La lectura de Estado y revolución, quizá el libro más importante de Lenin, constituyó una de las experiencias más extrañas que he tenido recientemente: algunos pasajes me parecían tan acertados y perspicaces que me daban ganas de aplaudir, en tanto que otros me resultaban demasiado ingenuos y, a la luz de lo que ocurrió con el experimento soviético, francamente risibles. Como haya sido, es uno de los pocos libros del canon socialista que no me han llenado de irritación y que incluso releería voluntariamente.
Lenin dedica el primer capítulo a explorar la naturaleza del Estado a partir de la teoría marxista de la lucha de clases. Aunque las etiquetas ofrecidas por el marxismo para designar a las distintas clases (básicamente "proletariado" y "burguesía") resultan hoy burdas e insuficientes, la intuición que se encuentra detrás de dicha teoría es correcta: el conflicto es algo inherente a la condición humana y siempre existirán choques de intereses entre individuos y grupos. Con base en las enseñanzas de Marx, Lenin concluye que el Estado surgió como un mecanismo para moderar los choques entre clases, aunque con ese pretexto de crear "orden" el Estado se convirtió paulatinamente en un órgano de dominio, es decir, en un mecanismo al servicio de una clase para oprimir a otra.
Lo anterior es estrictamente cierto, pues incluso en las farsas conocidas como "democracias" los gobiernos están constituidos por grupos de personas que disfruta del monopolio de la violencia y que la utilizan para oprimir a todos los demás y para arrogarse el derecho a decidir, por ejemplo, en qué y bajo qué circunstancias podemos trabajar, con quién podemos hacer negocios, cuánto de nuestro dinero debemos entregar en forma de "impuestos" para la manutención de la propia clase gobernante, qué sustancias podemos o no consumir, si se nos está permitido o no interrumpir un embarazo, a dónde podemos viajar y por cuánto tiempo, etcétera, etcétera. Los gobiernos institucionales disfrutan de facultades para inmiscuirse en casi todos los aspectos de nuestra vida y obligarnos a obedecer.
Lenin elabora también una detallada exposición de la maraña de cuerpos y relaciones perversas que se tejen al interior del Estado. Denuncia cómo "se promulgan leyes especiales que proclaman la santidad y la inviolabilidad de los burócratas" y cómo éstos, amparados en el poder público y con el "derecho" a recaudar impuestos, se colocan por encima de la sociedad a la que dicen servir. También señala cómo los individuos más ricos se alían con el gobierno para proteger sus propios intereses y cómo sobornan a los funcionarios públicos directamente con dinero, o indirectamente con puestos en empresas privadas una vez que se retiran del "servicio público". Y como remate, Lenin señala que no sólo existe una alianza entre el gobierno y los grandes capitalistas, sino también entre el gobierno y las organizaciones obreras, cuyos líderes se venden a cambio de dinero y prebendas. Todo lo anterior, con algunas salvedades, continúa siendo válido y actual.
Lenin se mofa de los que creen que el voto es un mecanismo efectivo para influir sobre la maquinaria estatal, y reprocha violentamente a los que "instilan en la mente del pueblo la falsa noción de que el sufragio universal [...] es capaz de expresar la voluntad de la mayoría de la clase trabajadora y de asegurar su implementación". Lo anterior, para no variar, es correcto: en todas las democracias el voto se ha convertido en un mecanismo para hacer creer a la gente que tiene alguna influencia sobre el desarrollo de las cosas cuando en realidad lo único que hace es legitimar a la clase dominante, es decir, a una pandilla de ladrones, narcisistas y sociópatas que primero ven por sus propios intereses y que sólo escuchan a las clases oprimidas y fingen hacer algo por ellas cuando así conviene a sus propios intereses. Así era en el tiempo de Lenin y así sigue siendo.
El discurso de Lenin, al menos en el primer capítulo de Estado y revolución, se nos presenta casi como el de un moderno libertario, pues no sólo expone con gran elocuencia y penetración la naturaleza esencialmente violenta y opresora del Estado, sino que además recalca una y otra vez que su abolición debería ser el objetivo último de cualquier movimiento revolucionario. Lenin habla explícitamente de que existe una "maquinaria burocrática-militar estatal" que debe ser aplastada y destruida por el bien de la sociedad, y que todas las personas deberían involucrarse activamente en la toma de decisiones de interés público. Las intuiciones y los propósitos expresados por Lenin en las primeras páginas del libro resultan válidos, interesantes y encomiables... pero un vez que dejamos atrás estas líneas repletas de perspicacia y fuego libertario, Estado y revolución se convierte en una broma ante la que no sabemos si reír o llorar.
No debemos olvidar que, pese a las apariencias, en el fondo Lenin no era ni de lejos un libertario. De hecho, como todos los socialistas, Lenin era profundamente autoritario. La promesa del socialismo es que una vez instaurado el nuevo orden todos seremos realmente libres... pero Lenin sabía perfectamente que el orden socialista implicaba medidas que van en contra de la libertad humana y que sólo podrían imponerse a sangre y fuego. En las primeras páginas del libro Lenin denuncia altivamente que el poder del Estado se sustenta "en cuerpos especiales de hombres armados con prisiones, etcétera, a sus órdenes", pero tal declaración teñida de superioridad moral se transforma en hipocresía cuando recordamos que el propio Lenin mandó formar a finales de 1917 una "fuerza especial", la famosa Cheka, con poderes ilimitados para detener, torturar y fusilar a todo el que se opusiera al nuevo gobierno bolchevique.
Para calibrar en toda su magnitud la incongruencia de su discurso es necesario hacer un examen de las etapas que según el propio Lenin nos conducirán a las glorias del comunismo. Su descripción se encuentra en el capítulo V del libro y puede resumirse de la siguiente manera:
La mayor parte de la humanidad pertenece a la clase llamada proletariado, la cual vive oprimida por los capitalistas burgueses. El proletariado es la única clase verdaderamente revolucionaria y con la capacidad para acabar con la explotación capitalista. La "vanguardia del proletariado" (es decir, Lenin y sus camaradas) debe liderar a las masas de obreros para derrocar a la burguesía e instaurar una "dictadura del proletariado", la cual se apoyará en las viejas estructuras estatales y echará mano de toda la violencia necesaria para aplastar la resistencia de los grupos reaccionarios y suprimir la propiedad privada de los medios de producción. La "dictadura del proletariado" constituirá el "socialismo", que será una etapa pasajera y a la cual seguirá propiamente el advenimiento del "comunismo", durante el cual los individuos desarrollarán plenamente todas sus capacidades y trabajarán por gusto y no por necesidad, conoceremos al fin el verdadero potencial de las fuerzas productivas de la sociedad y disfrutaremos de una abundancia sin límites, desaparecerán todos los conflictos y, con ellos, la necesidad de un Estado opresor.
Lo anterior constituye una verdadera visión escatológica del Fin de los Tiempos, una fulgurante promesa del Reino cuyas puertas se abrirán ante nosotros después de la Noche Oscura del combate entre las fuerzas del Bien (el Proletariado) y las del Mal (la Burguesía). En ese sentido, no resulta exagerado decir que si Marx y Engels escribieron los Evangelios del comunismo, Lenin escribió su Apocalipsis.
Como buen profeta, Lenin se abstiene de entrar en detalles acerca del comunismo en sí, y en cambio se explaya acerca de las características que presentará la "dictadura del proletariado". Y lo que dice al respecto resulta al mismo tiempo feroz e hilarante.
Uno de los pasajes más significativos de Estado y revolución es aquel donde Lenin afirma muy seriamente que el servicio postal constituye un modelo para organizar el sistema económico socialista. Es la misma patraña a la que recurre Michael Moore (¿influenciado por Lenin?) en su documental Sicko para intentar convencernos de que la socialización de la medicina es posible porque existen empresas gubernamentales, como el servicio postal, que supuestamente funcionan bien. ¿De verdad? Se necesita ser un verdadero cínico para no admitir que los sistemas postales gubernamentales son lentos, ineficientes y poco confiables en comparación con los sistemas privados. Cuando necesitamos hacer un envío urgente nunca recurrimos al sistema postal del gobierno porque existe una enorme probabilidad de que nuestro paquete se retrase o se pierda en el camino.
Que Lenin pudiera creer que el sistema postal constituía una organización digna de imitarse es revelador de la psicología profunda de los socialistas. Aunque no lo digan así, el plan de los socialistas desde Marx, pasando por Lenin, hasta Hugo Chávez y otros "revolucionarios" modernos, es simplemente mantener el sistema de producción capitalista pero sin capitalistas. En general los socialistas admiran el impresionante poder del capitalismo para inundarnos con un tremendo caudal de productos y servicios y para elevar el nivel de vida de las personas... pero no soportan que los hombres y las mujeres al frente de los procesos productivos más exitosos sean en muchos casos enormemente ricos. Todos los revolucionarios e intelectuales socialistas han visto las corporaciones y compañías capitalistas como enormes mecanismos de producción de riqueza ya completamente armados y listos para expropiarse, y Lenin creía sinceramente que para mantenerlos andando sólo hacía falta conservar a las personas en sus puestos y obligarlas a reproducir las tareas que ya estaban acostumbradas a hacer.
El plan de Lenin parecía a prueba de tontos: la clave estaba en hacer que todos los proletarios participaran en la administración del Estado, pues en realidad eso no era difícil, ¿cierto?, sólo se necesitaba saber leer, escribir y hacer las operaciones aritméticas elementales. Una vez que el proletariado se hubiera apropiado de los puestos de "control y contabilidad", sólo necesitaría someter a punta de pistola a todos los técnicos, ingenieros y científicos que "actualmente trabajan subordinados a los capitalistas [y que] mañana trabajarán aún mejor subordinados a los trabajadores armados". Lenin declara además que su propósito inmediato es que "los técnicos, los capataces, los contadores, así como todos los oficiales, reciban salarios no mayores que 'el sueldo de un obrero'", y el proletariado contaría con las persuasivas puntas de sus bayonetas para asegurarse de que todos se conformaran con esa situación. Al principio resultaría un poco duro, es verdad, pero el nuevo orden socialista acabaría convirtiéndose en un "hábito" entre las personas y no habría mayor problema. En síntesis: después de unas gloriosas primeras páginas contra la opresión del gobierno, Estado y revolución se convierte en una apología de la opresión gubernamental. Lenin critica y condena la violencia institucional... sólo para decir inmediatamente después que la revolución sólo podrá hacerse y mantenerse a través de la violencia.
La "dictadura del proletariado" en su versión dura persiste en unos pocos países del mundo, tales como Corea del Norte y Cuba. Sin embargo, en muchos otros países podemos encontrar versiones "blandas" de esta fantasía de expropiar las empresas privadas y mantenerlas en funcionamiento como si se tratara del servicio postal. Al momento de escribir estas líneas, el pueblo venezolano continúa sufriendo las consecuencias de esa absurda doctrina. Hugo Chávez llegó al poder en 1999 y durante los trece años que ocupó la presidencia implementó una política de expropiaciones que puso alrededor de 1200 empresas privadas bajo el control del gobierno. Progresivamente ocurrió con esas empresas lo que ocurre siempre cuando los burócratas toman el control: la marcha del aparato productivo se hizo cada vez más lenta e ineficiente porque los nuevos "jefes", a diferencia de los empresarios que la dirigían antes, no tenían ningún interés personal en el buen funcionamiento de la organización. Que la empresa tuviera ganancias o sufriera pérdidas no les concernía en lo más mínimo, pues siendo empleados del gobierno nadie los iba a despedir jamás y tampoco se les recortaría el sueldo por llegar tarde e irse temprano o robarse los bienes de la compañía: en las empresas estatales lo importante no es ser productivo y servir bien a los clientes, sino respetar la cadena de mando, rendir pleitesía al Glorioso Líder y acudir puntualmente a los mítines y las asambleas del partido. Hacia el final de la dictadura de Hugo Chávez el aparato productivo venezolano ya no era ni la sombra de lo que solía ser, y no es ningún secreto que ahora el país debe importar los alimentos que antes producía localmente, alimentos que con frecuencia se quedan pudriendo en los muelles porque los burócratas a cargo de las aduanas y de los sistemas de transporte no tienen ningún incentivo para distribuirlos con rapidez.
Una empresa pública no es realmente de nadie, y quienes estén al frente de ella sólo se dedicarán a repetir lo que ya saben porque no se benefician de innovar o de recortar costos o de mejorar la cadena de distribución. Un mundo cuyo aparato productivo imite la organización de un sistema postal se convertirá en un mundo estancado y lento, exactamente como ocurrió en la Unión Soviética después de Lenin: la "dictadura del proletariado" (es decir, la dictadura del Partido Comunista y sus líderes), comenzó a dirigir centralizadamente la economía y lo único que propició fue ineficiencia, escasez, desperdicio, baja productividad, arbitrariedad, corrupción y pobreza. Ese mundo es la verdadera consecuencia de expropiar el aparato productivo y pretender que funcione como los servicios postales.
La incongruencia y la miopía de Lenin continúan muy vivas en los modernos intelectuales de izquierda, en figuras llenas de fuego e indignación, tales como Noam Chomsky, Slavoj Zizek o Eduardo Galeano: identifican los problemas y perciben que el causante de ellos es el gobierno... ¡pero la solución que proponen para esos problemas es más gobierno!
El libertarismo comparte las intuiciones de Lenin en cuanto a la naturaleza opresora del Estado y sus efectos destructivos, pero nos ofrece una visión infinitamente más detallada, coherente y sugestiva de cómo sería un mundo sin gobiernos institucionales (el texto definitivo al respecto, en mi opinión, es For a new liberty, de Murray Rothbard). Sin embargo, considero que Estado y revolución es una lectura recomendable tanto por su interés histórico como por su carácter de cautionary tale: Lenin nos recuerda que la buena intención de liberar a la humanidad del Estado puede llevarnos al infierno si coqueteamos así sea por un segundo con la idea de servirnos del Estado para alcanzar nuestro fin.