¿Con quién estamos, con los contenedores o con el pueblo?
Equipo de Bitácora (M-L) - febrero de 2021
▬ 2 mensajes
«¡Oh, no, los contenedores!», gritan los pusilánimes [1] mientras las unidades antidisturbios se dedican a vaciar ojos y a usar munición real [2] contra manifestantes. Pareciera que la gran víctima de las movilizaciones que se están sucediendo esta semana fuera el inerte mobiliario urbano. Es más, si atendemos a las afirmaciones de los «grandes analistas», pareciera que esta ola de violencia espontánea –sí, espontánea, como no podría ser de otro modo– se debe únicamente a la detención de Hasél. La realidad es que los vasallos de los capitalistas –a uno y otro lado del espectro político– no entienden nada. Los trabajadores no queman las calles por un rapero encarcelado, lo hacen porque entienden que la severidad de su condena es desproporcionada [3] y que, en realidad, se debe a que la justicia burguesa lo está juzgando con dureza por ser, o, mejor dicho, por creer que Hasél es «comunista» –ésta no distingue entre churras y merinas, simplemente aparta de un guantazo todo lo que diga ser opuesto a su sistema–. Quizás –una apuesta arriesgada, lo sabemos– también inundan las calles por la rabia acumulada: por el peso de la pandemia que cargan sobre sus hombros, por el último caso de violencia perpetrado por dos «agentes de la ley», por la celebración de unas elecciones absurdas que solo pueden ser calificadas como atentado contra la salud pública –nos referimos a las catalanas, evidentemente, que se han celebrado con una tasas de contagio astronómicamente superiores a las que propiciaron el encierro de 2020–.
Mientras las masas responden de la única forma que pueden responder en ausencia de un partido comunista, con violencia espontánea e inusitada, los socialdemócratas en el gobierno despliegan sus agentes represivos mientras lanzan consignas abstractas sobre la «libertad de expresión», condenan el encarcelamiento de Hasél –como si no tuvieran el poder para ponerle fin– y llaman a la calma, a la paz social. Y, claro está, la espiral de violencia sigue en aumento, haciendo que sea difícil posicionarse. ¿Quién tiene razón? ¿Los contenedores? ¿Los millares de personas que protestan contra la absurda brutalidad del sistema? ¿Vox, Roberto Vaquero, Armesilla, Inda y Bastión Frontal, que creen que Hasél y, por extensión, los manifestantes, «se lo han buscado» y «se lo merecen»?
Quizá la primera acusación en contra de estos «jóvenes alocados» sea que, en realidad, no son más que vagos, maleantes, lumpens o «anarquistas antisemitas extremoderechistas italianos» organizados que cruzan el Mediterráneo en busca de jarana –como decía Antena3–. Los medios generalistas han desgastado estas acusaciones. Evidentemente no creemos sorprender a nadie cuando afirmamos que, entre los millones de personas que conforman las clases trabajadoras –y, por extensión, que engrosan las manifestaciones– podemos encontrar elementos nocivos, anarquistas, lumpens y un largo etcétera. Pero a quienes afirman tales cosas, queremos contarles una anécdota –no, no es ninguna clase de invento–. Es más, lo redactaremos como si se tratase de una novela. Ahí va:
La anciana, hostigada por el ruido y el brillo de los disturbios callejeros, salió al balcón de su «modesto» piso del barrio de l’Eixample de Barcelona y gritó:
-«¡Buscad un trabajo, o algo, y dejad de dar por culo!».
De entre las decenas de personas que observaban atónitas a tan valiente ciudadana, solamente un bárbaro, aquél que llevaba un semáforo entre sus brazos, osó alzar su voz:
-«¡Señora, tengo una carrera, dos masters y trabajo siete días a la semana! ¡Baje aquí a chuparme la p…!». El lector podrá imaginar sin demasiada dificultad cómo sigue este episodio surrealista.
Sin embargo, el principal argumento en defensa del inocente mobiliario urbano que, evidentemente, no responde a una lógica urbanística opresiva y hostil hacia el oprimido, como es el caso de este inofensivo a la par que «inclusivo banco», al que para nada se le han incorporado reposabrazos para que los sintecho no puedan dormir en él, es que su destrucción se da en perjuicio del proletario.
Consideramos que Marx, hace más de 140 años, respondió esta sandez con elegancia y precisión:
«El filósofo produce ideas, el poeta poemas, el cura sermones, el profesor compendios, etc. El delincuente produce delitos. Fijémonos un poco más de cerca en la conexión que existe entre esta última rama de producción y el conjunto de la sociedad y ello nos ayudará a sobreponernos a muchos prejuicios. El delincuente no produce solamente delitos: produce: además, el derecho penal y, con ello, al mismo tiempo, al profesor encargado de sustentar cursos sobre esta materia y, además, el inevitable compendio en que este mismo profesor lanza al mercado sus lecciones como una «mercancía». Lo cual contribuye a incrementar la riqueza nacional, aparte de la fruición privada que, según nos hace ver, un testigo competente, el señor profesor Roscher, el manuscrito del compendio produce a su propio autor.
El delincuente produce, asimismo, toda la policía y la administración de justicia penal: esbirros, jueces, verdugos, jurados, etc., y, a su vez, todas estas diferentes ramas de industria que representan otras tantas categorías de la división social del trabajo; desarrollan diferentes capacidades del espíritu humano, crean nuevas necesidades y nuevos modos de satisfacerlas. Solamente la tortura ha dado pie a los más ingeniosos inventos mecánicos y ocupa, en la producción de sus instrumentos, a gran número de honrados artesanos.
El delincuente produce una impresión, unas veces moral, otras veces trágica, según los casos, prestando con ello un «servicio» al movimiento de los sentimientos morales y estéticos del público. No sólo produce manuales de derecho penal, códigos penales y, por tanto, legisladores que se ocupan de los delitos y las penas; produce también arte, literatura, novelas e incluso tragedias, como lo demuestran, no sólo La culpa de Müllner o Los bandidos de Schiller, sino incluso el Edipo –de Sófocles– y el Ricardo III –de Shakespeare–. El delincuente rompe la monotonía y el aplomo cotidiano de la vida burguesa. La preserva así del estancamiento y, provoca esa tensión y ese desasosiego sin los que hasta el acicate de la competencia se embotaría. Impulsa con ello las fuerzas productivas. El crimen descarga al mercado de trabajo de una parte de la superpoblación sobrante, reduciendo así la competencia entre los trabajadores y poniendo coto hasta cierto punto a la baja del salario, y, al mismo tiempo, la lucha contra la delincuencia absorbe a otra parte de la misma población. Por todas estas razones, el delincuente actúa como una de esas «compensaciones» naturales que contribuyen a restablecer el equilibrio adecuado y abren toda una perspectiva de ramas «útiles» de trabajo.
Podríamos poner de relieve hasta en sus últimos detalles el modo como el delincuente influye en el desarrollo de la productividad. Los cerrajeros jamás habrían podido alcanzar su actual perfección, si no hubiese ladrones. Y la fabricación de billetes de banco no habría llegado nunca a su actual refinamiento a no ser por los falsificadores de moneda. El microscopio no habría encontrado acceso a los negocios comerciales corrientes –véase Babbage– si no le hubiera abierto el camino el fraude comercial. Y la química práctica, debiera estarle tan agradecida a las adulteraciones de mercancías y al intento de descubrirlas como al honrado celo por aumentar la productividad.
El delito, con los nuevos recursos que cada día se descubren para atentar contra la propiedad, obliga a descubrir a cada paso nuevos medios de defensa y se revela, así, tan productivo como las huelgas, en lo tocante a la invención de máquinas. Y abandonado al campo del delito privado, ¿acaso, sin los delitos nacionales, habría llegado a crearse nunca el mercado mundial? Más aún, ¿existirían siquiera naciones? ¿Y no es en el árbol del pecado, al mismo tiempo y desde Adán, el árbol del conocimiento? Ya Mandeville en su Fábula de las abejas –1705– había demostrado la productividad de todos los posibles oficios, etc., poniendo de manifiesto en general la tendencia de toda esta argumentación:
«Lo que en este mundo llamamos el mal, tanto el moral como el natural, es el gran principio que nos convierte en criaturas sociales, la base firme, la vida y el puntal de todas las industrias y ocupaciones, sin excepción; aquí reside el verdadero origen de todas las artes y ciencias y, a partir del momento en que el mal cesara, la sociedad decaería necesariamente, si es que no perece completamente».
Lo que ocurre es que Mandeville era, naturalmente, mucho más, infinitamente más audaz y más honrado que los apologistas filisteos de la sociedad burguesa. (Karl Marx; Concepción apologética de la productividad de todas las profesiones, 1860-66)
Este elogio del crimen no es, en realidad, ningún elogio del crimen, sino una impoluta exposición de una máxima del sistema que habitamos: todo lo que es en beneficio de un trabajador ocurre, en realidad, en detrimento de tantos otros. Al fin y al cabo, estas manifestaciones aseguran el trabajo a cristaleros, cerrajeros, cementeras, transportistas, electricistas, técnicos, barrenderos y, por qué no decirlo, a todos los elementos circenses que se dedican a impartir cátedra desde los platós televisivos más putrefactos.
Quizá otro de los argumentos más sonados sea aquél de «esto lo pagamos todos». Bueno, sí, también pagamos un ministerio inútil, como el de Igualdad con sus «informes con perspectiva de género», a la policía que se dedica a lisiar a nuestros hijos, hermanos y abuelos, los rescates bancarios y autopistas, el despliegue de tropas y bombardeos en tierras extranjeras, y a la monarquía y su séquito de chupópteros. Es más, con nuestros impuestos pagamos la misma estructura que permite al opresor practicar su dominación: el Estado burgués.
También los hay –nos referimos a los reaccionarios travestidos de revolucionarios– que rechazan esta violencia porque «no es revolucionaria». Será que no es economicista, más bien. ¿Cómo puede ser que nadie proteste por Luis Víctor Gualotuña, un trabajador sin contrato de 55 años, que falleció en un accidente laboral el pasado 18 de febrero? Quizá sea porque la clase trabajadora está insensibilizada ante este tipo de violencia, porque la ve como algo normal, pues la vive a diario. Y nosotros decimos: ojalá no tarde en llegar el día en que las masas digan alto y claro: «¡basta!». Pero, en lugar de bramar como borregos presentando una falsa dicotomía –como si protestar por una cosa anulara la consideración por la otra–, comprendemos que la dirección ideológica es fundamental no solo para que los trabajadores tomen plena conciencia del horror que les rodea, sino para ser dirigidos de forma eficiente. Y esto no sucederá ni hoy, ni mañana, ni pasado, sin el partido del proletariado. Los hay que responderán: «¡Pero sí que existe! ¡Mira el comunicado de mi partido!». Señores, hablamos de PARTIDO –en mayúsculas–, no de caricaturas; de una organización que infunda temor –y no risa– a los poderosos. Si este o aquel «fuese el partido verdadero», el movimiento comunista no estaría compuesto por mil y uno ejércitos de Pancho Villa –a cada cual más patético–.
Y esto nos lleva al que, con total seguridad, es el grupo más patético: el que rechaza estos estallidos de violencia porque carecen de pureza ideológica, los que jalean a los perros del Estado para que repriman con furia a la muchedumbre enrabiada. Sí, hablamos de los socialreaccionarios, como Reconstrucción Comunista, su Frente Obrero y su camarilla de mentecatos.
Si podemos decir que el izquierdismo supone ignorar las condiciones dadas en favor de unas fantásticas e imaginarias, y que el derechismo supone elevar a la santidad el orden establecido, lo de los secuaces de Roberto Vaquero solo puede ser calificado de «esquizofrenia reaccionaria». El proletariado, en ausencia de una dirección y organización efectiva, actúa de forma espontánea. ¿Acaso puede ser de otra forma? Es más que evidente que los disturbios de esta semana no culminarán en nada provechoso [4], y es también probable que la razzia represiva posterior cause verdaderos estragos. Pero estas protestas son un claro indicador de algo que estos protofascistas jamás podrán comprender: por vacilante, vapuleado, desorientado, espontáneo y confundido que esté, el pueblo está vivo, cansado y enfadado. Y es el papel de los comunistas, marxistas o como quiera que se nos quiera llamar, hacer que las condiciones objetivas y las subjetivas coincidan.
Lo que determina si un acto es revolucionario no es la acción «en sí», sino la organización previa, el motivo por el que se desencadena en primer lugar y la participación de las masas en él. La violencia será revolucionaria cuando las masas estén dispuestas a apoyarla y ser parte de ella, cuando la sientan propia, y cuando esté dirigida a un fin emancipador.
Es por ello que nosotros estamos con el pueblo, no con los contenedores».
Última edición por lolagallego el Lun Feb 22, 2021 1:26 pm, editado 1 vez