CARLOS TORO 04/10/2013
El alma de una URSS imbatible
Su nombre está asociado a la potentísima selección soviética de baloncesto de los años 60 y 70, un conglomerado de los mejores jugadores de las repúblicas del inmenso país.
Sergei Alexandrovich Belov era ruso. Siberiano. De Nashevoko, una división territorial y administrativa (óblast) de la ciudad de Tomsk, de la que muchos lectores tuvieron conocimiento en su infancia y adolescencia gracias a las aventuras de Miguel Strogoff, el correo del zar.
Era un tirador. También más cosas. Pero sobre todo un tirador, de los cinco o 10 más certeros que ha dado el baloncesto europeo. No era muy alto (1,92). Tampoco era fuerte, ni se mostraba especialmente rápido. Se desplazaba por la cancha casi sin levantar los pies del parqué. Pero jugaba como la seda. Era muy completo en su dominio del balón, y técnicamente exquisito. Y prácticamente infalible cuando se levantaba del piso y lanzaba al aro con una confianza total.
La mayor parte de las encuestas entre entendidos lo situaría en el equipo ideal, tal vez el quinteto ideal, del basket continental de todos los tiempos. En 1991 fue nombrado el mejor jugador FIBA de la historia. Era un alero. Hoy lo consideraríamos un escolta. Compartió equipo con nombres inolvidables del equipo rojo: Paulaskas, Polyvoda, Kovalenko, Volnov, Lipso, Andreiev, Sharmukhamedov, Edeshko, Tkachenko, Myshkin, Eremin, Tarakanov, Lopatov, Iovaisha, Belostenny...
Parapetado tras su desmayado bigote, que se dejó poco después de empezar a ser conocido, y que constituía una de sus señas de identidad, no mostraba, según quienes lo trataban, un carácter amable. El autor de estas líneas, extasiado y feliz al coincidir con él en un acto de la FIBA, le confesó hace seis años su admiración: «Es usted uno de los jugadores de baloncesto que más me han impresionado nunca». Y recibió un escueto, hosco y casi despectivo: «Eso ya pertenece al pasado». Alexander Gomelski, el gran padre del baloncesto soviético, le expresó en cierta ocasión a este periodista su opinión acerca de él. Ambos estábamos repasando los grandes nombres del baloncesto de la URSS. En su inglés elemental, sintetizó: «Great player, bad person».
Tal vez y según cada cual. Pero Sergei Belov fue una estrella indiscutida. Ganó el oro olímpico en Múnich’72, en la final más polémica que haya existido jamás, y en la que Alexandr Belov, con quien no le unía parentesco alguno, consiguió la canasta del exiguo pero inmortal triunfo (51-50). Sergei, con 20 puntos, fue el máximo anotador del partido. También ganó el bronce en México’68, Montreal’76 y Moscú’80. Fue asimismo dos veces campeón mundial. Y plata y bronce. En los Campeonatos de Europa obtuvo cuatro oros, dos platas y dos bronces.
Con su equipo, el CSKA de Moscú, en el que militó entre 1968 y 1980, y con el que se enfrentó repetidas veces al Real Madrid en duelos inolvidables, ganó dos Copas de Europa en cuatro finales. En tres de ellas fue nombrado el mejor jugador. Se convirtió en el primer baloncestista no estadounidense en ser incluido en el Salón de la Fama. Un honor merecido.
Como entrenador de Rusia, una vez desaparecida la URSS, consiguió dos subcampeonatos del mundo y un bronce europeo. Presidió la Federación rusa entre 1993 y 1998. Una carrera completa en las canchas, los banquillos y los despachos. Un vestigio, acaso a su pesar, de la Guerra Fría, representada deportivamente por aquella final de Múnich.
Sergei Belov, baloncestista, nació en Nashevoko (Unión Soviética) el 23 de enero de 1944 y murió en Perm (Rusia) el 3 de octubre de 2013.
El alma de una URSS imbatible
Su nombre está asociado a la potentísima selección soviética de baloncesto de los años 60 y 70, un conglomerado de los mejores jugadores de las repúblicas del inmenso país.
Sergei Alexandrovich Belov era ruso. Siberiano. De Nashevoko, una división territorial y administrativa (óblast) de la ciudad de Tomsk, de la que muchos lectores tuvieron conocimiento en su infancia y adolescencia gracias a las aventuras de Miguel Strogoff, el correo del zar.
Era un tirador. También más cosas. Pero sobre todo un tirador, de los cinco o 10 más certeros que ha dado el baloncesto europeo. No era muy alto (1,92). Tampoco era fuerte, ni se mostraba especialmente rápido. Se desplazaba por la cancha casi sin levantar los pies del parqué. Pero jugaba como la seda. Era muy completo en su dominio del balón, y técnicamente exquisito. Y prácticamente infalible cuando se levantaba del piso y lanzaba al aro con una confianza total.
La mayor parte de las encuestas entre entendidos lo situaría en el equipo ideal, tal vez el quinteto ideal, del basket continental de todos los tiempos. En 1991 fue nombrado el mejor jugador FIBA de la historia. Era un alero. Hoy lo consideraríamos un escolta. Compartió equipo con nombres inolvidables del equipo rojo: Paulaskas, Polyvoda, Kovalenko, Volnov, Lipso, Andreiev, Sharmukhamedov, Edeshko, Tkachenko, Myshkin, Eremin, Tarakanov, Lopatov, Iovaisha, Belostenny...
Parapetado tras su desmayado bigote, que se dejó poco después de empezar a ser conocido, y que constituía una de sus señas de identidad, no mostraba, según quienes lo trataban, un carácter amable. El autor de estas líneas, extasiado y feliz al coincidir con él en un acto de la FIBA, le confesó hace seis años su admiración: «Es usted uno de los jugadores de baloncesto que más me han impresionado nunca». Y recibió un escueto, hosco y casi despectivo: «Eso ya pertenece al pasado». Alexander Gomelski, el gran padre del baloncesto soviético, le expresó en cierta ocasión a este periodista su opinión acerca de él. Ambos estábamos repasando los grandes nombres del baloncesto de la URSS. En su inglés elemental, sintetizó: «Great player, bad person».
Tal vez y según cada cual. Pero Sergei Belov fue una estrella indiscutida. Ganó el oro olímpico en Múnich’72, en la final más polémica que haya existido jamás, y en la que Alexandr Belov, con quien no le unía parentesco alguno, consiguió la canasta del exiguo pero inmortal triunfo (51-50). Sergei, con 20 puntos, fue el máximo anotador del partido. También ganó el bronce en México’68, Montreal’76 y Moscú’80. Fue asimismo dos veces campeón mundial. Y plata y bronce. En los Campeonatos de Europa obtuvo cuatro oros, dos platas y dos bronces.
Con su equipo, el CSKA de Moscú, en el que militó entre 1968 y 1980, y con el que se enfrentó repetidas veces al Real Madrid en duelos inolvidables, ganó dos Copas de Europa en cuatro finales. En tres de ellas fue nombrado el mejor jugador. Se convirtió en el primer baloncestista no estadounidense en ser incluido en el Salón de la Fama. Un honor merecido.
Como entrenador de Rusia, una vez desaparecida la URSS, consiguió dos subcampeonatos del mundo y un bronce europeo. Presidió la Federación rusa entre 1993 y 1998. Una carrera completa en las canchas, los banquillos y los despachos. Un vestigio, acaso a su pesar, de la Guerra Fría, representada deportivamente por aquella final de Múnich.
Sergei Belov, baloncestista, nació en Nashevoko (Unión Soviética) el 23 de enero de 1944 y murió en Perm (Rusia) el 3 de octubre de 2013.