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Un artículo muy interesante de cara a la reconstrucción del feminismo de clase y combativo. Visto en la revista “De Acero” de R*C. Lo vamos poniendo por partes:
Como comunistas, entendemos la emancipación femenina como un tema básico en nuestra formación y en la práctica militante. La cuestión de la mujer ha sido siempre objeto de debate y causa de grandes fracturas difícilmente reparables en el movimiento obrero, por cuanto se ha tratado el movimiento femenino como un movimiento interclasista organizado en pos de intereses muy difusos y al que la clase obrera debe unirse ciegamente imprimiendo su fuerza a esos intereses indeterminados, sin siquiera plantearse el rédito que como clase obrera, en su camino a la emancipación, saca de todo ello. Esto, por supuesto, tiene que ver con la parte que toca a la incidencia del Partido en este frente. Por otro lado se encuentra la cuestión más propiamente ideológica sin la cual es imposible sentar las bases para la acción.
Como comunistas, debemos de hecho entender la íntima relación existente entre capitalismo y patriarcado –capitalismo como modo de organizar la producción material y patriarcado como modo de regir las relaciones sociales que se derivan de dicho modo de producción-. Una de las fracturas más grandes en el terreno teórico –y que afectan al verdadero y casi inexistente feminismo de clase- reside en la determinación del origen histórico del patriarcado y su funcionamiento dentro del capitalismo. Separar patriarcado y capitalismo como unidades analíticas es perfectamente lícito, pero no lo es tanto cuando ciertos sectores progresistas del feminismo hacen ver que libran una supuesta lucha doble, contra el capitalismo patriarcal, y dicha separación de conceptos es forzada para anteponer la lucha contra el patriarcado a la lucha de clases.
Es muy frecuente el argumento de que el patriarcado existe desde mucho antes que el capitalismo y, por tanto, necesita una lucha exclusiva y separada porque acabar con el capitalismo no garantizaría absolutamente nada en lo que a liberación de la mujer respecta. En este sentido, nuestra línea argumental parte de F. Engels. Esta cuestión, la dicotomía capitalismo-patriarcado, está en realidad resuelta –y es, sin duda, ampliable desde dicha base- en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Como no podía ser de otra manera, el feminismo revolucionario se divide en quienes rechazan la tesis sobre el origen del patriarcado de Engels, entre quienes se presentan como marxistas pero llevan a cabo prácticas que contradicen la tesis de Engels al poner el patriarcado como sistema principal a batir, y entre quienes pretenden elaborar una práctica feminista de clase estudiadamente encuadrada en la teoría marxista.
El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado es una pieza teórica básica para analizar su vigencia hoy en día y, al tiempo, para demostrar que el origen de la opresión a la mujer está íntimamente ligado al origen de la propiedad privada, es decir, a la apropiación del trabajo de una parte de la sociedad por la otra. Asimismo, los ligaría a la aparición del Estado como estructura rígida y permanente que institucionaliza esa explotación. El patriarcado, cuyas relaciones se organizan por medio de la familia patriarcal, es “la derrota histórica del sexo femenino”, en palabras de Engels. Lo que este artículo pretende explicar en primer lugar es que, si no podemos desligar el origen de la propiedad al del patriarcado, es del todo absurda cualquier corriente del feminismo que pretenda minar el potencial revolucionario de todo el proletariado, con su mitad femenina incluida, en base a razones como las que anteriormente apuntábamos: que el patriarcado requiere una lucha específica para ser dinamitado, y que esa lucha puede ir a veces ligada a la lucha contra el capitalismo pero es, en todo caso, una lucha diferente que se une voluntariamente. Nada más lejos de la realidad: esto sería entender el capitalismo como un sistema económico y no como un modo de producción. El capitalismo no deja de ser un modo de producción con un determinado desarrollo de sus fuerzas productivas, un determinado estadio de desarrollo de las mismas. Pero si el origen de la propiedad privada es lo que está unido a la opresión de la mujer, la conclusión precipitada resulta evidente: es necesaria la abolición de la propiedad privada. A partir de este punto, planteémonos todo lo que atañe a la cuestión femenina. A raíz del surgimiento de la propiedad, se fuerza la familia patriarcal como forma de organización social que no permita un acceso igual a los medios de producción y, al mismo tiempo, asegure a la mujer en su papel de “obrera”, explotada en las tareas -no retribuidas- de reproducción de la fuerza de trabajo. Cuando se da en la sociedad el modo de producción capitalista, el patriarcado es su mejor columna vertebral. El capitalista es, sin duda, el modo de producción que más salvajemente ha aprovechado el patriarcado, que le ha garantizado, con la explotación doble de las mujeres, la reproducción gratuita de fuerza de trabajo y un buen ejército de reserva. El capitalismo es, pues, patriarcal. La opresión de las mujeres obreras desaparecerá cuando el capitalismo desaparezca, si bien es cierto que serán necesarias herramientas de diversa índole -en una futura sociedad con modo de producción socialista- que garanticen el efectivo desmantelamiento de todo resquicio de patriarcalismo.
El primer argumento contra todas las corrientes del feminismo radical que beben del feminismo burgués genuino es, sin duda, la respuesta que la citada obra de Engels da a su reiterativo cuento de que la mujer es esclava desde el inicio de los tiempos de la Humanidad. Engels aborda el origen de la opresión de la mujer desde el punto de vista del materialismo histórico, demostrando que el patriarcado no es eterno. Explica, previa documentación con innumerables investigaciones antropológicas, que para explicar el origen del patriarcado, de esa esclavitud de la mujer, cabe situarse en el momento de las sociedades acéfalas y descentralizadas. Una etapa de la Historia de la Humanidad donde las familias eran grupos, las formas de relación eran de tipo polígamo y el universal “tabú del incesto” estaba totalmente arraigado, lo cual originaría la gens: la poligamia daba plena relevancia a la figura femenina al ser ella la única progenitora reconocible, de modo que estas sociedades eran matrilineales. En las relaciones sociales y de parentesco, era la mujer la que tenía en todo caso un estatus más elevado. La división del trabajo en esta etapa –comunismo primitivo- podría ser considerada “natural” en tanto que la tarea reproductiva de la mujer es biológicamente imposible de realizar por un hombre. Esta división natural no implicaba explotación ni adscripción a un estatus inferior o superior.
Pero aquella familia pasaría a ser sindiásmica: el hombre tendría una mujer principal de entre todas sus mujeres, y él sería para ella también su esposo principal. En la etapa de la familia sindiásmica, el hombre vive con la mujer, la poligamia sigue aceptándose pero por motivos económicos se convertiría en casi anecdótica.
Se exigiría fidelidad estricta a las mujeres y sería penado el adulterio, pero el vínculo conyugal era fácil de disolver libremente por ambas partes. Tras la separación, los hijos seguirían perteneciendo a la madre, aunque ahora ambos progenitores serían reconocibles y reconocidos. Por tanto, la familia sindiásmica introduce leves cambios pero seguiría siendo matrilineal, teniendo la mujer un rol relevante: el marido debía aportar económicamente y podía ser expulsado de la casa o la comunidad si no cumplía debidamente con su trabajo.
No es en esta etapa cuando la mujer comenzaría a sufrir opresión por razón de su género, sino un poco más adelante, cuando la ganadería y la agricultura, así como el resto de las fuerzas productivas, experimentan un fuerte desarrollo. La fuerza de trabajo del hombre, con el aumento de la productividad, comenzó a generar excedente, que junto con el ganado, dejaría de ser colectivo para pasar a ser propiedad de las familias. Aquí situamos el origen de la propiedad privada de los medios de producción,
y aquí mismo situaremos también el origen de la opresión a la mujer. La división “natural” del trabajo que ya existía con anterioridad hacía del hombre, que empleó su fuerza de trabajo en la generación del excedente de producción, el propietario del mismo. La propiedad masculina de ese excedente chocaba frontalmente con la gens y aquel “derecho materno”. Los hijos, que ya tenían progenitor masculino reconocido, no podían heredar la propiedad del padre porque pertenecían a la gens materna. La perpetuación de la propiedad privada del hombre fue la única razón por la cual el derecho materno se abolió en favor del derecho paterno. El padre devino patriarca de la
familia y figura principal de la misma, y su estatus vivió un ascenso sin precedentes. Nace la familia patriarcal, con el hombre ejerciendo la autoridad dentro y fuera de la casa, y la mujer habiendo perdido todo su poder. Así lo manifiesta Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado:
Con arreglo a la división del trabajo en la familia de entonces, correspondía al hombre procurar la alimentación y los instrumentos de trabajo necesarios para ello; consiguientemente, era, por derecho, el propietario de dichos instrumentos y en caso de separación se los llevaba consigo, de igual manera que la mujer conservaba sus enseres domésticos. Por tanto, según las costumbres de aquella sociedad, el hombre era igualmente propietario del nuevo manantial de alimentación, el ganado, y más adelante, del nuevo instrumento de trabajo, el esclavo. [...] Así, pues, las riquezas, a medida que iban en aumento, daban, por una parte, al hombre una posición más importante que a la mujer en la familia y, por otra parte, hacían que naciera en él la idea de valerse de esta ventaja para modificar en provecho de sus hijos el orden de herencia establecido. Pero esto no podía hacerse mientras permaneciera vigente la filiación según el derecho materno. Este tenía que ser abolido, y lo fue. Ello no resultó tan difícil como hoy nos parece. Aquella revolución -una de las más profundas que la humanidad ha conocido- no tuvo necesidad de tocar ni a uno solo de los miembros vivos de la gens. Todos los miembros de ésta pudieron seguir siendo lo que hasta entonces habían sido. Bastó decidir sencillamente que en lo venidero los descendientes de un miembro masculino permanecerían en la gens, pero los de un miembro femenino saldrían de ella, pasando a la gens de su padre. Así quedaron abolidos la filiación femenina y el derecho hereditario materno, sustituyéndolos la filiación masculina y el derecho hereditario paterno. “Casuística innata en los hombres la de cambiar las cosas cambiando sus nombres y hallar salidas para romper con la tradición, sin salirse de ella, en todas partes donde un interés directo da el impulso suficiente para ello” (Marx). Resultó de ahí una espantosa confusión, la cual sólo podía remediarse y fue en parte remediada con el paso al patriarcado. [...] El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó también las riendas en la casa; la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción. Esta baja condición de la mujer, que se manifiesta sobre todo entre los griegos de los tiempos heroicos, y más aún en los de los tiempos clásicos, ha sido gradualmente retocada, disimulada y, en ciertos sitios, hasta revestida de formas más suaves, pero no, ni mucho menos, abolida.
Parece evidente que la dominación masculina sobre la mujer comienza exactamente cuando se quiere conservar la propiedad privada. Con el patriarcado vertebrando en la actualidad las relaciones sociales derivadas del modo de producción capitalista, podemos observar perfectamente los paralelismos. La división del trabajo en función del sexo comporta una organización social -basada en la hegemonía del hombre y en la opresión de la mujer, consistente en su segregación del proceso productivo y en su confinamiento a la esfera privada/ doméstica, logrando una dependencia a todos los niveles a partir de la dependencia material- que se ha mantenido a lo largo de los distintos modos de producción con algunos cambios y adaptaciones. Apartir de aquí, se sobreentiende que la desigualdad social por motivo de sexo es, según los fundamentos del materialismo histórico, de tipo social (económico), que el rol de género se adscribe a cada sexo por ese motivo y no por razones biológicas que consideran la reproducción biológica como un lastre o el femenino como “el sexo débil”. Se entiende también una cuestión estratégica tan obvia como crucial: si esta desigualdad se da por la propiedad privada y por la separación de las mujeres del trabajo productivo, se hace necesario abolir la propiedad privada de los medios de producción e incorporar a todas las mujeres al proceso productivo. Esto acabará, al menos, con el origen de la desigualdad. Sin esta base no podemos entender la lucha feminista, y en toda lucha la prioridad siempre ha de ser aquello que origina la opresión contra la que se lucha por cuanto supone arrancar el mal de raíz. El feminismo de clase ha de evitar, pues, dejarse llevar por corrientes revisionistas, tanto del marxismo como del feminismo, que constantemente tratan de ocultar esta sencilla ecuación.
También Marx analizó la cuestión femenina, sobretodo ya en la época de desarrollo del capitalismo, donde la tendencia era la acumulación del capital, entre otras cosas, mediante la explotación de mujeres y niños. Marx escribió, en el primer volumen –tomo II- de El Capital:
Por eso, el trabajo de las mujeres y los niños fue la primera palabra de la aplicación capitalista de la maquinaria. Este poderoso sustituto de trabajo y de obreros se transformó inmediatamente en un medio para aumentar el número de asalariados, colocando a todos los miembros de la familia obrera, sin distinción de sexo ni edad, bajo el dominio inmediato del capital. El trabajo forzado al servicio del capitalista usurpó no sólo el lugar de los juegos infantiles, sino también el trabajo libre dentro de la esfera doméstica, dentro de los límites morales, para la propia familia.
El patriarcado fue completamente aprovechado por el modo de producción capitalista, a su base económica y también a la superestructura, adecuando la estructura de la familia patriarcal a sus propias necesidades a fin de poder mantener su explotación aumentando el beneficio. La mujer realiza en la esfera privada/doméstica el trabajo necesario para el mantenimiento y la reproducción de la fuerza de trabajo, ahorrando a los propietarios de los medios de producción y al Estado la creación de los servicios correspondientes a la suplencia del trabajo que las mujeres desempeñan sin remuneración. El capitalismo emplea, además, la fuerza de trabajo de la mujer a modo de “ejército de reserva” al que recurrir cuando es necesario suplir la fuerza de trabajo habitual masculina por motivos de guerra, y del que prescindir en épocas de excedente de fuerza de trabajo, como ocurre en cada crisis cíclica del capitalismo, donde las mujeres son las primeras en perder su trabajo debido a que cubre los peores puestos del proceso de producción y a que, desde la ideología dominante, es relativamente fácil justificar este acto con el mantenimiento de la idea de que la “laboral natural” de la mujer era la de madre y esposa. No en vano, en la crisis del 29, rezaban carteles por las calles de Nueva York con eslóganes como ‘Ninguna mujer ocupando el trabajo de un hombre en paro’.
De esta forma el sistema capitalista ha adaptado a sus necesidades el viejo patriarcado, manteniendo así la opresión de las mujeres y apoyándose para ello en el interés -o la inercia inconsciente- del conjunto de los hombres. Sea como fuera, queda patente que la situación de la mujer no puede ser explicada más que en base a los intereses del capitalismo y el interés de mantener la propiedad privada.