“La Rusia inquietante” constituye un documento apreciable: en él se recogen entrevistas a varios líderes soviéticos de la época, incluida una con el camarada Stalin que publicamos en su día en Kimetz (http://www.kimetz.org/albistea/langile-mugimendua/entrevista-al-camarada-stalin), así como valiosos datos históricos sobre la Rusia prerrevolucionaria y de la inmediatamente posterior a 1917.
No deja de ser significativo que el autor, abierto anticomunista como se desprende de la lectura de las páginas del libro, amén de poco afecto a la figura de Stalin –como pudo comprobar quien leyera la entrevista mencionada en el párrafo anterior- fuera el traductor al castellano, en 1932, del libro “Vida de Lenin”, atribuido a Trosqui.
El Trosqui que nos presenta Villanúa en su entrevista es, podría decirse, un Trosqui en estado puro: rebosante de vanidad –rasgo de carácter que, según Henri Bergson, tenía en la risa su “remedio específico”: quien lea la presente entrevista aprenderá que Trosqui “no ríe jamás”-, mesiánico, obsesivo, faltón… y de una sorprendente sinceridad con su errática trayectoria política personal.
Trosqui ni ríe ni tampoco pregunta. La entrevista de Villanúa a Stalin resuena al oído del lector con ecos de conversación. Aquí sólo se encontrará monólogo.
Constituye una interesantísima experiencia psicológico-política leer esta entrevista e inmediatamente después sumergirse en el excelente artículo que Sobre el trotskismo escribió, en 1975, el Camarada Arenas (http://bibliotecarevolucionaria.netii.net/Textos%20para%20la%20Formacion/Sobre%20el%20trotskismo.pdf). Como si nos adentráramos en una especie de bucle espacio-temporal, el Trosqui de Villanúa parece proporcionar, él mismo, de grado, los materiales para la acerada crítica de Arenas…
En la copia del texto de la entrevista se han mantenido la ortografía y puntuación del original, señalándose con “sic” entre paréntesis las erratas y los errores. La nota incluida en el texto de la entrevista a Trosqui no figura en el original de León Villanúa.
***
(…) Sólo un español de mi temple y mi poca preocupación podía haber llegado hasta allí; calculé que debía estar de Madrid más lejos que de la luna.
A lo lejos, en el horizonte, se veían las montañas de Tian Chan; al otro lado estaba China.
A la mañana siguiente visité a Trotsky.
En las afueras del pueblo, en una casa de madera, de troncos exteriormente como las demás, y de tablas con doble pared en el interior y tejado de cinc, algo de cottage americano, pero muy modesto.
Un jardincillo delantero daba a la casilla aspecto de juventud y frescura. Trotsky, en el porche o verandaw (sic), nos esperaba.
León Trotsky es hombre de baja estatura, hombros fuertes de atleta, barba y lentes, tal como se le ve en las fotografías; pero lo que no dice la fotografía es el gesto duro, la palabra seca, el ademán de mando, lo autoritario de todo su continente. Ante este hombre se siente uno dominado y medroso.
Trotsky se sonrió, inclinó la cabeza levemente; después estrechó la mano que yo le tendía y me introdujo en la casa. Dentro de una habitación grande, un diván que le servía de cama, una mesa con muchos papelotes y libros, folletos, periódicos por todas partes, por las sillas, en estantes, en el suelo, en montones, en cajas, en paquetes. La habitación, de una grande desolación, un taller de escritor; ni un cuadro, ni un recuerdo; sólo un minúsculo retrato de Lenín (sic) con sentida dedicatoria; una tarjeta postal adherida al muro con cuatro chinches o tachuelas.
Trotsky llevaba traje de kaki, guerrera abrochada hasta arriba y gorra de plato, también de kaki; como yo me descubriera, me rogó que si quería siguiera cubierto.
-Yo no me descubro nunca; el sombrero y la gorra es algo que demuestra la civilización; además se enfría la cabeza; gracias a estas precauciones conservo mi hermoso pelo, envidia de los bolcheviques en candelero, que todos son calvos…
Yo reí, pero él permaneció serio; Trotsky no ríe jamás; su cara permanece impasible ante todo; nos sentamos y empezó la interviú.
-Me anunció su visita de usted la Trotskikaya, mi mujer, que vendrá aquí dentro de unos días; no quiero que esté más con esa gente estúpida, bolchevique-filistea... En fin, como verá, esto del destierro es una cosa buena; yo hago lo que quiero y nadie se mete conmigo; tengo mi lámpara de petróleo (aquí no ha llegado todavía la electricidad); tengo mi casa aislada; mis libros, pluma, tinta y papel, mis herramientas, y estoy preparando una nueva revolución.
-Entonces, ¿usted no es bolchevique?
-¡Yo soy León Davidowitsch Trotsky nada más! Al principio de la guerra mundial fuí menchevique; después, nihilista exaltado, anarquista que dicen ustedes en Occidente; luego, con el coloso Lenín (sic), fui bolchevique; sin mí no hubiese llegado arriba; yo soy la acción, soy una espada… Nunca me he rodeado más que de imbéciles que se han creído superiores a mí.
-Entonces, usted se cree un genio.
Trotsky me miró serio y repuso:
-No es que me crea un genio, es que lo soy; muerto Lenín (sic), aquella grandiosa figura política, no quedaba más que yo... Y a mí me han apartado, o creen que me han apartado, que no es lo mismo. Stalin, ese estúpido campesino, me ha obligado a vivir en este rincón del mundo; yo le haré huir al extranjero, como hice con Kerensky y comparsas. El estado actual de Rusia es una parodia indigna del bolchevismo. Usted mismo, si ha atravesado Rusia como dice, habrá visto ese espectáculo desconsolador del capitalismo con careta. Los filisteos que asaltaron el Poder son más peligrosos que los burchui o burgueses; vamos derechos a la ruina. Inglaterra, esa dominadora insular, lo prepara todo, y en muy próximo tiempo, Rusia se verá invadida pacíficamente por los capitalistas con sus negocios y explotaciones, sus papeles y títulos fiduciarios, que volverán a ahogar al proletario, al que trabaja, al que produce. El bandido de Stalin tiene a sus órdenes a Jaroslawki, jefe de la Comisión de Control del Partido Comunista; este Jaroslawki, que dirige la acción contra mí, antes de estar con Stalin, estuvo con Denikin… Esto le dará a usted idea qué clase de hombres dirigen a Rusia. Me han expulsado del partido por indeseable; me han desterrado a este rincón; pero Trotsky es invencible; puede deshacer a enemigos más fuertes e inteligentes que Stalin y compañía, y los pulverizaré. Estas guerras intestinas no aprovechan más que a Inglaterra, la reina del capitalismo.
-¿Y de España, qué opinión tiene usted?
-A España… Sólo la he visto en el aspecto inquisitorial o policíaco (sic); tiene unas cárceles muy graciosas. Verá usted lo que pasó. Yo residía en París (1) allá por el año 1916 y trabajaba en un periódico francamente derrotista; a mí no me interesaba el triunfo de Alemania, pero tampoco quería el triunfo del militarismo francés; en una palabra, yo siempre fui furioso antimilitarista, lo cual no obsta para que después fuese un excelente militar y crease el Ejército rojo, que combatió con éxito a todos los enemigos de Rusia. Yo he sido de todo, y en todo me he distinguido. El general von Kamp dijo de mí que era el primer ministro de la Guerra que había tenido Rusia, ya que los ministros anteriores fueron todos unos calabazas con brillantes uniformes, pero que conducían los ejércitos como los pastores las ovejas. Pues en 1916 yo escribía unos artículos en Nuestra Palabra y Nuestra Voz, que hicieron que la Policía francesa me expulsaran (sic) por indeseable con una recomendación a la Policía española de anarquista peligrosísimo. A poco de pasar la frontera, la bofia española (creo que es éste el nombre despectivo con que los delincuentes españoles la nombran).
-Sí, señor; así se la llama en el argot del crimen.
-Pues la bofia me puso dos agentes amabilísimos a mi disposición que me hicieron el viaje amargo; además hablaban un francés españolizado ininteligible para un ruso. En Madrid encontré una sociedad inesperada: gente preparada para toda clase de cosas, pero que no hacía nada más que hablar; en Madrid se habla mucho, pero no se hace nada absolutamente. Mi antiguo correligionario y compatriota Tasin, un hombre inteligente que habla el español de corrido, ¡qué idioma no hablará Tasin!; para este hombre, las gramáticas no tienen secretos, habla todos los idiomas conocidos y por conocer… En fin, Tasin había estado conmigo preso en Siberia, y en Madrid reanudamos nuestra antigua amistad. Yo no llevaba ánimos revolucionarios a España, quería únicamente descansar un poco para orientarme en la nueva lucha que se avecinaba; pero la bofia se enredó en suspicacias (la suspicacia es el talento de los tontos o el régimen de gobierno de los cobardes). ¡Bueno! Sin motivo ni causa me encerraron en la Cárcel Modelo de Madrid. Un empleado me preguntó cortés:
-¿Usted quiere una celda de pago? Las tenemos de primera, que cuestan 2,50 pesetas diarias; de segunda, a 1,25 diarias, y gratuitas para los presos pobres.
Yo quedé admirado de encontrarme en una cárcel que cobraba el hospedaje, ni más ni menos que una fonda u hotel. Luego me informé de una cantina donde también se comía por poco dinero; a los presos pobre les daban un rancho repugnante. Al día siguiente, después de tener que sufrir la afrenta de ser fichado (en la Dirección de Seguridad me habían fichado y fotografiado el día anterior); digo que, después de las complicadas medidas bertillonescas, pasé visita ante el médico de la prisión, un señor viejo y alto, uniformado con gorra de galones, que me preguntó en tono autoritario:
-¿Tiene usted sarna, piojos o ladillas?
-A mi respuesta negativa me encerraron en una celda de 2,50 (pago adelantado), y allí estuve hasta que me sacaron al patio, donde conocí a una porción de distinguidos ladrones, estafadores y asesinos que hacían su cura de reposo esperando el día del juicio oral. Al fin, me sacaron de aquel sanatorio y me reuní con mi mujer; pero me ordenaron que marchase a Cádiz para embarcar a la Argentina. Yo escribí una carta muy justa al ministro de la Gobernación, que era el señor Romanones, donde le exponía mi queja de que se me expulsara sin haber hecho motivo alguno y sólo porque la Policía francesa había hecho aquella recomendación de hombre de acción terrible. No obtuve respuesta, y me llevaron a Cádiz; querían que yo me pagase el viaje del ferrocarril… En fin, en España, el que tiene dinero se divierte. En Cádiz no hablaba francés ni el gobernador; tuve por intérprete al vicecónsul alemán, un enemigo, porque Rusia estaba en guerra con Alemania. Esperé mientras llegaba el buque que me conduciría a América del Sur, y trabajé, según dicen allí, un destino más apetecible; yo quería ir a América del Norte, país que yo conocía y donde podría vivir mejor; por fin, lo conseguí, y me embarqué para los Estados Unidos. Allí, trabajos y luchas y, por fin, la victoria. Creo que la actual situación en Rusia es un desastre; vamos derechos a un bonapartismo o un mussolinismo; en fin, algo personal e idiota.
Trotsky, mientras hablaba, se balanceaba en la silla, no me miró ni se sonrió una sola vez; es el hombre más extraño que he conocido. Algo temeroso inicié las preguntas:
-Usted, ¿es creyente ortodoxo?
-No pregunte tonterías, ni me tome por una vieja estúpida o un bourchui.
-¿Militarista o pacifista?
-Unos días, una cosa, y otros, otra, según la marcha de los sucesos; he conseguido crear el Ejército rojo, y además hice que el patriotismo, que era desconocido entre los campesinos del zar, sea un anhelo popular; los rusos poseen la tierra y la defenderán con las armas en la mano; los otros patriotismo son cábalas de banqueros. Al terminar la guerra, después del Tratado de paz de Brest-Litovsk, el Ejército ruso se esfumó, se disolvió; cada soldado se fue a su pueblo llevándose el fusil y los cartuchos; de paso, se llevó también lo que encontró por delante, y al llegar a su pueblo recibió en propiedad la tierra que proporcionalmente le correspondía, según el reparto local; a esto se debe el éxito del bolchevismo, el único partido político que no ofrecía nada y que daba todo. Otros soldados se trajeron los cañones y ametralladoras y, acostumbrados a la vida irregular y homicida de la guerra, estos soldados formaron unas bandas de forajidos que sembraron el terror y la desolación, robaron, asesinaron y pillaron lo que quisieron; cuando nosotros asaltamos el Poder tuvimos a lo primero que transigir con estos desamortizadores del capital, y luego, cuando fuimos fuertes los eliminamos; pero ellos, antes, habían suprimido a los burgueses de un modo expeditivo y radical; los pocos que quedaron los destruyó Djerchinky (sic) con su Cheka. Sólo un talento tan superior como el de Lenín (sic), el más sagaz de los políticos, el más eminente de los rusos, pudo, de un partido pequeño, sin prestigio ni partidarios apenas, hacer el único partido de Rusia, aprovechando coyunturas y oportunidades, desdiciéndose de los que hacía, en fin, empleando constantemente probatinas que algunas veces nos salían mal, pero que el sabía conducir a éxito transformando constantemente todo. Nuestro partido era el que menos diputados contaba en la Asamblea Constituyente, reunida en la Duma por sufragio universal; entonces acordamos (Lenín (sic) y yo) apoderarnos del Poder; yo contaba con los marineros de Kronstadt y con el crucero Aurora, anclado en la desembocadura del Neva, sin embargo, era difícil resolverlos a una acción aislada contra lo que creían voluntad nacional; Lenín (sic) los electrizó con un solo discurso, y al siguiente día empezamos nuestra revolución echando a Kerensky and Co. Resolvimos todos los problemas sin contar con nadie. Hubo que imponer lo que era, a nuestro criterio, la verdad; nosotros, Gobierno, no admitíamos discusiones ni reparos que hubieran ahogado la revolución, pues los verdaderos revolucionarios éramos una exigua minoría. Nuestra finalidad era suprimir el capitalismo y lo conseguimos; todas la revoluciones, menos la Commune de París en 1871 y la nuestra, han pactado con el capital, con la propiedad, con la Iglesia y con los demás estúpidos poderes arcaicos burgueses; nosotros suprimimos la propiedad, el Ejército, la Iglesia, el capital, la justicia burguesa, el negocio, es decir, la explotación. Y claro, las clases populares, el pueblo ignorante y sufrido, vino con nosotros y hoy constituye una clase fuerte de un arraigo extraordinario, imposible de destruir porque tiene algo que perder y porque tiene la razón y la fuerza; pero… en nuestro partido había también gente estúpida y pasional que anhelaba el triunfo personal, y los hombres de la vieja Guardia, los bolcheviques del 17, han sido apartados del Poder poco a poco y sustituídos (sic) por gentes estúpidas e ignorantes. Yo estoy desterrado y expulsado de un partido que fundé…, mas nuestra revolución es inmortal. Podrán hacerse muchas evoluciones en Rusia (las revoluciones son imposibles), pero el capitalismo no volverá.
Trotsky se levantó, la entrevista había terminado sin una sonrisa; me alargó la mano y entonces su rostro se transformó, sus lentes oscilaron en la nariz, Trotsky se reía fuerte diciendo:
-Dará usted a la Policía de Madrid y a los empleados de la Cárcel-Hotel mis recuerdos más expresivos. Ellos no pudieron comprender el pájaro que tenían en la jaula cuando yo era habitante de la primera galería. Los alemanes también se equivocaron con nosotros, pues sé de un general prusiano que cuando la revuelta de 1918 y la revolución comunista ahogada en sangre, dijo: “Si hubiera sabido los hombres que iban en el célebre vagón precintado, lo hubiera volado con dinamita”, como hicieron con Liebnecht y Rosa Luxemburgo, asesinados vilmente por los soldados. No hay hombre pequeño, y triunfar con partidarios y fuerza no tiene mérito ni es sólido; el caso es el nuestro: triunfar con la pluma y el mitin, y hacer la victoria indestructible; en fin, yo ahora preparo algo que asombrará al mundo. Yo mismo, que no me asusto de nada, estoy un poco inquieto.
Aquella salida final me desconcertó. Trotsky, que había empezado el párrafo riendo, lo acabó serio, con las mandíbulas apretadas y la mirada feroz.
Me acompañó hasta la puerta, me estrechó la mano otra vez y me volvió la espalda…
Aquel mismo día emprendí el regreso (…)
***
(1) En el ensayo de Don Miguel de Unamuno “Cómo se hace una novela”, dado a la estampa en lengua francesa en 1926 y en castellano en 1927, se puede leer: “(…) paso la mayor parte de mis mañanas solo, en esta jaula cercana a la plaza de los Estados Unidos. Después del almuerzo me voy a la Rotonda de Montparnasse, esquina del bulevar Raspail, donde tenemos una pequeña reunión de españoles, jóvenes estudiantes la mayoría, y comentamos las raras noticias que nos llegan de España, de la nuestra y de la de los otros, y recomenzamos cada día a repetir las mismas cosas, levantando, como aquí se dice, castillos en España. A esa Rotonda se le sigue llamando acá por algunos la de Trotski, pues parece que allí acudía, cuando desterrado en París, ese caudillo bolchevique.”
Esta misma nota figura incluida en “Una entrevista al camarada Stalin” tal como la publicó Kimetz el pasado 24 de junio. La nota venía a explicar a quién se refería Stalin cuando hablaba de los “revolucionarios de Montparnasse”. Trosqui también lo deja claro.
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