Los reaccionarios orígenes del peronismo
Equipo de Bitácora (M-L)
extractos de 'Perón, ¿el fascismo a la argentina?' - Equipo de Bitácora (M-L) - año 2020
▬ 2 mensajes
«Su estilo de gobierno, muy a la manera del típico caudillo, con un sabor añadido que recuerda a Italia o España, por lo que [a los trabajadores] no les dio motivo de alivio. Sin embargo, los trabajadores encontraron en Perón un campeón, y estaban dispuestos a perdonar su estilo dictatorial.
Perón añadió otro ingrediente: la veneración mística y casi religiosa de su esposa Evita. Fue la Suma Sacerdotisa del peronismo durante su vida con Perón, y se convirtió en santa en la religión del peronismo después de su muerte en 1952. Si bien la imagen de Perón comenzó a desvanecerse en sus últimos años de gobierno, la de ella permaneció intacta.
Para el momento de su derrocamiento en 1955, Perón había polarizado al pueblo argentino. Muchos lo odiaban y lo injuriaban, otros lo adoraban. Una sucesión de gobiernos que siguió, sufriendo en parte de sus errores económicos y excluyendo sistemáticamente a sus seguidores de la política, hizo que la era de Perón luciera cada vez más buena. Así, algunos se olvidaron poco a poco de los excesos de Perón en la nostalgia de los buenos tiempos de su gobierno y en la veneración del hombre mismo.
Ha evolucionado desde sus inicios fascistas hasta convertirse en un movimiento que encarna una variedad de filosofías, algunas de las cuales recuerdan a los primeros días, pero la mayoría de naturaleza más izquierdista. (...) Una ideología más pragmática que precisa. (...) Afirma ser anticomunista, pero muchos de sus miembros jóvenes tienen cierto matiz marxista-leninista. Afirma que no es fascista, sin embargo, entre los adherentes más antiguos hay una corriente significativa de fanatismo ultranacionalista de derecha. Unido a esta vaga filosofía política está el misticismo religioso del movimiento y la adulación de Perón, que le otorga un cierto aura de infalibilidad». - CIA; Memorándum: Peronismo en el poder, Washington, 21 de junio de 1973
Antes que nada, empecemos por el principio. ¿De dónde proviene el peronismo? Juan Domingo Perón, aún con el rango de capitán en el ejército argentino, había colaborado con tesón en el golpe militar del 6 se septiembre de 1930, este que vendría a derrocar el gobierno de la Unión Cívica Radical (UCR) de Hipólito Yrigoyen. Para ser justos, este gobierno estaba inmerso en una recesión mundial, era golpeado por los escándalos de corrupción y pese a las promesas de «soberanía nacional», Argentina seguía anclada en una dependencia externa cada vez mayor del imperialismo británico y estadounidense. Esto condujo al desencantamiento progresivo de los trabajadores con el radicalismo, que además tuvieron que sufrir la feroz represión cuando se atrevían a levantar la voz. Sobre esto último, no solo nos estamos refiriendo a episodios conocidos mundialmente como la Semana trágica de 1919, sino también a las milicias del radicalismo del Klan, incluso la permisión del gobierno a la actuación de las milicias paramilitares ultrarreacionarias, como la Liga patriótica, que causaban verdaderos estragos entre comunistas, socialistas y anarquistas. Yrigoyen era la prueba palpable de la bancarrota del reformismo de la «burguesía progresista».
A Perón, por su parte, le repugnaba Yrigoyen, ya que sus reformas en el ejército en pro de construir una democracia burguesa al uso habían ido minando los privilegios de la casta militar tradicional:
«No se hace presente un solo átomo de vergüenza ni de dignidad, porque solo un anarquista falso y antipatriota puede atentar, como atenta hoy este canalla contra las instituciones más sagradas del país, como es el Ejército, [ilegible] con la política baja y rastrera, minando infamemente un organismo puro y virilmente cimentado que ayer fuera la admiración de Sudamérica cuando contaba con un presidente que era su jefe supremo y que tenía la talla moral de un Mitre o un Sarmiento, cuando la disciplina era más fuerte y más dura que el hierro, porque desde su generalísimo hasta el último soldado eran verdaderos argentinos amantes de su honor, de la justicia y el deber». (Juan Domingo Perón; Carta. Campo Mayo, 24 de marzo 1921)
Él anhelaba los días dorados del ejército argentino, las décadas decimonónicas de personajes como Domingo Faustino Sarmiento o Bartolomé Mitre, donde el ejército dominaba indiscutiblemente los destinos de la confederación de forma directa o indirecta. Si uno repasa los ideales de estos «padres de la nación», observará la catadura chovinista rioplatense. Sarmiento aconsejó a Mitre que el destino de Argentina debía ser expandirse hacia Chile:
«Te aconsejo que sacudas el alma del pueblo argentino y lo hagas mirar hacia Chile, en especial hacia su extremo sur. Allí, exactamente, está la llave maestra que nos abrirá las puertas para presentarnos ante el concierto internacional como una nación destinada a regir y no a ser regida». (Domingo Faustino Sarmiento; Carta a Bartolomé Mitre, 1874)
Es más, ¿a quién tomaba Perón como máxima referencia en la historia reciente del país? ¡Nada más y nada menos que al caudillo Juan Manuel de Rosas!
«Rosas con ser tirano, fue el más grande argentino de esos años y el mejor diplomático de su época». (Juan Domingo Perón; Carta. Capital Federal, 26 de noviembre de 1918)
Esto era toda una declaración de intenciones para el futuro modelo político caudillista del peronismo. Rosas fue famoso por encabezar la Campaña del Desierto de 1833-34, cuyo objetivo no era otro que la apropiación para el gobierno argentino de las tierras de los indígenas mapuches –algo que sus homólogos en Uruguay, Rivera-Oribe, habían llevado a cabo igualmente contra los indígenas charrúas–. Su flamante mandato terminó bruscamente cuando pensó poder aprovechar las divisiones internas uruguayas entre «blancos» –federales– y «colorados» –unitarios– para incorporar dicha zona a sus dominios, poniendo sitio a Montevideo. Este país era independiente de facto de España desde 1810, sobreviviendo también a las pretensiones brasileñas y argentinas desde su declaración de independencia en 1828. Como el lector imaginará, esta idea de Rosas de romper el «equilibrio de fuerzas» en el mapa latinoamericano queriendo anexionarse Uruguay le redundaría en la automática oposición de todas las potencias europeas y americanas de la época, brindando de paso a sus opositores internos unos aliados muy poderosos para crear un bloque contra él. Todos ellos propiciarían su caída en 1852, tras la Batalla de Caseros.
Perón, como furibundo chovinista, interpretó la época de Rosas y sus aventuras militares como una gran experiencia para construir un férreo gobierno nacional que hiciese frente a los peligros internos –el separatismo de las provincias, el problema indígena y el conflicto laboral con los trabajadores– y que quisiera plantar cara a las amenazas externas –el expansionismo brasileño y los chantajes comerciales de Francia o Gran Bretaña–. Aquí cabe anotar que el propio Rosas, en su desempeño político, mostraría contradicciones en su discurso que erosionaban su credibilidad, similares a las que luego ejercería Perón. Pese a declararse «defensor del pueblo argentino y las libertades civiles» intentó gobernar sin control parlamentario alguno y no dudaba en utilizar el terrorismo parapolicial –la Mazorca– contra sus detractores; aunque decía ser «defensor de la soberanía nacional argentina frente a sus enemigos», ¡acabaría exiliado y protegido por la propia Gran Bretaña!
Mismo puede decirse de su admiración por San Martín:
«En la lucha por la liberación, el Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas, merece ser el arquetipo que nos inspire y que nos guíe, porque a lo largo de más de un siglo y medio de colonialismo vergonzante, ha sido uno de los pocos que supieron defender honradamente la soberanía nacional en que se debe asentar la decencia de una Patria y, no en vano San Martín, que había luchado por esa misma liberación, desde el exilio, al que lo habían condenado los enemigos de afuera y de adentro, le hizo allegar su espada y su encomio, que era como arrimarle un poco de su gloria de soldado y de su alma de ciudadano excepcional». (Juan D. Perón; Conversión con Manuel de Anchorena, 8 enero 1970)
¿Puede considerarse a San Martín el paladín de los pueblos latinoamericanos? Pues esto es cuanto menos motivo de carcajada, dada la documentación existente, que lo presenta como un oportunista entre tantos que proliferaban en la época:
«Según las memorias del general García Gamba, San Martín le hizo una propuesta que suponía la entrega total de su propio ejército. Textualmente, según dichas memorias, San Martín planteó: «Que se nombrase una regencia compuesta por tres individuos, cuyo presidente debía de ser el general La Serna, con facultad de nombrar uno de sus corregentes y que el otro lo elegiría San Martín; que esta regencia gobernaría independientemente el Perú hasta la llegada de un príncipe de la familia real de España; y que para pedir a ese príncipe, el mismo San Martín se embarcaría seguidamente para la Península, dejando las tropas de su mando a las órdenes de la regencia». La Serna pidió unos días para estudiar la propuesta con sus generales». (El Comercio; Fiestas Patrias: La historia de cuando el Perú pudo convertirse en monarquía, Lima, 28 de julio de 2017)
Lo mismo podría decirse de proyectos desesperados como el de Gabriel García Moreno en Ecuador, quien, en 1859, envió un proyecto oficial a Napoleón III para incorporar al país colombino como protectorado del imperio francés que fue finalmente rechazado con tal de evitar tensiones con el imperio británico en esta región.
El «amor por la libertad republicana» y la «soberanía nacional» en boca de estos líderes políticos hacía siglos que no tenían un ápice de sentido para la mayoría de los pueblos latinoamericanos. La hipocresía de la política criolla en personajes como Rosas o San Martín son extrapolables a las descripciones jocosas que Marx realizó sobre otros individuos coetáneos, como Bolívar en Venezuela:
«Se proclamó «Dictador y Libertador de las Provincias Occidentales de Venezuela». (…) Formó un cuerpo de tropas escogidas a las que denominó guardia de corps y se rodeó de la pompa propia de una corte. Pero, como la mayoría de sus compatriotas, era incapaz de todo esfuerzo de largo aliento y su dictadura degeneró pronto en una anarquía militar, en la cual asuntos más importantes quedaban en manos de favoritos que arruinaban las finanzas públicas y luego recurrían a medios odiosos para reorganizarlas. De este modo el novel entusiasmo popular se transformó en descontento». (Karl Marx; Bolívar y Ponte, 1858)
O de políticos populistas de corte militar, como O’Donnell o Espartero en España:
«Los movimientos de lo que acostumbramos a llamar el Estado afectaron tan poco al pueblo español, que éste dejaba satisfecho ese restringido dominio a las pasiones alternativas de favoritos de la Corte, soldados, aventureros y unos pocos hombres llamados estadistas, y el pueblo ha tenido muy pocos motivos para arrepentirse de su indiferencia». (Karl Marx; Notas de la insurrección en Madrid, 1854)
En toda Latinoamérica se puede ver cuán hondo ha arraigado el nacionalismo cuando la historiografía burguesa domina el relato oficial sobre estas personalidades. Hasta los grupos revolucionarios ven en estas figuras criollas sus «héroes a imitar», idealizándolas hasta extremos insospechados y ocultando sus obvios aspectos reaccionarios. En Argentina, San Martín, Rosas o Perón son emblemas en la iconografía de grupos pretendidamente «marxistas» junto a otros conocidos revisionistas, como Castro o Guevara. Los burgueses, terratenientes, caudillos militares e intelectuales nacionalistas del siglo XIX son la inspiración para las luchas actuales del siglo XXI. ¿Por qué será? Porque no están en capacidad de analizar su propio pasado desde un punto de vista progresista y revolucionario, porque ignoran a los verdaderos héroes que ha tenido el pueblo, porque predomina en ellos, por encima de todo, el nacionalismo más vulgar, porque, en definitiva, van a remolque de su burguesía y sus mitos. Véase el capítulo: «¿Qué pretenden los nacionalistas al reivindicar o manipular ciertos personajes históricos?» de 2021.
Volviendo al siglo XX, pese a la aversión de Perón hacia la corriente política del radicalismo, décadas después confesaría sentir, de algún modo, admiración por el carisma que llegó a alcanzar Yrigoyen entre las masas populares, fenómeno del cual tomó nota astutamente. Además, destacaba positivamente a su gobierno radical como un ejecutor político que, al menos, había servido de amortiguador social:
«El radicalismo era un movimiento que podía hacer de amortiguador. No era socialista. Tampoco era oligarca, aunque contara en sus filas con muchos parientes de la oligarquía. En sus comienzos fue revolucionario, pero ya no lo era. Era nacionalista, pero no demasiado. En fin, no era nada. El ideal. Era indudablemente popular, y eso era lo que se necesitaba. Por lo menos pondría la cara contra el anarcosindicalismo. Y la verdad es que la puso». (Arturo Peña Lillo; Así hablaba Juan Perón [Conversaciones grabadas en Madrid entre 1967 y 1970], 1980)
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extractos de 'Perón, ¿el fascismo a la argentina?' - Equipo de Bitácora (M-L) - año 2020
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«Su estilo de gobierno, muy a la manera del típico caudillo, con un sabor añadido que recuerda a Italia o España, por lo que [a los trabajadores] no les dio motivo de alivio. Sin embargo, los trabajadores encontraron en Perón un campeón, y estaban dispuestos a perdonar su estilo dictatorial.
Perón añadió otro ingrediente: la veneración mística y casi religiosa de su esposa Evita. Fue la Suma Sacerdotisa del peronismo durante su vida con Perón, y se convirtió en santa en la religión del peronismo después de su muerte en 1952. Si bien la imagen de Perón comenzó a desvanecerse en sus últimos años de gobierno, la de ella permaneció intacta.
Para el momento de su derrocamiento en 1955, Perón había polarizado al pueblo argentino. Muchos lo odiaban y lo injuriaban, otros lo adoraban. Una sucesión de gobiernos que siguió, sufriendo en parte de sus errores económicos y excluyendo sistemáticamente a sus seguidores de la política, hizo que la era de Perón luciera cada vez más buena. Así, algunos se olvidaron poco a poco de los excesos de Perón en la nostalgia de los buenos tiempos de su gobierno y en la veneración del hombre mismo.
Ha evolucionado desde sus inicios fascistas hasta convertirse en un movimiento que encarna una variedad de filosofías, algunas de las cuales recuerdan a los primeros días, pero la mayoría de naturaleza más izquierdista. (...) Una ideología más pragmática que precisa. (...) Afirma ser anticomunista, pero muchos de sus miembros jóvenes tienen cierto matiz marxista-leninista. Afirma que no es fascista, sin embargo, entre los adherentes más antiguos hay una corriente significativa de fanatismo ultranacionalista de derecha. Unido a esta vaga filosofía política está el misticismo religioso del movimiento y la adulación de Perón, que le otorga un cierto aura de infalibilidad». - CIA; Memorándum: Peronismo en el poder, Washington, 21 de junio de 1973
Antes que nada, empecemos por el principio. ¿De dónde proviene el peronismo? Juan Domingo Perón, aún con el rango de capitán en el ejército argentino, había colaborado con tesón en el golpe militar del 6 se septiembre de 1930, este que vendría a derrocar el gobierno de la Unión Cívica Radical (UCR) de Hipólito Yrigoyen. Para ser justos, este gobierno estaba inmerso en una recesión mundial, era golpeado por los escándalos de corrupción y pese a las promesas de «soberanía nacional», Argentina seguía anclada en una dependencia externa cada vez mayor del imperialismo británico y estadounidense. Esto condujo al desencantamiento progresivo de los trabajadores con el radicalismo, que además tuvieron que sufrir la feroz represión cuando se atrevían a levantar la voz. Sobre esto último, no solo nos estamos refiriendo a episodios conocidos mundialmente como la Semana trágica de 1919, sino también a las milicias del radicalismo del Klan, incluso la permisión del gobierno a la actuación de las milicias paramilitares ultrarreacionarias, como la Liga patriótica, que causaban verdaderos estragos entre comunistas, socialistas y anarquistas. Yrigoyen era la prueba palpable de la bancarrota del reformismo de la «burguesía progresista».
A Perón, por su parte, le repugnaba Yrigoyen, ya que sus reformas en el ejército en pro de construir una democracia burguesa al uso habían ido minando los privilegios de la casta militar tradicional:
«No se hace presente un solo átomo de vergüenza ni de dignidad, porque solo un anarquista falso y antipatriota puede atentar, como atenta hoy este canalla contra las instituciones más sagradas del país, como es el Ejército, [ilegible] con la política baja y rastrera, minando infamemente un organismo puro y virilmente cimentado que ayer fuera la admiración de Sudamérica cuando contaba con un presidente que era su jefe supremo y que tenía la talla moral de un Mitre o un Sarmiento, cuando la disciplina era más fuerte y más dura que el hierro, porque desde su generalísimo hasta el último soldado eran verdaderos argentinos amantes de su honor, de la justicia y el deber». (Juan Domingo Perón; Carta. Campo Mayo, 24 de marzo 1921)
Él anhelaba los días dorados del ejército argentino, las décadas decimonónicas de personajes como Domingo Faustino Sarmiento o Bartolomé Mitre, donde el ejército dominaba indiscutiblemente los destinos de la confederación de forma directa o indirecta. Si uno repasa los ideales de estos «padres de la nación», observará la catadura chovinista rioplatense. Sarmiento aconsejó a Mitre que el destino de Argentina debía ser expandirse hacia Chile:
«Te aconsejo que sacudas el alma del pueblo argentino y lo hagas mirar hacia Chile, en especial hacia su extremo sur. Allí, exactamente, está la llave maestra que nos abrirá las puertas para presentarnos ante el concierto internacional como una nación destinada a regir y no a ser regida». (Domingo Faustino Sarmiento; Carta a Bartolomé Mitre, 1874)
Es más, ¿a quién tomaba Perón como máxima referencia en la historia reciente del país? ¡Nada más y nada menos que al caudillo Juan Manuel de Rosas!
«Rosas con ser tirano, fue el más grande argentino de esos años y el mejor diplomático de su época». (Juan Domingo Perón; Carta. Capital Federal, 26 de noviembre de 1918)
Esto era toda una declaración de intenciones para el futuro modelo político caudillista del peronismo. Rosas fue famoso por encabezar la Campaña del Desierto de 1833-34, cuyo objetivo no era otro que la apropiación para el gobierno argentino de las tierras de los indígenas mapuches –algo que sus homólogos en Uruguay, Rivera-Oribe, habían llevado a cabo igualmente contra los indígenas charrúas–. Su flamante mandato terminó bruscamente cuando pensó poder aprovechar las divisiones internas uruguayas entre «blancos» –federales– y «colorados» –unitarios– para incorporar dicha zona a sus dominios, poniendo sitio a Montevideo. Este país era independiente de facto de España desde 1810, sobreviviendo también a las pretensiones brasileñas y argentinas desde su declaración de independencia en 1828. Como el lector imaginará, esta idea de Rosas de romper el «equilibrio de fuerzas» en el mapa latinoamericano queriendo anexionarse Uruguay le redundaría en la automática oposición de todas las potencias europeas y americanas de la época, brindando de paso a sus opositores internos unos aliados muy poderosos para crear un bloque contra él. Todos ellos propiciarían su caída en 1852, tras la Batalla de Caseros.
Perón, como furibundo chovinista, interpretó la época de Rosas y sus aventuras militares como una gran experiencia para construir un férreo gobierno nacional que hiciese frente a los peligros internos –el separatismo de las provincias, el problema indígena y el conflicto laboral con los trabajadores– y que quisiera plantar cara a las amenazas externas –el expansionismo brasileño y los chantajes comerciales de Francia o Gran Bretaña–. Aquí cabe anotar que el propio Rosas, en su desempeño político, mostraría contradicciones en su discurso que erosionaban su credibilidad, similares a las que luego ejercería Perón. Pese a declararse «defensor del pueblo argentino y las libertades civiles» intentó gobernar sin control parlamentario alguno y no dudaba en utilizar el terrorismo parapolicial –la Mazorca– contra sus detractores; aunque decía ser «defensor de la soberanía nacional argentina frente a sus enemigos», ¡acabaría exiliado y protegido por la propia Gran Bretaña!
Mismo puede decirse de su admiración por San Martín:
«En la lucha por la liberación, el Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas, merece ser el arquetipo que nos inspire y que nos guíe, porque a lo largo de más de un siglo y medio de colonialismo vergonzante, ha sido uno de los pocos que supieron defender honradamente la soberanía nacional en que se debe asentar la decencia de una Patria y, no en vano San Martín, que había luchado por esa misma liberación, desde el exilio, al que lo habían condenado los enemigos de afuera y de adentro, le hizo allegar su espada y su encomio, que era como arrimarle un poco de su gloria de soldado y de su alma de ciudadano excepcional». (Juan D. Perón; Conversión con Manuel de Anchorena, 8 enero 1970)
¿Puede considerarse a San Martín el paladín de los pueblos latinoamericanos? Pues esto es cuanto menos motivo de carcajada, dada la documentación existente, que lo presenta como un oportunista entre tantos que proliferaban en la época:
«Según las memorias del general García Gamba, San Martín le hizo una propuesta que suponía la entrega total de su propio ejército. Textualmente, según dichas memorias, San Martín planteó: «Que se nombrase una regencia compuesta por tres individuos, cuyo presidente debía de ser el general La Serna, con facultad de nombrar uno de sus corregentes y que el otro lo elegiría San Martín; que esta regencia gobernaría independientemente el Perú hasta la llegada de un príncipe de la familia real de España; y que para pedir a ese príncipe, el mismo San Martín se embarcaría seguidamente para la Península, dejando las tropas de su mando a las órdenes de la regencia». La Serna pidió unos días para estudiar la propuesta con sus generales». (El Comercio; Fiestas Patrias: La historia de cuando el Perú pudo convertirse en monarquía, Lima, 28 de julio de 2017)
Lo mismo podría decirse de proyectos desesperados como el de Gabriel García Moreno en Ecuador, quien, en 1859, envió un proyecto oficial a Napoleón III para incorporar al país colombino como protectorado del imperio francés que fue finalmente rechazado con tal de evitar tensiones con el imperio británico en esta región.
El «amor por la libertad republicana» y la «soberanía nacional» en boca de estos líderes políticos hacía siglos que no tenían un ápice de sentido para la mayoría de los pueblos latinoamericanos. La hipocresía de la política criolla en personajes como Rosas o San Martín son extrapolables a las descripciones jocosas que Marx realizó sobre otros individuos coetáneos, como Bolívar en Venezuela:
«Se proclamó «Dictador y Libertador de las Provincias Occidentales de Venezuela». (…) Formó un cuerpo de tropas escogidas a las que denominó guardia de corps y se rodeó de la pompa propia de una corte. Pero, como la mayoría de sus compatriotas, era incapaz de todo esfuerzo de largo aliento y su dictadura degeneró pronto en una anarquía militar, en la cual asuntos más importantes quedaban en manos de favoritos que arruinaban las finanzas públicas y luego recurrían a medios odiosos para reorganizarlas. De este modo el novel entusiasmo popular se transformó en descontento». (Karl Marx; Bolívar y Ponte, 1858)
O de políticos populistas de corte militar, como O’Donnell o Espartero en España:
«Los movimientos de lo que acostumbramos a llamar el Estado afectaron tan poco al pueblo español, que éste dejaba satisfecho ese restringido dominio a las pasiones alternativas de favoritos de la Corte, soldados, aventureros y unos pocos hombres llamados estadistas, y el pueblo ha tenido muy pocos motivos para arrepentirse de su indiferencia». (Karl Marx; Notas de la insurrección en Madrid, 1854)
En toda Latinoamérica se puede ver cuán hondo ha arraigado el nacionalismo cuando la historiografía burguesa domina el relato oficial sobre estas personalidades. Hasta los grupos revolucionarios ven en estas figuras criollas sus «héroes a imitar», idealizándolas hasta extremos insospechados y ocultando sus obvios aspectos reaccionarios. En Argentina, San Martín, Rosas o Perón son emblemas en la iconografía de grupos pretendidamente «marxistas» junto a otros conocidos revisionistas, como Castro o Guevara. Los burgueses, terratenientes, caudillos militares e intelectuales nacionalistas del siglo XIX son la inspiración para las luchas actuales del siglo XXI. ¿Por qué será? Porque no están en capacidad de analizar su propio pasado desde un punto de vista progresista y revolucionario, porque ignoran a los verdaderos héroes que ha tenido el pueblo, porque predomina en ellos, por encima de todo, el nacionalismo más vulgar, porque, en definitiva, van a remolque de su burguesía y sus mitos. Véase el capítulo: «¿Qué pretenden los nacionalistas al reivindicar o manipular ciertos personajes históricos?» de 2021.
Volviendo al siglo XX, pese a la aversión de Perón hacia la corriente política del radicalismo, décadas después confesaría sentir, de algún modo, admiración por el carisma que llegó a alcanzar Yrigoyen entre las masas populares, fenómeno del cual tomó nota astutamente. Además, destacaba positivamente a su gobierno radical como un ejecutor político que, al menos, había servido de amortiguador social:
«El radicalismo era un movimiento que podía hacer de amortiguador. No era socialista. Tampoco era oligarca, aunque contara en sus filas con muchos parientes de la oligarquía. En sus comienzos fue revolucionario, pero ya no lo era. Era nacionalista, pero no demasiado. En fin, no era nada. El ideal. Era indudablemente popular, y eso era lo que se necesitaba. Por lo menos pondría la cara contra el anarcosindicalismo. Y la verdad es que la puso». (Arturo Peña Lillo; Así hablaba Juan Perón [Conversaciones grabadas en Madrid entre 1967 y 1970], 1980)
Última edición por lolagallego el Dom Feb 07, 2021 6:08 pm, editado 1 vez