Algunos apuntes sobre la guerra psicológica ( recopilación de casos más significativos)
En la posguerra para exportar su ideología por todo el mundo, Estados Unidos abrió bibliotecas, fundaciones y centros culturales, estableció agencias de prensa y estaciones de radio, creó instituciones públicas especializadas en propaganda exterior como la USIS (Unites States Information Service) y la USIA (United States Information Agency). Aún a fecha de hoy una parte muy importante del fondo bibliográfico de las editoriales y las salas de lectura se compone de libros distribuidos (y en buen parte regalados) por este tipo de instituciones durante la guerra fría. Sólo en 1965 la USIS financió la traducción y distribución de más de 14 millones de libros de muy diverso tipo, incluidos los científicos, pero con el mismo contenido ideológico y propagandístico, verdaderas obras de encargo. El Reader’s Digest es sólo uno de los ejemplos más conocidos de ese colonialismo cultural y científico. Jason Epstein lo resumió de la forma siguiente:
No es cuestión de comprar a unos escritores o a unos universitarios, sino de establecer un sistema de valores arbitrario y ficticio mediante el cual los universitarios obtienen adelantos, los redactores de revistas son pagados, los sabios son subvencionados y sus obras publicadas, no ya, necesariamente, a causa de su valor intríseco, a pesar de que éste sea a veces considerable, sino a causa de su obediencia política [...] La CIA y la Fundación Ford, entre otros organismos, han establecido y financiado un aparato de intelectuales seleccionados por sus posturas correctas en la guerra fría.
(The CIA and the intellectuals, en The New York Review of Books, 20 de abril de 1967)
Si se analizan las biografías de los dirigentes de las fundaciones culturales privadas estadounidenses es fácil observar que casi la totalidad de ellos son altos burócratas del gobierno, la diplomacia, el Pentágono o los servicios de espionaje. A partir de la posguerra no son las universidades ni las multinacionales las suministran la parte fundamental en la investigación científica, más de la mitad de cuya financiación corre a cargo del Estado y de créditos públicos. Tanto las universidades como las multinacionales de tecnología puntera trabajan para el Estado y, muy especialmente, para instituciones públicas de tipo militar, espionaje o seguridad. Esa dependencia de la investigación respecto al sector público y la guerra no ha dejado de crecer en los últimos años. Los demás países tienen que resignarse a comprar tecnología estadounidense, equipo científico estatadounidense y patentes también estatadounidenses. Como decía el periodista francés Claude Julien a finales de los años sesenta, “íntimamente ligado al imperio económico, el imperio militar desempeña por tanto el papel determinante en la edificación del imperio científico que permite a los Estados Unidos importar un personal altamente especializado que contribuye, a su vez, a reforzar el poder de imperio y a sentar más sólidamente su influencia en un mundo cuyos recursos intelectuales explota del mismo modo que saquea sus materias primas”.
(Claude Julien: El imperio americano, Nova Terra, Barcelona, 1969, pg.338)
Este periodista es el que cuenta que entre las editoriales que utilizaba la CIA en los años sesenta está la Praeger, que es la que comenzó a publicar las obras de Conquest.
Claude Julien trabajaba en el diario "Le Monde"
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Estados Unidos, además de exportar capitales y armas nucleares, exporta ideología: libros, revistas, películas, música, pintura, etc. Esta exportación cultural recupera muchas de las iniciativas (y de las personas) que el Pacto Anti-komintern ya había experimentado; los nazis, los fascistas y los vichystas son reciclados para la defensa del mundo libre [...]
Para contrarrestar la influencia soviética en Europa, Estados Unidos impulsó a finales de la II Guerra Mundial una vasta red de intoxicación propagandística especialmente dirigida contra la URSS, pero también contra la II República española. La CIA creó el Congreso para la Libertad de la Cultura, en el que participaron numerosos intelectuales europeos, entre los que destacaron Salvador de Madariaga, Julián Gorkin, Víctor Alba y George Orwell. Durante la guerra fría los imperialistas encargaron a estos -y otros- escritores a sueldo elaborar una ideología aceptable en Europa, tanto para la reacción pura y simple como para la izquierda anticomunista.
La idea esencial de esa propaganda era definida por la CIA como aquella en la que el sujeto se mueve en la dirección que uno desea por razones que cree son propias. Hay que lograr que el lector piense que lo que lee no se lo dicta otro sino que se le ha ocurrido a él mismo y que, además, es capaz de argumentarlo y razonarlo.
Los dos campos a intoxicar más importantes eran la Unión Soviética y la guerra civil española, los dos acontecimientos que en la primera mitad del siglo XX levantaron más entusiasmo en todo el mundo. Creo que todos se habrán dado ya cuenta: la URSS (=Stalin=gulag) y la II República española son ya un género literario en sí mismos cuyo parecido más próximo es la novela negra. Hay bibliotecas enteras sobre ambas cuestiones; son el género preferido de ese tipo de historiadores que no hacen ciencia sino éxitos de ventas [...]
Arruinada por la II Guerra Mundial, Europa sólo se sostenía en 1945 gracias a Estados Unidos. Para frenar el avance de los partidos comunistas los gobiernos estadounidenses aplican una política intervencionista apoyada en la CIA. Su campo de acción no es sólo el espionaje político, ni la OTAN, ni el Plan Marshall sino también la cultura. En la posguerra es la CIA quien reescribe la historia, la filosofía y casi podría decirse que hasta las partituras de música llegan de los despachos de Langley. Washington necesitaba apoyarse en los mejores expertos anticomunistas de las décadas anteriores. Recluta intelectuales, escritores, periodistas, artistas para elaborar un programa científico cuyo objetivo es la derrota ideológica del marxismo. Los supuestamente prestigiosos periódicos anticomunistas hubieran desaparecido rápidamente si no llega a ser por los subsidios de la CIA, que compraba miles de ejemplares para luego distribuirlos gratuitamente. Gracias al largo brazo del espionaje estadounidense, los intelectuales reaccionarios, los arrepentidos de izquierda, los renegados, los trotskistas y los anticomunistas en general obtuvieron a partir de 1945 los mayores éxitos editoriales: revistas, seminarios, programas de investigación, becas universitarias e intercambios académicos. Todo ello permitió que el espionaje estadounidense ejerciera un impacto de choque en los medios universitarios, culturales, periodísticos y artísticos. Muchos prestigiosos escritores, poetas, artistas y músicos proclamaban su independencia de la política, la neutralidad de la ciencia y defendían el arte por el arte (en realidad querían decir el arte por el dinero). A difrencia de la URSS, donde los intelectuales estaban sometidos al Partido Comunista, en el mundo libre los artistas y escritores debían permanecer al margen del compromiso -de cualquier compromiso- político.
En lugar de hablar de guerra sicológica, como Arthur Koestler, otro de los escribanos de la CIA en aquellos felices años, había gente más fina que prefería hablar de burbuja literaria para aludir a toda aquella sobredosis cultural. Jamás nunca nadie en la historia se había preocupado tanto por la cultura, por lograr que la gente leyera. Nunca se expusieron más revistas en los kioskos que entonces; se perseguía la captación de suscriptores y se vendían libros casa por casa: Enciclopedias, Selecciones del Reader's Digest, Círculo de Lectores... Fue realmente asombroso, la revolución cultural del imperialismo. La CIA promocionaba orquestas sinfónicas, exposiciones de arte, ballet, grupos de teatro y conocidos intérpretes de jazz y ópera para neutralizar el sentimiento antimperialista en Europa y generar aprecio por la cultura y por Estados Unidos. A la CIA le gustaba especialmente enviar artistas negros a Europa, sobre todo cantantes, escritores y músicos -como Louis Armstrong- para diluir la hostilidad europea hacia las políticas racistas de Washington.
Había que reescribir la historia para vaciar la memoria revolucionaria del proletariado. Esto se llevó a cabo de muy diversas formas pero aquí nos interesa una de ellas: la intoxicación desde posiciones supuestamente revolucionarias. La peor cuña es la de la propia madera, dice el refrán. ¿Quién mejor para combatir a los comunistas que los antiguos comunistas? La vieja derecha reaccionaria estaba comprometida (y desacreditada) por sus relaciones con los fascistas. En Washington comprendieron que, para demoler a los sindicatos, los partidos comunistas y a los intelectuales opuestos a la OTAN, debían encontrar (o inventar) una izquierda democrática. Era indispensable utilizar el socialismo democrático como antídoto ante la radicalización de los pueblos surgida de la guerra y la crisis subsiguiente. En Europa había que impulsar una Non Communist Left Policy (política de izquierdas no comunista) y por eso recurrieron a los tránsfugas del comunismo.
Esto produjo una asombrosa paradoja: no se trataba de un rechazo de la revolución, de una crítica contrarrevolucionaria, sino todo lo contrario. Resultaba que en realidad los comunistas no somos revolucionarios sino contrarrevolucionarios. Los verdaderos revolucionarios son otros: los anarquistas, los trotskistas y todos los que se oponen al comunismo. La táctica de la CIA consistió en reclutar a los tránsfugas invirtiendo una parte de los fondos secretos en salvar revistas trotskistas, como Partisan Review y New Leader, de la quiebra. Esta fue una de la líneas de ataque del imperialismo en su estrategia de guerra sicológica a partir de 1945, fecha a partir de la cual dirigió y financió todo un movimiento intelectual de apariencia izquierdista para demostrar que en la Unión Soviética y en España la revolución había sido traicionada por los comunistas (precisamente).
Por ejemplo, el 20 de junio de 2003 el suplemento de libros de El País, Babelia, reseñaba la obra del chivato Orwell Homenaje a Cataluña diciendo que se trata de una obra sobre la traición, o lo que es lo mismo, sobre cómo los comunistas traicionamos a la revolución. Por supuesto, ellos, o sea Orwell y El País, defienden la revolución [...]
Para entender mejor la guerra psicológica, recomiendo los siguientes enlaces:
La CIA y la guerra cultural: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
La CIA en España: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
La CIA contra la URSS: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
En la posguerra para exportar su ideología por todo el mundo, Estados Unidos abrió bibliotecas, fundaciones y centros culturales, estableció agencias de prensa y estaciones de radio, creó instituciones públicas especializadas en propaganda exterior como la USIS (Unites States Information Service) y la USIA (United States Information Agency). Aún a fecha de hoy una parte muy importante del fondo bibliográfico de las editoriales y las salas de lectura se compone de libros distribuidos (y en buen parte regalados) por este tipo de instituciones durante la guerra fría. Sólo en 1965 la USIS financió la traducción y distribución de más de 14 millones de libros de muy diverso tipo, incluidos los científicos, pero con el mismo contenido ideológico y propagandístico, verdaderas obras de encargo. El Reader’s Digest es sólo uno de los ejemplos más conocidos de ese colonialismo cultural y científico. Jason Epstein lo resumió de la forma siguiente:
No es cuestión de comprar a unos escritores o a unos universitarios, sino de establecer un sistema de valores arbitrario y ficticio mediante el cual los universitarios obtienen adelantos, los redactores de revistas son pagados, los sabios son subvencionados y sus obras publicadas, no ya, necesariamente, a causa de su valor intríseco, a pesar de que éste sea a veces considerable, sino a causa de su obediencia política [...] La CIA y la Fundación Ford, entre otros organismos, han establecido y financiado un aparato de intelectuales seleccionados por sus posturas correctas en la guerra fría.
(The CIA and the intellectuals, en The New York Review of Books, 20 de abril de 1967)
Si se analizan las biografías de los dirigentes de las fundaciones culturales privadas estadounidenses es fácil observar que casi la totalidad de ellos son altos burócratas del gobierno, la diplomacia, el Pentágono o los servicios de espionaje. A partir de la posguerra no son las universidades ni las multinacionales las suministran la parte fundamental en la investigación científica, más de la mitad de cuya financiación corre a cargo del Estado y de créditos públicos. Tanto las universidades como las multinacionales de tecnología puntera trabajan para el Estado y, muy especialmente, para instituciones públicas de tipo militar, espionaje o seguridad. Esa dependencia de la investigación respecto al sector público y la guerra no ha dejado de crecer en los últimos años. Los demás países tienen que resignarse a comprar tecnología estadounidense, equipo científico estatadounidense y patentes también estatadounidenses. Como decía el periodista francés Claude Julien a finales de los años sesenta, “íntimamente ligado al imperio económico, el imperio militar desempeña por tanto el papel determinante en la edificación del imperio científico que permite a los Estados Unidos importar un personal altamente especializado que contribuye, a su vez, a reforzar el poder de imperio y a sentar más sólidamente su influencia en un mundo cuyos recursos intelectuales explota del mismo modo que saquea sus materias primas”.
(Claude Julien: El imperio americano, Nova Terra, Barcelona, 1969, pg.338)
Este periodista es el que cuenta que entre las editoriales que utilizaba la CIA en los años sesenta está la Praeger, que es la que comenzó a publicar las obras de Conquest.
Claude Julien trabajaba en el diario "Le Monde"
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Estados Unidos, además de exportar capitales y armas nucleares, exporta ideología: libros, revistas, películas, música, pintura, etc. Esta exportación cultural recupera muchas de las iniciativas (y de las personas) que el Pacto Anti-komintern ya había experimentado; los nazis, los fascistas y los vichystas son reciclados para la defensa del mundo libre [...]
Para contrarrestar la influencia soviética en Europa, Estados Unidos impulsó a finales de la II Guerra Mundial una vasta red de intoxicación propagandística especialmente dirigida contra la URSS, pero también contra la II República española. La CIA creó el Congreso para la Libertad de la Cultura, en el que participaron numerosos intelectuales europeos, entre los que destacaron Salvador de Madariaga, Julián Gorkin, Víctor Alba y George Orwell. Durante la guerra fría los imperialistas encargaron a estos -y otros- escritores a sueldo elaborar una ideología aceptable en Europa, tanto para la reacción pura y simple como para la izquierda anticomunista.
La idea esencial de esa propaganda era definida por la CIA como aquella en la que el sujeto se mueve en la dirección que uno desea por razones que cree son propias. Hay que lograr que el lector piense que lo que lee no se lo dicta otro sino que se le ha ocurrido a él mismo y que, además, es capaz de argumentarlo y razonarlo.
Los dos campos a intoxicar más importantes eran la Unión Soviética y la guerra civil española, los dos acontecimientos que en la primera mitad del siglo XX levantaron más entusiasmo en todo el mundo. Creo que todos se habrán dado ya cuenta: la URSS (=Stalin=gulag) y la II República española son ya un género literario en sí mismos cuyo parecido más próximo es la novela negra. Hay bibliotecas enteras sobre ambas cuestiones; son el género preferido de ese tipo de historiadores que no hacen ciencia sino éxitos de ventas [...]
Arruinada por la II Guerra Mundial, Europa sólo se sostenía en 1945 gracias a Estados Unidos. Para frenar el avance de los partidos comunistas los gobiernos estadounidenses aplican una política intervencionista apoyada en la CIA. Su campo de acción no es sólo el espionaje político, ni la OTAN, ni el Plan Marshall sino también la cultura. En la posguerra es la CIA quien reescribe la historia, la filosofía y casi podría decirse que hasta las partituras de música llegan de los despachos de Langley. Washington necesitaba apoyarse en los mejores expertos anticomunistas de las décadas anteriores. Recluta intelectuales, escritores, periodistas, artistas para elaborar un programa científico cuyo objetivo es la derrota ideológica del marxismo. Los supuestamente prestigiosos periódicos anticomunistas hubieran desaparecido rápidamente si no llega a ser por los subsidios de la CIA, que compraba miles de ejemplares para luego distribuirlos gratuitamente. Gracias al largo brazo del espionaje estadounidense, los intelectuales reaccionarios, los arrepentidos de izquierda, los renegados, los trotskistas y los anticomunistas en general obtuvieron a partir de 1945 los mayores éxitos editoriales: revistas, seminarios, programas de investigación, becas universitarias e intercambios académicos. Todo ello permitió que el espionaje estadounidense ejerciera un impacto de choque en los medios universitarios, culturales, periodísticos y artísticos. Muchos prestigiosos escritores, poetas, artistas y músicos proclamaban su independencia de la política, la neutralidad de la ciencia y defendían el arte por el arte (en realidad querían decir el arte por el dinero). A difrencia de la URSS, donde los intelectuales estaban sometidos al Partido Comunista, en el mundo libre los artistas y escritores debían permanecer al margen del compromiso -de cualquier compromiso- político.
En lugar de hablar de guerra sicológica, como Arthur Koestler, otro de los escribanos de la CIA en aquellos felices años, había gente más fina que prefería hablar de burbuja literaria para aludir a toda aquella sobredosis cultural. Jamás nunca nadie en la historia se había preocupado tanto por la cultura, por lograr que la gente leyera. Nunca se expusieron más revistas en los kioskos que entonces; se perseguía la captación de suscriptores y se vendían libros casa por casa: Enciclopedias, Selecciones del Reader's Digest, Círculo de Lectores... Fue realmente asombroso, la revolución cultural del imperialismo. La CIA promocionaba orquestas sinfónicas, exposiciones de arte, ballet, grupos de teatro y conocidos intérpretes de jazz y ópera para neutralizar el sentimiento antimperialista en Europa y generar aprecio por la cultura y por Estados Unidos. A la CIA le gustaba especialmente enviar artistas negros a Europa, sobre todo cantantes, escritores y músicos -como Louis Armstrong- para diluir la hostilidad europea hacia las políticas racistas de Washington.
Había que reescribir la historia para vaciar la memoria revolucionaria del proletariado. Esto se llevó a cabo de muy diversas formas pero aquí nos interesa una de ellas: la intoxicación desde posiciones supuestamente revolucionarias. La peor cuña es la de la propia madera, dice el refrán. ¿Quién mejor para combatir a los comunistas que los antiguos comunistas? La vieja derecha reaccionaria estaba comprometida (y desacreditada) por sus relaciones con los fascistas. En Washington comprendieron que, para demoler a los sindicatos, los partidos comunistas y a los intelectuales opuestos a la OTAN, debían encontrar (o inventar) una izquierda democrática. Era indispensable utilizar el socialismo democrático como antídoto ante la radicalización de los pueblos surgida de la guerra y la crisis subsiguiente. En Europa había que impulsar una Non Communist Left Policy (política de izquierdas no comunista) y por eso recurrieron a los tránsfugas del comunismo.
Esto produjo una asombrosa paradoja: no se trataba de un rechazo de la revolución, de una crítica contrarrevolucionaria, sino todo lo contrario. Resultaba que en realidad los comunistas no somos revolucionarios sino contrarrevolucionarios. Los verdaderos revolucionarios son otros: los anarquistas, los trotskistas y todos los que se oponen al comunismo. La táctica de la CIA consistió en reclutar a los tránsfugas invirtiendo una parte de los fondos secretos en salvar revistas trotskistas, como Partisan Review y New Leader, de la quiebra. Esta fue una de la líneas de ataque del imperialismo en su estrategia de guerra sicológica a partir de 1945, fecha a partir de la cual dirigió y financió todo un movimiento intelectual de apariencia izquierdista para demostrar que en la Unión Soviética y en España la revolución había sido traicionada por los comunistas (precisamente).
Por ejemplo, el 20 de junio de 2003 el suplemento de libros de El País, Babelia, reseñaba la obra del chivato Orwell Homenaje a Cataluña diciendo que se trata de una obra sobre la traición, o lo que es lo mismo, sobre cómo los comunistas traicionamos a la revolución. Por supuesto, ellos, o sea Orwell y El País, defienden la revolución [...]
Para entender mejor la guerra psicológica, recomiendo los siguientes enlaces:
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