no los poseen. (Esta tesis es contraria a la idea de que el antagonismo principal se registra entre un sector productivo y un sector no productivo conflicto en el que propietarios activos y trabajadores se alinean en el misino bando como personas productivas frente a los rentistas no productivos).
Cuando el análisis de clase comenzó a utilizarse con fines revolucionarios, los pensadores no revolucionarios lo rechazaron en términos generales y muchos de ellos, tal vez la mayoría, negaron apasionadamente su legitimidad. Desde entonces, cada una de estas tres afirmaciones fundamentales de Marx sobre las clases ha suscitado violentas controversias.
A la tesis según la cual el conflicto de clases representa la forma fundamental del conflicto entre grupos sociales, Weber respondió afirmando que la clase solamente era una de las tres dimensiones de la formación de grupos; las dos restantes serían la posición social y la ideología. Y las tres tendrían parecida importancia. Muchos de los discípulos de Weber fueron más lejos e insistieron en que el conflicto fundamental o “primordial” entre los grupos era el determinado por la posición social.
Frente a la tesis que mantiene que las clases existen an sich, con independencia de que en determinados momentos sean für sich, diversos psicólogos sociales han insistido en que la única concepción significativa era la supuestamente “subjetiva”. Los individuos solamente son miembros de las clases a las cuales ellos mismos reconocen pertenecer.
Por último, a la tesis que defiende que la burguesía y el proletariado son dos grupos hegemónicos y antagónicos en el modo de producción capitalista, numerosos analistas han respondido afirmando que existen más de dos “clases” (citando al propio Marx), y que el “antagonismo” no se intensifica con el tiempo sino que se atenúa.
Cada uno de estos contraataques a las propuestas marxianas, en la medida en que fueron aceptadas, surtió el efecto de viciar la estrategia política derivada del análisis marxista original. Una de las réplicas frecuentes ha consistido en señalar las bases ideológicas de estos contraataques. Sin embargo, dado que las distorsiones ideológicas implican incorrecciones teóricas, a largo plazo es más eficaz, tanto en el plano intelectual como en el político, centrar el debate en la utilidad teórica de los conceptos en cuestión.
Por otra parte, el ataque permanente contra las propuestas marxianas sobre las clases y el conflicto de clases se ha unido a la realidad mundial para crear una incertidumbre intelectual interna en el campo marxista que con el tiempo ha tomado tres dimensiones: debate sobre la importancia de la denominada “cuestión nacional”; debate sobre la función de determinados estratos sociales (en particular el “campesinado”, la “pequeña burguesía” y/o la “nueva clase trabajadora”); debate sobre la utilidad de los conceptos de jerarquización espacial global (“centro” y “periferia”) y del concepto afín de “intercambio desigual”.
La “cuestión nacional” comenzó a intoxicar los movimientos marxistas (y socialistas) en el siglo XIX, sobre todo en los imperios austrohúngaro y ruso. La “cuestión campesina” comenzó a ocupar un lugar destacado entre las dos guerras mundiales, con ocasión de la Revolución China. El papel dependiente de la “periferia” se convirtió en una cuestión fundamental después de la II Guerra Mundial, siguiendo la estela de Bandung, de la descolonización y del “tercermundismo”. Estas tres “cuestiones” son en realidad variaciones sobre un mismo tema: ¿cómo interpretar las propuestas de Marx? ¿En qué se basa la formación de las clases y la conciencia de clase en la economía-mundo capitalista en su evolución histórica? ¿Cómo se concilian las explicaciones del mundo basadas en las corrientes con las definiciones políticas que proyectan sobre el mundo de los grupos que las formulan?.
Partiendo de estos debates históricos, examinaremos qué nos dice la naturaleza del modo de producción capitalista acerca de quiénes son en realidad los burgueses y los proletarios, y cuáles son las consecuencias políticas de las diferentes posiciones ocupadas por burgueses y proletarios en la división capitalista del trabajo.
¿Qué es el capitalismo como modo de producción? No es fácil responder a esta pregunta, y por ello no ha sido objeto de grandes debates. Me parece que son varios los elementos que se unen para formar el “modelo”. El capitalismo es el único modo de producción en el que la maximización de la creación de excedentes se recompensa por sí misma. En todos los sistemas históricos ha habido una parte de la producción destinada al uso y otra reservada al cambio, pero sólo en el capitalismo todos los productores reciben una recompensa cuya cuantía depende ante todo del valor de cambio que producen y son penalizados en la medida en que no producen ese valor. Las “recompensas” y las “penalizaciones” se materializan a través de una estructura denominada “mercado”. Se trata de una estructura, no de una institución; una estructura modelada por muchas políticas, económicas, sociales e incluso culturales), y es el principal escenario de la lucha económica.
No sólo se otorga la máxima importancia al excedente por sí mismo, sino que reciben más recompensa que utilizan los excedentes para acumular más capital con el fin de producir aún más excedentes. Así pues, la presión se ejerce en el sentido de una expansión constante, aunque simultáneamente la propuesta individualista del sistema haga imposible la expansión constante.
¿Cómo funciona la búsqueda de beneficios? Mediante la creación de protecciones legales para que empresas concretas (cuyas dimensiones pueden ir desde las empresas individuales hasta las grandes sociedades, incluidas las entidades paraestatales) se apropien de la plusvalía creada por el trabajo de los productores directos. Si toda la plusvalía o su mayor parte fuera consumida por la minoría que posee o controla las “empresas”, el capitalismo no existiría. Esta era la situación aproximada de los distintos sistemas precapitalistas.
El capitalismo implica además estructuras e instituciones que recompensan fundamentalmente al subsegmento de propietarios y controladores que sólo utilizan una parte de la plusvalía para su propio consumo, y otra (habitualmente mayor) para la reinversión. La estructura del mercado garantiza que quienes no acumulan capital sino que se limitan a consumir la plusvalía acaban por perder terreno económicamente con el tiempo en beneficio de quienes acumulan el capital.
Podemos decir por tanto que la burguesía está formada por aquellos que reciben una parte de la plusvalía que no han creado y que utilizan en parte para acumular capital. Lo que define a la burguesía no es una profesión determinada, ni siquiera el estatuto jurídico de propietario (por importante que haya sido históricamente), sino el hecho de que el burgués obtiene, a título individual o como integrante de una colectividad, una parte de los excedentes que no ha creado, estando en condiciones de invertir, individual o colectivamente, una parte de esos excedentes en medios de producción.
La gama de modalidades de organización de la producción que permiten la situación expuesta es muy amplia, y entre ellas el modelo clásico de “empresario libre” es sólo un ejemplo. Las formas de organización que prevalecen en determinados momentos en Estados concretos (ya que estas formas dependen del marco jurídico) están en función de la fase de desarrollo de la economía-mundo en su conjunto (y del papel del Estado concreto en esa economía-mundo), por una parte, y de las formas consiguientes de la lucha de clases en la economía-mundo (y en el Estado concreto), por otra. Así pues, al igual que los restantes conceptos sociales, el término “burguesía” no es un fenómeno estático, sino que designa una clase en el proceso de recreación perpetua y, por ende, de cambio constante en cuanto a la forma y el contenido.
En cierto sentido, esto es tan evidente (al menos si admitimos ciertas premisas ideológicas) que parece una perogrullada. Sin embargo, la literatura al respecto está repleta de especulaciones para saber si determinado grupo local es o no es “burgués” (o “proletario”) de acuerdo con un modelo organizativo procedente de otro tiempo y otro lugar del desarrollo histórico de la economía-mundo capitalista. No existe un tipo ideal. (Por curioso que pueda parecer, aunque el concepto metodológico de “tipo ideal” tenga su origen en Weber, muchos weberianos son conscientes de esta realidad y, a la inversa, muchos marxistas recurren constantemente a los “tipos ideales”).
Si admitimos que no existe un tipo ideal, no podemos definir (es decir, abstraer) en términos de atributos, sino únicamente en términos de procesos. ¿Cómo un individuo llega a ser burgués, sigue siendo burgués y deja de ser burgués? La fórmula clásica para convertirse en burgués es el éxito en el mercado. La manera en que inicialmente se llega a una posición propicia para triunfar es una cuestión secundaria. Hay muchas formas de hacerlo. Tenemos el modelo de Horatio Alger: diferenciación de la clase trabajadora a base de un esfuerzo adicional. (Resulta sorprendente el parecido con la vía “verdaderamente revolucionaria” del feudalismo al capitalismo de Marx). También está el modelo de Oliver, Twist: cooptación en función del talento. Por último, existe el modelo de Horace Mann: demostración de las posibilidades a través del rendimiento en el sistema educativo oficial.
El camino que conduce al trampolín es menos importante. La mayor parte de los burgueses son burgueses por herencia. El acceso a la piscina es desigual y a veces caprichoso, pero la pregunta crucial es si una persona o empresa determinadas saben nadar o no. La condición de burgués exige aptitudes que no todo el mundo posee: astucia, dureza, diligencia. En un momento dado, cierto porcentaje de burgueses fracasa en el mercado.
Sin embargo, más importante es el hecho de que un nutrido grupo triunfa, y que muchos de sus componentes, tal vez la mayoría, aspiran a disfrutar de las ventajas que ofrece la situación. Una de las posibles ventajas consiste en no tener que competir con tanta intensidad en el mercado. Pero habida cuenta de que presumiblemente fue el mercado el que proporciono los ingresos iniciales, se ejerce una presión organizada para encontrar los medios de mantener el nivel de ingresos sin mantener un nivel equivalente de aportación de trabajo. Se trata del esfuerzo -social y político- para transformar el éxito en la posición social. La posición social no es sino la fosilización de las recompensas generadas por el éxito pasado.
El problema de la burguesía es que la dinámica del capital está localizada en la economía y no en las instituciones políticas o culturales. Por consiguiente, siempre hay nuevos burgueses que carecen de posición social y reivindican el derecho a acceder a ella. Dado que la posición social elevada carece de valor si demasiadas personas la comparten, los nuevos ricos (los nuevos triunfadores) siempre tratan de expulsar a los demás para hacerse sitio. El objetivo evidente es ese subsegmento compuesto por los viejos triunfadores que disfrutan pasivamente de su status pero que ya no intervienen en el mercado.
Así pues, en todo momento coexisten tres segmentos de la burguesía: los nuevos ricos, los “rentistas” y los descendientes de burgueses que siguen obteniendo resultados satisfactorios en el mercado. Para comprender las relaciones entre estos tres subgrupos, debemos tener presente que casi siempre la tercera categoría es la más numerosa, y habitualmente representa una proporción que supera a la suma de las otras dos. Esta es la razón de la estabilidad y la “homogeneidad” relativas de la clase burguesa.
Sin embargo, hay momentos en que aumenta el porcentaje de “nuevos ricos” y de “rentistas” entre la burguesía. En mi opinión, suelen ser momentos de contracción económica en los que se asiste simultáneamente a un incremento del número de quiebras y al crecimiento de la concentración del capital.
En estos momentos ha sido habitual que se agudicen las disensiones políticas internas de la burguesía. Para definir estos conflictos suele hablarse de la lucha de los elementos “progresistas” contra los “reaccionarios” en la que los grupos “progresistas” exigen que los “derechos” institucionales se definan o redefinan en función de los resultados del mercado (“igualdad de oportunidades”), mientras que los grupos “reaccionarios” ponen el énfasis en el mantenimiento del privilegio adquirido anteriormente (la supuesta “tradición”). La Revolución Inglesa ilustra perfectamente esta forma de conflicto interno de la burguesía.
Lo que hace que el análisis de estas luchas políticas se preste tanto a la controversia y que su resultado real sea a menudo tan ambiguo (y esencialmente “conservador”) es el hecho de que el segmento más numeroso de la burguesía (incluso durante el conflicto) posea tantos privilegios de “clase” como de “posición social”. Es decir, con independencia de la definición que prevalezca, ni como individuos ni como subgrupos tienen las de perder automáticamente. Por consiguiente, ha sido normal que se muestren políticamente indecisos o vacilantes y que busquen “compromisos”. Si no pueden alcanzar inmediatamente esos compromisos debido a las pasiones que agitan a los demás subgrupos, esperan el momento oportuno hasta que la situación esté madura. (Por ejemplo, 1688-1689 en el caso de Inglaterra).
Aunque un análisis de este tipo de conflictos internos de la burguesía en términos de la retórica de los grupos enfrentados sería engañoso, no quiero decir que tales conflictos carezcan de la importancia o que no afecten a los procesos en curso en la economía-mundo capitalista.
Estos conflictos internos de la burguesía forman parte precisamente de las conmociones periódicas que imponen al sistema las contracciones económicas, y pertenecen al mecanismo de renovación y revitalización del motor fundamental del sistema: la acumulación de capital. Son conflictos que limpian al sistema de cierto número de parásitos inútiles, ponen las estructuras sociopolíticas en consonancia más estrecha con las redes económicas cambiantes de la actividad y dotan de un barniz ideológico al cambio estructural en curso. Si se desea, esto puede llamarse “progreso”, pero yo prefiero reservar el término para transformaciones sociales más trascendentales.
Las transformaciones sociales a las que me refiero no son consecuencia del carácter evolutivo de la burguesía sino del carácter evolutivo del proletariado. Si hemos definido a la burguesía como el conjunto de personas que reciben una plusvalía que no crean y que utilizan una parte de ella para acumular capital, debemos concluir que el proletariado está formado por aquellas que entregan a otras una parte del valor que han creado. En este sentido, en el modo de producción capitalista sólo hay burgueses y proletarios. El antagonismo es estructural.
Seamos precisos en lo que se refiere a los efectos de este enfoque del concepto de proletariado. Este concepto elimina como característica definitoria del proletario el pago de salarios al productor y parte de otra perspectiva. El productor crea valor. ¿Cuál es el destino de ese valor? Las posibilidades lógicas son tres: el productor “posee” (y por lo tanto guarda) la totalidad, una parte o nada del valor. Si no lo guarda en su totalidad, sino que lo “transfiere” total o parcialmente a otro (o a una empresa), recibe a cambio, o nada, o mercancías, o dinero, o mercancías además de dinero.
Si el productor guarda realmente todo el valor producido por él a lo largo de su vida no interviene en el sistema capitalista. Pero, en el marco de la economía-mundo capitalista, ese productor es un fenómeno mucho menos común de lo que suele admitirse. Si profundizamos en la cuestión, resulta que la denominada “agricultura de subsistencia” transfiere con cierta frecuencia plusvalía a alguien por algún medio.
Si eliminamos a este grupo, las demás posibilidades lógicas forman una matriz de ocho variedades de proletarios, de las cuales sólo una se ajusta al modelo clásico: el trabajador que transfiere todo el valor que ha creado al “propietario” y recibe dinero a cambio (es decir, salarios). En otras casillas de la matriz podemos colocar variedades que nos son tan familiares como el pequeño productor (o “campesino medio”), el arrendatario, el aparcero, el bracero y el esclavo.
En la definición de cada una de las “variedades” hay que considerar otro aspecto. Tenemos, por una parte, la cuestión de en qué medida el trabajador acepta desempeñar su papel de una manera determinada debido a las presiones del mercado (lo que cínicamente llamamos “libertad” de trabajo) o a causa de las exigencias de cierto aparato político (lo que de modo más sincero llamamos trabajo “forzado” o trabajo “obligado”). Otra cuestión es la duración del contrato: días, semanas, meses, años o toda una vida. Una tercera cuestión es saber si la relación del productor con un propietario determinado puede transferirse a otro propietario sin consentimiento del productor.
El grado de sujeción y la duración del contrato están vinculados al modo de pago. Por ejemplo, la mitad del siglo XVII en Perú era un trabajo asalariado forzado pero de duración determinada. El trabajo mediante contrato de aprendizaje era una forma de trabajo en la que el productor transfería todo el valor creado, recibiendo a cambio generalmente mercancías; su duración era limitada. El bracero transfería todo el valor y recibía en teoría dinero, aunque en la práctica mercancías y el contrato era en teoría anual y en la práctica indefinido. La diferencia entre un bracero y un esclavo existía en la teoría, pero también en aspectos en la práctica. En primer lugar, un propietario podía “vender” a un esclavo, pero normalmente no podía hacerlo con un bracero. En segundo lugar, si un tercero entregaba dinero a un bracero, éste podía rescindir el “contrato”, lo cual no sucedía en el caso del esclavo.
No he elaborado una morfología para sí, sino para clarificar procesos de la economía-mundo capitalista. Hay grandes diferencias entre las diversas formas de trabajo en lo que se refiere a sus implicaciones económicas y políticas.
En el aspecto económico, puede decirse que, de todos los procesos de trabajo que pueden supervisarse fácilmente (es decir, con un coste mínimo), el trabajo asalariado es probablemente la forma de trabajo mejor pagada. Por consiguiente, siempre que sea posible, el beneficiario de la plusvalía preferirá no relacionarse con el productor como asalariado sino como algo otro. Naturalmente, los procesos de trabajo que exigen una supervisión más costosa resultan menos costosos si parte del excedente que de otro modo se hubiera gastado en supervisión regresa al productor. El método más sencillo es a través del salario: ésta es la fuente histórica (y permanente) del sistema salarial.
Dado que la modalidad del trabajo asalariado resulta relativamente costosa, es fácil comprender por qué el trabajo asalariado nunca ha sido la única forma de trabajo de la economía-mundo capitalista, y hasta hace poco ni siquiera la principal.
El capitalismo tiene sus contradicciones, y una de las fundamentales estriba en que lo que es rentable a corto plazo no lo es necesariamente a largo plazo. La capacidad de expansión del sistema en su conjunto (necesariamente para mantener la tasa de beneficio) se precipita regularmente en el callejón sin salida de una demanda mundial insuficiente. Una de las fórmulas para salir de esa situación consiste en la transformación social de algunos procesos productivos de trabajo no asalariado para convertirlos en trabajo asalariado. Con esta actuación se tiende a incrementar la parte de valor producido que el productor conserva, y por tanto a incrementar la demanda mundial. En consecuencia, el porcentaje global a escala mundial del trabajo asalariado como forma de trabajo ha crecido sin cesar a lo largo de la historia de la economía-mundo capitalista: es lo que habitualmente se denomina “proletarización”.
La forma de trabajo también reviste gran importancia en el aspecto político. Puede afirmarse que, a medida que aumentan los ingresos reales de los productores y se amplían los derechos legales formales, la conciencia de clase proletaria crece hasta cierto punto. Digo hasta cierto punto porque, al alcanzar cierto nivel de crecimiento de los ingresos y los “derechos”, el “proletario” se convierte en realidad en un “burgués” que vive de la plusvalía producida por los demás, lo que afecta de modo más inmediato a la consciencia de clase. El burócrata/profesional del siglo XX es un ejemplo claro de este cambio cualitativo que a veces es visible en las pautas de vida de determinados círculos.
Aunque este enfoque de las categorías de “burgués”, “proletario” sea de clara aplicación a los “campesinos”, los “pequeños burgueses” o la “nueva clase trabajadora”, podemos preguntarnos si sigue siendo válido para la cuestión “nacional” y para los conceptos de “centro” y “periferia”.
Para abordar este aspecto debemos considerar una cuestión muy en boga actualmente: el papel del Estado en el capitalismo. El papel fundamental del Estado como institución en la economía-mundo capitalista consiste en acrecentar la ventaja en el mercado de unos en detrimento de otros; es decir, en reducir la “libertad” del mercado. Todos están a favor de esta actuación, en la medida en que les beneficie “la distorsión” y todos están dispuestos a oponerse en la medida que les toque perder. Sólo depende de quién sea el dueño del buey que se va a sacrificar.
Son muchas las maneras de acrecentar la ventaja. El Estado puede transferir ingresos tomándolos de unos y entregándoselos a otros. El Estado puede restringir el acceso al mercado (de bienes o de trabajo), lo cual favorece a quienes ya se lo reparten en los oligopolios u oligopsonios. El Estado puede impedir que las personas se organicen para modificar la actuación del Estado. Y, desde luego, el Estado puede actuar no sólo dentro del marco de su jurisdicción, sino fuera de él. Esta actuación puede ser licita (normas relativas a la circulación a través de las fronteras) o ilícita (injerencia en los asuntos internos de otro Estado). La guerra es uno de esos ‘mecanismos.
Es crucial entender el Estado como una organización de carácter especial. Su “soberanía”, una idea del mundo moderno, es la reivindicación del monopolio (o regulación) del empleo legítimo de la fuerza dentro de sus fronteras y le pone en una situación de fuerza relativa para inmiscuirse eficazmente en el flujo de los factores de producción. Es obvio que también puede ocurrir que determinados grupos sociales modifiquen la ventaja modificando las fronteras del Estado: aquí tienen su espacio los movimientos secesionistas (o autonomistas) y los movimientos anexionistas (o unionistas).
Esta capacidad efectiva de los Estados para interferir en el flujo de los factores de producción proporciona la base política de la división estructural del trabajo en la economía-mundo capitalista en su conjunto. Las circunstancias normales del mercado pueden explicar las tendencias iniciales a la especialización (ventajas naturales o sociohistóricas en la producción de uno u otro producto), pero es el sistema de Estados el que solidifica, impone y amplifica los modelos y ha sido preciso recurrir regularmente al aparato del Estado para modificar la división mundial del trabajo.
Por otra parte, la capacidad de los Estados para interferir en los flujos económicos es cada vez mas diferenciada. Es decir, los Estados del centro se hacen más fuertes que los de la periferia y utilizan esta diferencia de poder para mantener un grado diferente de libertad de circulación entre los Estados. Concretamente, los Estados del centro han dispuesto históricamente que, en todo tiempo y lugar, el dinero y las mercancías circulen más “libremente” que el trabajo. La razón es que, de este modo, los Estados del centro han sido los beneficiarios del “intercambio desigual”.
En efecto, el intercambio desigual es simplemente parte del proceso de apropiación de excedentes a escala mundial. Sería un error tratar de adoptar literalmente el modelo de un solo proletario ante un solo burgués. De hecho, la plusvalía que el productor crea pasa a través de una serie de personas y empresas. Lo que ocurre, por tanto, es que muchos burgueses comparten la plusvalía de un proletario. La proporción exacta que corresponde a los diferentes grupos de la cadena (propietarios, comerciantes, consumidores intermedios) está sujeta a grandes cambios históricos y es, a su vez una variable analítica fundamental en el funcionamiento de la economía-mundo capitalista.
Esta cadena de la transferencia de la plusvalía cruza habitualmente (¿a menudo? ¿casi siempre?) las fronteras nacionales y al hacerlo, la actuación del Estado interviene para inclinar el reparto entre los burgueses hacia los situados en los Estados del centro. Este es el intercambio desigual, un mecanismo presente en todo el proceso de apropiación de la plusvalía.
Una de las consecuencias sociogeográficas de este sistema es la desigual distribución de la burguesía y el proletariado en los diferentes Estados: el porcentaje de burgueses es superior en los Estados del centro que en los de la periferia. Por otra parte, hay diferencias sistemáticas en los tipos de burgueses y proletarios de cada zona. Por ejemplo, el porcentaje de asalariados es sistemáticamente más elevado en los Estados del centro.
Dado que los Estados son el principal escenario del conflicto político en la economía-mundo capitalista, y como quiera que el funcionamiento de la economía-mundo es tal que la composición de las clases nacionales varía considerablemente, es fácil entender por qué debe haber tantas diferencias entre la política de los Estados según su ubicación en la economía-mundo capitalista. También es fácil comprender que la utilización del aparato político de un Estado determinado para modificar la composición social y la función de la producción nacional en la economía mundial no modifica por sí misma el sistema-mundo capitalista como tal.
Es evidente, sin embargo, que las diversas iniciativas nacionales para cambiar la posición estructural (que a veces llamamos engañosamente “desarrollo”) afectan de hecho al sistema-mundo y a largo plazo lo transforman. Pero esto ocurre gracias a la intervención de la variable de su repercusión en la conciencia de clase del proletariado a escala mundial.
Así pues, centro y periferia sólo son expresiones que se emplean para identificar una parte crucial del sistema de apropiación de excedentes por la burguesía. Simplificando en exceso, el capitalismo es el sistema en el que el burgués se apropia la plusvalía producida por el proletariado. Cuando este proletario se encuentra en un país diferente que el burgués, uno de los mecanismos que influye en el proceso de apropiación es la manipulación del control de la circulación en las fronteras de los Estados. De aquí se derivan modelos de “desarrollo desigual” que se resumen en los conceptos de centro, semiperiferia y periferia. He aquí un instrumento de trabajo intelectual que ayuda a analizar las múltiples formas de los conflictos de clases de la economía-mundo capitalista.
texto de Immanuel Wallerstein
El concepto de clase social no fue inventado por Karl Marx. En Grecia ya se conocía, y volvió a aparecer en el pensamiento social europeo del siglo XVIII y en las obras que siguieron a la Revolución Francesa. La aportación de Marx se basa en tres tesis. En primer lugar, considera que toda la historia es la historia de clases. En segundo término, señala el hecho de que una clase an sich (en sí) no es necesariamente una clase für sich (para sí). Por último, mantiene que el conflicto fundamental del modo de producción capitalista es el que enfrenta a burgueses y proletarios, a quienes poseen los medios de producción y quienes no los poseen. (Esta tesis es contraria a la idea de que el antagonismo principal se registra entre un sector productivo y un sector no productivo conflicto en el que propietarios activos y trabajadores se alinean en el misino bando como personas productivas frente a los rentistas no productivos).
Cuando el análisis de clase comenzó a utilizarse con fines revolucionarios, los pensadores no revolucionarios lo rechazaron en términos generales y muchos de ellos, tal vez la mayoría, negaron apasionadamente su legitimidad. Desde entonces, cada una de estas tres afirmaciones fundamentales de Marx sobre las clases ha suscitado violentas controversias.
A la tesis según la cual el conflicto de clases representa la forma fundamental del conflicto entre grupos sociales, Weber respondió afirmando que la clase solamente era una de las tres dimensiones de la formación de grupos; las dos restantes serían la posición social y la ideología. Y las tres tendrían parecida importancia. Muchos de los discípulos de Weber fueron más lejos e insistieron en que el conflicto fundamental o “primordial” entre los grupos era el determinado por la posición social.
Frente a la tesis que mantiene que las clases existen an sich, con independencia de que en determinados momentos sean für sich, diversos psicólogos sociales han insistido en que la única concepción significativa era la supuestamente “subjetiva”. Los individuos solamente son miembros de las clases a las cuales ellos mismos reconocen pertenecer.
Por último, a la tesis que defiende que la burguesía y el proletariado son dos grupos hegemónicos y antagónicos en el modo de producción capitalista, numerosos analistas han respondido afirmando que existen más de dos “clases” (citando al propio Marx), y que el “antagonismo” no se intensifica con el tiempo sino que se atenúa.
Cada uno de estos contraataques a las propuestas marxianas, en la medida en que fueron aceptadas, surtió el efecto de viciar la estrategia política derivada del análisis marxista original. Una de las réplicas frecuentes ha consistido en señalar las bases ideológicas de estos contraataques. Sin embargo, dado que las distorsiones ideológicas implican incorrecciones teóricas, a largo plazo es más eficaz, tanto en el plano intelectual como en el político, centrar el debate en la utilidad teórica de los conceptos en cuestión.
Por otra parte, el ataque permanente contra las propuestas marxianas sobre las clases y el conflicto de clases se ha unido a la realidad mundial para crear una incertidumbre intelectual interna en el campo marxista que con el tiempo ha tomado tres dimensiones: debate sobre la importancia de la denominada “cuestión nacional”; debate sobre la función de determinados estratos sociales (en particular el “campesinado”, la “pequeña burguesía” y/o la “nueva clase trabajadora”); debate sobre la utilidad de los conceptos de jerarquización espacial global (“centro” y “periferia”) y del concepto afín de “intercambio desigual”.
La “cuestión nacional” comenzó a intoxicar los movimientos marxistas (y socialistas) en el siglo XIX, sobre todo en los imperios austrohúngaro y ruso. La “cuestión campesina” comenzó a ocupar un lugar destacado entre las dos guerras mundiales, con ocasión de la Revolución China. El papel dependiente de la “periferia” se convirtió en una cuestión fundamental después de la II Guerra Mundial, siguiendo la estela de Bandung, de la descolonización y del “tercermundismo”. Estas tres “cuestiones” son en realidad variaciones sobre un mismo tema: ¿cómo interpretar las propuestas de Marx? ¿En qué se basa la formación de las clases y la conciencia de clase en la economía-mundo capitalista en su evolución histórica? ¿Cómo se concilian las explicaciones del mundo basadas en las corrientes con las definiciones políticas que proyectan sobre el mundo de los grupos que las formulan?.
Partiendo de estos debates históricos, examinaremos qué nos dice la naturaleza del modo de producción capitalista acerca de quiénes son en realidad los burgueses y los proletarios, y cuáles son las consecuencias políticas de las diferentes posiciones ocupadas por burgueses y proletarios en la división capitalista del trabajo.
¿Qué es el capitalismo como modo de producción? No es fácil responder a esta pregunta, y por ello no ha sido objeto de grandes debates. Me parece que son varios los elementos que se unen para formar el “modelo”. El capitalismo es el único modo de producción en el que la maximización de la creación de excedentes se recompensa por sí misma. En todos los sistemas históricos ha habido una parte de la producción destinada al uso y otra reservada al cambio, pero sólo en el capitalismo todos los productores reciben una recompensa cuya cuantía depende ante todo del valor de cambio que producen y son penalizados en la medida en que no producen ese valor. Las “recompensas” y las “penalizaciones” se materializan a través de una estructura denominada “mercado”. Se trata de una estructura, no de una institución; una estructura modelada por muchas políticas, económicas, sociales e incluso culturales), y es el principal escenario de la lucha económica.
No sólo se otorga la máxima importancia al excedente por sí mismo, sino que reciben más recompensa que utilizan los excedentes para acumular más capital con el fin de producir aún más excedentes. Así pues, la presión se ejerce en el sentido de una expansión constante, aunque simultáneamente la propuesta individualista del sistema haga imposible la expansión constante.
¿Cómo funciona la búsqueda de beneficios? Mediante la creación de protecciones legales para que empresas concretas (cuyas dimensiones pueden ir desde las empresas individuales hasta las grandes sociedades, incluidas las entidades paraestatales) se apropien de la plusvalía creada por el trabajo de los productores directos. Si toda la plusvalía o su mayor parte fuera consumida por la minoría que posee o controla las “empresas”, el capitalismo no existiría. Esta era la situación aproximada de los distintos sistemas precapitalistas.
El capitalismo implica además estructuras e instituciones que recompensan fundamentalmente al subsegmento de propietarios y controladores que sólo utilizan una parte de la plusvalía para su propio consumo, y otra (habitualmente mayor) para la reinversión. La estructura del mercado garantiza que quienes no acumulan capital sino que se limitan a consumir la plusvalía acaban por perder terreno económicamente con el tiempo en beneficio de quienes acumulan el capital.
Podemos decir por tanto que la burguesía está formada por aquellos que reciben una parte de la plusvalía que no han creado y que utilizan en parte para acumular capital. Lo que define a la burguesía no es una profesión determinada, ni siquiera el estatuto jurídico de propietario (por importante que haya sido históricamente), sino el hecho de que el burgués obtiene, a título individual o como integrante de una colectividad, una parte de los excedentes que no ha creado, estando en condiciones de invertir, individual o colectivamente, una parte de esos excedentes en medios de producción.
La gama de modalidades de organización de la producción que permiten la situación expuesta es muy amplia, y entre ellas el modelo clásico de “empresario libre” es sólo un ejemplo. Las formas de organización que prevalecen en determinados momentos en Estados concretos (ya que estas formas dependen del marco jurídico) están en función de la fase de desarrollo de la economía-mundo en su conjunto (y del papel del Estado concreto en esa economía-mundo), por una parte, y de las formas consiguientes de la lucha de clases en la economía-mundo (y en el Estado concreto), por otra. Así pues, al igual que los restantes conceptos sociales, el término “burguesía” no es un fenómeno estático, sino que designa una clase en el proceso de recreación perpetua y, por ende, de cambio constante en cuanto a la forma y el contenido.
En cierto sentido, esto es tan evidente (al menos si admitimos ciertas premisas ideológicas) que parece una perogrullada. Sin embargo, la literatura al respecto está repleta de especulaciones para saber si determinado grupo local es o no es “burgués” (o “proletario”) de acuerdo con un modelo organizativo procedente de otro tiempo y otro lugar del desarrollo histórico de la economía-mundo capitalista. No existe un tipo ideal. (Por curioso que pueda parecer, aunque el concepto metodológico de “tipo ideal” tenga su origen en Weber, muchos weberianos son conscientes de esta realidad y, a la inversa, muchos marxistas recurren constantemente a los “tipos ideales”).
Si admitimos que no existe un tipo ideal, no podemos definir (es decir, abstraer) en términos de atributos, sino únicamente en términos de procesos. ¿Cómo un individuo llega a ser burgués, sigue siendo burgués y deja de ser burgués? La fórmula clásica para convertirse en burgués es el éxito en el mercado. La manera en que inicialmente se llega a una posición propicia para triunfar es una cuestión secundaria. Hay muchas formas de hacerlo. Tenemos el modelo de Horatio Alger: diferenciación de la clase trabajadora a base de un esfuerzo adicional. (Resulta sorprendente el parecido con la vía “verdaderamente revolucionaria” del feudalismo al capitalismo de Marx). También está el modelo de Oliver, Twist: cooptación en función del talento. Por último, existe el modelo de Horace Mann: demostración de las posibilidades a través del rendimiento en el sistema educativo oficial.
El camino que conduce al trampolín es menos importante. La mayor parte de los burgueses son burgueses por herencia. El acceso a la piscina es desigual y a veces caprichoso, pero la pregunta crucial es si una persona o empresa determinadas saben nadar o no. La condición de burgués exige aptitudes que no todo el mundo posee: astucia, dureza, diligencia. En un momento dado, cierto porcentaje de burgueses fracasa en el mercado.
Sin embargo, más importante es el hecho de que un nutrido grupo triunfa, y que muchos de sus componentes, tal vez la mayoría, aspiran a disfrutar de las ventajas que ofrece la situación. Una de las posibles ventajas consiste en no tener que competir con tanta intensidad en el mercado. Pero habida cuenta de que presumiblemente fue el mercado el que proporciono los ingresos iniciales, se ejerce una presión organizada para encontrar los medios de mantener el nivel de ingresos sin mantener un nivel equivalente de aportación de trabajo. Se trata del esfuerzo -social y político- para transformar el éxito en la posición social. La posición social no es sino la fosilización de las recompensas generadas por el éxito pasado.
El problema de la burguesía es que la dinámica del capital está localizada en la economía y no en las instituciones políticas o culturales. Por consiguiente, siempre hay nuevos burgueses que carecen de posición social y reivindican el derecho a acceder a ella. Dado que la posición social elevada carece de valor si demasiadas personas la comparten, los nuevos ricos (los nuevos triunfadores) siempre tratan de expulsar a los demás para hacerse sitio. El objetivo evidente es ese subsegmento compuesto por los viejos triunfadores que disfrutan pasivamente de su status pero que ya no intervienen en el mercado.
Así pues, en todo momento coexisten tres segmentos de la burguesía: los nuevos ricos, los “rentistas” y los descendientes de burgueses que siguen obteniendo resultados satisfactorios en el mercado. Para comprender las relaciones entre estos tres subgrupos, debemos tener presente que casi siempre la tercera categoría es la más numerosa, y habitualmente representa una proporción que supera a la suma de las otras dos. Esta es la razón de la estabilidad y la “homogeneidad” relativas de la clase burguesa.
Sin embargo, hay momentos en que aumenta el porcentaje de “nuevos ricos” y de “rentistas” entre la burguesía. En mi opinión, suelen ser momentos de contracción económica en los que se asiste simultáneamente a un incremento del número de quiebras y al crecimiento de la concentración del capital.
En estos momentos ha sido habitual que se agudicen las disensiones políticas internas de la burguesía. Para definir estos conflictos suele hablarse de la lucha de los elementos “progresistas” contra los “reaccionarios” en la que los grupos “progresistas” exigen que los “derechos” institucionales se definan o redefinan en función de los resultados del mercado (“igualdad de oportunidades”), mientras que los grupos “reaccionarios” ponen el énfasis en el mantenimiento del privilegio adquirido anteriormente (la supuesta “tradición”). La Revolución Inglesa ilustra perfectamente esta forma de conflicto interno de la burguesía.
Lo que hace que el análisis de estas luchas políticas se preste tanto a la controversia y que su resultado real sea a menudo tan ambiguo (y esencialmente “conservador”) es el hecho de que el segmento más numeroso de la burguesía (incluso durante el conflicto) posea tantos privilegios de “clase” como de “posición social”. Es decir, con independencia de la definición que prevalezca, ni como individuos ni como subgrupos tienen las de perder automáticamente. Por consiguiente, ha sido normal que se muestren políticamente indecisos o vacilantes y que busquen “compromisos”. Si no pueden alcanzar inmediatamente esos compromisos debido a las pasiones que agitan a los demás subgrupos, esperan el momento oportuno hasta que la situación esté madura. (Por ejemplo, 1688-1689 en el caso de Inglaterra).
Aunque un análisis de este tipo de conflictos internos de la burguesía en términos de la retórica de los grupos enfrentados sería engañoso, no quiero decir que tales conflictos carezcan de la importancia o que no afecten a los procesos en curso en la economía-mundo capitalista.
Estos conflictos internos de la burguesía forman parte precisamente de las conmociones periódicas que imponen al sistema las contracciones económicas, y pertenecen al mecanismo de renovación y revitalización del motor fundamental del sistema: la acumulación de capital. Son conflictos que limpian al sistema de cierto número de parásitos inútiles, ponen las estructuras sociopolíticas en consonancia más estrecha con las redes económicas cambiantes de la actividad y dotan de un barniz ideológico al cambio estructural en curso. Si se desea, esto puede llamarse “progreso”, pero yo prefiero reservar el término para transformaciones sociales más trascendentales.
Las transformaciones sociales a las que me refiero no son consecuencia del carácter evolutivo de la burguesía sino del carácter evolutivo del proletariado. Si hemos definido a la burguesía como el conjunto de personas que reciben una plusvalía que no crean y que utilizan una parte de ella para acumular capital, debemos concluir que el proletariado está formado por aquellas que entregan a otras una parte del valor que han creado. En este sentido, en el modo de producción capitalista sólo hay burgueses y proletarios. El antagonismo es estructural.
Seamos precisos en lo que se refiere a los efectos de este enfoque del concepto de proletariado. Este concepto elimina como característica definitoria del proletario el pago de salarios al productor y parte de otra perspectiva. El productor crea valor. ¿Cuál es el destino de ese valor? Las posibilidades lógicas son tres: el productor “posee” (y por lo tanto guarda) la totalidad, una parte o nada del valor. Si no lo guarda en su totalidad, sino que lo “transfiere” total o parcialmente a otro (o a una empresa), recibe a cambio, o nada, o mercancías, o dinero, o mercancías además de dinero.
Si el productor guarda realmente todo el valor producido por él a lo largo de su vida no interviene en el sistema capitalista. Pero, en el marco de la economía-mundo capitalista, ese productor es un fenómeno mucho menos común de lo que suele admitirse. Si profundizamos en la cuestión, resulta que la denominada “agricultura de subsistencia” transfiere con cierta frecuencia plusvalía a alguien por algún medio.
Si eliminamos a este grupo, las demás posibilidades lógicas forman una matriz de ocho variedades de proletarios, de las cuales sólo una se ajusta al modelo clásico: el trabajador que transfiere todo el valor que ha creado al “propietario” y recibe dinero a cambio (es decir, salarios). En otras casillas de la matriz podemos colocar variedades que nos son tan familiares como el pequeño productor (o “campesino medio”), el arrendatario, el aparcero, el bracero y el esclavo.
En la definición de cada una de las “variedades” hay que considerar otro aspecto. Tenemos, por una parte, la cuestión de en qué medida el trabajador acepta desempeñar su papel de una manera determinada debido a las presiones del mercado (lo que cínicamente llamamos “libertad” de trabajo) o a causa de las exigencias de cierto aparato político (lo que de modo más sincero llamamos trabajo “forzado” o trabajo “obligado”). Otra cuestión es la duración del contrato: días, semanas, meses, años o toda una vida. Una tercera cuestión es saber si la relación del productor con un propietario determinado puede transferirse a otro propietario sin consentimiento del productor.
El grado de sujeción y la duración del contrato están vinculados al modo de pago. Por ejemplo, la mitad del siglo XVII en Perú era un trabajo asalariado forzado pero de duración determinada. El trabajo mediante contrato de aprendizaje era una forma de trabajo en la que el productor transfería todo el valor creado, recibiendo a cambio generalmente mercancías; su duración era limitada. El bracero transfería todo el valor y recibía en teoría dinero, aunque en la práctica mercancías y el contrato era en teoría anual y en la práctica indefinido. La diferencia entre un bracero y un esclavo existía en la teoría, pero también en aspectos en la práctica. En primer lugar, un propietario podía “vender” a un esclavo, pero normalmente no podía hacerlo con un bracero. En segundo lugar, si un tercero entregaba dinero a un bracero, éste podía rescindir el “contrato”, lo cual no sucedía en el caso del esclavo.
No he elaborado una morfología para sí, sino para clarificar procesos de la economía-mundo capitalista. Hay grandes diferencias entre las diversas formas de trabajo en lo que se refiere a sus implicaciones económicas y políticas.
En el aspecto económico, puede decirse que, de todos los procesos de trabajo que pueden supervisarse fácilmente (es decir, con un coste mínimo), el trabajo asalariado es probablemente la forma de trabajo mejor pagada. Por consiguiente, siempre que sea posible, el beneficiario de la plusvalía preferirá no relacionarse con el productor como asalariado sino como algo otro. Naturalmente, los procesos de trabajo que exigen una supervisión más costosa resultan menos costosos si parte del excedente que de otro modo se hubiera gastado en supervisión regresa al productor. El método más sencillo es a través del salario: ésta es la fuente histórica (y permanente) del sistema salarial.
Dado que la modalidad del trabajo asalariado resulta relativamente costosa, es fácil comprender por qué el trabajo asalariado nunca ha sido la única forma de trabajo de la economía-mundo capitalista, y hasta hace poco ni siquiera la principal.
El capitalismo tiene sus contradicciones, y una de las fundamentales estriba en que lo que es rentable a corto plazo no lo es necesariamente a largo plazo. La capacidad de expansión del sistema en su conjunto (necesariamente para mantener la tasa de beneficio) se precipita regularmente en el callejón sin salida de una demanda mundial insuficiente. Una de las fórmulas para salir de esa situación consiste en la transformación social de algunos procesos productivos de trabajo no asalariado para convertirlos en trabajo asalariado. Con esta actuación se tiende a incrementar la parte de valor producido que el productor conserva, y por tanto a incrementar la demanda mundial. En consecuencia, el porcentaje global a escala mundial del trabajo asalariado como forma de trabajo ha crecido sin cesar a lo largo de la historia de la economía-mundo capitalista: es lo que habitualmente se denomina “proletarización”.
La forma de trabajo también reviste gran importancia en el aspecto político. Puede afirmarse que, a medida que aumentan los ingresos reales de los productores y se amplían los derechos legales formales, la conciencia de clase proletaria crece hasta cierto punto. Digo hasta cierto punto porque, al alcanzar cierto nivel de crecimiento de los ingresos y los “derechos”, el “proletario” se convierte en realidad en un “burgués” que vive de la plusvalía producida por los demás, lo que afecta de modo más inmediato a la consciencia de clase. El burócrata/profesional del siglo XX es un ejemplo claro de este cambio cualitativo que a veces es visible en las pautas de vida de determinados círculos.
Aunque este enfoque de las categorías de “burgués”, “proletario” sea de clara aplicación a los “campesinos”, los “pequeños burgueses” o la “nueva clase trabajadora”, podemos preguntarnos si sigue siendo válido para la cuestión “nacional” y para los conceptos de “centro” y “periferia”.
Para abordar este aspecto debemos considerar una cuestión muy en boga actualmente: el papel del Estado en el capitalismo. El papel fundamental del Estado como institución en la economía-mundo capitalista consiste en acrecentar la ventaja en el mercado de unos en detrimento de otros; es decir, en reducir la “libertad” del mercado. Todos están a favor de esta actuación, en la medida en que les beneficie “la distorsión” y todos están dispuestos a oponerse en la medida que les toque perder. Sólo depende de quién sea el dueño del buey que se va a sacrificar.
Son muchas las maneras de acrecentar la ventaja. El Estado puede transferir ingresos tomándolos de unos y entregándoselos a otros. El Estado puede restringir el acceso al mercado (de bienes o de trabajo), lo cual favorece a quienes ya se lo reparten en los oligopolios u oligopsonios. El Estado puede impedir que las personas se organicen para modificar la actuación del Estado. Y, desde luego, el Estado puede actuar no sólo dentro del marco de su jurisdicción, sino fuera de él. Esta actuación puede ser licita (normas relativas a la circulación a través de las fronteras) o ilícita (injerencia en los asuntos internos de otro Estado). La guerra es uno de esos ‘mecanismos.
Es crucial entender el Estado como una organización de carácter especial. Su “soberanía”, una idea del mundo moderno, es la reivindicación del monopolio (o regulación) del empleo legítimo de la fuerza dentro de sus fronteras y le pone en una situación de fuerza relativa para inmiscuirse eficazmente en el flujo de los factores de producción. Es obvio que también puede ocurrir que determinados grupos sociales modifiquen la ventaja modificando las fronteras del Estado: aquí tienen su espacio los movimientos secesionistas (o autonomistas) y los movimientos anexionistas (o unionistas).
Esta capacidad efectiva de los Estados para interferir en el flujo de los factores de producción proporciona la base política de la división estructural del trabajo en la economía-mundo capitalista en su conjunto. Las circunstancias normales del mercado pueden explicar las tendencias iniciales a la especialización (ventajas naturales o sociohistóricas en la producción de uno u otro producto), pero es el sistema de Estados el que solidifica, impone y amplifica los modelos y ha sido preciso recurrir regularmente al aparato del Estado para modificar la división mundial del trabajo.
Por otra parte, la capacidad de los Estados para interferir en los flujos económicos es cada vez mas diferenciada. Es decir, los Estados del centro se hacen más fuertes que los de la periferia y utilizan esta diferencia de poder para mantener un grado diferente de libertad de circulación entre los Estados. Concretamente, los Estados del centro han dispuesto históricamente que, en todo tiempo y lugar, el dinero y las mercancías circulen más “libremente” que el trabajo. La razón es que, de este modo, los Estados del centro han sido los beneficiarios del “intercambio desigual”.
En efecto, el intercambio desigual es simplemente parte del proceso de apropiación de excedentes a escala mundial. Sería un error tratar de adoptar literalmente el modelo de un solo proletario ante un solo burgués. De hecho, la plusvalía que el productor crea pasa a través de una serie de personas y empresas. Lo que ocurre, por tanto, es que muchos burgueses comparten la plusvalía de un proletario. La proporción exacta que corresponde a los diferentes grupos de la cadena (propietarios, comerciantes, consumidores intermedios) está sujeta a grandes cambios históricos y es, a su vez una variable analítica fundamental en el funcionamiento de la economía-mundo capitalista.
Esta cadena de la transferencia de la plusvalía cruza habitualmente (¿a menudo? ¿casi siempre?) las fronteras nacionales y al hacerlo, la actuación del Estado interviene para inclinar el reparto entre los burgueses hacia los situados en los Estados del centro. Este es el intercambio desigual, un mecanismo presente en todo el proceso de apropiación de la plusvalía.
Una de las consecuencias sociogeográficas de este sistema es la desigual distribución de la burguesía y el proletariado en los diferentes Estados: el porcentaje de burgueses es superior en los Estados del centro que en los de la periferia. Por otra parte, hay diferencias sistemáticas en los tipos de burgueses y proletarios de cada zona. Por ejemplo, el porcentaje de asalariados es sistemáticamente más elevado en los Estados del centro.
Dado que los Estados son el principal escenario del conflicto político en la economía-mundo capitalista, y como quiera que el funcionamiento de la economía-mundo es tal que la composición de las clases nacionales varía considerablemente, es fácil entender por qué debe haber tantas diferencias entre la política de los Estados según su ubicación en la economía-mundo capitalista. También es fácil comprender que la utilización del aparato político de un Estado determinado para modificar la composición social y la función de la producción nacional en la economía mundial no modifica por sí misma el sistema-mundo capitalista como tal.
Es evidente, sin embargo, que las diversas iniciativas nacionales para cambiar la posición estructural (que a veces llamamos engañosamente “desarrollo”) afectan de hecho al sistema-mundo y a largo plazo lo transforman. Pero esto ocurre gracias a la intervención de la variable de su repercusión en la conciencia de clase del proletariado a escala mundial.
Así pues, centro y periferia sólo son expresiones que se emplean para identificar una parte crucial del sistema de apropiación de excedentes por la burguesía. Simplificando en exceso, el capitalismo es el sistema en el que el burgués se apropia la plusvalía producida por el proletariado. Cuando este proletario se encuentra en un país diferente que el burgués, uno de los mecanismos que influye en el proceso de apropiación es la manipulación del control de la circulación en las fronteras de los Estados. De aquí se derivan modelos de “desarrollo desigual” que se resumen en los conceptos de centro, semiperiferia y periferia. He aquí un instrumento de trabajo intelectual que ayuda a analizar las múltiples formas de los conflictos de clases de la economía-mundo capitalista.