Sexualidad infantil y control social:El discurso de los abusos como método disciplinario
Sexuality in Childhood and social control: the discourse of abuse as a method of discipline.
Layla Martínez, (Politóloga y sexóloga).
Introducción
En la sociedad actual, los niños son objeto de un control casi absoluto. Carentes de toda autonomía y privados de cualquier capacidad de decisión, cada minuto de su día a día está fuertemente controlado, sometido a vigilancia, incluido dentro de un horario. Bajo el objetivo de la protección, los niños son sometidos a un control cada vez más intenso, especialmente en lo que se refiere a sus relaciones con otros niños y, sobre todo, con otros adultos. Profesores, vecinos, monitores, familiares: todos pueden cometer abusos, todos son sospechosos, todos deben ser vigilados. El pederasta es el nuevo monstruo social, el catalizador de todos los temores y las iras de la sociedad.
Sin embargo, esos monstruos sociales no aparecen de forma espontánea. Responden a una forma de organización social y a una distribución del poder concretas, a unas estrategias de dominación y a unos intereses determinados. Cuando se analiza el origen del actual discurso sobre los abusos durante la infancia, descubrimos que aparece en un momento y un lugar muy concretos: la década de los años ochenta en Estados Unidos. En esa época, los medios de comunicación comienzan a inundar la opinión pública con noticias sobre supuestas redes de pederastia y sectas satánicas que secuestraban, torturaban y abusaban sexualmente de niños. Aunque nunca se encontró ninguna prueba de que dichos grupos existiesen, las noticias y los debates que se emitían por la televisión a todas horas cumplieron su objetivo: crear una creciente sensación de inseguridad y miedo en torno al sexo, que comenzó a ser asociado con la idea de peligro. La sexualidad se convertía en el espacio privilegiado para el disciplinamiento de los individuos.
Si analizamos los grupos que están detrás de la difusión del discurso del abuso, vemos que la mayoría de los expertos que lanzaron el mensaje del miedo pertenecían a un sector social muy concreto: la derecha ultraconservadora americana. Los tertulianos que se sentaban en las mesas de debate para alertar sobre los peligros que podían sufrir los niños y lanzar furibundos ataques contra aquellos que consideraban que se estaba alarmando innecesariamente a la población, pertenecían a grupos relacionados con las iglesias evangélicas y la derecha conservadora. Y ese discurso respondía a su visión de la sociedad, a sus intereses de control y disciplinamiento social. Esto no quiere decir que no existiesen casos reales de abusos sexuales durante la infancia, pero sí que se sobredimensionaron e incluso crearon de la nada para favorecer unos intereses muy concretos: los de aquellos que quieren moldear un determinado tipo de sociedad basada en la dominación de unos pocos sobre el resto. No es casualidad que ese discurso tuviese a los niños como principal objetivo, ya que fabricar adultos obedientes pasa por fabricar niños obedientes. Si se consigue crear niños atemorizados, aislados y sometidos, podremos crear adultos incapaces de rebelarse, de cuestionar el orden actual de las cosas. Habremos acabado con la posibilidad del cambio.
El origen del discurso: la derecha ultraconservadora americana
El inicio de la década de los sesenta supuso la puesta en marcha de importantes cambios sociales. Bajo el liderazgo mundial de Estados Unidos, la sociedad de clases quedaba convertida en una sociedad de consumo. Los nuevos consumidores celebraban el entierro del último proletario con una barbacoa en el jardín de su chalet adosado, mientras cantaban God bless America con lágrimas en los ojos. Wall Mart podía venderte cualquier cosa que pudieses desear, y todo podía pagarse a plazos, desde los asientos de skay para el nuevo coche familiar a las ofertas para viajar a los complejos vacacionales de la playa. El capitalismo está aquí para hacerle feliz. Solo tiene que decirnos lo que desea.
La disolución de los vínculos sociales tradicionales, en los que el trabajo y la clase social tenían un lugar privilegiado, pronto afectó también a la vida íntima. Durante los años sesenta y setenta, las relaciones familiares y amorosas experimentaron cambios importantes. De ellos, uno de los más significativos será la extensión de métodos anticonceptivos como la píldora, que provocarán la ruptura definitiva del vínculo entre sexo y procreación. Como consecuencia, se empezaron a aceptar prácticas que hasta entonces habían tenido una fuerte sanción social, como el sexo prematrimonial, el sexo oral o la penetración anal. Ese progresivo deterioro de las restricciones tradicionales a determinadas prácticas supuso una importante liberalización de las costumbres en el terreno sexual. Masturbarse, ver pornografía o hacer una felación ya no era algo propio de degenerados. La línea que separaba lo “normal” de lo “anormal” se había movido unos cuantos centímetros.
A partir de los setenta, esta progresiva liberalización de las costumbres eróticas se encontró con la ola de radicalización que recorría el terreno político. Esto supuso la aparición de lo que a partir de entonces se conocerá como la revolución sexual, que sería el punto álgido de ese movimiento de liberalización. La revolución sexual implicó una ruptura con la forma de entender la sexualidad que había estado vigente hasta entonces. En un importante sector de la sociedad, la familia y la pareja comenzaron a verse como instituciones represivas que castraban al individuo e impedían su desarrollo. Para que éste se produjese, era fundamental que la sexualidad fuera expresada libremente, lo que implicaba evitar tanto la exclusividad sexual como cualquier tipo de restricción del deseo, incluyendo las relaciones interraciales, intergeneracionales y homosexuales. El sexo había pasado de ser algo sucio y pecaminoso que solo podía tener lugar dentro del matrimonio a ser una práctica liberada de casi cualquier restricción, que además estaba en la base del desarrollo de los sujetos. La revolución sexual estaba en su máximo apogeo.
Sin embargo, el punto álgido de este proceso de liberalización de las costumbres sexuales supuso también un punto de inflexión. A partir de mediados de los setenta, comenzaría a ponerse en marcha un discurso conservador y reaccionario que atacaría con virulencia los aspectos clave de esta liberalización, a la que culpaba del proceso de degeneración en la que se había visto inmersa la sociedad americana. La permisividad sexual era vista como la responsable de un proceso de decadencia moral que había dejado a la sociedad en manos de los desviados y los degenerados. Para evitar que esa decadencia moral se siguiese extendiendo, era necesaria una vuelta a la concepción tradicional de la sexualidad, que debía desarrollarse dentro del matrimonio y con fines procreativos. El sexo había dejado de ser la esfera del placer para convertirse de nuevo en el ámbito del peligro y el pecado.
Aunque la mayor parte de la sociedad tenía posiciones más permisivas que las de los sectores más reaccionarios, muchos aspectos de su propuesta acabaron impregnando el discurso social respecto a la sexualidad. Esto se debió en gran medida a la desilusión provocada por la revolución sexual, que no había producido los efectos deseados. La liberalización sexual de los sesenta había puesto demasiadas esperanzas en la capacidad de la sexualidad para lograr una mejora de la sociedad. Se creía que la ausencia de represión en el terreno sexual produciría individuos con un desarrollo personal mucho más completo, lo que acabaría produciendo una trasformación de la sociedad. Sin embargo, pronto se vio que la sexualidad no tenía la capacidad de producir un cambio social por sí misma, ya que era más producto que actor de unas determinadas condiciones sociales.
La crisis de este ideario coincidió con el auge del discurso reaccionario, que se vio además alentado por la aparición del sida. La extensión de la penicilina durante los años cuarenta había conseguido erradicar la sífilis, que había sido la enfermedad de transmisión sexual más grave antes de la II Guerra Mundial. Sin embargo, a principios de los ochenta apareció una enfermedad desconocida hasta entonces, el VIH. La extensión inicial de la enfermedad en círculos homosexuales de la ciudad de San Francisco parecía confirmar punto por punto el discurso reaccionario, que alertaba sobre los peligros de una sexualidad “desviada” y “enferma”. La degeneración en que había caído la sociedad americana por culpa de la revolución sexual mostraba ahora sus consecuencias en forma de una enfermedad que se cebaba con aquellos que no respetaban el dogma del sexo dentro del matrimonio y con fines procreativos. De alguna manera, era como si Dios estuviese castigando a todos aquellos degenerados.
Este discurso del castigo divino será ampliamente utilizado por la derecha cuando suba al poder en la década de los ochenta. Una de las principales características de los gobiernos de Tatcher y Reagan será la entrada en la arena política de un discurso religioso que tendrá su principal referente en la Biblia y que se basará en una distinción maniquea del bien y del mal. La confrontación política se planteará no como una lucha electoral o ideológica, sino como una batalla entre las fuerzas del bien, identificadas con los valores que la derecha decía representar, y las fuerzas del mal, que encarnaban la degeneración y el caos en que había caído la sociedad americana:
“ Hemos decidido que las fuerzas de Satán gobiernen nuestra nación y controlen nuestro destino. Estos no son temas políticos, liberales contra conservadores o demócratas contra republicanos. Nosotros no estamos hablando de planes energéticos, economía o política. Estos son temas morales, el bien contra el mal, Cristo contra el Anticristo.” (Envío publicitario del movimiento Christian Voice, que apoyó públicamente la elección de Reagan en 1980).
Aunque esa degeneración afectaba a todos los aspectos de la sociedad, uno de los puntos clave se encontraba en el terreno sexual, considerado el foco que había extendido la infección por el cuerpo social. Si quería atajarse la infección, era necesario actuar sobre el origen del problema, acabando con la permisividad sexual. De esta forma, la derecha ultraconservadora puso en marcha una estrategia de control social centrada en la sexualidad de los sujetos, que se consideraba la clave de su disciplinamiento. Si se quería controlar a los sujetos, era necesario disciplinar su sexualidad, hacerla funcional para los intereses de la clase dominante. Al sistema ya no le bastará con disponer de cuerpos funcionales para los intereses de la dominación. Ahora se controlarán también los deseos y los afectos.
Esta estrategia de control social se desarrollará fundamentalmente a través de los medios de comunicación, que se convertirán en los portavoces oficiales del discurso de la derecha ultraconservadora. En apenas unos meses, los distintos canales televisivos serán ocupados por decenas de tertulianos procedentes de diferentes ramas de la iglesia evangélica. En tanto que lucha contra el Anticristo, los encargados de difundir el nuevo discurso de la dominación no serán políticos profesionales, sino líderes de distintas comunidades religiosas. Pastores, catequistas y diáconos ocuparán cientos de horas de televisión en programas y debates específicamente diseñados para la difusión de su mensaje.
Los esfuerzos de la derecha no se centrarán únicamente en los medios de comunicación –la universidad y la investigación científica serán otros de sus campos privilegiados de actuación– pero será a través de ellos como logren que su discurso empape a la sociedad americana. Poco a poco, los aspectos fundamentales de ese discurso irán calando en la opinión pública, que hasta entonces había sido mucho más permeable a los ideales de la izquierda. Los furibundos ataques de los líderes religiosos contra cuestiones como el aborto, la homosexualidad o la pornografía lograrán extender una visión del sexo que lo asociará con la ideas de peligro y violencia. A partir de entonces, el sexo dejará de ser sinónimo de placer o bienestar y será asociado con conceptos como la violación, el abuso, las enfermedades de transmisión sexual o los embarazos no deseados. La sexualidad será el espacio privilegiado del miedo y, por tanto, el lugar idóneo en el que desplegar una estrategia de dominación.
Monstruos sociales e histeria colectiva
A principios de los años noventa, el discurso que asociaba el sexo con el peligro y la violencia centró sus esfuerzos en el campo de la sexualidad infantil. Aunque la derecha cristiana nunca abandonará sus ataques contra el aborto o la homosexualidad, estos aspectos tendrán una extensión social mucho menor que los dirigidos al control de la sexualidad infantil. En buena medida, esto se debe a la labor de los movimientos gay y feminista, que en esta misma época logran una gran visibilidad social y consiguen introducir muchas de sus reivindicaciones en la agenda política. Esto restará influencia a muchos de los argumentos de la derecha cristiana, por lo que los distintos grupos que la conformaban desplazaron su atención hacia el campo de la sexualidad infantil. En este campo sus argumentos no solo no serán contestados por ningún otro movimiento, sino que además encontrarán puntos en común con grupos muy alejados ideológicamente.
La idea de la inocencia y la pureza infantil había estado en la doctrina cristiana desde siempre. Para el cristianismo, los niños nacen como seres puros que carecen de toda idea de maldad. Es la degeneración existente en la sociedad la que los corrompe y les hace caer en el vicio y el pecado. Así, la homosexualidad, por ejemplo, era entendida como el producto de la influencia de hombres desviados y perversos que corrompían y abusaban de los niños durante la infancia y la adolescencia. La degeneración de la sociedad introducía el pecado en los niños, y este solo podía eliminarse mediante la oración, la lectura de la Biblia y el abandono de las prácticas perversas. Todos los comportamientos desviados de la edad adulta –es decir, todos aquellos que se saliesen del esquema del sexo procreativo dentro del matrimonio– eran el producto de la influencia que ejercía la sociedad degenerada sobre los niños. Por ello, la infancia era el momento clave de la biografía en el que intervenir, el lugar privilegiado en el que desplegar los dispositivos de dominación.
Estos dispositivos estaban centrados fundamentalmente en la sexualidad, ya que la degeneración sexual era la que producía todas las demás desviaciones del individuo. En el discurso de estos grupos, detrás incluso de problemas sociales como el alcoholismo o la delincuencia se encontraba muchas veces una conducta desviada en el terreno sexual, originada en la infancia del individuo. Los alcohólicos, las prostitutas o los drogadictos eran niños que habían sido expuestos a abusos o a conductas desviadas en el terreno sexual. Los análisis en términos de clase social o explotación quedaban eliminados del discurso: el sexo, y en concreto la sexualidad infantil, era lo único que importaba.
A partir de los años noventa, la derecha ultraconservadora propició la aparición en los medios de comunicación de expertos que difundirán lo que se conocerá como el discurso del abuso. Estos expertos, fundamentalmente psicólogos, ampliaron enormemente el concepto de violación y abuso sexual, abarcando conductas que hasta entonces no se habían considerado como tales. Prácticas como las caricias genitales entre niños, que en los setenta se habían considerado un signo de salud, eran ahora vistas como abusos sexuales, especialmente si existía una diferencia de edad entre los niños, por pequeña que fuera. Cualquier conducta que implicase una expresión de la sexualidad era considerada un indicio de problemas más profundos, fundamentalmente de abusos en el seno familiar. Los niños que exhibían sus genitales delante de otro, mostraban interés por los de sus compañeros o tenían un vocabulario obsceno eran rápidamente tratados por el psicólogo del colegio, encargado de evaluar la posibilidad de que el niño fuera víctima de abusos sexuales. Cualquier conducta podía ser un indicio. Cada gesto, cada palabra, debía ser controlada, evaluada y fiscalizada.
En esta cruzada para proteger a los niños de los peligros de la sexualidad, la derecha cristiana encontró puntos en común con algunos sectores del feminismo más radical, y no dudaron en aprovecharlos para aumentar su influencia social. Aunque se trataba de dos movimientos muy separados ideológicamente, el abandono por parte de la derecha cristiana de temas como el aborto o la libertad sexual de las mujeres para centrarse en la infancia, posibilitaban un acercamiento, que se produjo en torno a la idea del sexo como peligro. Una parte del feminismo más radical había difundido la idea de que toda relación heterosexual implicaba una violación, ya que el hombre estaba en una posición social superior a la de la mujer. Las mujeres y los niños eran víctimas potenciales de los hombres, que ejercían su posición de dominación fundamentalmente en el seno de la familia. Aunque los objetivos de ambos movimientos eran muy distintos, la derecha ultraconservadora utilizó esos argumentos en beneficio propio. Los expertos que divulgaban el discurso del abuso comenzaron a difundir estudios y estadísticas que afirmaban que casi un 60% de las niñas y un 30% de los niños habían sufrido abusos en algún momento de su infancia. Aunque los datos eran claramente exagerados, sirvieron para extender la idea de que todos los niños eran susceptibles de estar siendo abusados o de haber sufrido una violación. Estos abusos eran cometidos casi en su totalidad por los adultos varones de su entorno, por lo que cualquier hombre que se relacionase con el niño estaba bajo sospecha. Profesores, monitores y familiares debían ser vigilados. Cualquiera podía ser un corruptor de menores.
La extensión de estos discursos en la sociedad se vio favorecida por la aparición de graves casos de pederastia en los medios de comunicación. A partir de los años noventa, los medios dedicarán una creciente atención a los casos relacionados con la pornografía infantil y las relaciones entre adultos y niños, en gran medida por la presión del nuevo discurso. Se extenderá la idea de que la lucha contra los abusos emprendida por la derecha cristiana había permitido sacar a la luz una realidad que hasta entonces había estado oculta debido a la permisividad con que se había tratado a la sexualidad. Sin embargo, la realidad es muy distinta. Los abusos sexuales infantiles y la pederastia no es un problema social que se descubre a principios de los noventa, es un problema que se crea en ese momento, porque es entonces cuando esa realidad concreta comienza a verse como problemática. Conductas que hasta entonces no habían sido consideradas como abuso –por ejemplo, que un adulto fotografíe a un niño desnudo– pasan a ser identificadas como tal en ese momento, convirtiéndose en problemas sociales. Antes de ese momento ya existían adultos que se sentían atraídos por los niños y les fotografiaban con fines eróticos, pero ese hecho no era visto como un abuso por el resto de la sociedad. La ampliación del concepto del abuso y la intensa atención que le dedicó la prensa transmitieron la sensación de que los casos de pederastia se habían multiplicado enormemente, cuando los datos en realidad no revelaban un aumento, incluso aunque ahora se considerasen como tales cosas que antes no eran vistas así. No es que la realidad confirmase el discurso de la derecha, es que el discurso había modificado la percepción de la realidad.
La sensación de peligro y amenaza que parecía acechar a los niños de forma continua generó una suerte de histeria colectiva que acabó afectando a toda la sociedad. Cualquier conducta del niño podía ser interpretada como un indicio de que estaba sufriendo abusos, desde la apatía por los estudios a los problemas para dormir. La lista de síntomas elaborada por los expertos era tan amplia que prácticamente cualquier niño podía encajar en ella, por lo que se instaba a las madres a que vigilasen todos los movimientos de sus hijos, especialmente en lo que se referían a las relaciones de estos con hombres adultos, como profesores, vecinos o familiares. En torno al abuso se generó toda una industria de libros, terapias psicológicas y programas de televisión que generaron enormes beneficios para los expertos que los protagonizaban, a la vez que actuaban como dispositivos de control social tremendamente eficaces.
Esta histeria colectiva provocó la aparición de numerosos casos de pederastia cada vez más dudosos, en los que no se respetaba ninguna garantía procesal para el acusado. Los testimonios de los niños bastaban para condenar a los procesados a penas de hasta treinta años de prisión, a pesar de que la Policía fuese incapaz de encontrar ni una sola prueba de que esos testimonios fuesen ciertos y a pesar de que en muchas ocasiones habían sido obtenidos de forma irregular. En casos como el de la guardería McMartin, en Estados Unidos, bastó la declaración de la madre de uno de los niños ―con un diagnóstico de esquizofrenia y que había abandonado la medicación―, para procesar judicialmente a todos los profesores del centro, a los que se les acusaba de celebrar orgías y ritos satánicos con los niños. Después de varios años de proceso judicial, los profesores fueron absueltos, pero el juicio paralelo en los medios, que no dudaban de su culpabilidad, ya había hecho que uno de ellos se suicidase. Algo similar sucedió en el caso de la familia Friedman, cuyos miembros fueron condenados a treinta años de prisión por las declaraciones de un menor vecino de la familia, que afirmaba haber sido sometido a abusos en el sótano de la casa. El testimonio del menor había sido obtenido en interrogatorios de cinco y seis horas de duración en los que el niño –de siete años de edad– había sido fuertemente presionado. Poco importó que la descripción del sótano ni siquiera se correspondiese con la realidad, porque dos de los tres acusados acabarían suicidándose en prisión. Las pruebas eran algo secundario: la pederastia se había convertido en el catalizador de los temores y las iras de la sociedad. El pederasta era el nuevo monstruo social.
El dispositivo de dominación
La consecuencia de la extensión del discurso del abuso fue la creación de un dispositivo de control social tremendamente eficaz. La derecha ultraconservadora había intuido que la sexualidad era el aspecto clave para lograr el disciplinamiento de los individuos, y no estaba equivocada. La Modernidad había inaugurado en el siglo XVIII los mecanismos de control de los cuerpos, con el objetivo de hacerlos funcionales para los objetivos del capitalismo. Colegio, hospital, fábrica y cárcel actuaban sobre los cuerpos de los individuos para hacerlos útiles a las nuevas formas de dominación capitalista, que exigían la adaptación a unas nuevas condiciones sociales. Esta estrategia no se abandonaría nunca, pero se iría perfeccionando a medida que se modificasen las necesidades de la dominación. Pronto se vio que la sexualidad era un espacio clave para lograr ese disciplinamiento, por lo que se puso en marcha un dispositivo de control social basado en la identificación de los masturbadores, los homosexuales y las histéricas como los nuevos monstruos sociales. Cuando ese discurso fue cuestionado y derribado en la revolución sexual de los años setenta, fue necesaria la creación de un nuevo monstruo social en la figura del hombre que se sentía atraído eróticamente por los niños, que hasta entonces había sido considerado un ser débil e inofensivo.
De esta forma, la dominación volvía a introducirse en un aspecto clave del individuo, ya que el disciplinamiento de la sexualidad implicaba el control de aspectos como los deseos, los afectos y los vínculos de los sujetos. Entendida en un sentido amplio, la sexualidad es lo que nos hace los sujetos que somos, ya que ella es la que marca la atracción que sentimos por otras personas y las relaciones que mantenemos con ellas. La dominación llega así a los resquicios más íntimos del individuo, a sus deseos y sus afectos. El control ya no se ejerce únicamente mediante la explotación laboral en el puesto de trabajo o la privación de la libertad en la cárcel, sino también a un nivel mucho más íntimo.
En los últimos años, los niños han pasado a estar permanentemente vigilados y controlados. A pesar de que los delitos contra los menores no han aumentado, el discurso del abuso ha conseguido crear la sensación de que el peligro es mucho mayor que antes, por lo que los niños han sido probados de cualquier tipo de autonomía. Actualmente, en la mayoría de las ciudades, los niños no salen solos a la calle hasta edades muy avanzadas y todas sus actividades son constantemente supervisadas por un adulto. El niño se acostumbra así a vivir en la sociedad de la vigilancia y el miedo, lo que hará que acepte mucho más fácilmente un alto grado de control social en la edad adulta. Bajo la apariencia de una libertad mucho mayor que antes, se elimina la posibilidad de una disensión real, ya que el individuo no ha conocido otra cosa que el control y la vigilancia permanentes. Un control y una vigilancia que además ha interiorizado en su esfera más íntima, lo que hace que su identificación sea mucho más difícil. Los dispositivos de dominación ya no son externos al individuo, sino internos. El sistema está dentro de nuestra cabeza y controla nuestros deseos y nuestros afectos.
El dircurso anarquista sobre la sexualidad
El objetivo de la crítica anarquista sobre la dominación debe ser la desarticulación de todos los mecanismos que la hacen posible. Los dispositivos de control que hay detrás de muchos discursos sociales deben ser identificados y desarmados, ya que él éxito de estos dispositivos requiere una aceptación acrítica de los mismos. Cuando se cuestionan estos discursos y se elabora una visión propia, dejan de funcionar como dispositivos de disciplinamiento, ya que pierden su capacidad de dirigir las conductas de los individuos. El pensamiento libertario debe cuestionar sistemáticamente todos los discursos extendidos en la sociedad, porque todos ellos responden a unos objetivos específicos. Los discursos no son neutrales: sirven a quien los crea. El discurso actual del sexo como peligro fue creado por la derecha ultraconservadora americana en un momento histórico en el que la clase dominante percibió la necesidad de profundizar en el disciplinamiento de los cuerpos a través de la sexualidad. Cuando se reproduce ese discurso, se está reproduciendo un mecanismo de control social que busca la interiorización de la sociedad del miedo y la vigilancia permanente. El discurso está tan extendido socialmente que debe hacerse un esfuerzo para no reproducirlo. De hecho, algunas de las ideas que antes se nos vienen a la cabeza cuando pensamos en la sexualidad, sobre todo en la infantil y la adolescente, son conceptos como violación, abuso, enfermedades de transmisión sexual o embarazos no deseados. Esto es muy claro, por ejemplo, en la educación sexual que reciben los adolescentes actualmente. Lejos de recibir una formación que trate conceptos como los deseos, la erótica, la pareja, los afectos o los procesos de sexuación, la educación sexual se limita a charlas de una hora cuyos contenidos giran únicamente en torno a métodos para evitar el contagio de enfermedades o los embarazos no deseados. Esto no significa que estos dos aspectos no sean importantes, pero sí que no deberían ser los únicos que se impartiese. El hecho de que se seleccionen estos aspectos y no otros responde a esa idea del sexo como riesgo y peligro, en lugar de una expresión de lo que somos como sujetos. Otro ámbito donde se percibe de forma clara la vigencia del discurso de la derecha cristiana es el cine y la televisión, donde los abusos y las violaciones tienen una presencia abrumadora, sobre todo si los comparamos con la aparición de otras expresiones de la sexualidad en la que esta es vista de forma positiva.
Es necesario que el anarquismo recupere el discurso propio sobre la sexualidad, ya que de otra forma se verá obligado a reproducir el discurso dominante y, con él, los dispositivos de control social que lleva implícitos. Esto no significa que haya que aceptar cualquier tipo de conducta en el terreno sexual, pero sí que deben establecerse unos criterios propios para decidir cuáles son aceptables y cuáles no. De lo que se trata es de abandonar los criterios impuestos, que giran fundamentalmente en torno a la asociación entre sexualidad y peligro, y adoptar otros que estén libres de los intereses de la dominación, como puede ser la reciprocidad o la decisión libre de los sujetos que participan en esa práctica.
En definitiva, se trata de que el anarquismo recupere la iniciativa en la reflexión sobre la sexualidad que tuvo durante las tres primeras décadas del siglo XX, cuando los pensadores libertarios fueron los primeros en teorizar sobre cuestiones como los métodos anticonceptivos, la procreación o la pareja. No podemos dejar que la reflexión sobre el sexo esté únicamente en manos de las clases dominantes, ya que, por encima del placer o el peligro, la sexualidad –entendida en un sentido amplio como el conjunto de nuestros deseos, nuestros afectos y nuestros vínculos–, es la expresión más profunda de lo que somos.
Última edición por nunca el Jue Nov 05, 2015 2:05 pm, editado 1 vez