por Alacran Sáb Mar 20, 2010 10:56 am
Lina Odena. Acuérdense de este nombre que tiene ecos de gloria y de tristeza. Esta mujer, que trabajaba en una fábrica de medias, aprendió todo lo que pudo: a leer, a escribir, a calcular. Todo ello mientras luchaba en las filas del Partido Comunista de Barcelona. El Partido contaba con pocos miembros por aquel entonces y su influencia era reducida. La Dictadura apenas empezaba a tambalearse, el rey aún estaba en el trono cuando esta chica joven, de rostro pálido y sereno, se presentó en una de las «células» del Partido. La serenidad: eso es cuanto retuvo de aquellos años, lo que le sirvió en las siguientes fases de su transformación, y lo que la convirtió en una de las dirigentes de las Juventudes Comunistas de España. Conoció la prisión y luchó en las barricadas; su semblante severo, propio de una Erinia de la revolución, empezó a aparecer por todas partes.
Al día siguiente de la rebelión militar estuvo en Almería. Bajo su mando la muchedumbre tomó el cuartel hasta conseguir que el Ejército, aterrorizado, se rindiera; después los derrotaron y ejecutaron a todos. Eso ocurrió en Almería, uno de los baluartes más seguros, según pensaban en el cuartel general de Goded. Después los acontecimientos la llevaron a Barcelona y Madrid: Lina viajaba, hacía tareas de organización, hablaba en mítines, preparaba el terreno para los siguientes combates, alentaba a las masas –en especial a los jóvenes–, dirigiendo además este entusiasmo para que no se desahogase de forma estéril en palabras y gestos vacíos, enviaba a los jóvenes a las filas de la milicia, a los nuevos cuadros militares y brigadas de asalto que después de hacerse con las barricadas callejeras conquistaron la sierra, las trincheras y las estepas para consolidar la victoria.
Después de cumplir con su deber por segunda vez, Lina Odena viajó al frente, visitó las posiciones y participó en los combates. Iznalloz es una localidad montañosa, un pueblo con una iglesia antigua y un castillo fortificado de la época de los moros, un pueblo perdido en las montañas, a varias decenas de kilómetros de distancia de Granada, que estaba por entonces cercada por destacamentos fieles al Gobierno. El miliciano que conducía el coche de Lina Odena, que visitaba siempre las posiciones más avanzadas de la primera línea, se perdió en ese laberinto. El frente era inestable en este punto; una patrulla de sublevados detuvo a los viajeros. Antes de caer en manos del enemigo, Odena prefirió quitarse la vida. Sacaron su cadáver del coche y se lo llevaron a Granada, donde lo pasearon de forma triunfal por las calles.
Su muerte fue una de las pérdidas más dolorosas de la revolución, como también la fue de Durruti, Asensio, Col... Y muchos otros apellidos: la lista de nombres que se hicieron populares en los primeros meses de aquella revolución es larga, muy larga.
¡Salud y República!